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Me levanté, como siempre que tengo un encargo importante, a las seis de la mañana. Abrí la ventana, sentí la helada penetrando en mis pulmones y así me despejé de todo el vodka que bebí la noche anterior.
Hice mis doscientos abdominales en el suelo e, inmediatamente después, mis ciento cincuenta flexiones, setenta y cinco con la mano derecha y las otras setenta y cinco con la izquierda. Me duché, desayuné papilla de avena, kefir y dos huevos duros.
Aquel día, por primera vez en mi vida, me pregunté quién era yo. Me llamo Yuri Galkin, tengo veintidós años, soy ruso, nacido en Crimea, cuando mi querida península formaba parte de Ucrania, debido al caprichoso regalo de aquel dirigente soviético, Nikita Jrushov, que pasó Crimea de Rusia a Ucrania como quien juega al dominó.
Formé parte de las Spetsnaz rusas, las fuerzas especiales. Mi objetivo era conseguir la boina roja, pasar las pruebas y ser un miembro de honor. Me expulsaron por defender a un compañero inocente de un delito que había cometido uno de los oficiales. Yo lo descubrí y no me callé. Nadie me creyó.
Qué coño, digamos la verdad; nadie se atrevió a creerme. A Saidali, mi compañero, lo encarcelaron y a mí me expulsaron por pretender ayudarlo. Desde entonces, he dejado de creer en el estado, en la ley, en la justicia y en todas esas patochadas que no son sino viles mentiras para tenernos a todos amarrados y sumisos.
Fui el número uno en todas las pruebas, el mejor de toda mi promoción. La boina roja me pertenecía por derecho propio. Me quedaba una semana para recibirla. El segundo estaba a mucha distancia de mí. Pero ese hijo de puta de Alexandr Vólkov era muy poderoso. Su abuelo había sido almirante de la marina soviética.
Era intocable. No hubo nada que hacer, aunque mis instructores rogaron y suplicaron por mí, pero se ve que no lo hicieron con la intensidad deseable. Esa es mi puta y triste historia. Aquella injusticia me engendró un rencor que acabó pariendo esta mala sangre que me ha conducido hasta aquí.
Debido a mi físico y a mi extraordinaria puntería con cualquier arma, la banda de Tioma me fichó para sus filas. Soy un sicario, un francotirador, un asesino a sueldo, un sniper, un matón o como lo queráis llamar, joder, ¡a mí qué me importa! Me gano la vida, no hago preguntas y, al menos, no torturo a nadie, como otros.
Mis víctimas no sienten nada, no ven venir la muerte. Les hago abandonar este mundo sin dolor, sin sufrimiento, sin angustia. Eso me consuela.
Puedo poner una bala en el lugar que desee. Soy capaz de reventar una sandía a cien metros con un Kaláshnikov, pero también puedo partir en dos una naranja a trescientos cincuenta metros con una pistola 92FS italiana o una Yaryguin rusa.
Si me dais un fusil de francotirador no existe ningún blanco que no pueda abatir. Ah, y la mira telescópica os la podéis meter por el ojete, ¿está claro? Cuando disparo a blancos humanos, apunto a pocos lugares: sien, ojos, garganta, centro de la frente, corazón o nuca.
No necesito un puto segundo disparo. ¿Me oís? ¡Nunca! Sí, sí, lo sé, estaréis pensando que soy el típico gilipollas chulito, un engreído de primera al que le gusta presumir de lo que carece.
No hablo de lo que ignoro, no presumo nunca de lo que no sé hacer. De todas formas, disparar así es un don. Nadie me enseñó. No tiene mucho mérito. Lo hago de manera natural. Antes de que la bala salga, sé que se va a alojar donde he puesto el ojo.
Desde mi primer disparo, podía poner el proyectil en la diana que me ponían. Los instructores me preguntaban que cuál era mi truco. Alguno llegó a proponerme una pequeña fortuna por mi “secreto”.
No hay ningún secreto. Tengo una vista de águila y un pulso siempre firme. No me altero jamás, no tiemblo. Aún no he fallado un solo disparo.
Ese soy yo. ¡¡Me cago en la puta, ese jodido mierda era yo!! Ahora soy otro, pero aún no sé quién.
En cuanto lo sepa, os lo contaré, cabrones; sois unos cotillas, unas porteras, más curiosos que las verduleras de patio; no temáis porque no me callo nada. A su momento lo sabréis, en cuanto yo me entere.
Continúo. Salí de casa con mi SVD Dragunov, el fusil de asalto de las Spetsnaz. Lo hago a propósito. Es un gran fusil, pero, aunque fuese el peor, lo usaría igual, joder, que hay que explicároslo todo como a niños.
Y no me distraigáis más con vuestras preguntas de mierda, que os estoy oyendo. El encargo era sencillo. Tenía que entrar en un determinado piso de Moscú, a una hora exacta, las 10.35 de la mañana, y acabar con cuanto hijo-puta hubiese allí, fuera hombre, mujer, niño, inválido o la madre que lo parió.
Otra cosa en la que soy muy bueno es calculando el tiempo con precisión. Supe a qué hora aparcaría el coche, el número de segundos que me serían necesarios para llegar al portal, lo que tardaría en llegar al sexto piso por las escaleras, cuánto tardaría en tumbar la puerta y todo ese rollo.
A las diez horas, treinta y cinco minutos y cero segundos la puerta estaría abierta o reventada, y unos pocos segundos después, todos muertos. Me dijeron que habría entre ocho y once personas, pero muy probablemente ocho. Todas debían morir. Sí, sí, coño, todas. ¿Qué puta letra de la palabra “todas” no coscáis?
Y así fue. A las diez y treinta y cinco abrí la puerta con una ganzúa y empecé a abatir blancos humanos. En la cocina, cerca de la entrada, tomaban té dos tíos maduros, barrigones, calvos, con aspecto de ser jachís.
Por si no eres ruso, capullo, te diré que jachí es todo aquel proveniente del Cáucaso, pero este vocablo no se aplica a caucásicos musulmanes. O sea, que eran osetios, georgianos, armenios, etc. Qué cruz tengo con vosotros, hostia, lo ignoráis todo. No usé el fusil, para qué. Saqué mi pobre Browning HP, con el silenciador montado, y les regalé un poco de plomo, un trocito para cada uno.
A uno en la nuca y al otro en la frente. Tampoco soy un tiquismiquis cuando disparo. No tuvieron tiempo ni de tocar sus armas, que estaban sobre la mesa, junto a dos vasitos enternecedores de vodka, junto a su platito de pepinillos. La efectividad por encima de todo. Salí de la cocina con el fusil dispuesto.
Entré en el baño y vi a una señora de unos setenta años sentada en el retrete. Me dio pena interrumpir así su micción, pero tuve que hacerlo, entendedme. Me dijeron que todos... A continuación, mientras avanzaba por el largo pasillo de aquel antiguo inmueble de principios del siglo XX, me salió al paso un tío gigantesco, de unos dos metros. Pesaría casi doscientos kilos ese morlaco.
Él también se llevó uno de mis souvenirs metálicos en la frente. Lo malo fue que hizo mucho ruido al caer. Debido al sonido que produjo el cadáver al chocarse contra la puerta, salieron tres tíos de uno de los cuartos del fondo del pasillo. Los esperé de rodillas, como creo que hacen algunos toreros españoles cuando esperan la salida del toro. En vez de capa yo tenía mi Dragunov.
Tres disparos que fueron bellos por la precisión. La precisión es mi personal estética. El primero entró por el ojo, el segundo disparó se alojó sobre la nariz del segundo y el tercero, que salió de la habitación saltando y lanzándose al suelo mientras disparaba, se llevó una bala mientras caía. Le acerté en la sien.
Sí, malditos desconfiados, sí, cuántas veces os lo voy a tener que repetir: puedo poner una bala donde sea y en el blanco (sea fijo o móvil) que quiera. Como además de disparar, queridos cotillas, sé contar, supe que llevaba solo siete personas eliminadas.
Me quedaba al menos una, en el mejor de los casos, o cuatro en el peor. El silencio se hizo dueño del piso. Habría podido oír a la perfección el vuelo de una mosca. Permanecí en mi puesto, de rodillas, un minuto entero. O me esperaba una trampa o allí no había más gente. Empecé a registrar la casa entera, cuarto por cuarto. Nada.
Iba a salir de casa y pirarme cuando descubrí un pequeño armario empotrado cerca de la entrada. Del armario salían sollozos femeninos. Bueno, lo que me faltaba, joder, me dije. Una puta tía también.
Iba a disparar desde ahí, sin que ella abriera la puerta. Mejor no ver su cara. Si era muy guapa luego tendría su jeta visitándome por las noches, en sueños. Pero al final abrí. La cerradura tenía puesta una llavecita que solo tuve que girar. No os podéis imaginar quién salió de allí.
Era Venus, Afrodita o una mezcla de ambas. Jaja, ¿creéis que no sé que es la misma diosa? ¡Os pillé! Era una broma. No soy ningún paleto, ¿vale? Lo habéis pensado, reconoced que lo habéis pensado. Bueno, eso los que os hayáis dado cuenta. Sí, también me gusta vacilar a la peña.
Bueno, como os contaba, de ese pequeño armario salió una piba de una belleza tan deslumbrante que tuve que proteger mi pobre fusil, para que no se derritiera como nieve en abril.
—Por favor, te lo suplico. No me mates. Sé que es tu trabajo y que no tienes nada contra mí. No me conoces, y yo a ti tampoco. Quiero vivir.
Me lo dijo sin histerismos, pero con un lagrimón de la virgen cayéndole por la mejilla. Un francotirador como yo, con cientos de cadáveres ejecutados a través de mi sensible gatillo... Me lo pensé. Viktoria está muy buena, jodidamente buena.
Demasiado buena. Mirad, la nena estaba en camiseta de tirantes. La tela no conseguía tapar teta por ninguna parte. ¡Qué melones! Llevaba un pantalón rosa de chándal que le marcaba incluso la bisectriz central, no sé si me entendéis, que seguro que muchos sois más mojigatos que vuestra abuelita la solterona.
—¿Qué coño pinta una tía como tú en un sitio como este? Joder, tronca, que me buscas la ruina. Eres la octava. Me dijeron que habría ocho personas. No puedo dejarte con vida. Lo siento. Mira, date la vuelta, no puedo ver cómo una cara tan preciosa es consciente de su último aliento de vida.
—Por favor, señor. Ne nado! ¡No lo haga! Se lo suplico. Haré lo que usted quiera, se lo juro. Por favor...
Que no la matara por favor, me decía. Mi dedo, adicto al gatillo como otros lo son a la señora blanca, al caballo o al juego, se dobló en posición, presto a terminar con ella. Mi dedo, el cabrón, no tiene polla, solo uña, y no entiende de estas cosas.
Tuve que frenarlo. El dedo me decía que estaba arruinando mi reputación, mi carrera y, sobre todo, mi vida. Esos segundos de duda son justo los que te llevan a la tumba.
Mientras me debatía en tales disquisiciones filosóficas, y el índice ya presionaba levemente el gatillo, la jaca se acercó a mí, ¡qué huevos!, me agarró la cara con ambas manos y me plantó un beso de tornillo que no se me cayó el Dragunov de puro milagro.
Fue lista la chavala, os diréis. Es posible. No se trata tanto de su listeza como de mi extrema estupidez. Ella manejó bien sus bazas, estaba perdida y se la jugó a una carta. Le salió bien. Sin pensarlo mucho, desembarazándome con dificultad de su maravilloso abrazo afrodítico, logré decir:
—Venga, sígueme y no abras la boca. ¡Ni siquiera para besarme otra vez!
Salimos de la casa. La octava me pisaba los talones. Soy muy veloz bajando escaleras, pero no la dejé atrás. O el miedo hace maravillas o estaba en muy buena forma. Nada más salir del portal, abrí el coche con el mando a distancia y le grité que entrara echando hostias.
Salí de allí como alma que lleva el diablo. A los dos minutos me dije que no sabía ni adónde iba. Ya no podía matarla. Algo ocurrió, aún no sé bien qué, pero algo sucedió en mi interior cuando esa mujer salió de ese armario empotrado y me miró. Una vez más, no cumplir las normas establecidas me iba a salir caro. Pero así soy, imprevisible como el tiempo en Rusia.
—Mi padre te recompensará y te protegerá, de verdad.
Esa niña había pasado al tuteo en cuanto entendió que estaba a salvo y que no iba a matarla. Las mujeres... Se las saben todas. ¡Nos manejan como quieren!
No, no, tú, el listillo del grupo de lectores, no creas que tú no, que eres distinto, que a ti no te pasa. No te habrá pasado... aún. Aún. Ya me darás la razón tarde o temprano, mono. Y no se te ocurra reírte que te meto una galleta tal que te estorbaría el cielo para dar vueltas.
—Si tu padre no es Dios no me sirve, pequeña — dije yo, moviendo la cabeza de lado a lado ante mi torpe decisión.
—Es casi Dios — contestó, risueña y segura.
Pero esta piba es que me vuelve loco, me raya con sus caras, me trastorna todo.
—Pero ¿cómo que casi Dios? ¿Eres la hija del presidente o qué? ¿Quién coño eres, muñequita bonita? — aullé como un loco.
—No te alteres, muchacho, calma; ante todo calma. Estás al volante y podemos tener un percance. Mi padre se llama Arseni Záitsev, pero es más conocido como El Oso Blanco.
—Jodeeeerrrr, bliad, bliad y bliad!!!! Eres la hija del Oso. Es el capo de la banda que más odia mi jefe. Me he caído con todo el equipo, ¡¡¡me cago en tó!!! — dije yo un tanto alterado, bueno, en realidad reventando a hostias el volante del coche.
Tuve que frenar y salir para que me diera el aire, que en ese momento estaba a quince grados por debajo de cero. Me dio de cojones. Sí, capullos, sí; sí, almas de cántaro, sí, todas las ideas que os están corriendo ahora por vuestros jodidos y tranquilos cerebros me vinieron a mí también. Las mismas.
Escapa con ella y vive una nueva vida en un poblacho abandonado de Siberia y dedícate a follar bien y a tener una prole, cultiva la tierra y sé feliz. Déjala que salga del coche y di que había solo siete personas en la casa.
Pégala un tiro aquí mismo, vuelve para atrás y deja el cuerpo dentro de la casa (también la pensé, no creáis), etcétera, etcétera y más etcétera de la polla.
Cómo se nota, mariquitas cebados y cínicos, que el momento más peligroso de vuestras vidas ha sido subiros a la montaña rusa de pequeños. Por cierto, en ruso decimos montaña “americana”, a ver si os vais pispando de la película.
Mirad, colegas, os seré franco. Soy un tirador de la hostia, uno de los mejores de toda la historia de la humanidad... Cómo voy a exagerar si la historia de la humanidad con armas de precisión es muy corta. Soy también rápido y fuerte, lucho bien, no conduzco mal, pero lo mío no es mentir ni disimular.
Vaya, que no sé hacerlo. Por lo tanto, no valgo ni para político ni para banquero, ni para abogado, ni para vendedor ni para gurú de secta ni de logia masónica, ni para periodista ni para muchos curros donde se exige engañar, disimular, dar vueltas y ganar tiempo. Por eso, llamé a mi jefe y le conté la limpia verdad.
En ruso no envilecemos nunca a la verdad, lo mejor del ser humano, con adjetivos infamantes, como en otras lenguas. En español la llaman puta, en inglés jodida, y en otros idiomas cosas parecidas. En ruso se dice, repetid conmigo: chístaya pravda, la limpia verdad. Recordadlo: chístaya pravda.
Y en ese momento llamé a mi jefe.
—Eto Yura (soy Yura). Sí, Tioma (diminutivo de Artiom), está hecho. Siete.
—¿Cómo que siete, Yura? Hoy tenía que haber ocho, ocho personas allí. Ni una puta menos. Ni nueve ni siete, ni seis ni ochenta. Ocho. Dime que te has equivocado al decirme la cifra. ¡Dímelo!
—No, Artiom, no me he equivocado. Por desgracia, había ocho, como dices. Pero solo he dejado listos a siete. La octava está aquí, conmigo, a mi lado. Es una tía.
—Eres un tío cojonudo, Yuri, en serio. No hay otro como tú, pero vacilas demasiado, en serio. Joder, casi me lo trago, jajaja, eres la rehostia, cabrón. Venga, ven para acá que tengo un asunto que encargarte para la próxima semana. Hay que planificarlo bien.
—Tioma, Tioma, escúchame, por favor. No es broma. Por primera vez he dejado a uno vivo. No se ha escapado. No he podido disparar. No sé qué ha pasado.
»Sabes que siempre digo lo que pienso. No hay excusas de ningún tipo. No he sido capaz. El dedo me pedía marcha pero no le he dejado apretar el maldito gatillo. No sé qué hacer. Ya no puedo matarla, no puedo.
—Dispara, Yuri. Si la tienes ahí, ¡dispara, joder! No es nada personal, no la conoces, no tienes nada contra ella. En cuanto no se lo espere, dispara. No lo sentirá. Venga, hazlo ya. Si no lo haces, no verás el sol mañana, y lo sabes.
»Yo mismo tendré que pegarte un tiro. No voy a arriesgar mi posición, mi prestigio, mi grupo ni mi vida por un tirador que no sabe hacer bien su trabajo. No te lo repetiré otra vez. Ya sabes lo que tienes que hacer.
»No será difícil justificar que el octavo cadáver esté fuera de la casa. Escapó, saliste en su pos y la abatiste tras una corta persecución. ¡Vamos!
—Hasta la vista, Artiom. No voy a matarla.
—Espera un segundo. Vale, vale, algo ha pasado. Has visto algo en ella, alguna vez sucede. De acuerdo, entendido. Tráela aquí. Tráela. Otro terminará tu trabajo. Esto te costará caro, pero nada está perdido. Te dejaré un tiempo en la recámara, para que lo reconsideres todo. Ahora hay que terminar el trabajo.
»El asunto viene de muy arriba y no puedo fallar. La chica es la clave. El resto solo la vigilaba. Has salvado al objetivo principal. Estaba secuestrada, querían un gran rescate de El Oso. Por razones que a ti no te interesan, el objetivo era que ese pago no se realizase nunca.
—Pues tenemos otro problema, Artiom. Tampoco la voy a entregar. No le he salvado la vida para entregarla ahora a cualquier bestia que la mate igualmente pero la viole primero o la pase por la silla, ya me entiendes.
—El único problema lo tienes tú, hijo de puta. En cuanto cuelgue el puto móvil sesenta personas te van a buscar por tierra, mar y aire. Desearás no haber nacido. Yo mismo me encargaré de darte boleto. No lo haré por placer, pero sí por orgullo y disciplina. Eso es todo, Yuri Ivánovich. No tenemos más que hablar.
Artiom colgó. En el fondo, lo agradecí. Me habría dolido haberle colgado yo a él, no sé si me explico. Después de ese mal sabor de boca que se llevó al conocer la pésima noticia, que encima te cuelgue un niñato de veintidós años como yo, pues...
Y allí estaba Vika, una torda espectacular de casi metro ochenta, en camiseta y pantalón de pijama (¡¡¡y encima descalza!!!) fuera del coche, con una helada del copón bendito, con los pezones congelándose, duros como piedras, mirándome para saber a qué atenerse en lo concerniente a su vida.
—Niña, ¿cómo te llamas?
—Me llamo Viktoria. Acabas de jugarte tu carrera por mí. Dios mío. No tengo palabras para describir lo que siente mi corazón. Soy una total desconocida para ti. No solo no me has matado sino que ahora parece que proteger mi vida es lo más importante para ti.
»No eres un asesino, no lo eres. Quizá hayas estado haciendo esto por rabia, por alguna frustración, por venganza, no lo sé. Pero eres bueno. Lo veo en tus ojos.
—No tengo palabras para describir... — dije imitando su tono y su voz — ¿por qué hablas como en los libros, niña?
—Venga, no te hagas el chico duro ahora, aunque lo seas. Estás actuando como un príncipe que salva a la princesa. Un príncipe, además, bastante atractivo, si te soy sincera.
—Pero estas tías... no dejáis de flirtear un segundo ni cuando la vida pende de un hilo. ¡Estamos jodidos! ¿Te das cuenta? Total y absolutamente jodidos. Somos cadáveres andantes, puedes estar segura.
»La caza ha empezado y ahora yo soy la presa. El cazador cazado. Se me está bien por gilipollas y sentimental. Debería matarte y acabar con todo de una puta vez. Mira, me quedan dos balas en “el pastel”.
»La llamo así porque hay un pastel de chocolate que se llama también así, Browning, ¿no? Bien, quedan dos balas. Una para ti y otra para mí. No nos dolerá. Será rápido. Si te mato, voy detrás.
—No vas a disparar. Si hubieras querido, lo habrías hecho en la casa. Pudiste haberme disparado sin verme. No pude reprimir mis sollozos, tenía demasiado miedo. No disparaste. Después tampoco, cuando me viste.
»Me gustaría creer que ha sido el amor lo que te ha impedido disparar, apretar el gatillo como tú dices. Un amor impredecible, un extraño amor a primera vista, sin importar si, al verme, me servías una copa, ibas en el autobús a mi lado, o eras el asesino contratado para matarme.
—¡Pero será posible, joder! He salvado a una literata, a una romanticona que debería estar escribiendo cursis poesías en su casa en vez de jodernos la vida a todos.
—Otra cosa, tío duro, tu lenguaje es soez. Eres muy malhablado. Voy a pulir ese vocabulario, amigo mío. Ya lo verás. No es agradable escuchar tantos tacos, ¿sabes? Te voy a lavar la boca con jabón, y después, bien limpita, te voy a besar porque tú a mí también me gustas.
»No he podido evitar besarte antes. No ha sido por salvar la vida. ¿Crees que un beso va a detener a un tirador decidido a todo? Ha sido un impulso irresistible.
—Me gustas. Tengo que reconocer que tienes clase. Lo de las palabras, bueno... también me lo decía mi madre, y no digo ya mi pobre abuela, que en paz descanse. Se ponía histérica si me escuchaba decir un simple blin (jolín, jobar).
—Entonces, te han educado bien en casa y tú faltas al respeto a tu madre y a tu abuela desobedeciéndolas. Seguro que lo haces solo porque los demás hablan así, para no ser distinto, para que no se rían — dijo Vika.
—Bueno, algo de eso hay, supongo. En el ejército empecé a hablar así todo el tiempo. Estás solo entre hombres, las pasábamos putas y... lo pasábamos mal, quiero decir. Era inevitable.
—Aún no me has dicho tu nombre, chico duro.
—Me llamo Yuri. Venga, ahora sube al coche que vas a coger una pulmonía. No estamos en la playa.
—Otra vez preocupado por mí. Lo nuestro va viento en popa, Yuri.
—Sí, a toda vela, no te jode — las últimas tres palabras las dije un poco más bajo, pero las dije, que tampoco soy un calzonazos, y no os paséis un puto pelo pensando así porque os reviento la jeta, moñas. Esto iba solo para los tíos, claro. Vosotras pensad lo que queráis. Diga lo que diga, lo vais a hacer igual...
Necesitaba que el pensamiento y las ideas superaran a la velocidad de la luz y me sacaran de ese aprieto. Empecé a dibujar un mapa mental de toda la Federación Rusa. Había de elegir una ruta segura, poco conocida y con múltiples vueltas al mismo sitio por otro camino para ir despistando a todos. Mientras así cavilaba, Vika me pidió el teléfono.
—Voy a llamar a papá y vendrá a recogernos, mi héroe, no te apures más. Tranquilo.
La situación era tan ridícula que le di el teléfono sin rechistar.
—Papa, papa, estoy viva, estoy libre. Mi asesino me ha salvado la vida, ¿puedes imaginártelo? No sé dónde estamos ahora porque no sé en qué lugar me tuvieron encerrada. Sí, yo también te quiero. Un momento, te paso a Yuri, él te contará los detalles.
Miré a Vika abriendo mucho los ojos. ¿Acaso se había vuelto loca?
—Toma, Yura, mi padre espera impaciente.
—Buenos días, Arseni — dije intentando no perder los papeles.
—Seas quien seas, pase lo que pase, quiero darte las gracias con toda mi alma. Por favor, no cambies de idea. Es una chica, de verdad, maravillosa. Yo no, ninguno de nosotros lo es, pero ella sí. No tiene la culpa. Devuélvemela sana y salva. Mi imperio será tuyo si me la traes viva. Voy a por ella. ¿Dónde estáis?
—Ahora mismo en el barrio de Lublinó, al este. En la calle Sudakova. A pocos metros hay una bolera. Estaré por aquí. Cuando esté cerca, llámeme. No me fío de nadie ya.
—Esperad ahí, ya vamos — dijo el padre de Vika.
—Tu padre viene para acá — informé a Viktoria.
—Yuri, mi valiente chico duro — me dijo, y después me besó.
Estaba empezando a disfrutar de las mieles de ese beso apasionado cuando, a través del espejo retrovisor, alcancé a ver un sospechoso todoterreno que se había parado detrás de nosotros. Arranqué el coche, avancé unos metros y sonaron los disparos.
Destrozaron la luna trasera, pero las balas no nos alcanzaron ni a Vika ni a mí. Conseguí salir de allí a base de subirme por las aceras, ir por dirección prohibida y arriesgar en todas las curvas.
Los perdimos. Teníamos que salir de Moscú. No sabía si era mi banda o era la que había secuestrado a Vika, pero no había tiempo para estúpidas comprobaciones.
—Llama a tu padre, toma — le dije, tendiéndole el móvil.
—Pap, nos están disparando, hemos salido de ahí; vamos a toda velocidad con el coche. Yuri ha conseguido esquivarlos de momento. No podemos esperaros ahí.
—Venid a casa, dile cómo ir, rápido — respondió Arseni.
—Me han colocado un dispositivo de GPS en el coche. Saben en todo momento dónde estoy. Abandonamos el vehículo. ¡Vika, sal! — ordené deteniendo el vehículo de un frenazo que hizo que se le cayera el teléfono.
Salimos del coche, cogí mi funda de violín donde guardaba mi adorado fusil y una mochila con otras bagatelas de mis tiempos de Spetsnaz. Lo primero era vestir a Vika. Entramos en un pequeño centro comercial y cogimos lo primero que pillamos.
Unas botas, un jersey grueso, un buen abrigo, gorro y bufanda, calcetines de lana y guantes con forro. No había tiempo para elegir pantalones, le dije a Vika. Ella no protestó, por suerte. La gente nos miraba demasiado. Vika llegó descalza, en camiseta, y eso no pasó desapercibido. No podíamos seguir llamando la atención por más tiempo.
Al salir, paré al primer taxi que pillé. Y cuando digo que lo paré, es literal. Salté a la carretera y le hice frenar. No llegó a embestirme por milímetros. Me preguntó si estaba loco o qué. Le contesté que estaba qué, pero loco no. No hizo más preguntas.
Vika le dijo la dirección de su casa. Como hija de millonario, sea mafioso o no, vivía en el oeste de Moscú, entre Barvija (la villa del lujo) y Odintsovo. El taxista no era lo que podríamos denominar un piloto. Elegía siempre el carril más lento, no controlaba los semáforos, no se anticipaba.
Perdí la paciencia, como me ocurre siempre con estos domingueros que no saben lo que se traen entre manos y le dije que se bajara y se pusiera atrás, con Vika. Yo iba, en ese momento, en el asiento del copiloto. Le costó un poco entenderme.
Cuando saqué mi pastel de chocolate, la trompa de Eustaquio, el yunque, el martillo y el resto de extraños órganos del oído volvieron a funcionar a la perfección. Paró en el arcén y me cedió el puesto.
Ya recuperaba yo el tiempo perdido cuando un monumental atasco nos cortó el paso. Todo parado. Aglomeración de tráfico de nivel 10. En aquel preciso momento, no era conveniente; no.
Salimos del taxi y corrimos hasta la estación de metro más cercana. No era otra que Park Kultúry, junto al Parque Gorki. Un presentimiento me hizo volverme a mirar en dirección a nuestro taxi, que estaba parado en el embotellamiento.
Unos señores de negro se acercaban, andando entre las filas de coches parados, al vehículo. No había duda, me localizaban por el móvil.
En las puertas del metro, metí con disimulo el teléfono dentro del bolso de una señora, que lo llevaba abierto. Ella salía a la calle y les distraería por unos minutos preciosos para nosotros. Era vital alejarse de allí.
A través del metro, llegamos a la estación de ferrocarril Kazánsky. Desde ahí cogimos el primer tren que salía, con destino a Ryazán, al este de Moscú.
—Yuri, ¿qué estamos haciendo? Con mi padre estaríamos seguros. Estamos huyendo sin parar.
—Nos están localizando todo el tiempo. Pensé que era el coche, pero era el teléfono. Me he deshecho de él. Espero no llevar más dispositivos de detección. Tenemos que salir de Moscú. Nos busca demasiada gente. Tengo que llegar a algún lugar donde los pueda ver venir. Su ventaja es la masa, ahí se ocultan.
»La mía es la estepa, el desierto, el vacío; ahí los cazo a todos, uno por uno. Necesito espacio. Sube al tren, venga. Yo no puedo pasar el control de metales, si me acerco a cinco metros, empezará a escandalizar más que una ambulancia.
»Voy a saltar la valla por detrás y subiré al tren cuando haya arrancado, en el último segundo. No te preocupes, lo he hecho cientos de veces. Era parte de nuestro entrenamiento.
—No voy a discutir con el hombre que me ha salvado la vida — me dijo esa niña con cuerpo de mujer.
El tren iba lleno a rebosar. Siempre me pregunto, cuando subo a un tren: ¿adónde va el ser humano? Nos desplazamos de un lugar a otro, sin pausa.
Pero ¿sabemos con qué intención? Sí, estimados colegas, de un tiempo a estar parte me hago demasiadas preguntas, soy consciente del tema. En mi caso la intención era clara: salvar la vida de esa chica y, para ello, era necesario salvar también la mía.
No había compartimentos privados y tuvimos que entrar en uno donde ya había cuatro personas. Dos imbéciles, una abuela medio sorda y una mujer de mediana edad muy callada. Los imbéciles iban hasta arriba de droga, se veía a la legua.
No podían dejar de hablar, de reír de estupideces, de mover la mandíbula y de compartir carcajadas que, a la tercera, tuve que cortar en seco. Di un manotazo en el cristal y, como esperaba, el silencio triunfó durante unos segundos.
—Ey, chuvak, chto s tobói? — me soltó uno de ellos.
—Me estáis inflando las pelotas con vuestras risas de drogatas pasados. Salid fuera o haced lo que os dé la puta gana, pero no quiero escuchar un ruido más en este compartimento — dije yo, lo más amablemente que pude, dadas las circunstancias.
—Hay un problema, tío. Cómo te lo diría yo para que lo entendieras — me dice el más sucio de los dos, aunque la competencia era dura —. No me sale de la polla. ¿Está claro? — y se carcajeó a modo.
Bueno, pues no creo que necesitéis que os describa mi reacción, ¿verdad, queridos amigos de estas páginas? Ah, que, en el fondo, os pica la curiosidad... Bien.
Pues en ese momento, como no me interesaban los escándalos ni llamar la atención, tuve que actuar un poco.
—Claro, no te sale. No, si lo entiendo. Te pido disculpas por mi grosero comportamiento. Para que veáis mi buena voluntad, compañeros de viaje, permitidme que os invite a lo que queráis en el tren restaurante. Y así olvidamos este pequeño malentendido.
—Eso es otra cosa, mariposa — dijo el limpio, entre carcajadas que me hirvieron la sangre.
—Tenemos mucha hambre, pero tendrás que cumplir tu palabra. Has dicho lo que queráis — añadió el puerco.
—Soy un esclavo de mis palabras, muchachos — conseguí decir a duras penas, con los puños cerrándose ya.
La pobre Vika me miró como miraría una bondadosa madre a su hijo cuando pide perdón por sus faltas. Estaba impresionada. Salimos del compartimento y, dos vagones adelante, uno de ellos, por fortuna fue el menos sucio, me pasó el brazo por el hombro. Eso ya era demasiado.
Le rompí dos dedos de inmediato. Sus berridos me saltaron un tímpano. Las circunstancias me obligaron a cerrarle la boca con un golpe en la garganta con el canto de la mano. No falla nunca.
Al otro, como me daba grima tocarlo con las manos, le metí un patadón de rugby en los huevos. No volvieron a molestarnos más. Ya veis que no había mucho que contar.
Me quedé tranquilo con las tres mujeres. La babulia (abuelita) nos invitó a compartir su frugal comida. La clásica alma generosa de nuestro sufrido pueblo. En la primera parada que hizo el tren, compré, en el andén, todo lo que fui capaz de llevar en mis manos.
Numerosas señoras se ganan así unos pocos rublos cocinando en su casa deliciosos platos típicos, rurales, que después venden a los viajeros. Nos dimos un banquete. A la señora seria la invitamos también, por supuesto.
Consiguió murmurar un leve spasibo. Llevé pepinillos salados y marinados, empanadas de carne, pollo asado, ensaladas de coles, pescado seco en tiras, una tarta de bayas del bosque y otras viandas más.
Nuestra babulia, pobrecilla, comió de todo con fruición. Se notaba que llevaba mucho tiempo sin poder disfrutar de una dieta variada.
Llegamos a Riazán por la noche. Los hoteles cercanos a la estación estaban más que descartados. Soplones por todas partes. Necesitaba llegar a una dacha apartada, a las afueras. Sin pensarlo mucho, abrí un Lada Samara, lo arranqué con un puente y subí a mi dama.
—Yuri, ¡estamos robando un coche!
La información me sorprendió bastante y así se lo hice saber.
—Y yo que creí que estábamos alquilándolo..., hay que ver, lo que es la ignorancia.
—Tonto, me tomas el pelo. ¡Cómo me gustas!
No, si la chavala, por palabras amables que no quede, eso es cierto. Es agradable por un tubo. Y sí, me pone cachondo; vale, ya lo he dicho.
Me paré en una casita de madera verde, antigua y limpia. Me dio buena espina. Bajé del coche y llamé a la puerta con los nudillos. No había perros guardianes. Una voz de anciana salió a través de una ventana.
—Kto eto?
—Respetada señora, somos una pareja joven. El coche tiene problemas, se para. Querríamos poder descansar un poco. Pagaremos como en el mejor de los hoteles, por supuesto. Me llamo Yuri y mi chica es Vika, está dentro del coche, helada de frío, la pobre. Si usted quiere hacer una buena obra de caridad, nos salvaría la vida dejándonos pernoctar en su hogar.
—Claro que sí, hijos. Pasad. Me gusta tu voz. No suelo hacer esto nunca, pero se ve que eres bueno y que no has matado a una mosca en tu vida. Trae a tu chica, corre.
Cuando me dicen estas cosas, a una hiena asesina como yo, el corazón se me encoge. No sé si recuperará la forma algún día. Creo que un cardiólogo tendría que utilizar microscopio para vérmelo.
La dacha era una humilde casita de campo, muy fría, con una pequeña chimenea donde ardían cuatro palitos delgados como mondadientes. Salí fuera y corté una montaña de leña en treinta minutos, como si me hubiese convertido en una puta y precisa máquina de cortar troncos.
La señora me miró con mucho agradecimiento. Estaba claro que no tenía a nadie que le hiciera ese trabajo. Tendría para el resto del invierno.
La mujer no tenía otra cama que la suya, pero el diván eran grande y Vika y yo dormiríamos en él. Compartimos los restos de comida que traíamos del tren con la dueña, que dio buena cuenta de todo con gran apetito.
Me quité los calcetines, que empezaban a cantar la Traviatta, los saqué fuera de la casa para que la helada me eliminara las malas emanaciones y me acosté. Vika había salido al baño, que en las duchas rusas está fuera de las casas.
Sí, señoritos occidentales, aquí no hay muchos lujos. Por eso la gente rusa es dura. Estamos acostumbrados. Mear a veinte grados bajo cero, de noche y sin luz, es una experiencia que recomiendo a todos los moñas que en el mundo han sido.
Vika entró en la casa temblando. Necesitaba calor. Teníamos dos opciones. Primera: ponerle una silla delante de la chimenea y que se calentase así.
Segunda: pegarse bien a mí para que, entre los dos, nos calentáramos más rápido.
Le expuse brevemente las opciones. Se decantó, y no es por tirarme faroles, por la segunda.
Se pegó tanto a mí que mi pobre polla no podía erguirse en condiciones, aplastada por una rodilla de Vika. Los primeros minutos nos besamos, con toda la ropa puesta. Poco a poco, nos fuimos despojando de prendas, todo ello en silencio.
Desde que me volví asesino profesional, mi relación con las mujeres cambió. De vez en cuando, si me picaba mucho, pedía una puta de catálogo, una profesional de las que llega en taxi Mercedes a tu casa, viste como una millonaria y folla como una guarra de burdel barato, o sea, de cine.
El amor desapareció de mi vida. No quería relación con ninguna chica. ¿Para qué? En cuanto me preguntase a qué me dedico habría tenido que decirle, ya sabéis, la ... verdad. ¿Cómo era, niños? Bieeen. Chístaya, la limpia verdad, eso es. Vais progresando, lo reconozco. Mira, Olga, tengo un fusil y unas pistolillas y meto balas en el cuerpo de la gente que me encargan.
Después, ella se reiría pensando que era una broma y que yo era un ocurrente de cojones. En serio, me pasó una vez que intenté hacerlo. No hubo manera de que aquella tía me creyera. Me preguntó que a cuántos había matado ya. Yo llevaba, por entonces, solo dos meses trabajando. A sesenta y ocho, le contesté. Intentó reírse otra vez y cambió de tema, pero algo me dice que la sospecha de la chístaya se alojó en su pecho. No volvió a llamarme. Aquella no era puta. Y desde entonces, no he mojado. Al menos sin pagar.
Vika es tan cariñosa, su bondad se percibe hasta en su forma de besar, inocente y pura. Y eso me pone burro, burrísimo. Le comí las tetas hasta que el olor de mi propia saliva me obligó a cambiar de lugar. Vika tiene unas peras acojonantes. Son grandes y, en la punta, se curvan un poco hacia arriba, pezón incluido.
Muy originales, pocas veces he visto domingas así. No tiene una gota de grasa la cabrona. Tiene un vientre firme y duro con un ombliguito pequeño, un hoyo donde también me detuve unos minutos, explorando con mi lengua como un ansioso.
Quería bajar a su coño y comérselo sin más dilaciones absurdas, pero la niña se me adelantó y ya estaba ella con mi polla en la mano, meneándomela y chupándola como si fuese una rica piruleta de fresa.
Cómo chupa, ¡por todas las estrellas del cielo! Tuve que parar esa succión mágica porque me iba de vareta (pero por delante, malpensados), sin remisión.
—¿No te gusta, mi amor? — preguntó mi pobre inocente.
—Cómo no me va a gustar, si me estás llevando a un mundo hasta ahora desconocido. Es que me gusta demasiado.
»Iba a decirte que estaba incómodo y que quería cambiar de postura, pero como no puedo mentir, te digo que te he hecho parar porque quiero correrme dentro de la vagina, no de tu boca. Ya sé que no suena muy romántico, pero es que...
—¡Cómo me excitan tu sinceridad y tus bromas! Me pones a mil, mi Adonis. Sí, fóllame — me dijo en susurros.
Dicho y hecho. Se puso encima de mí y cabalgó sobre mi palo enhiesto como una amazona experimentada. Su cuerpo desnudo sobre el mío me sacó de mis cabales. Entendí que no podría separarme nunca de una mujer como esa.
No sé si la amaba entonces, pero supongo que preferir morir antes que perderla es algo así como el amor, pero ya digo que como anulé mis sentimientos debido a mi profesión, estoy en curso de autoanálisis para entenderme mejor.
Fue el mejor polvo de mi vida. Esa corrida sí que fue un verdadero orgasmo como no había experimentado nunca. El placer me recorrió todos los centros neurálgicos, me quedé grogi, k.o., fuera de juego.
Si entra en ese momento un maromo con una pipa, creo que hasta se me habría desviado la bala medio centímetro. Bueno, bueno, tampoco hay que exagerar, pero un milímetro igual sí.
Como me quedé con las ganas de hacerle a Vika un cunnilingus, cuando se calmó un poco su ardor y paró de besarme todo el cuerpo y de morderme las tetillas, conseguí bajar hasta su monte de Venus y me apliqué a la faena lo mejor que pude. Me dijo que nadie le había hecho eso de esa forma, tan suave, tan sabia y tan cojonudamente bien.
Ella no usó ese adverbio, lo añado yo, pero quedaba bien ahí. Resulta que mi Vika es multiorgásmica, y ni ella misma lo sabía. No me disgusta mostrar a los demás la limpia verdad, así que sí, estoy orgulloso de haber sido yo el descubridor de esta nueva tan excitante.
Estuve ahí besando, lamiendo y chupando como una hora y media. Si no se corrió diecisiete veces no se corrió ninguna. Lo dejé porque ya temblaba de placer. Creo que fue un choque demasiado fuerte para la primera vez. La besé en la frente, la tapé y se durmió como una bendita.
Salí en silencio de la casa, arranqué el coche y me fui hasta el pueblo de al lado y allí lo dejé, cerrando bien, eso sí, las puertas. En la guantera, entre los papeles del seguro, metí veinte mil rublos.
Por las molestias causadas. Soy un cabrón asesino, pero no un puto ladrón. Volví a la casa corriendo, para calentarme. La carrera me sentó bien. Me acosté junto a Vika y, abrazándola, me dormí.