III
Los fieles difuntos

El mar, Sebastián, ¿lo escuchas?, cierra los ojos, así lo oirás como yo, tienes que cerrar los ojos, la vista es tan poderosa que si no cierras los ojos no podrás escucharlo, si tú supieras, yo viví frente a él, después de la muerte de mi padre, cuando tuvimos que abandonar a Melania y al reino de Lalisia, mi tío Leandro nos llevó para su casa en la playa de Jaimanitas (a la que llamamos Taipí), aunque mis ojos comenzaban a secarse, estaban vivos aún, pude ver el mar, fueron los mejores años de mi vida, a pesar de los desmayos y la sed permanente con la que vivía, es malo tener sed a cada minuto, Sebastián, como vivir en el desierto, la boca seca, la garganta seca, sed, y sin embargo, créeme, fui feliz, el tío Leandro fue el único hombre a quien conocí que había pasado el horizonte y estado fuera de la Isla, y lo más importante, esa ausencia se llamaba la India, para mí, la India eran ríos gigantescos, multitudes que realizaban abluciones y rezos en los ríos gigantescos, palacios de mármol, templos de oro, elefantes adornados, y un hombre, mi tío, meditando en medio del aguacero, amparado por una serpiente, el misterio de ese viaje persistía en los ojos del tío Leandro, todos los palacios y templos y ríos y bosques estaban en los ojos del tío Leandro, y eso me fascinaba.

Y acaso no resulte apropiado llamar la atención aquí (aunque finalmente habrá que hacerlo en alguna página del libro) sobre el hecho de que nada posee tanto hechizo para el habitante de las islas como el saber que alguien se atrevió a romper el cerco del mar, que venció la fatalidad del horizonte, alguien que estuvo «afuera» y conoció qué es el mundo. Para el habitante de las islas, viajero es sinónimo de sabio; viaje, sinónimo de dicha.

Frente al mar de Taipí tuvo Marta por primera vez el deseo de viajar. A veces se divisaban barcos en la lejanía. Para cualquier isleño un barco (que surca los mares, claro está, no se trata aquí del barco varado que es la isla), constituye la imagen suprema de la libertad. Un barco que corta las aguas es el símbolo de la esperanza. Si llega, debe ser acariciado para recibir en las manos el olor y el aire de otras tierras. Si zarpa, debe ser acariciado para que el olor y el aire de otras tierras sepan que existen nuestras manos. Marta decía adiós a los barcos con un pañuelo y la certeza de que algún día sería ella quien vería, con lágrimas de gozo, los pañuelos de la orilla. Se iría alejando hacia ciudades con nombres promisorios, y en París, Liverpool, Salzburgo o Santiago de Compostela, terminaría de hacerse mujer. Sucedió, no obstante, que poco a poco comenzó a borrarse la lejanía de los barcos, y ¿Qué es aquello allá, a los lejos?, preguntaba a Mercedes. Un barco, respondía la hermana con extrañeza. También el mar se desdibujó, cambió poco a poco de colores (con tanta calma que sólo mucho después pudo ella percatarse) para convertirse en una extensión rojiza. La India desapareció de los ojos del tío Leandro. Desaparecieron los ojos del tío. Asimismo los de Mercedes y los de su madre. Se diluyeron las caras en tonos tan rojizos como el del mar. Las uvas caletas dejaron de ser árboles; antes de ocultarse de modo definitivo, fueron estructuras negras. El espejo también comenzó a ocultarle su propia imagen. Cierta mañana no hubo imagen en el espejo. Otra mañana tampoco hubo espejo. Un fulgor cada vez más débil diferenció el día de la noche. Sin saber cómo, sus piernas adoptaron pasos sigilosos y las manos comenzaron a extenderse, se especializaron en tocar. Fue como si las manos pensaran por sí mismas. Escribir, por ejemplo, pasó a ser algo que las manos realizaron solas, armando letras cada día más grandes y faltas de rumbo. Así sucedió que un amanecer Marta sintió que no despertaba en ningún sitio. Los ojos se abrieron a un color rojo oscuro, casi negro, y se sintió sola, más sola que nunca. A pesar de que, adolescente al fin, la mayoría de las cosas no estaban claras para ella, de algún modo instintivo supo que bastante desgracia y bastante encierro significaba vivir en una isla, para también perder el único sentido que le permitía tener conciencia de que existían otros hombres y países.

Aquélla fue, por lo demás, la época en que aparecieron los mendigos. Poco a poco se posesionaron de Taipí. El primer día llegaron dos; a la semana había una multitud. Eran bulliciosos, jaraneros, y pasaban el día cantando y jugando. Quizá la madre tuviera razón, quizá resultara agradable vivir con ellos una vida sin tiempo ni preocupaciones. Sólo que la falta de responsabilidades los conducía al hedor, a comer con las manos; a que no se peinaran ni cambiaran los andrajos; a que orinaran y cagaran a la vista de todos, y lo que resultaba peor, a que mitigaran la lumbre de sus lujurias a cualquier hora y en cualquier lugar. Llegó un momento en que hasta el tío Leandro, que del mundo sólo conocía su propia santidad, empezó a preocuparse. La preocupación máxima tuvo lugar cuando la madre se sentó entre ellos y terminó al pie de una hoguera, cantando Lagarterana soy y encajes traigo de Lagartera al ritmo de las palmadas entre burlonas y piadosas de los mendigos. También para ella, con el paso de los días, el tiempo dejó de ser una preocupación, con las funestas consecuencias que encierra la frase. Olvidó entrar a la cocina. Jamás pisó de nuevo el cuarto de baño. Nunca más bordó ni cosió. Desaseada, desaliñada, andaba ahora poco tiempo en la casa. Su vida se limitó a permanecer en la playa, bañándose y cantando con los mendigos. Riendo, jugando con ellos, como no había reído ni jugado jamás con sus propias hijas. Así fue hasta una mañana en que el silencio y la paz se restablecieron en Taipí. Se podía haber pensado que todo había sido una alucinación, que jamás tantos mendigos habían vivido frente al mar, junto a la casa. Para probar, sin embargo, que no se trataba de engaño, podían verse restos de comidas y fogatas, una guitarra sin cuerdas que el Tío descubrió flotando en el mar, dos libros en idioma desconocido, un conejo atado a un árbol y cientos de páginas de la revista Bohemia diseminadas por la arena. La mayor prueba, de cualquier modo, fue la ausencia de la madre. Mercedes afirmó que esa noche la madre estuvo hasta muy tarde quemando fotografías y que mucho después sintió el sonido de un cristal que se rompía. En efecto, se hallaron vacíos los álbumes y rota la luna del espejo.

Aunque no lo creas, Sebastián, los vi partir, nadie lo creyó nunca, yo estaba ciega y dijeron que no era posible que los viera partir, aunque ya también había comenzado a perder el sueño, a padecer poco a poco de insomnio, este insomnio que aún hoy me atormenta y que (te juro) es peor que el hambre y la sed y la propia ceguera, estar siempre despierta es como vivir el doble, una vida está bien, dos, en cambio, pueden llegar a convertirse en tortura, ya por aquellos años yo me acostaba al mismo tiempo que todos, a la hora en que se acuestan las personas sensatas del mundo, y sentía cómo daban horas las campanadas del reloj y cómo la respiración de los demás indicaba que ya iban remontándose a mundos, a tiempos diferentes, yo en cambio seguía apegada a la realidad por el peso de no sé qué castigo, y aunque no la podía ver, la sabía ahí, intransigente, severa, pesada, Sebastián, y así ha sido a partir de esos años, hace mucho que no sé qué cosa es dormir, y lo más grave no es que mis ojos se hayan apagado, o que mis párpados permanezcan obstinadamente abiertos, no, lo peor es que Dios (ese modo dulce que tenemos de invocar al Demonio) no me ha dejado ni siquiera la posibilidad de imaginar, de recomponer una realidad nueva a partir de lo que vi alguna vez, como buena isleña siempre quise conocer mundo, ir a otras ciudades, saber cómo eran, cómo vivían los hombres de otras ciudades, Glasgow, Manila, París, Buenos Aires, Bagdad, San Francisco, Orán, Tegucigalpa, ¿te has percatado del encanto que tienen los nombres de las ciudades?, cada uno sugiere algo diferente, Glasgow huele a árboles, Manila es dorada, París un cristal, Buenos Aires un gran pájaro de alas desplegadas, Bagdad huele a incienso y también es la voz de un tenor, San Francisco suena a aguacero y a música de piano, Orán es un pañuelo, Tegucigalpa un jarro de leche acabada de ordeñar, y la noche en que se fueron los mendigos (y con ellos mi madre), tuve la última visión, yo estaba despierta, los demás dormían tranquilos echándome en cara el que estuviera despierta, sentí el rumor del mar, un fuerte rumor, un oleaje, me levanté, ya sabía comportarme como ciega perfecta, conocía dónde se hallaba cada mueble, cada puerta, cada ventana, y cuando no lo sabía también lo sabía, que una de las cosas misteriosas de los ciegos es que el cuerpo no necesita de los ojos para encontrar el camino, y fui hasta la ventana, no sé por qué se me ocurrió ir a la ventana, yo ignoraba qué vería, debo de haber ido acaso porque el terral acariciaba la cara con olor a océano, acaso porque el sonido del mar resultaba más imponente en la ventana, lo cierto es que fui, la oscuridad como por arte de magia se disipó, lo primero que vi fue la luna saliendo de entre los celajes, luego una multitud de mendigos que echaban balsas al mar, balsas construidas con cualquier tabla, con el tronco de cualquier árbol, con velas hechas de lonas y camisas viejas atadas a mástiles (si pudieran llamarse así) que eran gajos mal dispuestos, y se iluminaban con teas, y cantaban, recuerdo muy bien que cantaban Seremos libres lejos de este encierro, en busca vamos del ancho horizonte..., y había treinta, cuarenta balsas que comenzaban a alejarse, había treinta, cuarenta más en la arena esperando el momento de zarpar, vi a mi madre que portaba una tea, la vi casi desnuda, casi anciana, dando órdenes para echar al mar su balsa, la playa era un ir y venir incesante, no sé, Sebastián, si has visto balsas que zarpan, no sé si tendrás la oportunidad de verlo alguna vez, miras esos troncos de madera mal unidos, miras al hombre que los empuja con trabajo hacia el agua, lo ves correr por la arena, entrar al agua, subirse al cuadradito indefenso de madera, miras el mar desmedido, al viento que agita el mar desmedido, y se te hace un nudo de tristeza sobre el vientre, ese hombre puede no llegar a ninguna parte, y piensas Aquí en la arena yo tampoco voy a llegar a ninguna parte, él se podrá ahogar, podrá terminar sus días en el fondo del mar, yo me ahogaré en la superficie, terminaré mis días en la orilla, es lo mismo, sólo que él ejecuta un acto, yo no ejecuto ninguno, ¿te das cuenta?, hay algo solemne y trágico en ver cómo alguien se lanza al mar en una balsa, y debe de estar muy desalentado, muy violento para echarse a pelear con el mar de modo tan humilde, sin la soberbia de aquel rey oriental que le castigó a latigazos al océano, no, es otra cosa, esto es intentar burlarlo, pasar inadvertido casi sobre un papel que surca el agua, navegar con el deseo de que ni el mar ni nadie se den cuenta de que se navega, resulta glorioso ver un barco saliendo de la bahía, es una prueba de la grandeza y la paciencia humanas, pero resulta lamentable ver a un hombre, a una mujer, a una anciana y a un niño sobre una balsa, es una prueba de la pobreza, del desconsuelo, de la desesperación humanas, es algo que nos recuerda que al fin y al cabo somos tan poca cosa, una balsa es una prueba de inseguridad y también de hastío, me eché a llorar viendo las balsas de los mendigos que se alejaban, que se convertían en punticos luminosos a medida que se apartaban de la orilla y se iban esfumando en aquella extensión oscura (el mar), me eché a llorar, lloré mucho, días enteros estuve llorando, y cuando no hubo lágrimas en mis ojos, Sebastián, entonces sí ya nunca volví a ver.

Hay momentos en que la huida parece la única solución, exclama una voz a sus espaldas, y ríe, y cómo ríe.

Los pies descalzos de Vido sienten la arena de la playa. El mar, a esta hora, posee un gris acero, y Vido lo ve inmóvil con sólo un breve rompiente de espumas en la orilla. El cielo adquiere un azul más intenso. Comienza a escucharse el ladrido de un perro, tan lejano, que no se sabe si es un perro de verdad o un perro de otro tiempo y lugar. Saluda a los otros, que se ven a alguna distancia, y se detiene en la orilla llena de sargazos y de conchas, de cangrejos diminutos. El mar entra en la arena y forma un círculo que rematan dos puntas de arrecifes. Hay una hondonada en la arena en la que el agua, al entrar, provoca una laguna efímera.

Hay momentos en que la huida parece la única solución. Marta no se mueve. Sebastián se vuelve y ve venir por la arena a la Condesa Descalza, con el abanico, el bastón de ácana y el aire de reina en exilio. Vivimos en una Isla, chérie, no debes espantarte, después de todo, ¿qué es una Isla?, ¿has leído el diccionario? La Condesa clava el bastón en la arena, se sienta junto a ellos. Como es hábito, tiene cara de burla. Según el Diccionario de la Academia, isla es una «porción de tierra rodeada enteramente de agua», ¡definición concisa, qué tono aséptico, qué precisión lingüística!, no puede ser tan simple, ¿verdad?, para el habitante de las islas se trata de algo profundo y patético. La Condesa extiende el abanico sobre la arena y recorre su contorno con el dedo. La frase del diccionario utiliza palabras que nos llenan de pavor: «porción de tierra», quiere decir algo menguado, algo breve, una cantidad arrebatada a otra mayor; «rodeada», participio de un verbo de connotaciones guerreras, de resonancias carcelarias; «enteramente de agua», observen cómo la frase adverbial evoca la imposibilidad de escapatoria: el agua, símbolo del origen y la vida, lo es también de la muerte. Hace una pausa para suspirar y acariciar la cabeza de Sebastián. El diluvio ¿no fue un castigo de Dios? Ríe brevemente. Hay que vivir en una isla, sí, es preciso despertar cada mañana, ver el mar, el muro del mar, el horizonte como amenaza y lugar de promisión para saber lo que es.

Vido respira hondo y abre los brazos y siente que sus pulmones se llenan con la brisa. Abre bien los ojos, los cierra, ios vuelve a abrir. Cuando los tiene abiertos, es el mar y el cielo y el horizonte cada vez más nítido; al cerrarlos, otro cielo, otro horizonte, un destello rojizo. Grita un nombre, su nombre, ¡Vido!, para que su voz, su nombre, detengan el bramido del mar.

Con sumo cuidado, la Condesa Descalza se quita el sombrero de paja que tiene atado bajo el mentón con una cinta roja. Se arregla coqueta el peinado. Eso no lo sabrán nunca quienes viven en continentes, nunca sabrán qué aislado está el hombre de las islas. Se extiende un largo silencio. El mar de la tarde está tranquilo a pesar de la brisa; tiene un color intenso que se va haciendo más y más hosco a medida que se aleja de la orilla y se aproxima al horizonte. A Sebastián le parece que en el mar hay cientos, miles, millones de espejos diminutos.

Se desnuda y es como si cada parte de su cuerpo fuera adquiriendo vida, o mejor, como si descubriera su cuerpo, la piel, la tensión de los músculos, la vibración que lo recorre de pies a cabeza. Vido está desnudo y tiene muy viva la sensación de la brisa. El paisaje, el mundo entero cabe en sus manos, en sus brazos. Los pulmones son capaces de recoger la brisa que mueve las ramas de las uvas caletas. Levanta arena con los pies y recoge y muerde las frutas rojas. Un sabor dulzón moja sus labios.

La Condesa se echa hacia atrás y por un momento parece que no va a reír. Esta Isla en que vivimos, dice, ha sido y es particularmente desdichada. Toma una mano de Sebastián. No sé, poveretto, si la señorita Berta te habrá contado que cuando los españoles descubrieron esta tierrita, donde malvivían unos cuantos indígenas indefensos, andaban en busca de Eldorado, y esta tierrita, por suerte o desgracia, ni oro ha tenido nunca, de modo que los españoles se fueron huyendo hacia el continente, aquí se limitaron a abrir dos o tres puertos, a fundar unas cuantas villas (con las peores familias de la Península), y la Isla... (suspiro) se convirtió en tierra de tránsito... (otro suspiro) lo que en el fondo nunca ha dejado de ser. Queda mirando la lejanía. Hay un momento en que levanta una mano como si quisiera señalar algo. Marta tiene la cabeza baja; a ratos toca a Sebastián por la espalda, acaso para cerciorarse de que continúa ahí.

Cuando una primera ola moja sus pies, es como si hubiera otros Vido junto a él, dentro de él. Entra al agua y la siente ascender por los muslos, envolver la cintura, alcanzar el pecho. Se siente transparente como el agua y se sumerge.

La voz de la Condesa se escucha ahora más grave Es lógico, chérie, que te hicieran llorar los mendigos de las balsas, el hombre de la Isla se cree siempre en una balsa, se cree siempre a punto de zarpar y también a punto de zozobrar, sólo que esa balsa no surca el mar, y es en el momento en que descubre que la Isla no se moverá, en el momento en que el hombre de la Isla se percata de que su balsa está fija al fondo marino por alguna fuerza eterna y diabólica, en ese instante, corta troncos y construye la balsa y se aleja para siempre. Suelta una carcajada. ¿Y qué ocurre?, lo inesperado, la Isla no lo abandona, él la abandona a ella, ella no lo abandona a él, ahí radica lo peor (más carcajadas), tú te vas de la Isla y la Isla no se va de ti, porque lo que el isleño no sabe es que una Isla es algo más que porción de tierra rodeada de agua por todas partes, una Isla, mi querida Marta, mi querido Sebastián, hay que decirlo de una vez por todas: una Isla (bueno, voy a precisar) esta Isla en que vivimos, es una enfermedad. Recoge el abanico abierto sobre la arena, lo cierra y mira hacia todas partes con tal cara de burla, que Sebastián tiene miedo. Ah, mon Dieu, no puede ser dichoso un país fundado con la morriña de los gallegos, con la añoranza de andaluces y canarios, con la rauxa y la angoixa de los catalanes, no, no puede ser dichoso ningún lugar al que un negrero como Pedro Blanco trae miles de negros arrancados de sus tierras, maltratados, torturados, y se les vende desnudos, y se les esclaviza, y se les hace trabajar de sol a sol, esa mescolanza tiene que hacer por necesidad un pueblo triste, un pueblo maldito, y si agregas el calor, el sofoco, el tiempo que no transcurre, y los modos de evadir todo eso, el ron, la música, el baile, las religiones paganas, el cuerpo, el cuerpo en detrimento del espíritu, el cuerpo sudando sobre otro cuerpo, el ocio, ¡el ocio!, no el ocio productivo de que habla Unamuno, no, sino otro que se llama desidia, un ocio que se llama impotencia, escepticismo, falta de fe, yo quiero que me digan... Se calla bruscamente. A medida que la tarde avanza, el mar ha ido adquiriendo un intenso color violeta. (¿Añorará el nacimiento de los dioses?)

Nadar pegado al fondo es algo más que un placer. Quiere observar ese fondo impreciso y al abrir los ojos cree ver hojas verdosas que se agitan como brazos diminutos, piedras que a veces son rostros, hileras de peces plateados que pasan más rápido que la mirada. Al volver a la superficie, se acuesta sobre el agua con los brazos en cruz. Encima está el cielo de la tarde. Algo lo lleva a la deriva, pero no es el agua, sino una fuerza dentro de él. Se aleja de la orilla nadando, y se acerca otra vez y se sumerge. Vuelve al fondo. Sube con un alga. Salta con ella al cuello y levanta los brazos. Respira con fuerza. Es fuerte, muy fuerte, el olor que tiene el mar. Vuelve a gritar su nombre y no sabe por qué el llamarse a sí mismo lo hace reír. Regresa nadando a la orilla donde se acuesta y cierra los ojos para hundirse en una quietud nueva que puede ser un sueño. Lleva una mano a su pecho al lugar del corazón y percibe la fuerza de sus golpes. También acaricia sus hombros, su cuello, sus tetillas. Aunque cree que está dormido, su cuerpo tiene conciencia del último sol de la tarde.

Por entre las uvas caletas se ve aparecer al tío Rolo. La Condesa Descalza se vuelve y sonríe. El Tío viene con paso rápido como a punto de dar la gran noticia. Sin embargo, al ver a la Condesa no habla, se sienta junto a Marta, la abraza. Ella levanta la cabeza, ¿Rolo?, pregunta, y él le acomoda el pelo lacio, peinado a lo paje. La Condesa se abanica durante algún tiempo. Sebastián lanza piedrecitas al agua. La loca cierra los ojos y dice Mon petit, ¿sabes lo que ha sucedido a los poetas de esta Isla? No, no hagas esa historia, exclama Rolo en un exabrupto. No queda otro remedio, Rolo, tú lo sabes. Ahora no, por los menos ahora no, pide Rolo. La Condesa hace un autoritario gesto con la mano y exclama Al primer poeta balbuceante, a Zequeira, le costó la razón ser el primer poeta balbuceante, enloqueció, Sebastián, se ponía un sombrero y se hacía invisible, lo que no era verdad, pero sí lo era, como tú comprenderás; al primer grande, a José María Heredia le tocó en suerte el exilio (ya te dije, los hombres huyen y la Isla no los abandona, el pobre Heredia veía un palmar junto a las cataratas del Niágara), nunca se fue de verdad, lo mató el exilio, la nostalgia y la tisis lo mataron (no me negarás que ambas, unidas, hacen un destino trágico); fusilaron a Plácido, el mulato peinetero a quien las rimas le salían con facilidad; a Zenea (el primero que leyó en esta Isla a Alfredo de Musset, también lo fusilaron; el matancero Milanés, grandioso cuando no le daba por moralizar, también se vio en la obligación de enloquecer, ¿y el Cucalambé?, de décimas simples aunque encantadoras, desapareció sin dejar rastro, nunca se supo de él; otra elegiaca, Luisa Pérez de Zambrana vio morir a una familia numerosa mientras ella duraba, casi eterna, y conocía la soledad en una casita humildísima del barrio de Regla, al otro lado de la bahía; y Julián del Casal, el primero que leyó a Baudelaire, el amigo de Darío, incomprendido y solo y triste, con tristeza y culpa que no sé si algún día acabaremos de entender, murió a los veintinueve años, tísico también, de una carcajada que le hizo vomitar toda su sangre, murió como Keats sin la gloria de Keats, I weep for Adonais... (la tisis fue la gran aliada de los efímeros burgueses del diecinueve en contra de los poetas inmortales). En cuanto a Martí..., ya sabes: se dejó matar en el campo de batalla con cuarenta y dos años...

Lejísimo se divisa el contorno blanco de un barco entre los celajes del atardecer. Sebastián dice adiós con la mano. Vido, Rolo y la Condesa hacen lo mismo. Marta levanta la cabeza. Es un barco, informa el Tío. El horizonte se ha convertido en una línea encendida.

Tardé en revelar lo que voy a revelar porque no me atrevía a hacerlo hasta tener la seguridad. Así dice el tío Rolo a Marta, la Condesa y Sebastián durante el camino de regreso a la Isla. Es algo de tal importancia que no podía tomarse a la ligera, recalca. Hace una pausa y anuncia He tenido en sueños manifestaciones importantes, primero, en sueños, vi una calle que yo no conocía, que no recordaba haber visto en la realidad, y yo sabía que no era una calle de La Habana, porque resultaban diferentes su tono, su color, su silencio..., una y otra vez volvía esa calle a mis sueños, donde se destacaba una casa con el número 13, hasta que un día, hojeando un libro sobre París, la sorpresa me provocó un sobresalto al ver en una lámina la calle de mis sueños, se llamaba, señores, oigan bien, Rue Hautefeuille, comencé luego a soñar que estaba en el velorio de mi padre, sólo que ese velorio no podía ser de ningún modo el velorio de mi verdadero padre, es decir, mi padre está muerto, pero mi padre del sueño no era mi padre, el padre que yo conocí ¿entienden?, en ese velorio de mis sueños yo tenía alrededor de seis años, argumento en contra de que ese padre muerto no era el que yo tenía por tal, si no bastara con darse cuenta de que aquel velorio tenía lugar en otra época, un velorio de otra época, ¿entienden?, en un tercer sueño, yo odiaba a mi madre, a su lado veía a un hombre de uniforme, cubierto de entorchados, un general, y yo, como Hamlet, odiaba al general y odiaba a mi madre (la odiaba y la amaba, como pasa siempre con las madres), en un cuarto sueño me veía vestido de dandy en un barco, en medio de las brumas, y sentía un hastío que por más que quisiera no podría contar, ¿entienden?, los días pasan y yo tengo sueños y sueños con los que no quiero agobiarlos, repito cada día frases en francés, frases que yo no conocía, ni siquiera sé francés, frases como «Là, tout n’est qu’ordre et beauté...». Han dejado atrás los marabuzales y van entrando en el Más Allá. El tío Rolo ha quedado pensativo, como si temiera dar la noticia que les tenía preparada.

Al cabo, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y exclama con algo de vergüenza Amigos míos, lo que he descubierto es lo siguiente, por favor, presten mucha atención a lo que voy a decir: en una encamación anterior, yo fui Charles Baudelaire.

Addio, del passato bei sogni ridenti,

le rose del volto già sono palenti...,

se escucha la voz que anda por la Isla desde hace días. Casta Diva corre al espejo. Nada se ve del otro lado.

Aquí hay ahora un jardín con álamos, sauces, cipreses, olivos, y hasta un espléndido sándalo rojo de Ceilán. Yo sé que es difícil creerlo. En esta Isla de árboles anónimos, uniformes, con el mismo verdeaburrido, no se conciben sauces ni cipreses, aunque lo escriban cien incansables elegiacos como el desdichado autor de Fidelia o la necrófaga poetisa de La vuelta al bosque. Sin embargo, deben creerme. ¿Alguien duda de que ésta sea la Isla de lo impredecible?

Hace muchos, muchos años, aquí no había jardín, sino un yerbazal donde malpastaban las vacas. Decían que la tierra era mala, sin gracia, maldecida por Dios. Y en efecto, ni siquiera se lograba una sencilla mata de calabaza. Cuantos intentaban el más simple cultivo, después de un primer tiempo de esperanza en que las plantas comenzaban a germinar, veían luego cómo iban amarilleando, calcinándose, como si las hubiera arrasado un fuego invisible. Y regresaban las vacas con la obstinada paciencia a reinar en aquel feo yerbazal de la decepción que era entonces la Isla. Así ocurrió hasta la llegada de Padrino y de Angelina. Con ellos este terreno árido se convirtió en el mismísimo edén. Le decían Padrino porque había bautizado a la única hija que tuvo Consuelo, aquella pobre niña que sin cumplir los quince años y sin conocer las delicias de la vida, murió de una bala perdida en la Guerrita de Agosto. Padrino se llamaba en realidad Enrique Palacio. Había nacido pobre en una aldeíta de pescadores, frente al mar, por supuesto, en zona de brumas y saudades, cercana a Santiago de Compostela, dicen que por la mitad del pasado siglo. Angelina, la hermana, quien para algunos tanta importancia tendría para la Isla, nació cinco años después. En lucha contra el mar caprichoso y contra la tierra no menos caprichosa, en lucha contra la pobreza que en nuestro mundo siempre es una desgracia, Padrino, a quien entonces llamaban Enriquillo, se hizo un mocetón recio, vehemente, dispuesto, casi analfabeto, aunque con extraordinaria inteligencia. Al comenzar en Cuba la Guerra de Independencia, Enriquillo se alistó en el ejército que defendería a España. No lo hizo por sentimientos patrióticos, la verdad, le pareció el mejor modo de escapar de aquella tierra neblinosa y maldita, la posibilidad de hacer fortuna en la Isla célebre por su geografía generosa, la Isla que, según contaban, era otro país de Jauja. Un buen día se despidió de los padres y de Angelina, la hermana, que comenzaba una hermosa adolescencia, y cruzó el Atlántico en barco precario y demasiado cargado de muchachones saludables, rudos, tan saludables y rudos que jamás se bañaban, y ostentaban axilas, pies y entrepiernas con olores excitantes y nauseabundos. Era un barco negrero cargado de gallegos, que demoró cerca de un mes en llegar a Santiago de Cuba. Está de más aclararlo, la Isla no fue lo que Enriquillo esperaba. Tenía la misma pobreza de su aldeíta frente al mar, agravada por un sol bárbaro que borraba los colores y hacía que el cuerpo experimentara siempre un peso de plomo sobre las espaldas, que cada paso costara el esfuerzo de veinte, que estuviera bañado en sudor y sediento y desesperado las veinticuatro horas del día, sol que provocaba en la tropa delirios y alucinaciones. La Isla, además, estaba llena de insectos. Había más insectos que cristianos. Insectos mínimos, raros, implacables como el sol, insectos diabólicos, aún más peligrosos que las tropas enemigas. Por tanto, la malaria, la peste, la fiebre amarilla y otras enfermedades gravísimas, mortales y desconocidas, provocaban mayores estragos que los machetes mal afilados de los cubanos. Para esos azotes, los españoles no tenían defensa, como esos condenados insurrectos cubanos que podían dormir en pantanos y levantarse inmaculados como ángeles. Las tropas españolas atravesaban el monte (el desconocido y misterioso monte, el laberíntico monte, el sagrado monte), con uniformes de franela, propios para inviernos de Galicia. Andaban casi descalzos, con alpargatas que resultaban irónicas en los pantanos, entre las raíces de árboles hostiles, en las sabanas peligrosas. Y se pasó hambre; Enriquillo perdió tantas libras que casi desapareció. Sin embargo, tuvo suerte. Participó en pocos combates. Sólo resultó herido en una pierna a punto de firmarse el Pacto del Zanjón. Cuando estuvo fuera de peligro, dejó el ejército, se instaló en La Habana y comenzó a trabajar de cantinero en el comedor del Hotel Isla de Cuba, levantado entonces allí mismo donde se halla hoy, frente al Campo de Marte. Alquiló un cuartico maloliente en la calle Cuarteles, llena de charcos y basura. No se dejó seducir por ninguna negra o mulata, a diferencia de cuanto gallego arribaba a la Isla. Aunque, a semejanza de cuanto gallego arribaba a la Isla, se dedicó a almacenar dinero. Su sueño no resultaba excepcional, quería hacerse rico, montar un negocio, traer a La Habana a los padres y a la hermana. Almacenó, por supuesto, dinero; se hizo rico por supuesto. No pudo traer a los padres porque éstos decidieron morir con muy poca diferencia de tiempo el uno del otro, entre las brumas de la aldeíta frente al mar, cercana a Santiago de Compostela. Angelina sí recibió un pasaje para una opulenta goleta que zarpó de La Coruña una mañana jubilosa de primavera. Enrique, que conocía por cartas las aficiones botánicas de la hermana, había comprado para recibirla una quinta bastante amplia en la barriada de El Cerro. Tenía ella a la sazón veinticinco años y la brillantez de una virgen de Murillo. Cuando descendió de la goleta en el maloliente y festivo puerto de La Habana, Angelina miró al hermano sin saber quién era, impresionada por la fuerza que emanaba de aquella figura de hombre. Enrique también la miró sin saber quién era, impresionado por la dulzura que emanaba de aquella figura de mujer. El la vio vestida de discreto hilo blanco, bordado por ella misma, la piel limpia y sonrosada, el pelo negrísimo como los ojos grandes, la boca hermosa, bien dibujada, y no pudo contener un estremecimiento. No pudo ella contener un estremecimiento al ver a aquel hombre, con fortaleza que no radicaba sólo en el vigor de los brazos, que venía de algún lugar recóndito del alma, que se reflejaba en movimientos precisos y contenidos, en los ojos resueltos, calculadores, despiadados. Fue una confusión de segundos, claro. Enseguida descubrió él en la cara de ella, la cara de la madre, y llamó suave, casi tímido, ¡Angelina!, y escuchó ella la voz grave del padre y estuvo a punto de llorar de alegría, de tristeza, y exclamó ¡Enrique! Y se abrazaron y se ruborizaron al abrazarse, y se besaron y se ruborizaron al besarse, y se fueron a El Cerro como dos extraños de ningún modo dispuestos a dejar de serlo. A ella La Habana le pareció un corral. Hacía poco había caído un aguacero, y, aunque en el cielo de un azul limpio, sin nubes, no quedaban síntomas, las calles eran de puro fango, las paredes de las casas eran de puro fango como las calles, y las gallinas, cerdos, perros, guanajos, vacas, cameros que corrían delante y detrás de los coches, eran de puro fango como las paredes y las calles. Las mujeres, cantando a gritos canciones inexplicables, lanzaban por las ventanas el contenido de los tibores. Sudando fango, los transeúntes huían apenas de las agresiones urinarias y gritaban maldiciones que las mujeres devolvían entre canciones y canciones inexplicables. Había muchos negros. Esto llamó sobremanera la atención de Angelina. Hermosos, espléndidos animales, con los torsos más encantadoramente desnudos que había visto, se reunían a mostrar sus dientes sanísimos y a tocar en cajas de madera aquella música turbadora, que para nada parecía tocada en cajas de madera. ¿Dónde vine a caer?, pensó al recordar, por contraste, la calma brumosa de la aldeíta de Galicia, e instintivamente alargó la mano hacia la del hermano que, como si leyera sus pensamientos, o mejor, como si pensara lo mismo, alargó en el mismo instante la mano hacia la de ella, y se enlazaron las manos, y depositó él un beso en la de ella, y recibió ella aquel beso en la mano y en algún otro innombrable lugar del cuerpo, y recostó la cabeza en el hombro de él y cerró los ojos para llenarse de valor y decir Si estoy contigo no me importa vivir en esta Babilonia de negros, y la frase coincidió con el momento en que el coche entraba en Cuatro Caminos y se encaminaba torpe, levantando fango, despertando maldiciones, seguido por una jauría de perros sarnosos, hacia la quinta de El Cerro. Angelina no pudo dormir la primera noche. Sábanas y mosquiteros la asfixiaban. Hacía un calor imposible. Perfumaban tanto las flores que no había modo de cerrar los ojos. Se escuchaban cantos en lengua extraña. Cuando lograba abandonarse un segundo al cansancio, el calor, el perfume y los cantos se mezclaban en un sobresalto. Debía entonces levantarse, desnudarse más y más, terminar desnuda, insomne, frente al balcón donde flores blancas parecían moverse, inclinarse hacia ella. Enrique tampoco pudo conciliar el sueño. Nunca hasta esa noche había sentido aquella humedad hirviente que salía de la tierra y se confabulaba con las sábanas para rechazarlo. También él tuvo que desnudarse, salir al balcón. El cuerpo de su virilidad había reaccionado de modo violento, creciendo y creciendo, palpitando, como si entre la tierra y la verga hubiera una relación independiente, insospechada. De nada valieron ejercicios de concentración; de nada valió que pensara en los libros de cuentas o en los leprosos que a veces llegaban a la puerta pidiendo comida. La pinga se mantenía enhiesta como una lanza sólo dispuesta a dejarse vencer por el combate cuerpo a cuerpo. Esa mañana, cuando los hermanos se sentaron a desayunar, se vieron ojerosos y pálidos. Ella probó por vez primera un jugo de guanábana, y le gustó, y lo sintió bajar por la garganta, y no pudo reprimir una exclamación ¡Estamos en el quinto infierno! Con los dientes peló él un mango, lo chupó con impotencia, dejó que el jugo dulcísimo bajara por el cuello hasta el pecho, recogió con un dedo el jugo del pecho, apretó la pinga que, llena aún de sangre y de ímpetu, levantaba el pantalón vehemente, y respondió Aquí fue donde el diablo dio las tres voces y no se oyeron. Ella rompió en su boca la yema cruda de un huevo y suspiró Me caigo de sueño. Me caigo de sueño, repitió él pasando una rodaja de piña por sus sienes ardientes. Ella mojó una servilleta en la leche fresca, recién ordeñada, y se la pasó por la frente. El se chupó los dedos con los que había revuelto la mermelada de fruta bomba y dijo Cuando niña, te dormías antes de que terminara la cena, y yo te cargaba y te llevaba a la cama, ¿te acuerdas? No me acuerdo, de nada me acuerdo, desde ayer, desde que bajé a esta ciudad, que no es una ciudad sino el tumulto de una pesadilla deleitosa, una perturbación, no me acuerdo de nada, estoy detenida en un presente presente presente que no sólo carece de pasado sino también de futuro. Miró al hermano con los ojos enrojecidos por el sueño, Y tú, ¿quién eres que te pareces a mi hermano, a mi padre? El echó hacia atrás la silla con cierta agresividad, se puso de pie sin preocuparse del modo en que el cuerpo de su virilidad crecida levantaba el pantalón. Ese otro cuerpo lleno de vida, reventando de sangre, era, en esa mañana inolvidable, lo más importante no sólo de su cuerpo sino de todo el universo. ¿Quién soy?, te voy a decir quién soy. Fue hacia ella, la cargó, la llevó a la cama, la desnudó. Se desnudó él y se tendió sobre ella, que sintió, ahora manando del cuerpo de él, el aroma de las flores, el feroz calor de la mañana, la maldición habanera. Acercó él los labios a los de ella, la besó varias veces, recorrió con la lengua los dientes y la lengua de ella. ¿Quién soy? Tu hermano, tu padre, el hombre que tiene tu sangre, el que estuvo en el mismo vientre y el que te engendró; tú eres mi hermana, mi madre, la mujer que me parió y la que estuvo en el mismo vientre que yo. Ella sintió un gozo mucho más perturbador que aquel que le provocara el jugo de guanábana, y exclamó suspirando Vamos dejando atrás el quinto infierno, nos adentramos en el décimo. Mientras acariciaba el cuello de la hermana, él dijo El diablo sigue dando voces, no hay modo de oírlo, y bajó hacia las profundidades oscuras y deseantes de ella, y comenzó una caricia torturante al tiempo que contaba De niña, yo te llevaba al mar y te bañaba desnuda y tú tenías miedo de aquella extensión azul que quería devorarte, devorarnos, y te abrazabas a mí, y yo calmaba tu miedo con la promesa de que te protegería siempre, de que nada podría dañarte mientras yo estuviera contigo. Apretando con sus manos la cabeza de él y empujándolo hacia las entrepiernas sombrías, ella lloraba de gozo y decía Siempre fuiste el mejor hermano del mundo, dulce, complaciente, hermoso, me sentía orgullosa de ir contigo de la mano, de llevar tu sangre, de parecerme a ti, todos decían que teníamos los mismos ojos, los mismos labios, que yo era tu lado mujer, por eso reconocí en tu boca el sabor de la mía, y en tus ojos la violenta calma de los míos, y fue como si yo misma me deseara y yo misma me diera placer. El se irguió, acarició con su endurecida virilidad la cara de ella, parecida a la de su madre. Ella la acarició con la boca, moviendo rápida la lengua. El casi no pudo soportarlo y explicó Desde adolescente quise darme a mí mismo esa caricia con la que tú ahora, mi hermana, me haces feliz, pero es imposible, por más que uno quiera es imposible, uno solo no sabe hacerse gozar, siempre hace falta otro, ah, qué dicha si el otro es uno mismo, si ese otro es la mujer que uno arrulló de niña en su cuna, mi hermana, mi otro yo, mi lado mujer. Apartó ella la pinga de él. Tenía los labios rojísimos y empapados. ¿Por qué no entras en mí, tú, hermano mío, el único que tiene derecho? Y él entró en el cuerpo de ella mientras le contaba al oído que, de niña, ella tenía miedo a los fantasmas de la noche.

Nunca concedieron demasiada importancia a los rumores que comenzaban a despertar en la ciudad provinciana, en la ciudad babilónica con alma de aldea. Una mañana despidieron al párroco que fue a visitarlos; otra, al mismísimo obispo escandalizado (como era de esperar en obispo digno de su jerarquía). Permanecieron ajenos y egoístas. Pensaban sólo en el mundo de dicha que se habían fabricado. Por lo menos cuatro años lograron vivir en esa regocijada irresponsabilidad, defendiéndose de los ojos atentos de la ciudad hipócrita, de la ciudad descarada, viviendo el uno para el otro, disfrutando del amor perfecto, ya que se amaban doblemente, como amantes y como hermanos. Así fue hasta que ella salió embarazada. Cuando el médico que no les quedó más remedio que consultar (ella no toleraba alimentos, vomitaba de sólo pensar en un plato de comida), pálido y tembloroso, con cara de horror, diagnosticó el embarazo, Enrique y Angelina decidieron abandonar la quinta y mudarse a un lugar remoto donde no los conocieran, donde el comadreo no los afectara. Vendieron la quinta de El Cerro; compraron lo que ahora es la Isla. Por esos años anteriores a la ocupación norteamericana, ni siquiera Columbia se había convertido en cuartel; Carlos J. Finlay no se había hecho famoso por descubrir en esta zona al mosquito transmisor de la fiebre amarilla. Marianao era un caserío famoso por el clima benigno, la cercanía de la playa y el Hipódromo; lo suficientemente próximo de La Habana para no sentirse en el campo, y lo suficientemente lejos como para no sufrir el espanto de la ciudad. En aquella extensión de tierra árida, en aquel yerbazal donde malpastaban las vacas, la tierra mala, sin gracia, maldecida por Dios, había una gran casa, donde fueron a vivir los hermanos, y una casita pequeña, apenas dos cuartos, donde una mulata hermosa y joven llamada Consuelo, vivió poco después con su marido, Lico Grande, un negro mucho más viejo, que había sido esclavo de la familia Loynaz. Consuelo se ocupó de Angelina. Además de hermosa, la mulata era dulce y dueña de una extraña sabiduría o de un extraño poder. Se cuenta que una noche, por ejemplo, poco después de haber ocupado la nueva casa, Consuelo se acercó a Angelina con expresión de profunda tristeza, le tocó el vientre y exclamó Un hijo no puede ser sobrino y al mismo tiempo un hombre como los demás. Angelina se echó a llorar ¿Cómo usted sabe...? Hija mía, respondió Consuelo con tono de anciana que en nada se avenía con la expresión casi adolescente de su cara, los ojos de una hermana que además es esposa no son como los de las otras mujeres, ¿te miraste al espejo? Y abrazó y acarició a Angelina, que se dejó abrazar y acariciar como una niña con frío. Ya por esos días, había comenzado Enrique la obsesiva siembra de árboles raros, de cipreses, álamos, sauces, olivos, hasta el sándalo rojo de Ceilán, desoyendo los consejos de Lico Grande, que explicaba En esta tierra nada es posible. Por las noches, cuando los demás dormían, salía Consuelo y resembraba cuanto por el día había sembrado Enrique. Lo hacía bendiciendo al futuro árbol, diciendo por lo bajo oraciones que ella misma inventaba. Y los árboles, por supuesto, crecían con igual vigor que el vientre de Angelina. Es un milagro que en este yerbazal estén creciendo matas raras, hermosas, exclamaba Lico Grande. No, replicaba Consuelo, no es milagro, es compensación.

Por fin un día, ayudada por Consuelo, parió Angelina. Hay quien dice que nació un minotauro. Hay quien dice que un basilisco. Otros, que una medusa. Se sabe cómo puede ser desmesurada la imaginación popular. En cualquier caso, es cierto, un ser monstruoso que Consuelo arropó bien en paños negros y no mostró a nadie, mucho menos a la madre. Se dirigió al jardín, donde Enrique sembraba un sauce, y dijo Su hijo vino del fondo de la tierra con olor a azufre, yo quiero que usted me permita hacerle el favor de perfumarlo y enviarlo al cielo. Enrique miró a Consuelo sin entender y sin entender afirmó. Consuelo ahogó al monstruo, le roció un pomo de esencias, y lo enterró, con media hora de nacido, al pie del sándalo rojo, que aún no era el árbol vigoroso que admiramos hoy. Como si supiera, Angelina no preguntó por el hijo. Sólo fue capaz de pedir ¿Podrían abrir las ventanas?, ¡este olor a azufre me mata! Fue lo último que se le oyó decir. Angelina cayó en un mutismo que duró meses. Se dedicó a sembrar junto con Enrique los árboles de la Isla que por las noches Consuelo resembraba. Gracias a ella y a Enrique (aunque la verdad más verdad es que debemos agradecerlo a Consuelo) es que la Isla posee esta profusión de árboles que admiramos hoy.

Un buen día Angelina desapareció. Nunca más se supo de ella. Enrique, que llegó a ser Padrino, vivió cien años. Hay quien dice que abandonó la Isla. Según él estaba maldita. Cuentan que con ciento nueve años aún anda por Galicia. Allá, en lugar de sembrar sauces y cipreses, siembra mangos y guanábanas.

¿Te gustó? No, es una historia falsa, melodramática, tremendista, parece contada por algún escritor del sur de los Estados Unidos. No me quedará más remedio que contarte la historia de Consuelo, ésa sí te gustará. La narro otro día, ahora estoy cansado (sonido de bostezo).

De todos los personajes de este libro, es Lucio sin lugar a dudas el más típicamente cubano. Por muchas razones. Ahora, sin embargo, me interesa destacar su exagerada necesidad de vestir bien. Entendámonos: no al modo de Lord Brummel, no. Según el libro famoso de Barbey D’Aurevilly, el dandy puede pasar tres horas componiendo su vestuario para, cuando sale, olvidarse de él. El dandy aborrece la exageración y los trajes que parezcan acabados de comprar; para él, el hombre debe resaltar más que el traje. Lucio no es dandy. Nunca olvida su atuendo. (El hábito hace al monje, dice a Fortunato cada vez que puede, ya que a Fortunato no le interesa demasiado el modo de vestir.) Lucio no es dandy. No logra que la ropa adquiera esa cualidad indispensable de la elegancia, la invisibilidad. Se muestra interesado en que los demás noten que usa trajes de la Casa Prado, guayaberas Gregory, escarpines Once Once, zapatos Amadeo. Exagera el perfume Old Spice (que no es caro, aunque sí llamativo). Hace ostensibles las cadenas de oro de dieciocho quilates, la sortija con la esmeralda, la manilla también de oro y el reloj Omega. Las uñas de las manos están cuidadas y brillosas. Para él la imagen de un Baudelaire, armado con cepillo de cerdas de cristal, intentando eliminar el lustre zafio del traje recién comprado, es punto menos que sacrilega. También su belleza es la de un cubano típico. Alto, delgado, musculoso sin exageraciones, muy blanco (de una blancura suprema y sospechosa), el pelo negro, las facciones delicadas, bellas, o mejor, lindas, a punto de ser femeninas. Cuando Lucio sale, de punta en blanco, y seca por coquetería su frente con un pañuelo de hilo embadurnado de perfume, es el más cubano de todos los cubanos. A nadie se le ocurriría pensar que ese extraordinario, delicado y elegante ejemplar, trabaja en una fábrica de vinagre.

Vomita. Al lado de la cama, sin color, está vomitando un líquido amarillo que huele a bilis y a ron. Fortunato, que le ha quitado la camisa, pasa una toalla húmeda en alcohol por la cabeza de Lucio y le dice Coño, chico, yo no quiero que tomes más. Me gustaría que el lector pudiera captar la interesante mezcla de exigencia y protección que se percibe en la voz de Fortunato.

Como un cubano típico, a la hora de vestirse, Lucio primero se peina. Frente al espejo, completamente desnudo y entalcado, las piernas abiertas, como un cubano típico. Acomoda el pelo lacio, negro, con abundante brillantina. Roza con la palma leve de la mano el pelo endurecido y acucioso. Retoca las patillas. Mira la piel de su cara, si algún grano, si alguna mancha..., se observa la nariz, los ojos, la frente. Hace lo posible porque el espejo le devuelva su propio perfil. Pasa una mota de polvo por la frente y la nariz para evitar que el sudor las haga brillar, y, como un cubano típico, pasa por cejas y pestañas un dedo mojado en saliva. Luego, como un cubano típico, estudia cuidadoso la dentadura (donde relumbra una muela de oro) y se limpia las orejas con algodón. Continúa mirándose al espejo, como un cubano típico. Esta vez el estudio abarca todo su cuerpo. Con golpe rápido, alegre, satisfecho, levanta su virilidad potente y entalcada, y mira los cojones que también están entalcados, que también son grandes, como los de un cubano típico. Sentado en la cama, suavemente, acariciándolos, cubre los pies con las medias. Después, la camiseta, los calzoncillos de algodón limpio y por supuesto almidonados. Como un cubano típico, procura que la camiseta quede bien ajustada al cuerpo, por dentro de los calzoncillos. Se mira de frente y de lado en ropa interior; admira, constata que el abdomen sea perfecto, que sea perfecto el pecho, como cualquier cubano típico. Da ligeros golpecitos en el pecho y el abdomen. Entonces, como un cubano típico, se perfuma sin dejar de mirarse al espejo: cuello, orejas, pecho y brazos, no sin antes haber puesto desodorante en las axilas, cuyos vellos, como un cubano típico, se ha encargado antes de recortar. Se huele los brazos, las axilas. Sonríe satisfecho. Aprovecha la sonrisa para estudiar otra vez los dientes cepillados con exageración y admirar el destello de la muela dorada. (No, la muela no esplende lo suficiente. Lucio se acerca al espejo, y, como un cubano típico, toma un paño e insiste en ella varias veces, para que brille, sí, para que brille, porque la nariz y la frente no deben brillar; la muela de oro sí, que se vea en la noche, que todos la vean.) Toca el turno al pantalón. De casimir. Le gusta el casimir. Es una tela que acaricia sus muslos, y a Lucio, como un cubano típico, le gusta que le acaricien los muslos. Calza los zapatos charolados. Hace y deshace los lazos de los cordones hasta que quedan perfectos. Con un paño insiste en las puntas de los zapatos, que también ellos deben fulgurar, provocar deslumbramiento. Estudia rápido, aunque preciso, el modo en que el pantalón cae sobre el zapato (para un cubano típico, posee la mayor importancia). Cuidadoso, con movimientos lentos y estudiados, voluptuosos, viste la camisa. Blanca, por supuesto, de mangas cortas para soportar el calor; blanca, de hilo almidonado, planchado hasta el exceso por Irene (hasta eso: Lucio, como un cubano típico, tiene la típica madre cubana que se preocupa por que el hijo parezca un príncipe). Con toda intención, olvida abrochar los dos últimos botones de la camisa; así, se podrá ver el borde de la camiseta y la piel nítida y el modo recio, victorioso con que se yergue el cuello de Lucio. Toca el turno al flus. El flus se acomoda veloz al cuerpo como si hubiera recibido una orden. Vuelve a retocar las patillas. Vuelve a estudiar los dientes y, en especial, la muela de oro. Se peina otra vez. Otra vez pasa el dedo mojado en saliva por cejas y pestañas. Con la lengua, humedece los labios. Perfuma el pañuelo que no va para el bolsillo del flus, sino para el del pantalón. Mira un instante, de modo casi maquinal, el reloj que lleva a la muñeca, y contempla la obra terminada. Sí, ha quedado bien, está muy bien, parece decir la expresión entre preocupada y satisfecha de su cara, el ceño graciosamente fruncido. Por fin, como un cubano típico, lanza un beso entre burlón y sincero a la imagen que está al otro lado del espejo. La imagen, que también corresponde a la del cubano típico que Lucio es, responde con un beso que lleva la misma carga de burlona sinceridad.

Luego de vestirse, Lucio trató de salir sin que Irene se diera cuenta. Sus salidas tenían siempre algo de escapatoria (lo que no significa en modo alguno que Irene no se percatara: por cada hijo que intenta huir, ya se sabe, existe una madre que acecha). De modo que no bien escuchó Irene los pasos en la sala, los pasos que sólo ella estaba capacitada para escuchar, llamó, gritó acaso angustiada (porque otra vez estaba perdida, a pesar de que permanecía allí, en la butaca de su cuarto), gritó con angustia el nombre del hijo, Lucio, Lucio, y él experimentó por un reducidísimo instante la desagradable sensación de haber sido cogido en falta, aunque la razón más elemental le indicara que no existía falta en vestirse y salir a la Isla o a la calle. Dócil, aunque enmascarando la docilidad en aire de molestia, entró al cuarto de la madre. Irene estaba en la penumbra, sentada en su butaca, acariciando un halcón disecado; levantó la cabeza y exclamó ¡Qué hijo tan hermoso!, con auténtica admiración y auténtica tristeza, y dejó que el silencio regresara al cuarto, y levantó el halcón, y preguntó ¿De quién es este pájaro, Lucio?, ¿tú sabes de quién es este pájaro?, y se echó a llorar. Lucio tuvo el instinto de acariciarla, de besarla, de decirle No llores, por favor, no llores, mamá, al fin y al cabo da lo mismo de quién es el pájaro, porque tú estás ahí y es lo que importa. Nada hizo, nada dijo. Se limitó a mojarse los labios con la punta de la lengua y a recalcar cor la boca otro gesto de burla que sabía falso y que no podía evitar. Con voz entrecortada, sin dejar de llorar, Irene trató de explicarle Ay, hijo, encontré este halcón y te juro era importante, el problema es que no sé por qué ni para quién. Fingiendo molestia, Lucio abandonó el cuarto de la madre y entró al otro, donde estaba el Herido. Allí, entre sábanas blancas, quieto y vivo, el Herido resultaba una alucinación. Ya Lucio había admirado el pelo de azafrán, lleno de crespos, los ojos que se abrían a veces y mostraban el fulgor de una negrura misteriosa, como aquella piel de bronce, como aquel pecho dibujado y carente de vello, como los brazos largos, como las manos magníficas (sobre todo las manos, ¿verdad, Lucio?, sobre todo las manos). El cuarto permanecía a oscuras, es decir, Irene no había encendido las lámparas; sin embargo, una luz azul, muy azul, estaba escapando del cuerpo del Herido. Lucio se acercó con unción. Muchacho, preguntó, ¿quién eres?, ¿qué haces aquí? El Herido movió imperceptible una mano y abrió los ojos, que no eran negros, sino verdes. Lucio creyó que el Herido lo estaba mirando desde la lejanía de la fiebre. ¿Quién eres?, ¿qué haces aquí?, repitió acariciando la frente (que ardía) del muchacho. Y tuvo la impresión de que al tocar el cuerpo, brotaba de su propia mano la luz azul, y sintió como si una corriente estuviera pasando hacia su cuerpo. Raro bienestar, felicidad rápida, insondable, incontenibles deseos de echarse a reír, a llorar (dos verbos que en este caso designan la misma alegría, las mismas ganas de vivir). Salió, sintió el aroma húmedo de la Isla, la brisa cargada de olores de la noche, se internó por el camino de piedras que se abre entre el busto de Greta Garbo y el Hermes de Praxiteles, vio los árboles que la noche volvía aún más grandes, iba tocando los árboles, y era como si los árboles crecieran, crecieran al toque de sus manos, como si a su paso brotaran de la tierra pensamientos y mimosas, jazmines, marpacíficos. Cuando llegó a la fuente con el Niño de la oca, consideró que cuanto estaba mirando, y aún más, cuanto no podía ver y sólo imaginaba, todo, el mundo, el mundo entero, era resultado de su creación.

«Hace calor» es la frase que más se ha escuchado en esta Isla desde los días de la Creación, Hace calor, a cualquier hora y en cualquier lugar, no importan las circunstancias, cuando se abren los ojos al sol remiso del amanecer, o cuando sales a mirar qué te depara el cielo para este día, o aguardas sin resignación el aguacero cuya amenaza mayor no son las nubes negras, sino el vapor horrendo que sale de la tierra, y que te obliga a gritar Hace calor, sí, Hace calor en la fiesta, en el banquete dominguero, en la ceremonia de celebración de algún santo, a la hora de sacar los tamales, de freír los chicharrones, de descorchar las botellas de ron, de jugar al dominó bajo el flamboyán, Hace calor, muchísimo calor cuando algún niño lanza su primer vagido, y también en la cama del encuentro, en la cama de los cuerpos sumergidos (en el calor), en ese instante en que se trata de huir no por la vía del mar, del camino, de las lejanías, sino por la vía de las salivas que se mezclan, de los sudores que se mezclan, de las savias que se mezclan, por la vía del gozo, entre caricia y caricia, beso y beso, mordida y mordida, cuando se abren las piernas y se recibe la vitalidad ajena, Hace calor, al escribir la carta, al regar las rosas y escribir la silva con que se saludan las gracias sin par de la Isla sin par, Hace calor en el velorio, frente a los cirios prendidos, y también a la hora del Sagrado Sacramento, y en el momento de saltar por la ventana, de izar la bandera, cantar el himno, o cuando agonizas en la cama del sanatorio, o te bañas en el mar hirviendo, o te detienes en la esquina hirviendo sin saber qué camino seguir (¡es mentira, los caminos no conducen a Roma!), cada camino abre una vía hacia las pailas del infierno, Hace calor para el albañil, el abogado, el bailarín, el turista, la mujer-de-su-casa, la mujer-de-la-calle, el vendedor-de-caramelos, el barrendero, la niña-de-trenzas y la niña-sin-trenzas, el guagüero, la enfermera, el militar-de-alta-graduación, la actriz, el delator, el cantante, la maestra, la modelo, el coleccionista, el escritor, el manda-menos y el manda-más, el vencedor y el vencido, que si algo hay democrático en esta Isla es que, para todos, Hace calor.

Sebastián tratará de escribir en la arena, a la orilla del mar. Sebastián tratará de escribir, con el dedo índice, la frase aquella que escuchó decir al mulato alto, trajeado, que fue un día a comprar libros a Eleusis. Sebastián escribirá «Yo no comprendo nada, yo soy un inocente», mientras una ola y otra y otra llegarán y borrarán siempre la frase, por más que Sebastián se obstine en repetirlas, siempre el mar las borrará.

Entonces, la verdad, Lucio, no entiendo qué fuiste a hacer a casa de Miriam, mejor dicho, a los alrededores de la casa de Miriam. Si te sentías bien, si fuiste tan dichoso que gozaste un instante de esa plenitud que no cualquiera alcanza (quiero que lo sepas: hay quien muere sin saber qué dicha es la de imaginarse por un segundo el creador de cuanto existe), ¿qué mala idea te guió hacia el encuentro con la mujer que odias? (Sí, que odias, debemos llamar a las cosas por su nombre, ¿no te parece?) Ya sé, no llegaste, anduviste dando vueltas alrededor de la casa como un fantasma ladrón, debatiéndote entre el deber de entrar, decir Buenas noches (con voz meliflua, con la mejor de tus sonrisas, del modo más educado posible), dar un formal apretón de manos al padre, un beso a la madre (o al aire de barata fragancia que rodea a la madre) quien sin duda estaría hojeando una revista Vanidades, y besarla luego a ella, a Miriam, a la mujer que odias, y sentarte en el sillón, a repetir Tienes los ojos más lindos que he visto nunca, mientras sabes que estás mintiendo, y te consideras un canalla porque estás mintiendo, mientras piensas en el ambiente fiestero de los Aires Libres de Prado. Si detestas la casa, a la mujer, a la familia, ¿por qué tenías que ir, por qué perder otra noche de tu vida? (ignoro si sabrás que no son tantas las noches de la vida) y, lo más grave, ¿por qué hacérsela perder a ella?, ¿por qué? No entraste, no la viste, es cierto; acaso fue peor permanecer en aquella esquina, fumando en las sombras, aprovechando que estaba fundido el bombillo del poste, mirando hacia las luces de la casa, sabiendo que las luces de la casa esperaban por ti, acechando, permitiendo que los ojos de un delincuente miraran a través de los tuyos y que el miedo de cualquier mediocre maleante se apropiara de tu miedo. ¿Por qué no acabas de decirle que no la quieres? Miriam sólo tiene diecisiete años. A esa edad, un desengaño amoroso dura tres días.

No, yo no odio a Miriam, cierto que no la amo, cierto que no me gusta mecerme a su lado en el sillón, y el sillón me parece el más incómodo de los sillones, y su mano la más áspera, y su voz la más desagradable, y sus ojos inexpresivos (se diría le fue negada la posibilidad de mirar), y sus labios están secos y tampoco ríen cuando ríen, no, no me gusta besarla, detesto las flores que se pone en el pelo, y el vestido que cada miércoles viste para mí, y el olor a magnolias de su perfume, su perfume me dan ganas de huir, y las manos que siempre llevan el abanico y el pañuelito de encajes, yo aborrezco los abanicos y los pañuelitos de encajes, a las mujeres que llevan abanicos y pañuelito de encajes, cierto, yo no quisiera estar junto a ella ni en el minuto más desesperado, y cuando estoy en el portalón de su casa, sentado junto a ella en el sillón torturante, tengo la impresión de que si no me levanto y salgo corriendo, el mundo se puede acabar, sí, es cierto, pero yo no la odio.

La noche de La Habana comienza temprano, y por eso es tan larga la noche de La Habana. Aun antes de que oscurezca, ya está La Habana de fiesta. Bueno, ella siempre está de fiesta, que La Habana fiestea las veinticuatro horas, desde que sale el sol hasta que se pone, ya se sabe, el amanecer se recibe con el mismo percutir alegre de tambores, con la misma ofrenda de fintas y aguardiente con que se despide la noche, y sé que vendría mejor escribir Uno de los misterios que traen las noches a la mayoría de las ciudades (hay ciudades sin misterio), comienza en La Habana primero que en otro lugar. Los anuncios lumínicos se prenden con impaciencia. Mucho antes de que el cielo se ensombrezca, y los bares hagan aún más ostensible su presencia, y se iluminen los Aires Libres de Prado, donde tocarán las orquestas, hay una hora de La Habana en que no es de día ni de noche. Están todavía los niños jugando a los escondidos en el Parque de la Fraternidad, todavía corren alrededor de los bustos de bronce (manchados por fortuna con las alegres cagadas de los pájaros), todavía se bañan en el agua estancada, verde y venerable de la Fuente de la India, todavía cantan Alánimo, alánimo, la fuente se rompió, y brincan A la una mi muía, a las dos mi reloj, cuando comienzan a llegar los Fords y los Buicks escandalosos, descapotables, pintados de rojo, de donde bajan hombres de dril, pelo engominado, leontina dorada y zapatos de dos tonos; y se acercan mujeres entalladas, peinadas siempre hasta la desesperación, siempre con esteatopigia (verdadera o fingida), andando leves sobre tacones tan leves y tan altos que no existen. Todavía no han cerrado las iglesias y ya se abrieron las salas de juego, y los feligreses salen apresurados de las iglesias y corren, transforman rosarios y misales en vasos de ron, juegos de cartas o de cubilete. Los tenderos no han cerrado las ventas y ya se los ve descorchando botellas. Antes que a las campanas del ángelus, es posible oír a las orquestas con sus melodías pegajosas, En Prado y Neptuno hay una chiquita que todos los hombres la tenían que mirar. Aún no ha caído la noche, y comienza la ciudad el mejor homenaje que se haya hecho jamás a una raza aniquilada cruelmente por la Conquista: el servir en largas copas transparentes la cerveza Hatuey bien helada (todo lo helada que se pueda, que refresque la garganta, que exorcice a ese demonio que llaman calor). La noche cae sobre una ciudad en donde hace rato que es de noche.

Comenzó temprano la noche de La Habana y debemos imaginar a Lucio, vestido como un típico cubano, como un príncipe, avanzando por el Parque de la Fraternidad hacia los Aires Libres de Prado. Allí estaban por supuesto los niños de la Fuente de la India, sólo que ya no cantaban Alánimo, alánimo, sino que permanecían silenciosos y quietos, sin sonrisas, con miradas sombrías. Lo primero que sorprendía a Lucio cuando iba a cruzar el Paseo del Prado era el venturoso olor que lo recibía, mezcla de olores, fritas, sudor, cebollas, flores, bacalao, orine, aceite, ajo, pan, cerveza, perfumes. Estaban muy iluminados y había mucha gente en los Aires Libres, y Lucio sintió que podía olvidar a Miriam. En el primer estrado reconoció a la orquesta Anacaona, con sus mulatas majestuosas, tocando un danzonete. Aunque algunas parejas abrían el baile, la mayoría, sin embargo, prefería permanecer bebiendo, riendo, conversando a gritos, guardándose acaso para horas de mayor desenfreno. Se detuvo al llegar a la esquina de la calle Dragones, se recostó a una columna. Muy cerca de mí, una rubia se agitaba bajo los brazos de un hombre que semejaba una de las estatuas de bronce que están a ambos lados del portalón del Capitolio; él la besaba en la boca como si quisiera vaciarla por dentro; para dejarse besar, ella se levantaba en la punta de los pies, el vestido subía, te juro que podía vérsele el blúmer de encajes negros, además, como había muchas personas alrededor de los que se daban el beso, un muchachito pelirrojo, casi un niño, trataba de sacar el monedero del bolsillo trasero del hombre parecido a la estatua de bronce (preocupado por extraer las visceras de la mujer, ni cuenta se daba), miré al pelirrojo niño, se percató de que lo miraba con intención, que lo había visto, y salió corriendo en busca de otro bolsillo, supongo, ahora la orquesta tocaba En mi Cuba se da una mata, que sin permiso no se pué tumbá..., una puta con mil años y mil capas de maquillaje me ofreció un cigarro, le dije No, no fumo, mi cielo, tengo otros vicios, no ése, y fingí que miraba al frente, hacia otro lado, aunque en realidad estaba divirtiéndome en ver cómo me estudiaba de arriba abajo, mordiéndose los labios, como si estuviera frente a un dulce de leche, Mujer, si tú estás para pagarme. Como la puta quedó merodeando, Lucio abandonó aquella columna en la que estaba recostado (sólo una entre el millón y tanto de columnas de la ciudad) y siguió rumbo hacia la calle Teniente Rey, donde una orquesta de mujeres tocaba Hasta la reina Isabel baila el danzón, porque es un ritmo caliente y sabrosón. Una china harapienta pasaba tocando a los bebedores y dictaminaba Este la tiene grande, éste la tiene chiquita, éste no tiene, bajo el amparo de un coro de carcajadas. Un cuarentón famélico, con sombrero y traje negros, iba voceando Un ángel bajó del cielo, tenía mucha autoridad y la tierra quedó iluminada con su resplandor, ese ángel me dijo: «Caerá, no te preocupes, caerá la gran Babilonia, se ha vuelto vivienda de demonios, guarida de todo tipo de espíritus impuros, y caerá, pueden estar seguros, se vendrán abajo estas columnas, se desmoronarán estas paredes, se harán polvo los techos, sí, estén seguros, la gran Babilonia caerá y no quedará de ella ni el recuerdo». Ahora la orquesta tocaba Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando el cha-cha-chá. Casi bajo los portales del Diario de la Marina se había reunido un grupo de personas. Por curiosidad se detuvo y vio a un adolescente que había crecido con desmesura, blanco blanco, aspecto tímido, vestido sólo con un taparrabos. Frente a él, un señor de traje (padre evidente del muchacho: se diría la réplica envejecida de él), abría una maleta llena de cuchillos de todos los tamaños y formas. Ahora verán un hecho insólito, gritaba el hombre con voz que trataba de enmascarar el cansancio, ahora verán lo nunca visto, ahí tienen al joven Sebastián De Los Cuchillos, el sufriente sin par, el que No-sabe-qué-cosa-es-el-dolor. A una distancia de cuatro o cinco metros del hombre, sobre un tablón, en raro equilibrio, se paró el adolescente, los ojos cerrados, abiertos brazos y piernas, expresión de resignada espera. Una niña en la que Lucio no había reparado (se confundía con el público) comenzó a tocar un tambor. El hombre tomó el mayor de los cuchillos. Por favor, señores, hagan silencio, mucho silencio, necesito la mayor cooperación del amable y dilecto público. Apuntó al adolescente y estuvo algunos segundos mirándolo con fijeza que casi resultaba inaguantable. Lanzó luego el cuchillo que fue a clavarse en uno de los brazos del muchacho. Este apenas si abrió ligeramente los labios en un quejido que no se oyó. La sangre brotó rápida, como el ¡Ah! vociferado del público. El muchacho regresó a su inmovilidad, a la mansedumbre de su espera. Otro cuchillo fue a dar al otro brazo con el consiguiente derramamiento de sangre, sólo que esta vez el muchacho se limitó a apretar los labios. Lucio creyó que el adolescente empalidecía. Un tercero y un cuarto cuchillo dieron en ambos muslos. La sangre, por supuesto, brotó de ellos con mayor violencia. El quinto terminó en el pecho, del lado del corazón, y esta vez el muchacho no pudo reprimir una mueca, que se abrieran sus ojos (mansos, sí, pero también azorados). El sexto fue al vientre. Al séptimo tocó perforar la frente, y fue tal el impacto que casi logró hacerle perder el equilibrio. La cara se inundó de sangre y de una materia sanguinolenta y extraña. Todo el cuerpo del adolescente estaba empapado de sangre. La violencia con que el padre lanzaba los cuchillos, su cara de odio, casi espantaba más a Lucio que el espectáculo del muchacho herido. El público gritaba, aplaudía enardecido. Una mujer se desmayó y otra comenzó a dar saltos de alegría. Junto a Lucio un hombre exclamó con entusiasmo Es el espectáculo más educativo que he visto en mucho tiempo, y lanzó un billete a la caja abierta del hombre. Lucio se sintió mareado. Siguió bajando hacia el cine-teatro Payret, donde una compañía española de zarzuelas presentaba La Gran Vía. Después, en la tanda de medianoche, proyectarían una película de Dolores del Río. Otra orquesta, también de mujeres, se dejó escuchar Una rosa de Francia, cuya suave fragancia, una tarde de mayo... (en tiempo de son). La grandiosa entrada del Payret estaba concurrida. Todas las formas posibles de seres humanos se hallaban allí. Ir y venir, vocerío babélico, indistinto, insoportable. Sólo el pregón de los vendedores de flores y cigarros era capaz de sobresalir en aquella confusión. Una linda muchacha se me acercó, llevaba un traje de terciopelo verde oscuro (terciopelo en la Isla, ¿qué me dices?), bajo el que debía de estar sudando como una condenada, me miró con ojos azules demasiado femeninos, sonrió con boca demasiado femenina, alargó hacia mí una manita de alabastro (¿dónde se escondería por el día esta beldad?), cargada de joyas, demasiado femenina (que besé por dármelas de libertino), y exclamó con el tono demasiado femenino de la voz fuerte ¡Que Dios te bendiga, macho!, demasiada femineidad, demasiada hembra, ¿no te parece?, era un hombre, claro está, no hay mujer tan femenina como un hombre cuando decide ser femenino, y las mujeres lo saben, y por eso odian a los hombres femeninos. Lucio buscó a una florista, compró un Príncipe Negro y se lo regaló. Por favor, pidió dulce aunque firme, me dejas tranquilo que a mí no me engañas. La muchacha olió la flor, sonrió y lanzó un beso mientras se alejaba con el traje de terciopelo verde. En la acera de enfrente, en los portales del Centro Gallego, encontró Lucio que habían abierto una feria. FERIA DE FENOMENOS, decía el cartel de la entrada. Gallos con seis patas, monos hermafroditas, vacas con un solo tarro en el centro de la cabeza, fetos de niños con dos cabezas, camaleones gigantes, perros sin ojos, y los únicos seres vivos de la feria: dos hermanas siamesas, resueltamente unidas, que tocaban guitarras y cantaban Punto Guajiro. Lucio dejó atrás el Teatro Nacional donde ponían Lucia de Lamermoor, pensó en Casta Diva (como se comprenderá) y, sin saber qué hacer terminó doblando por la calle San Rafael. Se sintió cansado y entró en el Nautilus Bar. Por fortuna el bar se hallaba casi vacío. En la victrola se escuchaba la voz de Vicentico Valdés, Envidia, tengo envidia del pañuelo, que una vez secó tu llanto... Sentado a una mesa, pidió un doble de aguardiente y encendió un cigarro.

Un cuarentón famélico, de sombrero y traje negros, se sentó frente a mí, la frente estrecha, los ojos hundidos en las cuencas, las mejillas hundidas, la boca sin labios, me dijo bajo, casi en susurro, me costó escucharlo Caerá, no te preocupes, caerá la gran Babilonia, el ángel me lo contó, nadie quiere creerme, vi al ángel una noche, ayer por la noche, hoy mismo, esta noche, lo vi hablando, palabras de fuego, palabras que se veían salir como llamas de sus labios, la gran Babilonia caerá, estallarán los edificios, subirá el mar, serán sepultados por el mar, el cielo bajará de un golpe hasta el mar, mar y cielo se unirán, la unión de los dos es el fuego, el fuego, se harán polvo las esperanzas, polvo las ilusiones, tierra arrasada quiere decir más que tierra arrasada, comprende, y lo peor: nadie me quiere creer, yo vi al ángel que anuncia la destrucción de la gran Babilonia, lo vi como te estoy viendo a ti, mejor, mejor que a ti, porque tú estás condenado al horror, así dijo un cuarentón famélico de traje y sombrero negros que se sentó frente a mí la noche del Nautilus Bar.

Tarde, cuando ya el aguardiente ardía en el estómago, Lucio fue a la cafetería América, pidió un bocadito de jamón y un jugo de mango. En una mesa cercana, descubrió al adolescente de los cuchillos, aquel Sebastián del Prado, con la niña y el padre. Salvo la palidez, no se veía en el muchacho ningún recuerdo del espectáculo de hacía unas horas. El padre sacaba de una bolsa algunas frituras y las repartía en los platos de cada uno. El camarero les sirvió tres vasos de agua. La niña dijo algo al oído del muchacho (a propósito, evidentemente, del camarero) y el muchacho rió, rió, por poco se atraganta. Bebió agua, continuó riendo. Lucio lo vio más blanco y más niño. El padre levantó la maleta que estaba en el suelo, la abrió, sacó un cuchillo y con él partió sendos pedazos de pan.

Cuando llegó a casa de Miri, puede que ya fueran más de las tres de la mañana. Lucio miró a través de la ventana y vio a Manilla, negro y gordo, que, como un oso, se había quedado dormido en uno de los butacones de la sala. Estaba sin camisa, con el vientre inmenso, las tetillas empapadas en sudor y más visibles que nunca los collares de santería. Tenía abierta la boca y un hilillo de saliva le corría mentón abajo para mezclarse con el sudor del pecho. Como venía envuelto en la vehemencia del aguardiente, Lucio no tuvo reparos en llamar insistente a la puerta. El hombrón despertó casi sin despertar, y levantó las manos sorprendido (él, que nunca se sorprendía). Se incorporó con esfuerzo. Avanzó dando tumbos, estremeciendo muebles y paredes, hasta la puerta, y cuando la abrió, brillaron de modo especial los sanguinolentos ojos de rana. ¿Qué coño tú quieres? Ver a Miri, sonrió Lucio. ¿Sabes la puta hora que es? Por toda respuesta, Lucio alargó un billete de veinte pesos. Con agilidad asombrosa, Manilla tomó el billete en el aire. Tenía las manazas cargadas de anillos. Habrá veinte más cuando me vaya, dijo Lucio. Manilla abrió la puerta, dejó pasar a Lucio y cerró con doble pestillo. Tuvo también la precaución de entornar la ventana. Volvió a la butaca, evidentemente su butaca, porque parecía a punto de desplomarse. Lucio se quitó el flus y lo acomodó en el espaldar de su asiento. Ya más despierto, Manilla miró al muchacho con los ojos cada vez más enrojecidos, llenos de fibrillas burlonas. Oye, ésta es una casa decente y de vez en cuando preferimos que nos dejen dormir. Tengo necesidad de ver a Miri. No lo tienes que jurar, carilindo. La voz cavernosa de Manilla brotaba de una garganta ansiosa de ron. Manilla tomó un tabaco, lo olió, lo alejó de sus ojos para mirarlo con gusto, pasó la lengua por algunos puntos, cortó la perilla con unas tijeras, y lo prendió ceremonioso. Rió con el tabaco en la boca. Hace calor, ¿verdad?, y para respaldar la frase con una acción física, comenzó a pasarse por cuello, pecho y vientre, un pañuelo amarillo con fuerte aroma a Agua de Portugal. La Habana está que arde, recalcó, yo no sé cómo tú andas solo y a estas horas, carilindo. Lucio no respondió. La única luz (así como el único lujo) de la sala provenía de una lámpara de neón que recorría la gigantesca concha marina en que se encontraba el altar de Oshún. Esta imagen tenía poco que ver con la Virgen de la Caridad de El Cobre de la Isla, quizá sólo el traje amarillo; la cara, más mulata que aquélla, se veía risueña con expresión picara bastante impropia en una santa. El altar estaba lleno de ofrendas: frutas, girasoles, pozuelos con harina, jarras de cerveza, prendas doradas y por supuesto velas. Manilla dio varias bocanadas al tabaco, mirando al techo, mirando el humo, olvidado de Lucio. Incorporó trabajoso la enorme humanidad, encendió una vela, mojó el dedo en la copa de agua colocada ante la Virgen, marcó en su frente la señal de la cruz, hizo sonar una campanita, se santiguó. Se volvió hacia Lucio acariciándose el vientre de negrura concisa. Son tiempos malos, carilindo, la gente anda descreída por ahí, y en los descreídos vive Belcebú. Se dejó caer en la butaca otra vez (las maderas lanzaron un alarido) y tomó un bastón con el que golpeó el suelo. Miri, llamó, Miri.

Silencio. Manilla chupó del tabaco y negó con la cabeza. Esta juventud..., se quejó. Miri, llamó más fuerte. Hubo algún movimiento en la habitación contigua; se escuchó un suspiro o una queja, el chirrido de un bastidor. Volvió el negro a golpear el piso con el bastón, ¡Miri! Lucio sintió que ella se incorporaba en la cama, creyó saber cuándo calzaba las chancleticas de palo. Los pasos se fueron acercando a la puerta, donde una cortina hecha de caracoles ensartados. La niña apareció restregándose los ojos. Tenía un cuerpo esmirriado y, vestida con una raída bata de algodón, daba la impresión de ser aún más flaca, más pequeña, más niña; como si la hubieran disfrazado de mujer. Mulatica bastante clara, bastante bonita, tenía el pelo bueno y los ojos achinados, y de no haber sido por los labios, nunca se hubiera dicho que era hija de Manilla. Miró al padre de modo incrédulo y bostezó. Manilla dio varias vueltas al tabaco en su boca y luego señaló a Lucio con él. El carilindo quiere verte, quiere rociarte con Agua Bendita. Miri dio media vuelta y desapareció nuevamente en el cuarto. De allí llegaba ahora, confuso, un bolero de Pedro Junco (no se adivinaba quién lo cantaba, en todo caso una mujer), Nosotros, que nos queremos tanto. Cuando reapareció, más despejada, traía el pelo recogido en un moño y vestía el quimono de seda con flores de loto que ya Lucio conocía. Se detuvo en medio de la salita como a la espera de una orden. Manilla se sirvió un magnánimo trago de ron (el ron y el vaso estaban a la mano, sobre la mesita en que también había un cenicero y un crucifijo de yeso). Siéntate frente a él, ordenó Manilla. Nosotros, que del amor hicimos un sol maravilloso, romance tan divino. Sin pensarlo dos veces, casi maquinal, Miri se sentó en una butaca frente a Lucio. Incapaces de fijarse en otra cosa, se encontraron los ojos de Lucio y de Miri. Todavía no es una mujer, podría estar jugando con muñecas, y soñar con una vida de cuentos de hadas, y tener la ilusión del Príncipe Azul. Nosotros, que nos queremos tanto, debemos separarnos, no me preguntes más. Manilla bebió un sorbo de ron, le quitó la ceniza al tabaco y dijo a Miri con tono paternal Abre la bata. Miri obedeció al instante. Es una niña, así como no tiene senos y casi tampoco vello, no debe de tener idea de para qué sirve abrirse el quimono frente a mí, para qué sirve el cuerpo de un hombre. Dando un golpe con el bastón, Manilla ordenó esta vez a Lucio Mírala, carilindo, es casi una niña, ¿dónde, dime, dónde vas a encontrar a una niña que se abra la bata para que tú la mires? Las palabras de Manilla provocaron en Lucio dos sentimientos contrarios: por un lado, una oleada de indignación; por otro, un latigazo de sangre (provocado por la misma indignación) que hizo su miembro más duro. Quiso levantarse y darle un golpe a Manilla; en lugar de eso, se sobó las entrepiernas. El disco se había rayado: Debemos separarnos, debemos separarnos, debemos separarnos. Tras otro trago de ron y otro bastonazo, Manilla pidió Ponte de pie, Miri, quítate el kimono, que te vea bien, que el carilindo vea la carne fresca que tiene delante. La niña obedeció. Dejó caer el quimono y dio varias vueltas para que Lucio viera su cuerpo desde todos los ángulos. Lucio quiso desabotonar su portañuela; levantando el bastón, Manilla se lo impidió No te desesperes, para eso está Miri, carilindo. Cuando ella cayó de rodillas frente a Lucio, la luz alargada de la vela proyectaba en la pared la imagen de Oshún. Interesado, Manilla abandonó el tabaco sobre el cenicero, bebió un trago largo de ron y entrecerró los ojos; su voz se escuchaba cálida Desabotónale el pantalón con suavidad, Miri, con toda la suavidad que puedas, al principio debe ser suave, muy suave, que tus manos no se sientan, que él no se percate de lo que está ocurriendo, que sea mayor la promesa que el hecho, no lo olvides, el placer que más gusta es el que no acaba de serlo, la esperanza del placer es más seductora. La niña desabotonó la camisa, la portañuela, el calzoncillo de Lucio. Sus manitas se detuvieron en el aire como a la espera de una nueva orden, sus ojos quedaron fijos en algún lugar que no pertenecía a la sala de Manilla. El negro se acarició el vientre. Bien, Miri, vamos a sacar esa pinga al aire, que está loca por salir, mira cómo se agita por debajo del pantalón, mírala y no olvides: con delicadeza, la brusquedad se deja para el final, así, poco a poco, saca esa morronga como si fuera de cristal, así, mi niña, muy bien, lo estás haciendo muy bien, ahora mírala, mírala bastante, tiene la pinga grande el cabrón carilindo, y siempre que estés frente a una pinga grande, detente a mirarla, eso las pone gozosas, que las pingas grandes y gordas son como las estrellas de cine, nada les gusta más que las estén mirando siempre, y si estás frente a una pinga chiquita, también mírala mucho, así se cree grande y se embulla, además, el carilindo está loco por que tú hagas algo con ella, y tú serás sabia y te demorarás todo lo que te dé la gana para que él se vuelva cada vez más loco, sácale los cojones, hija mía, ellos también tienen que ver con lo que estás haciendo, acuérdate que en esos cojones tensos está la leche, y la leche es tu aspiración, el Agua Bendita. Manilla secó su sudor con el pañolón amarillo que volvió a llenar la sala del olor a Agua de Portugal. Después, comenzó a acariciar el cabo del bastón. Si no hubiera sido por el cantante que repetía hasta el cansancio Debemos separarnos, debemos separarnos, nada pareció dispuesto a romper la quietud de la sala, como si durante algunos segundos no fuera a suceder nada. Vamos, Miri, pidió Manilla persuasivo, pasa tu lengua por los cojones del carilindo, dale gusto a los cojones, despreocúpate del rabo, indiferencia con el rabo, ni lo mires, concéntrate en los cojones, ése es ahora tu objetivo, mientras más desesperada por tu boca esté la pinga, mejor, hazle dibujos con la lengua en los cojones, mételos en tu boca, sin lastimarlos, sin lastimarlos, con gusto, sin premura, tú no estás apurada, tienes toda la noche para darte gusto y darle gusto al carilindo, mira, fíjate en el lunarcito que tiene ahí, pues ahí chupa un poquito, un poquito, ligerita, sin insistir demasiado, ahora ve subiendo, Miri, mi niña, ve subiendo, detente ahí, en el tronco, quédate ahí, separa la boca, tócala, tócala como si estuvieras poniendo tus manos sobre el manto de la Virgen, levemente, mi amor, que él no sienta demasiado la presión de tus manitos, tócala y llénate la boca de saliva, porque vas a envolver con tu boca la cabezona de la pinga del carilindo, que es lo que está esperando el hijo de puta, vamos, poco a poco, que el rabo, la mandarria, la pinga del carilindo entre por fin en tu boca. Manilla dio con el bastón en el suelo. Así no, Miri, esa pinga no entró bien, así no, aguántala por debajo, y que penetre en tu boca como Dios manda. Otro bastonazo. Coño, Miri, te dije que así no, vuelve a probar, mira que la entrada de la pinga en la boca es un momento de magia, vamos, no te desanimes, mi hija, la clave de mamar bien es que le cojas el gusto, para mamar bien la única regla es que tiene que gustarte mamar, vamos, ahora tu lengua, que cobre vida tu lengua, que se mueva, que se mueva mucho, Miri, por toda la cabeza, más concentrada allí, en la parte de abajo, comprende, ahí es donde está la impaciencia del carilindo, más rápida la lengua, Miri, más rápida. Manilla repitió el golpe de bastón y se secó el sudor con el pañuelo amarillo. Si no pones de tu parte, Miri, estás perdida. Otra vez, así, así, mi niña, así, mueve rapidito la lengua, vamos, que el carilindo recuerde para siempre la mamada de pinga que le estás dando, que el rabo ese no crea que porque es grande puede más que tú, que esté pensando siempre en tu boca, que no olvide tu boca, Miri. La niña levantó la cabeza, tenía los ojos enrojecidos y dos lágrimas a punto de correr. ¿Qué pasa, Miri?, preguntó Manilla con voz fuerte, imperativa. La niña hacía lo posible por no sollozar. El negro se levantó de la butaca, fue al altar donde la vela comenzaba a apagarse, prendió otra, mojó el dedo en la copa de agua y otra vez hizo en su frente la señal de la cruz. Eres una inútil, exclamó ayudando a Miri a levantarse, quédate ahí, es hora de que aprendas cómo se hace. Con mil trabajos se prosternó Manilla frente a Lucio. Esto se hace con mucho amor, Miri, con mucho amor, tomó el miembro del muchacho y lo llevó sin impaciencia hasta su boca.

Sigilosa, con suma precaución, la señorita Berta entra al cuarto y, sin siquiera encender la luz, se detiene frente a la cama de la madre. Doña Juana duerme, como siempre, su sueño insuperable. La vela que ha puesto junto a la mesa de noche, ante una imagen de la Caridad de El Cobre, se ha consumido, de modo que la señorita Berta enciende otra, blanca y salomónica, y se santigua.

Precisa tener en cuenta que vela semejante tendrá importancia decisiva en la historia de la Isla. Aunque no es ocasión de adelantar acontecimientos. Si las cosas de la vida carecen de orden y momento justos, para algo están los libros.

El gran pecho, el gran vientre de la anciana de noventa años sube y baja con regularidad jubilosa. Hace años que doña Juana no se digna despertar. Hace años que permanece maravillosamente dormida, con el ropón blanco, el rosario entre las manos juntas, como si quisiera adelantársele a la muerte.

Aunque lo parezca, no son las dos de la mañana (ya se sabe, la Isla engaña), en realidad el reloj está marcando las seis y cinco de la tarde, pero como el octubre de la Isla es así, oscureció demasiado pronto. La señorita Berta intenta leer Figuras de la pasión del Señor mientras se hurga en la nariz, y marca ligeramente con la boca las palabras. Al instante, como era de esperar, se siente observada. Desde hacía varios días la mirada no venía a perturbarla. Ahora que de repente experimenta la fuerza de los ojos sobre ella, deja de entender lo que lee y pasa las páginas con desesperación, porque no tiene conciencia más que la de ser observada por alguien que no conoce, que no sabe dónde está, que ignora por qué ha decidido torturarla con esa mirada persistente. La indignación sube a su cabeza en una oleada de sangre y la obliga a lanzar con furia el libro contra la pared, a enfrentarse decidida con la ventana abierta, con el cuadro del Sagrado Corazón, con el retrato de la graduación donde se ve a una Berta joven, llena de gracia y de esperanzas, sí, de esperanzas, ¿por qué no? alguna vez se es joven, ingenua, y se cree en cosas imposibles, que para algo una es mortal, y quiero que me digas ¿qué quieres saber?, ¿por qué te preocupas por mí?, si conoces cuanto ocurre en esta Isla maldita, nociva, creada para la amargura, si conoces cuanto ocurre en este planeta condenado, ¿por qué te ensañas conmigo?, ¿por qué no me dejas tranquila y te olvidas de mí?, sí, te lo aconsejo, olvídate de mí, no soy más que la ceniza miserable con la que me hiciste, déjame, déjame ceniza, no me mires, no me conviertas en otra cosa, ni mejor ni peor, permite que me disperse en la ventolera con la que te complaces en castigar a esta tierra mísera varada en medio de un mar tan hermoso como infecto, soy polvo y quiero seguir siéndolo, no aspiro a nada, ni siquiera a tu mirada, no repares en mí, déjame morir tranquila un poco cada día, déjame morir sin que tus ojos se claven en mí como puñales. La señorita Berta sale a la Isla dispuesta a encontrarse con alguien (¡con Alguien!), dispuesta a todo; la recibe sin embargo la muralla de árboles exóticos, la brisa húmeda y perfumada con aroma de pinos, mangos, acacias, guanábanas, el aroma del sándalo rojo de Ceilán, la recibe la sombra precoz de la noche de octubre, la soledad inmensa de la hora en que todos se retiran como si respondieran a órdenes superiores. No hay nadie, por supuesto, no puede haber nadie, quiero decir n-a-d-i-e, ¡Dios, Nadie! Aunque ella no deja por eso de sentirse mirada, ya sabemos: la mirada es y será siempre un hecho misterioso, no tiene que provenir de los ojos de alguien, en absoluto; para que la señorita Berta (como cualquiera de nosotros) se sienta mirada no hace falta que alguien la mire.

Casi sin saludar, entra la Señorita en casa de Irene. Esta comienza a explicar He pensado mucho en aquella pregunta que me hiciste, he pensado mucho en Dios y he llegado a la conclusión... Pero la señorita Berta la interrumpe Me están mirando, se queja, Me están mirando. Y sin que Irene la invite, pasa al cuarto del Herido.

Ahí está el Herido. Como una de las estampas de Cristo que ella compra en aquella tienda de la calle Reina. Su cara de nazareno, su perfil aguzado de moribundo. Sus manos largas y huesudas en las que ella cree ver las marcas de los clavos. La Señorita se acerca, toma una de las manos y la besa, allí donde supone la herida, donde la sangre coagulada posee un ligero gusto a hierro. Los ojos del Herido, no obstante, continúan cerrados. Ella se aparta, desesperada, grita ¿Quién me mira, coño, quién me está mirando? Irene corre ¿Qué tienes, mujer?

El camino que se abre entre el Hermes de Praxiteles (verdad, el Hermes de Chavito) y el busto de Greta Garbo está sembrado de limoneros y naranjales, siempre repletos de flores y frutas, desprendo un azahar, lo coloco en mi pelo, continúo hacia la fuente con el Niño de la oca, allí me detengo airada como si la torpe estatua del Niño tuviera alguna implicación en mi desgracia, como si fuera él quien se dedicara a mirarme y a mirarme con insistencia que me va a volver loca, continúo después rumbo al zaguán donde el carro de los pasteles de Merengue, blanquísimo y lleno de adornos, de estampas y cintas de colores, más que carro de venta, semeja una pequeña carroza de carnaval, Señor, no me mires, por tu Sagrada Piedad te lo pido, no me mires, olvídame, déjame olvidada en un rincón de esta tierra que mal creaste, yo, Señor, y Tú lo sabes, puesto que todo lo sabes, no tengo la culpa de tu desacierto.

En las calles no ha oscurecido como en la Isla. En las calles aún queda un resto de sol que se va arrastrando con debilidad hacia las zonas altas de las paredes, hacia los techos. Algunos niños, casi desnudos, montados sobre caballos de madera, juegan a la guerra entre indios y cow-boys, se disparan con pistolas de madera, pum-pum, te maté. La señorita Berta pasa por Eleusis, donde Rolo la recibe afable y le informa que está a punto de cerrar. Nada replica ella. Busca entre los libros con mirada nerviosa. Ni siquiera se despide cuando abandona la librería y se enfrenta otra vez con la calle que comienza a iluminarse de azul. Un marinero se acerca. Joven, cercano a los veinte años... (el mismo que encontró Rolo hace algunas páginas, el mismo que creyó ver Sebastián la noche en que hallaron al Herido, el mismo que tendrá importancia decisiva en este libro; no hay que describirlo; el lector lo conoce; y aun cuando al narrador no se le ocurriera describirlo, el lector siempre lo encontrará joven y hermoso; un marinero siempre será, primero que todo, joven y hermoso; el lector también pensará inevitablemente en Cernuda y en Genet; y hará bien: esos escritores supremos dieron al marinero, cada uno a su modo, categoría divina, y merecen que en cada ocasión en que la dicha nos ponga frente a un marinero, frente al Marinero, nos detengamos con un minuto de silencio, de recordación, de fervor). Como no es demasiado sensible a la belleza humana, masculina o femenina, Berta ni se fija en él. Sabe que es un marinero por el traje blanco, el ancho cuello rodeado de listas azules.

La parroquia está cerrada. Llama a la puerta, desesperada. Nadie le abre. El sacristán, ¿será sordo?, tiene que ser sordo. El cura andará por ahí repartiendo la extremaunción, que esta época es diabólica, la gente muere como moscas y el sagrado óleo no alcanza. Da varias vueltas alrededor de la parroquia. Por ningún vitral, por ninguna ventana se ve luz. La casa del cura también está oscura como si la hubieran abandonado. Queda sentada en un banco de granito, justo bajo un farol (única luz de la parroquia), cerca de la imagen de san Agustín, sintiéndose observada, terrible, minuciosamente observada, juzgada (al fin y al cabo lo propio de cualquier mirada, la más ingenua, es que valora, juzga). No sabe qué hacer. Subida al muro de la parroquia, una niña la observa. Berta abandona el banco, va hacia ella. Se acerca lenta como si tuviera miedo de espantarla. ¿Cómo te llamas? La niña sonríe y no responde. Eres linda, ¿dónde vives? En los ojos de la niña, medio cerrados por la sonrisa, hay un brillo ingenuo. Levanta un bracito y señala con vaguedad hacia un lugar, cualquier lugar. ¿Hace rato que me estás mirando? La niña ni afirma ni niega, se limita a jugar con el lazo de su trenza. Sí, exclama Berta, yo lo sé, hace rato me estás mirando, y abre los brazos para tomar en ellos a la niña, abrazarla fuerte, Vamos, ahí te vas a caer, regresa al banco con la niña que ya no ríe. Quiero saber por qué me estabas mirando. La niña tiene la cabeza baja. Dímelo, por favor, te lo ruego, es importante, ¿por qué me estabas mirando? La abraza con más fuerza, se aferra a ella, trata de mirarla fijo a los ojos. Resulta imposible: la niña no deja de jugar con el lazo de su trenza. Si te doy un caramelo, ¿dirás por qué me mirabas con tanta insistencia? La niña se echa a llorar, desconsolada se echa a llorar. Empuja a Berta, escapa de sus brazos y sale corriendo sin dejar de llorar.

Aunque a esta hora la plaza del Mercado está cerrada, continúa llena de luz. Los vendedores no tienen demasiada confianza en la ronda nocturna. Dejan por eso encendidas las luces de los puestos para espantar a los ladrones (en esta época son muchos, cada día más, ¿llegará el momento en que nos robemos los unos a los otros?). Berta se interna en el Mercado iluminado, desierto, donde sólo se ven algunos pordioseros echados en los pisos. Avanza lenta por entre los pasillos que por el día resultan intransitables, de tan atestados, de tanto ir y venir, de tanta mercancía, telas, flores, vegetales, santos de yeso, mimbres, joyas falsas, piezas de cuero, animales vivos y animales descuartizados. Como nadie pregona, como nadie propone con grosera insistencia sus mercancías, como los pordioseros parecieran dormidos, prevalece un gran silencio dentro del Mercado, que los pasos de Berta toman aún más grandioso. Los ojos continúan mirándola, con ironía, con sorna, haciéndola experimentar la sensación de que no es nadie, de que no pasa de ser un poco de ceniza entre ceniza. Entonces escucha una risa, Señor, si eres Tú quien ríe, te ruego no te burles de esta Tu sierva, no me distingas con Tu mirada, si en verdad no soy nadie, permite que desaparezca entre la multitud de nadies que me rodean. Mucho más nítida, mucho más burlona, la risa vuelve a herir el silencio de la plaza del Mercado. Berta mira con disimulo hacia uno y otro lado. Descubre a un anciano dormido, vestido de traje, sucio a más no poder, sentado en el suelo y rodeado de sacos repletos con sabe Dios qué, acompañado por un perro y por un jarro de peltre en cuyo fondo se ven monedas. Llena de inquietud, Berta se acerca; poco a poco se acerca, tratando de que los pasos no vayan a despertarlo. Cuando está junto a él, se arrodilla a duras penas. De un blanco sucio, moviendo la cola sin entusiasmo, caídas las orejas, el perro levanta la cabeza que tiene recostada en uno de los muslos del anciano y la observa con ojos acuosos y tristes. Berta lleva el índice a los labios para rogarle silencio. El anciano calvo, sin dientes, tiene la boca abierta. Un hilillo de saliva corre mentón abajo. En su cara no cabe una arruga más. Duerme sin placidez, se ahoga, tose, lleva la mano sucia a la frente sudorosa quizá como queriendo espantar las pesadillas que deben de estar acosándolo. Berta se acerca más. Es notable el hedor del cuerpo lleno de sudor y tierra. También el otro hedor que escapa de la boca desdentada, del estómago vacío. A Berta, sin embargo, eso no le importa. Toma entre las suyas una de las manos del anciano y así permanece algún tiempo, hasta que el anciano despierta. Las manos del anciano se liberan de las de ella y se extienden como si quisieran tocar el aire. Las pupilas de él están borradas, los ojos son dos cuentas de cristal blanco. ¿Quién eres? El movimiento exangüe de los labios hace que corra con mayor rapidez, mentón abajo, el hilillo de saliva. Deja ella caer monedas en el jarro de peltre, desprende el ramo de azahares que lleva al pelo y lo coloca cuidadosa en la solapa del saco raído.

Calles oscuras, vacías, silenciosas. Nadie serías, nadie, si no fuera porque continúas sintiéndote observada, y crees descubrir a cada paso, detrás de los visillos de las ventanas, detrás de los árboles, en los transeúntes que pasan, los ojos que persiguen tus pasos, tus movimientos, tus pensamientos, sí, tus pensamientos (sabes bien que los ojos van más allá de la realidad tangible, sabes el poder de los ojos que traspasan, que todo lo encuentran y conocen). Se ha levantado un viento fuerte que trae, mezclado, con olor a árboles, un fuerte olor a mar (en las islas el viento trae siempre olor a mar). Vas bajando hacia la Isla y no quieres llegar a la Isla. Si te encerraras en la casa, no podrías dormir con la conciencia desesperante de que los ojos están sobre ti, te persiguen hasta en los rincones más inimaginables. ¿Te acuerdas, Berta, de aquel cuadro que había en tu casa cuando niña? ¿Te acuerdas de aquel anciano de larga barba blanca y ceño adusto (¡siempre barbas blancas y largas, siempre ceños adustos!) escribiendo con pluma de ganso sobre un pergamino?, ¿te acuerdas? Letras doradas, góticas, decían Dios lo oye todo, Dios lo escribe todo, Dios lo mira todo, Dios lo sabe todo. Una ira profunda te obliga a volverte. Ahí, cerca de ti, mira, una sombra, la sombra de un hombre, grítale, no tengas miedo, grítale ¿A Usted no le parece terrible malgastar la eternidad en oír, escribir, mirar y saberlo todo?, con las cosas hermosas que se podrían hacer ¿por qué emprenderla con estos pobres mortales que somos nosotros?, además, ¿qué somos para que nos tenga en cuenta, si al fin y al cabo Usted nos hizo con un poco de barro, otro poco de ceniza y un soplo? No, Berta, cálmate, sigue tu camino. No es la sombra de un hombre. Ven, cerciórate, no es un hombre, sino el espantapájaros de un huerto.

En la Feria del Siglo hay gente, alegría, un ir y venir incesante; vendedores de globos; niños que comen algodón de azúcar; bebedores; anunciadores de espectáculos; pregoneros; otros niños montan patines; parejas; las parejas caminan despacio y abrazadas con sosiego; solitarios que buscan a quien abrazarse; novios que se besan rabiosos en rincones oscuros que no son oscuros; música, mucha música que llega de todas partes y crea la gran algarabía: los Caballitos tocan algo que escasamente recuerdan arias de Cavalleria rusticana, y la anciana de mantón en quien nadie repara, acciona el organillo y canta con mala voz de tiple Mira niño que la Virgen lo ve todo y que sabe lo malito que tú eres... En la Feria del Siglo hay cartománticas, cantantes, tragaespadas, repentistas, sibilas, magos, payasos, rumberas, equilibristas. Allí está el famoso, el grande Pailock, el famoso, el grande prestidigitador que se ha hecho célebre desapareciendo a la esposa, a la divina Asmania.

Con los zapatos ortopédicos, la carterita de piel de cocodrilo y el abanico que acaba de sacar porque, aunque no hace calor, para ella el calor de la noche se está volviendo insoportable, la señorita Berta se detiene junto al grupo que rodea a un hombre. Se trata de un hombre entrado en años que lleva pantalones de dorado damasco que contrastan con el turbante rojo, y que tiene descubierto el envejecido torso, con una piel que recuerda la piel de cocodrilo de la carterita de Berta. De una victrola que se oye horrenda escapa a duras penas una música extraña, indistinguible, puede ser lo mismo el Réquiem, de Mozart que un danzón de Antonio María Romeu (música que se mezcla con todas las otras músicas indistinguibles de la feria, aunque siempre prevalezca la voz vieja y aflautada Mira niño que la Virgen lo ve todo...). De una mesa llena de espadas, ceremonioso, el hombre escoge una. Levanta la cabeza, lleva la mano derecha al pecho y allí la deja dramáticamente; la izquierda, la que empuña la espada, se alza de modo más dramático aún. Abre la boca, cierra los ojos. Comienza a introducir la espada en su boca. La espada va entrando lenta por la garganta del hombre. El público, en vilo, no puede creer lo que ve. Cuando la empuñadura no muy dorada, no muy hermosa, es lo único visible, el público lanza un ¡Ah! unánime. Aplaude. El hombre saca rapidísimo la espada de su boca y mira al público sin reír, con el ceño fruncido, como si un gran dolor le impidiera seguir el espectáculo, como si todos los órganos de su cuerpo hubieran quedado atravesados, heridos, maltrechos. Pasea por quienes lo rodean los ojos entre enfadados y desafiantes, los detiene un instante en Berta, y ella sabe que no son ciertos el enfado, el desafío. En el fondo de los ojos hay una gran desolación, similar a la que observa ella en sus propios ojos cuando se mira al espejo.

Al Comecandela lo han llevado al hospital. Le salió mal el acto y se ha quemado. Varias personas comentan el hecho. Un señor vestido de traje, entrado en años y con perrito en brazos, hace la historia sin poder contener las carcajadas, sí, la candela no entró en su boca, no sé por qué razón el hombrecito cerró la boca, las mejillas ardieron como si fueran de papel, aunque lo más gracioso fue cómo el pelo cogió candela, parecía un pelo de estopa, parecían fibras de henequén, yo no sabía que fuera gracioso ver cómo arde la cabellera de un hombre, y las pestañas, ¿se fijaron en las pestañas?, aquellas diminutas llamitas de las pestañas... Continúa riendo, riendo, se dobla de risa. El perrito ladra.

Como el Tragaespadas, el Mago está rodeado de una multitud. No se parece, sin embargo, al otro. El Mago es un cuarentón bien plantado, con interesantes canas bajo el bombín, vestido de impecable frac, apoyado en un bastón. No es un Mago de trucos, no, de ninguna manera, no es de esos que hacen aparecer o desaparecer conejos, pañuelos, de esos que esconden a mujeres en cajas para luego atravesarlas con espadas y hacen juegos de manos. Es mucho más serio. Se dedica a observar a los que tiene enfrente con ojos de brillos terribles. Les adivina el nombre, la edad, lo que hacen y quieren y guardan en los bolsillos. Berta ha quedado fascinada mirando los ojos del Mago. ¿Y si fueran ésos...? Ahora el Mago está observando fijo a un adolescente, muchachito tierno, de pelo rubio y ojos azules, carita de niña y el cuerpo hermosamente desgarbado de todos los adolescentes. El muchacho queda mirando a los ojos del Mago. La sonrisa tímida que había en sus labios desaparece. El muchachito queda con la vista fija en los ojos brillosos del Mago. Dando pasos hacia atrás, el Mago levanta los brazos. El adolescente avanza entonces. Vamos, Adrián, no tengas miedo, pide el Mago también serio, también concentrado en los magníficos ojos de Adrián. Continúa escuchándose la algarabía de la feria, y por sobre todos los ruidos, la voz de la vieja del organillo Mira niño que la Virgen lo ve todo... El adolescente cierra entonces los ojos y llora. Cae de rodillas. Une las manos a la altura de la boca. El Mago se acerca y pone una de sus manos en la cabeza del muchacho. Está ceñudo el Mago, se diría capaz él también de llorar. ¿Quién soy yo para ti? Por toda respuesta Adrián, el adolescente, exclama en voz alta Padre Nuestro que estás en los cielos... El público aplaude a rabiar. La señorita Berta se abre paso entre la multitud que rodea al Mago. Llega frente a él en el momento justo en que el adolescente se levanta turbado, los ojos arrasados en llanto, la frente empapada. El Mago, a su vez, se ha quitado el bombín y pasa un rojo pañolón por su pelo. El sudor le ha corrido el maquillaje. El Mago repara, confundido, sin entender, en la mujer que llega intempestiva. Berta pide ¡Míreme, míreme a mí! El la complace con ojos inquietos, consternados, indecisos, irritados, de color indefinido, vulnerables, ojos de hombre que tiene cansancio y sueño, que desespera por llegar a casa, tirarse en la cama, esperar la noche siguiente en que debe volver a la feria y ganarse unos cuantos pesos para continuar viviendo, es decir, continuar vistiendo frac, bombín, bastón, pañolón rojo. Ruborizada, Berta regresa donde los que rodean al Mago, diciendo Perdón, perdón, no sabía lo que hacía.

Pago veinticinco centavos a un viejo jorobado, sentado en una silla de ruedas, entro a una carpa negra bordada con estrellas y medias-lunas amarillas, entro a un sitio oscuro donde por fortuna me siento invisible, libre de las miradas (¡aunque sea por un instante!), me dijeron la Cartomántica es lo mejor de la feria, cabeza calva y cara de bruja, esta señora debe de tener más de noventa años, lleva disfraz de gitana, sentada tras una mesa, ha vestido la mesa con mantel de pana azul oscuro, aquí todo es oscuro, la única luz proviene de dos velas que hay sobre la mesa, la anciana levanta una de las arrugadas manos, cuyas uñas impresionan por lo largas, por lo negras, no me invita, más bien ordena que me siente, lo hago, claro, en la punta de la silla, sobre la mesa, entre las velas y un vaso de agua con un jazmín, hay un mazo de cartas, una de las garras antiquísimas de la Cartomántica cae sobre el mazo de cartas, mueve los labios, creo que reza, que implora el favor de alguien: no podría asegurarlo: sólo veo el movimiento de los labios y nada escucho, la Cartomántica me mira con ojos pequeñitos, lacrimosos, casi cerrados, ¡parte!, ordena con voz que sorprende por lo vigorosa. La Señorita divide en dos el mazo de cartas. La Cartomántica une las dos partes y dispone tres cartas sobre el paño azul de la mesa. Estas tres cartas son tu vida, dice, ésta de aquí para el pasado, ésta para el presente y ésta para el porvenir, vuelve la carta que queda a la derecha, ¿ves esta figura con alas, ves este ángel?, es el número catorce de los Arcanos Mayores y se llama la Templanza, como puedes comprobar, tiene dos ánforas que contienen la esencia de la vida y simbolizan la frugalidad. Hace una pausa, se lleva una mano a la frente. Tu nombre es Berta, ¿verdad?, el mío es Mayra, sé que en otra vida fuiste monja, servidora del Señor, en cierta forma lo has seguido siendo en esta vida transitoria que llevas ahora, monja y servidora del señor, y has llevado una existencia moderada, paciente, armónica, adaptable, no tienes nada de qué arrepentirte, Berta, el Señor te observa con agrado, no sé por qué te molesta Su santa mirada. Moja un dedo en el agua contenida en el vaso, el agua del jazmín, y se moja la frente. Vuelve la segunda carta, la del centro. ¡El presente está representado por la carta número dieciséis de los Arcanos Mayores, la Torre!, una torre alta coronada por cuatro almenas, mírala, ¿ves?, está sacudida por un rayo, Casa de Dios, Hospital, Fuego Celeste, Torre de Babel..., los hombres caen al suelo, el pasado es pasado, se acabó, Berta, se acabó y no lo sabemos, a partir de ahora será la destrucción y el cambio, te veo y me veo, tú y yo, y el resto, cuantos andan por allá afuera y más allá, vamos cayendo de la Torre, de cabeza al suelo, se derrumban las antiguas creencias, se rompen familias y amistades, sobreviene la destrucción, es la bancarrota, es el fin, es la pérdida. La Cartomántica se persigna. Berta también. La primera tiende una de las manos antiquísimas, de largas y negras uñas, y Berta entiende que debe tomarla, apretarla. La Cartomántica vuelve la última de las cartas. Número quince, el Diablo, el Demonio con alas de murciélago. La Cartomántica suelta la mano de la Señorita, señala al suelo, baja la cabeza. ¡Fuego!, grita con la voz aún más poderosa, más potente, una voz joven y hasta hermosa, Hija mía, tú, sin querer, contribuirás al fuego, veo árboles que arden, casas que arden, veo que arden el pasado y el presente, hay un jardín devastado. De un salto, Berta se pone de pie. ¿Y qué hago?, dime ¿qué puedo hacer para que esa destrucción no tenga lugar? La Cartomántica limpia su frente y su nuca con el agua del vaso, recoge las cartas, bosteza, inclina la cabeza, cierra los ojos.

El Marinero. Otra vez. Surge de entre la multitud de la feria. Se acerca y dice con la magnífica voz profunda, tono de seguridad que asusta Usted me anda buscando. Ella lo mira a los ojos un instante, a los ojos grandes y bellísimos en los que es imposible encontrar un resto de piedad, y replica airada Quítese de mi camino. Intenta continuar. El le impide el paso. Yo sé que usted quiere encontrarse conmigo, y la voz del Marinero se hace más sensual, más hermosa, más segura de sí misma, Aquí me tiene, no pierda la oportunidad. La señorita Berta está casi muda de indignación, lo que no le impide ripostar Puedo ser su madre, y creo que hasta su abuela. El Marinero lanza una carcajada, se encoge de hombros, se va alejando, alejando (casi sería justo escribir: «desapareciendo») sin volver la espalda. De pronto, no está. No, no está. ¿Cómo es posible? No está. ¡Como si nunca hubiera visto ningún Marinero! La Señorita respira aliviada. Los marineros son así, lo mismo aparecen que desaparecen.

Al final de la feria han creado el cine, ANTEO CINEMA, dice el cartel pretencioso. Cuando ya la feria está a punto de convertirse en matorral, en monte, con unos cuantos cartones de sonrientes mujeres que anuncian cerveza Cristal, sillas de tijera, pantalla manchada, amarilla, y puerta en rojo, ANTEO CINEMA. El cartel mal hecho de la entrada anuncia para la segunda tanda a Bette Davis en Jezabel la tempestuosa. Berta paga los cinco centavos de la entrada (sólo cinco centavos, hoy es Día de Damas), y se deja guiar por una muchacha aburrida que porta linterna. La linterna y la muchacha son innecesarios: entre la luz de la pantalla y del cielo blanco de estrellas, Berta puede ver la improvisada sala llena de personas que ríen. ¿Por qué ríen, por qué con tantos deseos? Berta se sienta dispuesta a no dejarse convencer; a ella nunca le han hecho gracia las películas que hacen gracia. Prefiere un buen drama de Joan Crawford, Olivia de Havilland o Lana Turner. Eso por no hablar de Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó. Pero falta un poco para disfrutar a Bette Davis en Jezabel. Antes, el espectador está obligado a consumir una de esas estúpidas películas de relleno... Luego de acomodarse, de estudiar los alrededores y de sentir alivio (al parecer la mirada le ha otorgado cierta tregua), comienza a abanicarse. Sus ojos descansan por fin en la pantalla. Allí está ocurriendo algo que no entiende, que no sabe qué es. Un grupo de personas discute frente a la puerta de una tienda. Siempre que alguno trata de golpear a otro, el otro esquiva rápido el golpe que va a parar a la cara de un tercero. Cada vez son más los que se incorporan a la reyerta. Berta reconoce en el grupo a las figuras inconfundibles del Gordo y el Flaco. El Gordo trata de golpear al Flaco; el Flaco huye ágil; la golpeada es una digna señora de sombrerito que pasa casualmente por el lugar; el esposo de la señora, también digno y trajeado, se incorpora a la pelea, trata de golpear a alguien que no se deja para terminar golpeando a otra señora digna de sombrerito que casualmente pasa por el lugar y que también tiene un digno esposo trajeado. Situación infinita. No tiene para cuando acabar. El público ríe, ríe, ríe que no puede más. Berta no, Berta no ríe, aunque al menos sonríe, que la verdad es que resulta gracioso ver cómo golpean a esas damas encopetadas (en realidad lo gracioso no es ver cómo las golpean, sino cómo pierden la dignidad). Cuando ya la riña es multitudinaria, cuando ya se ha extendido por toda la calle, el Gordo y el Flaco logran escabullirse. Ellos, que crearon el problema, logran escapar, dejan el gran lío armado en la calle, cientos de personas que golpean a quien no tienen que golpear, mientras ellos se alejan, campantes. Entonces, la cara del Flaco ocupa completamente la pantalla manchada y amarilla. Un instante, un fugaz instante en que mira al público de la sala, se rasca la cabeza y sonríe. La brevedad de la sonrisa no impide que la señorita Berta experimente un estremecimiento (o como dirá después cuando haga la historia a Mercedes y a Irene, que «el corazón le dé un vuelco»). Algo en esa sonrisa la perturba, la conmueve hasta las lágrimas. Por eso, sucede lo que sucede, por eso se pone de pie y grita, grita sin importarle que todos se vuelvan indignados, silben, la manden a callar. No le importa. La tiene sin cuidado que la acomodadora aburrida intente sacarla a la fuerza del cine. Lo único que Berta quiere es detener la imagen sonriente de Stan Laurel, aquel relámpago (efímero como cualquier revelación) que por un segundo la hace tener la certidumbre de que está salvada.

No sé si sabrás, Casta Diva, que esta noche se abrieron las puertas monumentales de la Opera de París, y a la Ciudad Luz (que no se deja deslumbrar por otra luz que no emane de ella misma) se la vio deslumbrada. El teatro fue testigo de un suceso histórico, sin igual. María Callas, la Divina, ofreció un concierto. Desde temprano, se la vio llegar vestida de blanco en el auto negro, seguida por una multitud de adoradores y cientos de fotógrafos de diarios del mundo entero, que habían viajado desde los más distantes puntos del planeta para informar del acontecimiento. La policía debió cuidar a la Diva para que pudiera entrar sin contratiempos al teatro. A pesar de que sus hermosos ojos de griega (los ojos con los que también aprendió a cantar) se veían fatigados, saludó sonriente al gentío que la aplaudió. Durante horas se encerró en sus camerinos, acompañada únicamente por los ayudantes. Suele hacer meditación, comme il faut. Entretanto, cuando se abrieron las puertas monumentales, llegaron los hombres y mujeres más ilustres, Marian Anderson, Edit Piaf, Alicia Alonso, Serge Lifar, Anna Magnani, Leontine Price, Marc Chagall, Pablo Picasso, Coco Chanel, Katherine Hepburn, Joan Miró, Margretta Elkins y muchos, muchísimos más que no puedo citar porque haría una lista enorme. También llegaron personas nada ilustres: muchos miembros de la nobleza europea, cientos de ancianas cuya importancia radica en que van cubiertas de joyas y ostentan títulos como el de Princesse, Comtesse y Lady no sé cuántos (tú conoces la idiotez humana). También arribaron personajillos francamente despreciables, como Monseigneur le Cardinal y Monsieur le President (jefe de Iglesia y jefe de Estado, o sea, dos infelices administradores que se creen con derecho a mandar en la vida de los otros). A las nueve en punto comenzaron a entrar los músicos al escenario. A las nueve y tres minutos entró el director de orquesta, Tullio Serafín, quien, como bien sabes, es el director de la Scala de Milán, y vino a dirigir la orquesta de la Opera a petición de la Diva. A las nueve y cuatro minutos y medio salió a escena María Callas. Radiante, sonriente, nada cansados los bellos ojos de griega. Llevaba un traje negro que la hacía lucir más esbelta. Ni una sola joya (artista al fin, no necesitaba oropeles; su mejor joya: su voz; debes saber que cuando comenzó a cantar, dejaron de brillar, humildes, las esmeraldas, los brillantes, los rubíes que tan profusamente andaban por palcos y plateas). Ovación. A uno le basta con verla para saber que es digna de ovación. Ella, sonriente, sin la menor timidez, segura de si, con la certeza de que la ovación la merece como nadie. ¿Con qué piensas que comenzó? Pues sí, Bellini, Norma, «Casta Diva», que ella (perdóname) canta como nadie. Luego vinieron «Regnava nel silenzio», «Surta è la notte... Emani!», «Vissi d’arte», «Je suis Titania»... En un momento dado entró nada menos que Giuseppe di Stefano, y juntos hicieron el dúo inigualable de Amelia y Riccardo de Un bal masqué. Otro dúo que estuvo incluso a punto de conmover al jefe del Ejército (!), fue el «Miserere» de El trovador. La verdadera apoteosis, sin embargo, fue después; el público en realidad levitó (no estoy exagerando: las personas se elevaban de las butacas) al escuchar aquella voz única, aquella voz que Dios envió para nuestra redención, cantando «Mon coeur s’ouvre á ta voix», el aria de Samson et Dalila que Saint-Saëns compuso poco antes del accidente de la bicicleta. Dicen que hasta la reina Isabel de Inglaterra, que no lloraba desde niña y que escuchaba el concierto en el aparato de radio RCA-Majesty, lloró de la emoción. Dicen que Monsieur le President tomó la mano de su esposa, la acarició y firmó esa noche una ley que favorecía a los clochards. Dicen que el Cardenal hizo lo que nunca: se rebeló contra el Papa santificando el amor. Dicen que las marquesas y las condesas regalaban diademas a la salida del teatro. Dicen que Onassis sintió un justificado ataque de inferioridad. Dicen que el generalísimo Francisco Franco declamó de memoria un poema de Lorca. Dicen que Picasso pintó un cuadro prodigioso y que no lo firmó, para que fuera anónimo, como el Romancero. Dicen que Joan Miró ayudó a Picasso a pintar el cuadro anónimo. Dicen que durante días no hubo discursos inútiles en Naciones Unidas. Dicen que los camaradas del Kremlin estuvieron a punto de pensar en la felicidad del pueblo. Dicen que no se registró ningún asesinato en la ciudad de Nueva York, y que los negros más pobres de la ciudad asistieron a un cóctel en la Casa Blanca. Dicen que la Isla se desprendió del fondo del mar y anduvo errante por los mares durante la noche del concierto prodigioso. Lo cierto, Casta Diva, es que luego del concierto de la Opera de París, se supo por fin que, al igual que Cristo, María, la Divina Callas, había dividido en dos la historia del mundo.

Casta Diva ha abierto el bargueño y sacado y desempolvado fotografías, postales, maquillajes, joyas de fantasía, partituras y trajes, y lo ha puesto todo sobre la cama, y ha quedado mirándolo horrorizada como si fueran los restos de un naufragio. ¿Y qué son sino los restos de un naufragio?, pregunta a Tatina, que, como es de suponer, ríe. Las fotografías han perdido nitidez y es muy difícil distinguirla vestida de Traviata o de Louise. No se entienden las letras de las partituras, los trajes se han descolorido, el tiempo los ha desgarrado, las joyas parecen más que nunca trozos de cristal, y pensar que ésta era mi alma, Tatina, que en ese bargueño estaba yo, principalmente en este vestidito blanco, de tules y cintas rosadas (aunque no lo creas estas cintas eran rosadas), con el que, con sólo doce años, me presenté ante el maestro, ante Lecuona cantando El jardinero y la rosa, y el maestro se me acercó de lo más emocionado y dijo Serás una gran cantante, y hasta Rita Montaner me dio un beso en la frente y me auguró un éxito seguro. Cuando Tingo entra, la madre está abrazada al vestidito de tules y antiguas cintas rosadas. Casta Diva lo mira y se le acerca fascinada. Yo tenía tu edad cuando Lecuona me oyó cantar. Y desviste a Tingo, y le pone el vestidito de tules. Te pareces a mí cuando tenía tu edad, le dice al hijo. Coloca una cinta en el pelo de Tingo para que el parecido sea mayor. Ahora mueve las manos hacia delante, ordena a Tingo, mueve las manos que yo cantaré.

Sebastián ha escrito en una hoja de su cuaderno de clases: Dios Todopoderoso, espero que al recibo de ésta Te encuentres bien, nosotros no tan bien, Te escribimos porque andamos deseosos de que la Isla deje de serlo, si Tú pusieras de tu parte, podrías tomarla y llevarla hasta Yucatán, hasta la Florida o hasta Venezuela, ¿Te imaginas, Dios, qué alegría podrías damos, si quisieras, a tus no tan pecadores hijos (por lo menos no tan pecadores como Tú crees) permitiéndonos caminar de un país a otro sin el peligro de perecer ahogados?, confiamos en Tu bondad, en espera de respuesta tuya, queda de ti. Sebastián ha puesto la carta en una botella y la ha lanzado al mar.

Regresando del Más Acá, casi entrando en su casa, el profesor Kingston ha encontrado una naranja, doradita y grande. Se inclina con mil trabajos a recogerla. Es tanto el esfuerzo, que me arrepiento de haberla visto, de haberme detenido, aunque de cualquier manera la recojo, ya hasta las cosas más simples se convierten para mí en un problema de honor. Entra en la casa, busca un cuchillo y parte la naranja en dos. Se sienta en la comadrita a chupar la naranja. Vaya decepción, la naranja no sabe a nada, su jugo abundante y amarillo es insípido como el agua. ¿Será un problema mío o de la naranja?, I don't know. Entonces va y se sirve un vaso de leche que tampoco sabe a nada. Parte una lasca de jamonada y la mastica sólo para averiguar el gusto, y tampoco la jamonada tiene sabor.

Ahí está el Herido. Sebastián ha entrado a escondidas en casa de Irene y se ha escabullido hasta el cuarto donde el muchacho duerme. ¿Es un muchacho o una muchacha? Sebastián duda. Extiende una mano y toca las manos de él (o de ella) que están cruzadas sobre el vientre, como ha visto Sebastián que hacen reposar las manos de los muertos. Es de noche, así que Irene ha encendido la lámpara sobre la pequeña mesa al lado de la cama. Sin embargo, Sebastián cree darse cuenta de que la lámpara resulta innecesaria. El cuerpo del Herido está iluminado por una luz que baja en diagonal del techo, aunque Sebastián comprueba que ninguna luz baja de ningún modo, que en el techo no hay ninguna luz, incluso piensa que es posible que la luz escape del cuerpo en diagonal hacia el techo. Para comprobarlo, apaga la luz de la lámpara, y ve que, en efecto, el cuerpo del Herido continúa encendido como si tal cosa, como si la luz fuera asunto de él. El cuarto a oscuras. El cuerpo brillando en medio del cuarto a oscuras. ¿Qué haces aquí?, pregunta al cuerpo iluminado. El Herido abre los ojos y lo mira. Vine por ti, dice con voz que no se llega a saber si es de hombre o de mujer. ¿Para qué te hago falta? Soy yo quien te hace falta. ¿Para qué me haces falta? Ten paciencia, Sebastián, todo a su debido tiempo, ¿sabes? los hombres han olvidado el valor de la paciencia. ¿Me vas a llevar a algún lugar? Quizá. ¿Por qué hablas de ese modo tan raro?, ¿cómo te llamas? Las manos se descruzan y una de ellas dibuja un movimiento cansado y luminoso en el aire. Ya habrá lugar y momento preciso para esos detalles, dime ¿hay un papel sobre la mesita de noche? Sebastián afirma. ¿Tiene algo escrito? Sebastián vuelve a afirmar. Lee lo que dice. Sebastián toma el papel y se dispone a obedecer. Hay cosas que no entiendo. No importa, léelas sin entenderlas, léelas como las entiendas. Sebastián lee: Lucrecio, De Rerum Natura; Apuleyo, El asno de oro; Carlyle, Sartor Resartus; Renan, Vida de Jesús; Michelet, La bruja; Lessing, El Laoconte; Vives, Diálogos; Jacobo de Vorágine, La leyenda dorada; Boecio, La consolación por la filosofía; Fulcanelli, El hermetismo de las catedrales. Muy bien, Sebastián, es una lista inmejorable, ahora doblas el papel y lo guardas en tu bolsillo, no lo pierdas. ¿Para qué lo necesito? ¡Los hombres han olvidado el valor de la paciencia!, suspira el Herido, que sólo te baste saber que lo necesitarás, ahora vete, debes dormir y soñar, en cuanto a mí... ¡estoy tan débil! Sebastián hizo cuanto pidió el Herido. Este cerró los ojos y la luz de su cuerpo comenzó a desaparecer, hasta que Sebastián se vio en la necesidad de prender otra vez la lámpara de Irene.

Una de las virtudes de la literatura es quizá que con ella se pueda abolir el tiempo, o mejor, darle otro sentido, confundir los tres tiempos conocidos en un cuarto que los abarque a todos y provoque lo que podría llamarse la simultaneidad. Una de las grandes ambiciones de cualquier novelista, ¿no será lograr que Pasado, Presente y Futuro se mezclen en una página así como en un mismo cuadro de Luca Signorelli sea posible ver el Calvario, la Crucifixión, el Descendimiento y hasta la Transfiguración? Luego resulta posible que, aun sin que haya ocurrido, se pueda narrar con brevedad el sueño que esta noche tendrá Sebastián. Lo ideal hubiera sido narrar ese sueño futuro en el presente en que el Herido habla. Mientras el Herido habla, Sebastián sueña. Supongo, no obstante, que son resultados demasiado elevados que no permite la pobreza de recursos con que este libro ha sido escrito. Sin duda, el novelista que logre la Simultaneidad habrá hecho una conquista para todos y será llamado «genio». Más modesto, el autor de este libro se dispone ahora a contar cómo será el sueño de Sebastián, al tiempo que Sebastián escapa a escondidas de casa de Irene en medio de la extraña noche de la Isla.

Sebastián estará en un jardín junto a un hombre. El hombre tendrá alrededor de sesenta años y dos hermosos ojos a los lados de una fea nariz. Con boca burlona dirá que se llama Virgilio. Sin saber a ciencia cierta por qué, Sebastián lo venerará como a un maestro, lo llamará Maestro. Cada vez que el Maestro avance, por dondequiera que lo haga, Sebastián seguirá su planta cautelosa. En el sueño, irán avanzando por un jardín. Se detendrán junto a la verja que separará el jardín de la oscuridad. El Maestro le preguntará ¿Quieres pasar al otro lado? Con ingenuidad, Sebastián responderá Tengo miedo. Con lógica, el Maestro observará No te he preguntado si tienes miedo, te he preguntado simplemente si quieres pasar al otro lado. ¿No hay peligro?, y está cargada de inocencia la pregunta de Sebastián. Claro, hay peligro, pero existen, recuerda, peligros deliciosos. Entonces el Maestro llamado Virgilio, para dar el ejemplo, pasará al otro lado. Se escucharán detonaciones, y la figura del Maestro, ardiendo, desaparecerá en la oscuridad. ¿Será necesario relatar la soledad en que quedará Sebastián luego de la desaparición de Virgilio, del Maestro? Es tan grande la desolación que provocan los sueños...

Después de haberse marchado Beny Moré, Chacho regresó a la cama y al silencio. Casta Diva, que se había ilusionado al verlo aparecer entre los árboles, al ver que casi lloraba escuchando al Mejor Cantante del Mundo, se sintió estafada cuando lo vio regresar a la cama, echarse de nuevo en ella, y lo cubrió de improperios, le gritó Mal padre, mal marido, ni porque tienes un hija boba y un hijo inútil, ¿es que no piensas trabajar?, aquí estuvo el capitán Alonso a preguntar por qué no vas al cuartel, que te van a expulsar deshonrosamente del ejército, si no trabajas ¿de qué carajo vamos a vivir tus hijos y yo? El cerró los ojos y fue como si no hubiera escuchado, no movió un músculo de su cara, no alzó una mano indicándole que bajara la voz, como solía hacer cuando discutían. Nada hizo Chacho. A pesar de su ira, Casta Diva se dio cuenta de que el marido no podía hacer otra cosa que permanecer tirado en la cama, en ese silencio desesperante para ella, y de la ira pasó a la compasión, y sintió una fatiga desmesurada que se apoderaba de su cuerpo, y se acostó al lado de él, y también cerró los ojos y hasta puede que se haya quedado dormida.

Durante días, la única prueba que dio Chacho de estar vivo fue su respiración y sus ojos, que a veces se abrían para quedar fijos en las maderas del techo. Tatina podía estar riendo a carcajadas durante horas; Tingo, preguntar hasta la saciedad; Casta Diva, pelear y llorar: él no parecía escucharlos. Era como si, viviendo allí, Chacho viviera en otro lugar. Jamás volvió a la mesa, ni se le vio beber un vaso de agua, no se le vio saciar ninguna necesidad. Parecía como si las funciones del cuerpo se hubieran paralizado. Lo único que dio la impresión de continuar el curso normal de la vida fueron la barba y las uñas.

Y resulta que ahora, en esta mañana que amanece de llovizna (o lo parece, ya se sabe: en la Isla las cosas no siempre son como son), Chacho se levanta de la cama, se dirige al antiguo fonógrafo y busca entre los discos. Coloca uno en el plato. Con gran ruido comienza a escucharse en el cuarto, en la casa, en la Isla, la voz de Carlos Gardel, Sus ojos se cerraron y el mundo siguió andando... En casa de Helena entró la voz de Gardel, y ella no supo de primer momento de dónde llegaba la voz milagrosa con aquel gemido Su boca que era mía ya no me besa más..., y salió Helena a la Isla y le pareció que la voz llegaba de cada árbol, de cada rincón, de cada estatua. Y Rolo, que estaba en Eleusis ordenando los libros, supo que era Gardel (se le hizo un nudo en la garganta) y dejó, por supuesto, los libros y salió a la Isla y encontró a Merengue por el lado de la antipara y del Apolo del Belvedere, y ambos vieron a Helena, y ninguno supo de dónde llegaba la voz, que la voz escapaba sin duda de toda la Isla, Se apagaron los ecos de su reír sonoro... Irene curaba en ese momento con agua oxigenada las heridas ya sanas del Herido, y también se sorprendió, y salió a buscar y vio a la señorita Berta sollozando junto al busto de Greta Garbo. Fue Marta, quien venía tocando las paredes para guiarse y no tropezar, la que informó Gardel está cantando en casa de Casta Diva, Y es cruel este silencio que me hace tanto mal... Y fueron donde Casta Diva y vieron que ella y Chacho, sentados en el suelo, junto a las bocinas del antiguo fonógrafo, tenían la cara oculta entre las manos.

El me enamoró así, explica Casta Diva, yo iba un 6 de enero por la Calzada Real con mi hermana Luisa, que era una niña, cuando lo vi venir vestido de soldado, con veinte años, qué lindo, Virgen santa, qué hombre, y se detuvo mirándome con los ojos alegres y tristes que tenía, y cuando pasamos nos siguió cantando Noche de Reyes, uno de los tangos más bellos que he escuchado nunca, y que él cantaba tan bien, y cada vez que me veía cantaba el tango, y yo me demoraba y demoraba, tenía necesidad de oírlo cantar, hasta que una tarde me tomó del brazo y me llevó a un banco del parquecito que está frente a la iglesia, y aseguró Soy muy feliz de que estés feliz de ser mi novia, y yo no pude responder a la osadía sino diciendo Feliz no es la palabra, no hay palabra para mi felicidad, y así ha sido, créanme, hasta el día de hoy.

Vido está chupando mangos bajo la mata. De repente ha vuelto a hacer calor como si estuviera en agosto. Vido suda chupando mangos bajo la mata. Es dulce el sabor del mango, y tan abundante el jugo, que escapa de su boca y un hilillo de jugo corre hacia el cuello, hacia el pecho, se mezcla con el sudor. Vido recoge con el dedo el jugo mezclado con el sudor y se lo lleva a los labios. A la dulzura del mango se agrega ahora un delicioso toque salado. El olor del mango es intenso, como el sabor. También es intenso el olor del sudor. Vido huele sus axilas y siente gusto, y pasa el mango por las axilas oscurecidas por el vello incipiente, y lo chupa luego con ese agradable toque de sal.

Otro domingo (que no es aquel de la visita de Beny Moré), a mediodía, poco después del almuerzo, Mercedes sale de su casa y pasa el aula, la puertecita hacia el Más Allá, deja atrás la casa del profesor Kingston, se interna en al marabuzal y sin saber cómo llega al borde del mar. Mercedes se sorprende de verse allí, y es que venía pensando ¡Dios, cuánto daría por ser un personaje de novela! Acaba de leer el capítulo octavo de Las honradas, el capítulo en que Victoria no puede hacer otra cosa que entregarse a Fernando, y ha quedado perturbada. Su cuerpo despertó. Mi cuerpo despertó leyendo en uno de los sillones de la sala, frente a mi hermana, que dormía, o lo aparentaba, fui sintiendo cómo cada parte mía reaccionaba con la lectura, y de repente, sin más ni más, estaba desesperada, fui al cuarto, me desnudé lo más silenciosa que pude para no despertar a Marta, entré al baño, llené la bañadera con agua tibia y dejé que mi cuerpo fuera bendecido por el agua, tomé la esponja, me enjaboné, era buena la esponja recorriendo mi cuerpo como tosca mano de hombre (las manos de los hombres deben ser siempre toscas y delicadas al mismo tiempo), observé la piel de mis brazos, de mis piernas, la descubrí blanca, fina, apetecible, mi piel, cerré con fuerza los ojos y que la esponja, es decir, las toscas y delicadas manos, hicieran el resto, con los ojos cerrados es posible imaginar con más fuerza, suelo desnudarme y tenderme en la bañadera llena de agua tibia para lograr que alguien entre y me enjabone, el baño es una de mis secretas satisfacciones, nadie lo sabe, nadie lo sabrá, un hombre distinto acude siempre, desde Lucio hasta el conductor de la guagua roja, ese mulato delgado y alto que lleva pantalones caqui, demasiado ceñidos en la entrepierna, donde se marca una elevación de la que parece estar orgulloso, también viene el soldado que hace la posta en la entrada de Columbia, no tan alto, pero recio, soldadito de plomo, blanco y vistoso, con el traje amarillo, a quien nunca me cansaré de mirar cuando pasa por la calle, el paso majestuoso, o cuando lo veo de civil bebiendo grave en la bodega de Plácido, jugando al billar, no repara en mí, jamás me ha mirado, no existo para él, a veces entra Chavito, también Chavito es hermoso, sólo que en este caso no debo decirlo ¿qué pensarán de mí?, Chavito es negro, tan negro como Merengue, a mí no me importa, yo la verdad encuentro preciosos a los negros, hoy, sin embargo, ¿quién estaba junto a mí en el baño?, Femando, ¿cómo vas a venir, si eres un personaje de novela?, Femando, sí, un personaje de Camón, vino al baño hoy y encontró mi cuerpo despierto, se sentó al borde de la bañadera, primero me miró largo, y yo quedé quieta, como correspondía, fingiendo que sólo me interesaba estar así, en el agua, él sonrió con superioridad, pasó los dedos por mis mejillas húmedas y fue bajándolos poco a poco, ¡lento, Femando, lento!, por el cuello, por los senos, tárdate en los pezones, tortúrame, continuaré, mientras, intentando fingir indiferencia, aunque casi no puedo, voy a gritar, ¡voy a gritar!, que tu mano no se preocupe de mí, que tu mano siga impávida para acariciarme el ombligo, y más, más abajo, un poco más abajo, así, sabio, Fernando, no importa que seas el personaje de una novela de Carrión, ten la conciencia del placer que provoca tu demora, ahora entiendo a Victoria, ¿de dónde sacaste la sabiduría?, abriré las piernas para recibir tus dedos, ¡qué dedos grandes!, tus dedos así, entrando en mí, y ahora que me siento tan feliz, voy a hacerte una confesión: en este momento, yo soy únicamente la humedad donde entran tus dedos, Fernando.

Mercedes está sentada al borde del mar. El sol está en el centro mismo del cielo, hasta el punto que las sombras no existen. La luz es como el agua que llega a los pies de Mercedes. No, la luz no es como el agua, sino peor, mucho peor, el agua viene, la pequeña ola llega, moja los pies y retrocede, se une al todo del que proviene, la luz en cambio, más sabia, queda en el cuerpo de Mercedes, entra por la piel, llega a los huesos, destruye cuanto se le va resistiendo. Cada haz de luz es él mismo un todo. Mercedes siente que va desapareciendo a medida que la inunda la luz. Mercedes siente que ella misma es luz. Mira sus manos, la mirada pasa a través de ellas hacia el mar, hacia el horizonte. El mar es un espejo, algo que está ahí sólo para relumbrar. La arena es otro centelleo. Mercedes está tan iluminada que se incorpora a la luz, es ella un destello más, desaparece.

Todo tiempo pasado fue mejor, éste es mi lema, pero un lema que ha llegado a ser estúpido: ¿de qué tiempo pasado estoy hablando?, ¿cómo puedo decir que el pasado fue mejor si no recuerdo, si no sé de qué pasado estoy hablando?, tú qué vas a entenderme, Herido, asaeteado, acostado ahí en la cama sin saber nada de la realidad, tu misión ahora es dormir mientras curo tus heridas y termino de salvarte como es mi deber, en tanto, aquí tienes a Irene la Desmemoriada, la pobre Irene olvidada de cuanto le ocurrió, sé a lo sumo que mi nombre es Irene, es bastante, tal vez sea bastante saber el nombre, el nombre y la cara en el espejo, mi hijo Lucio ha venido hoy a decirme que el 17 de febrero, el día de mi cumpleaños..., no importa lo que dijo, la fecha quedó dando vueltas, así que mi cumpleaños es el 17 de febrero..., ¿no será la fecha de la muerte de mi madre?, ¿o será acaso que mi madre murió el mismo día de mi cumpleaños?, estas cosas no ocurren, ocurren sólo en las novelas radiales de Félix B. Caignet, y me dio vergüenza preguntarle, Lucio, ¿qué día murió tu abuela?, ¿de qué murió tu abuela?, ¿dónde murió tu abuela?, me da vergüenza, además, ¿qué haría con la información?, ¿de qué me serviría?, yo soy una mujer con la cabeza vacía, y eso puede que algunos lo consideren una suerte, yo no, yo estimo que cada hombre vale por su pasado, será el pasado quien te redima o te condene, ya sé, no me digas, el pasado se va urdiendo con los hilos del presente, observa, sin embargo, Herido, muchacho asaeteado, que cuando una mujer teje su pasado son dos hilos, nada más que eso, dos hilos, y sólo lo que deja de ser presente, lo que se hace pasado, se convierte en tela, el presente sólo sirve para hacer, es decir para el sobresalto y la incertidumbre, el pasado en cambio es lo que está hecho, mal o bien, no importa, es lo hecho y por tanto lo seguro, el terreno firme, del futuro ni hablemos, el futuro es una ilusión, el hombre lo inventó para llenar las horas de tedio que lo conducen a la muerte, el futuro es la muerte, y no sé qué sea la muerte, sólo conozco que es el futuro, ahora dime, Herido, qué hago en esta Isla sin tener una historia que contar, debes saber que lo importante del pasado no es lo que enseña (la mujer teje un mal punto, se detiene, lo deshace y vuelve a tejerlo bien, ¿no?), sino lo que sirve para contar, para hacer el cuento de tu vida, y si tú no tienes nada que contar sobre ti, ¿quién eres?, nadie, por más vuelta que le des, nadie, aunque te vean, si tú no puedes contar Nací un 17 de febrero en Pijirigua, Artemisa, mi padre trabajaba de campesino para unos terratenientes, mi madre lavaba para la calle, éramos tan pobres que mi madre construía mis zapatos con yagua y sacos de yute, yo fui una niña que comenzó a trabajar a los cinco años, recuerdo que me ponían un cajón para que alcanzara el fregadero, cuidé a mis hermanos como una madre, y a pesar de las calamidades que te cuento, fui feliz, si no puedes contar esto que así de pronto se me acaba de ocurrir (y que muy bien pudo haber sido cierto, ¡ojalá!), entonces los demás ignoran cuáles fueron y siguen siendo mis sueños, mis miedos, mis alegrías, mis angustias, mis obsesiones, el problema principal, muchachito Herido, es que tenemos que acabar de entender que la vida no puede servir únicamente para vivirla, opino que Dios nos da la vida también para que la podamos narrar como un cuento, una historia, que entretenga y sirva a otros ¿tú no crees?

Por suerte, hoy Chacho no ha vuelto a colocar en el fonógrafo un disco de Carlos Gardel. La voz del llamado Zorzal criollo llegó a ser tan permanente en la Isla que durante días no pudieron escucharse los alaridos de las cañabravas, ni los jubilosos de las casuarinas, ni los lamentos que últimamente se oyen cada vez con mayor fuerza. La Isla quedó reducida a la voz que repetía una y otra vez, hasta el cansancio, los mismos tangos. Hoy Chacho se levantó temprano y se dirigió derecho al escaparate y sacó los uniformes de soldado, las medallas y los diplomas ganados a los largo de años de servicio como radiotelegrafista del Cuerpo de Señales. Hizo un bulto con ellos y salió a la Isla. No se detuvo a mirar el cielo nublado de finales de octubre. Ni aspiró como otras veces el aire embalsamado de la Isla. Tomó por el Caminito de piedras que conduce a la fuente con el Niño de la oca y llegó al antiguo abrevadero. Allí tiró cuanto llevaba. Roció alcohol y prendió un fósforo. Uniformes, medallas y diplomas ardieron con rapidez. Es justo suponer que para entonces ya Chacho estuviera pensando en los conejos.

¿Qué día es hoy? Lo sabes, 2 de noviembre, día de los muertos. Por esa razón se ha puesto en la Isla una mesa larga, una mesa vieja, desvencijada por aguaceros y soles, pero que se ha vestido con el mejor mantel de encajes de Casta Diva, un mantel hecho por la madre para la boda de la hija y que, según dicen Irene y Helena, es un primor, un verdadero primor. La mesa, con el mantel, ya no parece lo que es. Entonces es mentira que el hábito no hace al monje, observa Rolo. La mesa se ve de lo más linda. El mantel casi llega al suelo, oculta las paredes toscas, comidas por el comején. En el centro, colocaron el gran crucifijo de bronce, uno de los mayores orgullos de la señorita Berta. Es un crucifijo simple, sin adornos, tan limpio que reluce como oro (sin serlo) y cuyo mayor valor, según la Señorita, estriba en que cuidó la muerte de Francisco Vicente Aguilera en su finca de San Miguel de Rompe. Y la señorita Berta se llena de orgullo mirando al crucifijo y comienza a narrar (no se sabe cuántas veces lo ha hecho) la amistad de su padre con Aguilera y con los dos primeros presidentes que tuvo la República en armas, Céspedes y el marqués de Santa Lucía, Salvador Cisneros Betancourt. Alguien, probablemente Helena, la interrumpe con delicadeza, con finura para que la señorita Berta no se sienta herida, sólo que es necesario interrumpirla, que si no hará otra vez el cuento de la guerra y del exilio, y ponderará una vez más el heroísmo del padre, la entereza de doña Juana (que continúa durmiendo vestida con el ropón de hilo, el rosario en las manos y la vela blanca encendida sobre la mesa de noche, frente a una estampa de la Caridad de El Cobre). Cuando la señorita Berta hace silencio comprendiendo quizá que los demás no están para peroratas, las mujeres, Helena, Irene, Casta Diva, continúan arreglando la mesa. En dos búcaros colocan sendos ramos de flores artificiales (y que en verdad sorprenden: no parecen flores artificiales que imitaran flores naturales, sino flores naturales que imitaran flores artificiales). Admiran los ramos y llenan los bordes de la mesa con las palmatorias y las velas que cada cual ha traído. Velas de todo tipo. De las baratas, de a dos por cinco centavos, que se apagan enseguida, y otras hermosísimas, rojas, azules, amarillas, rosadas, con formas de santos; las hay altas, muy altas, cirios, que permanecerán encendidas toda la noche si el viento lo permite; también velas gordas que ha aportado el profesor Kingston y que, según el criterio de la señorita Berta, no se deberían usar puesto que son velas heréticas, que tienen grabadas estrellas de seis puntas. Sí, explica humilde el profesor, me las regaló un polaco amigo. Rolo aclara que esas estrellas de David no importan, lo que interesa es la luz que recibirán nuestros muertos, y además precisa tener en cuenta que las estrellas se irán borrando a medida que avance la noche. Se colocan en las palmatorias más grandes las velas aportadas por el profesor Kingston (y asunto concluido). En el suelo, las flores naturales encargadas a Le Printemps, que es un jardín elegante, donde han compuesto cinco ramos de príncipes negros con cintas y moñas y tarjetas que hacen propaganda de la casa. Irene también ha preparado sus ramos (hay que reconocer que son aún más bellos los ramos de Irene) y ha colocado por doquier pencas de arecas y ramas de pinos. Dos ángeles de mármol. (En realidad no son de mármol, no nos dejemos engañar, son de barro; entre el barro y el mármol existe la misma diferencia que entre nosotros y Dios.) Y los ángeles tristes, con unción, se abrazan, miran al cielo con ojos sin pupilas. Los ángeles dan el toque final a la mesa. Casta Diva casi se echa a llorar. Irene la obliga a controlarse con un gesto y dice No olvides que hoy es el día de los fieles difuntos. Casta Diva llora Sí, hoy es mi día. Mercedes la abraza No te pongas así, Casta, tú estás vivísima. No, Mercedes, no te engañes, estoy más muerta que viva. Rolo da dos palmadas con sonrisa inexplicable (¿de burla, de benevolencia?), da dos palmadas y la orden de que traigan las fotografías. Cada cual regresa con las fotos de sus muertos. La mesa se repleta de fotos enmarcadas. Marcos dorados y plateados, marcos de baquelita, marcos de madera y cristal, marcos de ébano y cartón. Y las fotografías... Las más variadas que pueda pensarse. Fotos de estudio y de camaritas, fotos coloreadas y fotos sepia, fotos en pose y de sorpresa. Las caras resultan diferentes, de pronto (y esto no debería escribirlo, suena a blasfemia, ¡qué se le va a hacer!; entre otras cosas, las novelas se escriben para blasfemar) de pronto, repito, la mesa semeja una mesa de feria. Se destacan en la mesa las siguientes fotografías: niña con pelota en las manos; anciana desdentada que sonríe; joven trajeado; pareja vestida a la usanza de los años veinte; joven militar sobre fondo marino; niño de meses acostado en moisés; señor extremadamente serio, con sombrero de pajilla, recostado a silla de medallón, en la que señora sentada acaricia perrito blanco; damita de largo vestido recostada lánguida en columna dórica; señora en pantalones, portando cayado, sonriente, entre malezas; mujer joven, que recuerda bastante a Irene, niño en brazos; señora con sombrero, bufanda y sobretodo en medio de nevada; negro sonriente que toca tumbadora; payaso triste; anciana tras micrófono; policía; hombre a caballo, polainas, machete, traje mambí. Hay muchas caras, caras de todas las formas posibles, con las más variadas expresiones, que hay hasta una foto de Stan Laurel sonriente. Sebastián se impresiona con la fotografía de un niño sobre un caballito de madera. Es como si hubieran puesto la foto de él mismo, de Sebastián, que aunque la foto sea vieja (incluso puede verse en una esquina la fecha), es como si fuera Sebastián montado en un caballito de madera. Y se impresiona aún más cuando se entera de que es la fotografía de su tío, del tío Arístides, que murió terriblemente. Murió, cuenta Irene por lo bajo, para que Helena no la oiga, cuando iba a un juego de pelota, que tu tío era gentil y un anciano se sentó en el guardafangos del camión y él, con sus dieciocho años magnánimos le ofreció su parte en el asiento y se fue él al guardafangos, y cuando quince minutos más tarde el camión se volcó, tu tío Arístides quedó aplastado por el camión, con sólo dieciocho añitos, tu tío, Sebastián, igualito a ti, seguro que su espíritu anda alrededor de ti y te ampara, es tu ángel guardián tu tío Arístides. Irene se va como si nada hubiera dicho, y se inclina a otro oído y señala otra fotografía. Hay tantas (cincuenta, sesenta, cien) que la mesa no alcanza. Y la señorita Berta ha traído un busto de Antonio Maceo y otro de José Martí, Muertos insignes, dice. Traen páginas de la partitura original del Himno Invasor. Traen un pedazo ensangrentado de la camisa de Plácido. Traen los espejuelos de Zenea. Traen un óleo original de Ponce. Traen un libro de Emilio Ballagas. Traen trozos de las maderas de cierto barco que se hundió. Mercedes aparece con una fotografía de la descuartizada, de la pobre Celia Margarita Mena. Casta Diva coloca una foto de una mujer muy linda, con peineta, flor roja, mantilla negra, mirada apasionada, labios entreabiertos. También se ha aparecido Merengue con una foto de Nola, la esposa. Merengue también ha traído la foto de un negro adusto, foto tan vieja que parece un daguerrotipo. Tampoco se pone objeción. Se sabe que es Antolín, el negro, el santo, el espíritu protector de Merengue. Y se encienden las velas. Mercedes las va encendiendo y cuando quedan todas encendidas, se esparce por la galería el olor de la parafina. Cayendo de rodillas, la señorita Berta canta El Señor es mi pastor, nada me faltará... con voz de contralto indefensa. Poco a poco van cayendo todos de rodillas. En lugares de delicados pastos, me hará yacer... Helena se tapa la cara con las manos. Con las manos juntas y los ojos cerrados, Casta Diva se une al canto. Junto a aguas de reposo me pastoreará... Irene tiene el rosario entre las manos. Confortará mi alma: me guiará por sendas de justicia... Rolo baja la cabeza, pega la barbilla al pecho Nuestras vidas son los ríos... musita. Lucio ha puesto una rodilla en tierra y recostado la frente en una mano. Mercedes se tapa la cara con un velo negro. En el suelo, Merengue se ha quitado el sombrero. El profesor Kingston se concentra en las palmas de sus manos. Hierática, como una esfinge, Marta se balancea en un sillón. Pasa un pájaro pesado y blanco. Se persignan.

(Cada vez que pase una lechuza, los personajes de esta novela se santiguarán.)

Mamá, no entiendo, gime Tingo-no-Entiendo buscando refugio junto a Casta Diva. Mirándolo malhumorada, la madre lo manda a callar. Tingo interrumpe el salmo cantado de la señorita Berta. ¿Por qué, mamá, por qué? Cállate, muchacho, cállate. No, explícame, ¿por qué?, no entiendo, quiero saber. Ojalá supiéramos, dice Rolo con doble intención, no hay nada que saber. Hoy es 2 de noviembre, día de los fieles difuntos. Y eso, ¿qué importa? Callan, olvidan los rezos, miran perplejos hacia todos lados. Y eso, ¿qué importa? ¿Por qué esta mesa, estas fotografías, estas velas, estas flores? La señorita Berta interrumpe el canto. Todos se ponen de pie y sin hablar entre sí se van a diferentes rincones. ¿Por qué, por qué?, pregunta Tingo una y otra vez, sin cansarse. Nadie responde.

Es la noche de los muertos. Alta, limpia, fresca, llena de estrellas, sin calor, sin amenaza de lluvia. Iluminada con las velas y las fotografías de los muertos, la mesa permanece en una esquina de la galería. Frente a ella, se han agrupado hombres y mujeres, sentados en sillones, abanicándose. Velan una vez más a sus muertos. Cada año, en día como éste, los muertos se vuelven a velar. Procuran que las velas no se apaguen, que les llegue la luz, sí, que la luz ascienda y se mezcle con la luz de los espíritus luminosos, que ilumine a los espíritus sombríos. De cuando en cuando cambian el agua de las flores naturales, de las grandes copas dedicadas a santa Clara. A veces se escucha un Padre Nuestro. A veces, un Ave María. Rezan el rosario. También, a ratos, permiten que crezca el silencio (el silencio de la Isla, por supuesto, que está poblado con el idioma desconocido de los árboles). El silencio de la Isla y de la noche alta, limpia, fresca del dos de noviembre, día de los muertos. Por allá por el zaguán, por la antipara, junto al Apolo del Belvedere, se puede escuchar de cuando en cuando el bastón de la Condesa Descalza.

¿Qué cosa es la muerte?

Cuando niño, me llevaban al cementerio cada día de los muertos, allí, explicaba mi madre, permanecía lo único valioso, lo único perdurable que teníamos, las cenizas de los tatarabuelos, de los bisabuelos, de los abuelos, de algunos tíos, a mí me encantaba que llegara el día de los fieles difuntos, mi madre preparaba una cesta con velas, otra con frituras de maíz (siempre frituras de maíz) y salíamos ella y yo pueblo abajo hacia el cementerio, único día del año en que se nos permitía entrar al cementerio de noche, cuando pasábamos la iglesia y doblábamos por la calle Céspedes, se veían a lo lejos los muros altos y el resplandor que flotaba sobre los muros altos, una halo que siempre me intrigaba, yo sabía que aquel nimbo dorado eran las luces de tantas velas, pero al propio tiempo (y no sé cómo explicarlo) no lo sabía, y siempre me intrigaba que el punto que mi madre señalaba y nombraba, el cementerio, fuera una luminosidad, un fulgor que se destacaba en la noche, un fulgor que hacía que la única zona siempre oscura del pueblo fuera esa noche más brillante que lo más brillante, y recuerdo que cuando llegábamos encontrábamos vendedores de imágenes y velas y estampitas y relicarios y oraciones, encontrábamos a los que hacían promesas, de rodillas, pidiendo por el amor de Dios, por la Santísima Virgen, por santa Rita de Casia (Abogada de Lo Imposible) una moneda, una caridad, que mi madre siempre me daba para que fuera a mí a quien desearan Que Dios le dé mucha salud, y no puedo evitar verme ahora entrando a aquella feria en la que se había convertido el cementerio, cada tumba, cada panteón, llenos, toda la familia reunida allí igual que los demás días se reunían en los portales, conversando, riendo, bebiendo café, chocolate y hasta aguardiente, haciendo cuentos, calculando en qué año murió Fulano de Tal, en qué año contrajo la tisis Mengano, y los jarrones atestados de dalias, rosas, gladiolos, lirios, con pencas de guano y ramos de muralla, y yo encendía las velas en la humilde tumba familiar, y me contaba mi madre de la cirrosis de abuela Emilia, y de la consunción de los dos abuelos, Ramón y Berardo, y de la cirrosis de mi padre, que el mismo día de su muerte, por la mañana, había planeado un viaje a Guanabo, quería entrar al mar, y nada se decía con tristeza, al menos con esa tristeza que adquirían los cuentos de muertos en otros días del año, los cuentos tenían esa noche algo gozoso, como si la muerte fuera una fiesta, morir algo gozoso, una ventaja que ellos, los muertos, nos llevaban, y brindábamos con refrescos, y las familias se intercambiaban las comidas que habían llevado en sus cestas, y las niñas acostaban sus muñecas sobre las tumbas, y los niños se acostaban ellos, jugábamos a morir, que es un juego asombroso (sobre todo porque era un juego), y caminábamos por la tierra, la tierra llena de tierra, la tierra con más tierra, y nos poníamos a cantar, cada uno de los presentes entonaba una canción distinta, babel, confusión de voces que de cualquier manera Dios, allá arriba, debía de entender.

¿Qué cosa es la muerte?

¿Conoces tú la historia del joven que se iba a casar con una doncella preciosa y por el camino encontró un cadáver?, si no la conoces, nunca entenderás por qué en días como hoy representan, en cada teatro de España, el Don Juan Tenorio del vilipendiado, del no tan fácil Zorrilla.

Sucedió en cierta ocasión que un mancebo, en vísperas de su boda y pasando por un camino, encontró un esqueleto. Por burlarse pidió al esqueleto ¿Por qué no vienes al banquete de bodas? Y continuó su camino. El esqueleto, sin embargo, acudió al banquete para sorpresa y horror (supongo) de los presentes, y comió y bebió como el que más y cuando hubo terminado se acercó al joven y le dijo Quiero hacerte un regalo, te ruego vengas conmigo. Temblando, el joven siguió al esqueleto un largo trecho, un tiempo largo, y subieron montañas y pasaron ríos y poblados hasta que llegaron (de noche, por supuesto) a un extenso valle lleno de lucesitas. El joven descubrió que las lucesitas provenían de miles de millones de velas encendidas en un valle. Las había acabadas de encender, las había mediadas, las había a punto de consumirse, las había apagadas. ¿Qué significan tantas velas?, indagó el joven. Cada una representa la vida de cada uno de los hombres que viven en la tierra. El joven miró a su alrededor y casi sin voz preguntó ¿Cuál es la mía? ¡Esta!, exclamó el esqueleto alzando una, sopló sobre ella y la apagó.

¿Qué cosa es la muerte?

Mírame, mírame bien y no me olvides, mírame bien hasta que te hartes de mirarme, y entonces ya no harás la pregunta, ¿qué cosa es la muerte?, la muerte es una noche en que no tienes a quién ver ni a quién contarle que no tienes a quién ver para contarle que no tienes a quién ver, mírame, mírame bien, la vida es un viaje, la muerte es otro viaje, la meta es el horizonte, el horizonte es una línea que no se alcanza, por más que te esfuerces no se alcanza, porque si se alcanza deja de ser horizonte, ¿no será que un viaje (el viaje de la vida), y el otro viaje (el viaje de la muerte), son el mismo viaje sin que lo sepamos?, ¿no será que las palabras vida y muerte designan lo mismo?, a ver, responde, ¿tú has esperado a alguien mucho tiempo, tanto que has olvidado que esperabas a alguien?, esperar, esperar, esperar, esperar, esperar, hasta el fin, y lo más gracioso es que no hay fin, estar en la sala como si hubiera ocurrido una catástrofe, como si hubiera, lo recalco porque de catástrofes nada, la tierra en silencio y tranquila, gira, gira, como dice el tango, y nadie más que tú espera y espera, y nada, nadie llama a la puerta, ay, Dios, es espantoso, te quejas, sí, Dios existe pero es sordo, ¿y quién se atreve a destacar la diferencia entre un vivo y un muerto, y no me vengan con la bobería de que un vivo respira y un muerto no, ¿la carroña?: un accidente sin importancia.

¿Qué cosa es la muerte?

Muchacho, hijo mío, si yo pudiera sentarme un día y contarte mi vida desde el primer vagido hasta hoy, no tendrías la valentía de hacer semejante pregunta, no te permitirías esa ingenuidad, al principio uno cree saber qué es la muerte, incluso es capaz de definirla en unas cuantas palabras, palabras sensatas, aptas para los ineptos, la he visto tanto y tan cerca, la he soñado, repudiado y añorado tanto, ha rondado y la he rondado con tanta persistencia, que ya sé que es tonto cualquier intento de definirla, mientras más cerca más lejos, el horizonte, dije y repito, ¿así que ustedes piensan que es una noche especial, la noche de los fieles difuntos?, pobrecitos, ¿será la noche en que nuestros muertos experimentan, con mayor fuerza, la alegría de estar muertos?, yo digo que hoy es nuestro día, que son ellos quienes nos velan, sí, ya sé, son palabras, uno tiene la manía de las palabras, arranquémonos las lenguas, cortémonos las manos, saquémonos los corazones podridos, será un mundo mejor, a mí, por ejemplo, me encanta dormir, el sueño es el anticipo de la muerte, preparación, clase, conclusión, todos sueñan lo que son aunque ninguno lo entiende, ¿se sueña?, ¿se tienen pesadillas?, yo diré para siempre que odio las preguntas tontas y todavía más las respuestas tontas, cualquiera sabe que vivir y morir es lo mismo y que ambas cosas significan soñar.

¿Qué cosa es la muerte?

Un día fui al cementerio, sacaban los restos de alguien a quien mucho quise, alguien que debe de estar en la gloria (si esto es posible), y los sepultureros se equivocaron sin querer (o queriendo, a los sepultureros les encantan los errores), y abrieron una tumba que no era la tumba de ese alguien a quien mucho quise, sacaron el cadáver espléndido y reciente de una niña de once años, yo la vi, sí, señor, la vi con estos ojos que también algún día saltarán de sus órbitas, la niña se había convertido en una masa temblorosa de pus y gusanos que no estaban quietos un segundo, en algunos lugares, restos de piel, de lo que debió de ser una hermosa piel de once años, y los sepultureros me dijeron que había sido una muerta linda, lindísima, pero cuando la vi resultaba imposible saberlo, y no voy a hablar de la peste, no, no hay peste en el mundo más insoportable que la de un cuerpo humano cuando muere, lo juro, en particular recuerdo los ojos, que ya habían perdido los párpados y eran dos cuencas de líquido verde que corría incesante como lágrimas, y por aquel cuerpo (digo cuerpo para que me entiendan) corrían cucarachas blancas, gigantes, como no he visto ni he vuelto a ver, supongo que hasta mi pudrición, y la boca tenía una risa extraña, no hay risa tan pertinaz, miles de moscas llegaron desde todos los puntos del cementerio para bordonear sobre la masa gelatinosa que había sido una niña de once años, y a sus pies, intacta, intocada, limpia, perfecta, una hermosa muñeca rubia de ojos azules que cuando la movimos dijo Mamá.

¿Qué cosa es la muerte?

Cállate, víbora, cierra la inmunda boca.

Está bien, cierro la boca, mais vous serez semblable à cette ordure, à cette horrible infection, étoile de mes yeux, soleil de ma nature.

Cállate o te convertirás en carroña mucho antes de que te des cuenta.

Por favor, señores, respeten la memoria de los muertos.

El hombre es el único animal que almacena a sus muertos, el único animal, el único.

Acógenos en tu seno, Dios misericordioso.

Sí, acógenos en tu seno de horror y podredumbre.

Oye, yo quisiera dar un paso, abrir una puerta, dar otro paso y ya.

Es decir, nada, un paso y polvo.

Polvo, nada.

No me digas, ¿y tú crees que a nosotros nos gusta que nos guarden en cajas, que nos encierren en bóvedas y nos abandonen a la pudrición?

Ay, coño, me desespera pensar que me encerrarán y pondrán, encima de esta carne llena de deseos, encima de esto que soy, una lápida de mármol.

No me pongan flores, ¿oyeron?, no me pongan flores.

¿Qué cosa es la muerte?

¿Te acuerdas, amigo mío, de aquel ahogado que vimos cierto día en que queríamos divertirnos, tomar cerveza en la desembocadura del río, junto al mar?, ¿te acuerdas?, un joven, magnífico, o sea, un joven, otros magníficos jóvenes lo sacaron, aún no estaba rígido, y su cuerpo se resistía a comprender que ya la sangre no corría por él, su cuerpo se negaba a olvidar el cielo y las gaviotas y las cervezas heladas que nosotros estábamos tomando, me dijiste En un instante el hombre deja de ser hombre y se convierte en cosa, y ¿de verdad crees que aquel muerto tan hermoso era una cosa, una cosa más entre las cosas?, no queríamos mirarlo, sí queríamos mirarlo, no mirábamos, mirábamos, y tendrás que reconocerlo: el ahogado había agregado, a su belleza física, la belleza de la indiferencia.

¿Qué cosa es la muerte?

La Isla.

¿Se han fijado en la Isla?, inmenso cementerio sin tumbas,

cementerio gigante la Isla,

almas errantes deambulan por la Isla,

¿y cuándo murieron estos pobres isleños?

En Balonda, dicen, el hombre abandona la choza y el jardín donde ha muerto su mujer favorita y, si vuelve al sitio, es para orar por ella.

Morir es entrar en la segunda vida, la mejor.

Yo no quiero más vida que ésta, que me dejen en ésta para siempre, aguardiente, majarete y, si es posible un disco de Nico Membiela o de Blanca Rosa Gil, otro de Esther Borja cantando Damisela encantadora, damisela por ti yo muero.

No te preocupes, en ésta seguirás para siempre, que los muertos no se dan cuenta de que están muertos, he ahí el drama, el terrible drama de los muertos.

Sí, que me dejen tomando cerveza Hatuey, comiendo chorizos El Miño, lechón asado, calabaza y malanga hervidas con mojo isleño, entiéndame, hay cosas que no son para esta noche.

El hombre es un vestido, un trapo viejo que alguien olvida en un clavo, y pasa el tiempo y cuando lo vuelves a ver, nada, polvito en el suelo que se debe barrer.

¿Te has perdido alguna vez en la Isla?,

ah, perderse en la Isla, a esa hora precisa de esta Isla en que nadie sabe exactamente la hora que es,

despertar sin saber quién eres, ni dónde estás, ni qué vas a hacer,

quitar las capas de tierra que te han echado encima, levantarte para nada, mirar a tu alrededor sin que haya nada que mirar,

no, morir es una fiesta, un baile con Maravillas de Florida, con la orquesta de Belisario López, un son, un mambo, un cha-cha-chá, un bolerito, en nombre de este amor y por tu bien te digo adiós adiós, adiós, adiós, qué triste fue el adiós, qué inmensa soledad me quedó sin tu amor.

Señores, por favor, un poco de respeto.

¿Qué cosa es la muerte?

Maeterlink, Maurice Maeterlinck, ¿saben quién es?, dijo que el aniquilamiento total resultaba imposible, que somos prisioneros de un infinito sin salida donde nada perece, todo se dispersa, pero tampoco nada se pierde, dijo que ni un cuerpo ni un pensamiento pueden caer fuera del tiempo y del espacio, de donde pueden deducir, amigos míos, que yo no moriré, ¡nunca!, nunca moriré, cuando llegue la hora de los estertores y las boqueadas y el último aliento, y unas manos que se creerán piadosas cierren estos ojos obstinados, entonces ya estaré convertido en la fruta que morderá un adolescente, en el agua que refrescará los cuerpos, en el pan que saciará las hambres, en el vino que borrará las penas, en el árbol que mitigará el sol bestial de la Isla, en el sol bestial de la Isla, en cada risa con la que suele espantarse el horror de la Isla, en cada palabra, estaré en cada palabra, soy una combinación de palabras, soy todas las palabras, palabras mías, asciendan a las estrellas y dirijamos desde allí el destino de los mortales.

¿Terminaste?, demasiado retórico para mi gusto.

¿Qué cosa es la muerte? Vido llama a Tingo-no-Entiendo y le pregunta Oye, ¿tú quieres ver a una muerta? Aunque asustado, Tingo afirma. Ven, yo conozco una muerta y te la voy a enseñar, y te enseñaré además cómo resucita. Vido sale corriendo por la galería y se interna por el lado de la Venus de Milo. Tingo lo sigue. La noche de los fieles difuntos es limpia y los árboles se ven nítidos. Atrás quedan las voces, los cantos, los salmos. Por el lado del Laoconte, donde las higueras y los ébanos carboneros, Vido se detiene. Es aquí, dice, ponte de rodillas. ¿Por qué? Porque sí, imbécil, porque tienes que estar de rodillas, si no ella no aparece. Sin entender, Tingo se arrodilla. Ahora cierra los ojos, concéntrate, di para tus adentros «que aparezca la muerta». Vido zafa el cinto y se baja el pantalón. ¡Abre los ojos!, y hay en su voz un tono imperioso, impaciente. Tingo abre los ojos. Vido se está acariciando. Está muerta, ¿ves? Tingo se va a levantar pero Vido se lo impide Tócala, anda, tócala para que resucite, si la tocas, estará viva, dice Vido, y si logras revivirla, tendrás que matarla poco a poco otra vez.

La noche se hace cada vez más noche, más alta, más noche y más limpia. Es necesario, a cada momento, encender las velas que se apagan. Cuando están encendidas, a la luz de las llamitas titubeantes, las fotografías semejan estampas de santos.

Y después de todo, ¿alguien me quiere decir por fin qué cosa es la muerte?

Muy tarde, cuando la noche resulta más noche, y cuando nadie puede o nadie se siente capaz de decir cuándo, el narrador decide que ocurra el milagro. No es un milagro en realidad. El narrador (que tiene el defecto de la grandilocuencia) quiere revestirlo con atmósfera de grandeza, de prodigio. El narrador tiene su vena teatral de la que, por más que quiera, no puede desprenderse. Impaciente como todo lector que se respete, el lector impaciente quiere saber en qué consiste el «milagro».

Y el milagro consiste en que el Herido aparece junto a la mesa de Difuntos, vestido con un pijama de Lucio, el pelo revuelto por tantos días de cama. Ninguno de los personajes que viven en esta Isla ha visto jamás a Dios (al menos del modo en que ellos lo imaginan, puesto que se sabe: Dios está visible en la Creación, lo vemos cada día de muchas maneras que a veces no comprendemos). Estos personajes caen todos de rodillas porque creen ver a Dios. No lo creen así, de modo tan explícito, sino de forma que casi les resulta inexplicable, y que hasta llega a confundirse con la alegría que les provoca el verlo sano y salvo, cuando en algún momento creyeron que no viviría. Oscuramente, sin embargo, algo les dice que este Herido tiene que ver con sus destinos. Y él, como buen padre, va donde cada uno, acaricia sus cabezas, menciona sus nombres como si los conociera de toda la vida. Y resulta una suerte que ellos tengan las cabezas bajas y no puedan ver la mirada de lástima que ahora está asomando a los ojos del Herido.