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UN ATAÚD PARA BERTHA STETTERSON

DONALD HONIG


El asesinato databa del año 1890, pero aún se oía hablar de él a la gente vieja, a quienes sus padres y abuelos les habían transmitido la historia con frases entrecortadas o solemnes.

En aquellos tiempos, Capstone era una localidad con granjas, bosques y suaves colinas, un paisaje que a no ser por algunos árboles centenarios ya había desaparecido; las granjas estaban ocultas bajo las fachadas de casas familiares de dos plantas, las colinas pavimentadas y en algunos lugares niveladas. Ya nadie las llamaba por su nombre. Capstone se encontraba situada en la margen del East River opuesta a Manhattan y sólo era posible llegar en transbordador. Se consideraba un sitio bastante alejado, y eran muchos los granjeros que en toda su vida apenas habían estado dos o tres veces al otro lado del río.

Jacob Vandermeer vivía más allá de las granjas lecheras, casi al final del pueblo. Descendía de una vieja familia de colonos holandeses, que se habían instalado en Capstone allá por el año 1700.

Vandermeer era un hombre alto, robusto, de barba espesa y taciturno, que finalmente se casó al cumplir los cuarenta años. Esto causó una verdadera sorpresa, no sólo porque Vandermeer fuera un hombre solitario, sino por la persona que había elegido como esposa. Se trataba de la sobrina del juez, Bertha Stetterson, una mujer que se encontraba en buena posición económica ya que la reciente muerte de sus padres le había dejado en posesión de cierta fortuna. Era pequeña, tímida y debía rondar los treinta años; como había estudiado en un colegio de señoritas al norte de la región, se la consideraba una mujer culta, lo que sin duda debía cohibir a la mayoría de los toscos jóvenes de Capstone.

Nadie entendía por qué se había casado con el grandote y meditativo Vandermeer; pero se corría la voz de que era simplemente a causa de que ella ya tenía más de treinta años y se encontraba desesperanzada.

Poco después de la boda, se hizo evidente que Vandermeer estaba descuidando su granja. La maleza comenzó a invadirlo todo, las vacas, cerdos y gallinas del vecindario deambulaban por allí sin que el sombrío granjero se molestara en echarlos. Lo único que hacía era sentarse en una silla en el portal de su casa y observar. No cultivaba nada, no vendía y no tenía ingresos; mas por lo visto aquello no le importaba. Estaba claro que había decidido convertirse en un caballero, en un petimetre, a costa del dinero de Bertha. Nadie sabía qué pensaba ella de todo aquello. Ahora, rara vez se dejaba ver.

De vez en cuando, Vandermeer aparecía con su carreta por el pueblo, el cual se componía del «Hotel Capstone», la pensión «Dooley», unas cuantas tiendas y herrerías, un granero y una taberna. Se sentaba en el porche de la pensión y se ponía a fumar su pipa sin dirigirle nunca la palabra a ninguno de los hombres, quienes ya se habían acostumbrado a su insociabilidad y de tanto en tanto se guiñaban el ojo unos a otros mientras él permanecía allí.

Hasta que una mañana, uno de los hombres no pudo aguantar más su curiosidad y le preguntó a Vandermeer lo que todos ellos estaban deseando saber desde hacía tiempo.

—¿Has abandonado tu granja, Vandermeer?

Vandermeer estaba sentado fumando, con las cenizas adheridas a su barba, y miraba hacia el frente. Durante unos instantes pareció que no iba a contestar, cosa que a veces hacía; pero en esta ocasión se sacó la pipa de la boca y dijo:

—La he abandonado para encontrarle un sentido a la vida.

—¿Dejarás que siga así?

—Creo que sí.

El cañón de la pipa volvió a deslizarse entre su barba, dando por terminada la conversación.

Cuando Vandermeer se fue, los demás sacaron sus propias conclusiones, que fueron confirmadas más tarde por Jonah Stetterson, el hermano menor del juez, quince años más joven que éste.

—No piensa trabajar nunca más. Se sienta en el portal de su casa, fuma su pipa y de vez en cuando se toma un trago de whisky.

—¿Cuánto tiempo continuará de esa forma?

—Si un hombre puede estar sentado sin compañía durante tres horas y no emitir ni una sola palabra —sentenció Jonah—, creo que podrá pasarse con facilidad el resto de su vida en una total indolencia.

—¿Qué opina Bertha al respecto?

—Por supuesto que a ella no le agrada esa actitud —repuso Jonah—. Pero no se atreve a decírselo. Le tiene miedo.

—¿De qué viven?

Jonah se sintió un poco incómodo. —Eso es lo que más nos molesta —comentó—. Parece ser que Bertha ha gastado casi todo su dinero y ha vendido todas sus joyas.

—¿Seguirá con él?

—A Bertha le ha costado treinta y un años conseguir marido —dijo Jonah—. ¿Tú qué crees?

Unas semanas después, Vandermeer volvió a aparecer por el pueblo, pero esta vez a caballo.

—Mi mujer está enferma —dijo, anonadado.

Los hombres se miraron. Vandermeer compró algunas medicinas y luego se marchó. Los hombres se sentaron en el porche de la pensión «Dooley» preocupados, en un silencio acusador.

Al día siguiente vino Jonah Stetterson.

—No deja que nadie la vea —informó—. Ni a mí ni a mi mujer, ni siquiera al juez. Dijo que está muy débil. Salió a la puerta con un rifle.

—No sabía que poseía uno —dijo Dooley.

—Pues lo tiene —repuso Jonah—, y no vacilará en usarlo. En sus ojos había una mirada muy extraña. El juez dice que es la mirada de un demente, y el juez ha visto suficientes cosas como para saberlo.

Aquella noche, Jonah le dijo a su hermano:

—Debemos entrar en esa casa y ver a Bertha. Dios sabe lo que le estará haciendo, si es que no se lo ha hecho ya.

—Pero no podemos entrar a la fuerza —advirtió el juez.

Si a algo rendía culto aquel hombre, al que nunca se le había visto en la iglesia, ni siquiera los domingos, era a la ley, a las inquebrantables escrituras de sus creencias en la legalidad.

—Es nuestra sobrina, Andrew, la que ha caído en sus manos —argumentó Jonah.

—Ya lo sé, y no me siento menos inquieto que tú —dijo el juez.

—Mañana intentaré entrar en la casa. Si logro ver a Bertha, la persuadiré para que se venga conmigo.

El juez lanzó un suspiro.

—Ah, si fuese un poco más joven.

—Deja que yo me ocupe de ello.

—Temo que seas demasiado impulsivo, Jonah.

—Eso es lo que hace falta. Ese hombre es un insolente al no dejar que la vea la familia.

El juez volvió a suspirar.

—Haz lo que puedas, Jonah; pero que no sea nada que vaya en contra de la ley.

Al atardecer del día siguiente, Jonah atravesó los campos cultivados hasta la casa de Vandermeer. Al entrar en la zona boscosa que circundaba a la abandonada granja, continuó por la senda que le conducía hasta la casa. Estaba oscureciendo cuando se detuvo cerca de ella, justo al borde del bosque. El atardecer era cálido, sin viento; en el bosque nada se movía, y la noche entrelazaba los árboles, las hojas y al cielo en una única y profunda bóveda. Entonces comenzó a oír el ruido de martillazos. Los golpes del martillo eran penetrantes y metódicos, y resonaban perentoriamente en el bosque.

Jonah se dirigió a través de los surcos sin cultivar, escuchando y tratando de descifrar el ruido de los golpes de martillo como si éstos transmitieran una señal; se sentía intrigado e inquieto. En el portal de la casa, la silla de Vandermeer se encontraba vacía. El sonido de los martillazos venía desde el fondo de la casa. Jonah pudo ver el fulgor amarillento de la luz de un farol que partía de la vivienda y se proyectaba sobre la sombra de los árboles. La puerta principal estaba entreabierta, con un aspecto misterioso, intrigante e irresistible. Jonah penetró en la casa. Se hallaba en penumbra. Sólo había estado una vez en ella, el día de la boda. Subió la escalera. Allí había dos habitaciones, una era el dormitorio y la otra era utilizada por Vandermeer como depósito de herramientas.

Abrió la puerta del dormitorio, empujándola despacio. Luego penetró en la habitación y pudo ver la cama.

—Bertha —susurró.

Pero allí no había nadie. No pudo creer lo que veía. Se dirigió hacia la cama y la tocó. Estaba fría y vacía, con el cobertor extendido ajustadamente. Echó una ojeada a la habitación. Luego miró por la ventana hacia donde se escuchaban los ininterrumpidos martillazos, y desde donde provenía la luz amarillenta que iluminaba los árboles. Vio la espalda inclinada de Vandermeer, sobre la cual se distinguían los tirantes del pantalón, y contempló el martillo que oscilaba en el aire en lentos y precisos golpes.

En seguida Jonah se marchó. Descendió apresurado por la escalera, cruzó la puerta principal, dejó atrás la silla vacía y se adentró en el bosque a través de la maleza, seguido por el inexorable golpear del martillo.

Más tarde se encontraba frente a su hermano. El semblante del juez se mostraba ahora serio, debido a su preocupación e interés en el asunto.

—¿Dices que ella no estaba allí?

—No —contestó Jonah, inclinado en su asiento, todavía sin poder recuperar el aliento después de su precipitada fuga—. La cama estaba vacía.

—Quizá se hallara en alguna otra parte de la casa.

—Estaba a oscuras. Si ella hubiese estado allí me habría oído.

—¿Y él? ¿Estás seguro de ello?

—Lo vi. Vandermeer estaba martilleando sobre él.

—¿No te habrás equivocado?

—No —dijo Jonah—. He visto suficientes ataúdes como para no reconocerlos.

Así que al otro día, al amanecer, salieron hacia allí el juez, Jonah y un granjero llamado Adamson. Hicieron el camino a pie. El juez iba vestido de negro y llevaba puesto un sombrero hongo. En su rostro se revelaba el rigor de la justicia y también la inquietud personal. No se hablaron durante el largo trayecto, mientras atravesaban las granjas, las praderas y el sombrío bosque. Llegaron a la propiedad de Vandermeer y le vieron sentado en la silla, pequeño y furioso con su barba negra, y a medida que se iban acercando le veían más grande y más temible.

Antes de que pudieran decir nada, Jonah apoyó la mano sobre el hombro del juez. Éste le miró a los ojos, luego dirigió su vista hacia una tabla que sobresalía verticalmente de la tierra al costado de la casa. El tablón proyectaba su sombra sobre un montículo de tierra recientemente removida. Ignorando a Vandermeer, fueron directamente hacia la tabla. En ella pudieron leer, escrito en letra clara con lápiz negro, el nombre de su sobrina y la fecha de su nacimiento y de su extinción, esta última acaecida el día anterior. Durante unos instantes permanecieron en absoluto silencio; luego, se encaminaron hacia el hosco granjero. Él les estaba observando, les había estado observando sin mover siquiera la cabeza, sosteniendo sobre su regazo el rifle.

—Señor Vandermeer —dijo el juez, con voz severa pero sin gritar—. ¿Qué significa esto?

—Esta tarde pensaba pasar a verlo y decírselo —repuso Vandermeer.

—¿Decirme qué?

—Que mi esposa ha muerto.

—¿Muerto? —repitió el juez.

—Ella nunca ha estado enferma —dijo Jonah—. ¿Qué es lo que le has hecho?

—Estuvo enferma —corrigió Vandermeer, con voz grave y paciente—. Ya la he enterrado.

—¡Asesino! —gritó Adamson, dando un paso adelante—. Nosotros ya sospechábamos…

Con una mano en alto, el juez al mismo tiempo hizo callar y detenerse al granjero, sin apartar los ojos del rostro de Vandermeer.

—¿De qué ha muerto? —preguntó.

—Al parecer, de fiebre —dijo Vandermeer, moviendo su pequeña boca entre la espesa barba negra.

—¿Estuvo aquí el médico? —preguntó el juez—. ¿Consultó usted a algún médico?

—No parecía que iba a ser tan grave.

—¿Por qué no llamó a sus familiares?

—No me dio tiempo.

—Pero has tenido tiempo suficiente para construir un ataúd —dijo Jonah.

Los ojos de Vandermeer, que hasta entonces observaban indiferentes al juez, se posaron rápida y hostilmente en Jonah, mirándole con intensidad durante unos instantes, como si quisieran preguntarle: «¿Cómo sabes eso? ¿Cómo estás tan seguro de ello?» Luego dijo:

—Después de que hubo muerto, sí.

—¿La ha enterrado aquí? —preguntó el juez.

—Sí —contestó Vandermeer—. Donde ella reposa ahora no será víctima de los ladrones de sepulturas.

Esta alusión se refería a la reciente profanación de la tumba del poeta de Capstone, Benjamín McKinley, la cual fue abierta con motivo de la búsqueda de sus poemas, que según el populacho, se encontraban enterrados con él. Dos hombres habían sido recientemente sorprendidos transportando un cadáver en una carreta. Lo habían robado por encargo de un médico de la zona del Little Village de Capstone. El médico y los dos hombres fueron arrestados, juzgados y sentenciados por el juez Stetterson.

—Pero uno no puede enterrar a la gente en el lugar que le plazca —advirtió Jonah.

—Si se ha hecho —respondió Vandermeer—, es porque se podía.

—Juez, nosotros tenemos derecho a enterrarla en un lugar adecuado —dijo Adamson.

—A ningún buen cristiano se le ocurriría eso en este momento —dijo Vandermeer—. Ahora que ya se ha ido, dejadla descansar en paz.

—Eso es lo que a ti te agradaría, ¿no? —preguntó Jonah—. Crees que puedes…

El juez le hizo callar.

—Será mejor que venga con nosotros, señor Vandermeer.

—¿Para qué?

—Tendremos que abrir el ataúd; pero de forma legal, y debe estar presente cuando se firme la autorización.

—Usted se preguntará qué hago aquí sentado con un rifle —dijo Vandermeer—. Lo que sucede es que tengo miedo de que alguien profane la sepultura. Los médicos lo hacen, y los dementes, para aplicar su maldad en los muertos.

—Estás diciendo disparates —afirmó Jonah.

—¿Seguro? —preguntó Vandermeer desafiante—. Antes de que vosotros vinierais, he visto gente en el bosque. ¿Qué es lo que estaban haciendo allí? De hecho, cuando os he visto salir del bosque, he estado a punto de hacer fuego. Os habéis arriesgado mucho al acercaros de este modo a un hombre corto de vista.

—De todas formas —dijo el juez—, le aconsejo que venga con nosotros.

Vandermeer se incorporó, sosteniendo su rifle.

—Iré con vosotros —aceptó—. No tengo nada que temer. Pero la responsabilidad será vuestra.

Los cuatro se encaminaron hacia el pueblo. En la casa del juez, la elegante casa blanca que quedaba en la Gran Avenida, obtuvieron la autorización.

—Todo esto es innecesario —opinó Vandermeer—. Usted estaba allí. Podríamos haberla desenterrado.

—No —dijo el juez—. Tiene que hacerse legalmente.

Se dirigieron otra vez al lugar; pero en esta ocasión en la calesa del juez y pasando antes a recoger al doctor Howell. Luego, la calesa condujo a los cinco hombres hacia el límite del bosque, haciendo a pie el camino restante. Cuando salieron de la arboleda, Vandermeer se detuvo.

—Alguien ha estado aquí —dijo.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el juez.

—La tumba no está como yo la he dejado.

—A mí me parece que se halla igual que antes —manifestó el juez.

Se encaminaron a través de la granja.

—¿Cuántas palas tienes? —preguntó Jonah.

—Dos —respondió Vandermeer.

Sacó las palas del cobertizo, Jonah y Adamson comenzaron a cavar, hundiendo las largas palas en el montículo y arrojando la tierra a un lado con rápidas acometidas. El juez y el doctor Howell se alejaron unos pasos y se quedaron observando. Vandermeer se paseaba alrededor de ellos manoseando su pipa apagada, y miraba cavar a los hombres con bastante nerviosismo. El juez se volvió varias veces para observarle.

Luego de haber cavado algo más de un metro, chocaron contra madera. Aquel sonido hizo que Vandermeer recapitulara.

—Debo protestar —dijo.

—Pero no puede —repuso el juez, que estaba parado en el borde de la fosa—. Ábrelo —le dijo a Jonah.

—Ya ha sido manipulado con algo —dijo Vandermeer—. Lo puedo asegurar.

Con la cuchara de su pala, Jonah empujó la tapa del ataúd. Ésta cedió con facilidad. Y cuando Jonah la levantó y la recostó contra la pared de tierra, el ataúd apareció vacío.

—¡Vandermeer! —gritó el juez—. ¿Dónde está ella? ¿Qué ha hecho con su cuerpo?

Vandermeer observó con detenimiento la caja vacía. Luego dirigió su mirada al juez.

—Ya les he explicado que había gente en los alrededores —arguyo—. Y vosotros no sois mejores que ellos.

—Creo que él ni la ha enterrado —dijo Jonah, mientras mordía su pipa—. Toda la historia es demasiado fantástica. ¿Acaso los ladrones de sepulturas actúan a plena luz del día? ¿Cómo puede un hombre mentir de este modo? Te diré qué es lo que ha hecho: la enterró en algún lugar del bosque.

—Pero, entonces, ¿para qué poner el ataúd? —planteó el juez contemplando pensativo el hogar de la chimenea, donde los leños ya se habían consumido por el fuego, y de vez en cuando un rojo intenso emanaba de ellos, produciendo un chasquido—. ¿Por qué complicar tanto las cosas?

—Porque sabía que nosotros insistiríamos en que la tumba fuese abierta. Ahora podrá decir que el cuerpo ha sido robado, e incluso echarnos en parte la culpa por haberle obligado a abandonar el sitio durante un par de horas. Se ha inventado esa historia sobre los ladrones de sepulturas ocultos en el bosque, se va por unas horas y cuando vuelve les echa la culpa a ellos. Yo pienso que él la ha asesinado; ha tomado su dinero y sus joyas, y enterró a Bertha en algún lugar del campo. Si aquella noche hubiese mirado con más cuidado, si me hubiera quedado escondido…

—Quizá la haya enterrado hace varios días —sugirió el juez.

—Pero, ¿qué haremos con este asunto? No podemos dejar que se nos escape. ¡No dejaremos que se vaya sin su castigo! —casi gritó Jonah, de un modo amenazador.

—Con ese tono de voz —dijo el juez, sin dejar de observar las brasas—, pareces un hombre que quisiera incitar al populacho a la violencia.

—Sé lo que tú sientes por ese tipo de cosas. Pero, ¿vamos a permitir que ese hombre se salga con la suya?

—¿Te sentirías mejor si le vieras colgando de un árbol?

—Considerándolo bien, sí.

El juez exhaló un suspiro.

—Ah, Jonah —dijo—. Pero, supón que eso sucediera. ¿Cómo haremos para encontrar a nuestra pobre Bertha? ¿Nos olvidaremos de ella así como así?

—Se está aprovechando de ti, Andrew —dijo Jonah—. Te conoce demasiado bien. Se está aprovechando de tu debilidad.

—En ese caso, defender la ley y el orden es una debilidad —concluyó el juez, haciendo un comentario irónico—. No, en primer lugar descubriremos qué ha hecho con ella. Y después se le aplicará la ley con todo su rigor.

Pero en el pueblo los ánimos no eran tan moderados. El granjero Adamson estuvo sentado todo el día en el porche de la pensión «Dooley» contando lo sucedido. Poco a poco, a su alrededor se fue congregando un grupo de hombres.

—La ha matado —decía Adamson a cada nuevo oyente que se acercaba, y los que ya le habían escuchado decirlo, no parecían cansados de tantas repeticiones—. Luego cavó una tumba falsa, enterró allí un ataúd vacío, y ahora pretende que los ladrones de sepulturas se la han llevado. Pero la tumba nunca fue removida; diga lo que diga, estaba igual que cuando nos habíamos ido de allí. ¿Desde cuándo los ladrones de sepulcros se toman tanto trabajo para disimular lo que han hecho?

Se escucharon algunos murmullos entre la concurrencia.

—Y ahora —continuó diciendo Adamson—, está sendo ahí fuera, con las manos manchadas de sangre y el dinero de Bertha en su bolsillo.

—Pero, ¿dónde se halla el cuerpo? —exclamó alguien.

—Pregúntale a él —dijo Adamson.

—No se puede juzgar a un hombre si antes no se tiene un cadáver.

—Pues entonces vayamos en busca de su cadáver —gritó finalmente Adamson, cuando ya hubo allí suficientes hombres y estuvieron dispuestos a escuchar aquello.

Y así lo hicieron. Salieron atropelladamente del pueblo, atravesando los campos oscuros y las praderas. Durante el camino se les unieron otros hombres. Alguien dijo que sería mejor llamar al juez; pero en seguida le hicieron callar a gritos. Adamson llevaba la soga. Mientras iba caminando, tiraba del lazo corredizo.

Irrumpieron bruscamente en el bosque, cada uno tratando de estar al frente; pero hacían demasiado ruido. Al salir de la espesura, vieron que el enorme Vandermeer se alejaba corriendo. Con un clamor fueron en su captura. El perseguido corría hacia las marismas. Se podía escuchar un fuerte chapoteo mientras se precipitaban detrás de él. Aquello no duró mucho rato. Vandermeer chapoteó en las turbias y poco profundas aguas hasta que perdió pie y se estrelló en el fango, desplazando una considerable cantidad de agua. Cuando lo pusieron de pie, su barba chorreaba. Adamson le puso la soga en el rostro; los hombres vociferaban burlonamente. Vandermeer emitió un gruñido y, soltándose unos instantes, arrojó a Adamson al agua. Pero inmediatamente fue otra vez aprisionado y le condujeron a través de la marisma hacia su granja.

—Les digo la verdad —respondía enfurecido, mientras dos hombres le tenían aferrado por los brazos, debajo de un árbol.

—Tendrás que esforzarte en decir mucho más —le apremió Adamson.

Pero Vandermeer no volvió a abrir la boca. Se quedó erguido en toda su estatura, con el pecho hacia fuera y las gotas de agua adheridas a su barba. Sus pequeños ojos enrojecidos miraban a todos los presentes, como si quisiera fijarlos en su memoria.

Antes de que tuvieran oportunidad de ponerle la soga al cuello, hizo su aparición el juez, pues alguien había corrido a su casa para avisarle. Irrumpió agitado en medio del grupo.

—Desatad a ese nombre —ordenó.

Todos miraron al juez, y luego a Adamson.

—Pero, juez… —comenzó a decir Adamson.

—Desatadlo —volvió a exigir el juez.

Uno de ellos deshizo el nudo que sujetaba las muñecas de Vandermeer. Todos se quedaron a su alrededor en un hosco silencio, sin mirar al juez; pero esperándole.

El representante de la justicia se dirigió hacia el centro del círculo.

—Vandermeer —dijo—, un minuto más y hubiera estado muerto.

—E igual de inocente —contestó Vandermeer.

—¿Qué es lo que ha hecho con ella?

Vandermeer se mantuvo en silencio.

—Registremos la casa —informó alguien.

—Palmo a palmo —agregó otro.

—Vandermeer —dijo el juez—. Quiero que me dé su autorización para registrar la casa.

—No se la daré —replicó Vandermeer.

—¡Al diablo con él! —gritó uno de los hombres.

—¡Juez, no le haga caso! —exclamó otro.

Vandermeer se frotó las muñecas en el lugar donde las cuerdas le habían lastimado.

—Quiero que estos hombres se vayan de mi propiedad —le dijo al juez.

Al fin se marcharon. Lo hicieron despacio, en silencio, furiosos, frustrados y avergonzados. Sólo permaneció el juez. Se quedó mirando cómo el último de los hombres se adentraba en el bosque. Luego se volvió hacia Vandermeer.

—Usted la asesinó —dijo el juez—. Y ha hecho algo con ella. La ha ocultado en algún sitio.

—La he sepultado —dijo el interpelado.

—¿Pero dónde?

—Ya se lo he dicho.

—¿Usted espera que me lo crea?

Vandermeer dio la vuelta y se encaminó hacia la casa. Cuando el juez le llamó por su nombre, se detuvo. Pacientemente y en silencio le escuchó.

—La vamos a encontrar, Vandermeer. Es mejor que lo sepa. Usted ya ha cometido algunos pequeños errores que nos darán la pista. Sólo tenemos que recordar todo lo que ha dicho y hecho, analizarlo con fría lógica, y así llegaremos a deducir qué es lo que ha sido de ella. Y otra cosa —dijo el juez—. ¿Sabe por qué les he detenido? No ha sido por usted.

Entonces, Vandermeer habló.

—Lo sé. —Seguía mirando la casa y frotándose las muñecas—. Fue para hacer justicia.

Unos días después, el juez volvió con una autorización para registrar la casa. Vandermeer no puso ninguna objeción; ni siquiera se molestó en mirar el papel cuando se lo tendió. Registraron la casa, cavaron en el sótano, en el corral y alrededor de la casa. Vandermeer se sentó y les contemplaba, flemático e indiferente. El juez, a su vez, también observaba a Vandermeer. A continuación, inspeccionaron el bosque, buscando alguna señal de tierra removida; rastrearon la marisma. Pero no pudieron hallar nada.

Después, la gente comentaría que el mutuo conocimiento que se tenían el juez y Vandermeer era muy misterioso, como si cada uno de ellos pudiese leer los pensamientos del otro. Parecía como si Vandermeer hubiese encontrado en la gran fortaleza del juez cierto punto débil. Sin un cadáver y sin ninguna clase de evidencias, no podía hacer nada, por muy convencido que estuviese. El argumento de Vandermeer de que el cuerpo había sido robado era demasiado sospechoso; pero no podía ser refutado. Estaban claros los motivos por los que Vandermeer se había tomado el trabajo de construir y enterrar el ataúd vacío, y por qué estaba dispuesto a correr el riesgo de que éste fuese desenterrado. Pero, ¿cómo estaba tan seguro de que el cuerpo no iba a ser hallado en ninguna otra parte?

Unas semanas más tarde, al volver de un corto viaje por el Sur, Jonah fue recibido por su hermano en el embarcadero. La vieja y destartalada calesa les condujo calle arriba por la polvorienta Gran Avenida.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Jonah con ansiedad.

—Poca cosa —contestó el juez, sosteniendo en sus manos las riendas flojas—. Hemos encerrado a Vandermeer en la prisión.

—¿Lo habéis hecho? —exclamó Jonah—. Entonces la han encontrado.

—Así es, la han hallado —dijo el juez con suavidad, observando el caldeado y polvoriento camino.

—¿Cómo? ¿Dónde?

—Debo decirte que reflexioné mucho acerca de nuestro amigo Vandermeer —le confió el juez—. Hice un repaso de todos los hechos. Recordé la primera vez que fuimos a verle; tú mencionaste algo acerca de que había tenido el tiempo suficiente para construir el ataúd. Él te lanzó una curiosa mirada, como preguntándote cómo sabías tú que él hubiese construido algo. Luego hubo otra cosa. Vandermeer dijo que era tan corto de vista que estuvo a punto de dispararnos cuando salíamos del bosque; pero cuando regresamos, él fue capaz de distinguir, desde la misma distancia, que la tumba había sido violada.

—Él sabía perfectamente que el cuerpo no se encontraba allí.

—Correcto. Aunque él tenía dificultades para ver desde lejos, aseguró que la tumba había sido violada porque se encontraba ansioso por continuar con su historia. Esto confirma, por si no estuviésemos seguros, y nosotros siempre tenemos que estarlo, que su historia sobre los ladrones de tumbas era pura invención. También analicé su actitud. ¿No te acuerdas de que todo el tiempo se mostró demasiado seguro? Cuando estuvimos registrando la casa, cavando en el corral, en el bosque y rastreando en la marisma, ¿cómo podía hallarse tan confiado, tan seguro de que no la íbamos a encontrar? Pero hubo un momento en que perdió la compostura, y fue cuando cavamos por primera vez en la tumba. Se paseaba de un lado a otro como un gato encerrado, nervioso y enfadado. En otras circunstancias, siempre se mostró imperturbable; incluso cuando estaban a punto de ponerle la soga al cuello. Y tenía muy buenas razones para estar tan seguro de que no la íbamos a encontrar, ya que Bertha se encontraba enterrada en el lugar que nosotros ya habíamos registrado.

—No comprendo.

—Él mismo se traicionó, no por haberse puesto tan nervioso mientras cavábamos en la tumba, sino por su indiferencia el resto del tiempo. Cuanto más pensaba en ello, menos sentido le encontraba. Así que les ordené que cavaran nuevamente en la tumba. Vandermeer se puso furioso, pero de todos modos lo hicimos. Esta vez subimos el ataúd y luego, una vez abierto, lo rompimos; Vandermeer le había construido un doble fondo. Allí es donde la encontramos, y allí es donde ella siempre estuvo.

—Pero es increíble —dijo Jonah—. ¿Y sabes cómo murió Bertha?

—De una fractura de cráneo.

—¿Qué clase de explicaciones dio Vandermeer?

—Dijo que aquello se explicaba por sí mismo.