GANAR UN CONGRESO, PERDER UN PARTIDO

PARA el mes de marzo se convocó —entre los días 18 y 20— el XXXIII Congreso del PSOE. Si alguien hubiese repasado el conjunto de los periódicos publicados en los días previos habría entendido que sólo se dirimiría un asunto: Felipe González y los «renovadores» ¿podrían o no desbancar a Alfonso Guerra? Las informaciones, los reportajes y hasta los editoriales especulaban con una batalla por el poder en la que me sentía muy poco implicado. Me preocupaba que el centenario Partido Socialista pudiese quedar en las manos de un grupo de dirigentes que no había dado pruebas definitivas de abrazar el pensamiento socialista, pero todo iba a depender de la actitud de los delegados del congreso y del grado de determinación que pusiera Felipe González en su reciente compromiso con el grupo de renovadores. Aunque pocos días antes del congreso se escucharon voces renovadoras (ejemplo, Carlos Solchaga) que advertían de lo que consideraban un inconveniente político serio: que, apeándome de la dirección del partido, se potenciarían mis ideas con la libertad ampliada por no estar en el núcleo dirigente del partido. Aún más claro fue José Bono, que diez días antes, el 8 de marzo, preguntó a Txiki Benegas si estaba dispuesto a conversar. Bono le confesó: «He perdido mis objetivos. La renovación pasaba por la salida de Alfonso. Ahora ya no es posible. Me han lanzado contra Alfonso y ahora me dejan solo. Lo único sólido sois vosotros. ¿Podemos hablar?».

En el Palacio de Congresos donde se celebraba el congreso, Felipe tenía asignado un despacho, yo otro, como en las ocasiones anteriores. La diferencia ahora era que no nos reuníamos para preparar las opciones que ofrecer a los delegados, ni en materia de ponencias, ni en la confección de una candidatura de dirección que contase con el respaldo del partido.

Él en su despacho, yo en el mío. Y del uno al otro viajaban algunos destacados socialistas, con el ánimo de hallar puntos de encuentro, especialmente José Luis Corcuera y Juan Carlos Rodríguez Ibarra. En varias ocasiones insistí en la conveniencia de que hablásemos directamente Felipe y yo. No parecía posible o conveniente o qué sé yo.

En la soledad de aquel pequeño despacho reflexioné sobre lo que estaba pasando. Quise ponerlo por escrito. Leído hoy no veo que en todo acertara mi pensamiento, pero el conjunto de aquellas ideas se confirmaron con el paso del tiempo. Transcribir aquí alguna de las ideas que me asaltaban en aquellas circunstancias puede no ser muy objetivo, pero tiene el valor de reproducir con sinceridad lo que en aquella coyuntura de la historia del partido eran mis pensamientos y mis sentimientos.

Se ha optado por dividir el partido. No se ha querido ofrecer a la sociedad un partido unido, cohesionado. Se ha preferido el sectarismo, por un medio poco democrático como la cooptación, no precisamente de los más competentes y representativos.

Tal vez el argumento que les haya inclinado a actuar así sea el que consideren un obstáculo para un giro conservador del partido a un sector, al que han querido eliminar. Quizás estorbamos para la política que se quiere poner en práctica.

La resistencia a no aceptar un trágala la hemos decidido formalmente. Pero la había provocado el secretario general en cuanto que ha preparado el Congreso con sólo un sector del partido, ignorando deliberadamente a otro sector.

¿Es razonable elegir para la dirección del partido a los dos máximos dirigentes incapaces de hablar entre ellos? Desde el momento en que el secretario general se ha negado a hablar con el vicesecretario general sobre el Congreso, la confección de la Comisión Ejecutiva está determinada negativamente.

En esta ocasión, como en todas las precedentes, el secretario general confecciona una lista para la dirección. La diferencia es que en las anteriores hablábamos con las delegaciones (casi siempre me correspondía a mí hacerlo) y se producían cambios, a tenor de los argumentos de los delegados. En esta ocasión él decidirá quiénes ocupan las secretarías. El plebiscito nunca ha sido un método bueno para la democracia.

En el terreno personal, todo esto me provoca tristeza. Tras casi treinta años luchando por un partido, apoyando a su líder, haciendo a veces de pararrayos para protegerlo, que responda con sectarismo es triste. Una persona que ha jugado un papel tan importante en la historia de nuestro país y en la del partido no debería terminar eliminando sectariamente a quienes más le han apoyado, en beneficio de algunos que sólo entienden de poder. Lo pagaremos y caro; nos harán pagar las decisiones arbitrarias.

Desde el punto de vista humano, es una tragedia. Que un hombre que ha contado con casi treinta años de colaboración sea incapaz de hablar con quien le ha ayudado durante tanto tiempo es una tragedia.

A mí me apena mucho, me produce una gran tristeza. ¿Qué imperiosa fuerza psicológica puede impedir a un dirigente político hablar con quien ha sido su colaborador durante tantos años? Ni puedo concebir qué miedos, qué limitaciones pueden llevar así a la tragedia a un hombre.

Conocidos ya los resultados creo que he hecho todo lo posible. Tenía o tenían decidido terminar con el sector «de izquierda» en la dirección.

¿Contento con el resultado? No, contento no, triste y con la conciencia clara de que he actuado según mis convicciones, no según mi interés o mi comodidad, sino consecuente con mis ideas. Muchos me han empujado a levantar directamente una bandera contra el otro sector, presentar una lista de dirección alternativa a la del secretario general, y que decidan libremente los delegados del Congreso, para perder o para ganar, pero clarificando que hay dos concepciones a la hora de orientar la actividad del Partido Socialista. No lo he considerado, quizás soy prisionero de la idea de no ser responsable de una división del socialismo como la de los años treinta. Si se repite aquel drama, un partido con todos sus dirigentes enfrentados, no será con mi concurso.

Del resultado del Congreso dos consideraciones merecen destacarse. En aquello en que los delegados han tenido libertad para optar, bien, las ponencias han cristalizado en unos textos progresistas, bien orientados (¿dónde estaban los renovadores en los debates?). En aquello otro en lo que no han tenido una opción totalmente libre (mediante la amenaza del plebiscito), mal. Una dirección del partido con mayoría liberal, o si se quiere, social-liberal.

Finalmente todos han podido ver qué significaban los lemas de «renovadores»: renovación era depuración, voto individual era voto de uno solo, democratización era cooptación.

Hay quien, para ganar un Congreso, puede perder un partido.

Cuando terminó la «negociación» indirecta de la dirección con mi aceptación a figurar en una Comisión Ejecutiva que entendía sectaria, salí del despacho para dirigirme al salón plenario. Los delegados, inquietos e impacientes, llenaban los pasillos. Bajaba yo las escaleras cuando al descubrirme los delegados prorrumpieron en un aplauso, me rodearon y me felicitaban. Los periodistas me cercaron preguntándome y no acerté a decir más cuando ya todos me daban la enhorabuena. Estas manifestaciones y la previsión de mi eliminación estarían probablemente en la información que al día siguiente suministraron los periódicos a sus lectores. El diario ABC abría su primera con una gran foto mía sonriente y un titular expresivo: «Quien ríe el último…».

Le seguía, siempre en portada, una entradilla en la que el periódico sentenciaba: «Después de una interminable noche a garrotazos y cuchillos largos, Alfonso Guerra venció a Felipe González en la descarnada batalla por el poder en el PSOE, al conseguir que el secretario general se plegara a sus exigencias sobre la composición de la nueva Ejecutiva, en la que los guerristas, con sólo el 25 por ciento de los delegados, consiguieron hacerse con el poder real dentro del Partido».

La valoración del periódico no era acertada. Felipe se aseguró un número de votos en la dirección nombrada que le permitiese obviar toda argumentación política, bastaba con zanjar los debates al grito de ¡a votar! Así fue como funcionó la dirección del partido desde aquel congreso hasta el de 1997, para el que Felipe se lo jugó todo y sí perdió el congreso, sin otra salida que la dimisión, pero estos acontecimientos serán narrados en otro momento.

Un periódico de orientación diferente al ABC, El País, editorializó con una orientación parcialmente coincidente con aquél. Su título era ya una declaración de intenciones: «Guerra no se deja». Parecía como un lamento por que no hubiese sido «laminado» de la vida política. Se lamentaba, sí, de que Felipe González no hubiese conseguido su objetivo. «Ese objetivo era desmontar el aparato de poder guerrista, que bloqueaba la dirección y condicionaba las iniciativas del Gobierno». Desde luego no se puede criticar por falta de claridad en cuanto a la apuesta política del medio. Terminaba el editorial con una metáfora que descubría sus cartas: «Su euforia (se refería a mí) debe interpretarse, entonces, como la del condenado que ve conmutada su pena». Su lectura me hizo pensar en el corredor de la muerte.

Cuando los llamados renovadores (que no renovaron nada, ni siquiera se ocuparon de los debates de las ponencias) bajaron el listón de sus exigencias laminadoras, centraron sus ataques contra Txiki Benegas hasta que lo sacaron de la secretaría de Organización. La propuesta de Ciprià Císcar no me pareció peligrosa, en el sentido de que confiaba en que no padecería el síndrome persecutorio de los más fanáticos de los renovadores. Recordé que en un momento del duro enfrentamiento de Císcar con Joan Lerma en Valencia, Lerma pretendió cortar sus responsabilidades, y fue gracias a mi intervención acerca de Lerma como pudo mantenerse en la dirección del partido en Valencia. Me hizo pensar que habiendo sufrido un proceso de «eliminación» estaría prevenido o curado de sectarismo.

Me equivoqué. Fue el brazo armado de la arbitrariedad. Años después, conversando con un diputado socialista en las largas tardes de los martes en el Congreso de los Diputados, le confesó que cuando fue elegido, en su primera entrevista con el secretario general, éste le dijo: tu misión aquí es sacar de la dirección a Alfonso y a Txiki. ¿Existió esa instrucción? ¿La inventó para exonerar su responsabilidad? No lo sé. Cuento, por la gravedad de los hechos, lo que el diputado me dijo haber escuchado de boca de Ciprià Císcar. En todo caso, se non è vero, è ben trovato, porque los hechos posteriores encajan absolutamente con aquella orden propia de la cetrería.

Una página difícil de arrancar
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