CAPÍTULO 5

 

LA SORPRENDENTE HISTORIA DE RAMONET HIJO

 

Partí cabizbajo, asaltado por la desazón propia de esos momentos; y avanzando cauteloso llegué, siendo cerca de las de las once y treinta y dos, a la plaza de Santa María del mar. Allí me detuve, camuflado entre unas plantas, a unos cincuenta metros de mi portal; el que, como cabía esperar, estaba flanqueado por unos inquietos Secundino y Pascual. Al otro lado de la calle, el bar de Celso estaba extrañamente cerrado y en un aceitoso cartel escrito a mano alcancé a leer: «Cerrado hasta nueva orden por descanso del personal; maquinaria y renovación de stocks perecederos».

Estando aún la zona bastante concurrida, me senté en unas viejas y ennegrecidas escaleras de piedra aledañas a unos laterales de la basílica, sobre la calle Sombrerers. Sin saber qué debía hacer en aquellos momentos, me puse a hacer pucheros, gesto muy maduro por mi parte. Evité quedarme dormido, ya que hubiera sido presa fácil para los ladronzuelos, mequetrefes y prostitutas de baja ralea que no hubieran dudado en dejarme, dicho en idioma más chabacano, en pelota picada.

La afluencia del gentío iba disminuyendo con el paso de los minutos, y temí que Secundino o Pascual iniciaran una batida para capturarme. En aquella zona oscura y sin la protección de la gente, era presa fácil. Así que movido por las tristes circunstancias, y también cuando me sentí incapacitado para mantenerme despierto, me largué a dormir a un alberge juvenil, de no muy buena reputación, cercano a la misma Plaza Real. Llegado allí, y tras regatear más de media hora con un inflexible encargado que respondía al alias de la Machine —según él, otorgado como preciso corolario de la infinidad de amoríos que atesoraba —, me dejó dormir en un camastro en un habitación colectiva. El precio a pagar fue mi estupendo reloj digital, water resistant, con la pantalla destrozada.

Siguiendo las indicaciones de la Machine, subí las escaleras hasta alcanzar la quinta planta, lugar donde empezaba un angosto e intimidante pasillo que debía afrontar si quería llegar hasta la habitación asignada, la cincuenta y ocho. Estando allí, y tras no encontrar la clavija de la luz, avancé con cautela alumbrado solo por la escasa iluminación de las luces de emergencia. Vigilaba cada paso que daba, pues el alfombrado suelo, lejos de ser firme como cabía esperar, crujía con cada una de mis pisadas. Y para más sazón, presentaba una notoria pendiente, dirección mar, que me causó una innegable sensación de desequilibrio.

Entré sigilosamente y a oscuras en la habitación, pues no quería molestar. Con bastante atino y gracias a mi facilidad para orientarme en la oscuridad, y sobre todo sin producirse incidencia alguna; me agencié la primera cama vacía que me salió al paso. Me propuse dormir un buen rato pese al urente aroma a alcanfor que desprendían sus sábanas. Decidí que por la mañana y tras haber desayunado —toda contrariedad se ve diferente con la tripa llena— trataría de encontrar soluciones más apropiadas, si es que las había.

Pero cuando ya lograba conciliar el sueño —pese a los desacompasados y cargantes ronquidos de alguno de mis compañeros de habitación—la puerta se abrió de par en par, para dejar entrar a un joven y embriagado mozalbete, de aspecto británico, que encendió la luz y, a renglón seguido, se desposeyó de los pantalones y ropa interior para mostrarnos, con orgullo y a carcajada limpia, sus partes pudientes. No conformándose con esto, y para rematar la gracia, se puso a miccionar a diestro y siniestro por toda la habitación, al tiempo que lanzaba entusiastas admiraciones al almirante Nelson.

Los allí presentes, rotundamente enfurecidos, le arrojamos todo aquello que se hallaba al alcance de nuestras manos. Un certero golpe con una plancha de pelo en la entrepierna, lo noqueó; dejándolo abatido en el suelo a los pies de mi cama. Pasado este incidente, me quedé frito hasta que un hosco chasquido, que podría transcribirse como «chack, chack», y que paraba y arrancaba interminable en un bucle; me desveló. Agarré una de las linternas que rondaban por el suelo y que habían sido usadas anteriormente como munición, para iluminar la habitación en busca de respuestas. El haz de luz cruzó la negrura, sesgándola sin compasión hasta encontrar, primero, una joven nórdica que yacía luciendo sus encantos al viento; y segundo, un sujeto de inconcreta edad u origen que zarandeaba con ansia su pene. Este permanecía ajeno a la luz, como sumido en un extraño e hipnótico trance. Traté de llamar su atención o despertarlo iluminándole la cara, pero no reaccionó a los estímulos externos. Incluso le arrojé un calcetín sucio, que me devolvió al vuelo. Aquello colmó mi paciencia y, decidido, fui a buscar al encargado para presentarle una queja formal y para que instara a aquel ente a que pusiera fin a aquella práctica que, aunque placentera, no era ni es apropiada ejercerla en lugares donde la gente respetable deseaba dormir.

Expuesta mi queja a la Machine, este agarró un subfusil de fabricación casera que guardaba bajo el mostrador y subió escaleras arriba gritando:

— ¡Aquí, fornicar está permitido incluso en días festivos y fiestas de guardar! ¡Pero cascársela en las habitaciones o en la ducha, va contra las normas de la casa!

Vista la brava reacción, traté de refrenarle, sugiriéndole que no fuera muy severo; pero instantes después sacó al pobre y desnudo mancebo del hostal, pateándolo y encañonándolo como si de un preso de guerra se tratara.

Regresó al stand para presentarme sus más sinceras disculpas.

—Disculpe las molestias. Ya puede regresar a su dormitorio. Y con el fin de compensarle, le doy este vale para que mañana desayune de manera gratuita en nuestro lobby bar y le devuelvo su magnífico reloj. Es lo mínimo que puedo hacer. Me siento muy compungido, de verdad —me dijo la Machine.

Agradeciendo el detalle, lo guardé en mi bolsillo y emprendí el regreso a la habitación en busca de la tranquilidad ansiada.

— ¡Espere un momento! ¡No se vaya todavía! —replicó, deteniendo mi marcha.

—Hace una media hora escasa, un anciano de aspecto extraño le ha dejado esta nota.

Me entregó una tosca servilleta de papel con bordes azulados, de esas que se usan en los restaurantes baratos, doblada en cuatro partes y sellada con un trozo de esparadrapo y cinta aislante. Con cautela, quité el falso lacrado para evitar dañarla. La letra era apresurada, como si se hubiera escrito con rapidez y con tantas faltas de ortografía que a algún entendido en gramática le habría ocasionado una apoplejía.

En ella se leía (omitiré las inexactitudes lingüísticas):

«Recupera la estatuilla de jade que te regaló Recoleta y reúnete conmigo mañana a las doce de la noche en la Plaza del Rey y obtendrás respuestas.

P. D.: No te dejes atrapar, no puedo estar ayudándote siempre.» Fdo.: ADLA.

Me giré para interrogar inútilmente a la Machine, que andaba ya flirteando con unas preciosas suecas que acababan de hacer presencia.

Ávido, trepé corriendo hasta la habitación a recoger mis zapatos y aproveché para afanarle, sin remordimientos, la sudadera con capucha que portaba el joven borracho que se había orinado en la habitación. También me hice con unos cuantos billetes; más tarde descubrí que eran libras esterlinas.

Después y durante un largo e infructuoso rato, traté de localizar al anciano —que supuse era el libidinoso—por los aledaños de la Plaza Reial, el Raval e incluso en el propio barrio de la Ribera para avanzar nuestra cita. No lo encontré y opté por dejarlo estar. Regresé totalmente desvelado a la Plaza Reial y me senté en el borde de la fuente de las Tres Gracias pensando: « ¿Estatuilla de jade?»

La plaza todavía estaba concurrida por jóvenes y también por pedigüeños mendigos que iban y venían azarosos, esquivando las enhiestas palmeras y las gaudinianas farolas que conformaban el paisaje de la zona, en busca de jarana los unos y de limosnas los otros.

Me refresqué la cara con la hiperclorada agua de la fuente. La noche era húmeda, hacía bochorno y el cuerpo me pesaba. Recordé que tiempo atrás Recoleta me había regalado una pequeña estatua de jade, no recuerdo con qué motivo u intención. Ningún presente de ella era de perfil meramente útil, o ni siquiera de mi propio agrado, y siempre esperaba algo a cambio o en agradecimiento. Lo más probable es que me costara meses pagarlo, incluidos los abusivos intereses bancarios. Aquella estatuilla, probablemente obtenida de manera ilícita, estuvo dando vueltas por casa hasta que la guardé —sabiendo que tenía algún valor económico—en un rincón secreto de mi hogar, del que más adelante les haré referencia. Hice esto ya que, como saben, en mi barrio el hurto es un mal común, aunque venido a menos. Pero lo más importante: « ¿Para qué la buscaría el anciano de libidinoso aspecto y cómo sabía de su existencia? ¿O habría alguna relación con Recoleta?» Obtuso misterio me parecía todo aquello.

Durante el tiempo que duró el reflujo de estos pensamientos, bajé en exceso la guardia y cuando salí de ellos, Secundino y Pascual estaban sentados a mi lado, flanqueándome. Me dio un pujante tabardillo cuando Secundino tomó la palabra dirigiéndose a mí en tono amable pero falaz al mismo tiempo.

—Nos vamos a levantar los tres para dirigirnos hasta la comisaría. Allí te espera de nuevo el subinspector con todos los papeles en regla y un abogado de oficio. Si no causas problemas, es más que probable que salgas libre esta misma noche.

Secundino mentía, y lo único que querían era echarme el guante. Una vez más, estuve tentado de salir corriendo, entrar en una iglesia y solicitar el derecho de asilo en sagrado, pero pronto recordé que había sido abolido en 1978. Aunque este estuviera inhabilitado jurídicamente, una cosa tenía clara: debía escaparme.

Con frío asentimiento, me levanté fingiendo colaborar, con idea de zafarme lo antes posible, pero un desarraigado social se nos acercó de manera perniciosa y, precedido de un soez eructo, se dirigió a los dos agentes que me escoltaban:

—Ante todo nos vamos a llevar bien vuestras mercedes y un presente. No quiero ninguna complicación y solo deseo que dejen tranquilo a ese flacucho (se refería a mí), pues lo necesito para un acometido de trascendental jerarquía en el orden de los acontecimientos que me envuelven. Asimismo les hago partícipes de que no deseo tener que abrir en canal sus orondas panzas —dijo con aparente calma y voz rota.

El hombre era de corta estatura y flaquísimo, de facciones duras, pero no desagradables, marcadas por las iniquidades de la vida; y su porte era de hombre valiente venido a menos. En su mano derecha blandía titubeante, supongo que por el efecto del síndrome de abstinencia, un cuchillo más pensado para ir a recolectar robellones que para procurar un rescate u atraco. Los agentes se miraron recochineándose de él y lo empujaron para apartarlo, pero este, rápido como la chispa de un pedernal, se revolvió contra ellos, proyectándoles dos certeros golpes en la base de sus criadillas. Cayeron de rodillas gritando maldiciones con voz chillona y el hombre me indicó que nos largáramos con apuro; y yo, a fuer de sincero, le seguí.

Alejados ya del peligro, y embriagado por el golpe de fortuna, le pregunté:

— ¿Es usted camarada o conocido del libidinoso anciano? —presumí de manera inocente que le había enviado él.

—Para nada, no sé quién es ese libidinoso anciano y ahora, como ya te he dicho, nos vamos a llevar bien. Sígueme y no te pasará nada —dijo sin dejar de amenazarme con la navaja.

—De acuerdo —expresé, confuso.

— ¿Tienes coche? —me preguntó.

—No, uso la red ferroviaria y el transporte metropolitano de Barcelona. Es más, creo que me queda algún viaje de la T-10, ¿le sirve? —le contesté.

— ¡No me sirve! Tendremos que robar un coche. ¿Sabes conducir, verdad?

—Pues no, todavía no me he sacado el carnet de conducir. Está deliberadamente caro —dije, confesándole la verdad.

—En eso tienes razón. Bueno, pues no nos queda otro remedio que escamotear los servicios de un taxi. Tú vas a ser mi rehén y espero que te comportes.

Caracoleamos por varias calles hasta desembocar en Las Ramblas, a la altura del Museo de Cera. Allí detuvo un taxi y nos introdujimos en él. Amenazó al conductor con rajarnos a los dos si no colaborábamos, aunque creo que no lo decía muy en serio. Con indicaciones de Sushi Free, nombre del yonqui que me estaba secuestrando y que así me lo había hecho saber, el taxista tomó la Ronda Litoral hasta la salida de La Verneda. Luego nos tuvo dando vueltas quince minutos hasta hacernos detener en una negra calle del polígono industrial, al lado de una antigua fábrica de corte de perfiles laminados.

Allí se bajó, le quitó las llaves y la documentación del taxi, además de una lustrosa figura de San Cristóbal que en el salpicadero lucía. Luego se perdió entre las sombras, indicándonos que no nos fuéramos y que sobre todo bajáramos los pestillos de seguridad del coche.

Tardó media hora. Regresó contento y le indicó al taxista que volviéramos al punto de partida.

Circulando por la Ronda empezó, para mi desazón, a inyectarse heroína —omitiré detalles escabrosos del proceso— cuando súbitamente se detuvo a mirarme fijamente.

—Disculpa, he sido un mal educado. ¿Quieres un poco? —preguntó en un tono realmente fraternal, como quien ofrece un trago en una noche de borrachera y haciendo ademán de querer pasar la jeringuilla.

—No, gracias, se lo agradezco de todo corazón; pero no me viene de gusto en estos momentos —le contesté, tratando de no ofenderle.

—Bueno, pues tú te lo pierdes. Pero en verdad te digo que a mí no me gusta hacer esto, chico, pero lo cierto es que compro y vendo esta mierda para poder pagar la papilla de mi niño pequeño e ir tirando, y de vez en cuando, si me sobra un poco, pues me doy un piquillo. Lo justo para no causar adicción y darme una alegría.

—No le juzgo, sus razones tendrá para hacerlo; pero hombre, si tiene un crío debería usted, en la medida de lo posible, buscar un trabajo. Si quiere cuando salga de un lío en el que ando metido, quedamos un día y procuramos hacerle un buen curriculum vitae.

Sin tiempo para hablar más, nos apeamos del taxi sin pagar y viendo cómo el asustado taxista salía a toda mecha. El Sushi Free se despidió de mí, asegurándome que había sido uno de los mejores rehenes con los que había contado. Me proporcionó un efusivo abrazo y prometió su eterna amistad.

Se marchó correteando calle arriba, encorvado como una hiena.

Pasados unos minutos de indecisión, sostuve que debía ya entrar en mi casa sin más retraso. Debía tratar de no ser visto, para poder buscar con calma la dichosa estatuilla y llevársela al anciano. A mi juicio, era lo mejor que podía hacer.

Desafortunadamente, Secundino y Pascual habían regresado, uno estaba parado de manera adusta junto a la puerta de mi fachada, fumándose un cigarro; y el otro estaba escondido tras un periódico en la esquina opuesta de la plaza; por fortuna, ninguno me vio llegar.

La entrada principal estaba barrada, así que busqué alternativas. Lo primero que me vino a la cabeza fue colarme a través de una finca colindante y llegar brincando a través los tejados, pero esa idea quedó instantáneamente descartada como consecuencia de mi innegable pavor a las alturas. Tras valorar subjetivamente algunas opciones más —como la de disfrazarme de bucanero o incluso travestirme—, las dejé correr al no ocurrírseme la manera de conseguir dichos disfraces a aquellas horas de la madrugada. Resolví entonces, así sin más, organizar una improvisada juerga.

Vigilando en todo momento que no me siguieran, rodeé la basílica dirección al establecimiento de Adela, que seguro todavía permanecía abierto. Una vez allí me abastecí de diferentes bebidas espirituosas, incluyendo entre ellas aromas de Montserrat y víveres del tipo Pepsi Cola, cacahuetes, longanizas caseras, chorizo de Cantimpalo, ajos, encurtidos varios y escudella pasteurizada. Mi amigo Cintu no se hallaba en esos instantes y fue Adela quien me atendió, volviendo a inspeccionarme con rostro de vilipendio, supongo que por mi vestuario y mi falta de higiene personal. Pese a eso, me fió las doce mil seiscientas pesetas a las que ascendía el balance de la transacción económica.

Cargado, me encaminé al inicio del paseo del Born para reclutar a algún ilota nocturno, o quizá varios, que me ayudaran a ejecutar mi propósito. Sobre las escaleras de la puerta trasera de la basílica, la que da al paseo del Born, hallé una comunidad de ellos, un tanto pintorescos, pero que me venían de perillas. Vestían ropa al estilo punki de principios de los ochenta, sus cabelleras eran multicolores con la distintiva cresta en punta perfectamente acicalada, llevaban pantalones de cuero con infinidad de lustrosos pinchos y botas de punta metálica que inspiraban acatamiento. Adornaban sus caras con anticatólicos piercings y en sus raídas camisetas publicitaban provocadores eslóganes como: «Ningún torero sin cornada», «Aunque esté todo perdido, siempre queda molestar» o «La anarquía no es una utopía. Es el futuro». No faltaban símbolos anárquicos y litronas de cerveza que se contaban por decenas. El grupo estaba compuesto por tres mujeres de unos treinta años y cuatro varones de similar edad, además de un famélico y sarnoso can de formas extravagantes, que respondía al nombre de Sid Vicious, y que se había acercado a olisquearme en una zona ciertamente incómoda. Era de raza indeterminada. Me presenté ante ellos con máxima solemnidad, con intención de atraer su atención.

—Buenas noches, damas y caballeros. Me congratularía si me prestaran atención unos instantes. Deseo proponerles un trato al que difícilmente podrán negarse —al percatarse de mi presencia, aguzaron sus alcoholizados sentidos—. Mi ofrecimiento es el siguiente: necesito personal altamente cualificado, y ustedes parecen serlo, para concurrir a una fiesta benéfica, totalmente gratuita, donde la presencia de alcohol será a raudales; y deliciosos productos regionales con denominación de origen, no tendrán fin. Déjenme que les explique, pues, la razón de esta tan generosa y desinteresada propuesta.

Uno de ellos —no recuerdo cuál—me sermoneó para que me marchara; pero cuando el curioso perro se acercó, de nuevo, para lanzarme un amistoso y aprobatorio ladrido, el joven cambió de idea. Esto pareció ser la clave para que accedieran a escucharme con máxima atención. Tenía el beneplácito de Sid Vicious.

Entonces tomé la decisión de contarles todos los sucesos que me habían llevado hasta ellos.

Durante casi una hora les narré mi historia, que escucharon paradójicamente atentos y deteniéndome a cada momento con expresivos gestos de indignación, ante cada una de mis aventuras o desventuras, según iba explicándolas. Juraron vengarse de los teutones si se cruzaban en su camino y me propusieron darles un fuerte escarmiento a Secundino y Pascual, cosa que rechacé, alegando que ya tenía bastantes dificultades con la policía y que otra injerencia con ellos sería una excusa más para encerrarme.

— ¿Dónde está ahora esa cochambrosa de Recoleta? Si la veo le pego un meco que se le rizan los pelos del chirri de golpe —me dijo, interrumpiéndome simpáticamente, una de las chicas; la que llevaba la cresta amarilla.

—Supuestamente está bajo la protección de Petronio, pero ciertamente ignoro en qué lugar; aunque lo averiguaré— contesté.

Después de mi exposición, el consejo de sabios reunidos en asamblea, e incitados por la posibilidad de papeo y bebidas gratuitas, no dudó ni un minuto en aceptar mi proposición. Confesaron al unísono que la historia les había conmovido sobremanera y que era esta digna merecedora de su ayuda. Me prestaron algo de sus ropas y me pintaron el pelo de color caqui.

Eran las 02:30 a.m. cuando un pintoresco grupo de punkis, comandado por un subproducto de los ochenta, es decir, un servidor, alcanzaba la puerta de mi casa. Allí seguían esperándome, nerviosos, Secundino y Pascual. Me camuflé, parapetado bajo una chupa de cuero provista de una capucha que apestaba a marihuana. Como complemento, llevaba un aparato estéreo de doble pletina apostado en mi hombro y que tronaba feroz una música incandescente, creo que de los Sex Pistols. Mientras entrábamos, Secundino y Pascual miraban estupefactos a la troupe que desfilaba ante sus narices y, por fortuna, no me reconocieron en ella. Supongo que ni se imaginaron que yo pudiera ser el anfitrión de semejante algarabía. Tras instalarnos, a los siete invitados iniciales se sumaron doce más y así exponencialmente, hasta alcanzar un número indeterminado de náufragos de la sociedad que clandestinamente nos juntamos en mi piso. Los agentes, cansados de soportar el peso de las horas, solicitaron el ingreso a la fiesta de manera voluntaria y fuera de la ley. Tras mi previa negativa, uno de los que habían tomado el mando del guateque me instó a no llevarles la contraria en pos de poder seguir manteniendo tan grata velada. Accedí, aunque tuve que permanecer el resto de la noche en mi habitación, oculto bajo la capucha y simulando ser una especie de paria sentenciado por la sociedad civil. Aquel contratiempo retrasó la búsqueda de la estatuilla de jade. Secundino y Pascual no parecían buscarme, y les vi bastante dicharacheros, fumando y bebiendo sin mesura.

Aquella noche fue un desmadre, como pueden figurarse, aunque yo me mantuve sobrio y despierto todo lo que mi hastiado cuerpo pudo aguantar estoicamente. Hasta que caí rendido sobre mi cama cerca de las cinco cero siete de la madrugada y, aunque me habían robado las sábanas; el colchón de muelles de dos metros —nada de viscoelástico— estaba intacto. Pude dormir plácidamente, pese a la maraña de gritos y regüeldos que me llegaban desde el salón.

Debían ser las siete y cuatro minutos de la mañana cuando me desperté, para encontrar, yaciendo a mi lado, dos cuerpos desnudos de mujer que parecían haber mantenido contacto íntimo sin sopesar mi presencia. Y aunque no me considero escrupuloso, le quitaba todo atractivo sensual a aquella escena la abultada presencia de vello en las axilas, piernas, ingles y partes pudibundas que no oso a referir.

Antes de iniciar la búsqueda de la figurita, fui a beber un poco de agua. Para llegar a la cocina tuve que sortear mortecinos cuerpos que se contaban por decenas, botellas vacías, colillas de porros, vasos de plástico y desechos varios esparcidos sin orden alguno. Era un espectáculo grotesco, digno merecedor de ser retratado por algún artista preso de una pasional locura que le hace apreciar arte donde los demás vemos la desidia del azar. Secundino y Pascual dormían en la bañera, plácidamente entrelazados, ajenos a una realidad que les había tocado vivir: vigilarme. Aquella pareja distaba mucho de ser unos respetados agentes del orden y la ley.

Busqué, en primer lugar, en el escondrijo oculto al que antes les hacía referencia: un zócalo suelto pero bien encastrado que daba acceso a un cubículo del tamaño de una caja de zapatos, ubicado en una de las paredes de la cocina que posiblemente había sido el hueco de antiguos fogones a carbón y que yo había encontrado matando cucarachas. Allí guardaba mis pequeños objetos de valor. De su existencia nadie sabía —excepto Recoleta, a quién se lo conté en un achaque de amor—. Para mi preocupación, el escondite había sido profanado. Estaba más vacío que el corazón de Recoleta.

Pensando que quizá estuviera en otro lugar; traté, sin éxito, de encontrarla rebuscando cajones, alacenas, bolsillos de chaquetas e incluso desmontando un par de desagües. Hice todo esto bajo la atenta y curiosa mirada de Sid Vicious, que no paraba de rascarse de manera agitada las garrapatas que le colgaban de sus amorfas orejas. Tras una hora de infructuosa búsqueda, me detuve a deliberar. Era más que lícito pensar que los ladrones hubieran encontrado el hueco, que yo la hubiera dejado allí y que se la hubieran llevado con el resto de mis recuerdos. Pero ¿y si hubiera sido Recoleta? Aunque no tenía mucho sentido, pues si ella sabía que yo la tenía, con una simple llamada requiriéndomela se la hubiera enviado sin hacer demasiadas preguntas.

No me pude duchar; no me apetecía despertar a Secundino y Pascual, así que opté por largarme a desayunar. Era la mejor elección que en esos momentos podría hacer. La calurosa brisa matutina limpiaría mis pensamientos, y la idea de comer me animó. Previamente me hice con algo de capital, afanándoles a los agentes un buen montante. Aunque privado de la ducha, alcancé a lavarme las axilas, cara, pies y manos en el bidé, consiguiendo así reducir mi olor corporal hasta un límite más que aceptable. Por desgracia, y muy a mi pesar, no encontré nada limpio que ponerme, así que me tuve que conformar con lo que tenía, y continuar mis aventuras con mis sobados atuendos.

Salí de mi vivienda acompañado por un agradecido Sid Vicious, al que le había dado para comer unos pistachos rancios. Aunque garrapatoso y sarnoso, era muy pudoroso y pulcro, pues consumó todas sus necesidades en el exterior de mi inmueble. Ambos nos encaminamos rumbo a una cafetería situada cerca de la Basílica de la Mercè, ya que el bar de Celso permanecía todavía cerrado y, además, habían arrancado el cartel informativo de su ausencia. El bicho caminaba alegre, olisqueando a transeúntes que, asustados por su falta de salud y belleza física, le arreaban cada tanto patadas de desprecio. Y yo, seguía bajo la capucha maloliente.

Alcanzamos la cafetería, y pese a ser yo un cliente habitual del establecimiento, Sid Vicious tuvo que permanecer en el exterior a la espera de que afianzara en mi estómago unos canalones rustidos con salsa de bechamel y zumo de arándanos. Le guardé una docena de ellos que poco más tarde engulliría como si le fuera su existencia en ello. Me causó impresión observar los estragos de su falta de cuidado y de su vida callejera. Resolví, en un gesto loable, llevarlo a un veterinario para que le aplicara algún tipo de ungüento para la sarna y le administrara antiparasitarios internos, aparte de darle un repaso general. Lo reconozco, no me gustaba su estado.

Eran las 11:23 a.m. cuando un iracundo veterinario de solitario aspecto, boca torcida, nariz chata, ojos ausentes y cara severa, examinaba al can al tiempo que abría una ficha de paciente e iniciaba un interrogatorio más propio del subinspector Petronio.

— ¿Nombre del propietario?

—Lo ignoro, está en régimen de multipropiedad —contesté.

—Pues debemos asignarle un propietario, si no ya se puede usted largar a tomar viento fresco o pedir turno en Veterinarios Sin Fronteras —argumentó.

—Oiga, ¿no podría ser una visita confidencial y excepcional? Le abono el doble si hace falta —dije, ensañándole un billete de diez mil pesetas.

— ¿Nombre? —insistió.

—Está bien —le dije, accediendo a darle mis datos personales, aún sabiendo que si se los facilitaba, el Ayuntamiento me iba a cargar puntualmente las tasas de tenencia de animales domésticos, placa de identificación del bicho, Impuesto de Retirada de Heces, Impuesto de Desgaste de Suelo Histórico, y certificados de libre venta y de ausencia de Yersinia pestis. Eso durante los primeros años. Más tarde vendría el cobro del Impuesto de Sucesiones y no supeditado al pago de los anteriores, el cobro de la inspección fisiológica periódica de animales y otras alimañas.

— ¿Raza, nombre y origen del perro? —me preguntó consiguientemente.

—Origen es una incógnita, responde al nombre de Sid Vicious y la estirpe… pensaba que usted iba a sacarme de este intríngulis que altera mi sueño nocturno. ¿Patanero con mezcla de lagomorfo? Propuse al azar. El veterinario asintió, corroborando mi dictamen y dándolo por correcto.

Me sablearon veinte mil pesetas incluidos los gravámenes correpondientes, fármacos suministrados y sesión de peluquería canina. Cierto es que lo habían dejado hecho un figurín, y menos mal que lo que yo había previsto que era sarna, no era nada más que restos de salsa a la putanesca reseca; si no, el tratamiento se hubiera eternizado. Me había vuelto a quedar casi sin fondos, pero me sentía reconfortado por mi buena acción.

En el preciso instante en que puse el pie sobre la calle para salir de la clínica veterinaria “El Pequinés Aullador”, una lúcida remembranza me embriagó los sentidos. Recordé que tras partir peras con Recoleta, y con motivo de la celebración del día del amigo, había regalado a la señora Eulalia la figurita tan codiciada; por eso de deshacerse de los objetos, dejar el pasado atrás y deprenderse de las energías negativas. Supuse, por consiguiente lógica, que aún debía de estar en su casa. Azuzado por esta súbita revelación, el donjuán de los perros que andaba olisqueando la entrepierna de una taheña joven, y un servidor, corrimos raudos hacia mi hogar, que alcanzamos cuando el sol llegaba a su cénit.

Esta vez no había rastro de los agentes en la calle. Subí con suma precaución las escaleras, deteniéndome en cada rellano auscultando sus sonidos para evitar encontrarme de bruces con los agentes, que quizá aún merodeaban por la finca. A nadie me encontré. El riesgo radicaba en que debía pasar primero por mi departamento a recoger una copia de la llave de la casa de la señora Eulalia que obraba en mi poder. La puerta de mi casa estaba abierta de par en par; y fue una grata sorpresa que aplaudí, no sin antes tomar las precauciones necesarias, al descubrir que mis invitados habían desaparecido, incluidos los dos agentes. Y no solo eso, también me habían dejado todos los ambientes limpios, desinfectados, recogidos y perfumados con aroma de lavanda. Había una nota encima en el suelo:

«Ha sido una fiesta grandiosa y como recompensa a tu inigualable virtud como apoderado de tales festivales, te hemos quitado del medio a los dos polizontes. Tranquilo, tronco, que no los hemos matado, pero no los volverás a ver en una larga época y recuerda: «Seguiremos siempre en liza, aunque no nos queden balas, con la cabeza rapada o con la cresta levantada y, aunque perdamos, siempre nos quedará molestar”.

P. D.: Nos marchamos a Berlín. Cuida bien al bueno de Sid Vicious».

Me tranquilizó quitarme de en medio a los «polizontes», pero me preocupé un poco por su paradero, aunque tampoco pensé mucho más en ello. Únicamente había un problema: el can que ahora estaba sentado a mi lado. Sid Vicious lloriqueaba y me miraba con ojos de angustia, que albergaban un profundo sentimiento de vacío al sentirse abandonado. Lo habían dejado atrás y, contra mi sentido común, decidí de manera transitoria, acogerlo como mínimo hasta encontrarle un nuevo hogar.

Golpearon a la puerta y el corazón se me sobrecogió, pues no esperaba a nadie. Quizá los policías habían conseguido huir. Sid Vicious ladró enérgicamente, promulgando unos estridentes y desafinados tonos capaces de sacar de sus casillas hasta al más sereno. Lo mandé callar a grito pelado, delatando involuntariamente así mi presencia y dando así al traste mi idea inicial de quedarme mutis y no contestar.

Sin darme tiempo a elaborar un plan de fuga, no tardaron en sacarme de mis pensamientos, volviendo a sacudir la puerta.

— ¡Correos y telégrafos! Sé que está ahí, no se haga el longui, le he oído —contestó una voz de la que no supe distinguir sexo, edad aproximada o raza étnica.

Abrí. Ante mí apareció una mujer cejijunta y huérfana de todo tipo belleza, que me entregó inexpresivamente un sobre color marrón.

Me negué a firmar, para no revelar mi presencia, pero a ella le importó un bledo e hizo un garabato suplantando mi identidad, alegando que no estaba para burocráticas sandeces, ya que si yo no la firmaba debía devolverla a la central y no le daba tiempo, pues llegaba tarde a una cita a ciegas.

Leí la carta: era una citación de la policía. En ella se me instaba a declarar de forma obligatoria como implicado y principal acusado de la muerte de Mac Blanes, y de ser el autor de daños y lesiones irreparables al pseudoartista, difamación contra Recoleta, fraude fiscal y enriquecimiento ilícito por la compra venta de antigüedades. Amenazaba también con que si no me presentaba a la hora y lugar instados, que curiosamente era la misma comisaria que acababa de abandonar hacía unas horas, se emitiría una orden de búsqueda y captura a nivel comarcal, nacional e internacional, pasando directamente a disposición judicial. Se disculpaban fehacientemente por el error anterior en la declaración, alegando recortes salariales en la plantilla; y que entendían perfectamente mi más que posible enojo. Asimismo, y por ende de estos, lamentaban no poder interrogarme con más prontitud, me instaban también a presentar una queja, si lo estimaba oportuno, en el Ministerio de Justicia.

Tenía poco más de sesenta y cuatro horas escasas para preparar mi alegato y no debía permanecer a la sopa boba. La primera fase sería buscar y encontrar la figurita, así como citarme con el misterioso anciano, desvelar e indagar en sus secretos. Segunda fase, localizar al pájaro de la cerrajería para demandarle explicaciones, y la tercera y más peliaguda —y si el tiempo me alcanzaba—era buscar a Recoleta. La carta también anunciaba que corroboraban mi retirada temporal del pasaporte, el Carnet Joven, el bonobús y la pensión de orfandad.

De nuevo pensé en tratar de buscar un abogado, pero el tiempo que me hubiera llevado encontrarlo y explicarle mi caso, lo necesitaba para tratar de buscar pruebas que demostraran mi inocencia.

Aunque visto desde el futuro, quizá si lo hubiera hecho el letrado me hubiera advertido, útilmente, sobre la cantidad de atropellos legales que estaban ocurriendo en mi proceso de inculpación. Pero claro, uno no puede juzgar decisiones pasadas con la información o experiencia adquirida en el trascurso de los años, así que aquella fue la decisión que juzgué oportuna y que, por cierto, me acarreó pérfidas consecuencias.

Dejé la misiva encima del mármol de la cocina para rebuscar, en el estante de los encurtidos y frutos secos, una pequeña llave de latón que un día la señora Eulalia me había entregado en confianza. La encontré debajo de un diminuto frasco de caducadas nueces de Paraná.

La puerta de la señora Eulalia se abrió crujiendo melancólicamente. Antes de entrar me detuve, invadido por una profunda nostalgia y por ese estremecimiento de congoja que dejan tras de sí los amigos que se van repentinamente. Del interior, el frágil sonido de las campanadas de un viejo reloj de carrillón al que le quedaba poca cuerda, me provocó un leve sobresalto que me hizo reaccionar. Entré, el salón estaba en la más completa oscuridad, ya que las persianas permanecían bajadas, olía a cerrado y a humedad. Alcancé a tientas la caja de fusibles que se hallaba disimulada tras un falso cuadro de Monet; alcé el mecanismo del interruptor diferencial y se encendió majestuosamente una enorme y palaciega lámpara de lágrimas de cristal soplado que colgaba del techo. Estas iluminaron miles de recuerdos de una vida. Cerré tras de mí la puerta y escuché en lontananza a Sid Vicious ladrando de manera tediosa. Lo había dejado encerrado al otro lado del pasillo.

En la casa de la señora Eulalia todo permanecía intacto y en su sitio, como si todavía viviera allí, asunto que me extrañó, pues era sorprendente que la viperina de su hija tardara tanto en hacerse notar y reclamar la herencia. A cada paso que daba en busca de la figurita me parecía escuchar «sonidos ocluidos», es decir, ecos que quedan atrapados en el tiempo y en un determinado instante son liberados y percibidos por aquellos a los que iban destinados. Accedí a la habitación de la señora Eulalia, donde empecé lentamente la exploración por un chifonier de color pistacho. Al extraer el primer cajón, percibí que la puerta de entrada se abría, al tiempo que unos pasos entraban en el salón. Me propulsé cual gamo bajo la cama, dándome un soberano coscorrón en la cabeza contra una de las maderas salientes; el cual me provocó una enorme protuberancia, así como también una sangrante mordedura en la lengua. No podía tener yo más mala suerte.

— ¡Mierda, Josefina! Te dejaste ayer la puerta sin cerrar con llave y las luces abiertas —escuché decir a una voz varonil.

—Lo siento, Teodoro. Juraría que dejé todo cerrado, como me ordenaste —contestó con voz de pito la mujer.

—Bueno, no pasa nada, pero que no vuelva a suceder. Pero venga, no perdamos tiempo, ponte a buscar todo lo que encuentres de valor y mételo en esta mochila. Mañana el piso será vaciado para ponerlo en venta la semana que viene. La furcia de su hija vendrá pronto para llevarse lo que le interese.

Escuché que unos pasos se desplazaban hasta la habitación en la que me hallaba y, escondido bajo la cama, vi la silueta de unos zapatos bastante vintage, planos y de piel marrón, así como la parte baja de unos pantalones arrugados de algodón gris. Teodoro se sentó sobre la cama y se dirigió con melosa voz a Josefina:

—Pero antes, ¿por qué no vienes a la habitación de la vieja y me enseñas tus encantos? Si me satisfaces, seré generoso contigo en el reparto de lo que robemos y te podrás instalar esas tetas de silicona francesa que tanto quieres —cerró la luz para hacer más íntima la velada o bien disimular su diminuta hombría.

Conjeturé que aquellos canallas eran de una agencia inmobiliaria asignada por la hija de la señora Eulalia para realizar la venta de la finca y que ella, posiblemente estando fuera de Barcelona, dio aquiescencia para que prepararan los trámites de la compraventa, a la espera de desempolvar un testamento en el que se presuponía que ella iba a ser la heredera.

Aunque más bien me dio la sensación de que el objetivo de aquella visita concebida por Teodoro no era más que el de beneficiarse a la pánfila de Josefina, porque seguramente en aquel piso no había nada de gran valor. La flaca pensión de la señora Eulalia, las deudas de juego heredadas de su marido y la sanguijuela de su hija no le proporcionaban para vivir, precisamente, de forma holgada. En más de una ocasión me había confesado que se encontró en la necesidad de deshacerse de anillos y cadenas de oro para sufragar los gastos, y encima me había tenido que hacer un préstamo que, por desgracia, no podría devolverle.

Josefina titubeó fingiendo hacerse la estrecha, pero aún así no tardaron en iniciar el acto sexual, por decirlo con finura, mientras yo permanecía atrapado bajo la cama, sintiendo cómo los muelles se me clavaban en la riñonada a cada brusco movimiento. No hubo preliminares, fueron directos al grano y fue en un violento e inicial arrebato de pasión o lujuria, según se mire, cuando se desprendieron de toda su ropa, disgregándola por toda la habitación. Un sujetador de encaje, según me pareció distinguir, fue lanzado con fuerza y se precipitó contra una caja de puros La pequeña Habana, que se hallaba en la mesita de luz. Esta se tambaleó hasta caer, sin que los amantes repararan en ello, esparciendo todo su contenido por el suelo.

Me estaba empezando a agobiar y debía salir de allí, ya que a cada embestida, la cama que hacía años que no se usaba para esos menesteres, gruñía peligrosamente con serio riesgo de descuajeringarse. Además, la presión del metálico somier iba in crescendo sobre mi tórax, causándome dificultades respiratorias. Actué pues con premura, salí hasta el salón arrastrándome como una serpiente, sin delatar mí presencia allí; y con la buena fortuna de mi lado, me di de bruces con lo andaba buscando: la figurita de jade había saltado de la caja y rodado hasta el sofá junto con varias piezas de bisutería barata. La agarré y aproveché también para sustraer veinte mil pesetas que había en el pantalón de Teodoro; posiblemente una comisión cobrada de estraperlo a algún corrupto tasador. Emocionado por ambos hallazgos, continúe reptando camino hacia la puerta. Una vez cerca colisioné involuntariamente con una mesa, causando un estrepitoso ruido al verse precipitada al suelo una réplica de un antiguo casco de buzo soviético que se encontraba allí a modo de decoración.

Los gemidos de los amantes cesaron instantáneamente y Teodoro se puso a gritar con furia:

— ¡Me cago en la ostia! ¡Voy a cortarte los huevos, maldito voyeur!

Sin pensármelo ni un periquete, salí escopetado de allí, primero cerrando de golpe la puerta y segundo dándole dos vueltas con la llave al cerrojo. Esto me hizo ganar unos preciosos segundos. No alcancé a ver sus rostros, ni ellos el mío.

Refugiado ya en mi casa, escuché tras la puerta una serie de inconclusos reniegos y apócrifos insultos que se diluían por el hueco de la escalera, lanzados por un Teodoro que iba como loco persiguiendo inútilmente a un fantasma. Me asomé, mirando de soslayo por la ventana, esperando que aquel enajenado apareciera por la plaza, y poco después corroboré que aquella voz, que antes sonaba tan masculina, no estaba correlacionada de manera directamente proporcional a la belleza del cuerpo de aquel paticorto, rollizo y alterado canalla que me buscaba histérico perdido.

Tras el momento de acción vivido dejé que mi agitado corazón regresara a su posición original, y cuando ya lo había conseguido, Sid Vicious se puso a gruñir de manera alterada junto a la puerta. Temiendo la vuelta de algún archienemigo, escondí la figurita en uno de mis ya pestíferos calcetines y me puse en guardia con el palo de la fregona en la mano por si reventaban la puerta a hachazos.

Pronto depuse mi brava actitud, ya que la voz de pito de Josefina, que imploraba ayuda, resonó al otro lado de la puerta.

— ¿Quién es? —pregunté, haciéndome un poco el loco.

— ¡Déjeme pasar, por favor, por caridad cristiana! Un enajenado mental ha pretendido violarme —me contestó, mintiéndome de manera descarada.

Sentí compasión por ella y tomé la decisión de dejarla entrar.

Estaba completamente desnuda y corrí a buscar un mantel de plástico con estampado de peces tropicales para taparla. Lucía un simétrico cuerpo de finas curvas y, además, reconozco que no era fea; pero el exceso del correoso maquillaje que usaba, desde mi punto de vista de manera injustificada, y sobre todo su estridente voz de pito, la alejaban de mi arquetipo de belleza.

—Pase, mujer, pase… ¿Qué le ha ocurrido? —dije mientras la envolvía con el mantel.

Me soltó unas patrañas asombrosas para justificar su desnudez en mi rellano. Argumentó que ella era la encargada jefa de una distinguida firma inmobiliaria ubicada en el Paseo de Gràcia, con clientes de las más altas esferas, y que cuando trataba de mostrarle las magníficas vistas a la plaza de la casa de la señora Eulalia a un desequilibrado comprador, este la había obligado a mantener relaciones no consentidas con ella.

Fingí creerla y no quise mostrar más interés, pues tampoco me importaba demasiado; y lo que necesitaba era despacharla con premura. La invité a llamar a la policía y a poner una denuncia, cuestión que rechazó, alegando que el violador era un peligroso malhechor y que tampoco había para tanto. A modo hospitalario le ofrecí un reconstituyente vasito de aromas de Montserrat, que había sobrado de la noche anterior, y a renglón seguido se marchó agradecida, envuelta en un improvisado vestido que yo mismo le confeccioné con la cortina de la ducha, pues no quería regalarle el mantel. No era alta costura, pero daba el pego.

Finalmente me pude duchar y lavar mi indumentaria; no conseguí que mi cabello recobrara su color original, así que seguía de color caqui.

Mientras mi ropa se secaba en la terraza al sol, el cual caía a plomo sin contemplación, me dispuse a observar la figurita que tenía ya en mis sudorosas manos. Era una desgastada representación tallada en jade ennegrecido, de unos ocho centímetros de altura, de un hombre momificado, con una corona en la cabeza y puntiaguda barba, denominado Osiris; dios egipcio de la resurrección. Unas filigranas de antiguos e indescifrables caracteres egipcios estaban rasgueadas a lo largo de los bordes de la base cuadrada donde se sustentaba Osiris, que portaba un cayado y un látigo asido en sus manos. Justo bajo la base, donde suelen ir, ya que no estaba, esas telas de color verde que evitan las ralladuras en la madera, figuraba un código alfanumérico: WMB58.

Obnubilado por el misterio que emanaba la efigie, y antes de ir a visitar al cerrajero, se me ocurrió intentar averiguar algo sobre su origen. Con el jocundo Sid Vicious pegado a mis talones y con la capucha de la sudadera del británico meón calada hasta las cejas pese al calor —había dejado atrás la chupa de cuero por no ser práctica en esos momentos—, partí en busca de algún anticuario de la zona que me diera alguna información interesante sobre aquel objeto.

El bar de Celso seguía cerrado, pero me sorprendió descubrir que sobre la persiana, algún artista callejero había realizado durante la noche, un maravilloso grafiti: una sublime representación realista de una escena de la Divina Comedia, en la que Dante y Virgilio atravesaban el cónico infierno descrito por Dante Alighieri. Quería quedarme un rato más observando la colosal obra de arte, pero recordé que había otros propósitos que ocupaban mi atención y que urgía solventarlos.

Por precaución, y para cerciorarme de que nadie me seguía; tomé la decisión de dar un largo rodeo, tal como un fugitivo lo haría; metiéndome por sombríos callejones y oteando a los transeúntes, oculto en esquinas o en portales que estaban abiertos, en busca de alguien que me siguiera. Pese a la formidable acción de mis amigos punkis, seguía sin fiarme de nada; ya que quizá Petronio, al ver que no aparecían Secundino y Pascual, había entregado el caso a otros policías que yo ni reconocería. Toda cautela era poca. Mi proscribe trayecto concluyó en un anticuario en la calle de Sant Sever. Recordé que allí mi padre me había comprado, cuando yo no tenía ni diez años, un brillante astrolabio. Nunca aprendí a usarlo, de hecho mi padre tampoco estaba al corriente de su funcionamiento, pero me sirvió para desarrollar mi imaginación, creyéndome ser un valiente capitán de fragata navegando por los mares del sur.

Eran las 4:03 p.m. y todavía estaba cerrado.

Para hacer tiempo hasta las cinco, hora en que abría el local, y calculando que no me daba tiempo a visitar al cerrajero, caminé hasta una angosta calle que me condujo a la mágica y entrañable plaza de Sant Felip Neri. Había visitado aquel enclave —oasis en medio de la gran urbe de Barcelona—en infinidad de ocasiones. Sin embargo, hubiera jurado que nunca la había visto amarilla. Sí, amarilla. Un manto de pequeñas florecillas que se desprendían de las tipuanas que allí se encuentran, cubría todo el suelo. Bonita postal, aunque entre el calor y las flores, más que un manto, eso parecía un holocausto floral. De todas formas, se agradecía la plácida sombra que aquellos mismos árboles brindaban a un servidor que aún esperaba unos boquerones de Nerja con vinagre, sentado en la terraza del snackbar de un hotel ubicado allí mismo. Sí, me había entrado hambre nuevamente. Aparentemente, no era yo el único que buscaba el fresco por aquellos días, ya que varios pequeños loros, seguramente escapados del zoológico, se bañaban alegremente en la fuente que dominaba el centro de la postal. Era aquella una pequeña y bella fuente de piedra, de formato hexagonal —o tal vez fuera octogonal—que, cubierta de verde musgo en su exterior, daba a la plaza un aspecto aún más auténtico y peculiar.

Al fondo, Sid Vicious andaba curioso olisqueando a un cantante callejero que, sumido en su propia locura, cantaba rasgando acordes en una guitarra. Entonaba sangrientas historias, reales o no, sobre las heridas de la pared de la iglesia que daba nombre a la plaza. Llamé la atención a Sid Vicious para que dejara de molestar, pero lejos de hacerlo, parecía que había hecho buenas migas con el rapsoda, así que lo dejé estar. Y con un boquerón en la boca y otro en la mano, listo para ser engullido, observé a unos chiquillos que jugaban al fútbol sobre el empedrado de la plaza, y a unos turistas que se fotografiaban junto a la puerta del pequeño museo de zapatos históricos.

Visto que la ración de boquerones era irrisoria; solicité, sin prestar mucha atención al precio, un delicioso menú degustación de alcaparrones encurtidos, salmón marinado y una botellita de benjamín. Aproveché la nueva espera, primero, para intentar, infructuosamente, de cortejar a unas estilizadas italianas que me largaron a las primeras de cambio; y segundo, para resolver con éxito un par de crucigramas inconclusos de una revista de moda adolescente caducada, que alguien había abandonado sobre la mesa. Finalmente dieron las cinco de la tarde.

Nada más entrar en el establecimiento de antigüedades, y sin desearme buenas tardes, su dueño, conocido como Ramonet hijo, me indicó de manera poco garbosa que mi malhadado can debía esperar fuera. La tienda era —como se pueden imaginar—un paraíso de fantasía, un viaje en el tiempo más allá de las fronteras de nuestras vidas. Ramonet hijo, que andaba ajetreado reparando un microscopio, gozaba de un aire misterioso. De aspecto cansado, de avanzada edad, peinaba sus canas con un estilo extremadamente anticuado, aunque acorde con el lugar; y portaba un monóculo que le profería aires de persona cultivada. Me acerqué hasta una mesa de caoba, que utilizaba a la vez como taller de reparaciones y como zona de atención al comprador.

— ¿Qué desea? —dijo de manera desapacible; como si le molestara mi presencia.

—Buenas tardes. Desearía preguntarle sobre el origen de un objeto que obra en mi poder.

—Las consultas de ese tipo solo las hago los lunes de ocho a once y cobro doce mil pesetas. Ni hoy es lunes ni usted parece tener el dinero, así que ya puede volver por donde ha venido —fue su simpática respuesta.

— ¿No podría hacer usted una excepción? —le pregunté, sacándome la figurita del bolsillo de la sudadera.

Al verla, el vetusto anciano mostró un interés repentino.

—A ver… Déjeme ver eso —dijo, quitándomela de la mano.

El anticuario la depositó con delicadeza sobre un tapete de fieltro color negro y con una enorme lupa provista de luz blanca la empezó a examinar. A cada giro que le daba se le iba tensando la expresión facial hasta que no pudo contener la curiosidad y me inquirió, inquieto:

— ¿De dónde ha sacado esto, muchacho?

Al mismo tiempo corrió dirección a la puerta para pasar el pestillo y evitar, así, la entrada de inoportuna clientela.

—Es una larga, intrincada, escabrosa y facinerosa historia con tintes surrealistas. ¿Por qué? ¿No decía usted que hoy no es lunes? —contesté de manera cínica.

—Déjese usted de boberías y conteste a lo que le he preguntado —dijo con semblante extremadamente serio.

—Antes dígame algo que capte mi interés, y si lo estimo oportuno, le diré de dónde la he obtenido. Quid pro quo, usted satisface mi curiosidad y yo la suya —le repliqué.

—De acuerdo. Esta pieza de jade corresponde a una colección compuesta de cincuenta y ocho estatuillas de temática egipcia importadas años ha desde Egipto, las cuales trajeron terribles desgracias a muchos ciudadanos de Barcelona, algunos honrados y otros no tanto.