CAPÍTULO 8
CANÍBALES
Todo podría haber acabado allí, pero el innato instinto de supervivencia que pertenece desde los albores de nuestra existencia a la Humanidad, hizo que recalara en mí una última idea. Me coloqué de rodillas con las manos en posición de súplica, y grité a una Recoleta que ya desfilaba serpenteando hacia la puerta. Antes de marchar había ordenado a Secundino que lanzara dos botes de gas mostaza escaleras abajo, donde se hallaba el resto de los asistentes.
— ¡Espera, espera, Recoleta! ¡Te tengo que proponer un último trato! —exclamé, temblando como un niño ante su primer día de colegio— ¡Hazme el favor de escucharme, te lo imploro! ¡Vas a ganar muchísimo más dinero y sobre todo, conseguirás gran fama!
Recoleta se detuvo en seco, sabiendo que siempre me había sacado buen partido, y me regaló una mirada desdeñosa; al tiempo que de nuevo abortaba temporalmente mi ejecución, para exasperación de Celso, Secundino y Pascual.
—Explícate.
—Gracias de verdad, Recoleta. Por mucho daño que me hagas, para mí siempre serás el amor de mi vida. No te arrepentirás.
Debía agasajarla, pues sabía que eso le subiría el ego y ganaría su atención. No había nada más gratificante para Recoleta que la lisonjearan o le propusieran negocios donde sacar tajada; contra más sucios, mejor. Celso me miraba con aires desconfiados; y sin dejar de asir firmemente la pistola, se separó unos metros de mí.
— ¿Podemos solicitar la presencia del subinspector Petronio? —pregunté— Vendrá raudo y presto al tratarse de mi persona ya que, como sabéis, su antipatía hacia mí es de conocimiento público. Se presentará aquí con la ayuda de sus amigos de antidisturbios, me detendrá (sin que yo oponga resistencia), por el homicidio de la pelirroja, asesinato múltiple y, si él lo desea, me puede acusar también de allanamiento de morada, perturbar el descanso vecinal, asociación ilícita, traficante de hachís y, para acabarlo de adornar, evasión de capital hacia paraísos fiscales. Vosotros quedáis libres del asesinato de esa muchacha pelirroja e incluso, y aquí viene el quid de la cuestión… ¡Recoleta! Estoy dispuesto a dejar mis huellas dactilares en alguna de las pistolas y tirar el gas mostaza. —No es necesario decir que no pensaba hacerlo; ya verán la razón de mis actos.
—No veo de qué manera voy a sacar yo más dinero —me cortó.
—Espera, Recoleta, no he terminado. No seas impaciente, mujer.
Esperé unos segundos y expuse mi estratagema.
Ordena a Celso que mate a Secundino y Pascual, un simple sacrificio que deberás hacer y del que yo asumo, indudablemente, la autoría. Voy a prisión por matar a dos policías corruptos, y los demás cargos antes mencionados; todo esto a cambio de salvaguardar mi pescuezo. El botín que pensabas repartir entre cuatro o cinco (no sé si pensabas incluir al subinspector), ahora toca solo a dos. Es lo que se conoce en términos económicos como una Win win situation. ¿Que pretendía con esto? Sembrar la incertidumbre y provocar el desconcierto, generar nerviosismo y, paralelamente, un fuego cruzado de acusaciones e inseguridades. He de reconocer que se me fue la situación de las manos.
Se creó un fatuo silencio en el que ninguno de los presentes hacía movimiento alguno, excepto la mujer que no poseía alma, que dibujó una diabólica y complacida sonrisa en su boca.
Lo del sacrificio no fue del agrado de Secundino y Pascual, que al tiempo desenfundaron sus pistolas de reglamento con apresuradas maneras de alarma y se pusieron en guardia. Dirigieron los cañones a Celso, que denotaba signos externos de estrés agudo; tales como sudoración e hiperventilación.
— ¡Baja el arma, Celso! —le exhortó Secundino—. Aquí el único que la va a diñar es el lagarto este. Petronio no va a venir, nosotros somos sus enviados y le llevaremos parte de este botín. Ese fue nuestro trato de favor con él para conseguir que nos ascendiera a oficiales.
Seguidamente, Secundino se aferró a su arma con intención de interrumpir mis funciones vitales; pero Recoleta, que también había sacado un arma de pequeño calibre, le disparó en el pecho. Mi idea de difundir el caos había surtido efecto, aunque yo no esperaba que hubiera ninguna defunción. Aún así, era mi oportunidad de sobrevivir y no iba a desaprovecharla.
Secundino, en su caída, aunque sin precisión, tuvo la ocasión de disparar. No vi si impactó en alguien, pues cuando ya se mascaba la tragedia tuve un inesperado aliado que acudió en mi ayuda. La madre natura se reveló en una manifestación de furia incontrolada. Un fulgurante rayo espetó contra la caja exterior de la acometida eléctrica del edificio, fundiéndola en cientos de pedazos de plástico y dejándonos en la más absoluta oscuridad.
El apagón provocó nerviosismo en los allí presentes, que vociferaban amenazándose unos a otros. No queriendo desperdiciar tan grata situación, me dispuse a huir. A mis espaldas empezaron a oírse disparos que iluminaban fugazmente los rostros. Escuchando el derrumbe de alguno de los allí presentes, alcancé como pude la puerta salida, pero esta no cedía, para mi desesperación, ya que estaba completamente bloqueada. Busqué la llave por el suelo y alrededores, pero cuando hacía esto sentí cómo el calor de una bala atravesaba mi deltoides derecho. Preso del dolor, me apoyé sobre la puerta y esta cedió de manera fortuita bajo mi peso, o eso creí en ese momento. Abatido y sin control de mi equilibrio, me di de morros contra el suelo de la calle; me quedé totalmente desorientado. Alguien cerró la puerta desde fuera con una llave y acudió en mi auxilio. La calle estaba a oscuras, llovía a cántaros y no pude distinguir quién era el alma caritativa que me echaba un capote; pero sí escuché rumores vecinales que no tardarían en poner en sobrealerta a la policía. Mi salvador me ayudó a levantarme y caminé apoyado en su cuerpo, percibiendo cómo mi vista se turbaba a cada paso y mi juicio se desvanecía. Sin más fuerzas en mi interior, me desmoroné junto a una puerta roja, cerca de las escalinatas de la basílica donde había encontrado por primera vez a Sid Vicious. Mi valedor me abandonó allí, colocándome la mano sobre la herida y dándome concisas órdenes para que no la soltara. Sentí entonces incontrolables escalofríos inducidos por una incipiente fiebre. A causa de mi febril estado, se proyectaban en mi sublimada mente vertiginosos retratos de lo que acababa de sucederme.
No puedo decirles cuánto rato estuve allí y cuánta gente pasó por delante de mí sin interrumpir sus devaneos para ayudarme; o como mínimo, para avisar de manera anónima al servicio de emergencias médicas. Fue una voz que se me antojó angelical, la que evitó que me sumergiera en una narcótica y dulce muerte. Regresé a la realidad mientras escuchaba de fondo las sirenas policiales.
— ¡Borja, despierta! ¿Qué ha pasado? Pero ¿qué te han hecho? —preguntaba, dándome leves palmadas en las mejillas.
— ¿Justa? ¡Por favor, no me entregues a Celso! Me ha traicionado vendiendo su alma a la más terrible de las hembras humanas.
—Tranquilo, Borja, no hables. Celso no está aquí y yo me ocupo —me dijo con afabilidad.
Me comprimió la herida que no había dejado de sangrar, con su camisa, dejando al descubierto sus pechos apenas tapados con un delicado sostén color verde. Pese a la belleza de lo expuesto, no estimé oportuno regodearme ni fijarme en más detalles. Estaba preciosa y delicadamente maquillada, como si de una fiesta regresara. Me sentí feliz por tenerla cerca y, sobre todo, por el hecho de que me recordara.
Trastabillando, logramos alcanzar su casa que restaba a unos pocos metros de allí, justo en la calle del Reg, tocando el paseo del Born. Recordé que sobre esa misma esquina había una cafetería donde preparaban una deliciosa empanada argentina, en la que había pasado largas tardes conversando con Recoleta, Sophie y algún que otro ligue veraniego. Nos detuvimos en la puerta de acceso a la finca cuando ya se perfilaba el alba y, mientras buscaba las llaves, me dirigí a ella.
—Justa, no quiero importunarte en tan baldías horas. Méteme en un taxi y envíame al Hospital del Mar. Mañana te pago la factura y te invito a una paella, te lo prometo —dije, deseando que no aceptara.
—Tranquilo, Borja, no te inquietes. Soy casi licenciada en Medicina y sabré atenderte como es debido, algo me dice que no debemos acudir al hospital. Trabajo o trabajaba en el bar de Celso para poder sufragar mis estudios y el alquiler del apartamento donde vivo —me explicó, mientras su mirada emanaba la tranquilidad y seguridad propias de su futura profesión.
—Pero Justa… ¿Tu enamorado? ¿Está en casa? ¿Qué pensará? No es de mi agrado importunar, te lo digo de corazón —expresé, poniéndome melodramático cuando, una vez dentro de su hogar, ya alcanzábamos la cama de su habitación.
Debido a la rotura de dos premolares causada por el cachiporrazo propinado por Celso, y para desinfectar la cavidad bucal, me hizo hacer varias gárgaras de agua con algún agente aséptico de astringente sabor. La herida de bala era más escandalosa que seria pues, según ella, no había penetrado profundamente en la fibra muscular, es decir, que había sido una rozadura y que no precisaba la intervención de un cirujano. Justa estuvo un buen rato curando esta herida, igual que hiciera con el dañino arañazo que tenía en la cara.
Tras las dedicadas curas, y después de administrarme un antibiótico—vía intravenosa—, Justa pareció hacerme un buen apaño, me estiré en la cama y ella me tapó con una sábana de algodón. Antes me extrajo los zapatos, que profirieron un pungente aroma. Sentí vergüenza.
—Justa, creo que esta tarde tengo que ir a declarar ante la policía. No me dejes dormir en exceso— alcancé a apuntar cuando la fiebre volvía a hacer acto de presencia. No llegué a escuchar sus respuestas, ya que estas se desvanecieron en el limbo de las conversaciones inconclusas. Noqueado por el cansancio y arropado por la seguridad que me proporcionaba tener a Justa a mi lado, me quedé profundamente dormido. Soñé con mis padres, con su separación y su oscura muerte en las profundidades de la selva de Borneo. También vi mi niñez y pubescencia.
Dado que mientras escribo estos renglones ando evocando mi pasado; aprovecho la ocasión para narrarles algo que teníamos pendiente: la separación conyugal de mis padres.
Estando mi madre embarazada de un servidor; mi padre, pese a amar profundamente a mi madre, se lió por decisión propia con una estudiante de su clase de Bioquímica; disciplina, recuerden, en la que él era gran erudito. Este hecho se sumó a que curiosamente, durante esos mismos días, mi madre tuvo una aventura con su ginecólogo. El azar, caprichoso como es, hizo su juego y, obviamente sin saberlo ellos, citó a los cuatro en un céntrico restaurante de Barcelona.
Nunca me atreví a preguntar cómo se desarrolló la escena. Debieron haber sido muy ocurrentes a la hora de dar explicaciones, pues ambos se habían mentido para lograr asistir a la cita.
Los meses sucesivos fueron caóticos. Jueces, abogados, sentencias y vergüenza pública, ya que ambos se acusaban mutuamente de infidelidad. Ninguno de los dos daba el brazo a torcer para intentar alcanzar un acuerdo amistoso de separación. Ni siquiera la mediación de familiares, amigos o conocidos lograba que depusieran su egocéntrica actitud para frenar su confrontación bélica por nuestra custodia y los bienes materiales. Llegaron a los tribunales y el juez, hartísimo de los recursos interpuestos por sus abogados y de aguantarlos, impuso a mi padre la obligatoriedad de adjudicarme un nombre en cuanto naciera y a pasar una pensión hasta que cumpliera la mayoría de edad. Esta sentencia fue consecuencia de las continuas quejas de mi madre ante la nula capacidad de iniciativa de mi padre y ante su desagradable hábito de malgastar dinero en las tragaperras. Sobre mi madre recayó la custodia y cría de mi persona y de mi huraña hermana; dado que mi padre se declaró incapaz de sacarnos adelante, pues a los ojos de mi perfeccionista madre, cualquier cosa que dijera o hiciese referente a nosotros, siempre le parecía mal. El magistrado también obligó a ambos a ir a sesiones de terapia de psicoanálisis moderna (que, por cierto, impartía su cuñado), hasta dar con sus problemas internos. También les retiró sus derechos de sufragio electoral hasta que el psiquiatra certificara que eran aptos para establecer relaciones humanas.
Mi padre, ignorando al juez, desapareció una larga temporada. Según me dijo, se fue a L’Escala, donde malvivía vendiendo obras de arte a los turistas en verano. Pasados un par de años regresó a casa, donde mi madre ya se había cansado del ginecólogo y se reconciliaron, para vivir una segunda luna de miel. Recuperaron la pasión, también su derecho al voto, y durante unos buenos años coexistimos como una familia más o menos normal.
Cuando mi hermana y yo ya éramos prácticamente autónomos, mis padres solían desaparecer por largos períodos de tiempo, dejándonos a cargo de diferentes ayas, y haciéndonos creer que les requerían motivos laborales o asistencias a congresos y otros eventos. Nunca supimos de buena tinta a dónde se largaban, aunque sospechábamos, por la publicidad que llegaba a casa y que a veces mi hermana y yo interceptábamos, que eran asiduos visitantes a clubes de intercambio de parejas en Londres, lugares que se ve que estaban de moda. ¿Eran mis padres unos swingers? No sabría decirles.
Durante esos extraños años, y entrado ya de lleno en mi adolescencia; tras la negativa de mis padres de dejarnos solos, más que nada por mi hermana, llegó mi primer gran amor: la apasionada Federica. Una aupair (fórmula más económica que las institutrices), que convivía con mi familia y reportaba nuestros movimientos a nuestros padres; a cambio de tener comida y estancia gratuita, mientras estudiaba música en el conservatorio. Pronto me di cuenta de que Federica no era ni mucho menos una carcelera, más bien lo contrario, pues nos dejaba completamente en paz; y nosotros a ella, que campaba a sus anchas. Fue una noche que nos quedamos solos, tras haber ella organizado una fiesta universitaria en mi casa (celebración de la cual fui partícipe), cuando asimilé con ella mis primeras lecciones de amor. No pude contenerme a sus encantos y me dejé llevar por su experiencia. La recuerdo con sus pasionales ojos, mirándome firmemente mientras se mecía sobre mi cuerpo cuando hacíamos el amor, al tanto que entonaba, divertida, alguna pieza de música clásica. Aprendí de mano de Federica a valorar, aún más si cabe, pues mis padres ya me lo habían inculcado; la música, el cine, la pintura, la literatura y las artes escénicas.
Era feliz pese a la ausencia de mis padres. Federica no me pedía compromiso alguno, y mi hermana me dejaba bastante tranquilo, pues aunque ya se estaba convirtiendo en una energúmena celosa; estaba liada con un chico del barrio apodado el Gamba, a quien mangoneaba a su antojo. Mi relación con Cecilia, mi hermana, era como es ahora: inequívocamente nula y solo nos dirigíamos la palabra para pelearnos por el control remoto de la tele. Federica se marchó al regresar mis padres y caí en una depresión adolescente. Solo podía aliviarla por las tardes, cuando después de asistir a mis cursos del instituto, iba a la Universidad para escuchar—sin prestar atención—las magistrales clases de mi padre. Luego comía con él y durante ese período reconocí a mi padre como un hombre ilustrado en su materia, que emanaba un extraño halo de misterio. Aprendí a respetarlo y a comprenderlo.
Recuerdo que me explicaba que su relación con la estudiante había sido necesaria para provocar un desequilibrio en su vida y volver reforzado a la relación con mi madre. Aquel desequilibrio tendió hacia un nuevo estado de equilibrio, decía haciendo un símil lejano con el Principio de Le Châtelier. En resumidas cuentas, este principio —y en palabras someras, pues a mí, al contrario de mi padre, la química se me antoja complicada y huidiza— establece que si un estado en equilibrio es perturbado por agentes externos, el sistema trata de contrarrestar los efectos de dicha perturbación, y si no lo consigue, tiende hacia un nuevo equilibrio que puede ser totalmente diferente al anterior. En definitiva, que los dos tuvieron que ser infieles para romper su avenencia matrimonial; que aún estando perturbada, era un equilibrio en el que ambos se retroalimentaban con sus inseguridades, para regresar a uno diferente y mejor.
Un verano, con permiso paterno, me marché a estudiar inglés a Nueva York; pero el infortunio me trajo rápidamente de vuelta a Barcelona tan solo un día después de mi llegada, tras conocer de manos de mi hermana la defunción de mis progenitores. Fallecieron mientras celebraban las bodas de plata en la remota selva de Borneo. La causa nunca se supo, pues los cuerpos no aparecieron. En la correspondiente casilla o renglón de los documentos oficiales figura —pues era campo obligatorio a rellenar— que fueron devorados por caníbales. No sabría decirles, pero siento en lo más profundo de mi corazón que mis padres aún siguen vivos.
Dejando ya esta nueva inflexión melancólica en mi relato, regreso al punto donde nos habíamos quedado.
Los chillidos de unas infames e inmundas gaviotas, que se colaban por la ventana abierta, me extrajeron de mi plácido descanso poco antes del mediodía. La cortina serpenteaba, dejando entrar una suave brisa veraniega recargada de culinarios olores en los que destacaba el curri y el cilantro, y que hacía más confortable la habitación. Cada vez que esta se desplazaba hacia un lado u otro, dejándome ver el exterior; podía observar cómo en un balcón contiguo un niño de origen hindú nos observaba mientras se sacaba los mocos.
Me giré y me congratuló sentir el cuerpo de Justa que junto a mí dormía en ropa interior. Estaba preciosa. Quise ceñirla entre mis brazos, pero un intrínseco dolor que oprimía mi dilatada vejiga me lo impidió: me estaba orinando y necesitaba de manera imperiosa ir a evacuar. Para ir al lavabo traté de incorporarme con el sigilo más diligente de que era capaz, y así no despertarla. Pero una vez más, sufrí un clásico episodio de falta de coordinación. Sobra decir, que mi estado físico influyó de manera específica; ya que al levantarme noté un enérgico mareo que fue creciendo en intensidad hasta desorientarme y hacerme perder el equilibrio.
En un acto reflejo, y para evitar males mayores, traté de mantenerme en pie agarrándome de las sábanas, incluida la que cubría el colchón. En este movimiento de supervivencia, y al tirar de estas, arrastré a Justa. Me quedé tumbado bocarriba en el suelo y con ella encima, en erótica posición.
Sus ojos asustadizos y desencajados por la sorpresa inicial, se tornaron alegres y vivaces al entrar en contacto con la realidad. Habría cabido esperar que huyera o me reprendiera, pero no lo hizo, ni siquiera se distanció. Todo lo contario, en sus labios se dibujó una bonita sonrisa. Su dorado pelo, que olía a vainilla, me acariciaba la cara; y ella me besó, paralizándome el corazón. Esta vez y tras mucho tiempo en mi vida, el beso traía consigo un verdadero sentimiento de amor. El besuqueo fue intenso pero fugaz, ya que la presión ejercida por su cuerpo sobre mi ya descarriada vejiga casi provoca unos estragos irremediables en el parqué de la habitación.
Disculpándome, marché rodando al baño, donde aligeré mis líquidos internos con una cólera digna de un geiser que explota por la presión. Aliviado y contento, salí del cuarto de baño en busca de mi ropa con una cara de complacencia digna de ser retratada por algún artista del Renacimiento.
Justa, avispada ella, arrojó mis desaguisados ropajes directamente a la basura. Traté de protestar, pero ella ya me había dejado sobre una silla un bonito traje de alta costura, a la última moda de los años setenta. Americana de verano con coderas, camisa floreada con tonos verdosos de cuello picudo, chaleco blanco con botones y correas ajustables y zapatillas deportivas de color blanco roto. En un principio me negué a ponérmelo porque; pese a que soy indudablemente quinestésico, es decir, que me guio por mis emociones y sentimientos, y no le doy excesivo valor al orden, los detalles, la combinación de colores o estilos en mi forma de vestir; aquellos atuendos me superaban. Justa me convenció de que era eso o salir en ropa interior a la calle, y que ya compraríamos algo más adecuado un poco más tarde. Me duché, y Justa —alegando que el tinte usado para teñirme el pelo me estaba irritando el cuero cabelludo— me cortó la cabellera con un máquina eléctrica dejándome casi al cero. Mientras me vestía, la casa se impregnó con un delicioso aroma a café torrefacto que Justa preparaba en una cafetera italiana. Tras un par de tazas y de tomarme otra dosis de antibiótico y de antiinflamatorios, me cambió el vendaje y fue entonces cuando me di cuenta del detalle de que el anillo de compromiso que solía lucir ya no figuraba en su delicado dedo anular.
La miré de nuevo y una reconfortante sensación de tranquilidad me invadió. No me sonroja reconocer que me estaba enamorando de ella.
—Justa, te agradezco todo lo que haces por mi persona. En cuanto acabe todo esto me congratularía poder compensarte invitándote, en cuanto me recupere, a un asado argentino o, si lo prefieres, a una fideuá de marisco —dije con cariño.
—Borja, no como carne, pero te reconozco la oferta —contestó rozándome cariñosamente la mejilla. Sentí una sacudida de sano placer—. Anda, levántate y vamos a comer algo por el barrio. Aquí no tengo nada que ofrecerte y, además, te veo algo pálido. Ya te invito yo. Por cierto, con esa ropa, aunque anticuada, estas muy gracioso —dijo, acariciándome la cabeza.
—De acuerdo, acepto. Si te parece vamos a un bar que está aquí en la esquina y te cuento todo lo ocurrido hasta anoche. Por cierto, la ropa es fantástica; me domina el estilo vintage —dije esto último mintiendo de manera deliberada, pero sin dejar de sonreír.
Asintió, como esperando mi reacción, y supe que podía depositar mi confianza ella.
Justa se ausentó un instante para ir al lavabo y yo, enfundado en mi nuevo traje, transité hacia la salida para esperarla allí. Me fijé entonces con más detalle en el diseño y el ornato del pequeño departamento. Disponía de un solo dormitorio, salón y lavabo, pero una generosa terraza le hacía ganar amplitud. Esta había sido dividida mediante una vidriera multicolor y la parte interior, que semejaba un invernadero; estaba repleta de todo tipo de plantas tropicales y artilugios que, mecidos por el viento que circulaba desde el dormitorio hasta el comedor, emitían exóticos sonidos. El salón estaba escuetamente decorado y solo una estatua de buda, secundada por dos consumidas velas, destacaba en él. Asimismo, cocina y baño hacían juego con mi añejo traje y precisaban una reforma urgente.
Al sentir aquella momentánea soledad, empecé a evaluar las consecuencias de los turbadores sucesos acontecidos hacía unas horas, ¿me estaría buscando de nuevo la policía? Además tenía cierta curiosidad en saber cómo había terminado el tiroteo.
Llegamos en tres minutos al bar que hacía esquina con el paseo del Born. Pese a que la primera planta estaba vacía, accedimos a la segunda por una angosta escalera de caracol; quería mantenernos lejos de indiscretas escuchas ajenas. Nos establecimos cerca de una ventana y Gustavo, el camarero, estupefacto por mi aspecto, nos recomendó las empanadas recién hechas. Le solicité una decena de diversos sabores y aromas. Ante su curiosidad, le justifiqué mi inflamación facial alegándole que me había operado el tabique nasal y que en el postoperatorio habían surgido leves e insignificantes complicaciones.
Justa solicitó al mozo que junto con las empanadas nos dispensara una botellita de vino de Borgoña y la prensa del día.
Ojeé los periódicos en busca de noticias relacionadas con lo sucedido la noche anterior, pero no aparecía ni una sola referencia. Supuse que no había dado tiempo al cierre de la edición de los rotativos.
—Justa, ¿dónde crees que ha estado Celso todos estos días? —pregunté, tanteándola para tratar de introducir la historia que deseaba contarle de manera ferviente y conseguir que ella me ofreciera un buen consejo.
—No lo sé, la verdad. Tras el cierre repentino del bar, no le he vuelto a ver y debo decir que me adeuda medio mes. Sin embargo, sí puedo apuntarte que en los días previos lo visitaba continuamente una bella mujer de preciosos ojos; pero tan vacíos y carentes de humanidad que estremecían a quien los mirara. Celso se enloquecía al verla y perdía el oremus.
Observé cómo se le erizaba el vello al pronunciar esas frases y le rellené la copa para que el influjo del reposado vino le apaciguara los ánimos. Le agarré las manos buscando sin reservas el contacto físico, pues el fugaz beso me había sabido a poco, y le pedí por favor que continuara.
—Celso se ausentaba largos periodos, luego regresaba siempre envuelto del perfume demoníaco que emanaba aquella pálida mujer. Cierto día, tras una llamada, se marchó muy nervioso. Agarró unas herramientas y un líquido inflamable que usamos para dar lustre al aluminio del restaurante. Después de eso ya no volvimos a abrir.
«Quizá esas herramientas fueron usadas para manipular el coche que se estrelló con el cadáver de Wilfrido y el líquido inflamable para catalizar el incendio del vehículo», pensé.
— ¿Qué sabes tú de todo esto? —me inquirió, dándose cuenta de que la pregunta que yo había lanzado no era al azar.
—Justa, no quiero envolverte en todo este barullo. Es más que probable que acabe en la Modelo una larga temporada y si te lo cuento quizá puedan acusarte de cómplice —respondí, suplicándole con la mirada para que me dejara explicárselo.
—Cuéntamelo todo, Borja. Si puedo te intentaré ayudar en lo que me sea posible —dijo de corazón.
Quise desahogarme en ella, quizá no era justo implicarla; pero lo necesitaba. Abrí la ventana, pues hacía calor y el local olía un poco a sobaco, y esperé a que el camarero trajera la comida antes de hablar, ya que no deseaba ser interrumpido.
Mientras comíamos le narré toda la historia de cabo a rabo, tratando de no soliviantarme cuando expresaba ciertos detalles escabrosos. Escuchó de manera atenta y sin interrumpirme, como lo haría un buen amigo. Al concluir, se rascó de manera graciosa la nariz, se reclinó sobre la silla y me apuntó un dato que se me había pasado por alto.
—Borja, ¿no te has dado cuenta que las credenciales W.M.B. de la estatuilla que te regaló Recoleta podrían pertenecer Wilfrido Mac Blanes?
—Pues ahora que lo dices, puede ser; pero ¿qué sentido tiene? Según el anticuario, fueron fabricadas hace más de cuarenta años y Wilfrido no debía llegar a los treinta y cinco.
Justa asintió como esperando esa contestación.
—Podrían haber dos teorías: una, que su padre o abuelo se llamara igual que él y que éste hubiera formado parte de la secta. O bien, que la estatuilla fuera una réplica de la original concedida a él para meterlo en la asociación en la que te colaste y de la cual casi te conviertes en presidente —dijo, guiñándome un ojo divertida.
Creo que Wilfrido tenía recelos de unirse a ellos, pues acabó marchándose, como demuestra que le regalara la estatuilla a Recoleta. Se la entregó, sabiendo de su valor material; para tratar, seguramente, de reconciliarse con ella. ¿Si no, cómo llegó a manos de Recoleta? —me preguntó.
— ¿Pudo habérsela robado? —dije.
— ¿Cuándo? ¿La noche que la abofeteó? ¿Pero qué sentido tendría regalártela a ti después? — me rebatió.
—Puede que tengas razón, Justa. Además, añado que si Recoleta hubiera sabido originalmente qué secretos esgrimía no me la hubiera regalado con tanta livianez. Fue tiempo después cuando se enteró de su utilidad y me la arrebató, creo que hace dos noches… ando ya algo desorientado. Y es posible, como tú también bien apuntas, que Recoleta me mintiera y Wilfrido no desapareciera de su vida tan repentinamente como ella dice; y que este tratara de recobrar su artificial amor, incluso cuando ya había empezado a salir conmigo.
—Bueno, eso creo que ya es lo de menos. Saber si él la quería o no; o si le regaló o no la estatuilla, tampoco va a ayudarnos mucho para sacarte de tus problemas. Los datos podrían presentarse como una prueba más en la historia, pero tampoco tenemos ninguna evidencia de nada.
—Espera, Justa —le dije buscando por los bolsillos—. Aquí tienes una prueba. Es la estatuilla que me agencié para entrar, pensaba hacerme un llavero con ella o vendérsela al anticuario para pagarme el abogado.
—Déjame ver —repuso asiendo con celosía la figurita—. Borja, esta figurita no es de jade. Tiene un baño de pintura sintética de color verde negruzco y el interior es de piedra caliza. Es una burda falsificación —dijo, haciéndole saltar el esmalte con un cuchillo—. No vale ni cuarenta duros y esto confirma lo que te decía; que las figuritas originales ya no existen, sino que las que hoy circulan son facsímiles. Lo que me extraña es que el anticuario no se percatara de este detalle cuando le enseñaste la de Wilfrido. Bueno, quizá esa sí era original, pero Borja, está claro que Recoleta sabía que buscarías información y puso en sobrealerta a los comerciantes de antigüedades del barrio, por eso Ramonet hijo mostró tanto interés en comprártela. Y seguramente fue él mismo quien avisó a Recoleta de tu visita, ayudándola a que más tarde te tendiera la trampa en la Plaza del Rei.
—Pero si posiblemente era una copia, en vez de acosarme a mí, ¿por qué no hacer una nueva y santas pascuas? ¿Y cómo conocía mi relación con el anciano de libidinoso aspecto? —pregunté.
—Bueno, en primer lugar es posible que no recordara el diseño exacto; y mi intuición me dice que lo importante no era la estatuilla en sí, sino más bien la codificación. Lo segundo, imagino, es que el subinspector Petronio la puso al corriente de tus andaduras, dado que sus secuaces te iban siguiendo día y noche. Más tarde, y como ya me has comentado, vio la posibilidad de cargarte la muerte de Mac Blanes.
—Puede ser… Pero no lo veo muy claro todo esto. Además, siendo Recoleta una mujer, ¿cómo suplantó a Wilfrido en la reunión, tras robarme la estatuilla?
—Eso deberás preguntárselo a ella —dijo sin saber bien qué contestar.
Justa me agarró de las manos para sosegar mi consternación mientras yo leía, compungido, un cartel de chapa decorativo que colgado en la pared decía: «Prohibido escupir so pena de multa administrativa».
—No tenemos nada, Justa, solo conjeturas y pruebas insustanciales, mi grabadora perdida y dudo que esta estatuilla sirva de nada en un juicio —expresé decaído.
—Borja, creo que hay una persona que puede ayudarnos, una madame; que ya sabes que están al corriente de todo y, además, me debe un favor. Quizá sabe dónde está el extraño personaje que te ha socorrido un par de veces. Algo me dice que es una pieza importante en esta historia. Podemos localizarle e intentar convencerle para que te ayude o aporte algún indicio que demuestre que eres inocente.
— ¿De qué sirve ya, Justa? Dentro de un rato tengo que ir a declarar y seguramente el subinspector me querrá inculpar también de la bulla de anoche. Estoy seguro de que ya está al corriente, y que tampoco se habrá olvidado de los cargos que me preceden. Nada de esto tiene sentido. Quiero que concluya todo y si tengo que ir unos años a la cárcel, pues los cumpliré con la mayor dignidad posible; y mira, me lo tomaré como unas vacaciones forzadas y aprovecharé para licenciarme allí dentro. En serio, Justa, no me quedan fuerzas para enfrentarme al subinspector.—le dije amargamente.
Justa dibujó una sonrisa que le iluminó la cara.
—Borja, el anciano al cual te has referido a lo largo de la historia que me has contado, es el que te abrió la puerta desde fuera y te ayudó a levantarte. La descripción que me has dado cuadra con la persona que se tropezó conmigo en la esquina, justo antes de encontrarte. Un anciano de libidinoso aspecto y, en este caso, además noté que portaba en la mano un casco negro de Dark Vader. Es el mismo que sugirió que debías ser el líder de la secta.
— ¿De verdad? —dije emocionado.
—Sí, estoy segura.
— ¿Pero cómo salió de allí? ¿Y cuáles son sus intenciones? ¿Es que estaba trastornado proponiéndome ser el nuevo director general de la organización?— pregunté, desconcertado, en voz alta.
—No lo sé, Borja, pero lo averiguaremos. ¿Nos vamos?
Pedí un chupito de licor de zarzaparrilla y un café americano con sacarina (para evitar excesos después de tan copiosa comida) y, mirando el reloj, di el visto bueno a la visita. Todavía faltaban un par de horas largas para mi citación. Nuestros pasos nos condujeron a un estrecho portal de una calle aledaña a mi hacienda. Tras superar el trámite del interfono haciéndonos pasar por repartidores de correo comercial, un altivo mayordomo que apestaba a Varón Dandy, un tipo de perfume de pegajosa fragancia, se erigió ante nosotros. Nos abrió una puerta de roble macizo y nos miró con exangües ojos inquisitivos; advirtiéndonos, con voz de haberse pasado con la cazalla, que el local todavía permanecía cerrado y que no se admitían parejas.
—Buenas tardes, Justino. ¿Está la madame de la casa? —le dijo Justa con tono de reproche.
—Doña Justísima se halla en la casa, pero ¿quién osa importunar su hora de la lectura? —quiso saber él.
—Justino, como bien sabe, soy su nieta. Déjese de tonterías y permítanos pasar.
Justino, que no pareció inmutarse ante las órdenes de Justa, entornó la puerta; la trabó con un cerrojo de cadena para que no pudiéramos abrirla, y nos ordenó que esperáramos fuera mientras él se dirigía hacia las profundidades del local.
— ¿Es tu abuela? —le pregunte por lo bajini.
—No, no… Un día la encontré tirada en el suelo de la calle, desmayada, y la ayudé a regresar. Después le curé las heridas. Luego me dijo que le recordaba a su nieta y que la llamara abuela —me contó Justa musitando al tiempo que Justino abría la puerta de nuevo.
—Le expreso mis disculpas, no la había reconocido, ya sabe que no ando bien de la vista. Pasen y esperen aquí. Enseguida aparecerá la señora. Entramos a un amplio recibidor. En la penumbra de la estancia, La fragua de Vulcano era lánguidamente iluminada por dos titubeantes luces de veinticinco vatios, el cuadro de Velázquez reposaba sobre una de las paredes en un cincelado marco de escayola envuelta en papel de oro. A su lado se erigían diversos cuadros de muy diferentes reyes y nobles de todas la monarquías, incluso de dinastías enfrentadas entre ellas. Me quedé anonadado observando aquella galería de arte que no era acorde con la clase social media del barrio.
—Apuntan que hay una copia en el Museo del Prado —dijo doña Justísima, sacándome de mi sopor.
—Disculpe, no la había escuchado llegar, Velázquez me había embriagado…
—Disculpas admitidas. Todo aquel que admire a don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez será bienvenido a mi casa —extendió su huesuda mano, donde una enorme esmeralda yacía engarzada en un descomunal anillo de oro. Miré a Justa, que me hizo ademán para que le besara la joya. Ejecuté una reverencia y genuflexión, para adornarme un poco y transigir en los deseos de la ilustre señora.
Justísima estaba cubierta con un vestido azul oscuro y plateado, con galones de oro, y una gruesa banda dorada que le cruzaba el pecho. En la solapa del vestido lucía una diminuta cruz flordelisada, perteneciente a la orden de los caballeros de Calatrava. Su rostro era serio pero de expresión amigable, aunque parecía vegetar en una realidad paralela. Su plateada cabellera estaba perfectamente acicalada por algún minucioso estilista y desprendía un fabuloso olor a champú aromatizado. Rondaba los setenta años y todavía tenía un profundo deje de haber sido una bella mujer. De mirada lánguida e impenetrable, sus ojos color avellana denotaban que cientos de recuerdos se irradiaban sobre una retina que había visto mucho, quizás demasiado.
—Dime, Justa. ¿Qué te trae por estos lares en estos aciagos días que nos ha tocado vivir? ¿Y quién este joven que te custodia? Su cara me suena… ¡Espera, ya sé quién es! Es usted el chico que perdió a sus padres, ¿verdad? Tal vez algún día le cuente una historia de ellos que quizá le sorprenda. También ha llegado a mis oídos que anda ahora metido en un lío por culpa del dueño del bar y esa sucia mujer de oscuros pensamientos. ¿Es que acaso buscáis mi ayuda? Ya sabes, querida, que yo escucho, pero nunca me inmiscuyo.
Aquello confirmó que la señora estaba al corriente de todo. Y aunque me dejó intrigado con lo que podría saber de mis padres, no quise curiosear; ya que no deseaba desviarme del problema que ahora tenía entre manos, y del objetivo propuesto para este encuentro.
—Abuela, quisiéramos preguntarte sobre alguien. Solo es eso y nada más, lo prometo. La libertad de este chico pende de un hilo y usted me dijo que si algún día necesitaba un favor, acudiese a usted.
Emitiendo un pequeño suspiro, preguntó:
— ¿De quién se trata? —inquirió curiosa.
—De un viejo libidinoso que ronda desde hace unos días por nuestro barrio. Deseamos saber quién es —preguntó Justa, sin irse por largos derroteros.
Al escuchar estas palabras, Justísima se descentró y con violentas gesticulaciones nos invitó a marcharnos de inmediato; como si no le fuera grato hablar o recordar al anciano de libidinoso aspecto. Alegaba, farfullando, que su oficio era como el de un cura confesor: oír, callar y, a veces, mirar.
Tuve que intervenir, viendo que ni la amenaza de cobrarse el favor la hacía recapacitar.
—Señora Justísima, usted parece ser una mujer, y valga la redundancia, justa; dotada de una finura exclusiva y sobre todo de un perfil humano sin parangón. Yo le prometo, mal rayo me parta, que de mis labios no saldrá palabra alguna de lo que usted nos haga partícipes. Nada ansío más que seguir escuchando el tañido de las campanas que alegres nos despiertan al alba, incluidos los domingos y festivos… Pero si usted no me ayuda, dejaré de gozar de esta gracia divina. No quiero pudrirme en una cárcel de esta ciudad a tan temprana edad y de manera tan injusta—dije, casi irrumpiendo a llorar.
La mujer me observó de esa forma en que miran los maestros cuando un alumno que no ha realizado las tareas asignadas intenta trazar una vaga excusa. Luego me sonrió levemente con complacencia.
—Me parece que es usted un poco liante y peliculero, señor Seaborgio, pero está bien, parece ser una buena persona; me recuerda usted a su padre. Pasad al salón de té, os contestaré lo que deseéis, pero antes merendaremos. Tanto ajetreo ha despertado mi apetito —dijo pronunciando mi nombre sin que yo me hubiera presentado.
Quise decirle que ya habíamos comido hacía escasos minutos, pero no lo consideré educado y acepté con agrado la invitación. Caminamos por un estrecho pasillo empapelado con un ya enmohecido papel verde pino adornado con florecillas que antaño debían ser blancas, pero que ya habían derivado a colores pardos. En ambos lados del pasillo había oscuras habitaciones vacías, excepto la penúltima, de la que se desprendía olor a incienso. Me detuve momentáneamente a observar. Estaba equipada con un camastro, un cuadro con la imagen de un faro, y una lamparita de plástico rojo. En ella había una agradable mujer de joven aspecto y tez morena que, semidesnuda, entonaba a capela una antigua canción de Ella Fitzgerald. Cruzamos las miradas unos instantes y me regaló una cálida sonrisa a la vez que Justa me arreaba un empujón para que dejara de mirarla embobado.
Tras sentarnos, Justino apareció con unas delicadas tazas de porcelana con filo de oro que contenían un humeante y espeso chocolate a la taza acompañado de un surtido de galletas y melindros. No era la merienda que esperaba, pero no me quejé. La estancia estaba especialmente recargada de muebles coloniales, y una oval mesa de cedro recubierta por un grueso cristal presidió nuestra charla. No pude evitar observar que entre la madera y el cristal, el cual reflejaba tenuemente la luz de una lámpara de araña, había un hermosísimo tapiz bordado a mano que escenificaba la anunciación del ángel Gabriel a María. Antes de empezar nuestras disertaciones, removí el chocolate con una cuchara de plata, tratando de hacer descender la temperatura del mismo. Al probarlo me había achicharrado los labios. Miré el reloj, se estaba haciendo tarde, así que no me anduve con rodeos.
—Doña Justísima, ¿qué nos puede contar de ese anciano de libidinoso aspecto? —dije, eso sí, con buen hacer.
Se quedó en silencio, reflexionando y rebuscando sus recuerdos en busca de la respuesta correcta. Tras un par de minutos, cuando su respiración se había tornado intensa y profunda; y movida por el furor que causa traer al presente una desagradable evocación del pasado que creíamos borrado, nos explicó:
—Fue un traidor, un paria y un malnacido que me abandonó, como se deja tirado a un perro en la cuneta en víspera de vacaciones. Y para más ofensa, lo hizo poco después de dejarme preñada y de traicionar a todos sus amigos. ¡A mala hora me echara el ojo ese bastardo! —bramó, golpeando la mesa con el puño, haciendo saltar las tazas que desbordaron de chocolate.
Justísima apretaba la dentadura postiza hasta casi desencajarla y en los carrillos se le notaba la tensión acumulada.
Seguidamente se calmó lo suficiente para continuar sin que le diera un patatús.
—Eran los setenta y me dejé engañar por un atractivo cincuentón que me prometió el oro y el moro. Contándome mil cuentos sobre hacernos millonarios y viajar a La Habana para quedarnos allí y vivir como virreyes, logró seducirme. Poco antes de conocerle había muerto mi marido; un pusilánime con el que me casé por pena, y que al fallecer me dejó tremendas deudas. Se había metido en un negocio de algo afín a la minería que le trajo una ruina estrepitosa.
Me vi en la calle al ser embargada mi casa, y me busqué la vida con trabajos de poca monta con los que no me alcanzaba para pagar ni una humilde pensión. Agobiada por los bancos, que me seguían reclamando deudas de mi difunto marido, y pasando ya los cuarenta; entré desesperada a trabajar en esta casa de citas. Lo conseguí gracias a la intercesión de la antigua dueña, que había sido tendera en una pescadería en la que yo compraba en el Mercado de la Boqueria. Primero fueron dos noches a la semana, para probar qué tal se me daba; luego cuatro, y así hasta que dejé de realizar los otros trabajos que tenía. Cada noche hacía dos, tres, cuatro o cinco servicios a hombres y alguna que otra mujer, para acabar totalmente extasiada. Una noche de Jueves Santo apareció él. Era la viva imagen de lo que debía ser un hombre, uno de esos de los que ya no quedan en estos tiempos. La caradura por bandera, brazos fuertes, guapo, mirada penetrante y de porte valiente. Pero tras esa apariencia, que era toda fachada, se escondía una mala persona. ¡Pero qué se le va a hacer! Una no puede controlar de quién se enamora, y caí en sus brazos como una tierna y cándida adolescente.
No le cobraba y el importe del servicio lo ponía yo de mi bolsillo, así que podéis figuraros cómo de loca me tenía. Aquel personaje que yo consideraba como un dios, era ya en aquel entonces, y sigue siéndolo, un gran estafador —dijo golpeando de nuevo la mesa con sórdido ahínco—. Le tenía en gran estima, lo veneraba a prior de sus innumerables hazañas, que incluían sus andanzas en naciones de allende de los mares y promesas de fortunas que iba a conseguirnos. Debí haberme dado cuenta que sus historias eran puras charlas de alcoba para conseguir que yo abriera mi entrepierna sin cobrar. Pero nunca fui consciente de ello; no lograba que se me cayera la venda de los ojos y así poder ver la realidad. Supongo que debía tener a unas cuantas más como yo repartidas por la ciudad, pues a veces llegaba impregnado de perfume barato de mujer.
Realizó una larga pausa para hundir un melindro en el chocolate humeante. Aproveché la coyuntura para hacer el mismo acto, pero con tres a la vez. Justísima, debido posiblemente al efecto laxante del chocolate, lanzó un endeble ventoseo que pasó desapercibido para Justa, pero no para mí.
—Tras contarle que estaba embarazada y amenazarle yo, cuando veía que se me escapaba de las manos, de hacer público nuestro romance; huyó. Por ahí se cuenta que se marchó a Madrid a vivir con su esposa. Pues sí, queridos; estaba casado con la hija del alcalde de un pueblo del Maresme. Pero no fue Madrid su destino, sino un lugar mucho más exótico.
De nuevo, un recogido silencio.
—Ni tan siquiera tuvo la decencia de despedirse. Una noche, tiempo después de haber tenido a mi criatura, cosa que no impidió que siguiera en mi negocio; regresé a casa un tanto indispuesta tras haber desvirgado a un ufano mozalbete llamado Bartolomeu. Choqué en un callejón cercano con un hombre de furibundo andar que apestaba a estiércol y huía desesperadamente, seguido por un par de individuos que tanto podrían haber sido policía secreta como matones a sueldo. No le presté la más mínima atención, pues en aquella época convulsa eran normales esas correrías. Al llegar, encontré una carta deslizada bajo la puerta y, tras abrirla y empezar a leerla, supe entonces que el hombre con el que había topado era el que vosotros denomináis “anciano de libidinoso aspecto”. Pensé en correr escaleras abajo y tratar de alcanzarle, pero hubiera sido un esfuerzo en vano. Él ya había desaparecido.
— ¿Qué decía el manuscrito? —pregunté, apremiándola dado que, aunque la historia era muy atrayente, el tiempo se estaba pasando con alarmante celeridad.
Se levantó pesadamente para descolgar, con esfuerzo pero sin dejar que nadie le ayudara, un cuadro que ocultaba una caja fuerte y que representaba una encarnizada batalla naval entre franceses e ingleses que parecían estar en tablas. Tras abrirla, sacó un sobre ocre que me extendió para que extrajera su contenido, y finalmente leyera una amarillenta carta repleta de enmiendas y gotas de tinta.
Me acerqué a la ventana para disponer de más luz y así poder descifrar su contenido; la letra era minúscula y la lectura, de difícil comprensión.
« Nada es real, Justísima, innumerables enemigos me acechan y no cesan de reclamarme lo que es suyo. Me persiguen, implacables, con ciego odio y con ansias de procurarme un terrible escarmiento; el cual considero que merezco. Debo confesarte a ti, luz de mi vida, el terrible secreto que guarda mi corazón. No me marché porque estuvieras embarazada. Lo hice pues no pude cumplir mi juramento de convertirte en una reina y darte la vida de la que te hice promesa.
Hace ya un tiempo, bastante antes de conocerte, adquirí una buena cuantía de figuritas de jade de una valiosa colección egipcia datada de la época de los faraones, en una joyería de lujo del Paseo de Gracia. Como pago, entregué unas obras de arte falsas. Figuritas en mano, embauqué a empresarios, banqueros, aristócratas y burgueses haciéndoles creer que fundábamos una selecta sociedad donde dispondríamos de información privilegiada para futuras inversiones. Como tapadera, les dije que revertiríamos nuestros beneficios en los pobres de la ciudad, ya que nos constituiríamos dentro del marco de la legalidad como entidad sin ánimo de lucro. Les recalqué que esto era mentira y que todas las ganancias nos las quedaríamos; ya que alteraríamos nuestros libros contables al tiempo que untaríamos a los funcionarios de Hacienda para que hicieran la vista gorda. Obviamente, jamás llegué a informar al Registro Mercantil de este pequeño detalle. Mis víctimas aceptaron todas las condiciones, cegados por la avaricia.
Para crear o hacer creíble tal jácara, pues a la gente de dinero le gusta sentirse especial; concedía, previo pago y con grabado personalizado incluido, una de las costosísimas piezas de jade a los nuevos miembros. Las piezas debían ser originales y de calidad, para no levantar sospechas; por eso se las sustraje al pobre joyero, que en paz descanse (pues al enterarse del engaño le dio un infarto del cual nunca se recuperó). Yo admitía dinero en efectivo, joyas, patrimonios y obras de arte como forma de pago. Ideé, para dar un toque más snob si cabía, una ceremonia de admisión que plagié de unos libros de Historia de Egipto que había leído en mi infancia. Para celebrar nuestras reuniones, alquilaba locales que luego no pagaba en la zona baja de la ciudad, les convencí de que hacía esto para ahorrar costes y a ellos no les importaba. Muchas veces, al finalizar, nos largábamos a los clubes de alterne de la zona, lejos de las miradas de sus mujeres. La sociedad fue progresando en miembros y en riqueza acumulada. Se forjaron grandes negocios aquellos días, al amparo de la oscuridad del centro de una Barcelona en pleno cambio político. Pero ya entonces, la policía me andaba investigando, tras la denuncia de la familia del pobre joyero.
Cuando ya teníamos mucho capital acumulado, no dejé que mi avaricia rompiera el saco (como dice el refrán), y previsor que me considero, quise poner fin a aquellos turbios negocios y ejecutar mi idea primigenia. En una asamblea extraordinaria, les solicité acceder al dinero y vender las obras de arte que guardábamos, con el fin de construir una sede fija, acorde al estatus de nuestra gloriosa sociedad. Les presenté un valioso proyecto arquitectónico avalado por un no menos prestigioso (e inventado) despacho de arquitectos de la Avenida Diagonal. Entre vítores, aplausos y halagos por tan gran idea, lo miembros de la organización aceptaron mi propuesta, sin sospechar nada, a condición que en la última planta se instalaran unos discretos espacios reservados. También les solicité el retorno de las figuritas de jade, prometiéndoles entregarles en breve otras de oro fundido obtenido de la tumba de un gran faraón. Creo que las recuperé por pura nostalgia, pues llanamente se las podría haber regalado. Saqué todo el dinero, vendí algunas obras de arte y jamás me volví a presentar a aquellos remilgados, que sucumbieron a mi engaño.
Me largué a vivir a El Cairo y a dejar que el tiempo apaciguara los ánimos. Pero harto de la soledad y extrañándote noche y día, regresé cuando aún estabas embarazada, con la intención de unirme a ti y a nuestro retoño. Sin embargo, cuando me dirigía a buscarte, fui arrestado por un corrupto y joven policía, nada más pisar el puerto de Barcelona.
Pacté con él su silencio, discreción y mi libertad a cambio de una gran cuantía de dinero; pero me traicionó delatándome ante los estafados y luego me envió a una prisión marroquí, lugar donde el príncipe de las tinieblas era un mero arlequín, tal era la reclusión de infamia que allí se congregaba. Es cierto que había cometido un crimen, robándoles a unos petimetres del tres al cuarto; pero el castigo de estar entre aquellas paredes fue una abominación.
Muy desmejorado, me escapé, no quieras saber cómo, para regresar a Barcelona a inicios de este presente año. Falsificando un pasaporte y procurándome una nueva identidad, he trabajado honradamente durante estos meses para presentarme ante ti y nuestro hijo como un hombre decente y respetable. Pero cuando ya estaba consiguiéndolo, alguien me reconoció y ahora debo volver a partir en contra de mi voluntad. Algún día regresaré a por ti y recuperaré a nuestra descendencia. Lo juro».
Acabé de leer la carta y enseguida Justísima continuó hablando, sin dejarme pensar que la historia cuadraba con lo que había vivido horas antes en la reunión clandestina, y que convergía y completaba algunos puntos de la historia que me había contado el anticuario.
—No puedo aseguraros que lo que escribió sea real o una nueva mentira. Lo que sí es cierto es que nunca regresó a por mí y lo di por muerto en mi memoria. Y no solo estaba fallecido en mis recuerdos, sino también en el mundo de los vivos, gracias a una esquela que se publicó hace cinco años con su nombre —dijo, enseñándome el recorte de periódico que había solicitado al mayordomo y en el que, por fin, descubrí cuál era su nombre real y que en esta historia no desvelaré.
— ¿Ha visitado usted su tumba? —le pregunté.
—No, jamás. En su día envié a una de mis empleadas a depositarle un ramo de flores. Es lo máximo que podía hacer —afirmó sin mostrarse preocupada—. Lo más curioso del tema es que hace unos años apareció por la misma puerta que habéis entrado. Primero pensé que era un cliente potencial, pero luego, tras presentarse, lo reconocí. Estaba muy desmejorado y su hombría era un recuerdo desfallecido en el tiempo. No obstante, no había perdido su viperina labia y, tras halagar mi belleza sin parangón y recordar viejos tiempos, me preguntó por nuestra hija. Esto aclaró muchas cosas, ya que yo sabía que a mi hija la rondaba un anciano de libidinoso aspecto. Nunca imaginé que sería él.
Luego me justificó su sacra sepultura y esquela diciendo que para protegerse de sus enemigos había fingido su muerte. Sin más, me dijo que necesitaba capital inicial para comenzar un nuevo negocio, basado en antiguas ideas. No le entregué ni una peseta, es más, le amenacé con que si volvía a poner los pies en esta casa avisaría al subinspector Petronio. Sí queridos, sí, el policía que lo detuvo en el puerto y llevó a cabo la investigación que lo envió a Marruecos, fue vuestro querido amigo; por cierto, asiduo cliente de este local —dijo, entre contenidas risas.
Fue Justa quién me sacó del estupor en que me había sumido, para conducirme a otra nueva revelación.
— ¿Sigues en contacto con tu hija? —le preguntó Justa.
Justísima bebió un escueto sorbo de chocolate.
—No, querida. La di en adopción a una familia adinerada de Barcelona nada más nacer, a cambio de cuatro duros. Un cliente que trabajaba en la administración y que estaba enamorado de mí lo arregló todo. No me juzguéis; yo era más pobre que las ratas, estaba enganchada a la cocaína y no hubiera podido sacarla adelante. Nunca he intentado contactar con ella, pero me mantengo informada en la distancia, gracias a mis contactos. Conozco a fondo la vida de Ramona Ramos, a quien conoceréis por su nombre artístico como Recoleta Risch, la mujer de desalmados ojos. Esa misma que te está haciendo la vida imposible.
La garganta se me secó de golpe, y mi respiración se interrumpió como si se hubiera metido un abejorro en mi boca. «¿Esta señora es madre de Recoleta o estaba desvariando?», pensé.
—Pero ¿es posible, abuela, y sin ánimo de ofender, que por tu oficio tu hija pudiera ser de otro hombre…? —dijo Justa, cortando la afilada incomodidad ambiental.
—No es posible, querida. Esos ojos glaucos y la desafiante expresión que ella tiene, que he visto en las publicidades, solo pueden venir de aquel hombre —sentenció contrariada.
Tras su respuesta, el silencio y la quietud me consumieron. Las partículas de polvo suspendidas en el único rayo de sol que cruzaba de punta a punta la estancia, eran las únicas que se atrevían a moverse. Parecían moverse siguiendo el cadencioso ritmo de los engranajes de un vetusto reloj de cuerda que reposaba sobre la pared.
—Señora Justísima, es de vital importancia que me diga si sabe dónde localizar al anciano de libidinoso aspecto —dije, reaccionando y devolviéndonos a todos a la realidad—. Tras esta revelación, él podría aclarar algunos asuntos ante la policía. Como mínimo los de anoche.
—Aunque tropieces con él, no esperes que te ayude. Si lo ha hecho hasta el momento es solo espoleado por sus propios intereses de beneficiarse. Algo le mueve a proteger tu corazón para que siga palpitando, y nada bueno puede ser. No hace falta que te diga que ha vuelto a iniciar su vida delictiva, y esta vez creo que asociado, no lo puedo afirmar, con su hija. Hay una confrontación opuesta de intereses de excelsa magnitud en todo este asunto. Por una parte están las intenciones del viejo y las de Recoleta, que seguro no son las mismas; y por otra parte, las de Petronio… la mente del subinspector es más tortuosa de lo que parece, y sus motivaciones son de lo más retorcidas. En todo caso, es mi humilde opinión… yo ya estoy muy mayor para inmiscuirme en estas conjuras.
Pero bueno, que no se diga que la vieja Justísima no tiene corazón. Te ayudaré, Seaborgio. El viejo de libidinoso aspecto me dejó una tarjeta con sus datos de contacto, por si cambiaba de opinión y deseaba verle —dijo, accediendo a mi petición.
Me entregó una cartulina mal recortada donde escrito a mano se leía: «Pensión Ambrosius. Máxima limpieza. Garantía de que si se le aparece una cucaracha foránea, le reembolsamos el importe en vales del establecimiento chino del fondo de la calle». Estaba en la zona de la Ronda Sant Antoni y, si me apresuraba, quizá todavía tendría una última baza que jugar antes de apersonarme en la comisaría de policía. Intentaría contactar con el anciano, pese a las agoreras insinuaciones de doña Justísima; aunque pensándolo bien, todos sus malos augurios bien podrían ser simplemente los delirios de una pobre anciana senil. De una forma u otra, no tenía ya nada más que perder. Debía hallar al viejo y pedirle respuestas.
—Justa, quédate con tu abuela y procura que se mejore anímicamente. Yo voy a tratar de localizar al anciano de libidinoso aspecto. Luego iré al interrogatorio y es de suma importancia que si en doce horas no tienes noticias mías, te pongas en contacto con la Interpol, el secretario de Estado o algún policía honrado —le expresé, marchando precipitadamente, y dándole las gracias a la señora Justísima por todo lo que había hecho por mí.
Llegué a mi destino apurado y resoplando. El recepcionista, un alegre y servicial chino, que supuse que era también propietario o familiar de la tienda a la cual hacía referencia la tarjeta de publicidad, me atendió con grata amabilidad.
Le largué una milonga sobre mi parentesco con el señor en cuestión y le dije que una parte de la familia, la que no estaba interesada en su mísera herencia, andábamos preocupados por su desaparición; pues una enfermedad mental desconocida estaba enraizando en su mente. Primero se negó en rotundo a ayudarme, aludiendo que el anciano de libidinoso aspecto había solicitado fehacientemente que no se le enviaran visitas, ni de placer ni de trabajo. Molesto, le hice entender al propietario que el viejo era tremendamente peligroso si no ingería su medicación, y que entonces la familia no se iba a hacer responsable de los daños macromoleculares causados a terceros o a bienes inmuebles. Temiendo por la integridad física de su establecimiento, el recepcionista accedió a darme una copia de la llave de su habitación, indicándome que se encontraba alojado en la número cincuenta y tres, quinto piso; saliendo del ascensor a la izquierda.
Como el ascensor no funcionaba, subí por la escalera las cinco plantas —más el entresuelo y el principal— hasta llegar, jadeando, al rellano. Se me estaban repitiendo, ¡y de qué manera!, los melindros con chocolate. Golpeé con suavidad y por duplicado una puerta de color verde que tenía el cincuenta y tres pintado a mano con trazos zafios. Nadie contestó.
La habitación apestaba a ropa sucia, y la única luz que la iluminaba provenía de un ventanuco que daba a un gris patio interior y de una lámpara en forma de esfera amarilla, que colgaba del techo y que estaba encendida cuando entré. Una cama pequeña y una silla de madera eran los únicos enseres de la habitación. Allí no había nadie. Sin embargo, sí que encontré un casco del malévolo emperador imperial espacial, una factura de una óptica y un dosier con la agenda y recortes de prensa de las fiestas de la alta sociedad barcelonesa. Ya no cabía duda: el anciano de libidinoso aspecto era, al tiempo, mi protector —aunque esto aún estaba pendiente de confirmación—, regente de la misteriosa orden, y el padre de Recoleta. Extraña y paradójica combinatoria se estaba dando. Lo más curioso de todo, es que no podría identificarlo: en ningún momento había alcanzado a ver su rostro con claridad.
Ojeé los documentos con gran rapidez, sin encontrar ningún detalle de aparente importancia; pero sin saber bien la razón de por qué lo hacía, me llevé un recorte de una revista a todo color. Era la crónica rosa de un guateque celebrado hacía aproximadamente un año y pico atrás. Lo doblé, y lo puse junto a la factura del transporte de Recoleta en el bolsillo del pantalón. Debo decir que más tarde descubriría que en la nota de prensa había un detalle crucial que en esos instantes pasé por alto, dada mi frustración por no haber encontrado a nadie allí y por los crecientes nervios de mi futuro interrogatorio. Pero no nos avancemos a los hechos.
Me largué de allí a toda prisa, viendo que de aquel lugar no podría obtener nada en más. Tras decenas de vicisitudes, no tenía ninguna prueba con la que defenderme ante el subinspector e ignoraba si Recoleta y sus secuaces seguían vivos. Pensé en fugarme, pero mi conciencia lo impedía. Debía afrontar el interrogatorio para evitar males mayores con una implacable justicia, que se ceba en los pobres y beneficia a los ricos. Mi único y gran consuelo era saber que esta vez no estaba solo. Justa estaba de mi parte. A la altura de Plaza Castilla, cuando me hallaba recuperando momentáneamente el aliento tras una nueva carrera al sprint; se acercó a mí por mi ángulo muerto y con navaja suiza en mano, el que debía ser el líder de unos quinquis que, a buen seguro, debatían sobre los grandes filósofos en sus largas tardes libres.
Con un arranque al estilo más conservador entre los de su linaje, soltando una frase que yo bien podría haber esgrimido como recurso interpretativo horas antes, inició su conversación conmigo:
— ¡No te muevas o te rajo! —exclamó tratando de hacerlo en inglés, aquel que se aprende en el instituto de la calle; y el cual no transcribo. He decidido no mantener la versión original, pues no recuerdo con exactitud los vocablos pronunciados, y además, serían imposibles de reproducir sobre el papel.
Suponiendo que me había confundido con un turista, y ya asqueado por toda la situación; miré con desdén a ese tipo que se atrevía a amenazarme en aquel lugar lleno de gente y a plena luz del día.
—Disculpe, perdone, que soy de aquí. Expreso esto porque parece usted tener circunspectos aprietos con las hablas foráneas.
Esta repelencia por mi parte encendió los ánimos del señor Ceferino que, con un silbido en clave, convocó, para mi preocupación, al resto del consejo. Estos trataron de rodearme. Pero esta vez, y con la lección aprendida de los teutones, no dejé que el círculo se cerrara, y sin pensármelo dos veces, propiné una soberbia patada en los testículos al pobre Ceferino, que cayó de bruces por el suelo. Advirtiendo satisfecho sus constreñidos aspavientos de dolor, que le hicieron bajar la guardia, lo empujé para apartarlo de mi camino y poder así salir corriendo, hasta alcanzar la seguridad de un centro comercial cercano. Allí me introduje en un ascensor abarrotado de unas sonrientes japonesas, dando así esquinazo a los eruditos que me perseguían. Unos segundos después de iniciarse el ascenso, un fuerte chasquido lo detuvo al ser accionados los frenos de emergencia, supuse que por una interrupción de la corriente eléctrica.
Se apagaron las luces y el alumbrado de emergencia iluminó a las sorprendidas niponas. Hubiera tratado de razonar con ellas en su idioma, pero hacía años que había abandonado el estudio de su lengua. Probé con varias jergas, pero no obtuve respuesta hasta que averigüé que una de ellas dominaba el portugués; idioma que aprendí a medias leyendo las etiquetas del gel de baño y los cereales de desayuno. Lo que en otro tiempo hubiera sido un sueño, el verme encerrado allí con tantas mujeres; en aquellos momentos me sumió en una profunda desesperación.
Por la megafonía del centro comercial anunciaban que no se restablecería el funcionamiento hasta las 08:00 p.m., pues el personal de mantenimiento estaba en huelga de celo y los bomberos, apagando incendios forestales; y que disponíamos de hojas de reclamación en el mostrador de atención al cliente. Traduje a las japonesas el mensaje, tergiversando mínimamente la verdad, por eso de cuidar el turismo que publicitaba el Ayuntamiento.
—Señoritas, no hay nada por lo que sobresaltarse. Como pueden ustedes observar en la etiqueta, este modelo de elevador ostenta todas las revisiones al día y esta detención no anunciada se debe a un protocolo de ensayo de emergencia establecido por una orden ministerial. Salvaguarden la calma —dije sin que me hicieran el más mínimo caso.
Asumí que el subinspector Petronio emitiría sobre mi ente una orden de detención internacional, así que me lo tomé con calma, puesto que nada podía hacer.
Tras ser evacuados por un amable grupete de submarinistas de un club de buceo de Sabadell que se habían ofrecido voluntarios me propuse dirigirme con presteza a la comisaría, no sin antes detenerme para comer unos bocadillos. Ya llegaba tarde y a saber cuándo o cómo me iban a alimentar. Compré la comida en un puesto ambulante, y sin sentarme, compartí uno de ellos con un caballero errante de nuestra sociedad que se autodenominaba Juanito Plata y que, según él, esperaba la orden de un superior para iniciar la revolución de amonios cuaternarios. Deseoso de sociabilizar, el buen hombre hizo gestos que se me antojaron preludios para narrarme sus historias o conspiraciones y, con muchísima delicadeza y buen tacto, le di puerta. Me disculpé con la real promesa de regresar y dedicarle el debido tiempo para que me contara sus aventuras. Como muestra de mi buena fe, le obsequié, además del bocadillo, medio refresco de cola ligera. Apresurado, no tardó en mezclarla con un vino rosado que todavía no había finiquitado.
— ¡No se olvide de pasar a verme! —me recordó con la boca llena, mientras yo me marchaba.
—Se lo prometo Juanito, y yo suelo cumplir mis promesas —contesté casi dándole la espalda.
Llegué a la comisaría con un descomunal retraso. Con objeto de mitigar la esperada ira del subinspector Petronio, había solicitado a una rimbombante señorita del servicio de atención al consumidor del centro comercial un justificante de demora; que dicho sea, no me sirvió de nada.
En la entrada me esperaba, sin sorpresa alguna, un malhumorado subinspector Petronio. Antes de pasar a la sala de interrogatorios, de nuevo procedí a vaciar mis bolsillos y a hacer entrega de mis objetos personales al empleado de guardia.
— ¡Esta vez sí que las has cagado, chavalote! —fue su cariñosa frase de bienvenida. —Visto a la hora que llegas, me temo que hoy ya no voy a poder tomarte declaración, así que voy a proceder a tu detención cautelar; esta vez sí, con una con una orden del juez de guardia. Pasarás esta noche y quizá alguna más aquí, ponte cómodo. Por cierto, me encanta tu forma de vestir —expresó con una punzante ironía.
No me alarmé, pues supuse que pasadas las doce horas de margen que le había solicitado, Justa vendría a por mí, alertada de mi privación temporal de libertad. Permanecí dos días confinado en régimen de pensión completa e incomunicado con el exterior —por deseo expreso del subinspector— en una desaseada mazmorra, a la espera del nuevo interrogatorio. Me preocupó no tener noticias de Justa. Es curioso pensar que aquella maniobra, expresamente diseñada para mermar mi denuedo, provocó el declive de su carrera policial.
Asimismo, aproveché esa inflexión temporal para poner en orden todos los acontecimientos recientes y elaborar una base para mi defensa, con las pocas e inconsistentes pruebas que poseía. No tenía nada, excepto un papel con la factura del transportista y un recorte de la prensa rosa; que se habían quedado en recepción.
Eran las 08:00 a.m. del tercer día de cautiverio cuando el subinspector Petronio entró en los calabozos silbando con sobrada chulería «Toreador», de la ópera Carmen. Pronto se comería esa prepotencia, pero no nos adelantemos.
Dos policías me condujeron, como un proscrito sentenciado a muerte, a una sala que ya me era familiar. La pared desconchada seguía en su sitio y el olor a orina se había concentrado, incumpliendo todas las ordenanzas municipales en cuestión de seguridad y salubridad humana. En una de las esquinas vi cómo una rata, acostumbrada a la presencia humana, acosaba a un pobre bicho, posiblemente un insecto bola.
El subinspector Petronio parecía estar seguro de sí mismo y de buen humor; incluso me convidó con un vaso de café y un bollo de crema, «cortesía de la casa», dijo. Sin embargo, no toqué ni uno ni otro, ya que demasiadas películas en mi cabeza me incitaban a sospechar intentos de envenenamiento o que contuvieran alguna droga sintética que nublara mi juicio.
Junto a él se instaló un descarnado agente de chupado rostro y pálida mirada que respondía al nombre de Gregorio, que fue presentado en calidad de observador, pues así lo había requerido el comisario. No le creí tampoco.
De inicio, y para no perder la usanza, hizo ademán de propinarme una nueva colleja; pero inversamente a lo esperado, esta vuelta lo que recibí fue un cordial pescozón. Incluso con inusual amabilidad me separó la silla de la mesa, indicándome que me sentara en ella. Un mal presentimiento me asaltó.
Rodeándome, dejó con finura su americana de algodón negro sobre la mesa; y solicitando mi permiso, que yo concedí inmediatamente para seguirle el juego; encendió un habano de grosor considerable, del cual me ofreció un par de caladas. Tras mi negativa, se deleitó en su puro durante varios minutos inundando el ambiente de humo gris. Suspiró y escupió al suelo los restos de hojas de tabaco que se le habían quedado en la boca
—Bueno, mi idolatrado amigo. No posees buen aspecto. No habrás cometido algún que otro homicidio estas últimas horas, ¿verdad? —dijo con un extraño tono o risa cacofónica. La amable parafernalia que nos había precedido se evaporó con aquel feo gesto, mientras Gregorio miraba, impasible, la escena desde el fondo de la sala.
Iba yo a decir algo, pero me indicó, bajo una amenaza verbal impronunciable en este relato, que me callara y que le dejara hablar.
—Hace unas noches, usted fue visto por decenas de testigos saliendo ensangrentado de un callejón cercano a Santa María del Mar. Tras alertarnos los vecinos, curiosamente hallamos un bonito panorama en el lugar en cuestión. La verdad, me sorprendió la escena del crimen, pues no le hacía yo un matarife sin escrúpulos. Ahora no me irá a negar que no estuvo allí, ¿verdad?
—No presuma tanto usted de saber las contingencias que allí me ocurrieron; y ni se le ocurra culparme de haber asesinado a nadie, subinspector —me atreví a contestarle.
— ¡Relaje esa lengua, malnacido! —me gritó—. Le voy a contar lo que usted pretendía allí dentro y las terribles consecuencias que se desataron. Usted se coló allí, amenazando y robando a mano armada a un pobre ciudadano, con el fin de sustraer el botín recaudado en una fiesta benéfica; pero mis agentes trataron de impedírselo y usted, con fría traición, les dio muerte a ellos y a Celso, que falleció agonizando tras un día y medio en el Hospital del Mar. Es usted tan idiota, que interfirió en las investigaciones secretas que mis leales subalternos, que en paz descansen, llevaban dirimiendo desde hacía meses. Mis agentes se habían infiltrado para destapar las diligencias delictivas de su antiguo amigo Celso, de la señorita Recoleta Rischstenovich y de su padre, por cierto, viejo conocido mío; como me consta que ya le ha contado mi querida señora Justísima. Como ve estoy en todas partes. He de reconocer que con gran habilidad les dio esquinazo a Secundino y a Pascual. Pero no son los únicos hombres que dispongo; le hemos estado siguiendo en todo momento… bueno, he de reconocer que le perdimos la pista durante unas horas, es usted un experto escabulléndose.
Aquello me hizo creer momentáneamente que quizá el subinspector era un buen policía, que no buen hombre, y que realmente había estado investigando a la sombra las fechorías de la hija y del anciano de libidinoso aspecto. Pero no fue así.
—También tenemos conocimiento de que fue usted secundado por su cómplice o coleguilla de intrigas, la señorita Justa Impositiva, que le dio asilo y cobijo después del asalto, robo y asesinato de los antes nombrados. Debo ponerle también en conocimiento que Justa está encerrada en unas dependencias ajenas a esta comisaría.
Lo de la retención de Justa me sorprendió y atenazó un poco, pero no dejé que me apabullara ni oscureciera mi capacidad de razonamiento. Aguanté bien la estocada, manteniéndome sereno. Quise que él mostrara todas sus cartas antes de reaccionar; pues era bastante probable que Justa no estuviera ni tan siquiera detenida. Lo que buscaba el subinspector era ponerme nervioso.
Al insoportable Petronio tampoco pareció importarle mucho mi tranquilidad.
—Bueno, chico, tampoco nos vamos a olvidar del tema de Wilfrido y el pseudoartista, que luego retomaremos. Por todo esto y demás cosas o malquerencias suyas, aposéntese bien porque esto va para largo. Escucharé ahora sus alegaciones, pero solo por mera cortesía profesional, para quedar bien delante del comisario. Ande, cuénteme sus tontadas y luego no vaya explicando por ahí que no le brindé una oportunidad —dijo, recostándose sobre su silla.
Por supuesto, el subinspector mentía cual bellaco e ignoraba que yo fuera conocedor de su implicación en toda aquella trama. Él no contaba con que yo hubiera escuchado fortuitamente la conversación entre Recoleta y Celso, así como la indiscreción de los agentes Secundino y Pascual cuando estos pensaban darme muerte. Por desventura, no tenía ni la más mínima prueba de todo esto.
Me recliné en la silla tratando de ganar así espacio físico entre ambos. El respaldo se quebró hasta su completa rotura y fui a parar contra el suelo, entre las risas de los interrogadores. Tras incorporarme sin el apoyo de ninguno de los dos presentes, a los cuales agradecí sarcásticamente su presta ayuda, me dirigí al subinspector.
—Subinspector, me faltan supuestamente dos cadáveres, el de Recoleta y el de la recepcionista pelirroja, para completar el repóquer de homicidios. Además ¿ha interrogado usted a los asistentes a la fiesta?, estos le revocaran sus acusaciones —dije en conciso y meditado tono irónico, aún sabiendo que los asistentes poco podrían esclarecer, ya que durante el tiroteo habían estado encerrados en la sala de reuniones del subsuelo. En todo caso, necesitaba que entendiera que me secuestraron y no que me marché de la asamblea por propia voluntad.
—No sé de qué pelirroja recepcionista me habla usted. Allí no había nada más que los cadáveres que le he dicho y en la sala de la reunión no había nadie. Además, había sido incendiada. ¿Me toma por imbécil o qué? —respondió molesto.
—Bueno, no sería la primera vez que usted se equivoca…
Aquello me costó que me girara la cara.
— ¿Y de Recoleta? ¿Qué se sabe de ella? —pregunté, frotándome la mejilla para apaciguar el dolor.
—No le voy a dar información de nada a nadie, y menos a un sucio gusano como usted. Y ahora hable antes de que se me acabe la paciencia —sentenció Petronio con hosca mueca.
Sin tener una idea muy clara de qué contarle, pues cada palabra equivocada me podía costar un disgusto, empecé reconociendo que estaba presente la noche de los asesinatos.
—Es incuestionable que yo concurrí al cóctel benéfico suplantando la identidad de otra persona a la que robé parte de un disfraz de mercadillo y una estatuilla de falso jade, con una pistola láser de plástico para niños menores de ocho años. Puede usted acusarme de ello también, pero creo que no será este el detalle que me haga ir a prisión, ¿cierto? — Omití el hecho de haberle robado también el dinero en efectivo y el cheque—. Me colé con la idea de encontrar pistas para demostrar mi inocencia. Y cuando me hallaba yo en un momento álgido, disfrutando de lo que parecía ser mi reconocimiento como miembro y líder de la sagrada organización, fui interrumpido descortésmente por sus subordinados, la señorita Risch y el antes citado Celso, el traidor. Todos ellos, presos de una deslealtad inconmensurable, me extrajeron hasta la sala de admisiones sin mi anuencia; donde, y en primera instancia, fue asesinada la recepcionista por uno de sus secuaces. En segundo lugar, me propinaron una paliza de órdago; y en tercer lugar, tras un apagón (huelga decir que fue provocado por un rayo y no por la compañía eléctrica), los allí presentes se liaron a andanadas de disparos que refulgían y zumbaban como posesos en la oscuridad. Yo me largué de allí deslizándome por el suelo para evitar ser herido, pero pese a mis precauciones, un proyectil me alcanzó. Ya en la calle, la joven a quien usted acusa de cómplice, no hizo más que cumplir con su deber de ciudadana y socorrerme. Por tanto, ¿me puede usted ahora explicar dónde están Recoleta y la recepcionista? Y acaso, ¿sabe usted que a viva voz sus dos secuaces, presumiendo de que ya me daban por muerto, se fueron de la lengua para confesar públicamente que usted les había ordenado estar allí, en su representación, para hacerse con parte del botín a cambio de favorecerles en su ascenso policial?
Aquellas argumentaciones enmudecieron, a la par que cabrearon, al subinspector. Por encima de todo, él quería evitar ir a juicio y que su nombre se viera en entredicho.
Se levantó, sin dejarme acabar la explicación; miró a Gregorio y este le devolvió la mirada con un gesto afirmativo, confirmando mi duda sobre si estaban compinchados.
—Mira, engendro de pacotilla, no me voy a andar con ostias. Firma la declaración de culpabilidad y, como ya te dije, en pocos años andas libre de nuevo. Le diré al juez que asesinaste a Wilfrido, Celso y los agentes bajo el efecto de estupefacientes e impregnado hasta la médula de alcohol, para que lo tenga en su devota consideración. Si lo haces, ahora mismo también dejaré libre a Justa. Si no lo haces la mataré, así como te aseguro que antes de hacerlo será forzada por el más fanático de los violadores.
Me extendió de nuevo los papeles de mi confesión, señalándome el lugar donde debía estampar mi rúbrica. Gregorio, que de reojo se lo miraba todo, me ofreció un bolígrafo; de esos que tienen diferentes colores de tinta para elegir.
El subinspector, empecinado en cargarme la autoría de todos los hechos delictivos, estaba haciendo todo lo necesario para presionarme a firmar aquella declaración jurada que sería mi sentencia de muerte. Él tenía poco que perder y mucho que ganar si yo pagaba por los platos rotos de todos. La posibilidad de que Justa estuviera en sus manos me aterraba, pero aún así decidí tensar la cuerda.
—No pienso firmar, no me creo que tengas secuestrada a Justa; es un farol de los tuyos. —dije categóricamente y desconfiando de su amenaza. Conociendo a Petronio y su voluble carácter, quizás en un estado de nerviosismo cometiera un error que me ayudara a salir ileso, física y jurídicamente, de aquella sala de interrogatorios.
—No me dejas opción, ¿eh? No me crees, ¿verdad? —preguntó sonriendo, mientras de un bolsillo de su americana extrajo una foto donde se veía a Justa con la ropa hecha jirones, amordazada y atada a una silla. En ese mismo instante, desenfundó de su faltriquera un revólver de reglamento para situarlo sobre mi lóbulo occipital izquierdo. Hizo esto con tanta fuerza, que me vi precipitado a apoyar la frente sobre la mesa.
—Te doy la última oportunidad. Si visas la declaración dejo a Justa libre; y si no, primero te mato a ti y luego a ella. Mi camarada aquí presente alegará que trataste de resistirte de manera violenta y que en el forcejeo se disparó el arma; todo fácil de justificar y nadie dudará al ver tu expediente. — dijo mientras hacía una señal a Gregorio para que se acercara también a intimidarme.
Me encontraba aterrorizado e incapaz de plantarles cara al miserable del subinspector y a un Gregorio que reía a mis espaldas a mandíbula batiente. La imagen de Justa amordazada me ungía de culpa y, aunque sabía que no era garantía de su liberación, accedí a sus deseos; juzgando que en esta ocasión el subinspector no mentía. Debía salvar a Justa por encima de todo, aunque mis huesos fueran a parar una larga temporada a prisión. Asumiría toda la culpabilidad, cincelada falazmente en aquellos folios DIN A4.
— ¡Firma, bastardo! —gritó reiteradamente, mientras yo aún deliberaba en mi mente sobre la mejor forma de proceder.
Afirmé como pude con la cabeza.
Me incorporé. El complacido subinspector me apuntaba mientras yo leía la declaración —siempre es recomendable leer un documento antes de firmarlo—, cuando un nuevo hecho desconcertante sobrevino, provocando un transcendental giro.
Sentí que experimentaba un déjà vu al escuchar que desde fuera golpeaban la puerta, al no poder abrirla desde el exterior, igual que pasara en mi primera visita a estas dependencias. Dejé entonces el bolígrafo instintivamente, abortando mi rúbrica sobre el papel.
El ultraje a los seres divinos de varias religiones lanzado por el subinspector Petronio asustó a la rata que, despavorida, se escondió en un hueco de la pared. Con muy malos humos abrió la puerta para ver quién le estaba importunando e inquiriendo para que saliera al pasillo. Mientras aguardábamos su retorno, el enjuto Gregorio me miraba con frialdad, brindándome una insubstancial sonrisa que se le dibujaba en la comisura de unos labios cuarteados. Pensé en gritar y pedir auxilio, pero me percaté de que por debajo del uniforme brotaba un cañón de pistola que me apuntaba, y decidí quedarme callado. Pero sí que fue Gregorio quién habló, recomendándome sin sutilezas que si entraba alguien y yo daba alerta del secuestro de Justa, no la volvería a ver con vida. Escuchamos los murmullos y maldiciones que nos llegaban del exterior, de un subinspector que no denotaba tacto social alguno. Las voces súbitamente se apagaron, y Petronio regresó con la cabeza baja; acompañado, para mi desconcierto, de una mujer de buen porte. Pero mi confusión no se debía a que la acompañante fuera mujer, no se me vaya a ofender alguna lectora, sino porque no esperaba que nadie más interviniera en aquella pantomima de interrogatorio.
—Debe ser usted pariente de la diosa fortuna —dijo, resoplando y dándome de nuevo unos golpecitos cariñosos en el lugar que aún me dolía por la presión del arma.
—Parece ser que el comisario ha enviado a esta señorita para estar presente en lo que queda de interrogatorio, a pesar de mis insistencias de que esto no fuera necesario, explicándole que justo nos encontrábamos en el momento crucial en el que usted iba a firmar, sin coacción alguna, su declaración de culpabilidad —expuso, mirándola con auténtico resquemor.
En la penumbra me fijé en aquella mujer de dorada cabellera, la cual me era profundamente conocida, pero que fui incapaz de reconocer. Y no, no era Justa.
Ella dejó su bolso y portafolios sobre la mesa, y no se presentó. Simplemente solicitó de forma autoritaria al inspector Petronio que procediera a leer los cargos que se me imputaban. Mientras el subinspector narraba los cargos, Gregorio, de manera premeditada, se situó en el otro lado de la sala en una zona cercana a la puerta; después de que Petronio se lo hiciera entender con la mirada, de manera casi imperceptible.
Aquella vez adornó la lista de delitos un poco más de la cuenta, impulsado por su encandilada imaginación, asignándome el cargo de intento de soborno contra un agente de la autoridad; él mismo.
Una vez expuestas las acusaciones, mi «abogada» me instó con secas palabras a que iniciara mi alegato otra vez; pero en esta ocasión, y a diferencia de las otras veces, había alguien que quizá me creyera.
—Hágalo con total libertad, pero tenga en cuenta que si lanza una acusación sin pruebas, puede incurrir en delito penal —me dijo, remarcando efusivamente esto; pero en su tono denotaba una invitación expresa a que hablara sin miedo, al tiempo que hacía entrar a un nuevo policía uniformado a la sala, intuyendo la violencia que se acumulaba a cada segundo en el cuerpo del subinspector.
Cerré los ojos unos instantes y mentalmente repasé todas las historias de las que había sido partícipe. Tras inspirar y soltar una gran bocanada de aire, empecé sin saber muy bien qué decir.
— Antes de explicarles todas las barbaridades a las que he sido sometido, debo remontarme al inicio de esta historia, que nos lleva al anciano de aspecto libidinoso, conocido como el señor Ramos. Este, para realizar una gran estafa hace ya muchos años, despojó a un joyero de unas estatuillas de jade de gran valor. No entraré en más detalles de cómo se consumó o perpetró el timo, engaño o como buenamente ustedes quieran llamarle, pues el aquí presente subinspector fue el encargado de seguirle la pista tras el hurto.
Tengo entendido, y esto lo digo sin acusar, solo a modo de comentario y haciendo referencia a una carta que he leído y de la cual puedo demostrar su existencia, que el subinspector aquí presente, mandó al Sr. Ramos a cumplir condena a Marruecos. De los hechos acaecidos, deduzco que antes de que la historia acabara con la deportación del viejo de libidinoso aspecto, había habido un acuerdo entre ambos, mediante el cual el Sr. Ramos compraría su libertad con sucio dinero. Sin embargo, la historia acabó con Petronio quedándose el dinero, y enviando al viejo al norte del continente africano. Es decir, Petronio se vendió y le traicionó. No empatizo con el Sr. Ramos y lo injusto de este acto; pues al fin y al cabo el dinero con que pretendía comprar su libertad era robado. Y no creo que sea válido aquello de que quien roba a un ladrón… Supongo que algún expediente quedará en los archivos de aquel caso, si no ha sido destruido ya.—
Lamenté no haber pedido la carta a Justísima para presentarla como prueba. Empecé diciendo aquello sin tener clara la razón de por qué lo hacía; y recuerdo que en aquel momento me quedé bloqueado. Estaba cansado, presionado, nervioso y muy preocupado por Justa. Era como si en la mano tuviera la pieza de un puzle enorme y no supiera en qué lugar debía encajarla. Me golpeé la frente varias veces, tratando de sacar a flote alguna gran idea. El anciano libidinoso había regresado, pobre como las ratas; pero con la idea de volver a poner en práctica la gran estafa, había pedido dinero a su examante. Esta se lo había denegado, pero ¿y si quizá, como apuntaba Justísima, se lo pidiera a Recoleta a cambio de asociarse con ella? Mis pensamientos iban y venían con miles de ideas y conexiones pero que no acababan de enlazarse. Y entonces, súbitamente lo vi claro, la pieza del puzle encajó destellando en mi mente. Proseguí.
—Los años pasaron y un buen día, el anciano de aspecto libidinoso, movido por la nostalgia y las ganas de salir de la pobreza, decide reencontrarse con su antigua familia en busca de recursos económicos. No hace falta tampoco que les diga para qué negros menesteres requería el dinero.
Madre e hija le dieron la espalda, ambas tenían sus razones. No obstante el Sr. Ramos se llevó un buen contacto a raíz del reencuentro entre padre e hija, que no necesariamente fue un encuentro físico, ya que ella no llegó a verle. Ese contacto fue Wilfrido Mac Blanes, el novio de Recoleta en aquella época; a quien el anciano descubrió mientras observaba a su hija desde las sombras. Y ahora viene una clave importante en la trama: fue el Sr. Ramos quien embaucó a Mac Blanes para que este ingresara en la organización clandestina.
¿Cómo lo sé? Por un recorte de prensa que traía conmigo y que entregué al policía de la entrada. Pueden ustedes ir a corroborarlo. En él se ve una espontánea foto del alcalde de Barcelona charlando dicharacheramente con un sonriente Julio Iglesias padre, en medio de un grupo de amiguetes de gente selecta. Y justo en un lateral, y en primer plano, aparecen claramente retratados Wilfrido y el viejo de aspecto libidinoso.
¿Pueden traerme el recorte por favor? —solicité con máxima amabilidad.
No tuvieron que ir a buscarlo, pues la mujer de dorada cabellera lo extrajo de su portafolios y lo depositó encima de la mesa.
— ¿Ven?, miren la foto, aquí hay un hombre que está entregando lo que se ve que es un trozo, pieza o estatuilla de color negro a Wilfrido y, si se fijan, este hace lo propio con un abultado sobre, tan cebado estaba que se ven los billetes de diez mil pesetas rebosando. Al pie de la foto todos los detalles de los menús y asistentes ilustres, para su información.
Ya les comenté que aquel papel era importante pero, y dadas las prisas del momento, no había identificado a Wilfrido y fue en ese instante cuando vi por primera vez el rostro del anciano de libidinoso aspecto y sus característicos y peculiares ojos claros.
Esto demuestra que Wilfrido y el viejo de libidinoso aspecto se conocían y estaban asociados, que es el primer dato importante de esta historia. Pienso que Mac Blanes podría ser el protegido del Sr. Ramos, pero también se me ocurre que simplemente lo estuviera inscribiendo en la sociedad secreta que estaba en proceso de creación o que ya tenía constituida. Quizá el Sr. Ramos había conseguido financiamiento por otros lares, no lo sé, la verdad, ni creo que me incumba. Repito, lo que es importante es que ambos se conocían.
A mi buen entender, por aquel entonces Wilfrido Mac Blanes, tras asistir a alguna reunión como invitado especial, no le hizo ni el menor caso a Ramos; pues era tan asquerosamente rico que no le iba el dinero que hubiera entregado a cambio de su activo. Pero tiempo después, viéndose acuciado por sus malas inversiones, (esto lo supe por una indiscreción de Recoleta), o bien porque la sociedad secreta empezaba, y valga la contradicción, a ser conocida e importante; le reclamó a Recoleta, meses después de haberse separado, la figurita que le había regalado para tratar de reconciliarse con en ella.
Recoleta le sacó al necio de Wilfrido Mac Blanes la verdadera razón de por qué la necesitaba. Seducida totalmente por la idea de hacerse con un buen montante o simplemente, y conociéndola, por jugar a sentirse importante, le siguió el juego. En ese momento no sé si Wilfrido le explicó que quien estaba detrás de todo esto era su padre biológico. Es esta una pieza del puzle que Mac Blanes se ha llevado a la tumba, y querer esclarecerlo sería como tratar de descifrar quién mató a Mórtimer, el cojo —dije sin pensar.
Todo el mundo en la sala me miró extrañado y, con un gesto de que no debían darle importancia, continué:
— Recoleta, como mujer de extremos que es, se metió considerablemente en su papel, llegando incluso a tatuarse un ojo de Osiris detrás de la oreja.
No solo por la idea de hacerse rica; sino que también le movía un profundo rencor contra Mac Blanes por haberla humillado este la noche en que la conocí. Recoleta quiso quitarse de en medio a Wilfrido Mac Blanes, por dinero y despecho, y se le ocurrió entonces inmiscuirme de manera desafortunada.
Para inculparme, Recoleta me sacó de casa con una supuesta llamada de auxilio, con la intención de enviar a Pepitu Manzanillas a desvalijar mi casa, para que después el subinspector pudiera justificar que yo me marchaba del país, tras asesinar a Wilfrido. No hace falta decir, dándose la casualidad, que yo había solicitado los servicios del mismo cerrajero pocas horas antes, pues me había dejado las llaves olvidadas inintencionadamente en el interior. Si verifican la contabilidad de estos señores, verán que falta una factura, la del servicio de instalación de mi cerradura de máxima seguridad, concretamente la número cuarenta y siete de este mes. ¿Qué sentido tiene gastarme una fortuna en una cerradura de máxima seguridad y reparar la puerta si tenía pensado irme al extranjero; y más aún siendo el mío un piso de alquiler? Por cierto, en los mismos documentos que me fueron confiscados al entrar aquí, encontraran una factura que vincula a Recoleta y al señor Manzanillas, detalle que luego trataremos en profundidad.
La mujer de dorada cabellera también dejó la factura encima de la mesa.
—Tras recibir una suculenta paliza por parte de unos turistas teutones, los cuales no sé de dónde salieron, o quién los envió o si simplemente me tenían manía; y después de superar las vicisitudes que bien saben, llegué a casa de Recoleta.
Después de hablar con ella me quedé dormido detrás del sofá, y al despertar… ¡Zas! El subinspector me acusaba de un homicidio y una tentativa de asesinato.
Pocos días después me escabullí hasta un piso franco que tiene Recoleta y, escondido tras unos setos, escuché de su boca, confesándoselo a Celso, que Wilfrido Mac Blanes había muerto por salmonelosis intencionadamente, y no por una estrangulación realizada por mí ni por nadie, tal como figura en el parte médico inicial. Quisieron tenderme una trampa, un tanto rebuscada y llena de depravaciones, para justificar que yo había intoxicado a Mac Blanes con mayonesa. Pero les salió tan rematadamente mal, que el subinspector, que según Recoleta apareció allí casualmente (cosa que yo no me creo ni aunque me ahorquen), tuvo que arreglar el desaguisado. Por cierto, las actas médicas, tanto la de Wilfrido como la del pseudoartista, fueron falsificadas por el colaborador médico del subinspector; el doctor Prohibido Fijar Carteles. Debería usted hacerle una visita —le insinué a la mujer de dorados cabellos, que parecía estar sonriendo.
Pese a haber manipulado el cadáver con la intención de cambiar el motivo de la muerte, y para no dejar pistas comprometedoras, el subinspector mandó a Celso a quemar el coche forense que transportaba a Mac Blanes, tras fingir un accidente de tránsito. Luego fui sometido a un interrogatorio inhumano, puesto en libertad milagrosamente, y acosado por Secundino y Pascual hasta llegar a la noche del tiroteo. Allí, Recoleta junto a sus secuaces, planeaba dar el gran golpe. Aparecí yo allí por casualidad. Reconozco que amenacé y robé con una pistola de plástico a uno de los asistentes para conseguir entrar al recinto con su disfraz y su estatuilla; y si lo consideran oportuno, cumpliré condena por ello. No me arrepiento de mis actos, mi vida estaba en juego y debía hacerlo. Una vez dentro, y no sé por qué extraña inspiración, fui propuesto para ser el prócer de aquellos remilgados ricachones, pero a Recoleta no le congratuló en absoluto la idea y avanzó todos sus planes de forma precipitada. Junto a los siete arcones llenos de riquezas, fui transportado en volandas y en contra de mi voluntad, repito, hasta la planta superior. Esto podría explicárselo cualquiera de los asistentes. Al llegar arriba, la recepcionista fue asesinada, y no fui yo quien lo hizo. De nuevo se me pegó, amenazó y se me arrancó la dignidad, a la par que sus agentes comentaban que usted los había enviado prometiéndoles un ascenso —esto lo repetí dos veces y con énfasis.
Urgido como una bestia enjaulada, me defendí como pude y usé mi estresado ingenio para provocar un fuego cruzado, haciéndoles entender que Recoleta no pensaba repartir el botín ni siquiera con usted, subinspector. Se fue la luz, salí a gatas, me alcanzó una bala y fui ayudado por el anciano de libidinoso aspecto, que no sé cómo salió de allí, y por Justa, que casualmente pasaba por la calle.
Al nombrarla me acordé de ella secuestrada, pero fui prudente teniendo en cuenta las amenazas de Gregorio. Tenía yo más cosas que contar, como bien saben, pero fue la misma mujer de dorada cabellera quien me mandó callar, como tratando de evitar que dijera algo más y que metiera la pata.
—Está claro, subinspector, que este muchacho es inocente de todo lo que usted le acusa y tampoco ha interferido en ninguna investigación policial, y bien lo sabe usted. Todas las pruebas que usted tiene o presenta son totalmente refutables. Si lo desea, las analizaremos una por una. Ha violado los derechos del joven de manera fulgurante, rebasado los límites éticos, puesto en evidencia a esta comisaría y todo lo que representa. En este caso, a usted solo le ha movido el ánimo de venganza personal, tanto con este pobre muchacho como con antiguos enemigos suyos; y no el deber de impartir justicia, como debería ser. Por todo ello se le ha abierto expediente, quedando usted de manera inmediata suspendido de empleo y sueldo hasta que se esclarezcan los hechos. A partir de este momento, el señor Seaborgio, aquí presente, y por orden del comisario y del juez, queda libre; aunque no podrá salir de nuestras fronteras hasta nueva orden —sentenció la rubia con una autoridad que el subinspector no se atrevió a revocar, a la vez que mostraba los papeles pertinentes.
Petronio, su mirada encendida en fuego y movido por la rabia, no era capaz de expresar su rendición y asumir sus culpas; pero pese a esto, sentí un gran alivio en mi interior. Me faltó poco para llorar de emoción y no pude dejar de abrazar a la rubia con tanta fuerza que casi la asfixio, expresando mi más profunda emoción y liberando, de esta forma, toda la tensión negativa acumulada.
Pero el suspendido Petronio no se dio por vencido.
—Tienen ustedes una gran imaginación, pero por desgracia, no tardaré en volver a inculpar a Seaborgio y usted, señorita, acabará su carrera dedicándose a limpiar los váteres de esta comisaria. Todo lo que ha dicho este personaje son meras especulaciones, fruto de su divagante imaginación. No tiene absolutamente nada, ni una prueba, nada de nada, insisto. Y ni usted, señorita lameculos del comisario, que padece de delirios de grandeza, podrá ayudarle; se lo prometo —dijo a la mujer de dorada cabellera, preso de una cenceña ira y emético descrédito.
—Yo no estaría tan seguro, subinspector —expresó la mujer, que lejos de ponerse nerviosa, y entrarle al juego al subinspector, canalizó muy bien la situación con su timbrada voz. De la carpeta amarilla extrajo, y desparramó por la mesa, decenas de fotografías donde se veía al subinspector con Recoleta, Celso y el doctor Prohibido Fijar Carteles, en diferentes ubicaciones que corroboraban mi explicación.
Asimismo, la mujer de dorados cabellos extrajo de su bolso una pequeña carta doblada que me entregó para que la leyera. Reconocí la letra, y antes de proceder a su lectura en voz alta tuve que hacer un alto, ya que mis tripas se revolvieron por los nervios acumulados y unos penetrantes retortijones me doblegaron hasta casi hacerme desvanecer por completo.
Empecé a leer pausadamente, y poco a poco me di cuenta de que aquello iba a ser un mazazo; para el subinspector, el primero.
«Querido Borja:
Bien sabes que no soy hombre de muchas palabras, por eso intentaré ser escueto. Soy consciente de que te he traicionado de manera vil y horrenda, y no tengo vocablos para pedirte perdón.
Tras el tiroteo quedé muy mal herido y he permanecido en el hospital, donde hoy un médico me ha confirmado que mi vida pende de un hilo. Sintiendo el hálito de la muerte cercano, me doy cuenta de la grave injusticia que sobre ti se ha cernido; y si caigo, no quiero, adonde quiera que vaya, llevarme más culpa de la que ya acarreo y que me corroe las entrañas.
Me dejé engañar por Recoleta, y el subinspector Petronio me usó, como dices tú, entre otros menesteres, para que adulterara los frenos e incendiara deliberadamente el vehículo forense que transportaba el cuerpo sin vida de Wilfrido. Todo esto lo hice para eliminar pistas, como ya sabrás, pero lo dejo por escrito por si puede ayudarte. Creo que también te será de gran favor la cinta de la grabadora que te dejaste aquella noche, y que Recoleta creyó que yo había destruido por orden suya.
Lo siento Borja, ahora me doy cuenta que mi propia avaricia me cegó, y el lascivo cuerpo de Recoleta nubló mi mente.
Firmo esto con mi propia sangre y sin ningún tipo de coacción.
Tu mesonero preferido.
Celso».
—Esta carta fue escrita por Celso en el servicio de urgencias, minutos antes de morir, y con el testimonio de dos enfermeras —matizó la mujer de dorada cabellera.
Mientras mi mente todavía disgregaba mis sentimientos hacia Celso, mi salvadora produjo una nueva prueba. De su bolso extrajo un reproductor con la cinta que yo había grabado, en su interior. Junto a ella, una factura de la compañía de teléfonos que demostraba que el subinspector había llamado a Recoleta aquella tarde —llamada que se efectuó durante el rato que yo había estado allí escuchándolos, si recuerdan— para confirmarle que estaba todo arreglado con el cadáver de Wilfrido. Escuchamos la locución, dibujándose a cada segundo en mí una enorme sonrisa que brindé con todo mi ser a mi adulado subinspector.
La metamorfosis de la cara del subinspector al escuchar el contenido íntegro, tanto de la cara A como de la B (en esta segunda revivimos la confesión que se le escapó al Doctor Prohibido Fijar Carteles), fue sublime; y me congratuló ver cómo su entereza se desmoronaba, quedándose agazapado y arrugado sobre su silla. Quise ceñir entre mis brazos de nuevo a la mujer de dorada cabellera, pues aquellas pruebas demostraban sin subterfugios mi inocencia, y derribaban todas las mentiras divulgadas a los cuatro vientos por el subinspector hacia mi persona.
Pero a una bestia feroz enjaulada y herida hay que rematarla; si no corres el riesgo de que lance su último zarpazo y pueda valerte la vida. Y eso precisamente fue lo que hizo el subinspector Petronio: revolverse apoteósicamente, y por última vez, como agente de la ley.
Desenfundó la pistola, apuntándola directamente a la mujer de dorada cabellera que, a pesar de verse amenazada, se mantuvo en pie con estoica firmeza. Gregorio noqueó de un solo golpe al otro policía que había entrado con ella, y a mí me placó por detrás, inmovilizándome. Me quejé de la dureza, y como permuta recibí un fortísimo golpe en la espalda que me doblegó hasta hacer que cayera al suelo. Tosí con fuerzas y vomité.
Petronio tomó el control de la situación.
—Ahora vamos a estar todos muy calladitos, ¿estamos? —se precipitó a decir Petronio, sin dejar de apuntar a la pobre chica. La amordazó y ató de manos y pies en la que había sido su silla.
Viéndola allí sentada supe entonces quién era. Era la pelirroja, ahora teñida de rubia, que había estado en la recepción de la reunión clandestina; es decir, a la primera que dispararon y que erróneamente yo había dado por muerta.
El estresado Petronio se giró y extrajo el casete de la grabadora. Lo pisoteó y destrozó su cinta, dejándolo inservible; además, recogió todas las otras pruebas y las introdujo en un sobre para ordenar a Gregorio que las ocultara para su posterior incineración.
Se acercó a mí, me agarró por el pelo para levantarme y, mirándome con firmeza a los ojos, inició un autocrático y defensivo discurso. Aunque autoritario, no parecía tenerlo todo bajo control; y el estrés hacía mella en su conducta, provocando que sudara en abundancia y que titubeara al hablar.
—Os voy a explicar lo que aquí ha pasado.
Nuestro amigo Seaborgio, tras robarle el arma a Gregorio con una maniobra de distracción, nos ha amenazado a punta de pistola y ha arruinado la cinta que yo pretendía presentar como gran prueba en tu contra. Nuestra querida agente de Asuntos Internos, viendo tu demencia, ha tratado de detenerte, obviamente sin éxito; y ha acabado la pobre con un tiro en la cabeza junto al agente que la custodiaba. Instantes después, Gregorio, que corroborará todo lo anterior, ha recibido un disparo en acto de servicio, tratando de protegernos de Seaborgio. Luego yo he abatido al acusado —refiriéndose a mí—, estimando que mi vida corría serios riesgos. No te preocupes, Gregorio. Tu herida será solo una magulladura en el hombro. Te lo prometo.
Gregorio asintió con seguridad.
Dicho esto, Petronio ensambló en la pistola un silenciador y la rozadura en el hombro se convirtió en un agujero en el cráneo del pobre Gregorio, que cayó agonizante al suelo. Pero viendo la cara de póquer del subinspector y su expresión contigua al disparo, “¡me cago en la ostia!”, quiero pensar que erró el tiro inintencionadamente. La mujer de dorada cabellera teñida gritaba desesperada pidiendo auxilio, aunque estos gritos eran acallados por la mordaza que llevaba incrustada en la boca.
Hice lo propio y corrí gritando hacía la puerta, pero un proyectil me rozó el pabellón auditivo izquierdo y un reguero de sangre se precipitó en la solapa de la chaqueta que Justa me había prestado. Me detuve en seco, exasperado ya por tanta violencia, miré al subinspector unas décimas de segundo y, sintiendo un ardor incontrolado que me recorría de pies cabeza, reaccioné a la brava.
En un acto más temerario que heroico, le lancé la mesa de plástico, que habían repuesto, contra su cuerpo para tratar de causarle el mayor daño posible y descentrarlo, y así poder golpear la puerta y pedir auxilio. Pero aunque el topetazo fue certero, el subinspector se sobrepuso con celeridad y me disparó de nuevo. Falló por segunda vez y no por su mala puntería, sino porque la mujer teñida se había lanzado contra él, propinándole un diestro cabezazo en los genitales. Enfurecido, él devolvió el ataque asestándole un golpe en la cabeza con la culata de la pistola; ella cayó desmayada al suelo, ahogada en un grito de dolor.
Con movimientos ralentizados debido a que su cuerpo estaba encogido de dolor, me encañonó de nuevo y alcanzó a dispararme otra vez; falló porque yo, viendo sus intenciones, hice a tiempo de lanzarle la grabadora a la cara. Le impactó en toda la nariz, creo que rompiéndola. Su fallido balazo atravesó la puerta y escuché voces de alerta en el exterior.
Mientras el subinspector trataba de recuperase del doloroso porrazo, extraje del inerte cuerpo de Gregorio su arma y, tras conseguirla, salté sobre mi aborrecido subinspector y le di una patada a su pistola para enviarla a la otra punta. Esta vez fui yo quien le encañoné.
— ¡Dime dónde está Justa! —le grité, profesándole un profundo odio.
— ¡No te lo diré nunca! Tu amiga se va a pudrir en un sucio almacén si me matas. Aunque dudo que tengas valor para hacerlo —dijo a la defensiva y con su consabido orgullo.
Mi ego, ese imponente guardián de mi conciencia, diestro manipulador del desencanto, letal e impávido destructor de la autoestima, centinela incansable de mis creencias que alberga la paz como su enemigo y el conflicto como el más valedor de sus aliados; me detuvo justo cuanto estaba a punto de disparar. Él tenía razón: si lo mataba, Justa moriría y yo, con total franqueza, no era capaz de sesgar una vida, ni siquiera la de aquel sayón.
El inspector, sabiéndolo, se levantó a duras penas mientras que en mi mano bailaba el revólver del difunto Gregorio. Él avanzaba lentamente y yo retrocedía gritando auxilio.
Cuando ya Petronio estaba a punto de arrebatarme el arma; la puerta, que había sido cerrada con llave por Gregorio al entrar el segundo policía, fue reventada. Y dos agentes se precipitaron al interior y se encontraron tres cuerpos en el suelo y a mí, todavía arma en mano, apuntando a un subinspector. Solté el arma ipso facto, rogando que no me dispararan y deseando que la mujer de dorada cabellera siguiera con vida; si no, aquello iba a ser excesivamente difícil de explicar. Los dos policías, en severo cumplimento de la ley —y no les culpo— me aplacaron con ardua fuerza. Tras esposarme, ayudaron al subinspector, que ya andaba ordenando mi detención. Seguidamente inspeccionaron las constantes vitales del agente Gregorio y las de la antes pelirroja mujer que, por fortuna, no había sido abatida y que rápidamente recuperó la conciencia.
— ¡Dejadlo, muchachos! El chico es totalmente inocente. Arrestad al subinspector —les ordenó.
— ¡Ella miente! ¡Lo ha organizado todo! —gritó Petronio, desesperado. Pero los agentes no le hicieron caso, pues Matías, que así se llamaba el policía que acompañaba a la rubia y que había sido abatido por Gregorio, se recuperó para desmentir al subinspector y corroborar la historia de la mujer.
Fue ella misma quien me retiró las esposas y se dirigió a mí diciendo:
—Vamos a que te miren esa oreja en la enfermería. No tiene muy buena pinta —fue su sabia propuesta.
—Sí, creo que es una buena idea y, además, estaría bien que me invitaran ustedes a un café con leche, creo que me he lo ganado. Por cierto, la daba yo a usted por muerta —dije esto último con especial curiosidad.
No contestó y me acompañó hasta la entrada de la enfermería, que distaba a pocos metros de allí.
—Ya habrá tiempo para hablar. Ahora a curarse, luego márchese y descanse. Ya tramitaré yo la documentación oportuna. En breve me pondré en contacto con usted para que venga a firmar unos papeles y recuerde, no salga del país, y si se marcha de Barcelona por cualquier motivo, hágamelo saber. Y antes de que me lo pregunte, su amiga Justa está bien. La liberamos ayer y no puedo ofrecerle más detalles —me explicó, despidiéndose y entregándome una tarjeta sin nombre que solo contenía su teléfono laboral directo.
Me alivió muchísimo saber que Justa se encontraba bien, pero aún quedaba otra incógnita.
— ¿Y Recoleta? ¿Sobrevivió al tiroteo? Si es así y aún anda suelta, no tardará en localizarme —dije con aprensión.
Me miró de forma tranquilizadora y noté un leve y enamoradizo cosquilleo en la base de mi estómago al ver el centenar de pecas que se le agolpaban en la nariz; que arropada por unos preciosos ojos color marrón claro, le daban un aspecto juvenil y delicado.
—Hace dos horas hemos detenido a Recoleta en el aeropuerto internacional de Barcelona; trataba de huir a Belice. Así que esta noche puede usted dormir tranquilo, y no, tampoco le voy a dar más detalles.
Ella se giró y me dedicó una divertida mueca que me hizo feliz.
—Una cosa más. ¿Puede usted llamar e interceder en la liberación de mi perro adoptivo que la guardia urbana tiene embargado? —pregunté.
—Lo tiene usted en la perrera municipal. Vaya a por él, ya está libre de cargos.
—Vaya, está usted en todo —dije mientras me daba la espalda para fundirse lentamente con la oscuridad del pasillo.
—Pero espere, ¿cuál es su nombre, señorita? Al menos dígamelo, no sé cómo llamarla y, por favor, no me trate de usted después de lo que hemos vivido juntos.
—Violeta Morcilla, Asuntos Internos.
Tras discutir con el enfermero sobre qué antiséptico era más apropiado en tales ocasiones y llevarme dos puntos de sutura en la oreja, salí de comisaría con una situación meteorológica horrible en el exterior. Era tal el encapotamiento del cielo y la lluvia que arreciaba, que no supe distinguir si tocaban maitines o era la hora de rezar el ángelus completo. Un vendedor ambulante de origen asiático, viendo mi estupor, me ofreció la venta de un paraguas rosa.
Tras media hora de arduas negociaciones logré cambiar la americana manchada de sangre por el paraguas. Supuse que a Justa no le molestaría, estando yo como estaba, un tanto bajo de defensas, era preferible prescindir de la chaqueta y no empaparse y correr el riesgo de agarrar un tremendo resfriado.
Cubierto con mi ridículo paraguas rosa, el cual zozobraba frenéticamente cada vez que una gruesa gota le impactaba; me dirigí a una cabina telefónica para llamar a Justa. Como no tenía ni una moneda en los bolsillos, manipulé el aparato con un viejo truco que había aprendido en el instituto para que las llamadas me salieran gratis. No contestó tras tres o cuatro intentos.
Como no la localicé, me dejé caer por su apartamento. Allí me atendió un grupete de simpáticos estudiantes universitarios filipinos, que andaban de fiesta, y me indicaron que habían alquilado la finca esa misma mañana y que no tenían reseñas de la anterior inquilina. Llamé entonces a casa de la «abuela» de Justa, donde una atenta señora me informó de que el negocio le había sido traspasado a ella misma hacía unas exiguas horas, a un precio justo de mercado; y que Justísima se había jubilado y que desconocía su paradero. Me brindó una rebaja inaugural de un descuento de un veinte por ciento; agradecí su propuesta. Le mentí y le dije que en cuanto arreglara unos asuntillos personales haría uso y disfrute de la promoción.
Justa se había esfumado.