EL GOLPE ELECTORAL
UNA tarde recibí una llamada del presidente del Gobierno. Con una jovialidad que hacía tiempo que no mostraba conmigo, me dijo: «Alfonso, te llamo para comunicarte que hemos conseguido un golpe electoral. El juez Garzón vendrá en las listas del PSOE, en el segundo puesto de la lista de Madrid».
«Ése es un golpe que nos estallará en nuestra propia cara», le contesté, haciendo como tantas veces de aguafiestas, rompiendo el encanto de la ilusión. Pero lo veía tan claro que no pude callarme. Felipe balbuceó algunas frases expresando que yo siempre estaba rechazándolo todo, etc. Le dije, arriesgando una especie de premonición: «Felipe, si tenemos suerte, en un año será carne de Grupo Mixto». No tuvimos suerte. Se marchó, sí, aunque no al Grupo Mixto del Congreso, sino a la Audiencia Nacional a preparar la persecución del PSOE. Pero eso es de otro tiempo que narraré cuando corresponda.
El fichaje de Garzón traía un complemento, otro magistrado, Ventura Pérez Mariño, del grupo de Bono y Morodo, que también se marchó en pleno debate del estado de la nación. Sometido el presidente González al bombardeo inmisericorde de la oposición, él negó un acto de «lealtad» dando una rueda de prensa en la que anunció su marcha del Congreso y en la que acusó al presidente con las mismas palabras que había utilizado en la tribuna la oposición conservadora. A pesar de su actitud hostil y poco leal, pasado el tiempo el partido lo recuperó en Galicia como candidato a la alcaldía de Vigo. La agrupación socialista manifestó su lógica oposición, que fue contestada por el secretario general del Partido Socialista de Galicia (PSOE) advirtiendo a la Agrupación que, si no aceptaba al candidato, la disolvería. Ni una palabra de los otrora renovadores, los que bramaban por mi supuesta mano de hierro en la dirección del partido, ni de sus periódicos aliados. Es triste comprobar cuánta falsedad pueden ocultar algunas actitudes en los políticos.
Cuando se confirmó la presencia de Garzón en las listas, recibí su llamada para ponerse a mi disposición, dada mi condición de coordinador electoral. Se lo agradecí y no volvimos a hablar. Sí supe que fue a la dirección para intentar resolver un problema operativo; como juez debía abandonar unos meses antes de las elecciones el cargo, por lo que dejaría de percibir su estipendio. Me lo consultaron y contesté que sin duda el partido sería solidario abonándole las cantidades hasta ser proclamado diputado, pero que lo haríamos en A, es decir, de manera legal y con firma del recibo por la cantidad real. No aceptó. Pues entonces no hay pago, fue mi respuesta. Parece que acudió a otra institución, esta vez con éxito. Del juez Garzón y del político Garzón tendremos ocasión de volver para ilustrar sus múltiples facetas y cambios de tercio hasta llegar al momento actual, en el que aquel héroe para algunos socialistas que se convirtió en villano vuelve por sus fueros de la heroicidad. ¿Misterios de la política? No tanto, oportunismo general.
He dirigido muchas campañas electorales del Partido Socialista y siempre me ha proporcionado una gran satisfacción su preparación y coordinación. Un buen equipo, conjuntado desde 1977, nos ha permitido ir perfeccionando nuestras técnicas de campaña, innovar en sus procedimientos, que han sido seguidos por los otros partidos. Siempre han sido las campañas electorales una época de intensísimo trabajo pero de grandes gratificaciones. No fue así en la campaña electoral de 1993. Concebíamos el diseño para cada una de las respuestas que hay que ofrecer a lo largo de las jornadas de campaña, pero tropezábamos con la voluntad contraria de las «viudas de Benarés», que empujaban al candidato a dar otras respuestas. El candidato, Felipe, hizo una campaña intensa, brillante, pero no siempre en sintonía con el conjunto de la organización, que también cumplió un papel importante en la campaña realizando un esfuerzo de organización de actos públicos muy notable.
El caso más grave de disonancia se presentó en los debates de televisión entre los candidatos del PSOE y del PP. Por primera vez, los posibles triunfadores en las elecciones se sometían al juicio de los españoles en dos debates en televisión.
Los dos partidos políticos acordamos negociar la celebración de los debates, su número, las cadenas en las que realizarlos, entre los portavoces parlamentarios. Por parte del Partido Socialista se ocupó Eduardo Martín Toval. Con sentido práctico acordaron que una persona con conocimientos técnicos electorales de cada partido negociara las condiciones en el plató, distribución de temas, tiempos, colocación espacial, etc. Los socialistas hicimos responsable de la negociación a Roberto Dorado, que ejercía conmigo la función de vicecoordinador electoral.
En el Comité Electoral comenzamos a preparar los debates para estudiarlos con Felipe. El periplo de mítines de Felipe dejaba poco margen para la reunión con el candidato para preparar los debates de televisión. Felipe nos comunicó que sólo tendría la mañana del mismo día en que se celebraría el cara a cara con Aznar. A buena hora acudimos a la Moncloa Roberto Dorado y yo. Felipe nos recibió con una actitud de escaso ánimo que comprendíamos por su esfuerzo en los viajes —había llegado tarde la noche anterior de Canarias—, pero que nos inquietó. Nos dijo que se encontraba muy cansado, que no tenía ánimo para ponerse a preparar un debate y que prefería quedarse solo, reflexionando con serenidad sobre los temas de los que tenía que debatir por la noche. No podíamos hacer otra cosa que respetar su estado de ánimo y marcharnos, sabedores de que no era la mejor manera de encarar el debate. Después supimos, nos contaron, que tal cual salíamos por una puerta, por otra entraba el equipo «especial» que le ayudaría a preparar el debate: Rosa Conde, José María Maravall y Miguel Barroso.
Me quedé en Ferraz a contemplar el debate. Roberto Dorado estaba en la emisora de televisión como negociador operativo. El enfrentamiento comenzó con un ataque directo de Aznar que no tuvo respuesta de Felipe, quien con la cabeza baja soltaba sus argumentos que no suponían réplica concreta a los puyazos de Aznar. Cuando terminó el primer bloque y cortaron para la publicidad, llamé a Roberto Dorado y le conminé: «Entra en el plató y dile a Felipe que mire a la cámara, que mire a Aznar y al moderador, que rete con la mirada a Aznar cuando hable él; cuando hable Aznar, que levante la cabeza».
A los pocos minutos Roberto me comunicó que Felipe no había querido oír las sugerencias, con el argumento de que no era momento.
El debate se saldó con una derrota absoluta del candidato socialista. La preocupación dominó sobre la decepción en mi cabeza. ¿Cómo era posible que una persona con tanta capacidad de convicción, un mago de la palabra, hubiese caído ante un tipo adusto, antipático? Me contaron que la resistencia a mirar de frente al oponente no fue un descuido, sino fruto de la instrucción de los expertos «especiales». Cuentan que le aconsejaron: «No mires nunca a Aznar, y si en un momento te encuentras con su mirada, míralo como si fuera tu suegra». Si la narración es auténtica, se demostraría la superchería en la que cae la política confiando en los «sacaperras» que se presentan como expertos en imagen sin contar con una mínima formación técnica. Pero ni los fracasos los hacen desistir. Uno de aquellos expertos «especiales» que hicieron fracasar a Felipe en el debate anda ahora intentando que le contraten en los países hispanoamericanos para las campañas de los candidatos presidenciales. Lo sé bien porque algunos de estos candidatos me han consultado sobre la fiabilidad técnica del grupo formado alrededor de Miguel Barroso, que se va ofreciendo. Es fácil adivinar cuál ha sido mi respuesta.
En cuanto terminó el debate hablé con Felipe. Le dije literalmente: «Felipe, ¿qué has hecho?». Se excusó como pudo y le urgí a que preparásemos el segundo debate con esmero, pues nos jugábamos las elecciones. Felipe accedió, pero argumentando su cansancio y sus viajes impuso su mecanismo de preparación: «Me vas mandando papeles y después los comentamos por teléfono». Expresé mi convencimiento de que la incidencia en los resultados del segundo debate aconsejaba hacer algo más elaborado, como una simulación del debate con sparring. Me insistió en el método de documentos y conversaciones telefónicas, y así lo acordamos.
En el Comité Electoral preparamos concienzudamente el debate, lo trasladamos al papel y se lo enviamos a Felipe. Incluimos una simulación del debate para los temas que consideramos más importantes, incidiendo en algunos ya tratados en el primer debate en los que Aznar había resultado ganador, como el de las pensiones. Aconsejamos que en la medida en que fuese posible se retomaran algunos temas tratados, aunque fuese en passant de otros asuntos del debate. Hablé con Felipe, comentando las sugerencias de los documentos. Atendiendo algunas indicaciones suyas, rehicimos los papeles y vuelta a mandarlos para que los repasase y los tuviese frescos para el debate.
Llegó el día. La expectación era máxima. Felipe le pudo en todos los terrenos. Estuvo desenvuelto, atacante, retador, brillante, convincente. Apagó al Aznar arrogante del primer debate y se proclamó claro vencedor. Sin duda los méritos eran suyos, pero algo tendría que ver la orientación suministrada, contraria a la del debate anterior, y con gran probabilidad la victoria en el debate tendría fuerte repercusión en la elección de los votantes.
Al terminar el debate, en la puerta misma del plató, cuando salía un triunfante Felipe González, le esperaba una periodista, sola, apostada en el mismo plató para hacer una única pregunta a González: «Este debate lo ha ganado usted, ¿entre el primer debate y éste se ha entrevistado con Alfonso Guerra?». (La cursiva es mía.) Responde Felipe: «No, no le he visto». No mintió, no nos habíamos visto, pero me quedó la sospecha de si aquella pregunta no pertenecía a algún tipo de maniobra de las «viudas de Benarés». La confirmación de mis conjeturas se produjo diez años después. José María Maravall publicó una carta al director en un periódico en la que afirmaba, con cierta cólera, que «Alfonso Guerra no tuvo responsabilidad alguna en aquella campaña de Felipe González». No, ninguna, sólo fui el director de la campaña, poca cosa, bien lo sé yo, pero aún lo sabía mejor José María Maravall, nombrado para un Comité de Estrategia Político-Electoral que naufragó en su primera reunión por reconocimiento de todos de su falta de idoneidad para el trabajo. Maravall aseguraba que «Alfonso Guerra no tuvo responsabilidad alguna en ella [se refería a la preparación del debate], ni estuvo físicamente presente, ni asesoró siquiera telefónicamente». (¿Acaso controlaba mi teléfono?)
La carta acaba con la justificación de su envío: «Creo que clarificar este episodio tiene interés desde el punto de vista de la historia política. Y pienso que arroja luz sobre Alfonso Guerra».
Creo yo que la carta arroja sombras sobre José María Maravall.