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EL TELÉFONO MORTAL

HENRY SLESAR


Cuando sonó el teléfono, Mrs. Parch se hallaba etiquetando frascos de confitura en el comedor, pero detuvo su labor para contar los repiqueteos establecidos: uno, Mrs. Nubbin; dos, Mrs. Giles; tres, Mrs. Kalkbrenner; cuatro… Ése era el suyo, y suspirando con una reacción cercana a la decepción, Mrs. Parch se limpió los dedos pegajosos en los amplios pliegues de su delantal, dirigiéndose hacia el cuarto de estar. Sólo había nueve metros de distancia, pero cuando descolgó el receptor ya estaba jadeando. Mrs. Parch era una mujer robusta, con una figura que acampanaba su vestido gris sin forma que usaba todos los días de la semana.

—Diga —repuso en voz alta por el micrófono del teléfono.

—¿Hablo con Mrs. Helen Parch? —preguntó una voz masculina, nada familiar para ella.

Su respuesta salió casi con enfado:

—Sí, soy Mrs. Parch. ¿Quién habla? —Me llamo Atkins, y la llamo desde la oficina del alguacil del Condado. ¿Tiene algún inconveniente en que yo pasase por su casa esta tarde? Hay un asunto muy importante sobre el que quiero hablar con usted.

—¿Importante? ¿Está seguro de que no se equivoca de persona?

—Estoy seguro, Mrs. Parch. No le haré perder mucho tiempo. En este momento me encuentro en Milford, y no tardaré más de cinco minutos en llegar en coche a su casa.

—Mire, no sé qué decirle.

Se encontraba confundida. Incluso las visitas de conocidos eran escasas en las extensas tierras del Condado, y la idea de que un desconocido…

—¿Mr. Atkins, no podría usted decírmelo por teléfono? Hoy me encuentro bastante atareada.

—Me temo que no, Mrs. Parch. Lo siento…

—En tal caso, de acuerdo. Ahora es el mejor momento, así que le espero.

—Muy amable —repuso Atkins con voz seria, esperando cortésmente a que la mujer cortara la comunicación. Lo hizo, para quedarse luego observando sorprendida el silencioso aparato. No iba a volver a sus conservas porque sabía que de un momento a otro el teléfono sonaría de nuevo, tan pronto como sus furtivos escuchas pensaran que había pasado un tiempo prudencial. Como era de esperar, acertó. Ocho minutos más tarde, el teléfono repiqueteó cuatro veces seguidas, y ella pudo escuchar la voz insulsa y nasal de Mrs. Giles.

—¿Helen? ¿Cómo estás? Se me ocurrió llamarte para ver cómo marchaban las cosas.

—Ah —dijo Mrs. Parch con cierta intención, pero sin cinismo.

Compartía la línea colectiva desde hacía quince años, y era de conocimiento general que sus abonados participaban en todas las llamadas. Una acusación abierta les ofendería; sin embargo era verdad.

—¿Cómo se encuentra, Jacob? —preguntó con indiferencia Mrs. Parch, observando las normas de cortesía—. Tengo entendido que los últimos días ha estado rehaciendo el granero.

—Así es, ha permanecido muy ocupado —dijo Mrs. Giles con desgana—. Pero cuéntame algo de ti, Helen. ¿Tienes alguna novedad interesante?

Mrs. Parch frunció los labios, sintiendo una ligera provocación. Sabía que Mrs. Giles se moría de curiosidad por saber algo de Atkins; pero ella no le iba a dar el gusto de contárselo.

—No, ninguna novedad —repuso con satisfacción—. Estoy terminando de etiquetar las conservas, eso es todo. Es la parte que más odio. Con mi artritis se me hace muy difícil sostener el lápiz.

—¿Estás segura de que eso es todo? —preguntó su vecina. Hace unos minutos he oído que sonaba tu teléfono…

—Se trataba de Mr. Hastings —explicó la mujer con frialdad—. Llamaba por mi segadora. El otro día se la llevó para afilarla.

—Oh —respondió Mrs. Giles.

La señora Parch se regocijó en algún lugar de su vasta intimidad. Sabía que Mrs. Giles estaba al tanto de que era una mentira; pero nadie se lo podía echar en cara. Mrs. Giles aspiró por la nariz, dijo unas cuantas palabras corteses para darle a la conversación apariencia de normalidad, y colgó.

Mrs. Parch volvió al comedor sonriendo con verdadero deleite. Cinco minutos después el teléfono sonó tres veces, y ella atravesó la habitación con sus diminutos pies casi al trote para descolgar silenciosamente el receptor, cubriendo la bocina con la mano. Era Mrs. Giles que llamaba a Mrs. Kalkbrenner para hablarle del desconocido que aquella misma tarde había estado hablando con Mrs. Parch. Estuvieron especulando sobre él; pero nada parecía satisfacer su curiosidad.

Mrs. Parch colgó antes que lo hicieran ellas y fue a la alcoba para arreglarse un poco y estar presentable ante su visitante. Unos minutos después, llegó un hombre flaco y huesudo, cuyas costillas se apreciaban a través de la camisa transpirada. Llevaba la americana doblada sobre el brazo, y se estaba secando la calva con un pañuelo arrugado.

—¿Mrs. Parch? —preguntó—. Yo soy Daryl Atkins, de la oficina del fiscal del distrito.

—Adelante, Mr. Atkins. Veo que ha venido bastante de prisa.

—He tratado de llegar lo más pronto posible. En esta clase de asuntos, unos cuantos minutos pueden ser importantes. —Lanzó una mirada entorno y observó el pequeño y agradable recibidor, con las persianas bajadas para que no pasara el sol—. Sin duda, aquí se está mucho más fresco. En el camino debe haber por lo menos treinta y cinco grados.

—Quizá le apetezca una bebida fría.

—Por supuesto, señora; pero después de que hayamos hablado.

Se sentó en el sofá, teniendo cuidado de no apoyar su camisa empapada contra la funda que protegía el respaldo. Mrs. Parch se acomodó en la mecedora y entrelazó sus rollizas manos sobre el regazo, aguardando con paciencia.

—Mrs. Parch, ¿recuerda a un hombre llamado Heyward Miller? —preguntó.

—¿Miller? —repitió la mujer torciendo los labios pensativa—. No, el nombre no me es familiar. Claro que hay un Mr. Miller en la oficina de Correos; pero supongo que no debe haber ninguna relación.

—No, ninguna relación —aclaró frunciendo el entrecejo y observando a sus pies la alfombra adornada con borlas—. Hace unos ocho o nueve años, Heyward Miller y su esposa vivían en el viejo Yunker. A los seis meses de estar viviendo allí falleció la mujer, y Miller le vendió la propiedad a los Kalkbrenner. ¿No le ayuda eso a recordar nada, Mrs. Parch?

Ella se rascó la mejilla con suavidad.

—Recuerdo algo sobre él. Ahora sí. —Su respiración se hizo menos pausada y se llevó una mano al pecho—. ¡Por supuesto, Miller! ¡Aquel hombre tan desagradable! ¿Cómo pude olvidarme de aquello?

—Ya me parecía que tenía que recordarlo, señora. Quiero decir después de las cosas que dijo sobre usted. Por lo que he escuchado, se trataba de un sujeto bastante desequilibrado. Pero en realidad no conozco toda la verdad sobre el asunto; no estoy en una posición en la cual pueda opinar…

Mrs. Parch se irguió en su asiento.

—Ese hombre era un necio —dijo severa—. Pregúntele a quien sea sobre él. No pertenecía a este lugar.

—Mire, se lo digo por su bien, señora. ¿Podemos hablar acerca de lo que sucedió? Sólo para el informe.

—No tengo nada que decir al respecto.

Atkins suspiró.

—Por lo que yo sé sobre esta historia, Miller y su esposa llevaban un año de casados cuando compraron la propiedad en Yunker. A ella le faltaban tres meses para dar a luz. Pero una noche sucedió algo; ella comenzó a sentirse mal, y Miller intentó comunicarse con el doctor…

Helen Parch cerró los ojos, mientras apretaba los puños contra el regazo.

—Escuche, en aquel entonces yo no estaba en el Condado. ¿Me comprende? Así que me limito a decirle lo que me han contado. Pero tengo entendido que cuando Miller intentó llamar, usted y otra mujer estaban hablando. Dándose recetas de cocina o algo por el estilo.

—Era Mrs. Anderson —informó ella con calma—. Yo estaba hablando con Mrs. Anderson.

—¿Aún vive en el vecindario?

—No. Su marido y ella se trasladaron a California hace cinco años, y allí falleció.

—De todos modos —dijo Atkins con un gesto, Miller le pidió que le dejase la línea libre para poder llamar al doctor para su esposa. Según la historia que me han contado, ambas se negaron.

—Fue grosero —dijo la señora Parch—. Directamente nos insultó.

—Sí. No obstante las dos continuaron hablando y Miller no pudo hacer su llamada. Las acusa de que ambas permanecieron ocupando la línea deliberadamente para que él no pudiese hablar.

—¡Eso es mentira! —protestó Helen Parch con vehemencia—. No hablamos más que lo necesario.

—Pero el asunto es que Miller no se pudo comunicar con el doctor a tiempo. ¿No fue así? Y su esposa murió.

—Escúcheme, Mr. Atkins…

El delgado hombre alzó una mano huesuda.

—Por favor, Mrs. Parch, no he venido a remover el pasado. Todo eso le concierne a usted y no a mí. A no ser porque esta mañana ha sucedido algo que, por sus características, compete a la oficina del alguacil del Condado.

—¿Qué quiere decir?

—Supongo que usted no está enterada de lo que le ocurrió a Miller después que le vendió la propiedad a los Kalkbrenner. Se encontraba completamente desmoralizado por haber perdido a su esposa, así que fue a probar suerte en Nueva York. Seis meses después se metió en problemas por robar en una tienda. Lo único que se llevó fueron unas cuantas cajas de clavos y cosas por el estilo. Le condenaron a seis meses de prisión. Allí diagnosticaron que tenía una deficiencia mental, por lo que se le trasladó a una institución mental. Ha estado en ella casi ocho años. Sólo que ahora se ha marchado, Mrs. Parch, y por eso es por lo que estamos un poco preocupados.

—¿Marchado? —se extrañó la mujer y estrujó el dobladillo del delantal—. ¿Cómo es eso de que se ha marchado?

—Se fugó. Recibimos la noticia la pasada noche; pero aquello ocurrió hace casi una semana. Una persona de la institución nos lo notificó, ya que Miller solía disparatar sobre…, bueno, sobre lo que había ocurrido.

Cosas que nos dejan intranquilos, Mrs. Parch. Espero que usted pueda comprenderlo. Por el momento no sabemos a ciencia cierta si él pretende traerle problemas; pero no nos parece que debamos correr riesgos. ¿Comprende lo que le digo?

Helen Parch se incorporó, balanceando ligeramente la campana de su vestido. Con voz temblorosa dijo:

—¿Quiere decir que usted piensa que Miller me está buscando? ¿Por algo que sucedió hace ocho años?

—No nos podemos fiar de él —dijo Atkins con calma—. De eso se trata. La institución está a más de doscientos kilómetros de aquí; pero si el hombre en verdad se ha fugado para… vengarse, por llamarlo de algún modo, no es una distancia muy larga. Lo que quiero es advertirla acerca de esa posibilidad. Eso es todo.

Helen se llevó las manos a la cara.

—¡Pero yo me encuentro sola aquí! —exclamó—. ¡Me puede asesinar mientras estoy durmiendo!

—Mrs. Parch, en realidad no estamos seguros de nada. No quisiera que usted se quedara con esa impresión. Pero si puede conseguir que una vecina o cualquier otra persona se quede con usted durante unos cuantos días, o irse a visitar a algún familiar, creo que no será mala idea.

—¿Pero el alguacil no puede darme protección? —preguntó, reteniendo un sollozo en su garganta.

—Me temo que eso no sea posible mientras no podamos confirmar que Miller merodea por los alrededores. Hasta ahora se trata de una simple conjetura. ¿Comprende?

—Sí, sí —dijo aturdida—. Quizá pueda ir a casa de mi hermana. En Cedar Fall…

—Eso me parece una buena idea.

—Hace diez años que no nos vemos. Mi hermana y yo nunca nos hemos entendido.

Atkins sonrió.

—Puede ser una oportunidad para reconciliarse. ¿No le parece, señora? —se levantó—. Mire, no he venido aquí para alarmarla. Todavía no hay nada claro sobre esto, nada de nada. Si nos enteramos de alguna cosa, se lo haremos saber tan pronto como podamos. Y si por algún motivo usted precisa comunicarse con nosotros, llame a la oficina del alguacil del Condado. Hable conmigo personalmente. ¿Recuerda mi nombre?

—Atkins —susurró Helen Parch.

—Daryl Atkins —concretó el hombre con una amplia sonrisa—. Y creo que ahora sí aceptaré esa bebida fría, Mrs. Parch.

No habían pasado más de cinco minutos desde que el vehículo de Atkins se alejara por su camino particular, cuando el teléfono sonó cuatro veces. Lo cogió, y pudo escuchar a Mrs. Giles que le decía:

—¿Helen? ¿Es posible que haya visto un coche estacionado frente a tu casa?

—No —contestó irritada—. No has visto ningún coche.

—Pero estoy segura de que…

—¡Ocúpate de tus propios asuntos! —replicó la mujer con cólera—. ¿Acaso no te han enseñado a no meter las narices en las vidas ajenas?

—¡Vaya! —repuso Mrs. Giles, y colgó.

Helen Parch se maldijo por no haberlo hecho antes. Unos minutos más tarde, el teléfono repiqueteó tres veces, pero ella lo ignoró. En cambio, subió la escalera todo lo rápido que su peso y su aliento entrecortado le permitían, para buscar en los cajones del escritorio el número de teléfono de su hermana en Cedar Falls. Lo halló entre las amarillentas fotografías de un viejo álbum. Con el pedazo de papel en la mano, bajó otra vez al cuarto de estar y asió el receptor, sin ningún intento de pasar inadvertida; pero Mrs. Giles y Mrs. Kalkbrenner ya habían terminado la conversación concerniente a su pésima educación. Marcó el número de la operadora y tuvo que esperar casi diez minutos antes de que la línea a Cedar Falls estuviese libre. De todos modos no pudo hablar, ya que la operadora de Cedar Falls le comunicó que el número telefónico de su hermana había sido desconectado para todo el verano. Era algo típico de Margaret, que probablemente estaba en su casa de la playa, desconectar el servicio telefónico para ahorrar unos cuantos dólares. Gruñó con enfado al escuchar la novedad y, durante un rato, sus poco amables pensamientos para con su hermana le hicieron olvidar los temores sobre Miller. Incluso se recuperó tan bien que hasta pudo terminar de etiquetar las conservas y ocuparse toda la tarde de apilarlas en el sótano. Se hallaba tan abstraída, que cuando el teléfono sonó cinco veces (era para Mrs. Ammons, una vecina nueva), a pesar de su curiosidad innata, ni se dio por enterada. Al anochecer, aunque no había olvidado la advertencia de Atkins, sus nervios se hallaban bastante calmados.

Fue un día pesado. El sol desapareció detrás de los montes marrones alrededor de las ocho y media, permitiendo que el aire fresco invadiera la noche. Se hizo una cena simple con las sobras de la noche anterior, cosió alguna que otra cosa, y decidió terminar la jornada leyendo una novela que le habían prestado en la biblioteca. El teléfono sonó dos veces; pero ella no le hizo caso. Unos instantes después, escuchó cerca los ladridos de un perro. Se trataba del viejo collie de los Giles, un perro no demasiado propenso a los arranques del temperamento canino. Esto le extrañó un poco, por lo que dejó de leer. Como los ladridos continuaron, ella se quitó las gafas, e incorporándose del asiento fue a la ventana. La repentina idea de que quizás estuviese en peligro le fustigó el cuerpo con una oleada de temor. Fue a la puerta de entrada, levantó el picaporte y observó la uniforme oscuridad. Volvió a cerrar echando el cerrojo, dirigiéndose luego al recibidor, donde encendió otra lámpara adicional. El perro de los Giles dejó de ladrar para comenzar con un monótono aullido, hasta que alguien hizo que se callara aplicando en su trasero un periódico enrollado. Del sótano, provino un fuerte ruido, como si se hubiera caído algo en el suelo de cemento, y Mrs. Parch supo que ya no era la única ocupante de la casa.

Al dirigirse al teléfono estuvo a punto de tropezar. Cuando alzó el receptor y escuchó la voz nasal de Mrs. Giles, le dijo jadeando:

—¡Por favor! ¡Necesito que desocupéis la línea!

—¿Quién es? —preguntó Mrs. Giles.

—Helen —dijo—. ¡Soy Helen! ¡Por el amor de Dios, Emma, cuelga el teléfono! Tengo que llamar a la Policía…

—¡A la Policía? ¿Por qué razón?

—¡No tengo tiempo para explicártelo! ¡He de llamar a la oficina del alguacil! ¡Cuelga el teléfono! ¡Cuelga el teléfono, o me matarán!

Mrs. Kalkbrenner se echó a reír.

—¿Y quién quiere matarte, Helen? Debes de haber tenido una pesadilla.

—Pensé que habías dicho que estabas guardando conservas. —Mrs. Giles rió con disimulo—. ¿Estás segura de que no se encontraban un poco fermentadas, Helen?

—¡Por Dios! —chilló Mrs. Parch—. ¡Soltad el teléfono!

—¿Ve a lo que me refería? —dijo significativamente Mrs. Giles a Mrs. Kalkbrenner—. ¿Se da cuenta ahora?

—Sí —dijo Mrs. Kalkbrenner—. Claro que me doy cuenta.

—Algunas personas desconocen lo que es la cortesía —comentó Mrs. Giles—. Me alegra mucho saber cómo son en verdad los vecinos de uno. ¿No es así, June?

—Sin lugar a dudas, Emma.

—Por favor, por favor —lloriqueó Helen Parch—. Tengo que comunicarme. Tengo que utilizar el teléfono…

Dejó caer el receptor al oír crujir la escalera de abajo. Corrió a la cocina, cerrando de un portazo la entrada del sótano. Como el cerrojo no se corría, puso contra la puerta una silla y regresó rápidamente al receptor oscilante. Pudo escuchar la voz de Mrs. Giles otra vez y le gritó con una mezcla de odio y terror. Aún continuaba chillando cuando una mano le quitó el receptor y lo volvió a depositar sobre la horquilla. Era una mano grande, velluda, y poseía una fuerza terrible.