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REFUERZO DE PERSONALIDAD
RICHARD O. LEWIS
Por lo general, nuestra capacidad para enfrentarnos
con el destino está condicionada por la seguridad en
uno mismo. Y ocasionalmente por el autodominio.
Poco después de las ocho de la tarde recibí una llamada del teniente de Policía DeWitt.
—Doctor Harper —dijo—, tengo un cliente para usted. Lo he recogido hace media hora en el puente. ¿Le interesa?
¿Puente? De pronto recordé uno de los puntos sobre el que discutimos la última vez que nos encontramos.
—¡Oh, por supuesto! —dije—. ¡Claro que estoy interesado! ¿Esta noche?
—Tiene que ser antes —dijo el teniente—, o me veré obligado a acusarle formalmente y dejarlo encerrado hasta mañana. Eso podría empeorar el asunto, usted ya sabe cómo es.
—¡Indudablemente! —convine—. Mejor que lo traiga en seguida.
—No he descubierto gran cosa sobre él —continuó diciendo el teniente—, pero le pasaré lo que sé para que usted se pueda hacer una idea. Treinta y cinco años, contable, casado y sin hijos, vive en la periferia, no ha querido decirnos el motivo por el cual iba a saltar desde el puente. No puedo decirle más.
—Es suficiente —repuse—. Les estaré esperando.
Después de colgar el receptor del teléfono, me recliné en mi silla para reflexionar un momento. Durante el pasado año, el índice de suicidios e intentos de suicidio había aumentado considerablemente. Por alguna razón, saltar desde las vigas de un puente elevado parecía ser el método favorito para acabar con todo; quizá se debiera a que, una vez dado el salto, se alcanzaba de inmediato el punto sin retorno, y si la persona cambiaba de opinión mientras caía, no había nada que pudiese modificar su rumbo. Y era de los sistemas menos sórdidos.
En los últimos años, el teniente DeWitt y yo nos habíamos encontrado en algunas reuniones sociales y nos hicimos amigos. Durante la última de ellas, salió en la conversación el tema del aumento de los intentos de suicidio, y ambos estuvimos de acuerdo en que el procedimiento actual para tratar ese tipo de casos era completamente inadecuado. Si un hombre se encontraba tan deprimido emocionalmente que tenía que atentar contra su propia vida, una amonestación por parte de los oficiales de Policía y la privación de su libertad sólo empeorarían su situación; y una cárcel o una comisaría sin duda no eran el mejor lugar para dirigir una terapia de índole psicológica.
Sabía, como médico psicólogo, que una conversación privada y en un ambiente placentero con la persona angustiada podía ofrecer cierta solución al problema. Empleando mis años de experiencia profesional dedicados a los caprichos de la mente humana, no sería para mí una tarea tan difícil averiguar el motivo que se ocultaba detrás del intento de suicidio, sacarlo a la luz en toda su magnitud y aprisionarlo para siempre. Por lo menos, era el mejor recurso del que uno podía echar mano.
Así que ofrecí mis servicios, con el escéptico beneplácito del teniente, pero desde una perspectiva completamente experimental.
Cuando llegaron a mi consultorio el teniente y el hombre que estaba destinado a ser el primer caso experimental, yo tenía ya todas las cosas preparadas: la tenue iluminación que apenas si llegaba hasta la estantería con libros empotrada en la pared, una pequeña pero reconfortante llama en la chimenea, música discreta. En una palabra, un ambiente creado para inducir a la relajación.
El teniente DeWitt me presentó al hombre y dijo que se llamaba Bertram Brunell. Mientras daba un amistoso apretón a su mano inerte, observé que su actitud era la de una persona absolutamente derrotada. Tenía los ojos muy irritados, y la piel de su rostro, demacrado y macilento por falta de sol o ejercicio, colgaba fláccida como si le costase trabajo mantenerla en su sitio.
—Encantado de conocerle —le dije, señalándole una confortable silla frente al sofá grande tapizado—. Póngase cómodo mientras acompaño al teniente DeWitt a la puerta. En seguida estaré con usted.
Antes de salir, el teniente se detuvo un momento.
—Llámeme en cuanto haya terminado —me sugirió—. Es por si debo avisar a alguien para que venga a buscarle.
—Entendido.
Al volver a mi consultorio, entré frotándome las palmas de las manos y me senté, sonriendo con afabilidad al hombre que se hallaba al otro lado de la mesita de café.
—Bien, Mr. Brunell —comencé a decir, yendo directamente al grano—, parece que tenemos un ligero problema.
Brunell contempló vagamente las manos que descansaban sobre su regazo, los dedos moviéndose nerviosos, pero no dijo nada.
—A veces, cuando podemos sacar nuestro problema al exterior y hablar acerca de él, su gravedad parece que disminuye mucho —dije—. ¿No tiene ganas de contarme lo que le pasa?
Brunell dejó de observar sus dedos inquietos, para mover los ojos de izquierda a derecha como si buscase una vía de escape.
¿Un introvertido? Sin duda alguna. Se trataba de un hombre que mantenía ocultos sus problemas con obstinación, dejando que éstos presionasen hasta el punto de estallar sin remedio. Aquel punto lo había alcanzado la noche anterior, y a pesar de que no le fue permitido saltar desde el puente, la presión aún estaba allí e iba acumulándose de modo peligroso.
Me levanté de un salto dirigiéndome al armario con licores y serví dos martinis que había dejado preparados para la ocasión, en caso de que la situación lo requiriera.
—Aquí tiene —dije, alargándole uno de los altos vasos—. No dudo que le ayudará a relajarse.
Se soltó las manos, cogió el vaso, me miró indeciso, y bebió un poco.
Al parecer, la bebida le gustó y el segundo trago fue más largo.
—Yo no bebo mucho —dijo, depositando con mano temblorosa el vaso medio vacío sobre la mesa de café—. Nunca lo he hecho.
Era de esperar. Algunos hombres podían recurrir al alcohol en los momentos de tensión, ir de parranda, perder el control, y así aliviar su angustia —al menos, por un tiempo—, pero Brunell no. Simplemente no era ésa su personalidad.
Tomé un sorbo de mi bebida y volví a ocupar mi sitio frente a él.
—A veces —dije—, dejamos que se nos junten los problemas, los mantenemos encerrados, y de este modo se agrandan hasta tal punto que después de un tiempo nos parecen insuperables.
Brunell contemplaba ausente su vaso.
Esperé que al menos prestara alguna atención a lo que le decía.
—Si somos capaces de hablar sobre ello con alguien, sacarlo a la luz en toda su magnitud, podremos acercarnos a él de una manera más analítica que emocional.
Brunell cogió su vaso y después de tomarse el resto de la bebida lo volvió a depositar sobre la mesa. Asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo; pero seguía en silencio.
Por otros intentos, sabía que ciertas personas se mostraban renuentes a revelar su alma a extraños, e incluso a los amigos. Pero tenía que hallar la manera de comunicarme con él si deseaba salvarle de sí mismo.
—A menudo, un problema es de carácter tan personal que resulta casi imposible hablar de él abiertamente con un desconocido —le dije, volviendo a llenar su vaso con martini—. Aun así, una simple conversación, un entendimiento favorable, puede ayudar a enfocar las dificultades desde un punto de vista más racional.
A pesar de que Brunell continuaba en silencio, por la manera en que acomodó su cabeza hacia un lado, frunciendo las cejas de un modo pensativo, pude ver que mis palabras le habían tocado y estaba tratando de poner en orden sus ideas.
Finalmente, comenzó a asentir moviendo despacio la cabeza, como si hubiese llegado a una comprensión parcial de su interioridad.
—Me parece que no soy más que un cobarde —dijo de forma entrecortada.
Ésa no era la contestación que yo estaba esperando, pero me pareció mejor que nada. Ahora podía ver que la mayor parte de su problema radicaba en un profundo complejo de inferioridad. Le faltaba seguridad en sí mismo, y necesitaba con urgencia un refuerzo de su personalidad.
—De una manera o de otra, todos somos cobardes —sentencié—. En todos nosotros anida alguna clase de temor: claustrofobia, cardiofobia, agorafobia, felinofobia, por nombrar algunos. Si dejamos que nos dominen, nos metemos en un problema.
A continuación, procedí a suministrarle diez minutos de disertación de características terapéuticas, acentuando la importancia de la dignidad humana, la confianza en uno mismo y la capacidad de controlar nuestro destino. Terminé citándole algunos casos en los que mis pacientes habían obtenido mejoras notables bajo mi dirección.
Al finalizar, Brunell asintió, bebiendo otro gran sorbo.
—Creo que tiene razón —admitió.
Era evidente que se encontraba más relajado, quizá porque las ideas se le habían aclarado un poco, o debido al martini. Incluso por una combinación de ambas cosas.
De todas formas, me di cuenta de que mis esfuerzos comenzaban a dar algún fruto.
—He cometido el error de dejar que durante los últimos años los problemas se me acumularan —continuó diciendo—, hasta esta noche en que alcanzaron su punto culminante…
—Exacto —corroboré—. Fue la última gota que colmó la vasija. Y como no se creyó capaz de vencer su dificultad decidió eliminarse.
Brunell, con los ojos apretados, fijó su vista en el vaso.
Me pareció el momento oportuno para continuar indagando.
—Si tiene algún problema grave que quiera compartir conmigo —sugerí—, o algo que le gustara sacar a relucir, quizás…
El hombre movió la cabeza con lentitud.
—No… —dijo—. Usted…, ya me ha ayudado a ver las cosas de otro modo. Creo que tal vez sea mejor que le cuente que saqué todos mis ahorros, vendí todas mis posesiones, y me disponía a viajar a lugares desconocidos. Pero me di cuenta de que, de todas maneras, llevaría el problema conmigo fuera donde fuera, y continuaría sin poder dormir. Desesperado. Hasta que decidí optar por la vía de escape definitiva, usted ya sabe…
—¡Sobre todas las cosas —le recordé— un hombre debe tener confianza en sí mismo!
De improviso, Brunell se terminó lo que le quedaba de la bebida y se puso de pie. En su pálido y alargado rostro se dibujaron algunas arrugas, mientras posaba sus ojos en los míos por primera vez desde que había entrado en aquella habitación.
—Ha hecho mucho por mí —dijo, tendiéndome la mano— y quiero agradecérselo. Tengo la sensación de que, a partir de ahora, seré capaz de regir mi propio destino.
—Si en realidad le he servido de ayuda —le dije, deleitándome con su fuerte apretón de manos—, eso ya es para mí una recompensa. Y nada de saltos desde el puente. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Después de que Brunell se hubiera marchado, llamé por teléfono al teniente DeWitt.
—Le habla el doctor Harper —dije—. Tengo que informarle con sumo placer que nuestro primer caso experimental ha concluido de un modo muy satisfactorio.
—¿Quiere que pase a recogerle?
—No es necesario. Hace unos cuantos minutos le he dejado ir en un taxi, tras haberle dado de beber unos tragos y haberle proporcionado un refuerzo de personalidad, es decir, una gran dosis de autoconfianza.
—Ya veo. Tengo que admitir que en un principio era un poco escéptico —hizo una pausa—. ¿Está seguro de que no tendrá problemas?
—Lo puedo garantizar personalmente. No habrá más saltos desde el puente. ¡Salió de aquí hecho otro hombre!
Después de colgar el teléfono, me dediqué a leer el libro desde la página en que había quedado antes de venir Brunell. Debía estar leyendo casi dos horas, y me disponía a ir a la cama cuando de pronto sonó el teléfono.
Levanté el receptor.
—Habla el doctor Harper —dije.
—Debe haberle reforzado demasiado la personalidad a su paciente —reconocí la voz del teniente DeWitt—. Quizá le dio demasiado alcohol. O pueden ser ambas cosas.
—¿Por qué? —pregunté con ansiedad—. No me diga que Brunell ha vuelto al puente y ha saltado.
—Aún no lo sabemos. No le podemos localizar. Le hemos estado buscando por todas partes durante la última hora, incluso en el río.
—No comprendo…
—Hace más de una hora, el gerente de un motel situado casi en las afueras de la ciudad, nos notificó que había escuchado disparos en una de sus unidades. Cuando fuimos a investigar, hallamos el cuerpo lleno de balas de Mrs. Brunell junto al cadáver mutilado del que sin lugar a dudas era su amante. Por supuesto, ahora buscamos a Mr. Brunell.
Aquella noticia me dejó de piedra por unos instantes. Después recordé que Brunell había dicho algo acerca de la venta de sus posesiones, y la respuesta vino automáticamente.
—Escuche, no tiene por qué seguir buscando en el río —dije—. En estos momentos, Brunell debe estar viajando hacia algún lugar desconocido con los ahorros de toda su vida en el bolsillo.
—¡Un millón de gracias!
Del otro lado de la línea un fuerte clic me hizo saber que el teniente DeWitt había colgado.
Durante unos segundos observé pensativo el silencioso aparato. Bien, razoné, después de todo, mi acercamiento psicológico al paciente no fue un fracaso total. Al parecer, Brunell fue capaz de resolver el problema de un modo muy directo y decisivo, por decirlo de alguna manera.