CAPÍTULO 3

 

ANTIGUAS DEIDADES

 

A base de respiraciones profundas, controlé aquellos recuerdos causantes de una ansiedad tan intensa que subyugaban mi propia voluntad. Era como si al evocar una parte de mi pasado, la mente lo rechazara, produciéndome una tremenda confrontación interna.

Por última vez, y con obstinación desmesurada, espachurré el botón de plástico amarilleado del interfono hasta dejar sin aliento el pitido de comunicación y, por fin, apareció la susodicha.

— ¿Hola? ¿Quién es? —contestó Recoleta con voz molesta.

— ¿Dónde estabas, Recoleta? Soy yo, Borja. ¡Ábreme de una vez!

Se produjo un momento de silencio y luego un profundo suspiro de impaciencia.

— ¡Puntual como siempre! —le escuché decir con sarcasmo mientras me abría la puerta de vidrio que daba acceso al inmueble. Entré. La portería estaba ornamentada con muy buen gusto y en ella predominaban grandes e impolutos espejos color ocre que proporcionaban sensación de amplitud. Al fondo, unos sofás de cuero negro invitaban a relajarse en ellos. Me reí de forma maliciosa al pensar en dar una cabezadita, pero opté por ir directamente al ascensor para evitar las tentaciones. En la puerta de este se podía leer en un papel mal recortado y enganchado con cinta aislante negra, un edicto del portero de la comunidad: «Se comunica a los señores propietarios y arrendatarios que un servidor disfrutará, según convenio propio, de su descanso veraniego hasta el 28 de agosto inclusive. Se recuerda que no habrá recogida de basuras puerta a puerta y que no deben acumularla dentro de sus viviendas como en otras ocasiones. Atentamente: Félix».

La caligrafía era perfecta; la ortografía, excelente; pero los renglones se torcían asintóticamente, obligando al lector a inclinarse para leerlo, con lo que ponía en serio riesgo su estabilidad vertical.

Accedí al elevador, que inició vertiginosamente el ascenso, tras indicarle el número de planta deseado. Mientras duraba el trayecto —y para no aburrirse en la espera—, una dulce y cortés voz femenina informaba por un altavoz el parte meteorológico del día, algo realmente innovador, pensé. El artefacto se detuvo lentamente en la quinta planta solicitada y accedí al descansillo que daba acceso a la vivienda, mucho más lujoso que el de un servidor. Mis pasos eran amortiguados por la moqueta color verde que se extendía hasta la puerta del quinto primera. Antes de divulgar mi presencia, me detuve delante de un espejo de bordes dorados que colgaba en medio del habitáculo —bien alumbrado por una lámpara de diseño modernista— para cerciorarme de que mi aspecto personal era mínimamente decente y, en general, así era. Tiré la bolsa con los churros en la papelera; se había teñido completamente de un sospechoso color marrón por el derretimiento del chocolate que había sucumbido al intenso calor.

La puerta estaba deliberadamente entreabierta, la empujé con delicadeza hasta abrirla totalmente. Sentí una refrescante corriente de aire que fluía a toda prisa desde la ventana del comedor hacia el hueco de la escalera. Anunciándome en voz alta, al no apreciar presencia humana ni espiritual; di unos pasos hacia el interior de la vivienda. No obtuve respuesta alguna.

Retrocedí un tanto para certificar que era la planta y el piso correctos, pues la distribución del salón no encajaba con lo que recordaba de mi ya lejana última visita. Como ya saben, este tipo de despistes pueden ser frecuentes en mi vida. Pero esa vez, todo estaba en orden. Sin atreverme a adentrarme más de lo estrictamente necesario, volví a requerir su presencia elevando mi nivel de decibelios. Guardé unos segundos y entonces escuché su voz amortiguada por el sonido inconfundible de la descarga de la cisterna del inodoro.

— ¡Enseguida salgo! Estoy en el escusado —dijo.

Acto seguido, apareció premeditadamente enfundada de manera escueta en un conjunto negro de delicada ropa interior de alta costura —no podía ser de otra manera—, provocándome un cortocircuito en mi sistema neuronal. Como un sueño para unos o una pesadilla para otros, se aproximó para abrazarme, asegurándose de que todo su cuerpo entrara en contacto con el mío, de la misma forma que ya lo hiciera la primera vez; sin saber transmitir afecto humano. Buscaba excitarme para arrastrarme hacia su juego sexual de falsa seducción y así poder controlarme, prometiéndome de manera engañosa sus encantos. En parte lo logró, ya que a pesar de mis esfuerzos, no pude frenar mis deseos más carnales al apreciar el roce con sus pechos y el contacto de nuestros cuerpos. Lentamente, al tiempo que se separaba hasta alcanzar una bata que colgaba de una de las sillas del comedor, me dedicó una sonrisa que nada bueno pretendía, dándome a entender que aquel sexual abrazo no iba a ser ni mucho menos altruista.

Mientras se cubría, me quedé anonadado observándola. Supe que había caído en su red. Seguía estando hermosísima, luciendo una configuración morfológica envidiable, sin noticias de grasa ni celulitis, machacada en el gimnasio y secundada por desequilibradas dietas. Como siempre, su piel resplandecía blanca y luminosa, pero su pelo, antaño negro como el azabache, había sido teñido —aunque manteniendo el mismo corte que tanto le favorecía—de un rubio eléctrico que le confería un semblante angelical, pero algo siniestro. Se había hecho un coqueto tatuaje justo detrás de la oreja, que representaba el ojo de Horus, antiguo símbolo egipcio.

Iba a halagar cortésmente su perpetua belleza y la delicadeza de su tatuaje; pero lo impidió mirándome con menosprecio a los ojos, percibiendo en ellos mi intención; y consiguió acallarme con una combinación de inquisidoras preguntas que pretendían empequeñecer mi autoestima. El juego había comenzado.

—Borja, cariño. ¡Estás que das pena! ¿De dónde has sacado esa asquerosa ropa que llevas? ¿La has comprado en el mercadillo? No te habrá visto ningún vecino entrar así, ¿verdad? ¿Dónde te has metido para retrasarte de esta manera? Seguro que te ha entretenido alguna de esas mujeres con las que pretendes olvidarme. ¿Sales con alguna de ellas? Aunque… viéndote, imagino que no.

Me dejó con la palabra en la boca y, dándome la espalda, se largó hacia su habitación para vestirse. Me tenía en su terreno, bajo de moral psicológica y algo tenso, sexualmente hablando. No me juzguen mal, pero a pesar de su insufrible carácter, era físicamente muy atractiva.

Tardó unos diez minutos largos en regresar, vestida de manera muy informal para lo que era ella, con unos apretados tejanos de color azul y un escotado polo color rosa que dejaba ver una generosa cantidad de sus firmes pechos. Nos sentamos en el sofá —que más adelante describiré—que había junto a la ventana y, sin ofrecerme ni un triste vaso de agua, continuó con su interrogatorio.

—Explícame, ¿por qué has llegado tan tarde y por qué no me has traído nada para comer, como te pedí?

Después de aclararle con pelos y señales los motivos de mi retraso —y que ella escuchó extrañamente con atención—, le pregunté sin darle tiempo a que me interrumpiera:

—Dime, ¿qué te ocurre? Te he llamado varias veces y no me has contestado. ¿Qué es eso tan terrible que querías contarme? —intentaba mostrarme tranquilo y algo desinteresado, aunque es menester reconocer que la intriga me invadía.

No contestó. Siendo este un rasgo muy característico de su misántropa personalidad, el de no dar casi nunca aclaraciones de sus actos, en especial los maléficos. Se levantó, mostrando signos de ofensa, y se fue al baño, donde permaneció encerrada largo rato.

Mientras allí estaba, presté atención detenidamente a la nueva decoración del salón, en la que destacaban carísimas figuras de jade que representaban antiguos dioses de obsoletas religiones politeístas. Reconocí a Chac Mool, dios del agua, y a Osiris, dios de la resurrección; entre otros varios que, debido a mi incultura en cuanto a las religiones multidisciplinares, no reconocí. Estas figuras habían reemplazado a los cuadros de arte abstracto que el pseudoartista —al que ya les presenté—le regalaba continuamente. Supuse que coleccionar figuras de este tipo era una de sus nuevas excentricidades. El resto de la estancia estaba decorada con muebles de alta gama, podría decirse que de estilo colonial y, como novedad, Recoleta había fusionado la cocina con el salón mediante una práctica barra americana.

Salí al espacioso balcón, que comunicaba directamente con el comedor, para despejarme. Desde allí se podía ver la gran piscina comunitaria que a aquellas horas —y pese a ser pleno verano—permanecía prácticamente vacía, ya que el aire soplaba con intensidad, llegando a rizar el agua de la superficie. Estando allí se animó mi apetito y fui en busca de algo que llevarme a la boca. La cocina tenía un aspecto apocalíptico. En el fregadero se acumulaban por todos lados grasientos platos, fuentes, cazos y todo tipo de instrumentos culinarios que no había visto en mi vida. En los fogones estaban esparcidos restos de cocción de lo que parecía ser una tortilla de berenjenas y pimiento. Los pringosos churretones de grasa que en todos los muebles había, eran una trampa mortal para pequeños insectos. Y un goteo cadencioso de aceite, se vertía desde el aparato extractor de gases hasta una sartén que contenía la raspa de un pescado. Encima del veteado mármol se encontraban, servidos en un plato, los restos de un ágape para dos personas de lo que probablemente había sido la cena o la comida del día anterior: pollo con mayonesa casera y patatas fritas en aceite de girasol. Se cruzó por mi cabeza, momentáneamente, la ridícula idea de usar un trozo de reseco pan de molde que había a un costado y rebañar los restos, pero mi sentido común me alertó presuroso para prevenirme de ser víctima de una salmonelosis aguda.

No obstante, entre aquella inmunda desolación —y para mi satisfacción—me topé con una botella de vino tinto prácticamente entera, era de una excelente añada de Merlot, según aparecía escrito en su etiqueta. Emocionado, le largué un profundo lingotazo, pero su sabor áspero y avinagrado me zarandeó de arriba abajo, como si acabara de recibir una descarga eléctrica brutal. Molesto, vertí el resto por el drenaje del fregadero para evitar perjuicios mayores, puesto que ya no servía ni para aderezar algún desaliñado potaje. Era una descomunal crueldad que se hubiera dejado avinagrar aquel caldo tan cuidadosamente elaborado por artesanos viticultores. Calculé aproximadamente que en el mercado de abastos esa botella podría rondar las ochenta mil pesetas. Rebusqué entre las alacenas y nada útil para comer encontré; así que volví al salón con el mal gusto de boca, para sentarme en el sofá y mirar cómo la cortina de lino jugueteaba traviesa con el viento. Hipnotizado por los movimientos ondulatorios, volví a caer preso de mis propios recuerdos, al punto donde había quedado a comer con Recoleta.

Aquel día, el restaurante donde nos habíamos citado estaba cerrado; lo agradeció mi economía. A regañadientes, convencí a Recoleta para ir a comer al cercano bar de Celso. No recuerdo qué comimos, ni siquiera lo que bebimos; pero sí recuerdo el egocentrismo despótico en el que derivó la conversación, centrándose en su grandilocuente carrera como modelo de lencería femenina. Pese a sus reticencias, el bar le agradó e incluso Celso le cayó en gracia. Tras aquella primera cita, iniciamos una historia de amor y, a mi parecer, fuimos durante un tiempo —no mucho—una pareja feliz; soportando, por mi parte, las excentricidades de ella y el aluvión de pretendientes que la merodeaban. Entre ellas resaltaba la necesidad de estar consumiendo dinero constantemente en técnicas y artilugios feng-shui para armonizar su casa, en la cual Recoleta vivía sola desde que su padre desapareciera.

Fuera de esto, nuestra relación empezó con las dudas e ilusiones de cualquier otra pareja; me sentía feliz y todo iba viento en popa. Ella empezaba a destacar y ser conocida en el mundo de la moda, los contratos publicitarios le llovían y yo vivía en una realidad que no me pertenecía. Por ella abandoné mis recién comenzados estudios de Filología. También me fundí —sin perturbarme—gran parte del poco dinero en efectivo que logré salvar del expolio de mi hermana Cecilia; y me endeudé hasta las cejas, haciendo uso de las tarjetas de crédito que alegremente los bancos me habían concedido.

Pero todo se desmoronó, cual castillo de naipes, el día de nuestro primer aniversario. Ramo de rosas en mano, la sorprendí en su casa desnuda, narcotizada y abrazada a dos modelos masculinos de ropa interior, también desnudos. Verla drogada, en el fondo, no me sorprendió; ya que desde hacía tiempo sospechaba de su adicción. Negó con rotundidad estar bajo los efectos de algún estupefaciente y respecto al tema de los modelos, me aseguró que no había pasado nada, simplemente ensayaban nuevas posturas para posar ante el fotógrafo de moda, un inglés denominado el Chirla. « ¡Innovación, Borja, innovación! ¡Es la clave para triunfar!», explotaba histérica ante mi negativa inicial a creerla. Pero al final logró que lo hiciera, sin disculparse lo más mínimo, tergiversando la verdad hasta hacerme el causante de toda aquella bacanal.

Sin embargo, aquello no fue más que el principio de mi declive personal, ético y financiero. Me hizo partícipe de muchas de sus locuras, por ejemplo, convenciéndome para ir a locales de intercambio de parejas, donde ella tenía relaciones con otros hombres; y yo me dejaba manipular por ella consiguiendo que estuviera quietecito y sin molestarla. No me entiendan mal… No soy un anticuado en lo que a esos locales circunscribe, pero creo que se debía ir de mutuo acuerdo y yo, sinceramente, no deseaba estar allí. Yo la seguía, la quería, convenciéndome de que tarde o temprano pondría fin a su desvarío emocional. Tras una temporada conviviendo con estas circunstancias, la convencí para que visitara a un psicólogo; y durante un tiempo abandonamos ese mundo, logrando también mantener relaciones sexuales en formato más estándar y solo entre nosotros, o eso creía yo. Sin embargo, todo se volvió a torcer al cabo de un tiempo, tras abandonarme un par de meses —en los que creí morir—por un reputado ajedrecista que había conocido en una de sus tantas salidas nocturnas sin mí, en el bar de moda de entonces del Rabal de Barcelona, El Amarillo. Un hombre cuarenta años mayor que ella, de origen ruso, afincado en Pedralbes desde la caída del telón de acero. El ex alto miembro de la KGB —esto lo añado para darle más intríngulis al relato—optó por dejarla sin más, al conocer a una tailandesa de dieciocho años que había encontrado en una escapada con Recoleta, en un centro de estética y rejuvenecimiento suizo. Recoleta, herido su orgullo, regresó para darme otra oportunidad. Y yo se la brindé.

Celso enrojecía de ira cada vez que le contaba estas idas y venidas de nuestra relación.

—Borja, muchacho, ¿pero qué demonios te pasa? ¿No te das cuenta de que te lava el cerebro? —decía, tratando de hacerme entrar en razón.

Sus intenciones eran buenas, pero siempre acabábamos discutiendo. Yo la defendía a ultranza y siempre encontraba extrañas razones para justificar sus actos. A consecuencia de esto, perdí la amistad con Celso durante un tiempo.

La relación continuó con sus rarezas y obsesiones. La búsqueda de su paz interior fue su prioridad entonces, acudía cada día y todo el día a un monasterio budista situado cerca de Sitges, y aparecía por la noche en mi casa para cenar y dormir. Pasaba también largas horas mirando por la mirilla de su apartamento en busca de un hombre misterioso que, según ella, le vendría a iluminar su camino hacia «la sabiduría». Me contaba que su fama era etérea y el cuerpo, un ente pasajero. Obviamente, dejó de trabajar y vivía a costa de los escasos recursos de un servidor.

Después de dos o tres avisos de mi casero, alertándome de un inminente desahucio; y mi incontrolable crisis financiera, en la que ya no le podía pagar sus caprichos; la historia llegó a su fin. A estos hechos hay que sumar, como ya les conté, la aparición del pseudoartista. Fue por todo esto que Recoleta me largó tan alegremente, luego de todas las necedades —por decirlo finamente— que le había aguantado.

«Borja, cariño, es que tu aura ya no emana vitalidad como cuando nos conocimos. He encontrado un nuevo camino y tú no estás en él. Me voy a Ibiza a encontrarme a mí misma» fueron sus últimas palabras en nuestra relación. Se abrió un sisma bajo mis pies y me descoyunté anímicamente, aunque en lo más profundo de mi perturbada alma sentí un gran alivio.

Ahogué mis penas en el bar de Celso, con el cual retomé enseguida la amistad, y este se portó de forma hidalga ofreciéndose para ser mi terapeuta personal. Viendo que pasaba hambre, frío y estrecheces por lo pelado que me había dejado Recoleta; cada día me invitaba a comer guiso de rabo de toro al licor de plátano que le sobraba del menú. Una noche, en medio de una recaída anímica esperando a que ella regresara, Celso me citó en pleno fervor alcohólico a Friedrich Nietzsche: «La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre». Aquella frase retumbó en mi sesera y me hizo reaccionar. Desde ese momento, la herida empezó lentamente a cauterizar y retomé mi anterior vida. Una vida que nunca debí haber abandonado.

Recoleta se materializó de nuevo, haciéndome regresar a la realidad. Se había vuelto a cambiar, en un nuevo acto provocativo en busca de mi entera atención; y llevaba puesto un vestido ceñido color caoba de un diseñador italiano de sobras conocido. Esta vez, lejos de excitarme y auspiciado por mis recuerdos, sentí inquina hacia ella, sentimiento que disipó cualquier deseo carnal; para protegerme de lo que iba a venir.

—Recoleta, ¿tienes algo para comer? Ya he buscado en la cocina y es mejor no entrar —quise saber.

—Mira en ese armario, a lado de la televisión. Creo que la asistenta dejó algo antes de que la echara— contestara.

— ¿Por qué la echaste? —pregunté, imaginando que aquello explicaba el desorden y la suciedad de la cocina.

—Borja, querido, aquí soy yo quien hace las preguntas —dijo agriamente.

Suspiré profundamente de nuevo, para liberar la tensión.

Nos sentamos en la mesa al amparo de unos gin-tonic sin hielo, patatas fritas, aceitunas rellenas de escalibada y unos mejillones en escabeche, que había encontrado en el mueble. Antes de comer nada verifiqué, en maniática actitud, que los alimentos estuvieran dentro de la fecha de caducidad. Todo estaba correcto, pero por muy poco. Aún así, Recoleta me insistió para que pidiera algo de comer y beber —recriminándome por no haber llevado nada—a una pizzería que, según ella, estaba muy de moda entre la gente del barrio. Acepté gratamente la sugerencia y realicé un pedido de tres pizzas familiares: hawaiana, margarita y, cómo no, una de pepperoni, asimismo solicité una botella de vino de la casa. En aquella época tenía suerte y, gracias a mi metabolismo lipídico acelerado, no engordaba. Ahora, por desventura, mis rutas metabólicas para la combustión de grasa no son tan eficientes y tengo cierta predisposición a acumularla en la zona ventral.

Recoleta se recogió el pelo en una coleta, dejando ver justo detrás de la oreja izquierda su delicado tatuaje. Fingiendo nerviosismo, inició su teatral puesta en escena, tendiéndome sus manos bocarriba para que se las agarrara. Las sentí gélidas; creí que me acababa de tocar el príncipe del averno encarnado en el cuerpo de aquella mujer. Luego me descolocó con su extraña y fuera de lugar cuestión, que formuló sin mirarme a los ojos.

—Borja, ¿sabes la verdadera historia de por qué el subinspector Petronio fue a tu casa aquella noche y la razón de que luego se retirara la denuncia? —dijo súbitamente.

— ¿La noche que apareciste herida en mi casa? —respondí nervioso, al tiempo que derramé la mitad de mi gin-tonic sobre los pantalones, haciéndome sentir absolutamente ridículo.

—Sí, esa misma noche, Borja; la misma que tú me abordaste a la salida del cine.

Me sumergí de nuevo unos instantes en mis propios pensamientos antes de darle contestación. Alguna vez había intentado sacarle una explicación fehaciente sobre las hostilidades del subinspector contra mí aquella noche, la posterior retirada de la denuncia y del paradero de su exnovio, Wilfrido Mac Blanes. Pero cada vez que sacaba el tema a relucir, ella lo rehuía, haciéndose la ofendida; y luego renunciaba a dirigirme la palabra durante días, incluso semanas, hasta que le regalaba algún objeto de valor —no cualquiera—de su conveniencia. Hastiado de soportar aquellas rabietas, opté por olvidar el tema.

—Imagino que Wilfrido te habría seguido aquella noche hasta mi casa, luego me denunció injustamente ante la policía, y sospecho que luego se arrepentiría. No me lo quisiste contar en su momento y tampoco deseo saberlo ahora, Recoleta —me aventuré a decir.

Ella se contrajo momentáneamente, fingiendo un sollozo, y dejó caer una falsa lágrima que no alcanzó a amilanarme.

—Borja, necesito explicártelo. ¿Es que no ves que me siento muy desdichada?

En otro momento de nuestra relación, e incluso minutos antes, ese simple gesto hubiera bastado para convencerme y ceder a sus caprichos, pero en aquellos instantes necesitaba algún argumento más profundo para reabrir viejas heridas.

—Recoleta, ¿realmente, por qué me vienes con esas monsergas ahora? ¡No tengo ganas de oírte! Bastantes males me has causado ya, ¿no crees? Sinceramente, he pasado página de nuestra relación y si me has llamado desconsolada solo para esto, creo que deberías solventar tus traumas de la infancia y la relación que tuviste con tus padres. Llama a algún psiquiatra especialista en mentes trastocadas— contesté con la tranquilidad y argumentación propia de un terapeuta profesional.

— ¿La relación con mis padres? ¿Qué dices, Borja? Estás loco.

—Déjalo, Recoleta. Eso es otra historia… —alegué, levantándome para dar por concluida la conversación. Sabía que si me quedaba, nada bueno saldría de aquello. Y así fue.

Viendo ella que el recurso de intentar generarme lástima le había fallado estrepitosamente, cambió de registro. Entonces su rostro se tornó profundamente oscuro, como una noche sin luna, para detenerme esta vez con una preocupante afirmación:

—Querido, tu insignificante existencia pende de un hilo.

Me detuve y la miré de manera categórica.

— ¿Seguro que no deseas saberlo? —añadió maliciosamente, tratando de decantar la balanza a su favor.

Era la Recoleta bipolar en estado puro, comenzaba a dudar de que sus lamentos y sollozos para atraerme hasta allí al teléfono no fueran más que puro arte dramático para involucrarme en sucios asuntos. Sabía que debía marcharme y que era un error seguirle el juego, pero de nuevo sucumbí a mi curiosidad y claudiqué ante su chantaje.

—Adelante, Recoleta, cuéntamelo. Te escucharé, pero no te prometo que aguante hasta el final —dije suspirando.

—Aguantarás, querido, ya verás que sí… —dicho esto se bebió un largo trago de gin-tonic y agregó, además, con gesto victorioso—: Está bien, si eso es lo que deseas, te lo contaré.

Finiquité también mi gin-tonic y me ajusté —metafóricamente hablando—el traje de luces, capote en mano, y mirando de reojo donde estaba el burladero más cercano, esperé la embestida de aquel toro bravo; en este caso, claro está, vaquilla brava.

Empezó su explicación.

—Tras tu patético intento de seducirme, y tras convencer a Wilfrido Mac Blanes de que no eras más que un pelele del tres al cuarto, cosa que no me costó mucho; nos dirigimos a una especie de fiesta privada a la que estábamos invitados, por cierto bastante cerca de donde tú vives, en una de esas calles estrechas y malolientes por las que tanto te gusta pasear.

Llegados a la zona, Wilfrido Mac Blanes se detuvo en una puerta de madera carcomida y la golpeó con el picaporte metálico. Instantes después contestó una mujer que nos solicitó que completáramos un estúpido santo y seña que ella había iniciado, algo así como: «Las morcillas burgalesas están de rechupete para desayunar». «Rechace imitaciones» fue la aún más absurda contestación de Wilfrido Mac Blanes. La puerta cedió sin dejar rastro alguno de la voz que nos había requerido la contraseña. Accedimos a una estancia decorada al más puro estilo medieval, adornada en la zona alta con cabezas de jabalíes, dos enormes armaduras y una puerta al fondo que estaba cerrada. En una mesa de madera había unas máscaras de estilo veneciano, de esas que cubren completamente el rostro. Me coloqué una de ellas, por indicación de Wilfrido Mac Blanes.

Mientras esperábamos para acceder a la siguiente estancia, Wilfrido Mac Blanes me solicitó un trozo de papel para guardar, más adelante, el chicle de hierba buena que estaba mascando; él era así de cutre. Imagínate, Borja, la cara que se le quedó cuando, involuntariamente, le entregué tu papel con la anotación de tu teléfono, nombre y dirección. No pude ni siquiera contenerlo para darle explicaciones, su rostro se tornó carmesí y en sus ojos leí una violencia que me provocó espasmos vaginales y pérdida momentánea del sentido. Me asió con fuerza del brazo para sacarme a rastras a la calle, donde me propinó sin pudor dos o tres bofetadas que me enviaron al suelo. Yo en el sucio suelo, Borja, ¿te lo puedes imaginar?

Recoleta estalló en llanto delante de mí y no supe discernir con claridad si eran lágrimas de verdad o fruto de su innata pericia para el engaño. Le alargué una servilleta y le insté a que continuara.

— ¿Quién es? ¿El de la salida del cine? ¡Dímelo, bastarda, o te dejo seca como esa mierda que hay al lado de tu cara! —me gritó. Temblé de miedo y reaparecieron las crepitaciones vaginales cuando en sus manos vi lo que parecía ser la silueta de una pistola, modelo Lugger alemana, apuntándome directamente a mi bello rostro. Y cuando creí que me mataba, pareció medir las consecuencias de sus actos y se detuvo. Wilfrido Mac Blanes, siendo un pedante con aires de grandeza y profundamente orgulloso; leyó la dirección que habías puesto en el papel y, pistola en mano, se dirigió a buscarte. Créetelo, Borja, él no hubiera dudado ni un momento en asesinarte, pero por fortuna pude detenerlo. Le recordé que era un respetado miembro de la sociedad y que si quería seguir escalando en ella no le convenía verse implicado en un asesinato, por muy pasional que fuera. Y que su amigo, el subinspector Petronio, le debía un favor. Por tanto, que sería mejor que se ocupara él de ti personalmente. Desconfiado, dudó; pero al final, un poco más tranquilo, entendió que yo tenía razón, como siempre. Cuando yo pensaba que me iba a ayudar a caminar, me escupió y me arrojó tu papel, al grito de «que te follen», y desapareció entre las sombras. Anduve hasta tu casa, malherida y con el vestido roto, para salvaguardarte de la insensatez y agresividad del subinspector Petronio. De verdad quería hacerlo, pero estaba tan cansada y tú tan deseoso por poseerme, que me dejé llevar. Deseé, mientras me dormía, que Wilfrido Mac Blanes hubiera olvidado la cuestión camino a su casa; pero no lo hizo y, como sabes, hostigó al subinspector contra ti.

Detuvo su relato para secarse las lágrimas. Si aquella historia era cierta, y era posible que así fuera, aunque cabía también la posibilidad que solo fuera una secuencia de sucias patrañas; estaría en deuda con Recoleta. Peligroso sería esto, si se confirmaba.

—Continúa, Recoleta. Creo que te has ganado mi atención.

—Wilfrido Mac Blanes, aconsejado por el subinspector, interpuso una denuncia por acoso sexual de tu persona hacia la mía; e inició una investigación sin la autorización del juez, con la intención de obtener pruebas, imputarte o pillarte in fraganti. Ese era su objetivo. Imagínate si me hubiera encontrado el subinspector en tu casa, desnuda, medio drogada y con signos de violencia. Ni siquiera mi negación de los abusos te hubiera librado. De todas maneras, y aunque no me encontró, se hubiera inventado falsamente las pruebas pertinentes, con tal de encerrarte durante muchos años. Por suerte, te ayudó la señora Eulalia.

—Pero Recoleta, ¿cómo sabes que me ayudó? Tú estabas supuestamente dormida.

—Borja, ¿crees que no me despertó el escándalo? Lo hizo; y fue entonces cuando decidí, por tu propio bien, volver a protegerte. Primero, y justo antes de la divina intervención de la señora Eulalia, yo ya había saltado al balcón del vecino. Y segundo y más importante, cuando te llevaron, llamé a Wilfrido para que retirara la denuncia.

— ¿Cómo lo hiciste? —pregunté, aunque podía intuir el origen de su respuesta.

—Pues amenazándole con denunciarle por agresión, abusos sexuales y de revelar los negocios sucios que tenía con dos regidores de Urbanismo, en la recalificación de unos terrenos para la construcción de viviendas de lujo. Y prometiéndole una noche de sexo sin las restricciones que solía ponerle, y que también acostumbraba a hacer contigo, aunque ahora esto no viene esto al caso, ¿verdad? —

Le reí la gracia y así concluyó su relato; nos quedamos callados durante un largo rato. Nuestros pensamientos eran únicamente perturbados por el aullido del viento del exterior y el monótono sonido del movimiento del segundero del reloj de cuarzo de la cocina.

Recoleta se encendió un cigarro rubio y, tras endosarle un par de caladas, me trajo de regreso a la realidad con un gran golpe de efecto.

—Como comprenderás, querido, te salvé la vida y no te atreverás a negarme que estás en absoluta deuda conmigo. Deuda que voy a cobrarme aquí y ahora.

Las intenciones de Recoleta eran peligrosas y debía ir con suma cautela para intentar sacar algo en claro, no dejarme engañar y menos, dejarme coaccionar.

—Relájate, Recoleta, no te emociones… Me parece correcto todo lo que me acabas de explicar y, suponiendo que sea cierto, sobre todo teniendo en cuenta tu capacidad de tergiversar realidades, no creo que te deba nada. Expongo aquí mi opinión: puede que me prestaras esa ayuda en su momento, insisto, aunque no acabo de creerme la historia; pero considero que a lo largo de estos últimos años ya te he pagado de sobra esa deuda que me requieres; aguantándote tus extravagancias, respondiendo de tus facturas y, por no decir, el negativo legado psicológico que me quedó después de nuestra relación. Además, si todo quedó zanjado en su momento, ¿cuál es ahora la razón de que esté mi vida en juego? —agregué, especulando con cautela.

A Recoleta se le dibujó una mueca jocosa en la cara, como si ya esperara esa reacción por mi parte. Se acomodó en la silla, apagó el cigarro que tenía a medio consumir en el vaso del combinado de ginebra y agua tónica, y me dejó atónito.

—Wilfrido Mac Blanes se presentó ayer en casa, después de casi dos años, pidiendo compasión e intentando retomar lo nuestro. Bien, después de escuchar lo que tenía que decirme y prometerme, le quise dar una nueva oportunidad; pero ahora está muerto en mi cama y te ordeno, en pago de la deuda, que te deshagas del cadáver —dijo impasiblemente.

Al escuchar aquello, se me atragantó un mejillón en escabeche que tenía a medio masticar en la boca y tuve que regurgitarlo con fuerza, quedando diseminado en amorfas formas en un amplio radio del salón, incluido parte del vestido de Recoleta.

— ¿Estás loca? ¡Yo no te debo nada! ¿Qué me deshaga de un cadáver? ¿Es que has perdido la cordura?— le grité perplejo, mientras recuperaba el aliento.

— ¡Me lo debes, Borja! Fuiste tú quien me metió en el embrollo al darme el dichoso papelito, y te repito que si no hubiera sido por mi mediación, a estas horas tus huesos estarían pudriéndose en la cárcel o, peor aún, bajo tierra —gritó, golpeando la mesa.

— ¡Ni hablar del peluquín! Búscate a otro desgraciado que te haga el trabajito y no me cuentes nada más, que no quiero ser cómplice de esta demencia. ¡Yo me largo! —la corté tajante, sabiendo que si dejaba escapar el más mínimo atisbo de indecisión, me iba a involucrar. No quería siquiera saber la causa, razón u origen del fallecimiento de Wilfrido Mac Blanes.

—Sabía que me fallarías, Borja. ¡Eres un débil y siempre lo has sido! —gritó, mostrando fingido desencanto.

Cuando ella iba a asediarme con nuevas e infames amenazas, pues obviamente no se iba a dar por vencida; sonó el timbre del interfono, interrumpiéndonos. Contesté secamente.

— ¿Quién es?

—Pizzas Luigi's, a su servicio, para servirle y si es necesario, protegerle —exclamó una voz de pito al otro lado del auricular. Abrí. Con el disgusto, había olvidado completamente el encargo de comida.

A los pocos minutos aparecía el repartidor por la puerta, un barbilampiño adolescente de unos diecisiete años con la cara llena de acné, vestido de punta en blanco al más puro estilo de gondolero veneciano y que portaba en mano unas cajas isotérmicas con las pizzas en el interior. Olían de maravilla y, pese al enfado monumental que me poseía, no quería dejar escapar la ocasión de catarlas.

— ¡Buenos días nos dé Dios, hermano-cliente de Pizzas Luigi's! Aquí tiene sus deliciosas pizzas y bebidas. Espero y deseo que las disfruten tanto como nosotros al prepararlas. Son ocho mil seiscientas pesetas —exclamó con una divertida sonrisa—. Ocho mil seiscientas pesetas, incluidos los impuestos pero no la propina —repitió.

—No me hables de impuestos que me cabreo —le repliqué, recordando a mi amigo el cerrajero.

No estaba yo para mucho pitorreo en aquel momento y discutir sobre el precio de la vianda servida no me parecía oportuno, así que decidí pagarle, pero lo cierto es que —como ustedes ya saben—no tenía un duro. Pedirle dinero a Recoleta hubiera significado un agravio para ella del que, posteriormente, se hubiera querido resarcir.

–Pues no puedo pagarte, chico. Ya te las puedes llevar —le dije con sinceridad.

–Lo siento, caballero. En Pizzas Luigi's no se admiten ni tramitan devoluciones —respondió, plantándose con una seguridad asombrosa.

–Pero te digo que no tengo con qué pagarte, así que lárgate y déjanos en paz —le repliqué con toda la amabilidad que fui capaz de reunir.

—Insisto, señor. Nuestra política comercial está enmarcada en los procedimientos de una norma de calidad de enorme prestigio internacional que seguimos y cumplimos a rajatabla. O paga o llamo a la policía para que se persone en estas dependencias y resuelva el conflicto surgido entre ambas partes —contestó sin mostrar indulgencia.

Recoleta, que había permanecido absorta en la distancia, al escuchar la palabra «policía» se prestó súbitamente para ayudarme.

— ¿Qué pasa? —le dijo al muchacho.

—Señorita Recoleta —parecía que se conocían—. Aquí el tacaño de su novio no tiene la gentileza de sufragar el importe de las pizzas y el vino que figuran en esta factura vinculante a un contrato de arras pactado telefónicamente.

—Borja, dale el dinero de una endemoniada vez y que se largue — me espetó imperativamente.

—No tengo, me lo he gastado todo para llegar hasta aquí —contesté abiertamente molesto.

Recoleta me miró negando con la cabeza, al tiempo que me indicaba con las manos que me apartara unos pasos. Temí por la vida del repartidor, pero Recoleta se despojó sutilmente de su vestido hasta la cintura, dejando al descubierto todos sus encantos superiores. Los ojos del adolescente, salidos de sus órbitas, centelleaban fulgurosos como las impetuosas hogueras de San Juan. He de reconocer que a mí también se me escaparon, en acto reflejo, un par o tres (quizá cuatro) miradas sucias. Su cara era el más puro reflejo de la concupiscencia; y su vacilante mano derecha, movida por un acto reflejo, trató de alcanzar sus prohibidos y turgentes pechos. Pero ella le arreó un manotazo que resonó en el rellano de la escalera, produciendo un sonido hueco. Recoleta dejó que se deleitara viéndolos hasta que concluyó que la factura quedaba saldada. El repartidor nos entregó las pizzas y se fue alegre y silbando Las Cuatro Estaciones de Vivaldi.

Quiero creer que la presencia de las pizzas justo cuando ya me iba fue fruto de la casualidad, aunque tampoco hubiera sido extraño que Recoleta calculara el tiempo exacto para retenerme, sabiendo mi afición por esas masas de harina cocidas al horno con tomate, queso e ingredientes varios.

No quería permanecer más allí, empezaba a temer lo peor; y ya hacía días que había aprendido la lección de que Recoleta hablaba casi siempre en ficción, es decir, que mentía más que hablaba.

—Quédate a comer por lo menos, Borja; por los viejos tiempos, y luego te vas. Te invito. Es lo mínimo que puedo hacer después de que hayas venido desde el centro de Barcelona. Yo ya me las apañaré como pueda —dijo en tono condescendiente.

Acepté sin creerme sus últimas palabras —que pretendían manipularme—seducido por el delicioso olor de las pizzas, pero antes de nada necesitaba lavarme las manos y la cara, para refrescar mis ideas. El lavabo, alicatado con gres de color rosa, estaba lleno de extraños manchurrones; hacía juego con la cocina, encontrándose falto de una profunda higienización. La papelera, que se encontraba al lado del retrete, estaba repleta de papeles, compresas y preservativos usados. En los plásticos de la mampara de la ducha se había instalado una legión permanente de repelentes hongos negros y, mientras hacía pis, me dediqué a buscarles formas, como ya lo hiciera con las nubes del viaje en tren.

Aligerado de peso, y justo al salir, sucumbí a la poderosa tentación de echarle un vistazo a la habitación de Recoleta, que se encontraba justo delante, para comprobar si allí había un exánime cuerpo. Abrí lo justo para meter la cabeza. La pieza estaba iluminada únicamente por los finos rayos solares que se colaban por los espacios de la persiana que se encontraba bajada, pero sin estar cerrada del todo. Allí, Wilfrido Mac Blanes me pareció estar en plena fase de rigidez cadavérica. Yacía boca arriba sobre la cama, pálido como un paté de hígado de cerdo y vestido únicamente con una camisa a rayas y calcetines negros. Me aterré al ver el cuerpo inerte de aquel pobre desgraciado; y recé para que hubiera muerto de un infarto de miocardio, algo mucho más fácil de justificar a las autoridades; aunque algo me decía que no iba a ser así. Ese fallecimiento, o cualquier otro relacionado con causas no criminalísticas, estaba descartado, ya que en ese caso Recoleta hubiera llamado a la funeraria o a la policía, y la autopsia la hubiera librado de cualquier sospecha. Compréndanme que conociéndola como yo la conocía, lo más sensato por mi parte era irme de allí antes de que fuese demasiado tarde, olvidarme de las pizzas e intentar no dejarme embaucar.

Regresé con Recoleta, que me había servido un gran vaso de vino tinto, y pensé: «¿Y si realmente no sabe cómo actuar en caso de defunción natural?» No, imposible. En tal caso no hubiera hecho falta que me contara la historia de Wilfrido Mac Blanes y menos que me reclamara una deuda. Y menos aún se la hubiera cobrado a cambio de que hiciera una llamada a la funeraria. Apuré hasta la última gota del vino. Me dirigí hacia la puerta y, vislumbrando el peligro que se cernía sobre mí como sucios nubarrones, me dispuse a despedirme. Le expresé desde el corazón:

— ¡Chica, a otro perro con este hueso! Ya te las apañarás. Con servidor no cuentes.

— ¿Seguro, Borjita? ¿Es tu última palabra? —dijo, bebiendo un pequeño sorbo de vino y expresando corporalmente una insultante y serena calma.

—Sí la es, Recoleta. ¿Piensas que soy un mediocre delincuente al que puedes citar a tu antojo y decirle, sin más, que se deshaga de un cadáver? No sé por qué designio Wilfrido está más seco que una longaniza en tu habitación, ni me incumbe saberlo. Si se ha muerto de un infarto mientras, bueno, ya sabes… en las páginas amarillas encontrarás varias funerarias que se adaptarán a tu presupuesto. ¿Entendido?

El silencio se hizo.

— ¿Seguro, Borja? ¿Es tu última palabra? —repitió de igual manera que antes, haciéndome saber que era mi última oportunidad antes de desatar su mitológica cólera.

De nuevo, un silencio profundo se promulgó como eclesiástico sermón dominical. Instantes después, fue violentamente roto por una convulsa voz femenina que resonaba en el vestíbulo.

— ¡Ah de la casa! —dijo esta, acompañada por un irritante golpeteo metálico producido por algún artilugio casero. Miré a Recoleta, que me hizo gesto con las manos para que me deshiciera de la incómoda visita.

— ¿Y ahora quién nos molesta? —pregunté de áspero mal humor a través de la puerta.

— ¡La vecina del cuarto! Y guárdese usted esa mala lengua para sus fulanas —me contestó la voz que estaba despojada de toda gentileza y que retumbaba como si de ultratumba se tratara. Y sin dejarme pronunciar más palabra, prosiguió.

— ¡Abra, abra en nombre del Arcipreste de Hita! —me reclamaba, acompañando los gritos con fuertes cachiporrazos a la puerta, que arrancaron, como pude corroborar más tarde, parte del esmalte sintético de la misma.

Abrí de golpe, como me ordenaba aquella voz, y ante mí apareció una mujer de edad avanzada, de pelos electrizados, batín a cuadros y que parecía padecer un trastorno obsesivo compulsivo. En su mano derecha sujetaba, amenazante, una cacerola de aluminio ennegrecido; y en la izquierda, una cuchara sopera que parecía de plata o alpaca, no sabría decirles. Antes de que volviera a producir el insoportable ruido la detuve.

— ¿Qué desea? —dije de forma simpática, tratando de poner freno al odio que se mascaba entre nosotros.

Sin hacer caso a mi tregua verbal, me empezó a increpar al grito de « ¡Pare la máquina infernal vibratoria o arderá usted en lo más profundo del infierno!» Todo esto dicho gesticulando de una manera exacerbada, encogiendo las manos y arqueando los dedos, a la vez que gritaba: « ¡Brrr! ¡Brrr! ¡Brrr! ¡Brrr!»

Me quedé anonadado —supongo que igual que ustedes—ante tal acusación, y si esa frase me dejó abrumado, la siguiente de su nueva inculpación me dejó perplejo:

— ¡Sé que tienes un taller ilegal! Te voy a denunciar a la Santa Inquisición, ¡empresario del mal! — vociferaba a los cuatro vientos.

Desde el fondo del rellano, y escondido tras una planta de plástico que tenía un dedo de polvo, el marido de la señora parecía su eco.

— ¡Os vamos a denunciar! Voy a llevaros ante el tribunal del Santo Oficio. ¡Herejes! —decía esa sandez mientras se santiguaba.

—Recoleta, ¿qué demontres es esto? —pregunté, llevándome las manos a la cara, incapaz de controlar a aquellos dos enajenados. La conversación se acaloró cuando emergió Recoleta, apartándome de un codazo con tal ímpetu que se le deslizó una tira del vestido mostrándonos, esta vez involuntariamente, el pecho izquierdo. Hubo un momento de dudas en ambos bandos mientras Recoleta se colocaba todo en su sitio. Durante estos instantes, el marido olvidó su ferocidad religiosa y pareció emocionarse, con el consecuente enfado de su mujer. Y fue esta quien retomo las hostilidades.

— ¡Herejía, herejía! ¡Cómplice del empresario del mal! ¡Alcahueta de tres al cuarto! ¿Cómo te atreves a insinuarte así a mi santo marido?

No quiero poner aquí, ya que no es lugar, los ludibrios y descalificaciones verbales que surgieron de la boca de mi querida y odiada Recoleta, hacia la vecina del cuarto.

Todo se acabó cuando el vecino de la puerta de enfrente, alias «el intercesor», salió y rebajó la tensión. Amablemente nos explicó que doña Caterina y el señor Prudencio eran dos ancianos reubicados por un programa de inserción en la comunidad, promovido por el Departamento de Bienestar Social. El Ayuntamiento los había trasladado desde el barrio chino, en régimen de propietarios, a un barrio de la zona noble a cambio de que no presentaran una denuncia contra un concejal que tenía acciones de un taller clandestino de costura y posterior distribución, que se hallaba justo encima de ellos. Por el día tejían y por la noche, bueno, ustedes ya se lo pueden imaginar…

Los pobres ancianos aguantaron el ruido durante casi ocho años, cosa que les había trastornado totalmente, haciendo que en su mente todavía retumbaran los sonidos de las máquinas de coser y los vaivenes de los oxidados catres. Sentí pena por ellos. Luego le regalé media pizza hawaiana, y también media de margarita, al gobernador de la comunidad de vecinos que nos había puesto al corriente de la situación, a la vez que nos hizo jurar que aquella información no saldría de aquel rellano. Todos nos fuimos contentos, pero a pesar de la aclaración, todavía me despierto en medio de la noche, sudoroso, recordando aquel sonido:

« ¡Brrr! ¡Brrr! ¡Brrr!»

Cerramos la puerta, y cuando yo ya me marchaba, Recoleta insistió en servirme, pese a mi negativa, otro vaso de vino más para disculparse y contarme la causa de la muerte de Wilfrido. Le dije que no de nuevo. Ella pareció darse por vencida e insistió que no me fuera sin comer la pizza. Insensato de mí, no vi venir que lo que trataba ella era de ganar tiempo; y acepté la invitación.

Nos sentábamos de nuevo cuando sonó por tercera y última vez —lo prometo—el timbre de la puerta. Esta vez se levantó Recoleta y contestó; por su reacción supuse que era alguna visita inesperada. Recoleta propinó un desmedido puntillazo a una figura de madera estilo africano que voló hasta golpearse contra el televisor. Extremadamente molesta, me ordenó que encubriera mi presencia detrás del sofá de raso color crema de seis plazas. Resignado, me escondí como me había indicado, acompañado por el vaso de vino y un trozo de pizza pepperoni.

Instantes después, Recoleta abrió la puerta. Entonces sentí yo nauseas al escuchar la repugnante y amanerada voz del pseudoartista; que como recordarán, era el galán por el que me había abandonado.

—Recoleta, he venido a que me des otra oportunidad —le oí decir, suplicando.

A través del reflejo de una de las ventanas pude observar que el pseudoartista iba equipado con un polo de color rosa, pantalón corto de color caqui, mocasines negros con borlas veteadas en vez de cordones y jersey de color azul marino con rayas blancas, anudado al cuello. Todo esto acompañado de piernas y brazos depilados, bronceado de cabina solar, dentadura substancialmente blanqueada; así como su característico y repeinado pelo amarillo oxigenado. No obstante, pese a su cuidada imagen, no parecía estar pasando la mejor fase de su vida.

—Pseudoartista, estoy ocupada depilándome. ¿Puedes largarte, por favor? Ya te dije que lo nuestro se acabó —le contestó, agriamente, Recoleta.

—Pero mi amor, sabes que yo no sé vivir sin ti. ¡No puedes dejarme, yo te pertenezco! Si vuelves conmigo te regalo este anillo de zafiros y un viaje a Castelldefels —le rogaba, postrándose de rodillas con manifiesta voluntad de proponerle maridaje.

Mientras conversaban de sus vicisitudes, me tumbé boca arriba sobre el suelo, degustando un trozo de la deliciosa pizza y disfrutando, gustoso, del sufrir ajeno. Para distraerme, observé detenidamente un marco de dorados y corroídos bordes colgado en la pared que me quedaba a la vista. Contenía un papiro egipcio con una representación mitológica. Lo recordé vagamente de mi época colegial, era el fragmento central del Juicio de Osiris. Entregué mi atención a la escena que allí se detallaba. El papiro estaba engalanado con personajes y jeroglíficos egipcios que en aquellos entonces se escapaban a mi comprensión. Años más tarde —y ya fuera de este relato—movido por mi innata curiosidad, decidí instruirme en Historia y Antropología, cursando los correspondientes estudios universitarios homologados a distancia, donde aprendí a admirar el papiro entero con toda la secuencia y, finalmente, comprenderlo.

Dejé de prestar atención al papiro, ya que mi cuerpo, todavía dolorido por los últimos hechos, se sintió abrazado dulcemente por los brazos de Morfeo, e irrevocablemente inducido sin contemplación al mundo de los anhelos del subconsciente.

Perdí la percepción temporal. No sabría decirles cuánto rato después fui despertado, imagínense de qué manera, por el subinspector Petronio.