IV
Finis gloriae mundi
Nunca más brillará en ti la luz de una
lámpara.
Apocalipsis 18, 23
Por aquí el camino siempre estuvo bordeado de palmas reales y por eso lo llamaban el Palmar. Decían que las palmas estaban ahí desde hacía años, desde mucho antes que llegara Padrino a comprar el terreno y a construir. Decían que Padrino no las destruyó por Angelina, que ella defendió las palmas reales, ya que Padrino sólo quería encinas. Las encinas le recordaban los robles de Europa, se debe recordar que Padrino vino de joven, de adolescente casi, y aquí se enriqueció, pero nunca pudo olvidarse de España. Esta noche las palmas reales no están. Y la noche está detenida sobre los árboles. La noche roja sobre los árboles negros. Pero las palmas reales no están. No hay viento, y como no hay viento ni palmas, nadie puede oír aquel cuchicheo (que en lugar de palmas las hacía parecer viejas piadosas en la novena de la parroquia). El mundo está quieto esta noche. La noche misma peligra, como si el cielo fuera a unirse con la tierra en cualquier momento.
Y al parecer el cielo se une con la tierra. Es un momento, cosa de un segundo, ni se puede contar. Irene salió, la atormentaban los lamentos. La noche entera se habían estado escuchando lamentos. No se podía decir que fuera por el Más Allá o por el Más Acá, por el lado del Discóbolo, o por el del Laoconte. Tomó una linterna y salió. Como era de esperar, encontró a Helena y a Merengue; ellos también andaban atormentados con los lamentos, con aquel lloriqueo que daba la impresión de que la Isla se había llenado de heridos. Como se supondrá, los tres supieron siempre que no había ningún herido, que se trataba de otro de los engaños de la Isla. No bien iban hacia una esquina, hacia el lado del Moisés, por ejemplo, escuchaban los gemidos por la zona del busto de Martí; cuando llegaban al busto de Martí, entonces los gemidos se sentían por donde está la fuente con el Niño de la oca. Para enloquecer. Es el viento, afirmaba Merengue. El viento, sí, el viento, repetía Irene. Tiene que ser el viento, aseveraba Helena categórica. ¿Y qué viento? Si esa noche parecía como si la tierra se hubiera quedado inmóvil en uno de sus giros, como si la tierra fuera un punto muerto en medio de tanto Universo. Los árboles se veían quietecitos como en el lienzo de un paisaje mal pintado. Cualquiera podía haber dicho que el cielo, rojo, se tocaba con sólo levantar las manos. Y no se trataba únicamente de los quejidos, la verdad, sino del olor desagradable que después de la medianoche se hizo más y más intenso, hasta que casi pareció imposible respirar. Un olor que no podía saberse bien a qué era, y que tampoco podía determinarse de dónde llegaba. Y encontraron a Rolo por el abrevadero, atravesando las cañas bravas, preocupado por la desaparición de las palmas. Lo más raro: no se notaba que las hubiesen cortado. No había restos de palmas en la tierra. Nunca hubo palmas y ya está, exclamaba Rolo con una ironía que, por lo seria, había dejado de ser ironía. Y es ahora cuando digo que el cielo parece unirse con la tierra. El cielo rojo baja tanto sobre la Isla, que la Isla se cubre de una niebla también roja, tan roja y tan niebla, que la Isla desaparece y ellos mismos no saben dónde están, por dónde ni adonde van, ellos también desaparecen y si aún pueden creerse seres vivos es porque continúan pensando (luego existen) que deben encontrar el modo de llegar a sus casas, aunque, la verdad, ni las propias manos son capaces de distinguir. Da lo mismo tener los ojos abiertos que cerrados. Las luces de las linternas no se abren paso por entre la densa bruma. No parece que pisaran tierra. Dejan de sentir la gravedad de sus cuerpos. No saben a ciencia cierta si cada miembro de su cuerpo responde a las órdenes de sus cerebros. La voces se apagan antes de escapar de los labios. El silencio resulta tan perfecto como la bruma. También ignoran si el tiempo continúa transcurriendo o se ha detenido como todo en la Isla; carecen de la más mínima noción temporal. Aquella neblina roja confunde hasta tal punto sus sentidos que mucho después de haberse disipado y vuelto el cielo a su lugar, estos pobres personajes siguen creyendo que andan perdidos.
Y es aquí donde la Virgen de la Caridad de El Cobre se convierte en protagonista de un hecho notable. La humilde imagen tallada en madera por un artista anónimo no está en su lugar. La urna, entre el Discóbolo y la Diana, se ve vacía, con el cristal y el búcaro rotos. Están pisoteados los girasoles de Helena. Irene descubre la ausencia. A sus gritos, acuden los demás. No hay nada que hacer. De la Virgen no quedan rastros. Bueno, sí, quedan rastros: una de las olas de madera que pretendían ahogar a los jóvenes aparece como a dos metros, casi a los pies del Discóbolo. Ante la desaparición de la Virgen, los personajes de este libro deben de experimentar una profunda sensación de desamparo. Es lógico si se tiene en cuenta que los personajes de este libro son cubanos. Como cualquier cubano, los personajes de este libro no han aprendido a vivir solos. Los cubanos no quieren saber que los hombres están solos en el mundo y que únicamente los hombres son responsables de sus actos, de sus destinos. Cuba es un pueblo de niños y los niños (se sabe) gustan de cometer travesuras cuando hay un adulto que los observe, un padre o una madre que los mire, y los aplauda cuando hagan gracias, y los castigue cuando se excedan, y (sobre todo) que los salve en caso de peligro. Por eso, cuando descubren la desaparición de la Virgen, los personajes de este libro (desvalidos) caen de rodillas e imploran a un cielo que los árboles ocultan.
Por más que sea costumbre, no deja de ser turbador escuchar un llanto en la Isla. Sobre todo si uno cree que ese llanto no pertenece a nadie, que es un llanto viejo, atrapado ahí, entre árboles y paredes, resignado a no desaparecer, un llanto inservible, consciente de su inutilidad y por eso mismo más doloroso, más llanto. Y lo grave es cuando el llanto se escucha luego de una noche de lamentos. Entonces sí que uno se desespera y no sabe si salir huyendo o ponerse también a llorar: ambas cosas serían igualmente vanas.
Este llanto de ahora, sin embargo, no es de los errantes, de los sin causa, o con causa tan lejana que no se sabe por qué anda aún de un lado para otro. Este llanto tiene sus ojos y sus lágrimas, y son los ojos y las lágrimas de Marta. Ella ha tenido la osadía de llegar al Hermes de Praxiteles (así como puede andar ella, aferrándose a los árboles, sopesando cada paso como si a cada paso hubiera algún abismo). Sebastián la ha descubierto y ha corrido. ¿Por qué lloras? La ve asustada, toma una de sus manos y se da cuenta de que está temblando. Abrazada a los muslos del Hermes, Marta solloza. Sebastián la deja que se calme. La conduce luego a la galería y la sienta en su sillón. Ella baja la cabeza, permanece mucho rato en silencio. Si uno no supiera que se ha quedado ciega, pensaría que está mirando las palmas de sus manos.
Hace sólo un rato, el Herido fue a verla. Cuando sintió sus pasos, Marta supo que era él por ese aroma que lo acompaña, ese extraño aroma de flores secas, de cartas antiguas, de escaparates donde se guardan fotografías, libros y recuerdos. Lo supo además porque sus pasos no correspondían a ninguno de los habitantes de la Isla, y ella ha logrado saber quién es quién por el golpe de los pasos. El le anunció Quiero hacerte un regalo, Marta, y su voz tenía el timbre de los hombres altos y fuertes, un poco niños todavía, y de cualquier modo ya del todo hombres, Sé que te ha tocado sufrir y quiero hacerte un regalo, y aquella voz, a no dudarlo, tenía que corresponder a un hombre trigueño de tez blanca y limpia, a un hombre de ojos y manos grandes, que sabía muy bien adonde y por dónde se dirigía en la vida. Como se podrá deducir, ella no habló. Parecía él conocer el deseo de Marta, su necesidad de viajar (aunque sólo fuera en sueños), a esas ciudades que debían de existir más allá del horizonte (aun cuando ella a veces llegara a dudarlo). Estuvo él mucho rato contando de ciudades remotas, hablando de civilizaciones desaparecidas y por aparecer, contando de tiempos idos y por llegar, y cuando decidió marcharse, la dejó aún más desesperada que nunca por abrir los ojos frente al Campanile del Giotto, la Opera de París, el Paseo de Gracia, la catedral de Santa Sofía... Pero al rato de quedar sola, Marta notó que sus ojos veían. No se debe pensar en una súbita recuperación de la vista, sino en un lento proceso por medio del cual fueron apareciendo ante sus ojos las paredes desnudas y descoloridas de una habitación que no sabía si era la suya, unos muebles gastados por el uso, una mañana sin esplendor que entraba tímida por el posible marco de una posible ventana, para terminar en un reloj sin números y sin manecillas; todo como sin dimensiones, como si se tratara de la borrosa lámina de una enciclopedia, salí a la Isla, vi que no había árboles allí, el gran rectángulo que correspondía a la Isla estaba constituido por un arenal, y las casas estaban, sí, pero vacías, sin puertas ni ventanas, sin muebles, sin nadie, sin el olor de las cocinas, sin las chácharas que hacen a veces de la Isla la capital del bullicio, busqué a alguien, busqué el modo de comunicarme con alguien, todo fue inútil y entonces salí a la calle y encontré un derrumbe, y un montón de papeles que volaban al viento, y no supe adonde dirigirme, no tenía referencias, la torre de la parroquia había desaparecido, por ejemplo, y lo que hice fue caminar y caminar sin saber hacia dónde iba, los árboles estaban sin hojas como en invierno (de los países con invierno), y la tierra se había convertido en arena, y no había flores, noté que estaban secas en el suelo, y el cielo era de acero, gris, como pocas veces el cielo de la Isla, y el olor que traía el viento era un olor de podredumbre y cómo no iba a haber olor de podredumbre si por dondequiera crecían derrumbes, montañas de escombros, de basuras, a ratos se escuchaban disparos, a ratos me parecía ver el resplandor del fuego, y yo me pregunté ¿éste es el sueño que puedo soñar?, ¿ésta es la ciudad a la que mis ojos tienen acceso?, hubo un momento en que un remolino de viento bajó arrastrando pájaros muertos, y otro remolino arrastró muebles, fotografías, vi pasar un coche sin cochero y sin caballos, bajando solo, como llevado por aquel aire tan fuerte, una señora con trajes de otra época iba sentada detrás, aunque cuando se acercó vi que ya no era una señora, sino un vestido hecho trizas, y yo sentí frío, mucho frío. Marta llamó varias veces. Nunca respondió nadie. Quiso regresar al sillón, a la ceguera, a los deseos insatisfechos, regresar a aquellas tardes largas y baldías en las que al menos la alimentaba la esperanza. Creyó que se sentaba a llorar bajo lo que tomó por un árbol (y en realidad era una guillotina). Creyó que estuvo llorando mucho tiempo. Sintió que anochecía cuando ya había anochecido. Sintió que la tocaban por el hombro cuando ya hacía mucho que aquel niño la llamaba. ¿Quién eres? El niño no respondió, se limitó a hacerme una señal de que lo siguiera, y yo por supuesto lo seguí sin dudar, aquel niño era el único ser vivo que había visto desde que salí de casa, y caminamos y caminamos, sin hablar, sin hablar bajamos hacia una especie de cueva, en cierto momento me ordenó Espérame aquí, y yo no tuve otro remedio que obedecer la orden, no me importaba si era niño o demonio, me importaba que se tratara de alguien que iba a mi lado, es peor estar solo que mal acompañado, eso lo aprenderás en cuanto te veas perdido, rodeado de arenas y de escombros, cuando vino a buscarme comenzamos a entrar por pasillos oscuros, por pasillos estrechos hasta que llegamos a una biblioteca, no me preguntes por qué sabía que estaba en una biblioteca, supongo que por los estantes donde debió de haber libros alguna vez, y por cierto aire religioso, quiero decir, de verdadera religiosidad, aunque el lugar estaba lleno de camas, de niños, de mujeres, de ancianos, y entonces no pareció una biblioteca sino un hospital, y en verdad me hallaba en una biblioteca convertida en hospital, se oían lamentos como los de acá, como los de la Isla en días en que el viento viene del sur, y me eché en la cama que el niño indicó, y supongo que quedé dormida. Quedó dormida para defenderse, para escapar, para que el tiempo pasara, para no percatarse del paso del tiempo, para que cuando despertara y estuvieran sacando a los refugiados, fuera más fácil sumarse a aquel grupo sin entender, sin hacerse preguntas ociosas. Los llevaron por largos caminos (la palabra «camino» resulta aquí un eufemismo). Los llevaron por lugares desolados durante una sola noche muy larga. Debieron de haber llegado al mar (si es que podemos llamar así a aquella extensión roja que vagamente lo recordaba). Atracado a un muelle, un barco. Disciplinados, fuimos subiendo a él, me llamó la atención que antes de subir, todos se volvían un instante para mirar atrás, yo también lo hice, vi una ciudad, como de cristal, o ni siquiera una ciudad, sino una acumulación de reflejos, una serie de diminutas piezas que se descomponían en luces, en destellos, y sentí deseos de llorar, y vi que todos estaban, como yo, llorando, había que zarpar, no queríamos zarpar, una sensación de nostalgia anticipada (no me preguntes nostalgia de qué) nos estaba invadiendo, se escuchó el sonido de la sirena del barco, y éste se fue alejando de la orilla, dejando una estela de espuma de un rojo oscuro, estimo que fue entonces cuando se oyó aquel sonido que con nada puedo compararte, aquel sonido único que no alcanzo a poder relatar, me volví, vi un espectáculo precioso y terrible, la ciudad saltaba en pedazos, se deshacía en infinitas partículas veloces, iluminadas, como siempre supuse se destruyen las galaxias.
Quizá no quepa duda, explica el Herido, el santo que más lienzos ha provocado es aquel oficial de la guardia pretoriana del emperador Diocleciano, convertido al cristianismo, el joven gallardo, casi desnudo, cuyo cuerpo vemos siempre cubierto de más o menos flechas y agujeros, benévolo patrón de los arqueros y los tapiceros, san Sebastián, cuya fiesta se celebra el 20 de enero, desde el siglo quince hasta la fecha, cientos de pintores se han preocupado por él, por qué de tantos suplicios, de tantos mártires que en el mundo han sido, el de san Sebastián ha logrado inquietar más a los artistas, es algo no difícil de saber. El Herido habla bajo, como para sí mismo. Podrían aventurarse sin duda varias hipótesis, la que parece acercarse más a la verdad no es puramente estética, claro, no es tan bello lapidar, emascular, golpear como asaetear (no tendré en cuenta aquí ninguna interpretación freudiana, la metáfora fálica —bastante atendible, por cierto), es evidente que la imagen de un efebo casi desnudo, atado a un árbol o a una columna, recibiendo flechas con ambigua y llorosa expresión de quien pide clemencia, resulta sumamente tentadora y exige a gritos la representación pictórica, ni que decir tiene que, si Sebastián hubiera sido un anciano de ochenta años, no cautivaría lo mismo, la juventud, la belleza martirizada es algo que conmueve más que ninguna otra cosa, no es lo mismo, por desgracia, un feo cuerpo torturado que un bello cuerpo torturado, como tampoco es lo mismo, por desgracia, un hermoso cuerpo triunfante que un hermoso cuerpo torturado, el cuerpo bello y herido, satisface por partida doble, placer mezclado con pena: ¡goce supremo!, un cuerpo que nos hace sentir que debemos salvarlo antes de poseerlo, es el cuerpo al que (reconozcámoslo o no) aspiramos, habrá que convenir al final: lo que más fascina es el componente de tortura que adquiere aquí la belleza, ya desde el Renacimiento, o tal vez desde antes, el hombre occidental ha quedado rendido ante el hechizo que en él provoca el dolor ajeno, si hombres como Van Gogh o como Kafka o como tantos, hubiesen sido felices, no los admiraríamos lo mismo, el dolor sacraliza, por eso resulta probable (hablo sólo a base de probabilidades, no doy nada por seguro) que hayan proliferado tantas ideologías que exaltan el hambre, el sacrificio, el dolor, como modo de redención, el problema principal radica en que por el dolor no se salva tanto quien sufre como quien ve sufrir, el sufrimiento, en tanto que espectáculo, actúa a modo de catarsis, los grandes ideólogos del sufrimiento, los grandes políticos, los grandes reformadores religiosos, no sufren en carne propia, ven en cambio con ojos arrasados en llanto el sufrimiento de su pueblo, y arengan Este es el camino de la salvación, momentos antes de sentarse ante una mesa generosa, reconforta saber que uno es capaz de conmoverse con el dolor ajeno en el minuto de marcharse a dormir en colchones de dulces plumas, pensar que los otros mueren de hambre y reconocer la propia bondad al pensar en ellos hace que el ideólogo del dolor se sienta satisfecho consigo mismo, y lo prepara para continuar disfrutando de la existencia.
De los cientos de san Sebastianes que se pueden ver en las pinacotecas del mundo, continuó el Herido, hay algunos insuperables, mira, debes reparar en este del Perugino, entre columnas, bajo arcos renacentistas, con sólo dos flechas hiriendo su cuerpo y ese apacible paisaje de fondo, aquí tienes el de Antonello da Messina, torturado en una plaza a cuyo alrededor conversan ciudadanos con trajes de la época del pintor, aquí, el de Antonio Pollaiuolo, y el de Andrea Mantegna, literalmente acribillado, el de Luca Cambiaso, con ese trazo nervioso, que comunica con intensidad la sensación del sufrimiento, mientras ve llegar ángeles, tantos ángeles acudiendo con la corona del martirio, el de Luca Signorelli, que aprovechando la envidiable simultaneidad, permite ver al santo llevado por sus enemigos y luego asaeteado por ellos (observa: los enemigos —qué dato interesante— no son contemporáneos del santo, sino del pintor), aquí están estos dos grabados de Durero (con esa fuerza), el que está atado al árbol es el que prefiero, pero debes tener presentes estos tres, particularmente encantadores: el de Juan Antonio Bazzi, llamado El Sodoma, admirado incluso por Vasari (que no admiraba a El Sodoma); el del Greco, robusto y actual, muy vivo puesto que sólo una saeta ha ido a clavarse justo bajo el corazón, y el de Honthorst, acaso el más bello, y en el que san Sebastián parece muerto (sólo lo parece, debes saber que san Sebastián no murió a consecuencia de las saetas), míralo, rendido por el dolor, barbudo, humano, contemporáneo tuyo y mío, con ese cuerpo de una perfección que dan ganas de llorar.
Así ha dicho a Sebastián el Herido, sentado en la galería, en el sillón de Irene, abierto sobre las piernas un cuaderno en el que escribe de cuando en cuando. Del cuaderno salen las láminas de los distintos cuadros de san Sebastián, en donde ha ido anotando las galerías en las que pueden encontrarse.
(Sebastián ve al Herido escribiendo en el cuaderno. ¿Qué escribes? Apuntes. ¿Para qué? Para continuar la historia.)
No, viejo, no hagas literatura, no tienes ni tendrás un poco de láudano para aliviar tu vigilia, you won’t have it. Lo mejor que puedes hacer es terminar de darte fricciones en los pies, y salir a ver si encuentras a Helena, a Irene, a Merengue, alguien, cualquiera, que mitigue tu soledad. Porque ahora, no sé qué me pasa, siento la soledad más que nunca, será porque espero, aunque no debe de ser por eso, yo siempre esperé, siempre he estado esperando, y nunca he sabido qué, esperar algo que no se sabe qué puede ser es el peor modo de esperar, la espera perfecta, sí, y por lo mismo la más desesperante. El profesor Kingston termina de darse las fricciones y se abriga, tiene frío, mucho frío. Deja sobre la mesa de noche el tomo de Coleridge, sin leer, y descubre algo trascendental: sobre las sábanas las huellas de los pies de un gato. De más está decir que se sobresalta. Las huellas significan muchas cosas, la más importante de las cuales es que lo que él tomó por un sueño, no lo fue, no, entonces no fue un sueño, it wasn’t a dream. Y si no fue un sueño... El profesor Kingston observa las huellas como si el verdadero sueño estuviera teniendo lugar.
Estaba acostado, aún duraba la noche. Como había dejado encendida la luz del baño, la oscuridad no era total. Abrió los ojos. Sentada en la comadrita, estaba Cira (tenía que ser Cira aquella mujer que vestía de negro y llevaba guantes y a quien un velo ocultaba la cara). Cira, llamó. Le pareció que la mujer sonreía, aunque resultaba difícil saberlo. Ella acariciaba al gato que tenía en su regazo. No cualquier gato, sino Kublai Khan, el gato que la acompañó hasta su muerte. Cira levantó al animal, y el animal saltó hacia la cama, caminó por sobre las sábanas, se echó a ronronear a su lado. El profesor Kingston cerró los ojos antes de preguntar ¿Por qué volviste? Ella no respondió. Cuando él creyó abrir los ojos, no estaban ni ella ni el gato.
Ahí están las huellas, the cat was here. Aún incrédulo, el profesor Kingston pasa sus dedos por la tierra que han dejado sobre las sábanas los pies del gato. Luego se da cuenta de que más que nunca necesita encontrar a alguien, a cualquiera, se abriga con la bufanda y sale al Más Allá, donde hay un frío intenso y es de noche, ¿cómo de noche?, yo pensé que había amanecido, vi la luz del amanecer entrando por las hendijas de la ventana, es de noche y no sólo eso, el cielo está rojo y amenazante, parece que se quiere unir con la tierra, y si se une, ¿qué?, una catástrofe. El profesor Kingston avanza entre las malezas con dificultad, un poco porque le duele el cuerpo y un mucho porque ha olvidado el camino. Toma hacia abajo, hacia la izquierda, buscando la puertecita desvencijada que lo lleve al Más Acá, pero camina y camina y no encuentra la puertecita. Piensa: Es mejor orientarse a partir de la carpintería del padre de Vido. Camina, pues, en sentido recto, como quien va para el río, que no se escucha, que está desaparecido, la carpintería tampoco aparece, el profesor Kingston da vueltas, deambula sin rumbo, se pierde entre matorrales desconocidos. A veces cree ver un salto de agua, a veces un grupo de hombres en el mar, a veces una casa blanca, a los lejos. Sabe, sin embargo, que se trata de aquellos persistentes recuerdos de niñez, de Jamaica yo tengo tres recuerdos recurrentes: el de Dun’s River Falls, aquellas aguas misteriosas que nunca dejaban de caer, con su sonido ensordecedor, insistente; el de un grupo de hombres elegantes, trajeados, con el mar a la cintura (en alguna ocasión mi madre me aclaró, se trataba de un bautismo cristiano en Gunboat Beach); y el de un prado, una casa blanquísima, a lo lejos, sobre un collado. Es toda la Jamaica que me pertenece, toda la Jamaica que llevo conmigo, this is all the Jamaica I need, además del inglés, y de saber que nací en Savanna-La-Mar (no en Kingston, como todo el mundo cree) hace cientos, miles de años. Tienes frío, profesor, y te fatiga andar perdido, no encontrar la puertecita que te conduzca al Más Acá, te asusta el cielo rojo, ese cielo que se diría que caerá en cualquier momento sobre la tierra (la catástrofe se avecina). Tienes frío, profesor, y te duelen los huesos, y nada oyes como no sea el eco de tus propios pensamientos. Si pudieras regresar a la casa... El profesor Kingston trata de desandar el camino, de encontrar la casa. Lo único que logra es llegar a un terreno pedregoso donde, en un tronco muerto, está sentado un hombre. Es él. No tiene que verlo para saber. Es él. El Marino. Llenándose de valor, el profesor Kingston se acerca. Ahí estás de nuevo, joven, siempre joven, impecable el traje de marino, el negro pelo ensortijado, los ojos grandes, la boca perfecta, ahí estás de nuevo, esperándome, esta vez esperándome a mí. Ando buscando el camino de regreso, dice el profesor exagerando sin darse cuenta el acento de jamaiquino. Poniéndose de pie, el Marino muestra la superioridad de su estatura; extiende la mano y lo toma por el brazo, lo conduce hacia la playa. Ahí está Cira, y señala a la mujer con velo y traje negro, a quien el mar baña los pies desnudos. Con gracia, Cira dice adiós. El profesor Kingston se acerca. La mujer levanta el velo, sonríe. Ahí está Cira joven y hermosa, sin los estigmas que la lepra dejó en ella. Había olvidado tu cara, exclama él con rubor. Ella no deja de sonreír. En el momento en que le quita los guantes para observar las manos de Cira, las manos que antes ella no le permitía ver, comienza a lloviznar. Faltaste de mi vida tantos años, confiesa él, que llegó un momento en que no supe si de verdad estuviste algún día, recordaba mejor a Kublai Khan que a ti, hay ausencias imperdonables, nunca entendí qué habías venido a hacer a mi vida si te ibas a marchar tan pronto, después poco a poco, as you learn all things in life, me fui dando cuenta de que habías venido para que yo supiera qué cosa es estar solo, al parecer el aprendizaje que me tenía reservada esta existencia era conocer la soledad, y conocerla después de haber vivido contigo era el modo total de conocerla, cuando te marchaste me fui a New York, La Habana me ahogaba, La Habana eras tú y no estabas, en New York es donde más solo se puede estar si uno está solo, porque en New York uno no es nadie, sino un poco de ceniza, y eso es lo que soy, lo que somos todos, y lo que tanto nos cuesta aprender, un poco de ceniza que alguien va a soplar en cualquier momento.
Querido profesor Kingston: el Marino se acercará en un bote y los ayudará a subir. Experimentado al fin (sabrá Dios cuántos botes habrá conducido en su vida), remará con destreza y el bote enfilará con rapidez hacia alta mar, hacia ese horizonte que usted no conoce. Continuará lloviznando, hecho este que tanto usted como Cira interpretarán como de buen augurio. Usted continuará desarrollando ante la mujer esa (vamos a decir) filosofía un tanto pesimista, un tanto sentimental. Pesimista y sentimental, ella estará encantada de escucharlo y no dejará de sonreír. En realidad, la conversación no tendrá demasiada importancia, y ustedes lo sabrán. Lo importante será lo que ya fue importante: que ambos estarán uno frente al otro, como en aquellos tiempos dichosos en que se conocieron. Nadie sabe con certeza si cuando muere encuentra a los seres queridos que lo precedieron en la muerte, de modo que usted y Cira podrán darse por satisfechos de que la ficción resuelva en este caso, con facilidad, asunto tan delicado. Querido profesor, usted irá rejuveneciendo. Sin darse cuenta volverá a ser aquel negro fino que fue hace tantos años. Así que la pareja que harán Cira y usted será una hermosa pareja de veinteañeros a medida que el bote se aleje de la orilla. Querido profesor, si fuera usted curioso, debería volverse a mirar, debería percatarse de que no se ve la orilla. Debería notar, además, que ya el joven Marino no va en el bote. Pero no será usted curioso, ni tendrá en cuenta semejantes pormenores. Llegará el momento en que no sentirá el golpe de los remos, ni el bote, ni el mar, ni la noche. Sólo reconocerá la presencia de Cira y la alegría de creer que irán juntos a un lugar donde nadie podrá importunarlos. Deseamos con fervor que sea cierto cuanto imaginan, que tengan un buen viaje. God speed!
En La Habana hay tanta luz que da la impresión de ser una ciudad sumergida en el agua. No hay colores en La Habana a causa de la luz. Aparte de enceguecernos, de impedirnos mirar de frente la ciudad, la luz convierte a La Habana en un resplandor que surge entre aguas falsas. Hace sentir que todo es aquí inexistente, inventado y destruido por la luz. La realidad de Venecia, lo que hace que uno la viva con tanta fuerza, radica en su agua y en su luz, que lejos de difuminar los colores, los enfatiza, y por eso la Venecia real resulta siempre superior a la Venecia de los pintores. La Habana es lo contrario de Venecia. El problema fundamental es que antes de ser una ciudad, La Habana es una ilusión. La Habana es un engaño. Un sueño. Esta última palabra (sueño) no aparece aquí en su sentido poético de quimera, de esperanza. Podría rectificarse la frase, reescribirla: La Habana es un sopor, un letargo. La luz adquiere tal vigor que La Habana carece de materia. Una de las funciones de la luz en esta alucinación es borrar el sentido del tiempo. Se deambula entre pasado y presente, de un lado al otro, como por una alameda blanca, carente de árboles, sin que se llegue a vislumbrar el futuro. No existe el futuro. La luz es de tal violencia que el tiempo de La Habana es inmóvil. No hay tiempo, sin que esto quiera decir que La Habana es eterna, todo lo contrario. No hay tiempo, luego La Habana es la ciudad donde uno comprende con intensidad casi desesperante el sentido de lo efímero. Y el hombre que anda por La Habana carece de tanta materia como ella. Por eso en La Habana los cuerpos se buscan como en ningún otro lugar. El encuentro físico, los cuerpos que se tocan, viene a ser el único acto de voluntad propia que puede restituir la conciencia de realidad. En una ciudad siempre desaparecida, la necesidad del encuentro adquiere valor de vida o muerte, o mejor, de aparición o desaparición.
Buscar a alguien que se ha perdido en La Habana debe de ser un acto de locura. Todos andan perdidos en La Habana, todos han sucumbido al rigor de la luz. Sin embargo, ¿cómo convencer, con estas razones, a un padre que ha perdido a su hijo y lo anda buscando por cada rincón de la ciudad? En este libro, ese padre tiene un nombre, Merengue, y los sitios a los que acude son los más concurridos, digamos por ejemplo que ha pasado una mañana entera en el Parque de la Fraternidad, entre la muchedumbre, de un lado a otro, sentándose entre los mendigos, entre los borrachos, mostrando una foto de Chavito, que es un negro de veinte años, semejante, por tanto, al millón de negros con veinte años que deambula por la ciudad. Nadie ha visto a nadie, por supuesto. Digamos que Merengue ha ido a la playa de Marianao, que ha estado una tarde entera en el Coney Island de la playa de Marianao, que ha caminado el malecón de Castillo a Castillo, de La Punta hasta La Chorrera, que ha merodeado por la Lonja del Comercio, el Puerto, que ha fingido que bebía un trago de ron en el bar Dos Hermanos, que ha fingido otro trago en el Sloppy Joe’s, que se ha sentado una madrugada, hasta el amanecer, en el Paseo del Prado, cerca de la estatua de Juan Clemente Zenea, que ha quedado dormido de cansancio en el Crucero de la Playa, que otro amanecer lo ha sorprendido en Guanabo, sobre la arena, frente al mar (sin duda lo más real de La Habana), y que ha recorrido los pueblos cercanos: Bauta, Santa Cruz del Norte, Bejucal, Güira, San Antonio de los Baños, El Rincón, pueblo sagrado este último, pueblo de leprosorio y de santuario, donde se ha prosternado frente a la imagen del milagroso san Lázaro y llorado y rezado, y pedido al santo que le devuelva a su hijo, y que si le cumple, irá caminando cada 17 de diciembre, en peregrinación desde la Isla, arrastrando un ancla. Merengue ha hecho todo eso y más que es preferible no relatar aquí, aunque de ningún modo es posible que se pase por alto su visita a hospitales, casas de socorro, su visita a la morgue, donde terminó de percatarse de que la muerte era algo que el hombre, en esta vida, nunca alcanzaría a comprender.
Un golpe. Otro golpe. Merengue abre los ojos. Está sentado en el sillón y abre los ojos y no ve nada porque no ha encendido las luces. Las velas, frente al san Lázaro, se han mitigado tanto que son dos punticos nerviosos que nada pueden contra la oscuridad de la Isla que se ha apoderado del cuarto. Esta oscuridad de mierda ha consumido las velas. Merengue se da cuenta de que acaba de soñar que alguien abría las dos hojas de la ventana que da a la galería. Se levanta y estira, con pereza. Sonríe. Nadie puede abrir la ventana, yo la tranqué, por ventana cerrada no entran intrusos. El tabaco está en el suelo, apagado. Merengue va a recogerlo cuando oye un golpe y otro golpe. Es la ventana. El viento la abre y la cierra a su antojo. Luego debe de ser cierto que alguien abrió la ventana, que no fue un sueño (no por imposible deja de ser posible). Con premura, sin miedo, saca un machete de debajo del colchón. La mano que empuña el machete se levanta dispuesta a atacar y él se acerca sigiloso a la ventana. Afuera, la Isla, la noche. Merengue abre bien la ventana, evita un nuevo golpe del viento. No hay nadie en la Isla. El mundo se ha recogido temprano. Se oye el graznido de una lechuza. Merengue se santigua. ¿Qué hora es? Mira al reloj que ha puesto encima de la coqueta. La una y cinco, quiere decir que se rompió o se le acabó la cuerda; es imposible que sea tan tarde, que sea la madrugada, no puede ser. Más seguro, se dirige a la puerta y abre, sale a la galería. Un golpe y otro golpe y abre los ojos. Se da cuenta: ha soñado y se levanta, sonríe en su sueño, ve que, en efecto, la ventana está abierta y piensa Alguien debe de haberla abierto, de lo contrario... Toma el machete que no está debajo del colchón, sino en la gaveta del aparador, y observa la Isla vacía y llena de inquietud en esta noche. Sale a la galería. No hay nadie y lo más probable es que él haya creído que trancó la ventana y no la haya trancado, no es nada del otro mundo, uno pasa la vida creyendo que las cosas son como no son. Y se adelanta hasta el borde mismo en que termina la galería y comienza la tierra de la Isla. Algo brilla entre las viudas que Irene sembró. En el instante en que Merengue va a inclinarse para ver mejor, tiene la impresión de que una sombra blanca pasa rápida por detrás del Discóbolo, con rumbo a la Diana o al David. Merengue corre por la Isla. No grita para no alarmar. Levanta el brazo con el machete, dispuesto a lo que sea. Apartando ramas, lastimándose los pies, va descalzo, persigue lo que no ve, lo que ni siquiera sabe si existe. Pasa el Discóbolo, llega a la Diana y entra en una zona de pinos donde queda desorientado, sin saber adónde dirigirse. Escucha un golpe y otro golpe y abre los ojos y se da cuenta: ha soñado. Se levanta y se percata de que la ventana está abierta y piensa Quizá la haya dejado, a lo mejor la haya cerrado en la imaginación, no en la realidad, y saca el machete que no está ni debajo del colchón ni en la gaveta del aparador, sino en la maleta donde guarda las pinzas y las piezas de repuesto para el carro de los pasteles. Sale a la Isla. Por curiosidad sale a la Isla. Sabe que entre sueño y realidad no hay otro vínculo que el de un cuerpo dormido. Un cuerpo dormido es un cuerpo muerto. Los hombres cuando no están despiertos es como si estuvieran muertos. Y en la galería ve que algo brilla entre las viudas sembradas por Irene y cuando se inclina ve que se trata de la llave con la que se debe de abrir un arcón. No es una llave común y corriente; es una llave grande y antigua. Y aunque no ve ninguna figura blanca corriendo por detrás del Discóbolo hacia la Diana o hacia el David, hacia allá se dirige, y llega a los pinos y no queda desorientado, sino que sigue apartando ramas, lastimándose los pies, está descalzo, y se detiene junto a la estrecha puertecita de madera que separa el Más Allá del Más Acá, y permanece un instante en silencio tratando de escuchar, de descubrir algún sonido extraño en la Isla. Por supuesto, es tan fuerte el viento de la noche, que los sonidos de la Isla son extraños, y uno cree que hay miles de desconocidos, de figuras blancas que corren de un lado para otro. Merengue sonríe al pensar A lo mejor ya las estatuas se han cansado de sus incómodas posiciones y huyeron por fin, se echaron a correr, bueno, a lo mejor. Y abre la estrecha puertecita que separa al Más Allá del Más Acá y pasa al Más Allá que se ve intransitable y va a dirigirse a la casa del profesor Kingston cuando ve, colgado de una rama de marabú, un pañuelo ensangrentado. Escucha un golpe y otro golpe y se da cuenta, con alivio, de que ha soñado y se levanta con una sonrisa; nada hay que complazca más a un hombre que despertar de un mal sueño. La habitación está a oscuras, no ha encendido las luces, las velas del san Lázaro se han consumido tanto que son dos punticos nerviosos que nada pueden contra la oscuridad de la Isla que se ha adueñado del cuarto. La ventana está abierta, de par en par, a merced del viento que trae olor a tierra húmeda y a mar, los días de lluvia el mar parece que está al doblar de la esquina. Merengue va a cerrar la ventana y se da cuenta de que tiene algo en las manos. Lo que tiene es una llave, una llave nada común. No tiene miedo. Hombre precavido, sin embargo, busca el machete que no está ni bajo el colchón, ni en la gaveta del aparador ni en la maleta de las piezas del carro de los pasteles, sino en el mismísimo altar de san Lázaro. Sale a la Isla. Se dirige sin titubeo hacia el Más Allá y se da cuenta de que la estrecha puertecita que separa las dos partes de la Isla, está abierta como si alguien hubiera pasado por allí. En efecto, colgado de una rama de marabú, hay un pañuelo ensangrentado. Lo toma como prueba, sigue por el estrecho camino que hizo el profesor Kingston con el paso diario. Continúa hacia el camino de marabúes. Las estrellas y la luna se fueron al carajo. Hay olor a tierra húmeda, a mar, el mar está ahí, a la vuelta de la esquina. Amenaza lluvia. ¿Desde cuándo amenaza lluvia? Merengue avanza descalzo por entre los marabúes. La Isla ahora se ha convertido en monte. El monte. ¿Y hay voces? No, es tu imaginación. Aquí ahora no hay voces. Ese grito, ese lamento no son otra cosa que el viento al colarse por entre el follaje. Merengue se pregunta si será cierto lo que dice la Condesa Descalza, que esa loca tiene cada cosas. Y aunque la Isla esté desierta y uno lo sepa, se camina por ella como si en cualquier momento pudiera encontrarse con alguien. La Isla es así. Y ahora es más oscura que todo lo oscuro de esta tierra. Y sin darse cuenta llega Merengue a la orilla del mar, que no es azul ni es negro, sino rojo, de un rojo amenazante. Y el mar está inquieto, con esa misma inquietud que tienen el viento y el cielo. Merengue cae de rodillas en la arena de la orilla, cuando siente un golpe y otro golpe y abre los ojos y esta vez sí continúa ahí, arrodillado al borde del mar, a la espera de algo que no sabe qué pueda ser. Se abren las nubes. Una luz vivísima escapa de entre ellas y cae sobre una pequeña porción de arena. Merengue ve primero una sombra, o ni siquiera eso. Al contacto con la luz, la sombra adquiere la forma de un hombre. Merengue ve cómo de la luz surgen dos piernas, un torso, dos brazos, una cabeza. Por un instante no es más que eso. Poco a poco, los contornos se definen. Las piernas y los brazos son piernas y brazos de un hombre. En la cabeza se precisan los ojos, la nariz, la boca. Merengue quisiera escuchar un golpe y otro golpe que lo despierten, que lo alejen de la orilla, que lo saquen del escalofrío que ahora llega con la misma intensidad con que las olas están golpeando la orilla. Es Chavito, piensa con el sobresalto de su corazón. Y trata de mirar con todo el poder de los ojos asustados. Y Chavito levanta las manos a la altura de los ojos, las mira, al parecer con sorpresa, y luego ríe. Echa a andar. Seguido por la luz, se encamina hacia la orilla. No se puede decir que entra al agua; se debe aclarar que va subiendo a ella. Chavito ha comenzado a avanzar por sobre las aguas, y el mar, como por milagro, se amansa al recibirlo. Y son seguros y firmes sus pasos a medida que se alejan de la orilla y se encaminan a un horizonte que la noche oculta, un horizonte que Merengue nunca ha sabido si existe en realidad.
Y si el cielo se uniera con la tierra, ¿qué? Nada. Caminaríamos por entre las nubes, contentos. Mira, allá, ¿tú ves aquella encina grande? ¿La ves? ¿Viste la rama grandota que parece la pata de una gallina gigante? Allí se ahorcó Carola, la hermosa hija de Homero Guardavía. ¿Quién te dijo eso? Mi tío Rolo, que él la vio colgando de lo más moradita, dice. Tu eres un mentiroso y tu tío es tres veces mentiroso, además, cállate, se van a dar cuenta de que estamos aquí. Ahora las encinas están cantando, sí, cantando canciones religiosas, arrulladoras. Esta noche parece que no se va a acabar, ya no amanecerá nunca, habrá que vivir para siempre en esta noche, esta noche eterna, un simple pretexto para que el cielo se una por fin con la tierra y entonces caminemos en la oscuridad permanente y blanda de las nubes, con los ángeles y los santos, y Dios con su cetro, muy cómodo en el butacón enorme tapizado de satén azul que es su preferido, diciendo lo que tenemos y no tenemos que hacer. No hables más boberías... Dime, ¿es verdad que allí se ahorcó Carola? Coño, por mi madre. ¿Y por qué se ahorcó si dicen que era linda? Por eso, por linda.
Carola, la mujer más linda que nació en esta Isla, vivía dichosa con su mamá y Homero Guardavía, su papá, y vivían en esa casita que ahora se está cayendo, como se está cayendo el viejo solo y triste, que anda por entre los rieles arrastrando una vida que ya no es suya, la casita se veía preciosa, pintada de azul, con puertas y ventanas amarillas, y muchas flores, porque a Carola y a la mamá y hasta al guardavía le gustaban las flores, y Carola, la muchacha más linda que ha nacido y posiblemente nacerá en esta Isla, se sentaba por las tardes, acabada de bañar, vestida de limpio, perfumada con esencia que ella misma preparaba con las ñores del jardín, se sentaba, digo, bellísima, a bordar junto a la ventana mientras miraba pasar los trenes que iban y venían, y les decía adiós a los pasajeros, dicen que los pasajeros sabían cuándo estaban llegando a casa de Carola y se preparaban para decir adiós desde mucho antes, y dicen que los hombres se ajustaban las corbatas que el cansancio de tantas horas de viaje les habían zafado, y se ponían los sombreros, y que las mujeres se maquillaban y peinaban antes de pasar por casa de Carola y saludarla, adiós, adiós, agitando los pañuelos, lo que te cuento es tan cierto como que estamos aquí, bueno, más cierto, porque yo no sé si estoy aquí. ¿Por qué te callas? ¿Adonde me llevas? Ahora entramos en el Más Allá. Ya lo sé, ¿adonde me llevas? Pronto vas a saberlo, mira la casa del profesor Kingston. Cierto. El bosquecito ha quedado atrás. El viejo edificio amarillento donde vive el jamaiquino recuerda la torre de un castillo que se levantara precariamente entre siguarayas y almácigos y casuarinas y el marabusal intransitable. Un tanto hacia la izquierda, en un claro de la maraña de la vegetación, el cementerio de los perros, con nueve tumbas y nueve lápidas de latón. ¿Adonde vamos? No preguntes más, dime, ¿qué pasó con Carola? ¿Tú ves bien? ¿No te parece que hay neblina? No hay ninguna neblina. Camina despacio, te vas a caer. Ya estamos llegando. ¿Qué pasó con Carola? ¡Pobre muchacha! Comenzaron a llegar gentes de toda la Isla. ¿De toda la Isla, para qué? Como lo oyes, desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta de Maisí. Gentes que venían de lejos, familias completas que venían a ver a Carola. ¿Para qué? Para verla, nada más que para verla, su belleza se fue haciendo famosa gracias a la cantidad de trenes que entonces pasaban por aquí. Llegaron familias de las montañas de Oriente, y de los llanos de Camagüey, y del Escambray, y de la Ciénaga, y de Isla de Pinos, y de todas las ciudades grandes y pequeñas que hay en la isla, que en Cuba hay cientos de ciudades, ¿tú no lo sabías? Hay exactamente trescientas veintisiete, o algo así. Venían y venían, cada día venían más. Se quedaban por los alrededores de la casa de Homero Guardavía. Acampaban por ahí, por los campos, que cuentan que en aquellos años no había tantas casas como ahora. Y se quedaban sólo para ver a Carola cuando se asomara a la ventana, a bordar, tan linda. Claro, la hija de Homero no era linda, sino lindísima, y las gentes no se conformaron con mirarla, y así, un día, quisieron tocarla, y ella, que además de hermosa en buena no había quien le pusiera un pie delante, se dejaba tocar sonriendo, besaba a los niños, acariciaba a los ancianos, cada día llegaban más familias de los puntos más lejanos, y no sólo del país, que también la fama de su belleza se fue en los barcos, surcó los siete mares, y muy muy lejos se supo de Carola, que hasta en Pekín y en China se supo, dicen, y ya no cabían las gentes en los alrededores, la multitud iba creciendo por toda La Habana y llegaba hasta Batabanó, y si no seguían es porque ahí se termina la isla de Cuba, querían ver a Carola aunque no todos podían ver a Carola, y sucedió que hubo muertos, muchos se mataron por verla, hombres hubo que se retaron a duelo por acercarse unos pasos a la casa de Carola, mujeres que caían deshechas de fatiga y de hambre, niños que no pudieron con el sol de los días ni las luces de las noches, ni las lluvias, ni los ciclones que pasaron (y fueron varios), ancianos de cuerpos ansiosos y débiles, que caían de extenuación y rabia ya que ni en esos instantes finales podían ver el rostro magnífico, divino, de Carola, la hija de Homero Guardavía, y ella, que en buena no había quien le pusiera un pie delante, fue y salió por entre la multitud para que la vieran bien, dicen que se puso el mejor vestido, uno de tul y organdí finísimo, que adornó con flores su cabeza rubia como el oro, y calzó zapaticos de raso que se conservan allá donde vive el Papa (el infeliz rey de la Iglesia) en una caja de cristal, y Carola caminó y caminó por entre la multitud fascinada, meses, años, caminando, sonriendo, alabando, besando, acariciando, dicen que cuando regresó no había quien la reconociera, delgadísima, encogida, arrugada como una ancianita, las flores de su cabeza se habían podrido junto con su pelo, había perdido los dientes, y los ojos también los había perdido, ciega, sí, que cuentan que regresó como si por ella hubieran pasado cientos de años, siglos que se colaron como bichos en su cuerpo y desbarataron la piel y los huesos, regresó a la casa por puro instinto, ya las multitudes se habían dispersado porque se había corrido que en Atenas, una ciudad que está lejísimo y tiene ruinas y ruinas, había otra muchacha más bella que Carola, se fueron en buques y trenes para Atenas a ver a la otra, se fueron, por supuesto, los que pudieron sobrevivir; la tierra alrededor de la casa, en varios kilómetros a la redonda, estaba transformada, como la propia Carola, la tierra parecía un inmenso desierto donde no crecía ni la yerba, la misma noche del regreso, Carola besó a su madre y a su padre, se despidió como si fuera a dormir, y se ahorcó allí, en la encina que te enseñé.
Y puede aprovecharse la aparición de Homero Guardavía, para señalar que después del suicidio de Carola y la muerte de su mujer, el buen hombre trató de buscar alivio dedicándose a la crianza de conejos. Y no los cría para venderlos, ni para comer, nada de eso, los cría porque sí, como podría alguien criar un perro, un gato, una cotorra. Y los tiene por miles, en enormes jaulas donde podrían vivir varios humanos. Se puede decir que la vida de Homero armoniza bien entre trenes y conejos, y que cuanto acontece en el resto del mundo lo tiene sin cuidado. Chacho y Homero siempre fueron buenos amigos. Claro, todo lo buen amigo que se puede ser de un hombre que desde el suicidio de la hija casi ni habla. Pero a su modo, la verdad, se han entendido. Y sucedió que, habiéndose enterado Homero por Casta Diva de que Chacho pasaba los días echado en cama, sin hablar, que luego le había dado por colocar en el fonógrafo incansables discos de Gardel, y que por último, inesperadamente, había quemado uniformes, medallas y cuanto recordara el ejército, sucedió, digo, que una mañana se apareció Homero en la Isla con un conejito. Regalo para Chacho, explicó a Casta Diva casi al tiempo que desaparecía otra vez tras la antipara del zaguán. Para sorpresa de Casta Diva, para mi sorpresa, Chacho atendió al animal que yo colocaba en su cama, y se sentó, lo tomó en sus manos y juro que lo miraba con ternura, que lo llevó a su mejilla, y que cuando se acostó lo hizo junto a él, junto al conejito gris y asustadizo, y que durante días no se separó de él un segundo, sólo vivió entonces para el animal, para acariciarlo y darle hierbas, para mirarlo fijo durante horas, para mimarlo y decirle cosas que yo no alcanzaba a oír aunque hubiera puesto toda el alma en mis oídos. Por tratar de encontrar un puente, aunque fuera mínimo, de comunicación con el marido, Casta Diva intentó también mimar al conejo, sólo que Chacho le retiró la mano con brusquedad. Esa misma tarde se fue a las jaulas de Homero, y estuvo mirando los conejos, uno por uno, como si fueran animales que nunca antes hubiera visto, acariciándolos, dándoles hierbas en la boca, diciéndoles aquellas cosas que nadie podía escuchar. Nunca más volvió a la casa. Parecía haberse olvidado de Casta Diva, de Tingo, de Tatina. Homero acomodó para él unas cobijas en una de las jaulas donde una coneja blanca y recién parida, llamada Primavera, cuidaba su prole abundante. Chacho tampoco salió de la jaula nunca más. Comía la misma hierba que Homero servía a Primavera. Tarde por tarde Casta Diva venía a verlo y hablaba largo de los hijos, del tiempo en que habían sido dichosos, de los tangos que él me cantaba, de cómo nos íbamos de excursiones a la playa El Salao, con el termo de cervezas y la cazuela de chicharrones, de lo que habíamos sufrido cuando nació Tatina, tan añorada, y el médico nos había dicho que era idiota, de las carreras que dimos con ella para tratar de curarla, de lo infructuoso de esas carreras. Y cuando se daba cuenta de que ya las palabras no tenían sentido, trajo incluso a Tatina y a Tingo para que él los viera, y un día hasta fue capaz de instalar en las jaulas el viejo fonógrafo y colocar uno de los discos de Gardel. Y fue inútil, lo cierto es que nada hizo que Chacho abandonara la jaula ni su actitud, hasta el momento mismo en que desapareció casi entre las manos de Casta Diva.
¿Será verdad, Oscar Wilde, que la lujuria es la madre de la melancolía? Sentado en su butaca de moaré color marfil, encendida la lámpara de pie recién comprada en una liquidación de Lámparas Quesada, Rolo pasa y repasa las páginas de Cuba a pluma y lápiz, de Samuel Hazard. No lee. Ni siquiera se detiene a mirar las ilustraciones. Está pasando maquinalmente las páginas y piensa Tú decías eso, Oscar Wilde, porque en el fondo no estuviste de acuerdo contigo mismo, había en ti una secreta conciencia de pecado, un fondo de rechazo que ocultabas con tu actitud escandalosa. Rolo está triste. Son pasadas las cuatro de la mañana. Hace aproximadamente una hora que llegó de casa de la Sanguijuela y siente como si su piel estuviera cubierta por una costra de tierra, a pesar de que lo primero que hizo al llegar fue darse un baño largo, con agua caliente, cargada de colonia 1800. Recuesta la cabeza en el espaldar de la butaca, mira la hermosa reproducción del Cristo de Velázquez que está en la pared, sobre el aparador, y continúa pasando, sin leer, las páginas del libro.
Llegó a casa de la Sanguijuela alrededor de las siete, demasiado temprano, es cierto. En realidad sólo quería saludar, dejar un par de besos en las mejillas envejecidas, odiosamente perfumadas de la Sanguijuela, decirle algunas ingeniosidades, varios chistes (quizá los mismos del año pasado), felicitarla, Que cumplas muchos más, que La Habana no sé qué aldea triste sería sin ti, y marcharse corriendo, ojos que te vieron ir. Sin embargo, desde que dobló por la calle Consulado para tomar por Animas (en realidad debería llamarse calle Animas en Pena) supo que, como todos los años, no se iría, una extraña fuerza (no tan extraña, mentira, no sé por qué soy retórico) lo retendría allí hasta el fin para poder regresar bien tarde a la casa, con asco, con la tristeza de siempre, con ese desprecio por sí mismo que tendría resumen en la pregunta que, invariable, le hacía a Oscar Wilde. Creía que si Sandokán hubiera venido, tal vez hubiera podido vencer la tentación de asistir a la fiesta. Sólo que Sandokan hacía más de una semana que no se dejaba ver, y al final con Sandokán hubiera sido lo mismo, y después de todo, la chair est triste, Hélas! Subió con lentitud las escaleras de la casa marcada con el número 98, y la inscripción en bronce ELIO PECCI, MARCHAND Y DECORADOR (flagrante mentira lo de Elio Pecci: la Sanguijuela no se llamaba así, sino Jorge Tamayo, y no había nacido en Trieste, como decía ostentoso, sino en Bayamo). Subió las escaleras como de costumbre, es decir, con mezcla de repulsión y fascinación, como creyendo que podría resistir en cualquier instante, aunque sabiendo al propio tiempo que no regresaría, que se detendría en el descanso donde se apreciaba una reproducción excelente de una marina de Romañach, y tocaría por fin la enorme aldaba que imitaba una de las gárgolas espantosas de Notre Dame de París. Dos tímidos toques. Siguieron segundos de absoluto silencio. Rolo razonó que ningún otro instante más propicio para volver a las calles bulliciosas, donde anochecía rápidamente y donde el barullo, la gritería, los boleros, los cha-cha-chás a toda voz, parecían establecer una misteriosa relación con las sombras. La Habana vivía con la noche, a mayor oscuridad mayor vida, aire permanente de fiesta, ajeno a la profundidad, a la especulación metafísica, a la poesía (por Dios, Rolo, qué pedante te pones, y qué manía de pedir peras al olmo). No, de ninguna manera abandonó el lugar frente a la puerta. En primer término, no lo deseaba en realidad; en segundo, la puerta se abrió para mostrar un espléndido ejemplar de la raza humana, un garçon de más de seis pies de estatura, rubio como sólo un país con tanta mescolanza racial podía producir, porque siendo su pelo lacio y de un amarillo deslumbrante, teniendo los ojos color aguamarina y la piel más blanca que pudiera imaginarse, algo sospechoso, remoto e impreciso lo alejaba (¡por fortuna!) de la exótica realidad de un escandinavo. Rolo se dijo que la clave habría que buscarla no en el físico, sino en otra cosa inefable que había en los ojos acariciadores, en el descaro de la sonrisa, en la actitud de entrega y de rechazo a un mismo y turbador momento, en el modo tan femenino como viril (¡si lo hubieras visto, Platón!) con que dio las buenas noches y extendió el brazo fuerte y delicado en movimiento casi danzario para invitarlo a pasar. Llevaba pantalón torero, maravillosa seda bordada en oro y plata, que se ajustaba perfecta a la abundancia de piernas y de muslos, a la abundancia de todo en aquel cuerpo abundante. Como al parecer era demasiado temprano, no había acabado de vestirse, y tenía desnudo el torso; uno de esos torsos anchos, poderosos, que es mejor no mirar si uno está interesado en la paz del corazón. ¿A quién anuncio?, preguntó el garçon, sin dejar de sonreír, infligiéndole a la voz un tono entre autoritario y sumiso (en verdad, el chico resultaba una paradoja viviente). Diga que aquí está Rolo Pasos, respondió con altanería que descubría su indefensión. Tome asiento, por favor, el señor Pecci lo atenderá en cuanto pueda. Más que nunca Rolo se sintió como un gusano frente a una mariposa. Pasó a la sala pensando: Te tienen bien amaestrado, muchacho, ¿acaso ignoras que cuando tu piel pierda el brillo, las arrugas entristezcan tus desvergonzados ojos y todo en tu cuerpo se deje atraer por las fuerzas terribles que escapan de la tierra, te darán una patada por el culo, te dejarán en la calle y sin llavín, y otro ejemplar espléndido ocupará tu lugar? Se sintió vengado por un instante; casi enseguida replicó Eso no importa, goza mientras de tu privilegio, por algo el Señor fue tan pródigo contigo, aprovecha cuanto puedas la gloriosa injusticia de Dios. Y así, con sensación en la que intervenían admiración y envidia, se sentó en una butaca Art Nouveau, repleta de motivos florales, tan hermosa como incómoda. No cabía duda, el señor Jorge Tamayo, alias Elio Pecci, alias la Sanguijuela, no se comportaba como el advenedizo que era. A pesar de su nacimiento espurio en Bayamo, poseía un gusto exquisito. Su salón era muy smart, tres chic. Rolo debió reconocer una vez más que, por encima de todos los defectos (el primero de los cuales se llamaba frivolidad), su viejo amigo había logrado montar en pleno corazón del mar Caribe una casa proustiana si las hay, tanto o más proustiana que la del propio autor de Á la recherche..., por cuanto Monsieur Proust no se había nunca propuesto ser «proustiano». Y hablando de él, allí estaba presidiendo la sala, sobre un jarrón de Emille Gallé, azul lapislázuli, con ramo de lirios hechos de nácar, en su lecho de muerte, inmensa reproducción de la famosa fotografía de Man Ray. La fotografía provocaba repulsión en Rolo, no le gustaba la imagen del genio barbado, los ojos a medio cerrar, ojeroso, perfilada aún más por la muerte la nariz judía. No le gustaba, no quería pensar que se trataba del autor de la novela más apasionante de la historia de la literatura, ese fenómeno que, como dijo Conrad, jamás volvería a producirse. Después pensó ¿Habrá leído la Sanguijuela a Monsieur Proust?
Cierra el libro de Samuel Hazard. La mirada recorre la sala amueblada con baratas piezas compradas a plazos en Orbay y Cerrato, los viejos libreros comidos de comejenes, el antiquísimo RCA-Víctor que ya casi no quiere dejarse escuchar, las paredes despintadas, en donde se llenan de polvo, manchadas por la humedad, reproducciones de cuadros célebres. Mi vida es un fracaso, mi vida es un fracaso, mi vida es un fracaso, mi vida es...
Se abrió una puerta con grandilocuencia, y apareció la Sanguijuela. Rolo se puso de pie, sonrió, dijo Tu entrada ha sido precedida por claros clarines. Ah!, mon cher, qué delicia tenerte acá, exclamó con voz de contratenor que nada tenía que ver con el corpachón, la cabeza redonda y calva. Se abrazaron. Que llegues a los cien, querido, por ti y por esta ciudad que tanto te necesita, dijo Rolo, adoptando sin darse cuenta el mismo tono teatral de la Sanguijuela. Ma non tanto, cien años son más de lo que necesito, aunque quizá noventa y nueve. (Risas.) La Sanguijuela tenía fuerte olor a perfume, alguna colonia cara, y se veía limpio, blanquísimo, casi azul, acabado de rasurar y de bañar. Rolo se dijo que había envejecido desde la última vez que se vieron, que tenía más papada, las mejillas más fláccidas y un aro gris en las pupilas. Vestía una bata de seda marrón, pantalones oscuros, zapatillas de finísima piel. En su mano, boquilla y cigarro que no fumaba. Sentado en la punta del butacón, como si estuviera apurado, la Sanguijuela miraba a Rolo con ojos en los que se descubría una benevolencia que debía de ser falsa. Cada vez que llega mi cumpleaños, explicó con angustia también falsa, me pongo triste, son ustedes, mis amigos, los que me ayudan a vivir. Rolo observó que, con los años, la Sanguijuela se estaba pareciendo a Benito Mussolini. He venido temprano y te ruego me disculpes, sólo quería felicitarte, debo irme, mi hermana está enferma. La Sanguijuela cerró los ojos y se tocó el pecho como si le doliera. ¡De eso nada! Tú no te vas, tú tienes que acompañar a tu amigo en este difícil trance en que la muerte hace desaparecer una pieza en el terrible ajedrez que juega con la vida. Permitió que se extendiera una pausa, impresionado a todas luces por lo que acababa de decir. Rolo se dio cuenta de que se había sentido ingenioso, inteligente. ¡Qué ingenioso, qué inteligente!, exclamó, eres genio y figura... Bajando los ojos con rubor, la Sanguijuela agregó con tono en el que se descubría cierto patetismo No puedes abandonarme hoy, será mi último cumpleaños en la Isla. Rolo mostró su sorpresa inclinándose y abriendo más los ojos. Sí, Rolo, con el dolor de mi alma, debo irme, tú sabes, para mí La Habana es la única ciudad del mundo, el resto es aldea, sólo aquí me siento como pez en el agua, yo mejor que nadie sé que en ningún otro lugar voy a encontrar un Prado como nuestro Prado, digan lo que digan los madrileños, en ningún otro lugar voy a encontrar tantos edificios lindos, esas casas opulentas, el Malecón, donde no se puede pasear solo, ese sol, ese cielo, las palmas, ay, las palmas deliciosas, ¡el mar!, ¿dónde tú has visto otro mar como éste, con esos colores, ese mar lleno de esmeraldas?, conozco muy bien, Rolo, que en ningún lugar encontraré a hombres como los cubanos, los cubanos son un compendio ¡feliz! de la mescolanza racial, no es que sean más lindos o más elegantes o qué sé yo, es que tienen gracia, niño, ésa es la palabra: ¡gracia!, gracia que no tiene nadie, gracia de todos los colores, gracias negras, mulatas, trigueñas, rubias, albinas, enanas y gigantes, hablan con gracia, se mueven con gracia, pelean con gracia, enamoran con gracia, los cubanos no se vestirán como Lord Brummel, no calcularán como Einstein, no escribirán como Montaigne, no pensarán como Hegel (¡gracias a Dios!), en cambio, y debido a que ni escriben ni piensan ni calculan, tienen gracia..., ¡Dios!, y ¿para qué, dime, para qué quiere una al lado al pobre de Bertrand Russell, cómo puede compararse Ortega y Gasset con un mulato sudoroso, vestido de blanco, pañuelo rojo en la mano, que baila guaguancó en un cafetucho de la playa de Marianao?, ¿qué le importa a una si hay dos o tres problemas filosóficos verdaderamente serios en el divino momento en que te arrodillas frente a un habanero que se abre la bragueta? (dijo «bragueta» en lugar de portañuela, como suele decirse en Cuba. ¡Pedante!), ¿has visto alguna fotografía de Jean-Paul Sartre?, es bizco. Dejó crecer un conveniente silencio. Palmaditas de la mano derecha sobre el muslo derecho. Tos falsa. Mis negocios me reclaman, dear, mis negocios en París esperan por mí, y he alquilado ya un pisito, nada pretencioso, te podrás imaginar, en Saint-Germain des Prés, nada del otro mundo, por fortuna (yo no quiero nada con el otro mundo), modestico, bon marché, mis economías no dan para más. Siempre llorando, maricón de mierda, pensó Rolo, hablas para que yo interprete al revés todo lo que dices. ¿Conociste a José K.? Rolo se movió incómodo en la incómoda silla Art Nouveau. La Sanguijuela bajó el tono de su voz de contratenor y puso una de sus redonditas manos alrededor de la boca a modo de bocina No se llama José K., por supuesto (risita), pero él no quiere que sepan su verdadero nombre (bajando aún más el tono), es de gran familia, pedigrée, mi amor. Y llamando: ¡José K.! hizo reaparecer al rubio aún más bello que antes (como si esto fuera posible, como si por allá dentro, en alguno de los cuartos, anduviera Dios retocando algún posible defecto de la Creación). La Sanguijuela se volvió al muchacho con mohín lleno de ternura Mira, Pepito, éste es uno de mis mejores amigos, ¡qué digo!, mi mejor amigo, escritor de primera, un genio. Rolo sonrió, negó con la cabeza No le crea, señor, es un exagerado. ¿Exagerado, protestó la Sanguijuela, y quién escribió aquel poema maravilloso que dice «Se va con las aguas quietas / el amor que mío creía»? No, no es así, ripostó Rolo horrorizado, «Se va por aguas inquietas...». La Sanguijuela, sin embargo, no lo estaba atendiendo, se había vuelto hacia el joven, decía Pepito, dulzura, ¿por qué no le traes a Rolo un traguito de algo? Y volviéndose hacia Rolo ¿Qué quieres?, ¿un vermusito, un campari, un whisky, un roncito, una cerveza?, pide por esa boca que Pepito es de lo más complaciente. Quizá un vermouth, transigió Rolo, derrotado. La Sanguijuela miró al muchacho con ojos Marilyn Monroe y le lanzó un beso. Haciendo una reverencia llena de burla, el garçon desapareció. ¿Viste qué mono?, y mira... Hizo un gesto con las manos queriendo significar un tamaño enorme. Un primor, me lo llevo a París, mi vida, porque Francia es Francia, que es una cosa, y los franceses son los franceses, que es otra, si yo fuera el presidente de la Comunidad de Naciones, obligaría a los franceses a vivir a más de cien kilómetros de París, una ciudad tan bella, hijo, la estropean, son groseros, feos, incultos, aquello del racionalismo es mentira, no todos son Albert Camus, ni el filósofo bizco, ni esa señora de útero frío llamada Simonne de Beauvoir, además, me llevo a Pepito porque, como ya te dije, hombres, lo que se dice hombres, lo que se entiende universalmente por hombres, el concepto platónico del hombre, sólo se da en esta Isla misteriosa y terriblemente desventurada, te lo digo yo que he recorrido el mundo como la Western Union, y por otra parte, mon amour, ya me estoy poniendo vieja, treinta y siete años, no es juego, Rolo, son muchos años. Rolo ni pestañeó cuando oyó esos treinta y siete a los que habría que agregar, por lo menos, diez años más. Experimentó cierta cólera que pudo dominar a duras penas al pensar que ese maricón gordo y parecido al Duce, se acostaba con las bellezas más espléndidas de La Habana. Tú tienes mucha suerte, fue el resumen hablado de su pensamiento. Tú tienes mucha suerte, repitió tratando de eliminar cualquier carga de envidia. Dios ha sido generoso conmigo, porque en honor a la verdad, ni los busco, son ellos los que llaman a mi puerta, claro: una tiene su cachet, tú me perdonas, te digo esto porque sé que te alegras de mi destino y porque nunca ha habido el menor roce de envidia entre tú y yo. Y luego de una pausa triste y larguísima, No me hagas caso, Rolo, bastante dinero que me cuestan. Rolo pensó: Has dicho la primera verdad de esta noche y probablemente la última. La Sanguijuela se puso de pie, reponiéndose de la breve debilidad, Ahora me perdonas, mi amor, tengo que vestirme. Y desapareció con el mismo artificio con que había llegado.
Algún tiempo después, se oyeron las notas de la Invitación al vals, de Carl María von Weber, que el falso torero y falso José K., de verdadera belleza, recibió con gracioso paso de baile. Pareció como si los invitados estuvieran esperando los acordes de aquella fogosidad musical.
Casi enano y carniseco, vestido como un caballero de la corte de Felipe II (y llamado el Viking), un negrito servía de ujier. Parado como una estaca junto a la puerta y dando bastonazos, pronunciaba los nombres de los que iban llegando: Carmen Miranda, María Antonieta de Habsburgo-Lorena, Stalin, Madame Buterfly, Gilíes de Rais, Henry Miller, La Niña de los Peines, Salomón y la Reina de Saba (en realidad, remedos de Yul Brynner y Elizabeth Taylor), Douglas Fairbanks (junior), Eleonora Duse, el cardenal Mazarino, Cecilia Valdés, Conchita Piquer, Theda Bara, El Caballero de Paris, Jean Antoinette Poison Le Normand d’Etiole, y casi todos los personajes célebres del mundo. El amplio apartamento de la Sanguijuela se llenó hasta que pareció imposible dar dos pasos sin tropezar con algún famoso. Los camareros que servían manjares y bebidas lucían espléndidos mantos de terciopelo escarlata dignos de El Satiricón. Sin embargo, las bandejas ofrecían lonjas de lechón asado, tostones, yuca con mojo, frituras de malanga, tamales, chicharrones y cualquier otra comida criolla con abundancia sorprendente. La bebida sí resultaba más diversa e internacional, de modo que lo mismo se podía ver a la india Anacaona tomando una copa de Napoleón que a Lorenzo el Magnífico con una botella de cerveza Hatuey. Rolo se sentía incómodo entre invitados tan ilustres como inesperados. A la Sanguijuela no se le había ocurrido hasta el presente celebrar el cumpleaños con una fiesta de disfraces, bien que siempre sus fiestas (o sus partys, como él decía) resultaban bastante extraordinarias. Sólo Rolo no llevaba disfraz, lo cual lo hacía sentirse ridículo, llamativo. Aunque hacia las nueve de la noche, por fortuna, se apareció un correcto señor, vestido con saco y corbata, bolso de trabajo que lo delataba como abogado, notario quizá, tal vez algún procurador. Rolo sintió el alivio de ver a alguien con apariencia normal y buscó la forma de acercarse, saludar, presentarse, brindarle una copa. El hombre lo rehusó sin palabras, con brusquedad inexplicable. Joseíto K., que observó el tejemaneje, se acercó esplendente con el vistoso traje de luces y una punta de burla en los ojos aguamarina. No haga caso, exclamó, es Martina Tabares, la tortillera más famosa de Luyanó. Rolo trató de hacerse invisible en un rincón. No quería beber para no perder la lucidez, aunque sentía vértigo como si hubiera tomado un barril de cerveza. De cuando en cuando se permitía un chicharrón para no desairar a los efebos que servían en las complicadas bandejas de plata. Allí, en la esquina, bajo unos campesinos lánguidos de Antonio Gattorno, se dispuso a observar a emperatrices de barbas cerradas, guerreros de formas femeninas, caballeros cruzados, obispos y embajadores de sexos y conversaciones equívocas. La música fue pasando del romántico al barroco y de éste al danzón, hasta que al final fueron Pérez Prado, Benny Moré, la Sonora Matancera con el vozarrón soberbio de Celia Cruz, Daniel Santos, la voz llorona de Panchito Risset y hasta Toña la Negra, divina Toña, divina negra cantando Piedad, piedad para el que sufre, piedad, piedad para el que llora, y un poquito de calor en nuestras vidas... Cleopatra bailaba con Fanny Elssler, Alejandro Magno con Gerardo Machado, Juana de Arco con Mariana Alcoforado. La fiesta subió poco a poco de punto. Llegó el momento en que ya no sólo se bailaba, sino que la reina Victoria comenzó a besarse desesperadamente con Dunia la Taina, en lo que al parecer resultó una orden para que despertaran los fantasmas de la lujuria. Serían alrededor de las diez de la noche. Rolo comenzó a sentirse bien. Nadie se ocupaba de él, así que la falta de disfraz dejó de preocuparle. Por otra parte, Pepito K., tan bondadoso, le alcanzó un antifaz, con el cual su timidez quedó oculta. Tantos días de abstinencia sexual, pensó, deberían tener fin en noche tan propicia. Se burló del pobre Sandokán, que estaría imaginando, en su cobacha del barrio de Zamora, a un Rolo lloroso y desesperado por su ausencia. Imbécil, tú no sabes con los mundos que yo me codeo, dijo en alta voz. Y me puse a mirar descaradamente a uno de esos pequeños Trimalciones que servían las yucas con mojo, medio mulatico él, celestial tal vez por eso mismo, y le sonreí, me sonrió, y cuando se acercó exclamé con la mejor de mis voces. Y tú, belleza, ¿nada más ofreces yuca? (Yo mismo me sorprendí del descaro.) El mulatico sonrió con sonrisa que ya hubiera querido Franz Hals, y fue más descarado porque apuntó Yo, señor, ofrezco lo que me pidan, pero veo que a usted no le hace mucha falta, y señalando hacia mi derecha, desapareció, miré hacia donde me había indicado, un hombre (tenía que ser un hombre: andaba cercano a los siete pies de estatura) ataviado con un dominó que lo ocultaba tanto que ni siquiera se veían sus ojos tras las aberturas de la capucha, estaba casi junto a mí, en actitud evidentemente provocadora, quiero decir, se acariciaba la sagrada zona donde comenzaba a notarse un crecimiento prometedor, pensé quedarme allí, entrar en el juego, sólo que me puse a pensar Yo no sé quién se oculta tras el dominó, va y se trata de un ser monstruoso, uno de esos hombres desagradables que por algo recurren a la máscara..., y en cuanto al criado, tenía al aire la carita fresca, risueña, se le veían los brazos hermosos, bien formados, sin alardes de músculos exaltados a fuerza de ejercicios, me olvidé, pues, del gigante del dominó, decidí seguir al mulatico que repartía yuca con mojo, de una bandeja tomé una copa de no sabía qué, no por tomar, sino porque me sentiría menos diferente con la copa en la mano, trató de abrirse paso como pudo entre tanto personaje notorio y poseído por la lujuria, tratando por todos los medios de no perder de vista al mulatico, cuando tropezó y volvió el contenido intacto de la copa en el traje de alguien disfrazado de marinero. Rolo levantó la cabeza. La palabra Disculpe quedó sin pronunciar. No, no se trataba de ningún disfraz. ¿Te acuerdas, Rolo, del marinero que encontraste aquella noche extraña de la Isla, la noche de octubre en la que apareció el Herido, y tú, mucho antes, fuiste a la terminal de trenes y viste allí un jolongo, y luego al Marinero que salía del baño abrochándose la portañuela, casi adolescente, alto, delgado, de piel oscura y boca (te impresionó mucho la boca) a punto de ser gruesa, sin llegar a serlo, movimientos elegantes, movimientos de bailarín y no de marinero?, ¿te acuerdas? Tuviste otra vez, muy cerca, fijos en ti, los grandes ojos brillantes, color miel, en los que no se descubría ninguna piedad. El Marinero, que no llevaba antifaz, sonrió. No, no se preocupe, no tiene la menor importancia. ¡Qué voz, Rolo, qué voz! Fuerte, bien timbrada, no parecía una voz sino una mano acariciando tu mejilla. Creiste que estabas pidiendo excusas. En realidad estabas mudo y demudado, y el Marinero debía de darse cuenta porque te miraba con intensidad, medio burlón, muy sabio, sabiendo él (tan joven) todo lo que pasaba por ti (tan viejo). Y a lo único que atinaste fue a sacar el pañuelo, pasarlo por el muslo del muchacho; él, más rápido, te apretó fuerte la muñeca No, señor, no se moleste, para mí ha sido un placer tropezar con usted, volverlo a ver. Con lo que quedaba fuera de discusión que se trataba del mismo y que, además, se acordaba de ti. Sonreiste (o eso creiste) y quedaste allí, paralizado, sintiendo que algo definitivo ocurría dentro de ti. Y justo en ese momento se apagaron las luces. Bueno, se apagaron las luces eléctricas, porque algunos escasos lampadarios brindaron rápidos brillos al salón. Cesó la música. Las parejas se separaron como impelidas por una orden. Se escucharon las notas de la gran marcha de Aida, se abrió una puerta y sucedió lo inesperado: apareció Jorge Tamayo, la Sanguijuela. Y no era la Sanguijuela, sino una constelación. Su calva cabeza estaba cubierta por una peluca grandiosa, de bucles dorados. Maquillada y sonriente la cara Benito Mussolini. Enguantadas las manos. Largo y anchísimo el vestido, con infinitas capas de tules, en donde brillaban cientos de luces verdes, vivas, parpadeantes, que con toda seguridad no provenían de pedrerías falsas o verdaderas. Hubo un primer segundo de asombro, un ¡Ahhhhhh!, seguido luego por una ovación que obligó a la Sanguijuela a levantar los brazos e inclinarse ceremonioso. Los invitados abrieron paso. El avanzó lento, mayestático, iluminado el traje, iluminada la sonrisa, llevándose a cada momento un pañuelito bordado a los ojos para secar lágrimas que no corrían por sus mejillas. Unicamente cuando se encendieron de nuevo las lámparas y la gran marcha cedió lugar a Olga Guillot, Voy viviendo ya de tus mentiras, sé que tu cariño no es sincero..., pudo Rolo comprobar que el vestido de la Sanguijuela estaba lleno de cocuyos atrapados en bolsitas del tul. Se volvió Rolo hacia el Marinero: ya no estaba. Buscó entre el gentío que restablecía el baile y el besuqueo. El mulatico de las yucas con mojo se acercó con una bandeja de tamales Para que usted vea, tengo diferentes cosas que ofrecer. Rolo ni lo atendió. Entre birretes, pamelas, coronas, chambergos, tricornios, moños y cintas, trataba de encontrar el gorro de cinta azul de la Marina. No dio con él. Sonriendo, tratando de ocultar la agitación, continuó el avance entre los que bailaban, de un lado a otro, de una esquina a la otra, en búsqueda cada vez más infructuosa, desesperada. Hubo un momento en que Pepito K. se le acercó y le preguntó, más que con los labios, con la punta de burla de sus ojos aguamarina, ¿Se le ha perdido alguien?, yo puedo ayudarlo en cuanto desee. Rolo quiso continuar sonriendo. Creo que me busco a mí mismo, recalcó satisfecho de haber salido con bien de la banderilla que le había querido colocar el falso torero. Se detuvo entonces en un rincón, esta vez bajo un paisaje de Víctor Manuel (¿de dónde habrá sacado este cuadro la Sanguijuela? Víctor Manuel casi no pinta paisajes, ¿será una falsificación?), y se propuso paz, sí, paz, pensó que había llegado la hora de retirarse, aunque se fuera con aquel deseo dentro, con aquella angustia que haría las delicias de Freud y de Sandokán, así en Viena como en Coco Solo. De nuevo, a su lado, el gigante del dominó se acariciaba la promisoria montaña sagrada. No, no te voy a hacer caso, ni lo pienses, no estoy tan desesperado como para dejarme seducir por una máscara, además, aún no estoy perdido, ahora puedo salir de esta casa infernal y darme un paseo por el Prado, siempre aparece algo, no te preocupes, en La Habana hay más maricones que palmas reales. No obstante, cuando el gigante del dominó se fue acercando hasta pegar su cuerpo con el suyo, Rolo no se movió. Dejó que el otro le acariciara la espalda, las nalgas, los muslos. Buscó él el bulto prometedor y descubrió que no se trataba de ninguna promesa, sino de una escalofriante y poderosa verdad. Vamos, ordenó el gigante. A Rolo le gustó el tono perentorio, la seguridad con que le apretó el brazo. Noli me tangere, exclamó Rolo con una sonrisa que supo cargada de aquiescencia y humillación. Vamos, repitió el otro que a todas luces ni había entendido la frase ni le interesaba. Rolo se sintió transportado por entre la multitud, con una agradable sensación en la que se mezclaba susto y deseo. Entraron al baño. Junto a la puerta, el camarada Stalin se hallaba arrodillado acariciando la grandiosa verga de Eugenia de Montijo. Ni el camarada ni la emperatriz se turbaron por la llegada de Rolo y del gigante. También Rolo cayó de rodillas lleno de unción, como en aquellos tiempos en que, recibiendo la hostia de manos del padre de la iglesia de San Rafael, sentía que una multitud de ángeles lo guiaba hacia el reino de la dicha.
Después de intentar un frustrado viaje por el río, Sebastián regresa a la Isla que ahora es un bosque gigantesco y vacío, poblado únicamente por Dianas, Hermes, Pensadores y Laocontes que la falta de luz hace luminosos y espectrales. Sin valor para internarse en ella, detenido junto al Apolo del Belvedere que está detrás de la antipara del zaguán, Sebastián observa los árboles, que se agitan como si quisieran echarse a correr, y el cielo cada vez más bajo, de un morado intenso, presagiando lluvia desde hace horas. Aunque quiere volver a casa y encerrarse a leer, desiste porque sospecha que a esa hora Helena debe de estar anotando números en su libreta interminable, y resulta, además, probable que se le ocurra sentarlo frente a ella con el libro de moral y cívica, o de religión. Por eso avanza lento por la galería, en sentido contrario al de su casa, queriendo que el tiempo escape veloz. Y bordea la Isla sin decidirse a poner un pie sobre la yerba, aunque sin dejar de mirar hechizado hacia la espesura que lo atrae y atemoriza. Juega con Buva y Pecu, los dos gatos de Chavito que están subidos al vientre del Cristo de la Pietá; sigue hacia el imponente Moisés que se yergue donde termina el ala izquierda del edificio, allí donde comienza el cuarto de Consuelo. Ahora, a la altura de la casa de Merengue, cree ver una figura por entre el follaje. Y lo que ha visto resulta impreciso, casi nada, una sombra detrás de las adelfas, alguien que se detiene un segundo y desaparece luego en esa zona final del Más Acá, ya casi en el límite con el Más Allá, que es la más oscura de todas porque el aula y la casa de Consuelo no tienen luces. Desde luego, Sebastián no puede afirmar categórico que alguien deambule por allí. Una lechuza pasa volando pesada y desaparece por entre los álamos. La Isla está llena de espejismos, de ilusiones. Las estatuas y el viento y la noche y las ramas de los árboles se confabulan para aturdir, para que uno crea que las cosas son como no son ni pueden ser. Y hay largas historias de las confusiones que se han tenido aquí. Muchas historias, infinidad de historias. Y yo no quiero caer en equivocaciones, no me da la gana de que la Isla se burle de mí, y por eso me decido, que el miedo se vaya al carajo, y me interno en la arboleda por uno de los tantos caminos de piedra que llevan a la fuente con el Niño de la oca, y siento pasos alrededor de mí, pasos pesados como si alguien se arrastrara, y crujen las hojas secas y se escuchan las ramas que se parten, yo no me dejo engañar, es el viento, nada más que el viento de esta noche, el viento que quiere arrancar los árboles de raíz, y llego a la fuente y compruebo que no hay ninguna figura blanca allí. Está, en cambio, Lucio con un flus de casimir azul prusia, muy elegante, vestido como para una fiesta. Tiene un pie recostado en el borde del estanque y los brazos cruzados sobre la rodilla levantada. Un cigarro se consume entre sus dedos. Pensativo, mira al agua del estanque y, como siempre, no se da cuenta de la llegada de Sebastián. Silencioso, con respeto o con temor, Sebastián se acerca a él y se detiene a su lado. Lucio saca del bolsillo del pantalón un pañuelo rojo y lo pasa por su frente seca. El olor del agua de colonia del pañuelo es más penetrante que el de todos los árboles, que el olor a tierra húmeda que tiene el viento esta noche. Sebastián se acerca más, confiado por el mutismo de Lucio. Sin desviar la mirada del agua estancada, el hombre pasa un brazo por los hombros de Sebastián, lo abraza, abraza al muchacho, lo lleva hacia sí, tanto que Sebastián siente cercano el fuego de la respiración del otro. Lucio habla ahora con lentitud, como si le costara trabajo encontrar el significado de cada palabra, no entiendo, Sebas, no entiendo, y mira al muchacho con el ceño fruncido y luego pregunta ¿Tú sabes lo que es no entender? Y por supuesto, Sebastián afirma porque su misma pregunta él no la entiende. Y Lucio lanza lejos, al agua, el cigarro sin fumar, y baja la pierna del borde del estanque y se yergue, y vuelve a iluminarse su cara con la sonrisa de siempre (donde brilla una muela de oro), esa sonrisa que tan famoso lo ha hecho entre las estudiantes del Instituto, y todavía siente Sebastián sobre sus hombros el peso del brazo del otro cuando escucha No me hagas caso, muchacho, no me hagas caso, soy un ignorante que no sabe nada, y se aleja sonriendo, aunque queda en la fuente el olor a agua de colonia como si Lucio se hubiera dividido en dos.
Alguien llora. No cabe duda. Sebastián cree que los sollozos llegan de la zona donde está el Elegguá y hacia allí se dirige sin pensarlo dos veces, y bordea la fuente, y pasa el jagüey sagrado, y llega donde las cañabravas que rodean el abrevadero vacío (aún con la sombra verde que indica dónde hubo agua alguna vez), y por fin ve la gran piedra con los ojos de caracoles, las mejillas rayadas y la boca que sonríe y muestra los dientes que son las piedras blancas del río. Tirado en el suelo, la espalda recostada al Elegguá, está Tingo. Y quien llora es él, y llora incontenible, con un llanto que no parece haber tenido principio y que tampoco tendrá fin, que cuando Tingo llora parece que llorara desde siempre y para siempre. Sebastián se sienta a su lado y le dice Dime, por qué estás llorando, qué te ha pasado, vamos, habla. Tingo como si no oyera, como si el llanto fuera la única posibilidad, la única salvación. Oye, mira que ya estoy yo aquí, mírame, soy Sebastián, tu amigo, mírame, y Tingo llora y llora. Llora sin parar. Y solloza. Sebastián le acaricia la cabeza, muchacho, no es para tanto, dime, qué te ha pasado. Y cuando Tingo siente la mano de Sebastián acariciando su cabeza, se estremece, es evidente que se estremece, y levanta hacia el amigo los ojos que el llanto hace más bellos, y poco a poco se va calmando, va dejando de llorar, y aunque suspira, solloza varias veces, trata de controlarse hasta que lo logra y con el dorso de la mano seca sus mejillas. Hay un silencio entre los dos. Un silencio que no lo es porque en la Isla, que está enardecida con el viento, parece que hubiera una multitud gritando improperios; claro, a poco que uno escuche con cuidado se da cuenta de que no es una multitud, que no son improperios, sino las ramas de tantos árboles. Y Tingo, con la voz entrecortada, habla sin mirar a Sebastián, con los ojos bajos como si estuviera hablando para sí, como si sólo a él importara lo que dice.
Cuando la señorita Berta dijo que nos podíamos ir, que daba por terminada la sesión de la tarde porque la lluvia caería de un momento a otro, yo aún no había acabado de copiar de la pizarra el tema sobre los Alpes, que tanto trabajo me costó, tú sabes, no entendía y no sé decirte la razón, yo escribo lento y no hay modo de que lo haga más aprisa, aunque me apuro y trato de alcanzarlos, bueno, tú sabes, me ves escribiendo rápido, y terminando siempre después, mucho después que los demás, y eso me pasó hoy, y mientras más quería apurarme, más me demoraba, y sucedió que ustedes se fueron, y la señorita Berta me miraba con esos ojos extraños, como cuando está desesperada, tú sabes, y viene y me dice Tingo, me voy porque no quiero que me coja el aguacero, y yo le digo Señorita, falta poco, ya termino, y dice No, tú siempre dices lo mismo y no tienes para cuando acabar, así que te quedas, terminas, apagas la luz y cierras la puerta, y quedé solo con aquellas palabras de la pizarra que no acababa de entender, que nunca entendí, ¿tú sabes qué son los Alpes, Sebastián?, claro, eso no importa, el caso es que al fin terminé, y si quieres que te diga la verdad no terminé, y me comí unas cuantas palabras y puse punto final que no era, tú sabes, punto final, y apagué la luz y cerré la puerta y salí a la Isla contento de llegar a mi casa temprano y soltar las libretas y salir a buscarte, salí a la Isla, vi que sí, que parecía que iba a caer un aguacero de un momento a otro, que ya se sentía como si la lluvia estuviera cayendo, un ruidito de agua y agua que no sabía de dónde venía, aunque todavía la Isla estaba seca, y quién te dice, Sebastián, que ahí fue donde comenzó a ocurrir lo que ocurrió y que tú no me creerás y yo te pido que creas, aunque no lo entiendas como yo tampoco lo entiendo, es la absoluta verdad lo que voy a contarte, y comenzaré diciéndote que el rincón martiano no estaba, ni en su lugar ni en ninguna parte, no estaba, y yo no lo podía creer, cómo es posible que el rincón con el busto de Martí hubiera desaparecido si yo por la mañana, tú sabes, le puse rosas y todo, y caminé unos pasos, y pensé que a lo mejor Chavito lo había cambiado de lugar, que Chavito es como es, y avancé unos pasos, diez pasos avancé y puedo asegurarlo porque los conté, y fue lo peor que pude haber hecho, que seguro no sabes lo que me ocurrió entonces, pues llegué a un sitio con unas matas rarísimas que yo nunca había visto, de hojas grandes amontonadas en el extremo de la rama, y de un verde fuerte, feo, y un olor que no te puedo explicar, y como yo nunca había visto en la Isla, unas matas así, regresé, diez pasos más atrás para volver al aula, y me di cuenta de que no había aula, de que ya no era sólo el busto de Martí lo que había desaparecido sino que también el aula estaba perdida y me descubrí en un sitio que no se diferenciaba en nada del otro, con las mismas matas de las hojas grandes, verde oscuro, amontonadas en el extremo de las ramas, y yo pensé que si me desviaba un poquito hacia la izquierda, caminando recto hacia la izquierda, tenía por necesidad que llegar a la puerta del Más Allá y podía orientarme con la casa de Consuelo, o si por el contrario, me desviaba a la derecha podía llegar a casa de Marta y Mercedes, y después vendría la casa de la señorita Berta, y después la de Irene y después la mía, pero por más que me internaba entre aquellas matas rarísimas no llegaba a ningún lugar, ningún lugar aparecía, y aunque el temporal era el mismo, el mismo aire y la misma amenaza de lluvia, la Isla estaba distinta y no tenía modo de saber dónde estaba, y se me ocurrió que podía llamar, llamarte a ti, a alguien, y grité, grité mucho, y nadie vino, nadie oyó, y seguí caminando y esta vez se me ocurrió que podía caminar en sentido contrario, hacia la puerta principal, tú sabes, deseaba con todas mis fuerzas encontrarme con alguna estatua, que si hubiera visto al hombre que lanza el disco, o al otro que lucha con sus hijos contra una serpiente, hubiera sido distinto porque habría sabido en qué parte de la Isla me hallaba, que sólo en ese momento me di cuenta de para qué sirven las estatuas, y las estatuas están para que uno sepa por dónde camina, a las estatuas yo no las veía, ellas no aparecían, y no sólo eso, sino que las matas seguían siendo las mismas, rarísimas, y no veía palmas ni ceibas ni yagrumas ni hitamorreales ni los rosales de Irene ni nada, nada, sólo esas matas rarísimas, y llegué a la conclusión de que, como la Isla estaba cerrada por todos lados, si caminaba en sentido recto, hacia donde quiera que fuera tendría que toparme con una pared, no había más que pensar, tendría que toparme con una casa, y caminé y caminé en sentido recto y supongo que hayan sido horas caminando porque comenzó a oscurecer y los pies me dolían y comenzaron a sangrarme y ya yo no podía más y no aparecía ninguna casa, ninguna pared, y para colmo de males la piel comenzó a arderme y se levantaron estas ronchas y la piel se enrojeció y yo creía que me habían puesto en una hoguera como a ese santo de Savona no sé cuánto que dice la señorita Berta, y sentí la sed más grande que he sentido nunca, y el hambre más grande, y por fin, cuando ya creía que lo único posible era tirarme en la tierra, cuando estaba a punto de darme por vencido, llegué a un lugar, no a un lugar de aquí, no, sino a un lugar donde yo no había estado jamás.
Una casa, Sebastián, un castillo, un palacio, bueno yo no sé, un edificio viejísimo, se veía que estaba a punto de derrumbarse, con paredes así de anchas, descascaradas, sin pintura, manchadas de negro y verde, y más altas que las paredes de aquí, te lo juro, más altas, y ventanas de rejas, y por cualquiera de las grietas crecían matas, helechos, jaramagos, hasta una yagruma de lo más tiececita salía de una de las grietas de las paredes, y yo no sabía por dónde se entraba a ese lugar, le di la vuelta varias veces y nada, no había puerta, aquellos muros daban miedo de tan altos y nada más, y aunque era de noche, se veía de lo más bien, nunca he visto una noche como ésa tan clarita que ni mi sombra se había perdido, yo seguía con mi sombra como si fueran las doce del día, y yo camina que te camina, a punto de desmayarme de cansancio, llamando a veces a mi mamá, bajito, no fuera a ser que me oyera alguien que no fuera mi mamá, y alrededor de la casa o del castillo o del palacio, tú sabes, crecía un bosque que ya quisiera la Isla, sí un bosque bosque de verdad, ¿y quién dijo una vez que los bosques tienen alma, y que aunque los bosques se abran sus almas siempre huyen?, ¿quién dijo eso?, ¿fuiste tú?, tienes que ser tú, a nadie más se le ocurren esas cosas, y entonces me cansé y me senté debajo de una ventana, y oí que alguien lloraba, suspiros, sollozos y pensé que era yo, mi propio llanto venía de otro lugar, de lejos, de lo alto, de la ventana, toqué mis mejillas, estaban secas, yo estaba cansado, tú sabes, y no tenía fuerzas para llorar, y me dije estás en el aula y te quedaste dormido en el pupitre y mañana, cuando la señorita Berta abra el aula para la clase, te despertará, así me dije, y también me dije que a lo mejor mi mamá se daba cuenta de que yo no había ido a comer ni a dormir y comenzaba a buscarme, y por fuerza pasarían por la escuela y me encontrarían dormido en el pupitre, y me despertarían y yo les contaría esta pesadilla, les diría Ay lo que soñé, y nos reiríamos mucho, Sebastián, me estaba engañando como un bobo, yo sabía que no había sueño ni pesadilla ni nada, aquello parecía tan verdad como yo mismo, y si aquello no era verdad, entonces, yo era tan mentira como aquello, que yo he soñado y sé cuándo sueño y cuándo no, y me dije cálmate, muchacho, cálmate, y cerré los ojos para tratar de pensar en cómo había llegado allí porque un camino tanto va como viene, así que debía haber un modo de regresar, y miré a lo alto pensando en lo que nos explicó una vez tu tío Rolo, ¿te acuerdas?, ¿eso de que las estrellas, como las estatuas, sirven para cuando los caminos se extravían?, miré al cielo, había estrellas, tantas y tan brilladoras que no supe cuál podía servirme, la luna se veía redonda y grande, amarilla, sólo que tampoco me servía porque cuando me puse de pie y caminé hacia la derecha o la izquierda, la luna se movió conmigo, a la derecha, a la izquierda, y las estrellas también iban de un lado para otro, tu tío Rolo nos engañó, tú sabes, nos engañó, y volví a dar la vuelta por la ruina, oyendo el llanto, los sollozos, los suspiros, a veces palabras, recuerdo incluso una frase, la recuerdo porque me llamó la atención, una voz de hombre bastante fuerte decía En un dulce estupor soñando estaba, y me acuerdo bien ya que la palabra estupor me pareció lindísima, ¿no te parece a ti?, y también estoy seguro de que oí otra voz de hombre, más triste, más suavecita que decía Si yo gritara, ¿quién me oiría desde los órdenes angélicos?, con qué tristeza, Sebastián, con qué tristeza, y quién te dice que en una de esas vueltas me encuentro con la puerta, y no sé cómo no la había visto antes si nunca he visto puerta más grande, enorme, con clavos grandísimos, abierta de par en par y entré a una sala, y digo sala porque no sé cómo llamar al lugar ese en que entré, amplio, con techo que se perdía allá arriba, y había muebles, una cantidad de muebles que no te puedes imaginar, muebles viejos, destartalados, lámparas, libros, ropa, ropa vieja, cuadros de paisajes, de gente seria que miraba con severidad y me ponían de lo más triste, más de lo que estaba por haberme perdido, y había cajas, espejos rotos, sobre todo uno, roto por varios lugares en el que me miré y, ahora te vas a sorprender: no me vi, encontré a un señor sonriente él, que se inclinaba de modo rarísimo, yo nunca en mi vida he visto a nadie inclinarse así, y estaba disfrazado, ropa de lo más extraña que llevaba, y sonreía, guiñaba un ojo, bastante feo el hombre, ¿sabes?, y su voz no salía de él sino de toda la casa, o de arriba, del techo, y me dijo bienvenido, y yo no sé qué respondí, creo que no, que no respondí, me limité a mirarlo con ojos azorados, y me imagino que tuviera los ojos azorados: me pidió no te asustes, y levantó una mano en el aire, una mano en la que llevaba un sombrero negro, parecido a los sombreros de los magos, o de esos que hemos visto en películas de antes, y me preguntó cómo me llamaba y le dije Tingo, al principio pensé mentir, pensé decir tu nombre o el de Vido, a última hora la boca me traicionó y dije Tingo, y vi que el hombre se ponía serio y pensativo, y me miraba como si el aparecido fuera yo y no él, y me preguntó, ¿a que no sabes lo que me preguntó?, se acercó mucho a mí y yo vi su cara fea cerquita de la mía, y hasta sentí su aliento a vinagre, y me preguntó, ¿Tú no eres Sebastián?, y yo, ¿cómo iba a decir mentira?, negué con la cabeza, No señor, yo no soy Sebastián, Pues entonces, me contestó el hombre con esa voz que no salía de él sino de la casa entera, entonces ve y dile a ese muchacho que lo estamos esperando, y mostró el sombrero, así como hacen los magos en los circos, mostró el sombrero como quien enseña una cosa demasiado costosa, se lo puso, por Dios, Sebastián, tienes que creerme, en el momento en que el hombre aquel tan extrañamente vestido y tan feo se puso el sombrero, desapareció, sí, dejó de estar frente a mí y lo busqué y lo busqué y nada, se puso el sombrero y desapareció, y sólo quedé escuchando su voz, o el eco, que se repetía cada vez menos claramente, dile a Sebastián que lo estamos esperando, y me tiré al suelo y lloré, lloré que me dolían los ojos, y cuando los abro, me encuentro contigo, y veo que estoy en la Isla, y me doy cuenta de que soy un comemierda, no fue más que un sueño.
Esta noche es Nochebuena,
vamos al monte hermanito
a cortar un arbolito,
porque la noche es serena.
Los reyes y los pastores
andan siguiendo una estrella...,
Así canta Tingo por toda la Isla en la tarde del 24 de diciembre. Y Sebastián, que lo oye, sale corriendo a buscar a Tingo para ayudarlo a cortar el arbolito cuando
vuelve a ver al Herido escribiendo en el cuaderno. ¿Qué escribes? Apuntes. ¿Para qué?
para decidir que esta noche no será Nochebuena,
que no iremos al monte,
hermanito,
a cortar ningún arbolito ni aunque la noche
sea serena, para decidir que ni habrá
reyes ni pastores,
que las estrellas se apagarán
para decidir que no se iluminarán los árboles
de Navidad,
ni se sacará el Nacimiento
para decidir que esta noche no se pondrá
la larga mesa familiar
con los manteles de hilo blanco,
bordados,
ni las vajillas de porcelana de China,
ni los cubiertos de plata que sólo se suelen usar
esta noche del año
para decidir que no cocinaremos congrí,
ni yucas, ni haremos ensalada de tomates
con rodajas de cebolla,
ni asaremos lechón en los huecos del patio,
que no traeremos turrones de Jijona (los que prefiero)
ni los de Alicante (que me gustan menos),
que no se enfriarán cervezas,
ni vino tinto (en esta tierra calcinada precisa
ponerlo a enfriar),
ya no habrá más nueces,
ni avellanas,
mucho menos dátiles,
aquí nunca se han cultivado ni se cultivarán,
y que no habrá buñuelos ni quesos con mermelada
de guayaba (postre que horrorizaría a cualquier francés)
para decidir que los niños no canten
villancicos
mientras los adultos hacen chistes obscenos
para decidir que nadie se sienta transido de emoción
religiosa,
ya que, aunque la Nochebuena de la Isla
haya sido siempre una fiesta pagana,
hay quien sale a mirar la luna,
las nubes, la noche
y cree ver en ellas mensajes
ocultos de poderes inmortales,
omnímodos
para decidir que los personajes
que se mueven en esta Isla no recuerden
que hoy
es la víspera del nacimiento del Hijo de Dios,
según las convenciones
del calendario occidental
¿Por qué quieres que olvidemos algo que nos hace felices?
Para que se acostumbren a olvidarlo, no lo tomes a mal, intento ser piadoso, y ahora vete, necesito tranquilidad, déjame escribir, ya tendremos tiempo de hablar.
Cuentan que en Nochebuena alguien vio a la Condesa Descalza en la Feria del Siglo. Cuentan que la vieron en los caballitos, que la vieron entrar en la casa de los espejos, en el laberinto en cuyo final no había ningún minotauro (nunca hay ningún minotauro al final de ningún laberinto), sino una vieja mecánica que se reía todo el tiempo. Cuentan que se tomó fotografías donde con sólo sacar la cabeza por encima de un cartón, salió retratada con el cuerpo de una cortesana del Rey Sol, de una campesina tirolesa, de una Menina de Velázquez, de Orville Wright en un planeador biplano. Cuentan que pescó salchichas y sartenes en el Pozo de la Suerte, y que se lavó la cara en la fuente de la Eterna Juventud. Cuentan que bebió cervezas en la taberna de Don Ramón y que cantó mientras bebía canciones de Manuel Corona y Sindo Garay. Cuentan que vio tres veces una película de Errol Flynn, y que entró donde Mayra la Cartomántica y fue ella (la Condesa) quien predijo el futuro. Cuentan que esa noche se escuchó (desde hacía tiempo no se escuchaba) la dolorosa flauta de Cirilo. Cuentan que, más tarde, mucho más tarde, alguien la vio acompañada de un marinero, que iban cogidos del brazo, pasando por la Diana, como quien quiere salir del Más Acá para internarse en el Más Allá. Cuentan que iban diciendo un poema de René López, el más famoso, el que comienza
Barcos que pasáis en la alta noche
por la azul epidermis de los mares...
Cuentan que la Condesa se veía de lo más contenta, que reía y que lanzó al Elegguá de Consuelo, como ofrenda, su bastón de ácana en forma de serpiente. Cuentan que el marinero la besó en la frente cuando llegaron a la puertecita que separa el Más Acá del Más Allá. Cuentan que la Condesa se volvió y gritó Esto no es una Isla, sino un monstruo lleno de árboles, y cuentan que rió, y cómo rió. Y se cuentan muchas más cosas, claro está, que contar no cuesta nada y la gente es capaz de cualquier historia con tal de que los otros lloren o se inquieten.
(Ya que se decidió abolir la Nochebuena, pasemos por alto el día, adelantemos el calendario y escribamos: es la mañana del 25 de diciembre.)
Es la mañana del 25 de diciembre. El estruendo sorprende a Helena en el momento de preparar el desayuno para Sebastián. Es un estruendo como si la Isla entera se hubiera venido abajo. Ella corre, sale a la Isla y comprende: nada ha sucedido, sólo ha sido uno de los múltiples engaños de este lugar maldito.
Es la mañana del 25 de diciembre. El estruendo no sorprende a Helena. Ella sale a la mañana, bordea la galería, toma por el Caminito de piedras que pasa cerca de la Venus de Milo, sigue bordeando la Fuente con el Niño de la oca y continúa hacia la casa de Consuelo por el otro Caminito que se abre entre la Diana y el Discóbolo. Antes de terminar de llegar, ya observa cómo se vienen abajo las últimas vigas, los últimos pilares, y cómo una inmensa columna de polvo se levanta de entre las ruinas de lo que alguna vez fue la casa de Consuelo.
No se sabe qué pueda provocar el derrumbe. Acaso entre la mayor intensidad del viento, y el calor del sol, logren que una grieta del techo se abra más de lo debido, y el techo comience a hundirse junto con la arena y los escombros bajen de él con rapidez para que la fuerza del techo (al hundirse), consiga que las columnas (ya de por sí resquebrajadas) no soporten el peso, y se vengan abajo. Cuando las columnas cedan, se tratará sólo de aguardar el estrépito; en cuestión de minutos la casa, que ha tenido su historia, dejará de ser una casa para convertirse en inútil montaña de piedras.
Será ahora un pedrerío inservible la antigua casa de Consuelo, pero quiero que sepas que la casa tuvo su historia, aquí vivió una muchacha delgada y no muy alta, de ojos, boca y nariz grandes, que bailaba todo el tiempo, sí, bailaba al son de Delibes, Adam, Chaikovsky, Minkus, bailaba y bailaba, mañana, tarde y noche no dejaba de bailar, y tanto bailó que llegó a Nueva York bailando y se hizo primera ballerina de una compañía de por allá, y llegó a ser una de las ballerinas más grandes del siglo, sí señor, que hacía una Giselle como nadie y eso nadie me lo podrá negar, y vivió también Julio Antonio el Hermoso, que así le decían con justa razón que no creo que haya habido hombre más apuesto en toda la Isla, y no hablo de esta Isla, sino de toda la Isla (de Cuba), y aquí vivió Julio Antonio el Hermoso antes de irse a México con una mujer también muy bonita, fotógrafa ella, a encontrarse con la muerte (Dios no perdona, dicen, que por la tierra anden hombres tan bellos, Dios los quiere a todos de ángeles junto a él), y aquí vivió una negrita muy simpática que bailaba rumba en el circo de los Hermanos Torres, y esa negrita pasaba el día llorando por no sé qué razón trágica de su vida y por eso la llamaban la Rumbera Triste, aunque muy buena persona que era, sí señor, y también vivió un científico llamado Arsenio, que quiso velar el sol, poner un techo a la Isla, colocar equipos gigantes de refrigeración, importar nieve, para que viviendo en Cuba viviéramos en Islandia, y de más está decir que el proyecto del científico llamado Arsenio nunca se realizó, y aquí vivió un tal Valdés (esposo de Espera Morales), a quien llamaban El Comunista, que leía todo el tiempo a Lenin y a quien todos tenían, por esa razón, justo terror, y las viejitas se santiguaban cuando lo veían pasar, y las mujeres cerraban puertas y ventanas, y los hombres interrumpían los juegos de billar al verlo aparecer, y los niños le caían a pedradas, y El Comunista únicamente decía Ya llegará el tiempo de mi venganza, y aquí vivió además el capitán Caspio, un marino que sabía más que nadie de marinería y que nunca se atrevió a salir en barco, ya que poseía la teoría de que el horizonte no era una línea imaginaria, sino un muro, y que los barcos se estrellaban contra él, y aquí vivió un pintor llamado Ponce y un poeta llamado Regino, y Lorenzo el pianista, y dos hermanas acróbatas, y un sacerdote llamado Carlos Manuel (como el padre de la patria), y otro escritor, Reinaldo, y Maité la del conejito, y varios asesinos célebres cuyos nombres no menciono (no me gusta atraer la mala suerte), y por supuesto, aquí vivió Consuelo, quien habló con la Virgen y eso sólo bastaría para que lloráramos, hasta el fin de los tiempos, la destrucción de esta casa llena de historia.
Se ha llegado a decir que, antes de vivir en la Isla, Consuelo la Mulata vivía en una casita de madera que se levantaba en la desembocadura del río Almendares, frente al torreón de La Chorrera, cerca de la casona misteriosa de los Loynaz (la misma que Dulce María describiera en una rara novela). Consuelo, muy joven, vivía feliz con su madre, negra y anciana, otrora esclava de la familia Simoni. Esclava al fin, la mamá de Consuelo tenía algo de bruja y de sabia. La madre nunca quiso hablar del padre de la hija, así que del padre de Consuelo poco se sabía, salvo que debía de ser blanco: de la piel de Consuelo había desaparecido el negror de la madre. Hija de blanco al fin, no carecía de astucia; la mescolanza racial hace suponer que, además de hermosa, Consuelo poseía los atributos indispensables (astucia, videncia y sabiduría) para ser una cubana cabal. Vivían de bordar. Las familias honorables (es decir, acaudaladas) de La Habana acudían a ellas con ropones, ajuares de novia, sábanas de hilo y vestidos blancos. Se cuenta que por aquellos años Consuelo aún no sabía de sus cualidades adivinatorias. Un día entre los días, Consuelo dijo a su madre Cada vez que aparto los ojos del bordado veo peces, muchos peces. La madre hizo más visible aquel halo azul de los ojos, fatigados por sufrimientos y bordados, preguntó ¿En sueños, quieres decir? No, nunca sueño, mamá, usted lo sabe, veo peces cuando estoy despierta, aquí, junto a mí, junto a usted, cuando aparto los ojos de la labor, cuando no miro ni al hilo ni a la tela, entonces, mamá, veo peces. La madre dejó el aro del bordado, se levantó, salió a la mañana radiante, miró a los lejos, al horizonte donde se veían veleros. Al sentarse de nuevo exclamó entre suspiros Hay peligro. Consuelo la miró sin entender. Hay peligro, se acerca tormenta. Consuelo continuó sin entender. La madre se impacientó ¡Los peces, hija, los peces! La conversación tendría lugar hacia las once de la mañana. Hacia las tres, ya las olas saltaban los arrecifes y venían casi a caer en el patio de la casa. Media hora más tarde el mar comenzó a subir de modo evidente y llegó a las escaleras de La Chorrera y confundió el mar con el río, y con mil trabajos Consuelo logró subir a la madre sobre la mesa, y subió luego ella a otra mesa cuando ya el mar entraba en la casa y comenzaba a arrancarla de sus cansados cimientos, y la madre dijo No te preocupes por mí, soy hija de Yemayá, gracias a ella llegó mi hora, preocúpate por ti, que tienes mucho que hacer, y yo, asustada, le dije Usted no puede abandonarme, mamá, usted no puede dejarme sola, y ella no respondió, cómo iba a responder, la pobre, si el mar se llevaba la casa y la vimos alejarse (a la casa, digo), entrar al río, alejarse, aquella casita en la que habíamos vivido doce hermosos años, arrastrada por el mar como un barquito sin capitán, sin defensa, mi casita (pobre, sí, pero mía), arrastrada por las olas. Las mesas tampoco resistieron el embate del mar. Primero salió la madre, como sobre una balsa, sin alegría aunque sin miedo. Cuando la madre se percató de que había llegado el momento de alejarse gritó a Consuelo ¡Arboles, hija, muchos árboles y no olvides a la Virgen! Tampoco esta vez la hija entendió el mensaje. Tocó a Consuelo ver cómo la madre se alejaba mar afuera, hasta que ya no fue más que un puntico, nada, en medio de la inmensidad. Su propia mesa comenzó a ser llevada por las aguas, sólo que tuvo la suerte de que se deshiciera contra los muros del torreón, y un policía gentil (a veces existen) la salvara de aquel mar dispuesto a acabar con La Habana (no sería la primera —mucho menos la última vez— que el mar intentara acabar con la ciudad). Dos semanas después, el mar se retiró sin cumplir del todo su trabajo (no cumplir el trabajo hasta sus últimas consecuencias era exactamente su trabajo). La retirada del mar dejó en La Habana cantidades inimaginables de desperdicios, algas, fósiles marinos, peces muertos, restos de galeones sumergidos y de ahogados. Fue en esa hora funesta cuando tuvo Consuelo la conciencia de que había quedado sin casa. Ignoro si todos los seres humanos conocen qué encierra la frase «quedar sin casa». No hay perplejidad que se le pueda comparar. No hay desamparo que se le pueda comparar. No hay terror que se le pueda comparar. Es que cuando a una casa se la lleva el mar, no se va sólo un techo donde guarecerte de la intemperie, de la lluvia, del frío de la luna, no se va sólo el lugar donde sueños, grandezas y mezquindades están a salvo de la mirada (severa) del otro, del que te busca y estudia para saber en qué lugar del cuerpo escondes la debilidad, en qué lugar guardas lo que no debe ser visible, es que no se va sólo lo que te protege y da calor, el lugar que permite que tú seas lo más tú de todos los tús que muestras, es que una casa no es sólo el Lugar, aquel del refugio y del pudor, una casa es también el almacén de tus recuerdos, donde guardaste las cajas de bombones, ya sin bombones, llenas de cartas y fotografías, la imagen aquella de la modelo de revista a la que quisiste igualarte, el lugar donde compartiste quimeras y espantos, el lugar donde lavabas la ropa (que es un modo de purificación), y donde preparabas los alimentos (que es un modo de comunión), y donde te bañabas (que es un modo de igualarte al Señor), y donde dormías (que es un modo de acercar el misterio), una casa es también el lugar de la defecación (que es el modo de irte adiestrando en devolver a la tierra lo que a ella pertenece), y el lugar del amor (que es el modo de experimentar cada uno aquel goce de la expulsión del edén), y el lugar donde tienes la ilusión de que algo del universo te pertenece, donde único Pascal dejaba de aterrarse por los espacios infinitos, ya que es también el lugar que has construido a tu escala, donde no te sientes una mísera partícula en un plan infinito en el tiempo y en el espacio, es ponerle límites al Universo y decir de modo categórico Mi lugar es éste, y es bueno porque es mi lugar. Así explicó Consuelo a sus parientes la sensación de haber perdido la casa. La explicó así, grandilocuente, porque era una mujer grandilocuente, sentimental, y porque además es necesario dejar constancia aquí de que, personaje al fin, poseía los defectos de su autor (de ahí que mencionara a Pascal, autor a quien Consuelo no conocía ni en sueños). Fue, sin embargo, harto explícita como para que sus parientes se percataran de que quedar sin casa podía ser lo más terrible que ocurriera a cualquier ser vivo. No le dieron albergue, no obstante. Pretextaron poco espacio, se lamentaron de no poder ayudarla (¿siempre necesitaremos una excusa, un modo de negar que no nos haga ver lo innobles que somos?). Consuelo comenzó a vivir con los mendigos de la Plaza Vieja. Allí, en las arcadas, en las galerías de los palacios venidos a menos, encontró un techo eventual para vivir, para no mojarse con la lluvia ni enfermar con el frío húmedo de la madrugada. Ante la negativa de los parientes, se decidió a solicitar entrevista a una antigua dienta que quizá estuviera dispuesta a ayudarla, la dignísima señorita Silvina Bota, cronista social de un diario importante, quien sin duda conocía a «todas las esferas del poder» (como ella repetía) y que pertenecía a una Asociación de Damas por el Bien del Prójimo. Un poco vieja, un poco gorda, la señorita Bota tenía sin embargo aire de niña que no sabe qué hacer con tanta edad. Vestía traje de marinera y llevaba el pelo a lo paje. Sus ojos resultaban tan dulces como su hablar pausado y cargado de cultismos, anglicismos, galicismos, arcaísmos. A Consuelo la fascinaban sobre todo las manitos (cargadas de joyas), aquel par de palomitas indefensas que revolaban alrededor de las palabras. La recibió en su despacho elegante, más cortés que nunca la carita de niña envejecida. Volvió Consuelo a repetir el monólogo (que ya ahora no transcribiremos) y se sintió escuchada con atención. La señorita Bota tenía la habilidad de morderse las uñas sin afectar en lo absoluto el rouge de Avon. No bien hubo terminado la bordadora su doloroso discurso, la señorita Bota preguntó con la voz de tiple ¿Y dices que estás viviendo en los portales de la plaza Vieja? Consuelo afirmó, vehemente. La señorita Bota se levantó de su hermosa silla Renacimiento español, avanzó por el despacho y espetó But, tú tienes un techo, esos antiguos y lujosos palacios fueron construidos para la eternity, ¿de qué te quejas?, no seas ambiciosa, Consuelito, cuando llueve, no te mojas, ¿para qué quieres más? Otro día entre los días, los mendigos decidieron hacer una manifestación frente al Palacio Presidencial, se llamó la Marcha de los Sin Casa. La organizadora fue Consuelo. Como la manifestación resultó cruelmente reprimida, ella debió huir, pensó que Marianao sería buen lugar para esconderse. Y gracias a esa huida (¿quién se vanagloria de conocer los designios de Dios?) conoció a la Niña Ibáñez, que era una ancianita que había sufrido mil desgracias y que quizá por eso se la veía siempre vivaracha, alegres los ojos azules, dispuesta a reír. La Niña Ibáñez, que había llevado a la ruina a su esposo bodeguero regalando los víveres a quienes no tenían dinero, la albergó durante días, le dio dinero y comida, la presentó a Padrino con el objeto de que la empleara, y la presentó, con otra intención, a Lico Grande. Lico Grande (hombrón de casi siete pies, tan negro que parecía mandinga) se dedicaba con idéntica fortuna a la relojería y a la jardinería. Creía que Dios se manifestaba en cada cosa creada, desde la más insignificante hormiga hasta la señorita Bota, y solía exclamar a veces sin ton ni son Me he dado cuenta de que cada cosa quiere seguir siendo lo que es. Por eso, porque Dios era un hombre, una montaña, un río o un árbol, Lico Grande se dedicó a sembrar las más extrañas variedades de árboles en la Isla, que ya pertenecía a Padrino. Este último (gallego al fin, no podía soportar la visión de una mulata) contrató a Consuelo. Lico Grande y Consuelo se casaron. Hay quien dice que durante la Primera Intervención Norteamericana, hay quien dice que cuando el gobierno de Tiburón. El dato carece de importancia: la Isla fue la misma gobernara quien gobernara (razón por la cual no se puede hablar de que el tiempo transcurre sobre ella). Lo cierto es que ya por esos años (por usar medidas de tiempo con las que podamos entendemos) Consuelo sabía de sus poderes y estaba en plena capacidad de utilizarlos. Así, por ejemplo, días antes de conocer a Lico Grande, para dondequiera que mirara, veía bosques. En otra oportunidad, comenzó a ver coronas llenas de luz. Cierta noche, junto a una ceiba, se le apareció la Virgen de la Caridad de El Cobre. No fue nada extraordinario, explicó, de acuerdo con lo que el común de los mortales llamamos extraordinario, sin embargo fue extraordinario de un modo que ella no pudo (o no quiso) explicar. Había algo en ella, solía decir, que parecía más real que la misma realidad, un resplandor sin luz, un cuerpo sin cuerpo, una sonrisa sin boca, una conversación sin voz. Como resultado de la visión, Consuelo anduvo días y días llorando, inconsolable. Hemos llegado a pensar que la Virgen hizo revelaciones sobre el destino de la Isla. Nunca supimos qué dijo.
Un derrumbe. La mañana de Navidad. A cada uno de los personajes que hemos visto aparecer y desaparecer como sombras en la Isla, lo sorprende, a su modo, el estrépito. Cada uno corre hacia donde cree que ha ocurrido la catástrofe, y resulta notable destacar aquí que ninguno se dirige hacia el mismo lugar. Más tarde, cuando ya sepan que se ha venido abajo la antigua casa de Consuelo, intentarán encontrar el significado del derrumbe. Aunque quizá, lo mismo que en la vida, tampoco en la literatura los hechos deban necesariamente poseer un significado.
Mercedes, ¿será cierto que aquí hubo alguna vez un palmar, una Virgen de la Caridad de El Cobre, esa casa que dicen de Consuelo? Puede que Irene esté regando las flores del jardín, o puede que esté sentada en uno de los sillones de la galería con aquel halcón disecado (el lector es libre de escoger). Puede que Mercedes se le acerque para cortar un ramo de rosas que poner en la urna vacía de la Virgen, o puede que acabe de acercarse abrazada al cráneo de Hylas. Ante la pregunta inesperada, puede quedar sin saber qué responder y preferir mirar las copas de los árboles de la Isla. Te has puesto a pensar, puede continuar Irene, qué pocas cosas sabemos con certeza; y puede que Mercedes (copiada al fin y al cabo de los seres humanos, llegaría si quisiera a ser muy cruel) haya estado a punto de decir Que no tengas memoria no quiere decir que los demás seamos desmemoriados. Aunque (como los seres humanos, también Mercedes llegaría a ser condescendiente) puede quedar callada. Pueden continuar solas durante buena parte de la tarde, conversando cosas nada baladíes como el mejor modo de condimentar frijoles negros, o la última moda de París, o puede también que se les acerque Helena con aire de preocupación.
Y ninguno supo nunca que la Condesa Descalza vivía en la antigua casa de Consuelo. Tampoco se sabrá. A nadie se le ocurrirá que esos escombros hay que levantarlos. Si no hay nada que buscar ahí, ¿qué razón tendrían para que se les ocurriera? Desde hacía años, la Condesa entraba a la medianoche y se echaba en el suelo, sobre mantas regaladas que ella mantenía limpias. Se podría suponer el placer inmenso que sentía la Condesa, con sólo ver cómo a la hora de acostarse la sonrisa de burla de su cara era sustituida por otra de bienestar, de serenidad. Esa noche del 24 de diciembre en que no hubo Nochebuena, ella se acostó como siempre, a la luz de la lámpara, acompañada de aquel tomito de Petrarca, Excelencia de la vida solitaria, del que ni siquiera tuvo tiempo de leer una página. De inmediato quedó dormida. Y tuvo algunos sueños vagos, hasta que con mucha nitidez de entre esos sueños imprecisos surgió la imagen de doña Juana. Y no era esa doña Juana de noventa años que dormía a toda hora con un rosario entre las manos, sino una joven bellísima a quien se la conocía por Tita. Y en el sueño doña Juana la invitaba para una fiesta. Y la Condesa, que también se veía en sueños joven y hermosa, preguntaba ¿Qué vamos a celebrar en esa fiesta? Y doña Juana, es decir, Tita la miraba con incredulidad sonriente y ripostaba ¿Estás loca?, vamos a celebrar que se acabó la guerra, que triunfamos sobre España, que se fueron los norteamericanos, que se iza la bandera cubana en el Castillo del Morro, que comenzamos a ser República, por fin, una República soberana. Y la Condesa sentía tal regocijo que se abrazaba a Tita. Y las dos bailaban abrazadas al son del Himno de Perucho Figueredo. Y así estuvo la Condesa Descalza soñando toda la noche con aquella fiesta, invitada por Tita, aquella fiesta en que se estaba celebrando el surgimiento de una República llamada Cuba.
Sandokán se fue. Ha escrito una hermosa carta al Tío, donde le dice entre otras cosas: Querido Rolo, la Isla me queda pequeña, es duro eso de andar y andar durante días para sólo encontrar una orilla que se detiene frente a un mar azul monótono, igualmente extenso, igualmente imposible. Querido Rolo, cuando estas líneas lleguen a tus manos, estaré lejos, habré zarpado en un barco que recorrerá la China, Corea, el Japón, las Filipinas, Nueva Zelanda, los Mares del Sur, como Arthur Gordom Pim. No creo que regrese. No creo que me vuelvas a ver. Estoy harto de vivir en un punto. En el mapa del mundo, toda Isla es al fin y al cabo, un punto. Siempre soñé con vivir en el mundo, y el mundo es una sucesión de puntos, una recta. No dudes, sin embargo, de que vaya a donde vaya llevaré tu recuerdo puesto que eres (y serás) el más hermoso encuentro que haya acaecido en mi vida. No me olvides. Alégrate de verme libre.
Sandokán se fue. No ha escrito ninguna carta al Tío. Se cuenta que murió a medianoche, de rápido navajazo, en un pleito que cierta puta célebre provocó en un bar de la playa, el mismo que está al lado de donde toca el Chori, no sé, se llama el bar Lágrimas de Oro, creo.
Sandokán se fue. No ha escrito ninguna carta al Tío puesto que Sandokán ni escribir sabe. Conquistó (cosa que no resulta difícil para hombre de sus atributos) a una millonaria turinesa o madrileña (ni se sabe ni resulta importante si la millonaria es de aquí o de allá). Es millonaria. Nada reprobable hay en que una millonaria (si no millonaria, al menos con una sólida cuenta bancaria) viaje al Caribe a buscar a un hombre que la haga olvidar que es millonaria, y le permita sentirse querida y sea capaz de divertir a sus amigos bailando guaguancó o cantando una guajira o simplemente haciendo caribeños chistes verdes. Tampoco parece reprobable que un hombre pobre del Caribe engañe con halagos (y otras cosas de mayor valía) a una millonaria dispuesta a dejarse engañar, y que lo haga olvidar que es un pobre hombre del Caribe. Cada uno da lo que tiene. El mundo que llamamos moderno ¿no está regido por una rigurosa ley de mercado? ¿No hemos llegado por mil vericuetos a la primitiva fórmula del «tú me das, yo te doy?».
Sandokán se fue y el tío Rolo ha quedado presa de la desesperación. No sabe si se ha ido de marino, de cadáver o de gigoló. Tampoco es que haga falta saberlo. Se ha ido. Cualquiera de los tres caminos conduce a la misma soledad. El Tío lo quería como se quiere siempre a quien nos muestra un mundo que no es el nuestro, es decir, lo necesitaba. El Tío ha cerrado Eleusis, y ha dejado dicho que no quiere ser molestado.
A su modo, Melissa se cree santa. Habría tal vez que ponerse de acuerdo en qué consiste la santidad. Si lo que importa es la manera en que el hombre aprende a purificarse para acercarse a Dios, Melissa lo es de modo categórico, con el único pormenor de que Melissa no cree en Dios y está segura de que el mal es más justo que el bien. Para ella, mediante el mal logra el hombre la purificación con mayor rapidez que mediante el bien y la bondad. El bien no enseña; la maldad sí. La felicidad no hace al hombre sabio; la desgracia sí. Sufrir resulta más saludable que gozar. Recalca: Lo único entretenido de la Divina Comedia es el «Infierno». Nadie sabe quién es la madre de Melissa, ni el padre, ni los hermanos, ni el novio, ni los amigos de Melissa. Nadie sabe nada de ella, salvo que aguarda el tiempo en que el mal se apodere de la tierra. En que lleguen el hambre, las enfermedades, la guerra. Sueña con un Estado todopoderoso en que, como dice con absoluta seriedad Lo que se pueda hacer esté prohibido, y lo que no esté prohibido no se pueda hacer, un estado de espanto sin fin donde el hombre no importe, donde lo que importe sean las ideas, y que el hombre sufra a cada momento la desgracia cotidiana que a fuerza de cotidiana deje de parecer desgracia y se convierta en tragedia, hay que encontrar el modo de que el hombre se salve, el hombre ha tomado por camino equivocado, no sabe lo que quiere, no puede saberlo, es necesario salvarlo, un Estado que sea un padre severo, y ordene y mande, y cuyas órdenes y mandos no se discutan es lo que el hombre (que aún no ha rebasado la niñez) necesita, un Estado que convierta al hombre en enemigo del hombre, un Estado con ojos ubicuos, con cientos de manos armadas dispuestas a degollar, a arrasar, un Estado que encierre al hombre en las cuatro paredes de su pobreza y lo haga pasar hambre y sed y lo deje insomne, lo haga sentir que su vida nada vale, que lo importante es cómo y para qué puede ese Estado utilizar su vida, que convierta la vida de cada cual en expediente, en el número de ese expediente, hay que acabar con el placer, con las complacencias, el dolor es el único modo de aprendizaje, y hay que utilizarlo con razón, a conciencia. A su modo, Melissa se cree santa, la sagrada profetisa de un culto por llegar. Ella sube a la azotea, desnuda, observa con desprecio la Isla, y con desprecio observa a sus compañeros. Aguarda. Está segura de que un futuro (no demasiado lejano) asistirá a la Aurora de Una Nueva Era.
Fortunato, Lucio está borracho. Debes encontrarlo dormido en una de las mesas de los Aires Libres de Prado, tomar un taxi y traerlo a la Isla. Fortunato, debes entrar con Lucio tratando de no despertar a los otros, tratando de que Irene no se percate del estado en que está el hijo. Por suerte, Irene ha quedado dormida en el sillón de la sala y puedes entrar en el mayor silencio posible, sin despertarla. Llévalo al cuarto, desnúdalo, acuéstalo. No te atrevas a ducharlo, harías demasiado ruido y serían inútiles las precauciones anteriores. Fortunato, míralo: Lucio se ve bellísimo medio dormido, lánguido, desnudo sobre la cama. Siéntate a los pies de la cama y contempla el pecho, el pubis, los muslos, las piernas, los pies (sobre todo los pies). Llámalo, ¡Lucio!, y acaricia las plantas de los pies, el calcañar, el tobillo. Besa el calcañar, Fortunato, besa el tobillo para que Lucio abra los ojos. Ahora levanta la cabeza, míralo. El te llama, Fortunato, con la voz apagada, y tú dices ¿Qué quieres? El, por supuesto, no responde, ¿qué va a responder?, y se vuelve boca abajo. Fortunato, ahí tienes las espaldas poderosas de Lucio, las nalgas aún más poderosas, ahí tienes el cuerpo que tantas fantasías te ha provocado. Casi sin que te lo propongas, la mano va a la espalda e inicia una caricia tenue, comenzada en el cuello, continuada por toda la línea de la columna hacia ese lugar mágico en que comienzan las nalgas. Siente, Fortunato, en la punta de tus dedos la reacción de la piel de Lucio, cómo despierta y espera caricias nuevas. Envalentónate, sube hasta las nalgas, verás cómo las nalgas también despiertan, también se tensan. Lucio suspira. Aléjate de la cama, desnúdate, Fortunato, mira a tu amigo, a Lucio, al deseado. Quieres acercarte y no quieres acercarte, y te entiendo, ya que deseas prolongar el instante, o mejor, detenerlo, también quisieras que la realidad no te defraudara, que el momento alcance hechizo igual al que han tenido tus fantasías. Fortunato, es inevitable que acudas, tu cuerpo lo pide, todo el vigor de tu cuerpo lo pide, y por más que las fantasías te colmen, ahí tienes el cuerpo de Lucio, el cuerpo de verdad, esperándote, ¿qué otra cosa puedes hacer? Comienza a besarle los pies. Huélelos, bésalos. Ve subiendo poco a poco, sin precipitarte, por las piernas, hacia los muslos. Detente en los muslos antes de subir a las nalgas. Es preciso que él necesite que tu boca llegue a las nalgas, y por eso lo sabio es que lo demores, que espere, la sabiduría del gozo consiste en la demora, recuérdalo, en prometer caricias que no acaban de cumplirse. Ahora sí puedes ir lentamente hacia la altura de las nalgas. Míralas, se endurecen para recibirte. Bésalas, muérdelas con suavidad, gira, dibuja con la lengua sobre ellas, mueve la lengua con rapidez que Lucio sentirá esa rapidez como una torturante caricia. Recorre las nalgas hasta que él se sienta vencido y abra las piernas, para ayudarte a encontrar lo que estás buscando. Ve entonces, acude rápido, ahí tienes por fin la oscuridad redonda, es decir, perfecta, con la que tanto has soñado. Detente a mirarla. No sé si te dará satisfacción pensar que nunca antes nadie ha llegado tan lejos como tú. Seguramente sí, te gustará la idea: nada satisface más que el papel de descubridor. Lleva, pues, tu lengua hacia el centro de su deseo para que su deseo sea insoportable. Su deseo, y el tuyo, claro, que la suavidad dulzona te proporcionará una fuerza desconocida. Sigue con la lengua el diseño de cada pliegue. Busca la línea redonda. Síguela. Dibuja su redondez. Después, que entre la lengua con toda la dureza de que seas capaz, como si quisieras buscar con la lengua las entrañas de Lucio. Mira, muerde la almohada. Mira cómo se mueve. Le estás haciendo sentir algo con lo que él no había soñado (jamás). Emerge de cuando en cuando (para desesperarlo más), finge que no volverás allí, bésale la espalda, las nalgas, regresa cuando menos lo espere, varía cuanto puedas la velocidad de la lengua. Asimismo, usa a ratos, en lugar de la lengua, las yemas de los dedos. Sin olvidar que debes acariciar muslos y piernas: como en la guerra (y el amor, ¿qué cosa es?) el éxito consiste en atacar siempre, en no dar tregua. Fortunato, detente ahora: como en la guerra, el éxito consiste en dar tregua cuando el enemigo menos la espera, para desconcertarlo, para atacar otra vez. Con suavidad, tiéndete sobre él. Tortura el cuello con la boca, mientras el animal de tu virilidad, más animal que nunca, más lleno de venas y de sangre, más desesperado, busca el lugar justo donde clavarse y desaparecer. Pasa tus manos por debajo de sus brazos y aprieta sus hombros con fuerza. Termina por unirte a él. Al fin y al cabo ya no puede más y sólo desea que tú entres; esa mezcla (dolor placentero, placer doloroso) es justo lo que necesita. Si lo ves llorar, no tengas miedo, pregúntale con la voz más dulce, con la que mejor logres contradecir la agresividad del animal de tu virilidad ¿Te duele?, que (si fuera honrado) Lucio respondería Por primera vez soy feliz, Fortunato.
Casta Diva llega a las jaulas de los conejos muy temprano, acabando de amanecer. Ha soñado que Tingo y Tatina se convertían en conejos y que salía y veía la Isla invadida de conejos. Como es de esperar, despertó sobresaltada y corrió a las jaulas donde Homero Guardavía le abrió sin mirarla, diciendo una sentencia sobre la vida que ella no entendió. Y ahora llega a la jaula donde conviven Chacho y Primavera sin contener las arqueadas. El mal olor que escapa de las jaulas hace pensar que un lento cadáver se pudre a la intemperie. Chacho, llama, y sólo responde un movimiento leve de las jaulas, un roce de patas. ¿Puedo darle hierbas de comer?, pregunta a Homero, pero ya éste se ha esfumado en el gris de la mañana. Casta toma de las hierbas que están amontonadas en una palangana oxidada. Abre la puerta de la jaula de Chacho y Primavera. El olor a podrido es ahora más fuerte y ella debe hacer un esfuerzo para no vomitar. Se inclina un tanto. Dentro, en la oscuridad de la jaula, hay un movimiento asustadizo y un silencio. Casta Diva descubre la blancura de Primavera, sus ojos rojos la observan con mansedumbre. Pegado a ella, cree notar a Chacho, y sin embargo no puede ser Chacho esa cosa pequeña e indefinible que también la mira con ojos grandes y aterrorizados. Chacho, llama, y debe de tener una última prueba de coraje para entrar a la jaula. Primavera ni se mueve con la entrada de Casta. Chacho, sin embargo, emite un chillido y casi desaparece entre el pelaje blanco de la coneja que sólo mueve la nariz. Chacho, te traje comida, y echa la hierba a los pies de la coneja, que no se mueve. Casta Diva canta con su exhausta voz de soprano Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias, sabe que la lucha es cruel y es mucha... Chacho se aparta de Primavera y levanta los bracitos, se tapa los oídos, chilla. Casta continúa cantando Pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina... El pelo desaparece de la cabecita de Chacho, los ojos se hunden hasta que son dos sombras moradas, como la boca, la cabeza empequeñece y no se notan ni esas sombras en que se han convertido los ojos y la boca, el torso, las piernas se reducen, se reducen como el chillido, que deja un eco que también se disipa, la cabecita se une con los pies y forman una cosa mínima que se escurre entre tanta hierba seca, entre tanta mierda.
Hoy vi que las estrellas comenzaron a apagarse, dicen que cuando las estrellas comienzan a apagarse, es que el mundo se va a acabar, eso yo no lo entiendo, pero lo dicen y lo repito, que el mundo se va a acabar no bien llegue el año que viene, tú sabes, el año que viene la Isla saltará en pedazos, dicen, eso lo sé por las estrellas, porque comenzaron a apagarse, y porque las hormigas perdieron el rumbo de sus cuevas, que es algo que también dicen, y los pájaros se extraviaron, no pudieron regresar a los nidos, y murió el profesor Kingston, lo encontraron con los ojos abiertos, acostado en la cama como si estuviera contando los travesaños del techo, y la Condesa Descalza no ha venido más por aquí, tío Rolo anda triste, Irene está que ni sabe cómo se llama, mi mamá enmudeció, mi papá se convirtió en conejo y desapareció, dicen, entre la mierda de la conejera, y yo no entiendo, tú sabes, a mí me dicen Tingo-no-Entiendo por eso, porque nunca entiendo, y a mí en este libro me tocó ser el personaje que no entiende, y lo único que entiendo es que aquí nadie entiende, que otros se roban la lana y yo soy el que carga la fama, y mira que pregunto y nadie responde, y es que no hay respuestas, tú sabes, y si es cierto que cuando se apagan las estrellas el mundo se va a acabar, pues el mundo se acaba de un momento a otro, yo las vi (a las estrellas, digo), las vi con estos ojos, así, cómo se iban apagando una por una, hasta que el cielo no fue más que una masa oscura a la que no se le podía llamar cielo, y ¿cómo será que el mundo se acabe?, ¿será una explosión, un volcán, un ciclón, un terremoto?, ¿adonde iremos a parar?, a lo mejor salgo con la explosión y termino en un lugar mejor que éste, yo, la verdad, no entiendo, con tantos lugares en que se puede nacer, por qué me tuvo que tocar la Isla, donde tú caminas y caminas y para dondequiera que camines vas al mar, el mar por todas partes, por qué me tuvo que tocar este calor, y estas ganas de llorar, y esto mismo es lo que dice Helena, a Helena la vi llorando, según parece también ella vio las estrellas que se apagaban y las hormigas y los pájaros perdidos, y sabe que la Isla se viene abajo, y ella sabe más que yo, ella parece que entiende, estuvo diciendo que había soñado con un rey rojo que nos ataba a los árboles para que sufriéramos los castigos del sol, un rey rojo que nos cortaba la cabeza para que viviéramos mejor, que según ese rey la cabeza es un estorbo para el hombre, según Helena todos los reyes, rojos, verdes o negros, del color que sean, son así, y yo de eso no sé, a mí me dicen Tingo-no-Entiendo por la simple razón de que no entiendo, y yo lo único que entiendo es que aquí nadie entiende y, además, no hay nada que entender, tú sabes, aquí lo mejor es estar callado mirando cómo las estrellas se apagan cada vez más, cada noche dos, tres, cuatro estrellas menos, hasta que no quede ninguna y entonces la Isla estallará como Dios quiera que estalle, que para eso Dios es el que sabe cómo debe hacer estallar, y la verdad, pensando y pensando, prefiero estallar con la Isla, va y es cierto que fuera de la Isla no hay nada, va y el mundo no existe, y menos mal que la balsa aquella que hicimos Sebastián, Vido y yo no sirvió para nada, yo prefiero mala Isla conocida que buen continente por conocer (y que a lo mejor es un continente de mentira).
Construyeron la balsa con troncos robados al carbonero. Ataron cada tronco con sogas y con lianas. Pusieron de mástil una vara de tumbar limones y como vela una sábana de hilo que Vido sacó de la gaveta de la señorita Berta. Sebastián consiguió una brújula y un libro llamado Diario de navegación de Cristobal Colón. Tingo llevó pomos de agua, algunos panes y una lata de leche condensada por la mitad. Escondieron la balsa tras los acantilados, la ataron con una soga al madero que sobrevivía a un antiguo muelle y se reunieron a hacer planes en las ruinas del tal Barreto (aquel Gilles de Rais tropical). Sebastián dijo categórico Hay que huir, no queda otro remedio, he sabido de buena tinta que esta tierra está comenzando a enfermarse, ya las estrellas se han ido apagando, y un rayo destruyó el sándalo rojo de Ceilán, no hay pájaros en los árboles, y se desmoronó la casa de Consuelo. Sacó un gran mapa del mundo y lo extendió sobre la tierra. El único modo de huir es el mar, vivir en una Isla significa que más tarde o más temprano tienes que enfrentarte con el mar. Si tomamos hacia el Norte, dijo Vido señalando el mapa, toparemos con Cayo Hueso, si nos orientamos hacia el Noroeste podríamos terminar en algún lugar de México, en cambio si nos orientamos hacia el Nordeste iríamos a dar a las Islas Canarias, o en el mejor de los casos a la mismísima Andalucía, sólo que tanto el Noroeste como el Noreste implican enormes extensiones de océano, el tramo más corto, más recto y más seguro es el Norte, Cayo Hueso, de ahí podemos llegar por tierra a Nueva York, y en Nueva York tomar un barco de verdad hasta Europa, propongo, pues, el Norte. Sebastián lo apoyó. Tingo se encogió de hombros. Saldrían esa misma noche en cuanto oscureciera para que el sol no los dañara durante la travesía. Porque, además, según se decía, el sol provocaba alucinaciones en los marineros, los hacía ver islas donde sólo había mar. Y yo pregunto, apuntó Sebastián levantando una mano, esta Isla que habitamos, ¿no será una alucinación de don Cristóbal?, ¿no seremos un engaño para marineros extraviados?, no dudo que seamos sólo un espejismo, que ninguno de nosotros exista en la realidad y estemos tratando de huir de un lugar que tampoco es verdadero. Y como muy poco se podía refutar al razonamiento de Sebastián, hubo un silencio. Yo pienso, razonó al cabo Vido, que aun cuando no existamos, lo creemos, y basta la creencia para que de algún modo existamos, y propongo además continuar creyéndolo para creer que huimos y creer que por fin arribamos a Europa.
Me voy con ustedes, dice Mercedes, estoy cansada de esperar, de pasar la vida esperando, esperando, esperando, ¡qué terrible esperar!, esperando que la vida cambie, que la vida no sea esta monotonía de levantarse, de ir al Ayuntamiento, y volver a acostarme para levantarme al día siguiente, regresar al Ayuntamiento, y seguir en una rueda que no termina nunca, estoy harta de andar por los mismos senderos, los mismos palmares, el mismo mar, las mismas casas, el mismo calor, siempre, calor siempre, en otoño, invierno, primavera, ¡calor!, estoy harta de la luz, de tener los ojos ardiendo siempre por la luz, de no ser nadie por culpa de la luz, yo hubiera querido nacer en una tierra donde el tiempo existiera, donde los relojes tuvieran manecillas y las manecillas avanzaran, óiganme, no vivimos en una Isla sino en un velero detenido en calma chicha, debía haberme ido antes, debí haber seguido a mi tío Leandro, que huyó a la India, huir, huir, lo único que esta Isla propone, huir, parece el verbo mágico, el verbo que con sólo mencionarlo cambia la vida al revés, como si en Bruselas, en Roma, en Praga la gente no se aburriera como aquí, supongo que sí, se deben de aburrir, de otro modo, pero aburridos igual, por eso he pensado siempre que lo más seguro es vivir en las páginas de una novela, ¡Dios, cuánto daría por ser un personaje de novela!, es el único modo de tener en verdad una vida intensa, llena de peripecias, una vida imaginaria, yo soñaba con ser el gran personaje de un gran libro, yo soñaba con ser Naná de Venus en el teatro de Variedades, y que el teatro estuviera repleto para verme, y salir casi desnuda y que no me importara tener el timbre de voz de una gata, o moverme torpemente en el escenario, mi gracia natural sería tan intensa que el público tendría que aplaudirme hasta rabiar, sí, yo sería Naná despertando la admiración de todos aunque tuviera el final trágico de Naná, o ser quizá una institutriz, llegar a una casa de Londres, encontrar dos niños diabólicos, dos niños que ven aquello que no soy capaz de ver, dos niños que me hacen entablar una batalla con las fuerzas del mal, ¡Dios, cuánto daría por ser un personaje de novela!, Alicia, por ejemplo, Alicia siguiendo a Arturo Cova por los laberintos de la selva colombiana, desaparecidos, tragados por la selva, o la picara Moll Flanders, que fue puta a los doce años y doce años ladrona, y se casó con su hermano, y se hizo rica y murió arrepentida, y ¿a quién, díganme, a quién no le gustaría haber sido por unas horas Mathilde La Mole?, Mathilde, la voluntariosa Mathilde, llevando la cabeza de Julián, enterrando la cabeza en una ceremonia suntuosa, ¿a quién no le gustaría ser Ana, la apasionada Karenina?, ¡Dios, cuánto daría por ser un personaje de novela!, cualquier cosa resultaría mejor que la realidad árida de cada día en esta Isla, por eso espérenme, yo también huiré, yo también me lanzaré al mar en esa balsa, ahora entiendo a mi madre y comprendo que la vida es cualquier cosa menos esto, muchachos, quiero ser libre, libre, libre incluso para terminar de modo trágico los días de mi vida, podrida como Naná, pero libre, sí, libre, y eso sólo se consigue escapando, enfrentando el horizonte en una balsa...
Hay un problema. Sucede que ni los muchachos, ni tú, Mercedes, han contado con los designios de la Isla. Esta noche se desatará una ventolera de todos los demonios, y cuando lleguen a los acantilados en los cuales escondieron la balsa, encontrarán el cabo roto, la balsa a la deriva, muy lejos de la playa, un punto que se aleja (la esperanza también se pierde) hacia el horizonte, desplegada al viento la sábana de la señorita Berta.
Los ojos del Sagrado Corazón viven y la miran. De nada vale que intente esquivarlos procurando perderse en las páginas de Figuras de la pasión del Señor. No puede concentrarse. Los ojos la fascinan, la siguen a todas partes y la fascinan. Ha intentado varias labores, además de leer: zurcir, limpiar los adornos de la repisa, buscar un buen párrafo de Azorín para la clase de español, preparar láminas del lago Leman para la de geografía. Nada. Los ojos fijos en ella y, si se sienta de frente al cuadro, los ojos la obligan a levantar la cabeza y, si le da la espalda, allá van los ojos como punzones a clavarse en su espalda. ¡Dios, deja de mirarme! La señorita Berta no sabe qué hacer. Va al cuarto varias veces. Doña Juana duerme su sueño reposado, perfecto, acompasado el ritmo de la respiración; las manos, dobladas sobre el ropón de hilo, sostienen el rosario como si pretendiera adelantársele, con esa actitud, a la sorpresa de la muerte. Encima de la cama, la cruz de bronce que perteneció a Francisco Vicente Aguilera. La señorita Berta lamenta que las clases hayan terminado por las vacaciones de fin de año; con las clases al menos se distrae, se olvida de los ojos, de doña Juana y del salmo 23 que no puede dejar de repetir. Le gusta encontrarse frente a los muchachos, hablar de tantas cosas que ellos no saben, para olvidar, para escapar, para. Se asoma a la ventana. Anochece. La Isla desaparece, es pura impresión. Obsesivos, vuelven a ella los versos del salmo 23,
El Señor es mi pastor,
nada me falta.
Sobre los frescos pastos,
me lleva a descansar,
y a las aguas tranquilas me conduce
¡Dios, deja de espiarme! La señorita Berta, asomada a la ventana, mira la Isla como si quisiera descubrir en ella algo milagroso. La Isla es una cosa oscura que se esfuma bajo la noche que llega y, cuando amanezca, ¿volverá a ser la Isla de siempre, más húmeda y más frondosa tal vez, pero la de siempre? Y ya va la señorita Berta a decir Los milagros son pura engañifa para mentalidades simples, va a repetir, burlándose, los versos del salmo, ya se siente dispuesta a blasfemar, cuando bajo el aguacatero, a dos pasos de la galería, de espaldas a ella, ve a un hombre con un paraguas. Un anciano. Se nota porque es inseguro el modo de guarecerse bajo el paraguas y bajo el aguacatero, y tiene la espalda encorvada, y se descubre, bajo el sombrero, el pelo blanco. ¿Quién es? ¿Qué hace guareciéndose bajo el paraguas y el aguacatero, si ahora no llueve? Se levanta la solapa del saco. Debe de tener frío. La señorita Berta se esfuerza por verlo mejor, aunque la noche es un cristal empañado sobre el cristal empañado de la ventana. Hay un detalle, simple detalle que la sobresalta. Y se trata de un pormenor que probablemente no tenga ninguna importancia, aunque no cabe duda de que los pormenores son los que revisten a veces importancia. El anciano que viste traje negro y sombrero, lleva, no obstante, polainas de trabajo y espuelas que brillan a despecho del cristal empañado de la ventana. La señorita Berta sale a la galería.
—Buenas noches, señor, ¿está perdido?, ¿en qué puedo ayudarlo?
El anciano se vuelve a medias, con trabajo, como si le dolieran todos los huesos y pide con voz débil:
—Me gustaría tomar un vaso de agua, señorita.
—Venga, venga por aquí.
Berta lo toma por el brazo y lo conduce hacia la casa pensando Si no tiene cien años, le falta poco, ¿qué hará con esas espuelas? Cuando entran, el anciano se quita el sombrero, suspirando de alivio.
—Siéntese, por favor, en lugar de agua, ¿preferiría un tilo frío?
—No, gracias, quiero agua, tengo la garganta seca.
Berta nota que bebe con indecisión, con mano temblorosa, que el agua le moja el saco negro. A la luz de la lámpara, se percata de que no cabe en aquella cara una arruga más, que la frente casi desaparece hacia las cejas, que las cejas casi ocultan los ojos, que posee una gran nariz sobre una boca sin labios, que carece de cuello.
—¿Cómo se llama usted, mi viejo?
El, sin embargo, no responde. Ha quedado con los ojos cerrados luego de beber el agua, como si quisiera retener para siempre el recuerdo del momento en que al agua refrescó su garganta.
—¿Desea más?, también le puedo hacer un buchito de café.
Sin abrir los ojos, el anciano eleva una de sus manos temblorosas como si con ese gesto intentara afirmar:
—Sí, deseo café, y al propio tiempo agradecer cuanto usted, Berta, está haciendo por mí.
—¿De dónde me conoce?
Berta prepara el café y lo trae en la taza de las visitas.
No lo bebe él de inmediato.
—Los conozco a todos —dice.
—¿Quién es usted?
El anciano lleva una mano a su pecho y se inclina. Cuando mueve los pies, se escucha con demasiada fuerza el metal de las espuelas. Abre los ojos y los levanta hacia ella, que experimenta una sensación en la que se mezcla el júbilo con el terror.
—¡Tú! —grita.
—Bueno —pide él—, no formes tanta alharaca.
—¿Por qué has estado mirándome todo el tiempo, qué quieres de mí?
—¿De ti?, nada, no quiero nada de nadie, estoy cansado, casi muerto de cansancio, tengo hambre y sed, y me apena defraudarte, no soy yo quien te ha mirado, yo no miro, yo no tengo tiempo de mirar, estoy demasiado decepcionado, demasiado triste por el rumbo que han tomado las cosas.
—¿Y es que acaso no eres Tú el creador de cuanto existió, existe y existirá?
—Si vas a empezar con ingenuidades...
—¿A qué viniste?
—Ah, mira, ésa sí es buena pregunta.
Se iluminan vagamente sus ojos.
—¿A qué vine?
Hace una pausa para oler el café, después agrega:
—Vine a prevenirte.
Berta está de pie y casi no puede contener la ira.
—Prevenirme, ¿de qué?
—¡Huye!
—¿Y por qué, por qué tengo que huir?, ¿por qué me eliges a mí, entre todos los posibles, para semejante recomendación?
—No te he elegido, Berta, de un modo u otro a todos les he recomendado lo mismo, no puedo aparecerme ante los demás porque no cualquiera está preparado para recibirme, ante ti sí, puedo decirte, para que te sientas aliviada, que ya sea en sueños, mediante presencias o ausencias humanas, mediante cartas, libros, desapariciones, estrellas que se apagan, muertes o cualquier otra señal (poseo infinitas maneras de dar avisos, como comprenderás) a cada uno le he gritado ¡Huye!
—¿Y por qué tenemos que huir?
—Porque perdí.
—¿Qué perdiste?
—La Isla, Berta, la Isla, estás hoy con las entendederas cerradas.
—Tal vez esté más bruta que nunca, pero ¿me quieres decir qué significa decir «Perdí la Isla»?
El anciano introduce un dedo en el café, su aspecto de tristeza es aún mayor que antes.
—Significa eso mismo, que la perdí, en una apuesta.
—¿Con quién?
El anciano suspira de nuevo.
—Preguntas tontas no, por favor, hasta un niño conoce con quién hago yo siempre las apuestas.
Berta anda de un lado para otro sin saber qué hacer ni adonde ir, luego se vuelve hacia El con aspecto amenazante.
—Es muy fácil ponerse a jugar con quienquiera que sea, perder algo que significa tanto para otros, y después aconsejar así, como un mal padre, ¡Huye!, como si huir fuera la única solución.
El la mira con aire de niño cogido en falta, como quien pregunta ¿Qué quieres que haga?, en cambio explica:
—La huida no es la mejor solución, lo sé, en cambio sí es la que más ilusiones deja, un hombre huye de una catástrofe, no se percata de que la catástrofe va con él, en cambio le queda la candidez de creerse salvado.
—Significa que cuando nos aconsejas huir, ¿en realidad ofreces ilusiones?
—Berta, creo que cometí un error mostrándome ante ti.
—¡Eres un canalla!
Dando un golpe de impaciencia en el brazo del sillón, El se lamenta:
—Mujer, te encanta moralizar, es hora de irme.
—¿Qué hago con mi madre? —pregunta Berta desesperada.
—¿Doña Juana?, ella es feliz durmiendo, ella será la que mejor parada salga de todo esto, déjala, déjala durmiendo.
Y diciendo esto, bebe por fin el café, toma el sombrero y se pone de pie.
El techo de la sala de Berta se abre en silencio, sin ángeles, sin trompetas, sin aspavientos, al tiempo que El asciende con rapidez y suavidad para la que ella no está preparada.
La única prueba que Berta posee de esta visita es el paraguas que ha quedado junto al sillón.
Y lo cierto es que esta mañana del 31 de diciembre el tío Rolo está diciendo a cuantos quieran oírlo que él vio cómo al amanecer el Apolo del Belvedere fue perdiendo su capa, la capa haciéndose polvo, y cómo perdió la hoja de parra que le ha ocultado hasta el día de hoy las partes pudendas, y cómo perdía el pelo y el hermoso perfil clásico, y su base, y se deshacía todo, que dice que él vio cómo terminaba en montón de polvo el Apolo del Belvedere. Y debe de ser cierto lo que está diciendo el Tío: el Apolo no está. Y Lucio asegura que igual sucedió al Laoconte, que él lo vio en el momento de pulverizarse, lo primero que se consumió fue la serpiente, y hubo un momento en que se vieron muy raros aquel hombre con sus dos hijos sufriendo por nada, puesto que nada los agredía, hasta que luego ellos también cayeron deshechos en ruidoso montón de piedras. Y también debe de ser cierto cuanto asegura Lucio: el Laoconte tampoco está. Ni están el Hermes de Praxiteles, ni el busto de Greta Garbo, ni la Venus de Milo, ni la Diana, ni el Discóbolo, ni el Elegguá, ni la Victoria de Samotracia que podía verse a la entrada. Y en cuanto al busto de Martí, es como si nunca hubiera estado. Ni los crotos ni las rosas que le habían sembrado alrededor aparecen por ningún lado. La fuente continúa ahí, pero ya no se ve en ella al Niño de la oca, ni en su fondo se halla el agua estancada, verdosa, acumulada por años de aguaceros. Se han esfumado también los caminos de piedras, gracias a los cuales era posible aventurarse por entre tantos árboles sin miedo al desastre de una desaparición, sin miedo a los fantasmas de la Isla. Las estatuas y los caminos eran como la Virgen, un modo de sentir que estábamos protegidos por un orden superior y eterno, algo seguro en medio de la contingencia, algo que nos iba a sobrevivir; lo indiscutible es que, aunque al hombre parezca dolerle que las cosas lo sobrevivan, resulta que (ser inexplicable, paradójico al fin) al propio tiempo le alegra que así sea, para poder cantar a esas cosas (sean las cataratas del Niágara, sea su ciudad) y dejar una prueba de su paso por la tierra, y también para poder mirar con ojos efímeros lo que tiene valor eterno y sentir que algo palpa de la eternidad, que algo de ella lo contagia.
Y resulta que hoy es 31 de diciembre, y de acuerdo con los tópicos humanos, es de suponer que los personajes de este relato celebren la llegada del Año Nuevo.
Es altamente probable que un poco antes de que se haga de noche, se pueda ver al Herido con su cuaderno salir de casa de Irene, atravesar la Isla, llegar al zaguán, salir por la gran puerta que da a la calle de la Línea. Quizá se le vea detenerse un segundo ante Eleusis, la librería, cruzarse con un marinero, y seguir hacia la Terminal de Trenes. Aunque también es altamente probable que se le vea tomar rumbo al Más Allá, hacia la carpintería donde lo encontraron cierta noche de finales de octubre. Lo que sí resultará cierto (o por lo menos todo lo cierto que pueden ser estas cosas) es que cuando llegue por fin esta noche del 31 de diciembre, el Herido no estará en la Isla.
Las luces de las galerías están encendidas. Poco se logra con eso. Si hoy no fuera hoy, Merengue habría sacado un sillón a la galería desde el anochecer para fumarse un H. Upmann y conversar. Enseguida habría venido Chavito con la sillita de lona plegable y la sonrisa, y se habría sentado frente al padre, que es indiscutible que a Chavito le gustaba sonsacar a Merengue, hacerle preguntas de otros tiempos que siempre, en el recuerdo, semejan más venturosos. Llegaría Mercedes con Marta bañadas, de punta en blanco, los cuellos y los pechos inmaculados con talco de Myrurgia, suspirando, diciendo Mercedes que viene para olvidarse por unas horas del maldito Ayuntamiento. Llegaría Casta Diva con delantal de marpacíficos y aire de diva, exclamando No me tienten, no me tienten que tengo mucho que hacer. Y san Martín la habría seguido, fingiéndose molesto, exclamando con falsa ira A esta mujer no hay modo de mantenerla en casa. Vendría también Irene con el abanico de guano, contando de la familia de Bauta. Si fuera una noche como las de hace tiempo, aparecería la señorita Berta con su aspecto de doctora en pedagogía. Y también se dejaría ver el tío Rolo, diciendo poemas de Julián del Casal. Y llegaría Helena, en las manos la linterna y las llaves de la verja, vigilante siempre de la Isla. Y se iniciaría la conversación. Y por cualquier nimiedad estallarían las carcajadas.
Pero hoy no es cualquier día. Han sucedido muchas cosas y muchas están por suceder. Hoy es 31 de diciembre, un fin de año especial, y para nada importa que estén encendidas las luces de la galería.
¿31 de diciembre?, ¿y qué me dices con eso? Te digo que debemos celebrarlo. Y yo qué tengo que celebrar, si ya ves: ni de mi nombre me acuerdo, si mi memoria ha sido arrasada y ni siquiera sé quién soy, si estoy aquí y es como si no estuviera en ninguna parte. Irene anda de un lado para otro de la casa sin saber adonde va, y luego se detiene en medio de la sala. La señorita Berta la consuela Vamos, ya verás, es un olvido pasajero, recuperarás la memoria, volverás a ser la Irene de siempre. Y la conduce hacia la galería, hacia la Isla anochecida. Casta Diva está ahí, esperándolas, sentada en el suelo, con Tatina cargada, diciendo Hoy me miré al espejo y no me vi, sabe Dios por qué rumbos anda mi imagen, lo cierto es que no está conmigo, no frente a mí como quisiera. Y al instante, como si las palabras de Casta Diva hubieran dado la orden, escapa de entre los árboles una magnífica voz de soprano
È strano! È strano! In core
Scolpiti ho quegli accenti!
Saria per me sventura un serio amore?
Che risolvi, o turbata anima mia
Y Casta queda como alelada, como si se hubiera perdido en algún lugar que sólo ella conoce. Resulta altamente probable que también se esté escuchando la flauta de Cirilo, aunque la verdad, eso no se puede asegurar. A veces se escuchan disparos, sirenas de perseguidoras, y ¿quién se atreve a decir que son en verdad disparos y sirenas de perseguidoras? Mercedes viene con Marta del brazo. Vienen serias y se sientan sin siquiera dar las buenas noches. Merengue trae una bandeja de pasteles que deposita, también silencioso, en una mesita colocada por Helena. Tanto Helena como el tío Rolo, acaban de traer más sillones para que todos se sienten con comodidad, Por favor, pónganse cómodos que cuando den las doce campanadas, así como nos sorprenda el año que llega, así lo pasaremos. Nadie ríe la gracia del Tío. ¿Dónde están los muchachos? Los muchachos andan por el zaguán, dice la Señorita sirviendo limonada en los vasos.
Y no hay fiesta, sino un aguardar. Aguardar que sean las doce de la noche y el reloj de la señorita Berta dé por fin las doce campanadas. Y aguardar algo más: no saben qué pueda ser.
Y aunque no lo pueden saber, aguardan a que aparezca un joven marinero y alguien grite ¡Fuego! (Deberá notarse: entre el Fuego y la palabra que lo designa existe un abismo de perplejidad; es el fuego de las pocas cosas en este mundo, que resulta más impresionante que su nombre.) Durante segundos enormes, los personajes que esperan a su modo la llegada de un nuevo año, quedarán fascinados por las llamas que aparecerán por el lado de la señorita Berta y que con rapidez inusitada correrán hacia el resto de la Isla, consumiendo árboles y casas, destruyendo cuanto encuentren a su paso sin el menor titubeo. Brillantes, vigorosas, doradas, las llamas serán cada vez más altas, cada vez más hermosas, cada vez más rápidas, y lanzarán colores a la noche que irán desde el rojo hasta el morado y se harán blancas en lo alto. Y no sólo crecerán hacia las alturas, sino que avanzarán en cualquier dirección, se apoderarán de la Isla, de la noche, con la seguridad y la indiferencia que tiene siempre lo hermoso. De nada valdrán los esfuerzos de los personajes. De nada servirán los gritos y la desesperación. En poco tiempo, la Isla será un mundo arrasado, un mundo que sólo podrá encontrarse en este libro.
Porque sucede que ella está boca arriba, como siempre, las manos cruzadas sobre el pecho, prendido de ellas el rosario (con Tierra Santa, bendecido por Pío XII), en esa posición que es el mejor modo de evitar la sorpresa de la muerte. Doña Juana duerme tranquila, con la serenidad de los que nacen para eternos. Y tiene un lindo sueño. Habrá que reconocerlo: la bonanza llega siempre algún día. Luego de noventa años de vida desafortunada, doña Juana se ha echado a dormir sueños dichosos. ¡Cuánto daría la señorita Berta por leer esta página! ¡Cuánto daría por saber a qué se debe la decisión de la madre de preferir el sueño a la vigilia! Pero la señorita Berta es un personaje de este libro, es decir, está condenada a permanecer en él y aparecer sólo cuando se la convoque. Y ahora no aparece, no puede ni debe aparecer. La habitación de doña Juana, cerrada al friecito (es un decir) de diciembre, está iluminada sólo por la vela de la palmatoria, blanca y salomónica, frente a la imagen de la Caridad de El Cobre. Nadie en la Isla va a saber nunca que doña Juana sueña con Viena. No con la Viena de los bosques y los valses, por supuesto, que ella en su vida ha estado allí, sino con la finca de su prima, la poetisa Nieves Xenes, en el pueblecito de Quivicán. Es un sueño que se remonta a muchos años atrás, cuando izaron por primera vez la bandera en el Castillo del Morro, y Don Tomás se sentó, con aspecto de profesor honrado y poco brillante, en la silla presidencial. Doña Juana no es entonces doña, mucho menos Juana. Doña Juana constituiría un nombre demasiado severo para esa joven, para ese cuerpo delicado y ágil, para la despreocupada mujer que sube a los árboles en busca de mandarinas, se baña en los ríos y lo mismo toca al piano las danzas de Saumell, o canta a Pepe Sánchez, que va a los panales porque la miel santifica la piel y la garganta. La llaman Tita. Y tiene un hermoso color moreno en la piel, el pelo negrísimo, los ojos inteligentes y alegres, la boca siempre encendida. La descripción resulta acaso un tanto complaciente, pero así se ve doña Juana en el sueño y no queda otro remedio que narrar las cosas como son. Es una mañana de fiesta en Viena. De fiesta campestre. Los árboles han sido adornados con lazos de seda y flores de papel crepé. Han abierto siete huecos en la tierra y siete cocineros asan siete puercos hermosos. En la cocina, lentos calderos de congrí. La yuca será hervida más tarde para que a la hora del almuerzo esté acabada de hacer. Sobre un estrado, una charanga interpreta el primer danzón, Las alturas de Simpson. Sentada en la gran butaca de mimbre, vestida de negro, puede verse a Luisa Pérez de Zambrana, la poetisa. Junto a ella, vestido de blanco, Varona, el filósofo. Ambos conversan con Nieves, con Aurelia Castillo, con un joven y bellísimo mulato de apellido Poveda, y hasta con el mismísimo Esteban Borrero, que no se sabe cómo subvirtió sus hábitos para venir a la fiesta. Por allá anda el temido Fray Candil acompañado por su esposa Piedad Zenea. Algunos jóvenes bailan. Otros se acuestan en la hierba a contemplar el cielo, dicen, de un azul que Tita acaba por bautizar como «principio de siglo». Los niños corren alrededor de la laguna, montan hamacas, se tiran en yaguas por las lomas, cantan
Componte, niña, componte,
que ahí viene tu marinero,
con ese bonito traje
que parece un calesero...
Se sirve aguardiente con agua de coco. También, refrescos de tamarindo, champolas, limonadas y guarapos bien fríos. Pasan bandejas con panecitos de gloria y buñuelos. Desde el balcón de su cuarto, el tío Chodo, borracho desde hacía días, lanza un discurso que no se entiende y que provoca risa. El negro Valentín salta y grita con alegría desmedida, y todos lo miran y ríen y hasta se hubiera dicho que sienten deseos de saltar, y Benjamina, que andaba de un lado para otro con una cesta de ciruelas, comienza a saltar, y hasta La Nene salta lanzando al aire papelitos en colores. El padre Gaztelu pasa rociando agua bendita, tarareando el danzón y diciendo décimas. De La Habana ha venido un fotógrafo de lo más serio, de lo más viejo, con cámara de trípode, a inmortalizar el momento. Así más o menos es el sueño de doña Juana, y en él no es ella aún doña Juana sino Tita, y está frente al espejo, ayudada a vestirse por sus mejores amigas, porque tienen una sorpresa para los invitados, y es que a Tita se le ha ocurrido vestirse como la República, y se ha mandado a coser un traje largo con grandes franjas azul y blanco, y gorro frigio rojo encendido, con la estrella solitaria. Y la verdad, doña Juana se ve bellísima de Tita vestida de República en el sueño dichoso. Y cuando consideran llegado el momento justo, y se escucha la charanga en otro danzón de Faílde, y el tío Chodo se cansa de dar perorata, sale Tita a la terraza, baja los escalones que la llevan al jardín y aparece así, radiante, entre los invitados, y hay un silencio tremendo, que hasta la charanga hace silencio para ver pasar a Tita vestida de República. Y en el sueño doña Juana se encanta de ver cómo Tita ha logrado encantar a los presentes con ese sencillo disfraz. Hasta Luisa Pérez, la poetisa, y Varona, el filósofo, se ponen de pie, sorprendidos, reverentes. El padre Gaztelu la rocía con agua bendita y se acerca para decirle por lo bajo Dios te bendiga, hija. Y es el gesto del padre el que da la orden para que alguien grite ¡Viva Cuba libre!, y la charanga reinicia el danzón, y la fiesta vuelve a ser fiesta. Tita, sin embargo, no se detiene. En el sueño, doña Juana la ve seguir contenta por el camino de palmas, bordeando la laguna, las guardarrayas, los corrales, el cañaveral, oronda con su traje, cantando a viva voz
En Cuba, la isla hermosa del ardiente sol
bajo su cielo azul, adorable trigueña
de todas las flores, la reina eres tú...,
y la noche comienza a caer, y Tita continúa caminando por los campos con el traje de República, bajo la oscuridad de la noche, tan noche que ni las manos se ve, y Tita sigue, y Tita necesita luz para poder aventurarse por los campos desaparecidos con las sombras. Sin dejar de soñar, doña Juana levanta una mano y busca la palmatoria con la vela, blanca y salomónica, delante de la estampita de la Caridad de El Cobre. Toma la vela para iluminar el camino de Tita, pero la vela cae sobre su ropón de hilo blanco. En la realidad, doña Juana arde. En el sueño, Tita puede ver que todo se ilumina, que los campos se encienden como si hubiera comenzado a amanecer.