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SÍ, he sido un niño feliz, y más bien, sobre todo, fácil de hacerle tal. Un lápiz y algunas hojas de papel aseguraban horas de tranquilidad a mí alrededor. Cuando había garabateado mi papel, dibujaba en el revés del hule, en el contrachapado de las sillas, en todo, en fin, lo que podía ser garrapateado sin daño aparente, monigotes, locomotoras, arabescos intrincados que causaban la admiración de los míos. Un dibujo pasaba un poco por un juego de magia: era la realidad cazada a lazo, reducida a la página blanca; se maravillaban de la presa como de un hermoso pez sacado de lo invisible y no dejaban que careciera de lápices. Mientras que la burguesía manifestaba aún, respecto a cualquier disposición artística, una desconfianza que los precios alcanzados por el cuadro del maestro, vendido al punto en el mercado de valores seguros, ha transformado después en respetuoso embobamiento, las gentes sencillas, por el contrario, tenían la mayor consideración por «el don del dibujo», que convertía a su poseedor en un ser aparte, a quien hay que cuidar. Cuando se carece de todo, se carece también de medios de expresión y el dibujo es el que mejor retiene y recompensa la atención. Por mi parte, me he preguntado a veces de dónde me venía ese don o, en todo caso, esa atracción desconocida en la familia. Creo que era el efecto natural de mi pereza que me llevaba a representarme el mundo a domicilio para no tener la molestia de ir a buscarlo a su casa. Sea lo que sea, la costumbre de permanecer horas delante de una hoja de papel de la que se negaban a salir la vida y el movimiento, me ha dado muy pronto el gusto de una cierta soledad favorecida por una notable aptitud para esquivar el acontecimiento. Feliz y fácil, hoy me doy cuenta de que he sido, también, un niño prodigiosamente ausente, hasta el punto de no poder escribir «estaba allí, me sucedió tal cosa». Cuando me basta un instante de ensoñación o de recogimiento para reencontrar, intactas, todas las sensaciones de ese tiempo lejano, el sabor de la grosella traslúcida en la entrada del jardín, el agua fresca del arroyo que estrechaba mis tobillos, el filo cortante de las hierbas movedizas en medio del canal, el recitado zumbador de mi abuela en su cocina, no recuerdo una sola anécdota, ni un incidente en el que haya estado mezclado; he retenido el sonido de las voces, pero no las palabras, ni nada de lo que ha podido sucederme, tal vez porque los míos se las han arreglado siempre para que nada me sucediera. O casi nada. No disponían de la guerra y de la paz. Y así, uno de mis raros recuerdos, que es también el más antiguo, es la bodega de Belfort donde fuimos heridos, mi madre y yo, por una bomba del peso, entonces respetable, de siete kilos. No había querido cambiar las faldas maternas por la gran caja de madera rellena de paja en la que los otros inquilinos, tan pronto surgió la alerta, habían colocado a sus pequeños. Ante mi resistencia se nos había instalado debajo del tragaluz, lugar considerado como seguro al deber sobrevolamos, sin daño, el chorro de los eventuales proyectiles. Aquel día cayeron sobre la ciudad unas cuantas bombas, aovadas por varios aviones negros en forma de cruz a los que se llamaba monoplanos, una de ellas delante de nuestra casa, donde arrancó siete metros de acera... La trayectoria de la metralla, modificada por los sacos de arena amontonados delante del tragaluz, hizo fracasar el pronóstico: fuimos los únicos heridos de la bodega, e incluso de la ciudad; mi madre en el brazo derecho, yo en el pie izquierdo. Tenía dos años. Conservo de ese instante la imagen muda de una especie de cripta poblada de sombras, donde el débil resplandor de una linterna, al fondo, ilumina a algunos niños agazapados en un pesebre.

En el hospital, un médico examinó nuestras heridas, consideró la mía demasiado fea y habló de cortarme el pie para evitar las complicaciones. Era la guerra y la cirugía tenía mucho que hacer. Mi madre, que es la energía personalizada, amenazó en seguida con arrojarse conmigo por la ventana. Se le hizo observar que los tendones estaban cortados, que mis dedos no crecerían, que tendría un pie deforme, sin contar con la gangrena, que podía instalarse allí; nada le hizo impresión, mi madre se mantuvo en sus trece, y como en sus ojos azules había algo que no permitía dudar de su resolución, se resignaron a no amputarme. Sin embargo, nuestras heridas curaron y dejamos el hospital llevando nuestras metrallas en un gran encendedor de tornillo en forma de obús.

En el tren que nos conducía a casa de mis abuelos, un oficial que retiñía de condecoraciones y de accesorios militares, al ver nuestros vendajes, se informó de nuestros males, infamó la barbarie teutona, desenganchó una de sus medallas y se inclinó hacia mí para colgarla de mi abrigo o para ver mejor a mi madre, que era muy joven y muy rubia.