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Primero íbamos a por la banda que secuestró a Vika. Era un grupo heterogéneo con miembros rusos, georgianos, daguestanos y ucranianos. Los chechenos de Sai supieron, gracias a un topo, que se celebraría una reunión importante en una dacha a las afueras de Moscú.
Fuimos a Moscú en avión, pero nuestras armas viajaron en camiones de gente de confianza de Sai. Tres días antes de nuestro vuelo salieron para Moscú.
La reunión se celebraba en la dacha del jefe de la banda, un tal Dmitri Pskov, desconocido para mí. Los chechenos de Sai lo conocían bien. Dos años antes tuvieron un tiroteo con ellos en Jimki, una localidad cercana a Moscú. No pudimos saber el número exacto que acudiría a la cita.
Podían ser diez, quince, treinta... Por seguridad, la confirmación se suele producir el último día, para que lo sepa el menor número de personas, aunque al final casi todo se sabe en nuestro mundo.
El plan era muy sencillo. Dos chicos de Sai estarían en las cercanías desde muchas horas antes. Nos irían informando de la situación y del número exacto de hombres que entraban a la dacha.
Estos dos muchachos estaban especializados en camuflarse con el entorno. Podían estar en el suelo, en la hierba, y no ser vistos por nadie.
Vika estaba conmigo, armada con mi “pastel”, que le cedí gustoso porque me di cuenta de que era con el que más precisión tenía. Esperábamos todos a medio kilómetro de allí.
A las ocho de la tarde empezó a llegar el personal. Llegaban en coches ocupados por cinco personas. A las nueve ya habían entrado en la dacha veinte personas. Durante media hora no ocurrió nada.
Los muchachos nos dijeron que estaba todo tranquilo y que había dejado de llegar gente. Pero, a los diez minutos, vimos aparecer un pequeño convoy formado por seis todoterrenos, cuatro berlinas de gran clase y ocho turismos más que iban a la cola.
—Aquí se prepara algo gordo. Las noticias han volado. Otra banda se une a la fiesta — dije yo.
—Es posible que se nos hayan adelantado y hagan nuestro trabajo, Yuri — me contestó Sai con calma, observando con detenimiento el convoy.
En cuanto éste pasó en su totalidad, nos montamos en nuestros coches y nos unimos a la fiesta. Éramos quince en total, divididos en tres coches.
Antes de llegar a la casa, nuestros camuflados nos llamaron directamente. Antes solo escribían mensajes.
—Han llegado unos tíos y están disparando desde fuera. Están dejando la casa como un colador.
A los pocos minutos llegamos nosotros. Había cadáveres por todas partes, fuera de la casa, en las ventanas, en el tejado, en la casa. Todavía se disparaba. No nos acercamos, ¿para qué? Desde lejos pude ver a Tioma, saliendo de entre dos todoterrenos disparando su fusil ametrallador.
A los pocos minutos, todo había terminado. Todos los componentes de la banda a por la que íbamos nosotros estaban muertos dentro o fuera de la casa, cosidos a balazos. Pero se habían defendido como tigres. Los veinte tipos consiguieron matar a treinta de los otros.
Generalmente, entrar así a una casa, aunque se les supere en número, es una escabechina un poco tonta, pero así actúan estos grupos, sin pensar demasiado en el momento de la verdad.
Cada uno de ellos cree que las balas no lo tocarán a él, se creen en posesión de una protección sobrehumana. No pocos de ellos son ortodoxos convencidos, creyentes y asiduos a las iglesias. Más de ochenta personas, sin contarnos a nosotros, habían acudido para acabar por las bravas con aquella reunión.
Las bandas de El Oso, el padre de Vika, y la que fue la mía se habían unido temporalmente. Pronto se dispararían entre ellos, pero de momento había un pacto.
Quedaban vivos unos cincuenta. Los miembros de El Oso se fueron primero, más o menos veinte personas. Los otros treinta eran o miembros de mi ex banda o pistoleros independientes contratados para la ocasión.
No lo pensé y le dije a Sai que ese era mi momento. Tenía allí delante a los que me buscaban y habían puesto precio, no sabía la cantidad exacta, a mi cabeza.
Sai dio unas rápidas órdenes y los chicos se colocaron en posición de ataque. Saqué de la funda mi Dragunov y desde un lugar privilegiado, bien defendido entre un muro y varios árboles, empecé a abatir figuras. Pam—pam—pam—pam. Tardaron unos segundos en entender qué ocurría.
Pensaron, con lógica, que algunos miembros de la banda habían logrado huir de la casa y ahora los atacaban a distancia. Todas sus armas dispararon en mi dirección. Sin luz, y a esa distancia no tenían nada que hacer. No me darían. Solo con suerte alguna bala perdida podría alcanzarme.
Seguí a lo mío, abatiendo a los blancos más fáciles, para, poco a poco, ir tirando a brazos o cabezas que se asomaban de entre los coches. Mis hermanos del Cáucaso empezaron a barrer con sus ametralladoras por la retaguardia.
La sorpresa hizo que dejaran de disparar y se cubrieran. Estaban, de verdad, acojonados. No sabían cuántos les atacaban ni por qué. Entendieron que se trataba de otro grupo. Algunos pensarían que era idea de El Oso, Arseni el cruel. Otros no pensaban y solo ansiaban salvar la vida en una situación tan jodida como aquella.
Sai sacó un bazooka y comenzó a reventar los coches de la banda de Tioma, volando por los aires algunos cuerpos. La desbandada se produjo.
Cada uno huyó en una dirección, disparando sin ver nada, a ciegas, gritando los insultos más bonitos de la preciosa lengua rusa. Tvoyú mat'!! Bliad'!!! Suki! Juyóvaya suka!!! Davái, sudá, drachili! Idíte na jui, pridurki!! Me cago en vuestra puta madre, hijos de puta, cabrones de los cojones, mierdas, mariconas pintadas, la puta que os parió... No es la traducción fiel, pero para hacerse una idea puede servir. Muchos son intraducibles, así que ya me perdonaréis.
Llevaba quince blancos abatidos, la mitad de los que sobrevivieron al asalto a la casa. Se dieron cuenta de que, en cuanto salían a campo abierto, alguien los tumbaba de un disparo. Tioma, mi ex jefe, que nunca ha sido estúpido ni ha pretendido parecerlo, como otros, gritó:
—¡¡Yura!! Eres tú. Balas tan precisas solo pueden salir de tus dedos. Yuri, escúchame. Hemos venido a acabar con la banda que secuestró a Vika, la chica que salvaste, la hija de Arseni. Para, no tires más.
»No tenemos nada contra ti. Tenemos una alianza con El Oso, vamos a ir juntos a partir de ahora. Nos rendimos. Vamos a salir con las manos en alto, Yuri. Hemos entendido. No tenemos nada que hacer frente a tu fusil.
»Te ofrezco lo siguiente. Nos dejas con vida a los que aún la tenemos, que no somos ya muchos, y quedamos en paz. Nadie te buscará, no te perseguiremos. Estás libre. Márchate. Es un buen trato, ¿no crees?
El silencio presidió los momentos posteriores a este triste pacto de un cobarde. Mis hermanos esperaban mi reacción. Si yo accedía, ellos no dispararían tampoco.
—Recuerdo bien las últimas palabras que me dirigiste hace unas semanas, Tioma. “En cuanto cuelgue el puto móvil sesenta personas te van a buscar por tierra, mar y aire. Desearás no haber nacido. Yo mismo me encargaré de darte boleto. No lo haré por placer, pero sí por orgullo y disciplina. Eso es todo, Yuri Ivánovich. No tenemos más que hablar”.
»No puedo fiarme de ti tras escuchar eso, y no lo voy a hacer. Sería estúpido. Vika y yo no viviremos jamás tranquilos estando tú en este mundo. Hay tres personas ahí a las que respeto y a las que no quiero hacer daño.
»Son Kolia (Nikolái) Dima Shishkin y Gosha (Georgui). Si están ahí y siguen vivos, pueden salir, desarmados. Nadie los tocará. Tú, Tioma, vas a morir hoy. No hay más que hablar. De los demás no me fío, así que haréis bien en luchar por vuestra vida porque no habrá piedad.
Gosha y Kolia salieron de inmediato, sin armas, con las manos sobre la nuca. Uno de los chechenos los llamó para indicarles hacia dónde debían dirigirse. Nadie disparó.
En cuanto estuvieron a salvo, granadas, bazookas y demás artillería cayó sobre el grupo. Los que no murieron en los impactos, porque empezaron a correr para salvarse, cayeron bajo las balas de mi fusil.
Vika estaba en todo momento junto a Sai. Le pedí que no la perdiera de vista. Intervino en el tiroteo inicial. Es posible que matara o hiriera a alguien. Vació el cargador entero.
Nos fuimos de allí cagando leches. Al día siguiente tocaba el plato fuerte. Nuestra venganza se nos iba a servir, como dice el dicho, en plato frío. En nuestro caso, en plato congelado, más bien.
Alexandr Vólkov ya era capitán de las Spetsnaz. No se puede ascender tan rápido en los cuerpos especiales rusos. Hace falta curtirse y ganarse los galones.
Pero siempre hay excepciones. Hoy en día la política lo ensucia todo y gentuza miserable como este Sasha será uno de los militares que tenga mucho peso e influencia en pocos años. Haríamos un favor a Rusia quitándole de en medio.
Lo seguimos cuando salió de su casa. Se metió en el coche, que podría haber tenido un juguetito en los bajos, pero que no lo tuvo porque lo queríamos vivo. Sai lo quería en su casa, en Chechenia, y allí iba a ir, en efecto.
Cuatro de nuestros hermanos lo siguieron con un coche. En un semáforo que teníamos acordado, le embistieron sin mucha fuerza por detrás. Él se bajó, por supuesto, más chulo y recto que una vara de avellano.
Los nuestros se bajaron, a su vez. Cuando vio que eran cuatro “negros” (como también se conoce a los caucásicos de piel más oscura, sobre todo a chechenos y daguestanos), se le bajó un poco la chulería.
Pero confiaba en su apellido en cuanto llegaran los de tráfico, los odiados Gaíshñiki que solo van en busca de sus mordidas, agazapados en cruces, semáforos y puntos conflictivos para sorprender infracciones o provocarlas ellos mismos.
Uno de los chicos se metió en el coche de Sasha y lo arrancó. Éste, con rapidez, se volvió hacia ahí para impedir que ese sucio negro le robara su adorado BMW M5. En unos segundos, los otros tres lo metieron en los asientos de atrás de su propio coche, tras echarle spray de pimienta en los ojos.
Lo hicieron tan rápido que apenas se dio cuenta nadie. Y si alguien se dio, el miedo y la prudencia le impidieron bajarse de su coche. Ya lo teníamos. Demasiado fácil, por desgracia. Después, en un garaje de confianza, me puse el traje de Sasha y conduje el coche, con Sasha en el maletero, hasta Grózny.
Los Gaíshñiki podían pararme las veces que quisieran. A un capitán de las Spetsnaz no se le detiene. En cuanto vieran la placa, que sacamos de su cartera, nos dejarían vía libre. Por detrás, a prudente distancia, venía el resto de hermanos chechenos. Vika iba a mi lado. Un capitán poderoso con su última amante. Todo de lo más normal.
La noche anterior, tras la matanza de Stúpino (donde se hallaba la dacha), Vika fue a visitar a su padre, para que viera que estaba bien cuidada y para comunicarle su decisión de irse conmigo fuera de Moscú. Le dijo que yo dejaba las bandas y que me iba a dedicar a cuidarla siempre.
El padre, agradecido, le dijo que tendríamos siempre todo lo que quisiéramos. Si nos hacía falta ayuda, se ofendería mucho si acudíamos a otra persona. No se lo impidió. Le dijo que le gustaría conocerme pronto, cuando los ecos de la matanza se fueran olvidando, quizá fuera de Moscú, quién sabía.
Le dio sus bendiciones y le pidió avisarle si la boda se producía pronto. Organizarían, en la isla de Santorini (Grecia) la boda más espectacular del siglo. Vika se reunió con nosotros por la mañana. Un coche de los chechenos fue a buscarla.
No pudimos detenernos en el camino, llevando en el maletero del deportivo la carga que llevábamos. Hicimos el viaje hasta Grózny de un tirón.
Ya en nuestros cuarteles, sacamos a Sasha del maletero. Estaba casi asfixiado. Sai y yo dijimos a los muchachos que nos vigilaran porque no respondíamos de la primera reacción que nos produciría la vista de su rostro de miserable.
Tras diez minutos respirando ese aire puro lleno de oxígeno del Cáucaso, se recuperó un poco y pudo empezar a hablar.
—¿Qué me ha ocurrido? ¿Estoy secuestrado? ¿Quiénes sois, hijos de puta?
El checheno que lo había sacado del maletero, uno de los primos de Sai, Ibragim, un chavalón de diecinueve años, alto como una torre, de cuello de toro y brazos de gimnasta de anillas, al escuchar cómo insultaban a su madre y a la de todos los demás, le metió un bofetón con la mano abierta que hizo volar a Sasha hasta la puerta del gallinero, y cayó dentro, destrozando la puerta del impacto.
Tuvimos que pararle nosotros a él. A ese paso no iba a quedar mucho Sasha para nosotros. La olímpica bofetada le saltó un diente, le hinchó ambos labios y le sangraba la nariz.
Era muy tarde, de noche, cuando llegamos a Grózny. Por eso, decidimos descansar y ocuparnos de Sasha por la mañana.
Mejor que rumiara su miedo en silencio. Nadie le explicó nada. Ni uno solo de los chicos le dirigió una palabra. No se atrevió a insultar más a nadie. Un cobarde es un cobarde, como bien sabréis.
Me apetecía abrazar a mi Vika, estar con ella, tocar su cuerpo, dormir a su lado, escuchar su respiración, embriagarme con el olor de su piel, sobre todo el de sus pechos y hombros, que me volvía loco. Vika sabía que Sasha iba a morir allí.
Me pidió no ser demasiado salvaje, intentó convencerme de no sé qué historias. No sé cuáles porque le pedí no hablar de eso y dejé de escucharla. Sasha era una excepción.
Después de Sasha, le escucharía siempre en todo, pero ese tema era de Sai y mío, y de nadie más, y no íbamos a permitir a nadie que interfiriera. Lo entendió, y, sin insistir más, me besó y se desnudó, metiéndose al jacuzzi.
La visión de sus labios vaginales desde atrás, cuando se agachaba para tocar el agua con los dedos, me excitó y no le dejé entrar en la pequeña bañera. Estaba ansioso, necesitaba relajarme con el sexo y tranquilizarme.
No sabía hasta qué punto nos dejaríamos llevar por nuestro salvajismo tanto Sai como yo. Ambos entendíamos que si le habíamos llevado hasta allí recorriendo media Rusia, no era para matarlo de un tiro o de darle unos cuantos golpes. Sasha iba a pagar un precio muy alto por todo.
Por su cobardía echándole la culpa a un compañero. Por su maldad torturando hasta dejar a otro compañero como un vegetal, por su egoísmo ciego, por su miedo a afrontar las consecuencias de sus actos. Y, sobre todo, por creer que un apellido o el apoyo del stablishment militar, podría salvarlo siempre.
Sasha pagaría por muchos otros que han salido de rositas en situaciones parecidas. Con todos esos sentimientos dándome vueltas, me follé a Vika sin saber muy bien cómo. Me dejé llevar y me comporté como un animal en celo que solo quiere transmitir su semilla. No hubo amor aquella noche.
Unas horas antes, maté en unos minutos a más de veinticinco personas, lo que tampoco me dejaba la conciencia muy tranquila. Es cierto que espero no tener que hacerlo más, y no quiero hacerlo más, pero pesa, cada persona pesa después en la conciencia. Puedes darle la espalda o puedes aceptarlo y escucharla.
Yo prefiero lo segundo debido, entre otras cosas, a mi amor por la “limpia”, ya me conocéis un poco. Sentí que Vika lo entendió. Le gustó al principio, pero poco a poco comprendió que me estaba desfogando, que estaba luchando, a través de salvajes embestidas a su pobre coño, contra mí mismo.
Me permitió hacerlo porque me ama más que a ella misma. Esta mujer me ha cambiado la vida. Ahora mi corazón está creciendo; el cardiólogo lo podría apreciar bien con una simple lupa. Pronto será visible sin utilizar ningún tipo de lente de aumento.
Terminé y tras darle a Vika un beso en la frente, salí al bosque a pasear y a sentir la naturaleza. Apenas dormí aquella noche.
Por la mañana, empezó el programa para Sasha. Sai y yo entramos en el cuarto donde estaba el cobarde, atado de pies y manos, sentado en una silla. Lo desató Sai, sin mirarlo porque decía que le apetecía acabar con él de un solo y magistral golpe de puño.
Le dije a Sai que si le daba una paliza nada más empezar, sería un egoísmo que podría echar a perder todo el programa. Teníamos que actuar con sangre fría y hacerle pasar todo el terror posible. Por nosotros dos y por ese pobre chaval que no volvería a andar nunca. La venganza fría tenía pues tres ramificaciones.
Sasha se atrevió a murmurar, entre lágrimas y temblores, las siguientes palabras:
—Rebiata (chicos), escuchadme con atención. Mi familia es rica como no podéis imaginaros. Tenemos casas en Rusia y en muchos países extranjeros, tenemos joyas, oro, muchas cuentas con millones, contactos, relaciones con poderosos. Si vosotros...
No pudimos seguir escuchando la misma cantinela de todo cobarde que, antes de suplicar y arrodillarse, intenta comprar a su ejecutor. Sai le metió un codazo en la mejilla tan brutal que le abrió una brecha de seis centímetros.
Se veía hasta el hueso. Cayó al suelo. Yo lo levanté agarrándolo por el cuello y, contagiado por el golpe de mi hermano, le hundí los nudillos en las costillas, con un golpe en gancho de abajo arriba. Le fracturé una de ellas. Se oyó el crujido.
Nos calmamos y lo llevamos a la bañera, que estaba llena de agua. Allí, por turnos, fuimos sumergiendo su cabeza. Sabíamos que tenía pánico a ahogarse, era uno de sus miedos de la infancia. Un spetsnaz con cargo de conciencia por no haberme apoyado en la declaración, me confesó este y otros detalles útiles.
Los gritos y aullidos se oyeron en toda la aldea. Todos sabían que Sai y Yura habían cogido y traído al responsable de todas sus penalidades. Todos apoyaban ese cruel comportamiento con el silencio cómplice. La venganza era justa, aunque no fuera de buen gusto ni agradable para nadie.
Tras la prueba del agua, lo dejamos descansar tres horas, para que se recuperase. Nos fuimos a comer. La rabia y las ganas de acabar pronto nos habían quitado el apetito a ambos. Éramos duros, no éramos, ni somos, santos, pero no tenemos alma de torturador.
Nos dimos cuenta de que ese trabajo es de demonios, no corresponde a seres humanos. Nos lo decíamos con la mirada. Cuando no veíamos su cara, sentíamos deseos de acabar pronto, por piedad. Pero cuando lo teníamos delante, el odio y la fuerza de la venganza se imponían y continuábamos el proceso.
Le hicimos justo lo que él le hizo a ese pobre chaval. Nos reímos de él, nos burlábamos con ironías miserables de chuloputas, le pisábamos la nuca y le meábamos encima, le dábamos suaves bofetadas humillantes, escupíamos en su cara sin cesar.
Por último, lo aporreamos sin piedad en la columna vertebral hasta que entendimos que ya no podría andar nunca más. Esos golpes, junto con las descargas eléctricas en los testículos — que también le aplicamos con saña — son de lo más doloroso que puede experimentar el ser humano.
Después, lo dejamos allí, en ese cuarto, tirado. Sin agua, sin comida, sin atenciones por parte de nadie. Tres días con sus tres noches. El dolor le provocaba aullidos de fiera. Se desmayaba y volvía a la vida entre gritos.
Creo que se volvió literalmente loco de dolor. Cada dos horas entrábamos y le escupíamos y le damos patadas en los cojones. Le arrancamos las uñas. Le quemamos los huevos y la polla con cerillas.
Yo le saqué un ojo con una cuchara. Sai le partió la nariz con una piedra. Nos volvimos locos. Ni siquiera sabíamos lo que hacíamos. Era dar por dar, donde fuera. Romper huesos, retorcer, golpear. Los animales no son capaces de actos así. Solo nosotros, los humanos, los llamados homo sapiens.
—¡¡Matadme, por piedad, matadme ya!! No soporto este dolor. Es inhumano. Sé que yo también lo fui. Lo sé. Pido perdón. Desde el fondo de mi alma lo pido sinceramente. A vosotros también, pero sobre todo a él.
»Decídselo. Que me perdone. Que Dios me perdone. Solo quiero morir ya... Morir, morir y descansar... Decidle que me perdoneee. Mamá, mamá, sácame de aquí, madre... Nooooo...
Nadie se atrevió a acercarse a nosotros. Ahora sé que Vika estuvo llorando todo el tiempo, pero tampoco se atrevió a intervenir. Tanto Sai como yo llegamos a sentir piedad al cuarto día. Aquello ya era demasiado.
No éramos muy diferentes a él tras hacer esto, aunque fuera por venganza. Entramos decididos a pegarle un simple tiro en la cabeza y acabar con esa tortura para nosotros, para él, para Vika y para todos nuestros hermanos, que sufrían también ante los aullidos salvajes de un cerdo pero que, en el fondo, y todos lo sabíamos, era una persona.
Había actuado mal, pero era una persona. Tarde. Era tarde. Alexandr Vólkov yacía muerto, entre vómitos, heces, orines y sangre. Con mierda había escrito, en el suelo:
QUE DIOS NOS PERDONE A TODOS
Sai y yo nos abrazamos, llorando. Y allí estuvimos muchas horas, sin poder salir del cuarto, sin poder mirar a nadie, ni siquiera el uno al otro.
Bajamos al infierno voluntariamente. Ahora entiendo que el infierno existe. Somos nosotros mismos. Son nuestros actos, es nuestra conciencia la que nos quema con un fuego imposible de describir.
Sai y yo nos fuimos a una caseta en la montaña. No podíamos estar con los demás, no podíamos estar entre seres humanos. Habíamos dejado de serlo. El ejercicio físico nos permitió volver a la vida de las personas normales unos días después.
Estuvimos corriendo, saltando, haciendo brutalidades que nuestros músculos no habrían aguantado en condiciones normales. Decidimos pelear. Nos reventamos a hostias. Patadas, puñetazos, llaves, estrangulaciones. Le rompí un brazo y él me descoyuntó un hombro.
Cuando estábamos así, tumbados, tirados en la hierba, sangrando pero sin sentir dolor físico alguno, solo moral, nos abrazamos y dijimos que teníamos que olvidar, que teníamos que seguir viviendo. Ese tío nos jodió la vida, sí.
Pero ahora que no estaba ya no había razón para la venganza, para el odio. Habíamos dado rienda suelta más que suficiente a esos ancestrales impulsos. Ya estaba. Todo pasó.
Podíamos redimirnos haciendo todo lo contrario. Ayudando a los demás, salvando vidas, dándolo todo por nuestros semejantes. Solo así podríamos perdonarnos a nosotros mismos.
Bajamos al pueblo cojeando, renqueantes. Los muchachos lo entendieron. Les pedimos que enterraran a Sasha de manera cristiana, poniéndole una pequeña cruz. Había muerto como un cristiano, arrepentido y temiendo la ira de Dios.
Nos llevaron al hospital para curarnos las heridas. Volvimos y lo primero que hice fue entrar a nuestra cabaña. Allí estaba Vika, esperándome.
Se le iluminó la cara al verme. Me abrazó, lloró desconsolada, me besó por todo el cuerpo. Se puso de rodillas y me suplicó que no la abandonara más, que no podía soportar mi sufrimiento.
—Te voy a ayudar a superar esto, cariño, ya verás. No vamos a hablar de ello, para qué. Ahora tienes que vivir. Te toca lo bueno, ya basta de muertes, de odio, de sufrimientos, de venganzas, de toda esta basura. Basta ya. Vámonos lejos.
»Vámonos sin rumbo fijo, con el tiempo veremos adónde. Tienes que salir de Rusia. Yo también lo necesito. Demasiado dolor. Estoy asfixiada por la pena. Así no podemos vivir. Traer a ese hombre no ha sido buena idea para vosotros.
»Ahora lo habéis entendido. Pero solo podíais entenderlo de esta forma. Sois buenos chicos, por eso estáis así. Hundidos. Pero no os preocupéis, vais a salir de esto, con el tiempo, poco a poco. Yo voy a estar siempre a tu lado, siempre, mi vida.
Ese mismo día le dije a Sai, tras abrazarlo durante diez minutos seguidos, que me iba, no sabía adónde. Tenía que dejar Rusia. Huía quizá de mí mismo, no lo sabía, pero me marchaba. No podía más. Él me dijo que iba a trabajar en la mezquita.
Se quería dedicar a leer el Corán y a indagar en el corazón humano, para intentar sacar la violencia de su interior. Quería buscar otro camino, pero tampoco sabía cuál ni cómo, pero su primera idea había sido esa y toda la familia y amigos lo apoyaban. El grupo se iba a disolver.
No solo a nosotros nos transformaron los aullidos de Sasha durante aquellos tres días. Muchos hermanos dijeron querer dejar las armas, la violencia, las muertes. Querían tener familia, jugar con los niños y olvidarse de ofensas y rencores que no terminarían nunca. Se produjo una especie de catarsis colectiva.
La pena nos embargaba a todos. Nosotros sentíamos pena por nosotros mismos. Y ellos por nosotros y por no haber parado aquella masacre cuando habrían podido hacerlo.