11
«¡MUÉRETE, MUÉRETE...!»
ENTRE 1971 y 1972 seguía
ocupándome de los centros de nutrición y, yendo de una aldea a
otra, me di cuenta de que en casi todos los pueblos siempre había
dos o tres niños severamente malnutridos.
En aquellos tiempos, los hombres y las
mujeres más pobres que trabajaban como jornaleros no recibían un
salario, sino que se les pagaba en especie, o se les daba una parte
en dinero y otra en especie, ragi, arroz
o cualquier otro cereal. Los hombres recibían un equivalente a diez
rupias (quince céntimos de euro) al día, y a las mujeres, menos. Su
dieta se basaba en la ingesta de almidón, sin apenas proteínas y
con muy pocos minerales y vitaminas. Si podían, comían dos veces al
día y una vez al día en la época dura de verano, entre marzo y
mayo, cuando había poco trabajo. Comían ragi mudda, arroz o roti
(una especie de pan de pita) con muy poco chutney, elaborado a base
de sal, guindillas y quizá alguna verdura, berenjenas o tomate
verde... si tenían. El arroz formaba una gran montaña que ocupaba
todo el plato, mientras que la cantidad de chutney no iba más allá
de una cucharada. Esta alimentación tan deficiente era incluso peor
para los niños más pequeños, que no podían crecer y desarrollarse
con normalidad.
Las familias eran muy numerosas, pues no
sabían si los niños iban a sobrevivir, así que si tenían ocho
hijos, sabían que al menos cuatro o cinco sobrevivirían. La
mortalidad infantil era debida a diversas causas: complicaciones
tras el sarampión, neumonías, diarreas crónicas, malnutrición,
gastroenteritis, malaria y muchas más. Se daban casos de
malnutrición severa: marasmo y kwashiorkor. Los niños enfermos de
marasmo estaban extremadamente delgados; por ejemplo, un niño de un
año podía pesar tres o cuatro kilos. Eran como pequeños ancianos.
Los afectados de kwashiorkor parecían «gordos», pero no se trataba
más que de un edema debido a su estado de malnutrición y,
evidentemente, también estaban muy enfermos. Como no podíamos
tratarlos en las aldeas, decidimos construir un centro de nutrición
para acoger a estos niños y cuidarlos.
Acabábamos de arrendar ocho acres de tierras
(unas tres hectáreas), al otro lado de la carretera, frente a Emma
Bungalow; las mismas tierras que se convertían con el paso de los
años en el campus principal de la Fundación. Construimos el centro
de nutrición en esos terrenos: era un sencillo edificio de adobe y
ladrillo, con un revestimiento de cemento. El siguiente paso fue
abordar el tratamiento que debíamos aplicar a estos niños para que
se curaran. Lo que descubrí fue que no era fácil. Cuando me reuní
con los médicos en Anantapur (entonces no había pediatras en la
zona), ninguno de ellos sabía mucho acerca del tratamiento de la
malnutrición infantil severa, y me dijeron que les diera «huevos,
carne y pollo». Sin embargo, yo sabía que los niños de uno y dos
años que apenas pesaban un par de kilos y con el sistema digestivo
destrozado, habrían muerto si los hubiéramos alimentado con carne y
huevos.
Hice lo que hemos hecho otras muchas veces
en Anantapur cuando nuestro conocimiento sobre un aspecto
importante es insuficiente en un proyecto que necesitamos poner en
marcha. Compré unos cuantos libros sobre la materia y visité un
centro de nutrición muy conocido en el distrito vecino de Cuddapah.
En ese centro me explicaron cómo atender a los niños con
malnutrición severa, y con esa información y la ayuda de mis libros
que abordaban los detalles del tratamiento, fui saliendo adelante.
Lo primero de todo, el tiempo que un niño malnutrido tenía que
permanecer en el centro: ¡un mínimo de un mes y medio o dos meses!
Ese era el primer obstáculo. En las aldeas la gente está muy
ocupada, especialmente las madres que trabajan de sol a sol. Era
imposible pedirle a una madre que permaneciera con su hijo en un
centro durante tanto tiempo, así que era la abuela la que venía y
estaba con el niño. Alguien se tenía que quedar para aprender cómo
iniciar el protocolo adecuado y poder continuarlo en casa. Aunque
en un primer momento la medicación cumplía un papel importante, el
grueso del tratamiento consistía en un protocolo de alimentación
gradual. En general, los niños con malnutrición severa necesitan
altas dosis de vitamina A para prevenir la ceguera, un antibiótico
general y en algunas ocasiones un tratamiento contra la
tuberculosis.
La alimentación gradual era un largo proceso
que se iniciaba con la retirada al niño de cualquier otra comida
que no fuera leche en polvo de fácil digestión. Se le proporcionaba
casi como una medicina, cucharadita a cucharadita cada quince
minutos o cada media hora, porque los niños estaban irritables y no
querían comer nada. Algunos bebés ni siquiera podían digerir leche
y teníamos que empezar a darles agua de coco y luego cambiar a la
leche. Después, de un modo muy gradual pasábamos a diferentes
alimentos hasta que el niño era capaz de ingerir comida casera:
arroz machacado con verduras y papilla de ragi, que resulta tan
nutritivo. Todo el proceso llevaba unos dos meses, dependiendo de
las condiciones y de cómo fuera evolucionando cada niño y
representaba un gran esfuerzo para las abuelas que se habían
quedado a su cargo. En las familias pobres se espera que todos los
miembros contribuyan a la vida y a la economía familiar, desde que
son muy pequeños. Todos los miembros deben ajustarse a la misma
comida, vestir el mismo tipo de ropa, y hacer algún trabajo en casa
o en el campo: no hay ni tiempo ni dinero para dietas especiales ni
nada que se le parezca. Incluso los bebés y los niños que empiezan
a dar sus primeros pasos comen una versión más ligera de la misma
comida de los adultos: arroz y leche, arroz y yogur diluido con
agua, plátanos, alguna galleta de vez en cuando..., Solo lo que
pueden permitirse y se encuentra disponible. En una familia pobre,
si no eres capaz de seguir el ritmo y la rutina, te conviertes
automáticamente en una carga. Así que el esfuerzo que tenían que
hacer para conseguir que aquellos niños malnutridos mejoraran era a
veces excesivo, sobre todo para las personas mayores.
Recuerdo un bebé que estaba muy desnutrido y
enfermo, y no quería tomar nada de nada. Su abuela, siguiendo
nuestras instrucciones, intentó meterle unas cucharaditas de leche
en la boca, pero el niño no paraba de llorar y al final la anciana
no pudo soportarlo más y le gritó: «¡Muérete, muérete...!». A las
pocas semanas la señora era toda sonrisas cuando el niño empezó a
coger peso y a parecerse a un niño normal. Recuerdo a ese niño
especialmente porque, a medida que fue mejorando, en las siguientes
revisiones médicas comprobamos que era ciego. Me sentí muy mal...
tanto trabajo, tanto esfuerzo, con los padres tan esperanzados... y
era ciego. Yo estaba preocupada: ¿hicimos lo que había que hacer?
Estaba muy enfermo y con grandes dificultades conseguimos que se
pusiera bien, y ahora resultaba que era ciego, lo cual, para una
familia muy pobre representa una auténtica carga. En aquellos años,
en el distrito de Anantapur, no había servidos de educación
especial, ni ayudas de ningún tipo para niños ciegos ni para sus
padres.
Me sentí fatal y también culpable. ¿Habíamos
actuado mal? ¿Éramos nosotros los que queríamos que se pusiera bien
y no sus padres? Pero, por supuesto, no se trataba solo de
nosotros, aunque conocíamos mejor que sus padres las complicaciones
que se podían derivar de un caso de malnutrición infantil severa.
La verdad es que casi todos los niños que tratábamos de
malnutrición crecían aparentemente sanos en todos los sentidos. Aun
así, entonces me pregunté si habíamos hecho lo correcto. Sin
embargo, desde entonces muchos amigos míos con discapacidades me
han dicho: «Todo el mundo prefiere evitamos. Nadie nos acepta ni en
este mundo ni en esta sociedad. Somos personas, seres humanos y
debemos ser aceptados en el mundo como cualquier otra persona
normal».
Deseaba que aquel niño en particular hubiera
tenido un futuro y un final feliz, pero no fue así. Lo enviamos a
una escuela especial para niños ciegos y destacaba en dase, y sus
padres llegaron a estar realmente orgullosos de él. Pero un día que
estaba de vacaciones en su aldea desarrolló una gastroenteritis
aguda (parecida al cólera), y se encontraba solo en casa; sus
padres estaban fuera, trabajando en el campo, y el niño
sencillamente murió, solo, en casa.
Reflexioné mucho cuando supe lo ocurrido.
Después de haber sido aceptado por fin por su familia, murió cuando
solo tenía catorce años... Catorce años de constante lucha y
sufrimiento... Sin embargo, después de tanto tiempo en el mundo del
desarrollo, sé que hicimos lo correcto, y sé que teníamos que
ayudarle... La vida, la muerte, la discapacidad, la enfermedad, las
batallas que uno libra: son todos componentes que están muy
presentes en la lucha diaria de las familias pobres por la
supervivencia.
HISTORIA DE
OBULAMMA
Un día que me encontraba en el centro de
nutrición, llegó una paciente en una carreta de bueyes. Era una
mujer, y tenía problemas mentales y, además, tuberculosis. La trajo
su marido, con sus dos hijos pequeños, Ramachandra, el niño, y
Nagamma, la niña. Admitimos a la mujer aunque nuestro centro no era
un hospital, porque necesitaba ingresar y no sabíamos a qué otro
lugar podíamos llevarla; su marido desapareció de repente y no
volvimos a verlo. La mujer quedó registrada en el centro como
Tikkamma, que era su nombre, según nos dijo. Nosotros escribimos
fielmente ese nombre en el registro y la llamamos Tikkamma. Por
aquel entonces yo no sabía mucho telugu, pero más adelante descubrí
que Tikkamma significa «la loca», y así la llamamos durante un
largo tiempo... La gente del distrito que colaboraba con nosotros
no decía nada porque era muy común llamar a las personas por sus
discapacidades y a nadie se le ocurría que hubiera nada de malo en
ello. Después descubrimos que su verdadero nombre era Obulamma y
comenzamos a llamarla así.
La enviamos a Bangalore para que la viera un
psiquiatra y también empezamos a tratar su tuberculosis. Ella y sus
hijos permanecieron en el centro unos meses y como era evidente que
su marido los había abandonado, se quedaron en el campus de la
Fundación incluso después de que ella se hubiese curado. Al igual
que la otra familia de huérfanos para la que nuestro campus era su
casa, Obulamma y sus dos pequeños se hicieron un hueco entre
nosotros. Ahora es un personaje muy conocido, también para los
voluntarios españoles que están aquí con nosotros.
Ramachandra, su hijo, pasó algunos años en
un albergue público del Departamento de Bienestar Social, que
suelen ser gratuitos para todos los niños que pertenecen a las
comunidades más pobres. Se quedó y estudió en aquella escuela
pública hasta que finalizó sus estudios con dieciséis años.
Entonces volvió a nuestro campus y poco a poco comenzó a realizar
todo tipo de tareas en las oficinas de la Fundación. Adquirió fama
por su honestidad y sinceridad. Ahora está casado y tiene tres
niñas. Primero tuvo una hija, y luego vino la segunda. Después, se
agobió mucho y no sabía si intentarlo una tercera vez para tener un
niño, porque su sueldo era muy modesto, pero la presión social y
familiar fueron mayores y lo intentó una tercera vez, esperando que
fuera niño. Tuvo otra niña. Tenía tres niñas preciosas y
encantadoras que estudiaban y crecían felices, pero durante algún
tiempo Ramachandra no pudo asumir el hecho de no haber sido capaz
de tener un hijo. Después de hablarlo mucho, conseguimos
convencerle de que no era imprescindible intentarlo por cuarta vez
para tener un varón, y ahora es feliz con sus tres hijas.
A Nagamma no le fueron muy bien las cosas.
No pudo terminar la escuela y comenzó a trabajar de asistenta en
diferentes casas del campus. Su madre la casó muy joven, como era
costumbre en las comunidades indias. La casó con catorce o quince
años con un campesino de una aldea cercana. Pero no era lo que ella
quería y apenas estuvo un mes o dos en casa de su marido, y luego
volvió con su madre diciendo que no quería vivir en un pueblo. Se
negó a volver. El matrimonio fue anulado y ella continuó trabajando
en distintas casas de Anantapur y Hyderabad. A los treinta, ella
misma, con la ayuda de sus amigos y su familia, encontró otro
partido: un hombre que trabajaba de guardia de seguridad en una
empresa privada de la dudad. Todos estábamos muy contentos porque
generalmente en la India, en la mayoría de las comunidades, una vez
que un matrimonio falla, la mujer no se puede volver a casar. Pocos
meses después de la boda, su marido cayó enfermo y fue trasladado a
uno de los hospitales de la Fundación... Le detectaron una terrible
enfermedad mortal. Para Nagamma aquello fue devastador: un
matrimonio fracasado y el otro casi consumido por una terrible
enfermedad. Ambos están aún intentando asumir la situación.
«¡NO REGRESE AL
CAMPAMENTO SIN HONOR!»
El hijo del comandante Tipnis, el capitán
Ashok Tipnis, también entró en la Fundación en aquellos años como
voluntario. Ashok se había retirado pronto del ejército porque
quería dedicar su vida a la paz en vez de a la guerra. Ashok creía
apasionadamente en los principios mis nobles del ejército: el
honor, la lealtad, d valor, e hizo todo lo que estaba en su mano
por aplicar esos principios a su trabajo en Anantapur.
Ashok era una persona encantadora y todos
aquellos que lo conocieron lo recuerdan con cariño. Fue presidente
de la organización y trabajó con nosotros durante unos quince años
antes de trasladarse al estado de Manipur, en el noreste de la
India, para trabajar con los nagas12
y comunidad a la que pertenecía su mujer. Permanecimos siempre en
contacto con él y con la organización que fundó en Manipur.
Ashok pertenecía a una familia hinduista y
su mujer era cristiana. Había sido destinado varias veces a Manipur
cuando estaba en el Ejército. El día que nos comunicó su deseo de
casarse con Raj (la que habría de ser su esposa), le preguntamos
por qué había tomado aquella elección: historias personales
distintas, diferente formación, religiones distintas, miles de
kilómetros de distancia... Pero él dijo simplemente: «Anna, dos
cosas: tiene una sonrisa maravillosa y una vez la vi subiendo una
montaña con un fardo en la cabeza». Esperé expectante a que me
dijera algo más, pero no añadió nada, así que le pregunté:
«Ashok... ¿eso es todo?». Y me contestó: «Exactamente, Anna. Eso es
todo». Y entonces pensé: «Bueno... tengo frente a mí a una persona
más impulsiva que yo, que ya es decir».
Me encanta otra historia que me han contado
recientemente sobre él.
Cuando se produjo el devastador terremoto en
el estado de Gujarat en 2001, la Fundación envió a esa zona un
equipo para llevar a cabo trabajos de emergencia y reconstrucción.
Establecimos el campamento en Bhuj. Puesto que necesitábamos tiempo
para organizar las cosas desde Anantapur, le preguntamos a Ashok si
podría desplazarse a nuestro campamento de Bhuj, y dirigir las
operaciones hasta que alguien de nuestro equipo pudiera encargarse
de todo. Ashok aceptó de inmediato y se desplazó a Gujarat con dos
ayudantes.
Carecíamos de línea telefónica en el
campamento y la necesitábamos urgentemente para mantener contacto
con el mundo exterior, así que Ashok envió a uno de sus ayudantes
al Departamento Central de Teléfonos de Bhuj para solicitar la
línea. La zona había sido asolada por el terremoto y muchas
conexiones telefónicas habían quedado destruidas, así que después
de hacer cola y de andar arriba y abajo todo el día, le dijeron:
«Estamos intentando restablecer las conexiones telefónicas con
Bhuj... No habrá nuevas conexiones». Volvió con las manos
vacías.
Cuando el ayudante regresó al campamento y
le dijo a Ashok lo que había sucedido, Ashok contestó simplemente:
«¡Caballero, no regrese al campamento sin honor!», lo cual
significaba que su ayudante no podía regresar... ¡sin una conexión
telefónica! Así que el ayudante volvió al día siguiente, hizo las
mismas largas colas hasta que finalmente dio con el hombre con el
que había hablado el día anterior y le suplicó de rodillas: «Si
usted no me da una línea de teléfono mi jefe no me permitirá
regresar al campamento y tendré que volver a casa, a Manipur».
Finalmente el funcionario tuvo piedad de él y le concedió la línea.
Esta forma de hacer es típica de Ashok; entonces supe que a pesar
del tiempo transcurrido, Ashok no había cambiado en absoluto.
MONCHO
Nuestro querido amigo, el señor Pereira,
murió en aquellos primeros años, cuando todavía estábamos en Emma
Bungalow. Regresó un día de Mumbai y nos dijo que tenía cáncer de
hígado. Después se marchó para someterse a un tratamiento allí.
Cuando volvió a Anantapur, estaba delgadísimo y parecía muy
enfermo. No quería hablar de su enfermedad y hacía todo el trabajo
que podía, diciendo que «todo iba bien». Pero era evidente que
había regresado sabiendo que se estaba muriendo y prefería hacerlo
así, de esa manera suya tan particular. Comenzó a comer cada vez
menos y menos, y una noche, cuando Vicente fue a decirle buenas
noches, el señor Pereira le dijo: «Father, haga siempre las cosas a
su modo..., no haga caso de lo que le digan los demás...». Aquella
noche murió, y a la mañana siguiente lo encontramos como se había
quedado la noche anterior, sentado en la cama, con las piernas
cruzadas, apoyado contra el cabecero de la cama, con las manos tras
la cabeza, descansando como si hubiera estado en d exterior,
sentado al sol, apoyado contra un árbol. Nos sentimos muy tristes y
lamentamos su pérdida, porque había sido parte del comienzo de toda
nuestra historia, una persona en la que uno siempre podía
confiar.
Cuando nuestra hija Tara cumplió seis meses,
descubrí, conmocionada, que estaba embarazada otra vez... ¡y aún
estaba dando el pecho a Tara! De todas formas, Vicente y yo
pensamos que sería buena idea tener los niños seguidos porque de
este modo, yo pronto podría volver a dedicarme en cuerpo y alma al
trabajo. Esta vez, la doctora Usha estuvo de acuerdo en ayudarme a
dar a luz en casa y también esta vez la esposa del comandante
Tipnis, Ati, vino a asistirme en el momento del parto, y a ayudarme
en los dos o tres meses siguientes. El comandante Tipnis y Ati
acababan de perder a uno de sus hijos, piloto en las fuerzas
aéreas, en un accidente de tráfico. El comandante pensó que si
venía a Anantapur, la vida en la Fundación ayudaría a Ati a
sobrellevar la pérdida de su hijo.
Moncho nadó en casa el 6 de diciembre de
1971. Después del parto, la doctora se fue y Moncho permaneció
junto a mí en su cunita. De repente noté que estaba muy frío e
incluso un poco azul... Sor Pilar, una monja española que también
era enfermera, y que estaba en casa de visita, levantó la sábana y
vio que Moncho estaba sangrando por el cordón umbilical. Apretó con
fuerza el cordón con los dedos y llamamos de nuevo a la doctora,
que volvió a anudarle el cordón y se fue. Si sor Pilar no hubiera
estado allí, probablemente yo me habría dado cuenta demasiado tarde
de que mi bebé recién nacido estaba sangrando por el cordón
umbilical. Siempre le he estado agradecida por ello.
Una de las primeras grandes diferencias
culturales que más me impactaron aquellos años en Anantapur fue la
tremenda preferencia que había hacia los hijos varones. Cuando nace
un niño y es varón, todo es alegría y felicidad en el rostro de los
padres (y alivio en el rostro de la madre que ha conseguido tener
un niño), celebración familiar y reparto de dulces. Los padres se
alegran por haber tenido un varón. Lo contrario sucede cuando nace
una niña: hay una clara ausencia de alegría y no se celebra nada, y
si da la casualidad de que se trata de la segunda o de la tercera
niña, la desgracia es absoluta, y los padres casi piden perdón por
haber traído al mundo una niña. Sucede lo mismo en casi todas las
comunidades y todas las religiones, en familias que han recibido
una formación y en las analfabetas, en las ciudades y en las zonas
rurales.
Cuando nació Moncho, Ati se lo llevó
inmediatamente a Vicente y le dijo con mucho orgullo: «¡Ha tenido
usted un hijo!». Por el contrario, unos años más tarde, cuando
Yamuna, nuestra segunda hija, nadó, Ati se volvió hacia mí,
intentando ocultar la decepción que transmitía su voz y dijo: «Es
una... niña».
La primera noche después de que Moncho
naciera, Vicente me dijo que se llevaría a Tara y así yo podría
ocuparme de Moncho. Yo no me fiaba mucho de sus habilidades como
niñera, pero le dije que me parecía bien. Vicente estaba en la
habitación de al lado, con Tara, y los dos dormían. Después de un
rato, Tara se despertó y comenzó a llorar (solo tenía quince meses)
y oí que Vicente le decía: «¡Shhhh, shhhh...!») y que sacudía la
cama. Demasiado para su poca mano con los bebés. Me llevé a Tara y
a Moncho a mi cuarto y lo dejé que durmiera.
Ayudarme con los niños no era lo suyo, pero
le encantaba jugar con ellos y hacerles reír. Había un
entretenimiento al que ha jugado con todos nuestros hijos; ellos lo
recuerdan perfectamente y todavía hoy lo juegan también con sus
hijos. Consiste en sentarse todos en círculo e irse pasando las
sandalias de uno a otro mientras cantan:
Els esclops de Déu varen caure, varen caure;
els esclops de Déu varen caure a Sant Joan.
Sant Joan se n’hi va al dañera amb el tricu,
tricu, tra...
Sant Joan se n’hi va al darrera amb el
tricu, tricu, tracccc...13
La canción se va cantando más y más deprisa
y se pasan las sandalias más y más deprisa hasta que nadie puede
cogerlas y todos acaban tirándolas al aire y partiéndose de
risa...