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EN realidad no son islas; son enormes picachos agudos y rocas quebradas que emergen del mar. Y en torno, como aletas dorsales de tiburones gigantes, cortantes arrecifes y puntiagudas estacas.
Están partidas a tajo; cortadas a pico. No tienen árboles. Ni siquiera arbustos. Ni yerba. Ni musgo. Son piedra desnuda.
Por los angostos canales que separan unas de otras pasan profundas las corrientes del Atlántico embravecido que rompe sus gigantescas olas contra aquellas puntas escarnecidas desde siglos por la furia del mar.
Sólo tres —Hirta, Saoay y Boreray— son algo mayores. Saoay y Boreray poco; apenas para albergar en su cumbre curvada espacios de pasto que comen escasas ovejas salvajes.
Hirta sí es una isla. Y ocupa el centro del archipiélago. Acantilados gigantescos rompen sus costas; pero hacia donde sale el sol, desde la cresta más alta desciende hasta el mar una ladera suave. Allí, algo más al abrigo del viento huracanado y de los temporales, una exigua bahía, un minúsculo puerto y el poblado.
Es un pueblo sin nombre, pues no es preciso nombrarlo: no hay más en todo el archipiélago.
Lo formaban un puñado apiñado de primitivas pallozas con cuerpo irregular de grandes piedras y techo cónico cubierto con tierra, trenzado con yerbas y paja.
Afortunadamente, el archipiélago cae en la ruta primera de la corriente cálida del Gulf Stream. Y a este factor, sin duda, deben los islotes la presencia duradera desde siglos del hombre viviendo sobre ellos.
A veces tormentas horribles arrasaban Hirta. Durante una semana las olas sumergían la isla saltando por encima de los farallones de la costa. Entonces las gentes se guarecían en cuevas excavadas al efecto en las rocas blandas del picacho más alto. Esto ocurría en el otoño.
Durante el invierno —de octubre a marzo— nevaba y helaba hasta el extremo de que la pequeña comunidad encontraba dificultades para enterrar en el suelo helado los perros, las ovejas y las personas que morían entonces.
En primavera y en verano, el tiempo apacible se veía constantemente truncado por la celeridad de los cambios bruscos que se sucedían en el cielo de Hirta. En veinticuatro horas se podía pasar de un sol radiante al nublado más intenso, a la lluvia, al granizo, a la calma, al arco iris, al sol y otra vez a la tormenta por la noche.
Pero más impresionante que lo brusco de estos cambios era la increíble exactitud con que los aborígenes los predecían. Les bastaba observar para ello el vuelo y los graznidos de los pájaros.
¡Los pájaros! En San Kildán unos centenares de hombres, quizás otros tantos perros, unos millares de ovejas y miles y miles de pájaros fueron desde siempre todos y los únicos seres vivos importantes.
Los sankildanos carecían de religión. De lo contrario, los pájaros hubieran sido dioses en San Kildán. Cientos, miles, millones de dioses.
Porque con el deshielo, al final del invierno, avanzado abril, empezaban a llegar a las rocas de las islas bandadas de aves. Bandadas de gaviotas, bandadas de láridos, bandadas de fulmars, bandadas de argénteas. Pájaros de san Barandán. Millones de pájaros.
Los primeros en llegar iban ocupando los huecos de las rocas, las grietas de los riscos, las rendijas de los acantilados.
Las nuevas oleadas llenaban las cumbres, la ladera, las piedras del suelo y los tejados de las pallozas.
Pero seguían llegando y llegando…
Al final, los pájaros en San Kildán lo llenaban todo. Posados en las rocas, volando en el cielo, flotando en el mar, sus graznidos roncos ahogaban el fragor de las olas y la nube de sus cuerpos en bandadas oscurecía el sol.
Iban de paso. Y acabarían dispersándose como aguerridas huestes de invasores en busca de otras islas o hacia el continente. Pero durante la primavera y el verano anidaban todos en San Kildán.
Merced a ellos sobrevivió la raza humana siglo tras siglo en aquel inhóspito archipiélago. Sin apenas tierra que cultivar, sin poder hacerse a la mar ni pescar[1], con sólo algunas ovejas salvajes que, acosadas por el hombre, se refugiaban en las crestas inaccesibles de los acantilados, durante más de mil años no se consumió otro alimento en San Kildán que huevos y carne de gaviotas y láridos.