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ESTE libro no es una confesión. Sería incapaz de dedicarme a ese género literario: el deslumbramiento de julio, que describo más adelante, ha borrado en mí casi todo lo que lo ha precedido. Las impresiones de la infancia han resistido, pues todas ellas tienen tal fuerza para nosotros que acaban incluso por prevalecer con la edad, pero las de la adolescencia no subsisten en mi recuerdo, sino en forma de esas manchas indecisas de color que danzan en la retina después de que, por un instante, se ha mirado el sol.
Lo que he sido entre los diez y los veinte años supongo que todo el mundo lo ha sido a esa edad. Sin embargo, además de las particularidades de ambiente de las que ya he hablado, tengo algunas diferencias que señalar: son desfavorables para mí.
De que mi padre había sido sumamente brillante en clase se dedujo que yo también lo sería: se equivocaban. Se equivocaron con mayor facilidad porque comenzaron teniendo razón.
En la escuela municipal todo fue bien. Éramos todos de origen modesto, por lo menos en apariencia; todos llevábamos el mismo delantal negro; nuestros maestros veían la vida como la veían nuestros padres, y nos enseñaban con el tono de gravedad que era entonces común a los dispensadores de ese servicio, relativamente reciente, que las clases pobres aún no están acostumbradas a recibir, y que era la instrucción, toda su fortuna. El mundo era sencillo. La historia, caminando entre el bien y el mal, bajo un cielo casi enteramente ocupado por Víctor Hugo (19), sostenida por la virtud, retardada por la ignorancia, iba hacia los dichosos desenlaces predichos por los mejores, que también eran los más clarividentes de los hombres. La libertad daba acceso al ideal de bondad y de fraternidad universales, que no era sólo aquel de nuestros maestros, y por consiguiente el nuestro, sino el de la República y el de la filosofía de la época. Para ser libre no había sino aprender; aprendíamos, instruidos con paciencia y minucia por docentes ejemplares, conscientes de guardar, en sus libros, el secreto de todas las realizaciones.
Mis puestos eran buenos, los pequeños rectángulos de cartulina amarilla, azul y roja de las «buenas notas» se acumulaban en el saquito de terciopelo negro que un cordoncillo echado al cuello mantenía sobre nuestro pecho, como un escapulario. Cierto número de buenas notas daban derecho a la cruz de honor; fui condecorado a menudo. Trabajaba con facilidad, si bien en el estado de vacío y de ausencia que me era habitual. Tuve que hacer un dictado de Merimée. Fue probablemente causa de mi perdición: sólo tuve una falta, en la palabra «alvéolo», cuya forma y destino me han parecido siempre del género femenino (20). Me creyeron con disposiciones excepcionales. Mi padre me vio ya normalista, pero normalista de l'Ecole (21), agregado, profesor de historia, en fin, todo lo que él hubiese sido fácilmente si la pobreza no le hubiera obligado a escoger una vía más corta. Después de una consulta de mis maestros y del director de ·la escuela, reunidos una tarde en casa de su antiguo colega, se decidió enviarme al liceo. Entré en sexto con nueve años y medio.
Demasiado pronto. Aún más que el cambio de métodos y de enseñanza, el cambio de ambiente me resultó fatal. Mis camaradas de la municipal se parecían a mis primos, a mis amigos de la infancia; teníamos el mismo género de vida, disfrutábamos, después de clase, en tristes calles de París que hubieran podido ser calles de Belfort. En el liceo, situado al borde de los lujosos barrios, donde las casas tenían ascensores, los muchachos que me rodeaban habían ya recibido de sus padres el uso, si no los usos, de la buena sociedad y sabían por instinto que ese mundo, en el que aún no habían penetrado, habría de corresponderles un día de pleno derecho. Uno no se instruía para ser libre, sino para dominar; yo sentía eso de otro modo, pero era eso lo que sentía. La municipal era un bien público; el maestro de escuela, un heredero de los sabios de otro tiempo, un igual de los enciclopedistas; le debíamos atención y gratitud. El liceo se parecía a un castillo de familia (que no era mi familia) en el que el profesor había asumido la sucesión de la niñera para dispensar un alimento intelectual que no le valía más que un débil aumento de consideración. La seguridad de mis pequeños camaradas, que estudiaban con negligencia y jugaban con decisión; la ironía de nuestros profesores, que nos llamaban «Señor» con una aparente ceremonia, haciendo hincapié en la cortesía proporcionalmente a nuestra ignorancia; el cambio de clase y de maestro, según las materias; todo se me hizo motivo de confusión y de ansiedad. La aprensión se apoderaba de mí, desde que divisaba, a lo lejos, los muros del liceo y sus ventanas estriadas con enormes barrotes. Con verdadera desesperación de niño franqueaba el umbral de la inmensa jaula encristalada en la que no tenía amigos que encontrar. En clase no cesaba de temer que me preguntaran sino para inquietarme de que no lo hicieran. Si una pregunta me obligaba a levantarme, se apoderaba de mí un vértigo que me vaciaba la cabeza del poco saber que pudiera contener y me dejaba sin voz, en el silencio de la conmiseración. Durante los recreos no me acuerdo de haber jugado a algún juego, fuese cual fuese, con los otros, que se arremolinaban desplazándome a veces como a un mueble que estorba. De cuando en cuando atravesaba el patio como un loco para tener aspecto de que participaba; ponía tanto ardor en darme esa ilusión que me partí dos veces la ceja al caer.
Renuncié a correr, luego a estudiar. Conseguí una cierta destreza en escamotearme para ir a vagabundear por las calles o a soñar en los bancos de los jardines públicos en compañía de Voltaire y de Jean-Jacques Rousseau: tenía la evasión filosófica, y es un hecho que no he leído novelas antes de mis treinta años, salvo las de Voltaire; pero ésas son libelos. El autor de Cándido me deslumbraba. No se podía tener la mirada más aguda, la inspiración más ágil. Le veía, espadachín invencible, atravesar un siglo, espada en mano, entre una gran desbandada de tiranos, de magistrados indignos y de eclesiásticos furiosos y asustados. Bien creo haber leído diez veces su Diccionario filosófico, extasiándome con definiciones en las que lo que hoy debo llamar bajeza chabacana, me parecía el colmo de la elegancia.
Sin embargo, Rousseau me atraía más. Poseía menos esa agudeza que mantiene a distancia y, bajo los oropeles de la vanidad de autor, se adivinaba el sufrimiento del inadaptado de genio que no tiene otro recurso que cambiar el mundo para no estar demasiado descentrado en él. Este, que se creía tan bueno como probablemente no le hubiese gustado ser, estaba mucho menos a sus anchas que el otro en la buena sociedad, y los exabruptos que soportaba allí me hacían quererle. Imaginaba que sería más desgraciado que yo en el liceo, que frecuentaba cada vez menos. Al precio de un esfuerzo anual violento y breve logré algún tiempo irme izando de clase en clase; luego, la distancia se hizo demasiado grande y hube de redoblar mis esfuerzos. Mi madre se alarmó.
El vigilante de estudios, personaje asirio de impresionante amplitud torácica, alzó los brazos al cielo y le explicó, con voz que retumbaba en su enorme cripta pulmonar, que yo estaba exactamente como ido, tanto si estaba allí como si no estaba, de manera que las observaciones ni me rozaban, ya que no podían alcanzarme. Mientras que él hablaba ni me acordaba de haber recibido la menor amonestación ni el menor signo· de interés por parte de alguien, lo que probaba hasta qué punto decía él la verdad.
En casa, mi padre me observaba con mirada cada vez más pensativa. Una mañana me convocó al pie de su lecho, en el que pasaba mucho tiempo leyendo, escribiendo o componiendo sus discursos, en medio de una bandada de periódicos, y usó conmigo el lenguaje de la razón que, por entonces, se dirigía a un sordo.
Sólo mucho más tarde comprendí qué decepción había sido para él, qué tristeza había debido causarle. Los niños saben muchas cosas, pero no saben lo que es un niño.
Mi madre se negaba a admitir una ineptitud escolar que atribuía a cualquier trastorno del crecimiento, a la incomprensión de mis profe· sores, al clima de París, en fin, a cualquier razón que excluyese la inferioridad de un ser que amaba, como ella, la pintura y la música. El amor materno aceptaba por anticipado todas mis justificaciones y añadía, a veces, otras en las que yo no habría pensado. Si no podía soportar el liceo es que el liceo debía estar muy mal hecho.
Sólo vivía para el dibujo y, en cierta medida, por el dibujo. Papel, una pluma, tinta china, y era feliz. Por lo demás, dibujaba siempre la misma cosa, sin duda bajo la influencia persistente de la Ilíada, a la que ni Rousseau ni Voltaire habían podido hacerme olvidar; templos griegos, según los grabados de un libro de arquitectura. La hoja blanca, desempeñaba el papel de la luz, y los pequeños trazos de pluma que yo empleaba sin pensar, por millares, operaban la sustracción de espacio que iba a obligar a la forma a surgir y a declararse. Creyendo apremiada a manifestarse antes, llegaba en mi inexperiencia a forzar el trazo y a multiplicar las solicitaciones de la pluma, error fatal que transformaba de golpe mis pacientes plumeados en una empalizada tras la que permanecía obstinadamente oculta la forma esperada. Había que llevar las cosas a revelarse, a confesar su identidad, ambición que un exceso de pluma de algunos milímetros bastaba para arruinar: el tracito supererogatorio actuaba como una negación entorpeciendo la tentativa; añadía otros con la esperanza de anularlo y la blanca columna que trataba de sacar a la luz desaparecía pronto en un matorral de tachones. Rasgaba la hoja y volvía a empezar, diez veces, cien veces, con una increíble obstinación.
Viéndome esas perseverantes disposiciones, mi madre, que no me menospreciaba, se acordó de que Coubert era del Franco Condado y que nuestro pueblo se enorgullecía de un excelente pintor del Hoggar cuyo sucesor me consideró, desde entonces, puesto que nuestra tierra natal estaba claramente destinada para proveer a Francia de artistas. Otro del Condado, vecino de París, que había firmado en su tiempo agradables canciones de amor, le aconsejó presentarme al examen de ingreso en la Escuela de Artes Decorativas, que él creía a mi alcance. Y, en efecto, fui admitido con buen puesto algunos meses antes de la edad exigida. Mi padre, decidido a satisfacerse con lo poco que yo podía producir, se mostró contento, a su manera discreta, es decir, que nada dijo y me llevó con él, en plan de camaradería, a la lejana circunscripción de la Martinica, de la que era diputado hacía dos años.
Durante los doce o trece días de la travesía cambiamos cinco o seis palabras, cargadas de tal atraso de sentimientos que se fueron a pique en el silencio ordinario de nuestro trato.
En Fort-de-France centenares de embarcaciones empavesadas nos esperaban bajo un cielo en ebullición, y no tocamos literalmente tierra hasta la noche, llevados de tribuna en tribuna por una multitud entusiasta, reidora, y —creo que me haré entender— de una exquisita dignidad en su miseria. El día siguiente y los sucesivos, mientras que mi padre cumplía con su duro oficio, discurseando y parlamentando, sacando aquí un aumento de salarios, derribando allá una resistencia administrativa, un afectuoso profesor de geografía, lleno de erudición y de humor, se encargó de hacerme visitar la isla y contarme su historia; me mostró el árbol del pan, el árbol de la manteca, el árbol de la vajilla (22); me enseñó a reconocer el manzanillo, que causa la ceguera; me mostró una de las cosas más bonitas que puedan existir: una plantación de ananás en el crepúsculo; y una de las más amedrentadoras, la montaña Pelada, expulsando en la noche pedazos de roca incandescente. Yo llenaba mis cuadernos de viaje con croquis sin valor y con anotaciones sin interés, que me causaban mucha satisfacción.
Por la noche, en medio del chisporroteo de abejorros multicolores remitidos de una pantalla a otra bajo frondosos miradores, nos servían la mesa dos encantadoras jovencitas. Admiraba su talle, apretada prisión de la gavilla, su fino perfil dibujado en la sombra por un hilo de luz, y no habría imaginado una suerte más feliz que vivir a sus pies, en la contemplación de la materia preciosa de la que estaban hechas.
Deliciosa y fatigante, nuestra estancia duró un mes, durante el cual tuve tiempo de comprender por qué mi padre hablaba tan poco en casa; ya no tenía fuerzas. Tras haber respetado su silencio, comencé a respetar su persona. En el barco que nos devolvía a Francia, nos reintegramos cada uno a nuestro mutismo. Estas semanas pasadas en compañía, nos habían ayudado a entendernos mejor. Ya no teníamos necesidad de palabras: un gesto, una mirada bastaban; la experiencia que, para lo sucesivo, teníamos el uno del otro, nos permitiría recortar esos dispendios de expresión.