Capítulo 14
Cuando estábamos de nuevo en la carretera, el Joven Príncipe se volvió hacia mí y me pidió:
—Cuéntame cómo conseguiste no convertirte en una persona seria, por favor.
Parecía que la idea de que crecer implicaría alguna transformación en ese sentido lo preocupaba mucho.
—Había comenzado a comentarte —le dije— que algunas personas abandonan sus sueños e ideales para centrarse en tener más y más, como si el poder y las posesiones les dieran seguridad. A veces la búsqueda de éxito y reconocimiento es una huida hacia adelante, porque no han tenido el coraje de ser ellos mismos, de afrontar la crítica y la desaprobación por asumir su verdadero ser y seguir su auténtica vocación. Otras veces son personas obsesionadas con el control, que manipulan la realidad y la ordenan con relación a sí mismas. Juzgan a las demás personas y las clasifican, colocándolas en pequeños nichos físicos y mentales de los que difícilmente podrán moverse. De este modo paralizan la ilimitada riqueza transformadora del universo y del amor humano. Si los padres pusieran tanto empeño en instruir a sus hijos en el amor como lo ponen en exigirles orden y disciplina, el planeta sería un sitio mucho más agradable para vivir.
—¿Quieres decir que tanta disciplina no es buena? —preguntó el Joven Príncipe.
—Lo que normalmente entendemos por disciplina es imponer nuestro sentido del orden, humano y limitado, al de la naturaleza, que es divino y por lo tanto superior. El hombre debe tener mucho cuidado al ordenar la naturaleza en su propio beneficio, puesto que el resultado obtenido suele ser el contrario al deseado: un desorden natural que se vuelve contra él. La contaminación del planeta, la extinción de las especies vegetales y animales, el agotamiento de los recursos naturales y muchos otros casos son ejemplos negativos de la disciplina y el orden humano.
—Entiendo lo que dices —asintió el Joven Príncipe con aire pensativo—. En mi viaje anterior conocí a un hombre que pretendía controlar las estrellas. Se pasaba los días contándolas y sumándolas, y luego escribía los resultados en un papelito y lo guardaba en un cajón. Pensaba que, de este modo, las poseía.
—Veo que has notado lo mucho que le gustan los números a la gente seria. Nunca están satisfechos —continué— hasta que conocen la altura exacta de una montaña, el número de víctimas de un accidente o el dinero que ganas en un año, por mencionar solo algunos ejemplos. En realidad no poseemos completamente nada fuera de nosotros mismos.
—He oído que en este planeta también se ordena a la gente dándoles un número —expuso él con aprehensión. Su comentario me hizo pensar en números de pasaporte, números de la seguridad social, números de teléfono, números de la tarjeta de crédito…
—Así es. Hay tanta gente en la Tierra que no parece haber otro modo de identificarnos. No basta con los nombres… —respondí con un dejo de tristeza.
—Déjame ver dónde llevas tus números —dijo el Joven Príncipe con curiosidad, esperando que yo desnudara alguna parte de mi cuerpo.
—No, no los tenemos grabados en ninguna parte —contesté con una sonrisa mientras le enseñaba algunos de los documentos de mi cartera. Mi expresión cambió al recordar algunos ejemplos aberrantes de aquello que yo acababa de negar, situaciones que me habría costado poder explicarle—. Puede que en un futuro cercano —aventuré pensando en voz alta— nuestro código genético pueda identificarnos con una clave única y personal. Le pido a Dios que el resultado no termine restringiendo la libertad de cada ser humano.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el muchacho al notar la preocupación en mi voz.
—Quiero decir que el hombre ha sido creado por Dios como un ser espiritual, con una chispa de libre albedrío, conciencia de sí mismo y esa capacidad de imaginar y pensar que llamamos alma. Por eso los seres humanos no podemos dar lo mejor de nosotros mismos, como el amor o la creatividad, si no somos libres.
—¿Dios? ¿Quién es Dios? Antes has hablado de él como si fuera el causante de muchas de las cosas que suceden aquí, o como si fuese capaz de resolverlas.
—¿Que quién es Él? Ni siquiera sé si deberíamos preguntar «¿Quién es?» o «¿Qué es?».
—Pero hablas de él…
—Sí, sí —lo interrumpí—. ¿Cómo no voy a hablar de Él…? —Respiré hondo y dejé que pasaran unos minutos mientras el Joven Príncipe me miraba con asombro—. Si supiera lo que es Dios, lo sabría todo. Se ha dicho que Él es lo que es, su propio principio y su propio fin, y por consiguiente el principio y el fin de todo lo que existe. Otros lo han imaginado como un resurgimiento eterno, una incesante sucesión de efectos y causas. Algunos lo definen, conforme a nuestras ideas de la perfección, como el Bien o la Belleza, o lo bautizan como el Verbo, el Creador, la Verdad y la Sabiduría Suprema.
—Se diría —repuso mi compañero de viaje— que los hombres es más lo que ignoran que lo que saben de Dios…
—Yo también pienso así, puesto que la limitada inteligencia humana es incapaz de aprehender una idea infinita. Lo que más me avergüenza es que, aún hoy, la gente, en su ignorancia, sigue matándose por las diferentes respuestas que puede ofrecer esta cuestión. —Esto pareció sobresaltar al Joven Príncipe, así que lo tranquilicé con una sonrisa—. Descuida, ¡no soy tan primitivo!
—¿Y hay más preguntas por las que se pelea la gente? —me interpeló, deseando saber lo que le esperaría en nuestro intolerante y violento planeta.
—Sí, muchas, pero ninguna ha exacerbado tanto el odio como el cuestionamiento de lo divino, cosa que demuestra un escaso desarrollo de la propia conciencia. Aunque últimamente ha sucedido algo todavía peor: la gente ya no se pregunta sobre Dios en los espacios silenciosos de su mente, como si ya no les importara por qué razón están vivos.
—¿Y tú qué crees? —me preguntó con la esperanza de que pudiera brindarle un poco de luz sobre un asunto que parecía tan turbio y confuso.
—Yo prefiero sentir a Dios dentro de mí como una necesidad de unirme a todas las criaturas vivientes, como una energía amorosa que nos sustenta a todos y al universo entero. Él me habla con un lenguaje de señales, símbolos, milagros y coincidencias que me van guiando —la telepatía, los sueños, intuiciones, premoniciones y todo tipo de fenómenos naturales que producen augurios, corazonadas o imágenes mentales—, son una vía de comunicación permanente con la conciencia que está despierta y atenta, para la transformación y la plena realización del ser. A veces, es una voz interior como un murmullo de ángeles, otras, una tormenta, un fuerte viento o un arco iris. Si haces silencio en tu mente y formulas con claridad las preguntas, mantente alerta y las respuestas llegarán. ¡Siempre lo hacen! —Estas palabras parecieron tranquilizarlo; permaneció un rato en silencio, pensativo.
—Supongo que los animales tampoco pueden dar lo mejor de sí mismos si los encerramos en una jaula —señaló el joven, recordando, tal vez, al cordero encerrado en la caja, mientras pasaba sus dedos por la cabeza del dormido Alas.
—Hay algunos que encierran a sus hijos o a otras personas en jaulas con barrotes de exigencias, expectativas y miedos —reflexioné—, sin darse cuenta de que todo lo que se impone como obligación provoca necesariamente resistencia. En este sentido, todo lo que conduzca a la inmovilidad y la falta de espontaneidad va en contra de la renovación que caracteriza a la vida. Después de todo, es fácil comprobar que no hay nada tan ordenado y seguro como un cementerio.
—Entonces, ¿el orden no es necesario? —preguntó el Joven Príncipe, todavía inseguro con respecto a la cuestión.
—Existe un orden externo que necesitamos para sentirnos cómodos, en un grado distinto para cada uno de nosotros. Pero el orden que realmente importa es el del espíritu, que debe estar orientado hacia Dios, puesto que de Él venimos y hacia Él vamos. Sin embargo, no se trata de un orden fijo, sino de constante evolución y crecimiento de nuestro ser espiritual.
—¿Cómo sabes tantas cosas? —inquirió, sorprendido por mi capacidad de encontrar respuesta a sus preguntas.
—Gracias a mi experiencia y mi intuición —contesté.
—¿Y cómo sabes que tienes razón?
—Gracias a mi experiencia y mi intuición —volví a responder.
—¿Y nunca te equivocas? —me interrogó con admiración.
—Pues claro que me equivoco, y entonces a mi experiencia agrego ese error. Verás, no puedo decir que lo que creo sea una verdad absoluta, sino solo que es un conocimiento que a mí me ha resultado útil en la vida. Tú deberías hacer lo mismo. No creas nada de lo que yo te diga. Simplemente tómalo y fíjate si a ti te sirve.
—¿Y dónde puedo encontrar esa experiencia? —Quiso saber el Joven Príncipe.
—En la vida —respondí—. Mi experiencia está formada por todo el tiempo que he tenido para cometer errores y por mi capacidad de sobreponerme a ellos. Si eres inteligente, lograrás incorporar a tu experiencia los errores cometidos por otros, sin necesidad de repetirlos. Los libros, los maestros y las historias de otras personas pueden abrir caminos, pero al final eres tú el que ha de decidir qué conocimientos debes aceptar.
Al ver su expresión me percaté de que todo esto le sonaba un poco vago. Es indudable que los jóvenes aprenden mucho más de nuestros ejemplos que de nuestras palabras.
En ese punto, la carretera avanzaba paralela a un río que serpenteaba por el fondo de un profundo cañón. A ambos lados, las elevaciones de los Andes exhibían extrañas e irregulares formaciones rocosas. Una de ellas nos llamó la atención: era una roca alargada que se erguía hacia el cielo desde el filo de un cerro. Un cartel indicaba su nombre: «El dedo de Dios».
Sonreí al pensar en cómo los lugareños se habían apresurado a ponerle un nombre sagrado antes de que los viajeros descubrieran otras similitudes.
Por mi parte, me resultaba más fácil imaginar, como lo había hecho Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, que el dedo de Dios se extendía hacia los hombres y no a la inversa. En ese momento acudió a mi mente el ejemplo que necesitaba.
—La experiencia —dije, y mi amigo se volvió hacia mí— es como un mapa. Por desgracia, en lo que respecta al futuro, es un mapa incompleto. Por esa razón, todos los días debes confirmar las suposiciones que hayan sido correctas y desechar las que no lo han sido.
—¿Y la intuición? —preguntó incansable el Joven Príncipe. Era evidente que, en el interior de aquel coche, nadie iba a felicitarme por la eficacia de mis ejemplos.
—La intuición es la primera percepción que tienes sobre una persona o una situación. Generalmente es correcta. Por desgracia, nuestra sociedad ha sobrevalorado el conocimiento deductivo racional, que es más lento y, aunque puede resultar útil en la ciencia, no es fácil de aplicar a los asuntos humanos. En cambio, el conocimiento intuitivo es instantáneo e integral.
—Creo que mi flor era intuitiva —señaló él—, porque sabía cosas antes de que yo se las dijera. Tal vez por eso los hombres y las flores a veces no se entienden entre sí.