I
Una noche en la historia del mundo
Se han contado y se cuentan tantas cosas sobre la Isla que si uno se decide a creerlas termina por enloquecer, así dice la Condesa Descalza, que está loca, y lo dice sonriendo y con cara de burla, cosa nada sorprendente porque ella siempre tiene cara de burla, y lo dice haciendo sonar los pulsos de plata y perfumando el aire con el abanico de sándalo, sin detenerse, segura de que todos la escuchan, paseando por la galería con los pies descalzos y el bastón en que se apoya sin necesidad. Habla de la Isla y con la Isla. Esto no es una Isla, exclama, sino un monstruo lleno de árboles. Y después ríe. Y cómo ríe. Escucha, ¿no oyes?, la Isla tiene voces, y, en efecto, todos creen oír las voces, que la Condesa Descalza les contagia la locura. Y la Isla es una amplia arboleda de pinos, casuarinas, majaguas, yagrumas, palmas, ceibas y las matas de mango y de guanábana que dan los frutos más grandes y más dulces. Y hay también (cosa sorprendente) álamos, sauces, cipreses, olivos, y hasta un espléndido sándalo rojo de Ceilán. Y le crecen multitud de enredaderas y rosales que Irene planta y cuida. Y lo surcan amates de piedra. Y tiene, al centro, una fuente de agua verdosa donde Chavito ha puesto un regordete niño de barro con una oca en los brazos. Formando un rectángulo, se levantan casas, deteniendo a duras penas el avance de los árboles. Los árboles, no obstante, tienen fuertes raíces y levantan las aceras de las galerías, y los pisos de las casas, y por eso los muebles se mueven, caminan como si tuvieran alma. Yo te digo habrá un día en que los árboles entren a las casas, recalca, con tono de profetisa, la Condesa Descalza. Y aunque sienten miedo, Merengue, Irene y Casta Diva ríen, se ríen de ella, esta loca tiene cada cosas.
A la Isla se llega por la gran puerta que da a la calle de la Línea, que está en una zona de Marianao llamada (será fácil deducir por qué) Reparto de los Hornos. La entrada debió de haber sido suntuosa hace años. Tiene dos severas columnas que sostienen el frontón y la solemne verja, bastante herrumbrosa, que permanece cerrada. En lo alto de la verja, junto a unas letras retorcidas donde se lee LA ISLA, hay una campana. Si uno quiere que le abran, debe mover la verja varias veces para que las campanadas avisen, y entonces vendrá Helena con la llave y abrirá el candado. Los tiempos están muy malos, dice Helena a todo el que llega, a modo de justificación. El visitante debe reconocer que, en efecto, los tiempos están muy malos. Y pasa al zaguán. No importa que allá afuera, en la calle, el calor sea insoportable. El zaguán no tiene que ver con la calle: está fresco y húmedo y resulta agradable detenerse en él para secarse el sudor. En una esquina se puede ver el carro de Merengue, tan blanco que da gusto, con los cristales que relucen. Y hay además tiestos con diferentes variedades de malanga, y una torpe reproducción de la Victoria de Samotracia. La Isla todavía no se ve, aunque se la presienta; desde el zaguán no puede distinguirse la Isla porque una enorme antipara de madera interrumpe la visión. Antes de llegar a la galería, las paredes son de un amarillo deslucido, y el techo, supuestamente blanco, es tan amarillo como las paredes. De hierro, sin adornos, son las lámparas y casi ninguna tiene intactos los cristales. En la primera esquina, justo al lado de la puerta del tío Rolo, una escupidera de metal oscuro y una percha de madera que se ha desgastado sin uso. Cuando finaliza la antipara, y se avanza unos pasos por la parte izquierda de la galería, hacia la casa de Rolo, se puede afirmar que por fin uno ha llegado a la Isla.
Y nadie sabe la fecha en que la Isla fue construida, por la simple razón de que no fue construida en una fecha, sino en muchas, a lo largo de años, en dependencia de la mayor o menor fortuna de los negocios de Padrino. Lo único que se sabe con certeza es que la entrada principal se terminó cuando el gobierno de Menocal, en pleno brillo de las «vacas gordas». Lo otro son especulaciones. Algunos piensan que la primera casa fue la de Consuelo, levantada hacia 1880, y puede que tengan razón si se observa que la casa de Consuelo es la más deteriorada. Rolo afirma, usando datos que nadie sabe de dónde extrae, que buena parte de la edificación ya existía cuando el Tratado de París. Dato que no vale tener en cuenta si se conoce que Rolo, con tal de mostrar conocimientos, es capaz de afirmar los mayores desatinos. De cualquier modo resulta evidente que este enorme rectángulo de cantería que cerca una parte de la Isla (la que comprende lo que ellos llaman el Más Acá), no fue levantado de un tirón, sino que se hizo a lo largo de sucesivos gustos y necesidades. Y quizá por eso tenga el aire de improvisación que muchos le achacan, el parecer un edificio que nunca se hubiera terminado. Altas e irregulares paredes renegridas. Exiguas ventanas con hojas de cristal nevado. Estrechas puertas de dos hojas. Lucetas azules y malva. ¿Qué importa la fecha? El profesor Kingston, aclara, socarrón, que la Isla es como Dios, eterna e inmutable.
Y por suerte las casas están en el Más Acá, porque el Más Allá es prácticamente intransitable. Una estrecha puertecita de madera, construida hace muchos años por Padrino, y ahora casi destruida, separa el Más Allá del Más Acá. Aquél es una amplia faja de terreno no delimitada por el rectángulo del edificio, una faja de terreno libre que corre hacia el río y donde se levanta una sola casa, la del profesor Kingston, y una barraca donde el padre de Vido tuvo en otro tiempo la carpintería. El único camino que más o menos se puede apreciar en esa parte es el que el viejo profesor ha hecho con su paso diario.
Ocurre que, en su conjunto, la Isla (el Más Allá y el Más Acá) es muchas islas, muchos patios, tantos, que a veces ellos mismos que viven allí desde hace años, se pierden y no saben adonde dirigirse. Y el profesor Kingston afirma que depende de las horas, que para cada hora y para cada luz hay una Isla, una isla diferente; la Isla de la siesta, por ejemplo, no se parece a la de la madrugada. Helena sostiene que sin estatuas sería distinto.
Es cierto, las estatuas. ¿Y quién puede imaginar la Isla sin estatuas? Estatuas con que Chavito ha llenado la Isla. Seres mudos e inmóviles, pero tan vivos como los demás, con tanta conciencia y pobreza como los demás, tan tristes y débiles como los demás. Así dice la loca. Y los otros sonríen, niegan con la cabeza. La pobre. Pobre loca.
En un rinconcito que nadie ve, entre el Discóbolo y la Diana, como quien va a la antigua casa de Consuelo, está la Virgen de la Caridad de El Cobre, en urna construida con cristales y piedras (traídas desde las canteras de Oriente). Las piedras y los cristales se confunden con el follaje. Hay que saber dónde está la Virgen para encontrarla. Es una imagen humilde y pequeña, sin fasto, como el original que se halla en el santuario de El Cobre. Todos saben que esta Virgen es la patrona de Cuba; pocos saben que no hay en el mundo imagen más modesta, menuda (mide apenas veinticinco centímetros), sin retorcidas refulgencias, casi construida con la intención de que cueste reparar en ella. El artista (eminente) que talló la cara mestiza es, por supuesto, anónimo. El traje (sin adornos) fue hecho con tosca tela de un amarillo casi blanco. Carece de corona; para ser sincero, falta no le hace: el pelo endrino es adorno suficiente. El niño en sus brazos, también mestizo, posee una graciosa expresión en la carita. Y donde el artista anónimo demostró la grandeza fue en los tres jóvenes que, a los pies de la Virgen, en un bote, reman desesperados, atrapados por la tormenta, por allá, por la bahía de Nipe. Todo el mundo sabe que la Caridad se apareció a estos tres jóvenes que estaban a punto de morir. Los eligió para salvarlos. Los eligió para mostrarse. Como son tan pequeños, precisa fijarse con sumo cuidado en ellos para descubrir que el artista anónimo (y eminente) los dotó de vida, es decir, de angustia. Hay dos (aún no han tenido la Visión) que están seguros de que van a morir. El tercero, en cambio, el más elegido de los tres, ya ha descubierto el resplandor y mira hacia lo alto. El artista anónimo lo ha sabido mostrar en el instante en que su cara, aún sin perder la consternación, comienza a cubrirse de beatitud. También es justo consignar aquí que el oleaje de madera que pretende tragarse a los tres hombres es un alarde de virtuosismo. Frente a imagen tan humilde (por lo pequeña, digo), Helena ha puesto un búcaro sin adornos, siempre repleto de flores amarillas. Hay, además, algunos exvotos. No se debería perder de vista la urna, la Virgen, casi perdida entre sus paganos compañeros (el Discóbolo y la Diana). En algún momento, será protagonista de un hecho singular que marcará el inicio de la catástrofe.
¿Sabías que el mar estaba cerca? Sí, está cerca y pocos lo saben. Ignoro por qué tan pocos lo saben, si en esta Isla, donde quiera que uno se pierda, el mar estará cerca. En una isla el mar es lo único seguro, porque en una isla, la tierra es lo efímero, lo imperfecto, lo accidental, mientras que el mar, en cambio, es lo persistente, lo ubicuo, lo magnífico, lo que participa de todos los atributos de la eternidad. Para un isleño la perenne discordia del hombre contra Dios no se da entre la tierra y el cielo, sino entre la tierra y el mar. ¿Quién dijo que los dioses viven en el cielo? Pues no, sépanlo de una vez, tanto los dioses como los demonios viven en el mar.
Ignoro por qué tan pocos saben que el mar está cerca, si después que se pasa la estrecha puertecita de madera que separa el Más Acá del Más Allá, y se deja atrás el cuarto del profesor Kingston, el estudio de Chavito, la antigua carpintería; después que se pasa la zanja a la que llaman ostentosos el Río (¡qué afán de ennoblecer lo pequeño, lo pobre, lo zafio!), se entra a un marabuzal. Al marabuzal lo llaman el Monte Barreto. (Barreto fue una especie de Gilles de Rais tropical.) En ese marabuzal, hacia la derecha, se abre un Caminito. Quizá, lo sé, eso de «Caminito» sea un eufemismo. Se trata simplemente de un estrecho espacio donde el marabú no resulta tan agresivo, donde con un poco de imaginación se puede andar sin demasiada dificultad. Andando media hora por ahí se llega, primero, a las ruinas de la casa que dicen fue la del tal Barreto (donde lo enterraron, donde cuentan que aún vive, a pesar de que hace más de cien años que murió). Luego, el marabú se va haciendo escaso, la tierra comienza a convertirse en arena y las matas de marabú, poco a poco, son pinos, gomeros, uvas caletas. De pronto, cuando menos se lo espera, se acaba todo, es decir surge una franja de arena. Y aparece el mar.
Decido que hoy sea jueves, finales de octubre. Ha oscurecido desde mucho antes del crepúsculo, porque ha sido el primer día del otoño (que no es otoño) de la Isla. Aunque amaneció un hermoso día de verano, poco a poco, sin que nadie pudiera percatarse, comenzó a levantarse el viento, y el cielo se vio cubierto de nubes oscuras que adelantaron la noche. Chacho, que había llegado del Estado Mayor pasadas las cuatro de la tarde, fue el primero en darse cuenta de la tempestad que se avecinaba y dijo a Casta Diva que recogiera la ropa de la tendedera y salió a la galería. La mujer lo vio después, absolutamente inmóvil, mirando tal vez las copas de los árboles. Es verdad, pensó Casta Diva, el mundo se va a acabar, y cerró las ventanas porque el viento, además de fuerte, traía arena y suciedad y levantaba remolinos de hojas muertas. Y se oyeron los golpes que hacían las ventanas al cerrarse. Irene, que había salido para la plaza de Marianao poco después del almuerzo, encontró al regresar una capa de tierra sobre el piso y los muebles, y algunas ramas de álamo incrustadas en las rejas de la ventana principal. Al pie de su cama, destrozado, el jarrón de porcelana. Irene se inclinó para recoger los pedazos en que se había deshecho. Una de las puntas de la porcelana le abrió una pequeña herida en un dedo. Eran casi las cinco de la tarde. Aproximadamente a esa hora, hubo tanta oscuridad que resultó necesario encender las luces. Y Helena prendió una lámpara de aceite frente a la estampita de la santa Bárbara que siempre tenía junto a las fotos familiares. No lo hizo de modo maquinal, como otras veces, sino con cierta devoción y murmurando algo por lo bajo. Sebastián la vio iluminada por la pequeña llama y le pareció que en el rostro de la madre desaparecía la solemnidad habitual. Sebastián estaba en la casa desde temprano, la señorita Berta había interrumpido la clase de geografía para decirles que, como la lluvia era inminente, se daba por concluida la sesión de la tarde. Fue más o menos la hora en que Tingo-no-Entiendo fue a buscar a Sebastián, y en que Merengue decidió que no habría más venta ese día, que muy pocos se detendrían a comprar pasteles con aquel tiempo, y dejó su puesto a la entrada de Maternidad Obrera. En verdad, la tormenta fue un pretexto: tenía una gran necesidad de refugiarse en la casa. Mercedes llegó del Ayuntamiento en el momento en que Merengue abría la verja para entrar al zaguán el carro de los pasteles. Cuando Mercedes entró a la casa, vio a su hermana en la penumbra, con la barbilla pegada al pecho. Corrió hacia ella pensando que había sufrido una de las recaídas de su enfermedad. Marta la apartó ligeramente. ¿Por qué estás a oscuras?, preguntó Mercedes. La hermana sonrió: ¿Qué falta me hace la luz?, ¿está lloviendo? Mercedes dijo que no y se dejó caer en el otro sillón y se dio cuenta de que estaba cansada. No, no está lloviendo, pero no tardará en romper el aguacero. Y Melissa salió a la azotea, con Morales en una mano. Salió sonriendo, feliz por la inevitable llegada de la tormenta. Desde lo alto, desde su posición privilegiada, divisó al tío Rolo que estaba en la galería. Se percató maligna de que el presagio de tormenta no lo hacía feliz como a ella. Y como era de esperar, rió, rió con deseos, que Melissa es así y no hay modo de entenderla. Y Melissa tenía razón: al tío Rolo la tarde lo dejó triste, o como él diría excusándose, le provocó «vagos dolores en los músculos y hondas tristezas en el alma». Sin cerrar la librería (¿fue en verdad un olvido?) tío Rolo había salido a observar la Isla. En el preciso instante en que Melissa lo vio, vio él a Lucio acariciando los muslos del Apolo del Belvedere que está justo detrás de la antipara del zaguán.
¿Es mentira que la Isla sea como Dios, eterna e inmutable? Tuvo un comienzo, tendrá fin y ha cambiado en estos años. ¿Es mentira también que la entrada principal se terminara en pleno brillo de las «vacas gordas», y que la primera casa fuera la de Consuelo, y la tontería que dice el tío Rolo sobre el Tratado de París? Mentira. Puro cuento. Imposturas que confunden. Leyendas. Y en cuanto a la verdad sobre la Isla, ¿quién puede decir que la conoce?
Y si es cierto que en Cuba no abundan sauces, cipreses, olivos, ¿por qué los hay en la Isla? Hermosos, nada deslucidos junto a yagrumas, majaguas, palmas y ceibas. ¿Cómo crecen hayas, datileras, abetos de Canadá y hasta un espléndido Sándalo Rojo de Ceilán?
Las luces de las galerías están encendidas. Poco se logra con eso. Si hoy no fuera hoy, Merengue habría sacado un sillón a la galería, desde el anochecer, para fumarse un H-Upmann y conversar. Enseguida habría venido Chavito con la sillita de lona plegable y su sonrisa de vergüenza, y se habría sentado frente al negro, que es indiscutible que al Chavito le gusta la conversación de Merengue. Llegaría Mercedes bañada y de punta en blanco otra vez, con el cuello y el pecho inmaculados de tanto talco de Myrurgia, y se recostaría a una columna, suspirando y con una sonrisa, diciendo que viene para olvidarse por unas horas del Ayuntamiento y del maldito Morúa. Llegaría Casta Diva, con el delantal de marpacíficos y aire de diva, exclamando por favor no me tienten, no me tienten que tengo mucho que hacer. Y Chacho la seguiría, fingiéndose molesto, exclamando con falsa ira A esta mujer no hay modo de mantenerla en casa. Vendría también Irene con el abanico de guano y la sonrisa. Si fuera una noche en verdad especial, hasta aparecería la señorita Berta, que ella a veces es capaz de hacer un alto en las plegarias para olvidar que es una desterrada hija de Eva, como dice con la perfecta dicción de doctora en pedagogía. También sería altamente probable que el tío Rolo se dejara ver, que noches hay en que Rolo comienza a acercarse, como si no quisiera, como si fuera víctima del azar, y traería (no sería él si no) su melancolía, su aspecto derrotado, y la mirada entre apremiante y esperanzada, como si los que se reunieran en la Isla fueran criaturas superiores. Y Merengue, que lo conoce bien, se quedaría mirándolo con ojos de tristeza y exclamaría para sí, aunque tratando de que todos lo oyeran, pobre hombre, pobre hombre. Estallarían las carcajadas. Se iniciaría la conversación. (Nada de esto sucede: nos encontramos en una novela.)
Hoy se apagaron demasiado pronto las luces de la tarde. Señor, déjame soñar. Muy temprano, Marta cerró los ojos. Dame, al menos, la posibilidad de tener mis visiones, mis propias visiones. Sus ojos vivían escasamente con la luz del día. Ya que no puedo conocer la Brujas real, la Florencia real, permite que camine por mi Brujas, por mi Florencia. Y entró a la casa sin encender luces, para qué necesita luces la pobre Marta de los ojos cerrados. Yo quisiera ver montañas altas bordeando lagos inmensos con castillos y cisnes. Marta se acuesta. O no se acuesta. Hay un viento fuerte y parecen personas las que empujan puertas y ventanas. Ya que me condenaste al sillón, al permanente rojo oscuro, casi negro, dame también la posibilidad de ver un barco, una calle, una plaza desierta, un campanario, un manzano. Dios, yo quiero soñar. Soñar. Ya que no puedo ver lo que todos ven, tener acceso por lo menos a lo que nadie ve. Es tan simple.
The land of ice, and of fearful sounds where no living thing was to be seen, dice el profesor Kingston y cierra las ventanas con una vara. Las ventanas están tan altas que si no es así no se las puede cerrar. Se va a acabar el mundo lloviendo, se va a acabar el mundo lloviendo y no tendrás siquiera un poco de láudano para aliviar el dolor de tu vigilia. Vives en el Más Allá desde hace años y te das cuenta de que es lo mismo estar en un lado que en el otro. Es lo mismo, viejo, es lo mismo. Créeme. Y te sientas en la comadrita, la comadrita de Cira, prácticamente lo único que conservas de Cira. La comadrita y unas cartas que te escribió durante los meses que pasaste solo en Nueva York. El profesor Kingston respira con dificultad. Trata de refrescarse con el abanico de cartón que le regalaron esta mañana en la farmacia. En uno de los lados, el abanico muestra la fotografía en colores de un gato. El profesor Kingston vuelve el abanico por el envés. Prefiere ver la propaganda de la Farmacia Veloso que la cara odiosa del gato. Ahora recorre la habitación con la vista, buscando qué hacer. Como hoy es jueves, no hay clases. Tampoco tiene nada pendiente. Los exámenes están revisados, debidamente ordenados y calificados, sobre la mesa. La cama se muestra limpia y dispuesta a recibirlo por si llega el sueño. La cocina, recogida. Repasa con la vista el cuarto que es espacioso y fresco puesto que tiene cuatro ventanas que se abren al Más Allá, y observa las paredes grises, de un gris amarillento por el tiempo que han permanecido sin pintar, aunque el cuarto está pulquérrimo y huele a creolina, que es evidente que como Helena no hay otra en toda La Habana. Observa el mobiliario, la cama de hierro, el modesto escaparate de lunas manchadas, la comadrita de Cira con su excelente madera (majagua tal vez) que es como la idea platónica de la comadrita, la comadrita en sí, y observa la mesa, pésima imitación Renacimiento, y se fija en el juguetero que él ha llenado de libros, y en la mesa de noche con la lámpara y el tomo de Coleridge. Está bien. Es suficiente. That’s O.K. Todo está bien con tal de que él no llegue, que no se acerque por aquí. I fear thee, ancient Mariner. No quiero verlo, por nada del mundo quiero verlo, y en eso tengo que reconocer que no soy sabio. El profesor Kingston ensaya ciertos ejercicios de respiración que le ha enseñado el médico. Aspira lentamente, levantando las manos y contando hasta diez. Luego espira rápido por la boca. Porque many things are lost in the labyrinth of the mind, yo casi no puedo recordar la cara de Cira, el tono de su voz; no puedo recordar el vestido que llevaba puesto. A veces me pregunto si todo aquello será cierto. Si soy capaz de decir que tenía expresión de dicha cuando la encontré, es porque lo he repetido y repetido a lo largo de estos años, que la frase se ha quedado ahí, expresión de dicha, expression of joy, sin que de verdad yo esté seguro de que así haya sido. Al gato mismo, a Kublai Khan, lo veo indiferente al pie de su cama sólo porque sé que los gatos permanecen indiferentes. Son palabras, no son verdaderos recuerdos. Quiero decir, es la retórica del recuerdo lo que permite que, cuando las imágenes desaparecen, uno tenga la ilusión de que sigue recordando. Así y todo, de él me acuerdo con sobrada nitidez. El continúa en mi memoria intacto, como si no hubieran pasado veintitrés años. Sí, debo reconocer que no veo a Cira, que no veo a Kublai Khan, como lo veo a él. El vistoso uniforme, los ojos negros y brillantes, la tez evidentemente bronceada por el sol; la sonrisa, las manos. Y suspende los ejercicios de respiración, queda inmóvil, escuchando. Ha tenido la impresión de que en la Isla se ha movido algo que no es la Isla. A lo largo de estos años de vivir desterrado en el Más Allá, se ha desarrollado en mí un sexto sentido para escuchar y conocer las más mínimas intimidades de la Isla. Footsteps? No, no, piensa, se da valor, no han sido pasos, debe de ser el miedo, que lo primero que hace el miedo antes de tomar cuerpo es avanzar para que sus pasos tengan que escucharse, que el miedo se asemeja demasiado a aquel personaje famoso de H.G. Wells. O quizá haya sido la penca de una palma arrancada por este viento que se ha levantado hoy. Claro, él sabe que no es ni el miedo ni el golpe de una penca. Y ahora puede comprobarlo porque los pasos se escuchan de nuevo. Existe una diferencia enorme entre este sonido y el otro del viento que agita los árboles. Son pasos, no cabe duda. Pasos lentos, pesados, de alguien a quien le cuesta avanzar. El profesor Kingston se levanta y sigiloso va a la puerta, se pega a ella. Baja la cabeza y cierra los ojos, como si perdiendo la visión pudiera concentrarse mejor. Los pasos se acercan, se detienen, se acercan, se detienen. Al viejo le parece que se trata de alguien que cojea de una pierna. Se aproxima tanto, que juraría que escucha la respiración. Después siente que la puerta se mueve como si la estuvieran empujando. Hay unos segundos en que sólo es el lenguaje de la Isla, el viento, los árboles, el remolino de las hojas. Piensa: lo mejor es abrir. Piensa: lo mejor es no abrir, apagar las luces, echarse en la cama, taparse bien, porque... ¿y si es él? Bueno, si es él no hay nada que hacer. Nada. Just open the door and let him in and allow him to say everything he has to say. Se reanudan los pasos que ahora se alejan de la puerta. Se alejan como si fueran hacia la carpintería. Pasos lentos, pesados, pasos de alguien que cojea y a quien le cuesta avanzar. Se alejan y se alejan hasta que se dejan de oír. De nuevo es la Isla, el viento, like God Himself, the eternal and immutable Island. Abre los ojos y se da cuenta de que el abanico ha caído de sus manos en algún momento. Va al escaparate y se abriga con una vieja chaqueta de cuero, de los tiempos de Nueva York, y saca de su estuche la pistola que se ganara en el tiro al blanco de una feria, una pistola de juguete que parece de verdad. Y por supuesto, no está cargada, como es de juguete no se carga, sirve para asustar, y luego enciende la luz del exterior y abre la puerta y se asoma con precaución. La luz es débil, desaparece entre las primeras ramas de las aralias y los marabúes. Horrible weather. El cielo rojo, bajo, milagro que no ha empezado a llover. Hay viento, húmedo, con olor a tierra. Tal parece que hubiera miles de personas merodeando pero no es más que una impresión que la Isla provoca con frecuencia. Sale a la exigua acera de cemento que hay delante de la puerta. Trato de escuchar porque mi oído es más fiable que mi vista, y no descubro, en la algarabía de los árboles, ningún sonido que pueda alarmarme. Permanezco inmóvil durante segundos. That's all, y va a volverse cuando siente que algo hace resbalar las suelas de sus zapatos. En la acera hay una mancha de un rojo intenso. Trabajosamente, se acuclilla. ¿Es sangre? Pasa dos dedos por el líquido, que tiene una agradable tibieza, y los lleva hasta muy cerca de sus ojos. Sangre, sí, sangre. Trabajosamente se incorpora. Levanta la pistola, aprieta el gatillo, y escucha el golpe metálico del mecanismo de la pistola. Se vuelve. Descubre que la puerta también está manchada de sangre, y entra a la casa y cierra bien, con doble pestillo, y su respiración se vuelve más y más dificultosa, y avanza hasta el centro del cuarto, justo bajo la luz y levanta la mano ensangrentada, si un hombre, dice, pudiese pasar en sueños por el Infierno y le mojasen los dedos con sangre como prueba de que su alma ha estado allí, y si al despertar encuentra sus dedos manchados de sangre... entonces, ¿qué?
Eleusis es la librería del tío Rolo. Se la puede visitar saliendo a la calle y dirigiéndose a la esquina sur del edificio. Allí, muy cerca de las caballerizas, y cuando la calle de la Línea casi va a encontrarse con la estación del tren, uno verá el cartel de letras góticas de difícil lectura y una flecha. No hay más que volverse un poco a la derecha y se verá la librería, y se sabrá que se trata de una librería porque lo dice, si no uno seguiría de largo pensando que es una de las postas del Estado Mayor. Con tres paredes y un techo de madera ha armado el Tío la tienda, y como colinda con su cuarto, ha abierto una puerta que la comunica con la casa, de tal modo que la casa resulta una ampliación de la tienda. Y como el Tío no es bobo y sabe que la librería no lo parece, se ha encargado de escribir en negro por todos lados: ELEUSIS, LO MEJOR DE LA CULTURA DE TODOS LOS TIEMPOS, y ha abierto una pequeña vidriera (no había dinero para más) y ha colocado astuto varias ediciones de la Biblia. Y tiene mucha venta porque no se puede negar que el Tío ha sabido escoger el lugar. Por aquí bajan todos los que van a Bauta, Caimito, Guanajay, Artemisa, y gustan de comprar su librito o su revista para el viaje. Y también mucho soldado que pasa por aquí, oficiales del Estado Mayor que van o vienen de Marianao a incorporarse a la monotonía del puesto militar, que como mejor se pasa es con una novelita de Ellery Queen. Y, claro, no son sólo los que pasan: el Tío tiene su clientela fija: profesores y alumnos del instituto, las maestras de las escuelas de Kindergarten y del Hogar, los de inglés de la escuela nocturna (como el profesor Kingston) y algún que otro músico o intelectual de por aquí. El Tío es quien vende: el negocio tampoco es tan próspero como para que pueda darse el lujo de un dependiente. Y tío Rolo no se queja, él se siente bien en su negocio y todos los días (hasta en las fechas patrias) abre la tienda a las ocho en punto de la mañana y la cierra a las ocho de la noche, con sólo dos horas de interrupción al mediodía, que, eso sí, por muy agradable que sea permanecer en la librería, el almuerzo y la siesta son sagrados.
Varias veces ha creído que la lluvia comenzaba y ha salido a la Isla para verla. Siempre, no obstante, es la misma imagen del cielo rojizo, los árboles agitados, y todo seco, séquito, como si hiciera miles de años que no cayera una gota de agua. Uno cree que oye una cosa y oye otra y es imposible saber lo que está escuchando de verdad. Enciende un tabaco H-Upmann (el único lujo que le gusta permitirse), con la ilusión de que el humo espante las ideas oscuras. Enciende bien el tabaco dándole vueltas, luego lo saca de sus labios, lo aleja un tanto, lo observa. Buen tabaco, la verdad. Y no hay como fumarse un buen tabaco después de un día entero de trabajo. Es el único momento del día en que uno se acerca a Julio Lobo o al hijoeputa de Sarrá. Escucha caer la lluvia. Estrepitosa, feroz, la lluvia. Esta vez no puede ser engaño, que esta vez es demasiado evidente que llueve por fin, con ganas, por todo lo que no ha llovido en estos meses. Sale a la Isla para ver cómo se manifiesta la furia de los dioses en este primer aguacero de octubre. Ah, ilusión. No han caído las primeras gotas.
Y Merengue ha entrado el sillón porque piensa que le da lo mismo si llueve o no. Acomoda bien el cojín que le ha hecho Irene para remediar la rotura de la pajilla, y se sienta a disfrutar el tabaco. Parece que llueve y no llueve: lloverá cuando no parezca que llueve. Es así. Se balancea. Suavemente. La noche anterior también se sentó allí, después que todos se retiraron a comer, a fumarse el H-Upmann tranquilo, en silencio. Y, por supuesto, recuerda que la noche anterior había llegado tarde a la casa, la venta había sido mejor que de costumbre. Chavito no estaba. No obstante, no era eso. No, no era eso. En realidad casi nunca estaba cuando Merengue llegaba del fatigoso recorrido por Marianao empujando el carro de los pasteles. Lo que inquietó a Merengue la noche anterior fue descubrir que Chavito no parecía haber estado allí en todo el día, que el cuarto permanecía como él (Merengue) lo había dejado. El hijo no podía ocultar su paso por el cuarto. Si existía alguien desordenado en este mundo, ése era Chavito, un ciclón que volvía la casa al revés, como que se había criado sin madre. Merengue, que siempre peleaba por tener que recoger los zapatos regados, las camisas tiradas sobre la cama y los calzoncillos sucios sobre la mesa, se sintió desolado porque el cuarto era orden y limpieza, y se veía a las claras que el hijo no había pasado por allí. Mientras se balancea en el sillón de rejillas rotas, piensa que Chavito se ha convertido en otro. No se trata (Merengue le ha dado muchas vueltas a esta idea) de que se haya hecho más serio, más responsable; no se trata de que se haya hecho más hombre. No. Aunque sea cierto, enunciarlo así sería una candidez. La noche anterior Merengue llegó a la conclusión de que el hijo tenía un secreto. Y había llegado a esa conclusión porque Chavito ya no parecía tener secretos, explicaba cada uno de sus actos o cada una de sus ausencias con prolijidad exasperante. Para todo tenía una explicación oportuna, razonable. Ah, pero sus ojos... ¿Qué significaba, si no, aquella mirada huidiza? ¿Qué significaban los silencios que podían durar horas y en los que Chavito golpeaba la mesa y movía los labios de modo imperceptible? No obstante, lo sorprendente del comportamiento de Chavito casi no había modo de describirlo. No cabía duda, había cambiado. Sólo que si alguien obligara a Merengue a explicar en qué consistía la transformación, el negro abriría la boca, sin pronunciar palabra, y haría un gesto de perplejidad. Gesto de perplejidad que tiene ahora, sentado en el sillón, con el tabaco entre los dedos. Cierra los ojos. También los cerraste, Merengue, la última noche que viste a Chavito, y te quedaste dormido. Y fue extraño que te quedaras dormido mirando el retrato de Nola con los jazmines frescos en el búcaro de pared, y dormido ya, seguiste mirando el retrato, las flores, aunque ya no fuera un retrato y un búcaro, sino una mujer, una sonrisa y un ramo de jazmines. A sabiendas de que no podía ser Nola porque Nola estaba muerta. Y despertaste porque sentiste un sonido en la puerta. La llave en el cerrojo, la puerta que se abría. ¿Qué hora marcaba el reloj? No sabes, no supiste. Serían cerca de las cuatro de la mañana, o quizá menos. En la penumbra no se sabe la hora que tienen los relojes. Chavito, sí, Chavito no encendió la luz, te creía dormido, hasta que tú te levantaste y fuiste tú quien encendió la luz para que él viera que no estabas dormido. Quedaste mirándolo. Y me quedé mirándolo. Lo vi sucio, tenía peste a manigua, a palmiche, y varios desgarrones en la camisa. No le hice preguntas porque la autoridad de un padre se muestra en silencio. Lo miré mucho rato para que tuviera vergüenza y hablara sin necesidad de preguntas. Chavito es duro. Siempre lo fue, la verdad. No dijo esta boca es mía. Se quedó tieso como si Chavito lo hubiera esculpido. Merengue calentó agua y en un cubo deshojó los jazmines que había puesto a Nola y vertió agua de colonia 1800 y raspó cascarilla. Trajo toalla limpia y buen jabón Palmolive. Ayudó a Chavito a desnudarse. Notó torpeza en los movimientos del hijo, como si tuviera un gran cansancio. Estuvo mirando todo el tiempo que Chavito empleó en bañarse, sin decir palabra, sin que el otro se tomara el trabajo, esa vez, de dar una de sus explicaciones demasiado exhaustivas para ser verdaderas. Cuando terminó, el cuerpo negro y joven se vio salpicado de pétalos y cascarilla. Merengue lo ayudó a secarse, como siempre hacía, preocupado en quitarle las huellas del baño dedicado a san Francisco, Orula. ¿Te preparo la cama? No, viejo, tengo que irme. Merengue levantó los ojos para ver, precisamente, cómo la mirada del hijo huía de la suya. Tengo que irme. Mañana te explico. Mañana me explicas, mañana me explicas. No protestó demasiado. Lo ayudó a vestirse, le abotonó el pantalón, la camisa, le abrochó los zapatos que luego limpió con una franela. Pasó el pañuelo perfumado por la nuca del hijo. Ten cuidado, pidió. Después, cuando Chavito ya estaba en la puerta para marcharse, lo llamó y le lanzó un pequeño crucifijo de madera, un crucifijo santiguado que Merengue siempre llevaba consigo. El muchacho lo tomó con gesto beisbolero, sonrió y se lo echó en el bolsillo. Ahora, mientras se balancea en el sillón, solo, fumando un excelente H-Upmann con la esperanza de que el humo disipe las ideas oscuras, Merengue tiene deseos de que alguien llegue. Alguien, cualquiera, Mercedes, Rolo, Irene, la señorita Berta. Tiene deseos de que alguien lo busque para conversar, para decir chistes, frases de doble sentido, malas palabras, cualquier cosa. Nadie viene. Merengue se levanta y detiene el sillón para que no se meza solo. Va al altar, mira fijo a los ojos de vidrio del san Lázaro que él y Nola compraron hace veinte años, cuando Chavito nació, en una tiendecita de la calle Armonía. Mira al san Lázaro. No lo deja de mirar. Toca las heridas que los perros lamen. Viejo leproso, me tienes que ayudar, carajo, me tienes que ayudar, dice, y enciende las velas.
El reloj de la señorita Berta está marcando las once y trece minutos mientras ella lee sobre Barrabás en Figuras de la pasión del Señor. Sentada a la mesa de comer, una pequeña lámpara ilumina bien las hojas amarillas y de grandes letras del libro. Desde sus años de estudiante, tiene la señorita Berta la costumbre de leer a la mesa. Y tiene también la costumbre de ir bebiendo sorbos de tilo frío mientras lee, que ella, muy temprano, lo primero que hace después de asearse y antes de prepararse para las clases es hervir un gran jarro de cocimiento de tilo que después pone a refrescar y coloca en el refrigerador. El tilo la calma, la ayuda a pensar con claridad. Y por la noche, la ayuda a dormir. También, mientras lee, tiene la costumbre de marcar las palabras con los labios. Algo que no le permite a los alumnos y que ella no ha podido eliminar nunca. Además, le gusta hurgarse la nariz y sacar los pies de las chancletas y depositar las plantas callosas y cansadas en el piso. Son más o menos los hábitos de la señorita Berta mientras lee. Tiene otros; no son tan persistentes como éstos, adquiridos hace más de cincuenta años. Aunque quizá habría que agregar otra costumbre: levantarse cada cierto tiempo para observar el sueño de doña Juana.
Sigilosa, con suma precaución, la Señorita entra al cuarto y, sin siquiera encender la luz, se detiene frente a la cama de la madre. Se inclina no sólo para ver, sino también escuchar, cómo respira la anciana. Doña Juana duerme boca arriba, las manos cruzadas sobre el pecho, prendido de ellas el rosario, como si quisiera adelantársele a la muerte, como si quisiera que esa última posición fuera lo más natural posible. A veces, la señorita Berta hasta se olvida de las lecturas piadosas y queda allí, en el cuarto, y observa el modo en que sube y baja el gran pecho de la madre, y estudia como puede en medio de la oscuridad, la expresión que adquiere el semblante de doña Juana, no diferente a la de cuando está despierta. La señorita Berta espera. Hace mucho que espera. El doctor Orozco le dijo una tarde que a doña Juana le quedaban a lo sumo seis meses de vida. Hace treinta años de esa profecía y veinticinco que el doctor Orozco descansa en el panteón de la Logia Unión Ibérica del Cementerio de Colón. Este año doña Juana cumplió noventa. La señorita Berta no ha llamado más al médico. Espera. Estudia, se prepara, y sobre todo observa. Allí, en la oscuridad, sigue el ritmo no tan acompasado de la respiración de la madre. Mira con detenimiento, y estudia palmo a palmo el cuerpo vasto. Hay noches en que el tilo no sirve y la señorita Berta pierde la paciencia, busca una linternita que guarda en la gaveta de la mesa de noche e ilumina el cuerpo de la anciana. Doña Juana, en tanto, duerme maravillosamente y jamás altera el ritmo de su respiración. Doña Juana se entrega al sueño con la seguridad de los que nacieron para eternos.
No pasa la página, no puede leer, no entiende lo que lee, y vuelve una y otra vez sobre las mismas palabras y nada, no hay modo de saber lo que le está ocurriendo a Barrabás en las viñas esas adonde va. La señorita Berta levanta los ojos hacia la ventana. Vuelve la cabeza hacia el cuarto, la vuelve hacia la cocina. No hay nadie, por supuesto. ¿Quién iba a haber? Persiste, de todos modos, la sensación de que alguien la observa, de que alguien, apostado en algún rincón, sigue cada uno de sus movimientos con insidiosa curiosidad, con grosera terquedad. Deja el libro, apaga la lámpara, se acerca a la ventana y abre los postigos con el convencimiento de que va a encontrar los ojos que tanto la molestan. En la galería no hay nadie, al parecer. No ve más que una confusa oscuridad de viento, árboles y hojas. Entra el aire por las ventanas, húmedo y con olor a tierra, con olor a lluvia. Vuelve a cerrar. Deambula por la sala-comedor diciéndose que es una tonta, una loca, está bueno ya de estupideces, nadie, absolutamente nadie, la observa. Al mismo tiempo, sin embargo, se descubre adoptando actitudes, ¿es que uno nunca es uno cuando está delante de los demás, o es que uno sólo es uno cuando está delante de los demás? ¿Y dónde están los ojos? No sabe, no puede saber dónde están los ojos, lo más terrible es que los ojos están en todas partes. Y la señorita Berta se deja caer en la butaca de muaré y hurga en su nariz. Recuerda que hace unos meses, por mayo o junio (Domingo de Pentecostés) se sintió observada por primera vez. En la parroquia. Bien temprano. No había nadie. Se había terminado la misa de seis y faltaba todavía para la próxima, y no había llegado nadie. Ella se sentó en el primer banco, y después se arrodilló para rezar y allí, arrodillada, sintió que la estaban mirando. Experimentó una sensación tan viva que se sobresaltó, incluso se puso de pie y miró hacia atrás, buscó entre las columnas, con el convencimiento de que alguien había entrado a la parroquia. Nadie había, sin embargo. Nadie. La señorita Berta regresó al banco, trató de rezar, intentó decir el Credo, varias veces alzó los ojos hacia el Cristo del altar mayor, con las sangrantes heridas de color sepia y la piel de cera, el pelo endrino, los ojos dulcemente cerrados, y no pudo decir el Credo, las palabras escapaban de su mente borradas por aquella mirada que recorría su cuerpo como una mano enfangada. Volvió a recorrer con la mirada la nave desierta de la parroquia. Creyó ver el fulgor de unos ojos en el confesonario, y se dijo que a lo mejor el padre Fuentes estaba allí esperando su arrepentimiento, y rió para sus adentros, Qué tonta soy, ni que fuera la primera vez que el padre Fuentes me espera en el confesonario, y se dirigió al lujoso mueble de caoba y cayó de rodillas en el reclinatorio y, como siempre, comenzó el arrepentimiento con una exclamación, padre, soy tan desdichada, he vuelto a pecar. Tuvo la impresión de que del otro lado le respondían, como siempre, con un carraspeo y un movimiento de cabeza, afirmación o negación (nunca sabía), y el gesto de la mano que, más que de sacerdote, simulaba de director de orquesta. He vuelto a dudar, padre, exclamó, y bajó los ojos porque la ruborizaba confesarlo, no tanto por la atrocidad que implicaba como por repetir la misma frase cada domingo, dijo que había blasfemado una vez más, que había tenido pensamientos impuros para con Nuestro Señor, que había puesto en tela de juicio Su magnánima obra, que se había referido a El con palabras soeces. Y quedó esperando a que el padre Fuentes comenzara con un Bueno, veamos, su responso y su castigo. En cambio, la única respuesta fue una risita. La señorita Berta se incorporó de un salto, sin tener en cuenta la artrosis, y se sintió tan indignada que tuvo deseos de llorar. No se detuvo a medir las consecuencias de su acto, abrió la puertecita del confesonario y, aunque tuvo por un segundo la sensación de que sus ojos se encontraban con otros inquisitivos, burlones, prepotentes, descubrió vacío el banco del sacerdote y retrocedió con el miedo que provoca el no tener a qué temer. Levantó los ojos y descubrió los ojos en el fresco. El Cristo (esta vez rubio) ofreciendo sus manos en señal de bondadosa entrega, la miraba con expresión tan dulce que sólo podía ser irónica. No importó que la señorita Berta retrocediera hasta el baptisterio, los ojos la siguieron hasta allí, y luego fueron junto con ella a lo largo de la nave, hasta el altar mayor, y cuando la señorita Berta no pudo más y vio aparecer al padre Fuentes y se echó a llorar como una loca, los ojos no tuvieron la benevolencia de apartarse sino que siguieron clavados en ella con actitud de franca burla. Claro que ahora, sentada en la butaca de muaré, y mientras busca con el índice en su nariz, tiene la certeza de que aquélla fue una confusión, que los ojos del Cristo en el fresco de la parroquia no fueron los que la miraron, de haber sido así hubiera sucedido sólo en la parroquia, no en la plaza de Marianao ni en la Quincallera ni en el aula ni en su propia casa como ahora sucede. Y cierra los ojos para huir de la mirada. Sólo que el cerrarlos no sirve de nada y continúa con la mirada que es una mano enfangada sobre su cuerpo, sobre todo su cuerpo, acariciándola. Y la señorita Berta levanta los ojos al cielo, que no es el cielo sino el techo de la casa manchado por la humedad, y dice Señor, si eres Tú, escucha mi ruego, deja de mirarme, olvídame, no tomes tanto trabajo por mí, por esta humilde sierva tuya, no me ilumines con tus ojos, déjame permanecer en la oscuridad de tu ignorancia, Señor, no me distingas con esa insistencia tuya, aparta de mí tu divina curiosidad, no me destaques, no me des la importancia que no merezco. Así clama y no por eso deja de saber que la miran. Y lo repite varias veces porque descubre que cuando habla es menor la insistencia de la mirada. Y, como si Dios hubiera decidido responderle, se oyen, tímidos, unos golpes en la puerta.
Perdona que te moleste, ya sé que es tarde, vi luz y me atreví a llamarte, y sé que vas a perdonarme, a mí no me gusta molestar. Es Irene y está triste. Como por arte de magia, la señorita Berta deja de sentirse observada. ¡Qué tiempo!, dice Irene. No acaba de llover. Alegre, feliz, la señorita Berta la hace pasar. Qué tiempo tan extraño, suspira tratando de no hacer visible el placer que le provoca la llegada de la vecina. Irene pasa; queda en medio de la sala-comedor como si no supiera qué hacer o hubiera olvidado a qué ha venido. La señorita Berta le pregunta si quiere un poco de tilo, tilo helado, muy bueno, con goticas de limón, ayuda a pensar, tranquiliza mucho, ¿sabes? Irene afirma. La señorita Berta desaparece en la cocina y se oye la puerta del refrigerador al abrir y cerrar, y se escuchan los cristales en un breve choque y el sonido del líquido, y luego regresa la Señorita con el vaso mediado del cocimiento amarillo-verdoso. Siéntate, mujer. Y resulta evidente: Irene está triste, se le ve en la cara, en los ojos que no levanta del suelo, en la actitud del cuerpo, como si tuviera un peso excesivo sobre los hombros. Dócil, Irene se sienta en una de las sillas del juego de comedor. Lo hace a su modo, sin ocupar totalmente el asiento; da la impresión de que está dispuesta a levantarse en cualquier momento, para echarse a correr, para desaparecer en la Isla, entre rosales y yerbas. La Señorita, que ha traído también un vaso de tilo para ella, se sienta en otra silla, frente a Irene, y es dichosa porque los ojos han desaparecido, y nadie la observa, ninguna insidiosa mirada la persigue; sólo tiene delante los ojos de Irene y éstos no molestan. Irene bebe un corto sorbo del cocimiento frío y suspira. La señorita Berta permanece mirando a Irene durante buen rato, esperando lo que tiene que decir, y, quizá por romper el silencio, quizá porque es una pregunta que quisiera hacer a todos y cada uno de los habitantes del planeta, lanza así, de pronto, sin que venga a cuento, y tú, ¿crees en Dios? Irene la mira un instante; bebe otro corto sorbo del cocimiento y dice Yo salí por la tarde, fui a la plaza, a buscar chayotes para Lucio, a Lucio le priva la sopa de chayotes, y también la ensalada le gusta mucho, y salí temprano, fui caminando, cortando por aquí detrás, por el cine Alpha, y por cierto, me encontré con una amiga mía de Bauta y la vi muy cambiada, le han pasado los años por encima, qué vieja esta amiga mía, Adela, no Adela no, Adela murió de consunción poco después del ciclón del cuarenticuatro, se llama Carmita o Cachita, no sé, y no tiene importancia, había un buen día cuando salí para la plaza, y estando allí comprando los chayotes y otras cosas como mazorcas de maíz tierno para hacer tamales, comenzó a cambiar el tiempo, cambió mucho, como si de pronto hubiera llegado la noche, recuerdo que en la plaza tuvieron que encender las luces para hacer las cuentas, no se veía nada de nada, y volví corriendo, yo había dejado unas ropas en la tendedera y no quería que se mojaran, volví en el carro de alquiler de un señor de lo más simpático, un tal Ramón no sé qué, Ramón Yendía, sí, y llegué a tiempo para recoger la ropa, aunque si llego a saber que no iba a llover no me apuro tanto, y quién te dice que cuando llego me encuentro una capa de tierra sobre el piso y los muebles y algunas ramas de álamo incrustadas en las rejas de la ventana principal, y no fue lo peor, Berta, en definitiva la tierra la barrí en un minuto y las ramas las tiré a la Isla porque mi madre decía Todo lo que muere debe volver a la tierra, y lo más terrible ocurrió cuando entré al cuarto, y te juro que cuando vi lo que vi el cielo se me vino encima, con ángeles y demonios, el cielo completo, sobre mí, ¿qué tú preguntas, si creo en Dios?
Irene estuvo rezando a la estampita de Cristo que guarda bajo el cristal de la mesa de noche. La estampita, en realidad, no es de Cristo. Esto, sin embargo, será aclarado a su debido tiempo.
Si el lector no propone otra cosa, podrían ser las cinco de la tarde. La Isla debería estar prematuramente oscurecida. Irene encendería las luces para barrer la tierra y devolver a la Isla las ramas cortadas por el viento e incrustadas en las rejas de la ventana. También, es probable que organice en el viandero los chayotes, las mazorcas de maíz y recoja la ropa de la tendedera. Debería beber una taza de café frío, mirar el almanaque y volver a ver, fugaz, el rostro de Carmita o Cachita, la amiga de Bauta, el rostro viejo, cambiado, y se diría que Carmita o Cachita debería ser más o menos de su edad, y ya ella habría cumplido cincuenta (no lo sabría con exactitud ahora). Y reflexionaría Lo peor del tiempo no es lo que agrega sino lo que elimina. Y si entrara al cuarto para cambiarse de ropa, en el suelo, entre la cama y el escaparate, delante de la mesa de noche, hallaría destrozado el jarrón de porcelana (alto, en forma de ánfora, con dos asas doradas y un rosado paisaje rococó en el vientre). Si el lector no propone otra cosa, Irene se inclinaría a recoger los pedazos.
Hay que tener mucho coraje para no creer, dice Irene. Hay que tener mucho coraje para creer, dice la señorita Berta.
¿Qué hora es? Toma el tilo, te hace bien, te serena. ¿Qué sucedió? No sé. No sé cómo contarlo. Perdona un instante. La señorita Berta desaparece en la puerta del cuarto. Cuidadosa, se acerca a doña Juana, la observa, trata de escuchar su respiración.
Y doña Juana, como si supiera que vigilan su sueño, es la imagen perfecta de la anciana durmiente con el ropón de hilo blanco de diminutos ramilletes bordados y el rosario cuyo crucifijo, dicen, contiene Tierra Santa y está santiguado por Pío XII. La señorita Berta regresa a la sala-comedor y vuelve a sentarse frente a Irene y le dice Un jarrón se rompe y los recuerdos aparecen. Irene niega, no, no, déjame explicarte, se yergue en la silla, cierra los ojos.
El jarrón significaba mucho para mí; el verdadero drama, Berta, es que he olvidado por qué.
Primero creyó que lo había comprado para su madre en la tiendecita del judío que vivía en la carretera del cayo La Rosa. Una tienda oscura y húmeda, atestada de piezas baratas que simulaban bastante mal ser originales de Frankenthal o de Sèvres. Allí se vio eligiendo el jarrón del paisaje rococó. El judío, un viejo de más de ochenta años, con larga barba amarillenta, ojos pequeños, oscuros e impertinentes, se inclinaba ante ella y explicaba las razones que hacían del jarrón una verdadera obra de arte, y que esa elección, por tanto, demostraba que ella poseía un gusto exquisito. Irene alargó el pañuelo con el dinero que había podido ocultar de lo que le daba la fábrica de fósforos por las cajitas. El viejo alargó a su vez el jarrón con manos temblorosas. Se trataba, sin duda, de una tarde de mayo porque ella quería el jarrón para el Día de las Madres, y aún faltaban unos días y debía guardar el jarrón en casa de la prima Milito. Tenía vivo el recuerdo del olor a madera y a barniz de aquella tienda oscura frente a la cual se abría un potrero de caballos hermosísimos. Sabía, sin embargo, que el anciano que veía su recuerdo tenía mucho que ver con el sastre de Santa Rosa que le hacía la ropa a Lucio. Y por otra parte, ¿no se había burlado Rita una vez diciendo que en Bauta no había ningún judío con ninguna tienda en la carretera del Cayo? El único judío que había en Bauta, decía Rita, era el polaco de la zapatería. En realidad, pensó Irene, el jarrón yo nunca lo compré en ninguna tienda, mi padre me lo regaló el día de mi cumpleaños. Sí, cuando cumplí los quince. El padre llegó una tarde de la textilera con una caja grande y dijo que era para ella y ella lo abrazó y le dio muchos besos, y abrió la caja y se quedó maravillada con el jarrón que colocó en el velador del cuarto, junto a la cama. ¿Qué velador? Ese jarrón nunca estuvo en la casa de Bauta ni en su casa hubo jamás ningún velador. Y se dijo que si se concentraba bien, como había hecho otras veces, de seguro volvería a entrar en aquella casa de su juventud y descubriría si había estado allí alguna vez el jarrón. Vio una larga calzada de palmas reales y al final la casa de madera, bastante grande, pintada de azul y blanco, de espacioso portal corrido que era una maravilla. Y llegó al jardín sembrado de arecas y jazmines, de rosas guajiras y embelesos, y subió los cuatro escalones que la separaban del portal, hasta fue capaz de oír los tacones de sus zapatos golpeando el tabloncillo pulido del piso. Entró a la sala. Se sintió como una intrusa, aquella no podía ser, de ninguna manera, la sala de su casa. Se dio cuenta de que en realidad había llegado a la casa del tío Rodrigo en la playa de Baracoa. Y esto tampoco lo pudo asegurar, que bien podría ser la casa de su prima Ernestina en Santa Fe, o cualquier otra casa que ella hubiera inventado. Entonces trató de recordar si su casa, la casa de su juventud, había sido de madera o de mampostería, y se dio cuenta de que no había manera de poder precisar el detalle. Le pareció tener la certeza de que en su casa había un olor especial, el olor a carbón de las hornillas donde la madre ponía las planchas a calentarse, pero en modo alguno fue útil la información. No sentía olor a carbón ni a plancha ni a ropa de algodón almidonada y caliente; ella lo que estaba sintiendo era el olor a lluvia de la Isla en la tarde de octubre. Durante mucho rato entró en casas ajenas, desconocidas, en casas donde sólo había estado con el pensamiento, tratando de encontrar en ellas su casa, la casa de su juventud, sin que pudiera volver con el recuerdo al lugar donde había sido feliz hasta la angustia. Y fue en ese momento cuando creyó recordar, el jarrón había sido, en realidad, regalo de Emilio el día que decidieron la fecha de la boda. Irene vio a Emilio con flus azul prusia, el aire tímido que conservó siempre, hasta cuando reconoció que se estaba muriendo. Lo vio como debió de haber entrado la noche de 1934 en que decidieron que se casarían el primero de abril del año siguiente, con su linda cara iluminada por la alegría y el jarrón envuelto en un paño de tafetán dorado. Varias veces lo vio entrar. Había algo de falsedad en la evocación, y no sabía qué podía ser, resultaba evidente que Emilio no era Emilio, hasta que pensó que se trataba del flus. El no usaba flus, sino un vistoso traje militar, ya para entonces, luego de la caída de Machado, se había hecho ordenanza de un coronel en el campamento de Columbia. Y el flus que veía no podía ser de Emilio sino de Lucio, y en realidad no había sido Emilio quien había entrado con el jarrón sino Lucio, y creyó que estaba enloqueciendo.
No te preocupes, esas cosas suceden, exclama la señorita Berta pensando, en realidad, que esas cosas no suceden. Y toma la mano de Irene y la acaricia porque cree que es la mejor manera de mostrarle su apoyo. A veces olvido mi nombre, miente la señorita Berta y miente tan mal que se percata de que Irene la mira con incredulidad y hace una breve mueca. Bueno, no es que me olvide..., es que me olvido... Queda en silencio. Deja de acariciar la mano de Irene. Tú sabes, la vida tiene cada cosas... Irene afirma. Sí, la vida tiene cada cosas... Y levanta la cabeza como si estuviera escuchando; no es eso, no es que esté escuchando. Y alza las manos. Necesitas dormir, dice dulce la señorita Berta, el sueño lo compone todo. Irene parece que se va a retirar, porque separa la silla y se pone de pie con cierta dificultad y avanza hacia la puerta. No se va, sin embargo. Todavía no te he contado lo peor.
Llaman a la puerta. Irene abre. Mercedes se inclina, da las buenas noches, explica No pude dormir, esta noche extraña me tiene desvelada, como a Marta, doy vueltas y vueltas y no puedo conciliar el sueño y para colmo he visto a un hombre en la ventana. Irene toma a Mercedes por un brazo y la hace entrar. ¿Un hombre en la ventana? Mercedes afirma. La señorita Berta se levanta, va a la cocina y regresa con un vaso de tilo frío para Mercedes. Las tres mujeres se sientan a la mesa. ¿Un hombre en la ventana?
Alta, delgada, distinguida como una anciana emperatriz desterrada, se ve a la legua que la Condesa Descalza es, o fue, una mujer de clase. No hay más que verla avanzar por las galerías con pulsos de plata y abanico de sándalo, ayudándose sin necesidad con un bastón que es una serpiente, orgulloso el porte, segura de cada uno de sus gestos, monologando con palabras precisas y escogidas. No es bella y al parecer nunca pudo vanagloriarse de tal cosa. ¿Qué importa? Ha sabido aparentarlo. El pelo, blanco ya, parece lacio; en realidad, cuando uno se acerca, nota que ha sido trabajosamente peinado para que parezca lacio. Pardos a veces, los ojos resultan verdes algunas mañanas muy claras, y poseen la mirada intensa, burlona y sabia (más sabia aún en aquellos momentos en que alcanza el toque de desvarío). Tiene la nariz sorprendentemente ancha y labios gruesos que ella disimula sonriendo, enfatizando la burla de los ojos. La piel, de un hermoso color cobrizo, se ve siempre limpia, intocada por la crueldad del sol de la Isla. Y, aunque lleva trajes de veinte o treinta años atrás, nadie podría tacharla de anacronismo, mucho menos reírse de ella. Lo cierto es que su elegancia se transmite a los trajes (no a la inversa, como suele suceder), y les confiere una misteriosa vigencia. No son trajes de ninguna época, afirma, perpleja, Casta Diva. Son trajes de siempre, apunta, enfático, el tío Rolo. Y lo más evidente es que, a pesar de la evidente mulatez, hay algo en ella que no pertenece a Cuba. Ninguna cubana, trata de explicar Rolo, pone tanta mesura en sus maneras, ni avanza con tal majestad como si en lugar de moverse por esta Habana ardiente, de treinta y pico de grados a la sombra, lo hiciera por los góticos corredores de un castillo a orillas del Rin, por lo demás, ¿qué cubana es capaz de citar, en esta época de confusión y ligereza, en perfecto alemán, los Idilios, de Gessner?, no, las cubanas, esas sagradas perlas del edén, demasiado ocupadas con sus toilettesy dicen, si acaso, las rimas fáciles de José Angel Buesa, y nunca tararean a Wagner, sino el Rico mambo, de Dámaso Pérez Prado. Las cubanas están demasiado ocupadas en ajustarse la cintura, dice Rolo.
Esto no es una Isla, exclama la Condesa Descalza, sino un monstruo lleno de árboles. Y avanza por la galería haciendo sonar los pulsos de plata y perfumando el aire con el abanico de sándalo. El bastón en que se apoya sin necesidad es una serpiente trabajada en ácana. Y su vestido, esta noche, es de hilo blanco bordado al richelieu. Yo te digo, habrá un día en que los árboles entren a las casas, recalca con tono de profetisa. Y se detiene junto al Apolo del Belvedere que está justo detrás de la antipara del zaguán. Suspira. ¡Que todo esto vaya a ser destruido! ¡Que tanta belleza vaya a desaparecer! Y la Isla parece que responde. Con este tiempo, con la ventolera, con la lluvia que no acaba de caer (es como si estuviera cayendo), la Isla parece que grita sí, es cierto, todo va a ser destruido, tanta belleza debe, tiene, que desaparecer. Y la Condesa Descalza afirma como si hubiera entendido. Y sigue camino hacia casa de Helena. No tiene que tocar a la puerta. Helena está allí, parada en el umbral, mirando la Isla con esa expresión suya de la que sólo se puede decir que a veces resulta indescifrable. Buenas noches. Por supuesto, Helena no responde. Ni siquiera mira a la Condesa, si acaso, parece como si hubiera apretado aún más los dientes. La Condesa la mira de arriba abajo con cara de burla. Y queda quieta mirando a Helena, apoyada en el bastón, sin mover el abanico, sonriendo.
Condesa, ¿has visto a alguien en la Isla?, pregunta Helena. La Condesa afirma, siempre veo a alguien en la Isla. Un desconocido, quiero decir. Todos somos desconocidos. Helena la mira con indignación. No sé para qué hablo contigo. No hables, responde la Condesa con la sonrisa de burla más dulce que se pueda imaginar.
Estaba sentada a la mesa revisando el libro de cuentas, cuando tuvo la convicción de que algo importante debía de estar sucediendo en algún lugar de la casa o de la Isla. Cerró el libro después de marcarlo con cuidado, se levantó y se encaminó al cuarto de Sebastián. Abrió, por supuesto, sin llamar. El hijo dormía con la lámpara encendida. Se acercó, escuchó atenta la respiración del muchacho para cerciorarse de que en verdad estaba dormido, apagó la lámpara y se retiró, aún más convencida de que algo debía de estar sucediendo en algún lugar de la casa o de la Isla. Segura, segurísima, a ella esos presentimientos no la engañan. Y fue a la puerta y la abrió y entonces sucedió aquello a lo que Helena no supo si dar crédito, aquello que la dejó confundida. Y no se trataba sólo de que viera una figura blanca avanzando por la Isla, que eso sucedía a menudo y hasta las mismas estatuas de Chavito daban la impresión de estar en movimiento algunas noches, sino que cuando avanzó un tanto para comprobar que había sido una alucinación, halló a la Venus de Milo manchada de sangre.
Vagos dolores en los músculos y hondas tristezas en el alma: debe de estar lloviendo y como de costumbre el tío Rolo no puede conciliar el sueño. Ha leído una vez más el capítulo doce de Al revés, el capítulo extraordinario en que Des Esseintes viaja a Londres sin salir de París. Como de costumbre, el capítulo lo ha excitado. Se ve en una silla de posta saliendo de París con rumbo a Calais para tomar el barco que sale para Londres. Es una noche tormentosa, se dice, mientras atraviesa la campiña de Artois. Claro, el paisaje que imagina es el de la Isla con ceibas y palmas reales, y la silla de posta no es una silla de posta, sino un quitrín como los que se aprecian en los grabados de Mialhe. Es Sandokán quien lleva al trote a los caballos. Abre los ojos. Se da cuenta de que va a ser demasiado difícil dejarse ganar por el sueño. Se levanta. Enciende la luz de la lámpara del techo y no sabe qué hacer. Casi sin darse cuenta, igual que si una fuerza desconocida lo estuviera atrayendo, se detiene frente al espejo de la puerta del escaparate. El espejo. Pasa una mano por su frente y observa las grandes entradas que anuncian la calvicie. Decididamente, ¿es cierto? Sí, Rolo, te estás poniendo viejo, y lo que es peor: la vejez provoca en ti una transformación prodigiosa: comienzas a parecerte a los viejos de la familia. Los ojos ya casi tienen la misma opacidad, las mejillas flácidas, las arrugas en tomo de la boca, la bolsa debajo del mentón. Tienes canas en los vellos del pecho, Rolo. El abdomen prominente y los muslos delgados. Es cierto: tienes cuarenta años. No tendría importancia si más joven no hubiera muerto José María Heredia. Cuarenta años. Quiere decir, has vivido veintiuno más que Juana Borrero, quince más que Carlos Pío Uhrbach, once más que René López, diez más que Arístides Fernández. Julián del Casal, el más grande, murió a los veintinueve. Vístete, Rolo, sepárate del espejo y ponte cualquier ropa, esta noche no te auguro un sueño dichoso.
No llueve. La Isla miente. El tío Rolo mira al cielo rojizo por donde se desplazan nubes bajas y oscuras, nubes que dan la impresión de que toda la ciudad es una hoguera inmensa. Por el lado del zaguán, delante de la antipara y justo a la izquierda del Apolo del Belvedere, acaba de ver la figura inconfundible de Lucio. Alto, elegante, con el flus oscuro, que puede ser negro o azul, Lucio escudriñando la Isla, mirando hacia todos lados como si temiera ser visto. Rolo se oculta. Cierra un tanto la puerta y observa por la hendija del lado de las bisagras. Lucio avanza unos pasos, mira hacia atrás, levanta un brazo que baja de inmediato con cierta brusquedad. Da la impresión de que va a hacer algo. Desiste. ¿Desiste de qué? Ahora parece que ha decidido marcharse, sólo que de repente regresa con decisión y acaricia, con miedo aunque con fruición, los muslos del Apolo del Belvedere.
Muchos se han perdido en la Isla y no se les ha vuelto a ver. Al menos eso dicen por acá. El tío Rolo (que tiene miedo y, por lo mismo, cierta alegría) ha seguido el camino de piedras hasta la altura del pobre y angustioso Laoconte ahogado con sus hijos por las dos serpientes de Palas. Es un Laoconte sin músculos, escuálido, mal hecho, que de todas formas sobrecoge en noches como ésta. A Lucio no se le ve por ningún lado. Y el tío Rolo continúa hasta la fuente donde hoy no cantan las ranas y el Niño de la oca no sonríe, y sigue hasta el busto de Greta Garbo (se sabe que es Greta Garbo porque Chavito lo dice, si no uno llegaría a creer que es un busto de la señorita Berta en el momento de rezar el rosario), y parece que se oye la voz de la Condesa Descalza, esto no es una Isla, sino un monstruo lleno de árboles, y ríe, y cómo ríe. El tío retrocede. Lo único que no podría soportar a esta hora es encontrarse con esa loca con aire de reina en exilio. No toma por el camino de piedras, sino que se abre paso por entre tanta vegetación cuidada por Irene, y pasa a los Luchadores (los Luchadores inertes de Chavito) y llega hasta el Apolo del Belvedere con esos muslos perfectos que Lucio acarició hace un momento. El tío Rolo busca tratando de descubrir un movimiento especial de la vegetación que le indique por dónde se ha perdido Lucio. La Isla es un torbellino con este viento de octubre que amenaza lluvia, y se abren miles de caminos por donde Lucio pudo haberse perdido. Caminos que al instante se vuelven a cerrar. Extrañas puertas de ramas. El tío Rolo hace gesto de desaliento, un breve suspiro al tiempo que baja la cabeza. Entonces ve, a los pies del majestuoso Apolo, un objeto que brilla. Se inclina y toma en sus manos el objeto húmedo y manchado en algún lugar por el légamo y las hojas muertas. Saca el pañuelo y limpia bien el objeto y se da cuenta de que es una brújula engarzada en una concha marina, de nácar. Y la brújula tiene su indecisa aguja roja y negra. Y por el otro lado de la concha, la fotografía borrosa de la catedral de Santa Sofía. Y se escucha, desde el otro lado de la antipara, el sonido del agua y una voz que canta bajo, un canto religioso en otra lengua o en pésimo español. Y el tío Rolo da la vuelta y descubre a quien ya sabe que va a descubrir. Merengue limpia el carro de vender, entonando cantos religiosos bajo las alas desplegadas de la Victoria de Samotracia. Merengue vuelve la cabeza al sentir los pasos; sonríe leve; no interrumpe ni el trabajo ni el canto. El Tío sonríe también, con más deseos: ver a Merengue siempre le produce alivio. Merengue, dice. Y el negro se yergue, tira el paño húmedo en el agua jabonosa, y sonríe más, mostrando los dientes blanquísimos de negro puro. Mala noche, exclama el negro. Todas las noches son malas, responde Rolo, también sonriendo, como si quisiera dar a entender que se siente feliz de encontrarse con él, en el zaguán. El negro, sin embargo, se pone serio de repente, mira con susto hacia todos lados, se persigna y dice no, Rolo, ésta es una noche mala. Y Rolo está a punto de decir No, viejo, no es tan mala, he tenido la suerte de encontrarme una brújula de nácar, el instrumento que indica el camino, lo único que orienta, que impide que nos perdamos.
Abre la verja y sale a la calle de la Línea, que está desierta a esa hora con los laureles agitados por la ventolera. Hacia la izquierda, hacia el cuartel de Columbia, se ven las luces de las primeras postas. Se escuchan voces y varios golpes. El tío Rolo se encamina a la derecha, y tal parece que se dirigiera a la librería, aunque, por supuesto, qué va a hacer el Tío a esta hora en la librería. Pasa los potreros, y hacia donde en verdad se dirige Rolo sin darse cuenta (o dándose cuenta) es a la estación de trenes. Edificio gris (o de un azul que el tiempo ha puesto gris), de esos construidos hace veinte o treinta años, adusto, grave, con portalón enorme, mal iluminado, que no armoniza con lo exiguo de la sala de espera. Edificio desagradable que surge con reciedumbre en medio de un paisaje donde lo que predomina son árboles y casas pobres, con techos de tejas renegridas. Muchas noches, cuando no puede dormir, va el Tío a la estación y pasa horas allí, pensando en cualquier cosa, y a veces sin que ni siquiera piense, simplemente viendo a los soldados, o tratando de conversar con Homero Guardavía, para sacarle algo de la tragedia de su vida, sin que el guardavía ceda un ápice en su laconismo, que si hay un hombre que no habla en este mundo es el viejo encorvado y sucio, que mira hacia todos lados con ojos de animal en acecho. A esta hora casi nunca hay nadie en la boletería. A esta hora no sale ningún tren. Por entre las líneas se ve pasar una sombra que puede ser la del guardavía. Los cuatro o cinco bancos de mala madera del salón principal están vacíos. Sin embargo, en un taburete, al lado del aparato de Coca-Cola, hay un jolongo sucio. Casi maquinalmente, el Tío se arregla el pelo, y moja uno de los índices en la lengua y lo pasa luego por sus cejas pobladas. Se sienta en el mejor banco, en el que permite ver buena parte del salón, y adopta una actitud de displicencia. Entonces se abre la puerta del servicio que dice CABALLEROS. Aparece un marinero abrochándose la portañuela. El marinero termina de abrocharse los botones de la portañuela, sin dejar de mirar al Tío con ojos que no se sabe si son de burla o de reverencia, y recorre con los dedos la portañuela como para asegurarse de que está bien cerrada. Se dirige con pasos seguros (demasiado seguros para ser verdaderamente seguros, piensa el Tío) hacia el taburete y toma el jolongo. El tío Rolo se pone de pie. Trata de expresar indiferencia, cansancio, aburrimiento, levanta las cejas, deja caer los párpados. No sonríe. La sonrisa es el primer paso hacia la complicidad: no se debe sonreír desde el primer momento. Usted me puede decir la hora, dice el tío Rolo sin mirar al marinero (tal parece que el Tío no se ha dirigido a nadie en particular). Como, no obstante, el marinero tarda en responder, el Tío lo observa un momento. El marinero está mirando al Tío con ojos mudos y cara que no dice más que la de cualquiera de las estatuas de Chavito. Y el Tío, que no puede resistir la intensidad de los ojos grandes y oscuros, desvía la suya hacia las líneas, hacia el campo que está detrás de las líneas que es una mancha rojiza agitada por el viento de esta noche de octubre, y por suerte en ese mismo instante se escucha el pitazo de un tren que se acerca. Experimenta el alivio de tener algo que hacer. Va hacia el portalón que da a las vías y siente el estrépito, sonido como el de los truenos que faltan a esta noche. El tren que pasa, luz rapidísima que anima por un momento la desanimada estación de trenes. Tren de soldados. Los ve pasar adolescentes, sonriendo, diciendo adiós, jugando entre sí, con sus gorras en las que brilla el escudo de la República. Sólo un segundo el paso del tren, tan poco tiempo, que pronto, cuando se restaura el silencio, es demasiado difícil creer que pasó, y el Tío se vuelve y comprueba que el marinero no está.
Aunque se diría que está lloviendo, el tío Rolo dice No, es un engaño, y quiere dormir, y cierra los ojos, y no puede dormir, y enciende la lámpara que está sobre la mesa de noche y comienza a leer, una vez más, el capítulo doce de Al revés, el capítulo en que Des Esseintes viaja a Londres sin salir de París.
Tampoco puedes leer. Entre tú y las palabras de Huysmans (que como sueles decir no son las palabras de Huysmans, porque están traducidas al español) se ha aparecido la figura del marinero. Y sabes que algo en él te inquietó aunque no sabes qué.
Y lo vuelves a ver ahora que estás acostado y escuchas la lluvia que no está cayendo. Lo vuelves a ver, alto, delgado, con esa esbeltez tan bien destacada por el uniforme de marinero, la piel oscura, fresca, de adolescente, y la boca (te impresionó mucho la boca) a punto de ser gruesa sin llegar a serlo. Los movimientos elegantes, de bailarín, no de marinero. Vuelves a ver los ojos, brillantes, de color miel. Desde niño has oído decir que los ojos son el espejo del alma; y si el alma de cada hombre se muestra en los ojos, ¿cómo será el alma del marinero? De primer momento creiste que en sus ojos había una mirada insolente, ahora no serías capaz de hacer tal afirmación. ¿Insolencia? No. Quizá la mirada de alguien que lo sabe todo o que es capaz de imaginarlo todo, quizá la mirada de alguien que no ve los ojos ajenos sino su interior. Ojos grandes, brillantes, de color miel. Y de pronto, sabes qué te inquietó, sabes que te inquietó el que no hubiera en esa mirada, en esos ojos, ninguna piedad.
Y el tío Rolo, que es un personaje de novela, apaga la luz. Esta noche no dormiré, dice, y se queda dormido del modo en que suelen dormir (desapareciendo) los personajes de novela.
Lucio enciende la luz. Es fácil darse cuenta de que Irene no está en casa, no escucha el sigilo de las zapatillas, los pasos persiguiéndolo por la casa, ni oye sus preguntas demasiado maternales. Ha llegado al cuarto sin que nadie le señale el reloj ni le pregunte si quiere comer ni dónde ha estado. Nadie lo ha obligado a mentir. Y se desviste con calma, como si tuviera todo el tiempo del mundo para desvestirse. Y cuando está desnudo y apaga la luz y se tira en la cama y pasa las manos por sus muslos y su pecho, se siente sucio. Piensa en la boca de Miri recorriendo su cuerpo, en las manitos de Miri que lo tocan como si él fuera Dios, y se siente sucio. También piensa, por supuesto, en Manilla. Lo ve gordo, repantigado en su butacón de forro deshilachado, muy serio, fumando el tabaco ya casi completamente consumido, con la expresión de desamparo que no puede ser verdadera, y se siente sucio.
¿Y por qué fue a casa de Manilla? No tiene respuesta para la pregunta. A veces se trata simplemente de vestirse, creyendo con firmeza que va a ver a Miriam, o quizá pensando que es mejor ir al cine porque pasan una película de James Dean, y de pronto, como si el demonio hubiera guiado sus pasos, se ve frente al butacón de forro deshilachado de Manilla, dejando caer el dinero en la manota de Manilla, y permitiendo que las manitos de la niña lo acaricien como si él fuera Dios.
Tampoco hoy Lucio tenía pensado ir a casa de Manilla. Estuvo toda la tarde creyendo que iría a los Aires Libres de Prado a oír a las orquestas, y así se lo dijo a Fortunato en la vinagrera. Incluso hasta es posible que lo haya invitado, y si Fortunato hubiera depuesto por unas horas esa extraña actitud que últimamente tiene, si hubiera dicho que sí, es seguro que Lucio no hubiera ido de ninguna manera a casa de Manilla. El otro se limitó a mirarlo con la mirada intensa de los ojos oscuros, no sonrió y dijo con cierta violencia No voy a ningún lugar. Lucio quedó tan consternado por la agresividad de la respuesta, que bajó la cabeza y no supo qué hacer, sólo pudo disimular en el fregadero de los pomos. Y el otro, que se dio cuenta, lo llamó Lucio... Y Lucio no hizo caso, y dijo por lo bajo Hijo de puta, y el otro lo oyó, o lo adivinó, se alejó sin decir palabra, y estuvo mucho tiempo sin volver donde Lucio, y si volvió fue porque Lucio, ya sin rencor, lo había llamado. Y Lucio piensa ahora que si Fortunato hubiera aceptado acompañarlo, él se hubiera ido a escuchar las orquestas femeninas de los Aires Libres y se habría salvado de Manilla y de Miri. No fue así. Fortunato gritó No me da la gana..., y Lucio salió de la vinagrera a las seis de la tarde, y llegó a la casa donde Irene le tenía preparado el baño de agua bien caliente con esencia de vetiver, y se bañó mucho rato, porque el baño para él resultaba uno de los placeres de la vida, y estaba horas allí pasando la esponja enjabonada por su cuerpo y pensando en las cosas de la vida, no como eran, sino como él hubiera querido que fueran, que la verdad es que él nunca piensa en las cosas como son. Se afeitó. Salió al cuarto sin secarse, con la gran toalla blanca atada a la cintura. Por supuesto, no tuvo que escoger la ropa que se pondría, ya Irene, como si hubiera adivinado sus intenciones, había colocado sobre la cama el pantalón claro, el flus de casimir azul prusia, la camisa blanca. Molesto por la intromisión que no dejaba de ser oportuna, molesto porque daba la impresión de que su madre nunca se equivocaba, cerró con violencia la puerta y se entregó a otro de sus grandes placeres: acostarse mojado sobre la toalla desplegada en la cama, a dejar que su cuerpo se secara solo, mientras él pensaba en las cosas, no como en realidad eran, claro, sino en como debían ser. Se vistió después con cuidado, poniendo el interés en cada detalle de la ropa, con la sensación agradable de que su cuerpo aceptaba con agradecimiento cualquier prenda, que todo le quedaba bien, que él, como había dicho una vez Rolo sin saber que él lo estaba escuchando, parecía un actor de cine, y salió a la sala-comedor donde ya la mesa estaba servida. Se sentó con la esperanza de que Irene no se sentara frente a él. Irene no bien le sirvió el agua, se sentó y nada dijo durante mucho rato, lo vio comer con la mirada compasiva y admirada que a Lucio lo llevaba hasta el borde de la ira, y sólo cuando comenzó a recoger los platos se limitó a decir Esta noche se va a acabar el mundo lloviendo. Lucio respondió con esa brusquedad con que siempre hablaba a la madre A mí el fin del mundo que me coja en la calle, y salió, y vio la Isla que era un torbellino rojizo de viento y hojas, y se fue hasta la fuente y estuvo pensando mucho rato, sin entender bien qué estaba pensando, porque en realidad no estaba pensando sino que veía imágenes y repetía palabras y comenzó a sentirse triste, con tristeza que él conocía bien y lo hacía desear un rincón y una fuerza superior que lo hiciera desaparecer. Así estuvo mucho rato hasta que llegó Sebastián, y Lucio se fue de la Isla, y salió a la calle de la Línea, y no fue a los Aires Libres, sino que casi como por instinto tomó el rumbo del Hospital Militar, detrás del cual, en un barrio casi sin calles, casi sin agua, casi sin luz, prácticamente en un bohío, vivía Manilla con su hija Miri.
Desde que el sol comienza a ocultarse, Melissa sube desnuda a la azotea con el loro Morales en una mano. El lector debe imaginarla ahora mismo, a pesar de la noche, del viento y del olor a lluvia, desnuda en la azotea. Cualquiera diría que se siente dueña del mundo. Melissa repite a Sebastián que el mundo es un invento de Marta, que Venecia no existe, que no existe Viena, ni Brujas, ni Praga, ni Barcelona, ni París. Dice que el mundo es únicamente aquello que podemos ver. Lo dice a Sebastián y se ve que disfruta viendo la turbación del muchacho, la turbación de Tingo-no-Entiendo, y hasta la de Vido. El mundo es la azotea, la Isla, nada más, exclama Melissa sin sonreír, sin aparente ánimo de burla, del modo más serio que se pueda imaginar. A Melissa parece gustarle pasear desnuda por la azotea anochecida, porque entonces el mundo es ella. Sube como si fuera al encuentro de alguien, aunque uno sabe que ella sabe que no va al encuentro de nadie más que de sí misma. A veces se tiende en el suelo, se acaricia, cierra los ojos. Es como si tuviera la impresión de que no está en ningún lado, es decir, no existe. ¡Y se ve tan feliz! Melissa repite Ser feliz es no estar en ningún lado. En otras ocasiones, el lector deberá imaginar que se limita a avanzar, como si estuviera destinada a perderse entre las sombras, hacia el final oscuro de la azotea, allí donde las copas de los árboles se unen en una bóveda pequeña y lóbrega. Habla bajo con el loro Morales. El pájaro mueve la cabeza, agita las alas. Melissa sonríe. ¿Pensará en la ingenuidad que implica creer que el mundo existe, que existen esas ciudades extrañas y lejanas? No hay nada más que esto, aquí comienza y termina todo, ¿por qué ilusionarse inútilmente? La gente no viaja, se imagina que viaja, se imagina que sueña. Eso simula decir su sonrisa. El loro mueve nervioso la cabeza y agita las alas. Melissa ha dicho a Sebastián que no se deje engañar, que únicamente lo que uno ve existe de verdad para uno, y por eso, como en este instante nadie puede verla, sólo ella existe para sí.
Y por supuesto, si Melissa lo creyera, si de verdad pensara lo que dice, estaría equivocada. Ella sí existe porque Vido está subido a un árbol y la observa desnuda avanzando por la azotea como al encuentro de alguien que cree ser ella misma, y que en realidad es él, Vido. Melissa habla con el loro Morales. Vido no la escucha, no importa, importa ver lo hermosa que se ve Melissa en la noche de la azotea.
Al comenzar este párrafo se deberá escuchar un graznido para que las tres mujeres se santigüen. Debemos imaginarlas, sentadas a la mesa, con los vasos de tilo frío que ha servido la señorita Berta. Muy erguida en la silla, Irene tendrá los ojos cerrados. Un jarrón se rompe, dirá la señorita Berta, y los recuerdos aparecen. Irene negará. De pronto las dos quedarán mirando a Mercedes. ¿Un hombre en la ventana? ¿Estás segura? Mercedes beberá el tilo con suma lentitud, fruncirá el ceño como si le extrañara lo que debe responder.
Llegué a casa cansada, con un cansancio que no sé si llamar cansancio o tristeza, había pasado un día horrible en la oficina, el viejo Morúa tuvo el buen tino de portarse más desagradable que de costumbre, llevaba una guayabera blanca que tenía el cuello negro de churre, las manos temblorosas, las uñas sucias, la peste a tabaco me ahogaba, él se empeñaba en cerrar las ventanas, que si el aire, que si los pulmones, la que va a morir de los pulmones soy yo, la escupidera debía de estar repleta, yo sentía que cuando el viejo escupía se producía un sonido de agua que me revolvía el estómago, ¡qué deseos de vomitar!, y para colmo, el trabajo no me permitía estar quieta un segundo, miles y miles de legajos de boberías municipales, que si los jardines públicos de no sé dónde, que si el dinero del desayuno escolar, que si las cuentas de no se sabe qué monumento para los héroes anónimos del Cuerpo de Bomberos, ¡total!, se pasan el tiempo perdiendo el tiempo y de paso me lo hacen perder a mí por los miserables pesos que pagan, hoy, más que nunca, miraba con nostalgia por la ventana, siempre me gusta mirar los techos de Marianao, negros de humedad, el obelisco, el tanque blanco y rojo del Acueducto, los árboles de la Isla que ignoro si son los árboles de la Isla, aunque basta que lo imagine para que se me haga un nudo en la garganta, sean o no, yo miro los árboles y logro irme de la oficina unos segundos, y hoy, cuando por fin llegó la hora de irme de verdad, vi los cielos abiertos, y no sé por qué digo los cielos abiertos si en realidad estaban más cerrados que de costumbre, parecía que se iba a acabar el mundo, en el Ayuntamiento decían apúrense, apúrense, el agua está aquí, yo no me apuré, es más, ni se me ocurrió la idea de irme en guagua, ¿nunca les he dicho que me encantan los días de lluvia?, dice Marta que yo debía haber nacido en Londres o Estocolmo, ¿lloverá mucho en Estocolmo?, ¿dónde es Estocolmo?, esa ciudad no existe, a pesar de mi tristeza, de mi cansancio, cuando bajé los escalones de la entrada del Ayuntamiento, sentí algo que no puedo explicar, perdonen, ¡soy tan torpe!, algo que no soy capaz de explicar y que se me ocurre, ahora mismo, llamar felicidad, ¿entienden?, no, sé que no, no entienden, no quiero decir que no me sintiera cansada o triste, sino que por estar cansada o triste en aquella tarde que amenazaba lluvia, me sentía feliz, yo a menudo me siento triste y feliz al mismo tiempo, y es como si una cosa tuviera que ver con la otra y no puedo explicarlo, el cielo se iba a caer sobre la tierra, el viento fuerte, el olor a tierra húmeda, una nube de polvo, de tierra, de hojas, de papeles se levantaba, y todo aquello acrecentaba mi tristeza, acrecentaba el estado nuevo que no sé cómo explicarles y que se me ocurre decir felicidad, y que en realidad no supe (no sé) de qué se trataba, ignoro si es cierto que había un niño jugando con un trapo negro, vine caminando hasta la casa, no había nadie en las calles salvo el niño que ahora ignoro si existió, las casas estaban cerradas a cal y canto como a la espera de una catástrofe, había oscurecido, no podían ser más de las cinco de la tarde, muchas veces vengo caminando y me gusta ver las casas de la parte alta de la calle Medrano, me gusta ver a las señoras, a esa hora salen a los portales y toman café o qué sé yo en tazas elegantes, y conversan, sonríen, cuando uno vive en una casa linda no tiene razón para no sonreír, ¿verdad?, sólo que hoy fue algo distinto, primero: no había ninguna señora en ningún portal; segundo: me sentía cansada, triste y feliz, me daba la impresión de que ni las calles ni las casas eran las calles y las casas de siempre, andaba perdida y no venía hacia acá sino hacia no sé dónde, y el viento, tan intenso como el de ahora, no me dejaba caminar, en una calle (no sé cuál) vi una rueda, no, no era una rueda, un aro, algo metálico giraba cuesta abajo por la calle, se deslizó por una rampita como si hubiera alguien que lo guiara, entró en el Parque Apolo, el Parque Apolo es el parquecito que está antes de la zanja, bastante cerca de la Terminal de Trenes, y le digo así por burlarme, tiene la estatua de alguien, un patriota que venció en alguna batalla, yo digo Apolo porque el pobre mambí más feo no puede haber quedado en esa estatua, ni que la hubiera hecho el Chavito, y el aro o la rueda, aquella cosa metálica que giraba como guiada por alguien se estrelló contra la base de la estatua y produjo un sonido musical, entonces me fijé, en un banco del parque había alguien durmiendo, me acerqué, Irene, Berta, óiganme, un marinero, durmiendo en el banco del parque, un marinero de completo uniforme él, la boina sobre el vientre y un jolongo tirado en el suelo, un marinero, escuchen, un muchacho, un niño, yo diría que no pasa de los veinte, delgado y seguramente alto (no cabía bien en el banco), la cara preciosa, así como muy bien dibujada toda y algo de oriental, de oriental de Las mil y una noches, quiero decir, y las manos sobre la boina, manos sin rudeza, manos que jamás parecían haber izado una vela (aunque ya no hay veleros, una sigue pensando en Salgari y en el tiempo de los piratas), no le vi los ojos, como les digo, dormía, sí, vi los labios entreabiertos y, les juro, me dio la impresión de que nunca había yo visto labios tan bellos, y se hizo más intenso el cansancio o la tristeza, la felicidad se deshizo, pienso Nunca hubo felicidad, fue un invento para no sentirme tan mal, llegué a la Isla como si llegara al cementerio para ser enterrada viva, mi hermana Marta me recibió como de costumbre, es decir, no me recibió, no respondió a mi beso, no dijo palabra, le pregunté cómo se sentía y me contestó que encantada de estar ciega para no tener que verme, a mí y al resto del mundo, que pensaba que el resto del mundo debía de ser tan idiota como yo, ¿ustedes saben lo que es pasar el día frente al viejo Morúa, escribir y escribir páginas interminables de boberías municipales, para llegar y que tu hermana, tu propia hermana, tu hermana jimagua, que compartió contigo el vientre de tu madre, que compartió contigo el Cementerio y Taipí, te trate así?, ¿lo creen justo?, me di un baño caliente, un baño caliente no me quita el cansancio, la tristeza, me permite, sí, dormir lo mejor posible, no comí, tomé el jugo de tamarindo espantoso que yo misma había hecho ayer, me tiré en la cama, debo de haberme quedado dormida al instante, y sé que soñé y no sé lo que soñé, el viento aullaba, como en las novelas de Concha Espina o de Fernán Caballero, a quienes nunca he leído, a lo mejor soñé que yo era Ida Lupino haciendo de Emily Brontë, me hubiera encantado ser un personaje de Cumbres borrascosas, vivir en las páginas de Cumbres borrascosas, en algún momento escuché un golpe en la ventana, desperté, en uno de los cristales nevados, vi, perfectamente recortada, la cara de un hombre, pegué un grito, la figura desapareció, corrí y aunque soy tan cobarde, abrí la ventana, sólo alcancé a ver una figura blanca que se perdía en el Más Allá, me recosté en la ventana para poder inclinarme, mirar mejor, y cuando me separé, descubrí que la ventana y mi ropón de dormir estaban manchados de sangre.
Berta se levanta, va a la ventana, Parece que está lloviendo, exclama sin convicción. No hay nadie allá afuera salvo el viento fuerte que quiere arrancar los árboles de raíz. Todavía no he contado lo peor, dice Irene abriendo los ojos. Berta regresa a la silla. Mercedes levanta la cabeza. Hay tanto desamparo en la mirada de Irene, que las dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, tienden las manos hacia las manos de ella y la acarician. Mercedes le pide No te pongas así. Irene niega con la cabeza y agrega Cómo me voy a poner si vi a mi propio hijo. ¿Qué quieres decir? Silencio largo. Las dos mujeres no dejan de acariciar las manos de Irene. Otra vez, con voz apagada, casi en susurro, explica que no podía recordar quién le había regalado el jarrón que rompió el viento de esta tarde de octubre. Muestra el dedo cortado por la punta de la porcelana, se pregunta de dónde podía haber salido ese jarrón que ahora descansa en el cesto de la basura. Lo más terrible, lo que no ha contado todavía, tuvo lugar cuando quiso recordar a Emilio, el esposo de quince años, el único hombre de su vida, y a quien vio fue a Lucio, esto sí es grave, gravísimo, me estoy volviendo loca. Explícanos, mujer, no seas aspavientosa. Irene habla como si no fuera ella la que hablara, hay una distancia entre lo que dice y su cara de angustia, las palabras escapan con extraña frialdad de sus labios. Había estado mucho rato en la cama buscando entre los recuerdos la cara de aquel hombre que había sido tan importante durante los quince mejores años de su vida, y por más que trataba, a quien veía siempre era a Lucio con el flus azul. Decidió entonces hacer lo que hasta ese momento se había negado, no por capricho, no, sino porque quería hallar la cara de Emilio ella sola, sin ayuda de nadie. Llegó un punto en el que no pudo más y tuvo que claudicar, fue al escaparate y sacó la caja de las fotografías. La abrí como si mi vida dependiera de ese acto banal. Lo primero que encontró fueron fotos de Lucio cuando niño, rollizo, mi hijo siempre pareció un niño de más edad por lo bien criado que estaba; encontré fotos mías con él, fotos sola, ahí, en la Isla, en aquella época en que al Chavito no le había dado aún por las estatuas; fotos en una playa (¿qué playa?), y una foto preciosa, coloreada, donde se me ve con sobretodo marrón caminando por la calle Galiano, o por la calle San Rafael, o por Belascoaín, qué sé yo, me veo bien en las fotos, que no siempre fui el desastre que soy. Y encontró por fin una foto de Emilio. Por fin podía verle el rostro al marido. En un campo, sin camisa, en la mano una vara de tumbar mangos. Precioso, con la sonrisa de ingenuidad que siempre tuvo, las cejas anchas, levantadas, sobre los grandes ojos melancólicos; el pelo negro, lacio, caído con terquedad sobre la frente. Atlético, como Lucio, Lucio salió a él, con un pecho sin vello, mejor formado que el de cualquier estatua de Chavito. Quedé extasiada mirando la foto de mi marido y sólo así pude recordarlo, verlo frente a mí, casi hablándome, lo vi (Dios me perdone, hay cosas que no se dicen de los muertos) como cuando quería tocarme, quiero decir, acariciarme, besarme, y no lo hacía con brusquedad, Emilio podía ser cualquier cosa menos brusco, se insinuaba suave, cuanto más silencioso y dulce se mostraba yo sabía que me deseaba, yo lo conocía mejor que nadie, por el modo de traerme una taza de café, o por el modo de no mirarme, de evadir mi mirada, cuando estaba deseoso parecía como si le diera vergüenza que le vieran los ojos, y yo les digo, disculpen que hable así de un muerto, sé muy bien, hay cosas que no se dicen de los muertos, pero ese hombre tan tímido amaba con una pasión que no sólo contenía la suya sino también la mía, mi pasión estaba mezclada a la de él como no lo estaba mi cuerpo por más empeño que yo tuviera en hacerme suya, en entregarme, en dejarme poseer, yo me echaba en la cama, cerraba los ojos, sólo eso tenía que hacer, esperar tranquila, los ojos cerrados, sentía sus pasos alrededor de la cama, y de verdad, no sé cómo podía escucharlo, si se movía alrededor de mí con tanta delicadeza que los latidos de mi corazón parecían más fuertes que sus pasos, me acariciaba la cabeza y ya yo dejaba de ser yo, me convertía en cualquier cosa, animal indefenso, con susto, nunca perdí el susto, y creo que el amor es eso, un susto, y cuando pierdes el susto es que se acabó el amor, y es lógico el miedo, es que cuando estás enamorada estás frente a alguien más fuerte que tú, alguien a quien permites ser más fuerte, alguien a quien le regalas tu valor, alguien que puede hacer contigo lo que quiera, convertirte en polvo si lo desea, me gustaba aquel susto con que mi cuerpo dejaba de ser mío, y esta tarde pude recordarlo, lo vi igual que en la fotografía, sonriente, el torso desnudo, y sucedió como si la foto se animara, y dejara la vara de tumbar mangos para acercarse, decirme, sin mirarme directo a los ojos, que me amaba, perdonen, no me culpen si les digo lo que voy a decirles, me eché en la cama, cerré los ojos, me abandoné allí, en el cuarto donde sólo se escuchaba una lluvia que yo sabía que no era lluvia sino el viento de este día extrañísimo, me abandoné, digo, lo estaba esperando, el susto me apretó el estómago, iba a ser suya otra vez, no sólo iba a ser suya sino que lo necesitaba, había pasado años esperando el momento en que volviera a tenderse sobre mí, sin hablar, sin permitirme que hablara, sin dejarme decir lo que no cabía en algún lugar de mi susto, siempre me dejó con los deseos de decirle cuanto iba sintiendo, y ahora no debía hablar, por respeto, mi marido estaba muerto y debía respetarlo, y qué valiente tenía que ser para callarme, para no dejar que una palabra me traicionara, y hablé, dije cuanto hubiera querido decirle en años de silencio, dije lo que me gustaba, y mis manos se aferraban a su espalda, no abría los ojos, sabía que no iba a encontrar a nadie, ni falta me hacía abrirlos, yo veía más en ese instante con los ojos cerrados, no cuento lo demás, no sé lo que van a pensar de mí, si me consideran una desvergonzada, yo lo peor no lo he contado todavía.
Berta se levanta, vuelve a la ventana, No hay nadie, anuncia, y cualquiera se da cuenta de que lo dice por disimular la turbación. Mercedes bebe del vaso que hace rato está vacío, echa la cabeza para atrás, levanta el vaso para que llegue a sus labios una gota de tilo que todavía queda en él. Aunque no llora, Irene se seca los ojos, y hay que conocerla para saber que es un gesto que repite mucho, secarse los ojos secos. Lo peor es que me quedé en la cama con una felicidad que ya creía perdida para siempre, me levanté al cabo de un tiempo largo, con fuerte olor a saliva en el cuello, en la cara, me miré al espejo, tenía en el cuello las marcas de su boca, creía que mis palabras (dichas con tanto desespero, como aguardando que en cualquier momento él me callara con su mano) estaban todavía retumbando en la habitación, no se trataba de mis palabras, por supuesto, sino del eco infame de este viento que nos va a convertir en estúpidos. Y volviéndose a sentar en la cama, tomó de nuevo la caja de las fotografías y otra vez tuvo delante la foto del hombre sin camisa, del hombre hermosísimo que sonreía y llevaba una vara de tumbar mangos. Volvió la foto. Allí estaba la dedicatoria: PARA MI MADRE, UN RECUERDO DE SU HIJO. Irene se pone de pie, parece que va a echar a correr. ¿Se dan cuenta? No era Emilio, sino Lucio.
Se apagaron demasiado pronto las luces de la tarde. Temprano ya, Marta cerró los ojos. Daba lo mismo tenerlos abiertos o cerrados: sus ojos vivían con la luz del día. Cuando llegaba la noche, llegaba definitiva, hasta la salida del nuevo sol, si es que había nuevo sol. Se sintió fatigada. El esfuerzo del cuerpo por sustituir los ojos, la agotaba en exceso, y en el momento en que la última luz de la tarde (y la última luz de la tarde fue hoy una funesta lucecita de mediodía) velaba de modo tan absoluto la casa, el jardín, la Isla, sobrevenía el cansancio. Un cansancio inútil puesto que no conducía al sueño. Y como hoy se apagaron demasiado pronto las luces de la tarde, Marta entró a la casa como si no entrara a ninguna parte. Hasta el torbellino del viento se apagó cuando entró a la casa, y fue un vacío, una ausencia sobrenatural; sintió miedo; quizá por eso comenzó a tocar muebles, paredes, adornos, buscando un vínculo con el mundo, para no sentir que estaba sola en un universo sin personas y sin cosas. Se acostó. No se acostó. Creyó que dormía. Su sueño, de un color rojo, casi negro, no fue más que eso, un color.
La despierta un estruendo. No sabe si es un estruendo de la realidad. (Ojalá no lo fuera.) Se levanta. No se levanta. No sabe si avanza por la perenne oscuridad con las manos levantadas para defenderse de la malicia de las paredes. Llega a la sala. Supone sea la sala: ha tropezado con un sillón, y sólo la sala tiene sillón. La puerta, ¿dónde está la puerta? Tantea en las paredes, encuentra el interruptor, enciende la luz, es decir, la oscuridad persiste. Hay alguien detrás de la puerta. Escucha una voz, un quejido. Por fin encuentra el cerrojo. La puerta se abre. Marta vuelve la cabeza hacia todos lados como si fuera posible que sus ojos se iluminaran de pronto. El viento, tan fuerte, la obliga a aferrarse al marco de la puerta. Llueve, sin duda, un aguacero torrencial: el viento trae sonido y olor de aguacero torrencial. Las balsas. Recuerda a los mendigos y a las balsas. Recuerda a su madre. Tiene la impresión de que algo cae a sus pies. Con suma lentitud, Marta va bajando sin dejar de aferrarse al marco de la puerta. Toca el piso con las dos manos. Siente que sus manos se mojan, un líquido cálido, espeso. Se yergue. No, no se yergue. Sospecha que está en la galería, que avanza y el viento se lo impide. Si es un sueño, Señor, es el sueño más nítido, el más real, a pesar de que es un color rojo, casi negro. Está llamando, Mercedes, Mercedes.
Ilumina los rincones, los bancos donde a veces uno creería que hay figuras sentadas, figuras que corren de las galerías hacia la Isla. Siempre es así, aquí uno cree ver lo que no ve, lo que no es posible, y por eso Helena no se inquietó tanto cuando desde la puerta de su casa vio una figura blanca avanzando por entre los árboles, eso sucede a menudo, y hasta las mismas estatuas de Chavito dan la impresión de estar en movimiento muchas noches. Si hubiera sido sólo la figura blanca, Helena estaría tranquila, enfrascada en las cuentas. Sucede que lo otro sí es extraordinario y merece ser aclarado lo antes posible. Cuando Helena salió a cerciorarse de que la figura blanca no era más que una alucinación, encontró manchados de sangre los senos de la Venus de Milo. Y ahí sí no se trata de juego o alucinación. Sangre, verdadera sangre, sangre fresca, mancha de sangre con forma de mano sobre los senos de la Venus de Milo. Va con la linterna iluminando los rincones, las oscuridades que dejan esas lámparas tristes del techo, iluminando bancos, canteros, árboles. No descubre nada. Resulta sumamente difícil con esta noche de octubre, con ese cielo bajo y enrojecido, con este viento de los mil demonios. Y llega Helena al Apolo del Belvedere y lo revisa bien, así como revisa la antipara, y se percata que del otro lado, en el zaguán, hay alguien. ¿Quién está ahí?, pregunta con la severidad de siempre. Sin esperar respuesta, sin miedo, segura de sí, da la vuelta, llega al zaguán. Descubre a Merengue, que limpia el carro de los pasteles. ¿Tú?, ¿qué haces despierto a esta hora? El negro sonríe, la saluda, se inclina en reverencia cómica y no responde. Has visto qué noche, dice el negro sin dejar de sonreír. Helena lo mira un instante. No responde ni al saludo ni a la sonrisa. Ilumina de arriba abajo la Victoria de Samotracia, e ilumina luego al carro y a Merengue. Hay alguien en la Isla. Siempre hay alguien en la Isla, replica el negro. Quiero decir, un desconocido, alguien que está herido. Merengue deja caer el paño en el cubo del agua sucia.
Si Helena dice que hay un herido... Sin lugar a dudas Helena es la mejor encargada que la Isla ha tenido y podrá tener. Helena la conoce mejor que nadie. Helena sabe mejor que nadie lo que conviene saber sobre la Isla. Por lo menos lo que concierne a su realidad. Porque en cuanto a lo demás... Se vanagloria de conocer a la perfección el camino que pisa. Siempre miro para la tierra, miente. Además, recalca para molestar un poco a su hermano Rolo, el que anda con fantasías tropieza con los árboles.
Irene cuenta que cuando Helena llegó a la Isla una mañana de enero, luego de la conversación con Padrino y de tomar posesión de su casa (la primera hacia la derecha, entre el zaguán y la casa de Casta Diva), Helena salió a reconocer la Isla, tanto el Más Acá como el Más Allá, aunque en aquel tiempo no se le conociera por esos nombres. Entonces había tantos árboles como hoy, y se habían abierto los caminos con las piedras del río y estaba la fuente que no se había secado. No estaban, sin embargo, las estatuas (Chavito era muy niño y no le había dado aún por la escultura). Hacía tiempo que en toda la zona se hablaba de los misterios de la Isla. Se decía que muchos se habían perdido en ella para no reaparecer. Cuenta Irene que, cuando ella vio a Helena dispuesta para su primer reconocimiento, se sintió en el deber de llamarla y ponerla sobreaviso, decirle cuántos peligros la acechaban, sottovoce, claro, Padrino estaba vivo y ese gallego atrabiliario no podía oír, sin encolerizarse, desatinos que atentaran contra la reputación de su propiedad. Muy bajito, pero con mucha claridad, contó la historia de Angelina, de Cirilo, el joven flautista de la Banda Militar del cuartel de Columbia que vivía donde hoy están Mercedes y Marta, y que componía la música más desolada del mundo y la tocaba con lágrimas en los ojos y nunca se supo por qué. El pobre flautista, sucio y triste, se internó una mañana en la Isla repitiendo una de sus melodías más angustiadas y no se le volvió a ver. Irene le aclaró a Helena que algunas tardes, sobre todo en los días de lluvia, se escuchaba, sin que nadie fuera capaz de precisar el lugar, la desgarradora música de la flauta de Cirilo. También le contó Irene que suerte semejante corrió la niña Eduviges, de seis años y extrañas visiones. Rarísima niña, si tú supieras, que parecía de más en este mundo nuestro, es decir, en esta Isla donde Dios y el Diablo tienen los mismos poderes, la niña anunció una mañana que se iba porque no estaba dispuesta a soportar lo que de algún modo tendría que sobrevenir (¿a qué se referiría?), los vecinos creyeron que se trataba de un juego, y la niña Eduviges de seis años y extrañas visiones, besó su muñeca y se perdió, por ahí, por la zona de la fuente que por esos años no estaba seca, ¿y qué me dices de Laria, aquella mujer oscura y fea que se creía santa e iba de casa en casa, tocando las frentes de cuantos se pusieran a su alcance, para limpiarlos de pecados, decía?, pues esta Laria ardió una noche (¡qué noche, santo cielo, la recuerdo como si fuera ahora!) en una hoguera que nadie sabe quién prendió, ella gritaba que el diablo la había atado allí, no pudimos hacer nada, la hoguera era inmensa y por más cubos de agua y más corre corre, la pobre Laria se transformó en un montoncito de polvo que el viento se llevó, imagínate, aquí el viento no respeta ni las cenizas de una santa como Laria, y en vano hemos escrito al Papa, cosa de que la canonice, santa Laria, virgen y mártir, que las dos cosas fue sin discusión, el Papa ni contesta con lo ocupado que está, con tantas bendiciones, el pobre, y lo cierto es que Laria anda por ahí, tocándonos la frente todavía, que hay días en que se sienten sus pasos y una mano invisible (mira, yo me erizo) se posa en nuestras frentes, te lo juro, y te puedo contar la historia de Rascol Nico, el carnicero que mató a una vieja a hachazos y purgó aquí sus penas, y te puedo contar de Pinitos, tenía siete años y decía cosas atroces, decía, por ejemplo, que él había visto a un desconocido que lloraba porque no tenía sombra, era verdad, él lo había visto, en un claro que los árboles dejaban, muy cerca de la fuente, el hombre se paraba de lleno bajo el sol y era como si se parara inútilmente, nada, ninguna sombra atestiguaba que él estuviera allí, el hombre lloraba y mostraba una bolsa de la que escapaba un sonido metálico de monedas, también decía que había visto a una pareja de jóvenes llamados Pablo y Francisca, hermosos y en un tiempo enamorados, que un ventarrón fortísimo arrastraba de un lado a otro y no dejaba tranquilos, y los hacía golpearse contra los árboles de la Isla que, ya se sabe, son grandes y muchos, el viento estaba lleno de gemidos, contaba Pinitos con los ojos que parecían dos piedras, luego quedaba con la boca abierta como si él mismo no creyera tanta historia, la tal Francisca narraba entre sollozos que mientras leían, del libro había salido la fuerza irresistible que los había obligado a besarse y a acariciarse y a entregarse el uno al otro, a pecar, como decía ella, arrastrada por la ventolera que no la dejaba tranquila y la golpeaba contra los troncos, el ventarrón venía siendo el castigo por haberse dejado llevar por la fuerza del libro tan fuerte que los había obligado a besarse, una tarde Pinitos salió de la Isla más perplejo que de costumbre, contó que un hombre llamado Abrán había llevado a su hijo hasta el Más Allá, cerca del río, y que el hombre llamado Abrán había obligado al hijo a arrodillarse mientras él hablaba con los ojos vueltos hacia lo alto; el muchacho, casi un niño, reía y le decía padre mío, Abrán, no tengas miedo, que Dios es misericordioso, y que allí mismo el hombre, que era enorme y con una cara terrible, le había cortado la cabeza al hijo, y la cabeza del muchacho rodó hasta los pies de Pinitos y éste vio cómo los ojos de la cabeza sin cuerpo aún pestañeaban y los labios sonreían y todavía tenía algo parecido a una voz, que no se parecía a las demás voces, una voz que no resonaba, una voz que nadie podría llamar voz y repitió dos o tres veces Dios es misericordioso, hasta que la boca se quedó con la sonrisa fija y los ojos no pestañearon más, entonces el hombrón padre llamado Abrán se cortó su propia cabeza diciendo Dios es un soberano hijo de puta, y su cabeza salió volando como una pelota y quién sabe dónde cayó, Pinitos hacía muchos cuentos que divertían aunque es bueno reconocer que nos daban miedo, una tarde vino la madre de Pinitos a hablar con Padrino, la madre de Pinitos, la mejor encajera de Marianao, una mujer tan pequeña que uno hablaba con ella sin verla, como si quien hablara fueran sus zapatos, estaba tan preocupada que vino a pedirle a Padrino que no dejara a Pinitos pasear más por la Isla, el niño había llegado muy tarde a casa la noche anterior y contaba que había conocido a dos hombres que no eran dos hombres sino el mismo hombre de dos maneras distintas, un tal doctor Equis y el señor Jay, que había visto cómo una señora muy abrigada, de sombrero y manguito se lanzaba delante de un tren (cosa de todo punto imposible en la Isla, dicho sea de paso, que dónde está aquí la línea por donde pueda deslizarse un tren) que había visto pasar una góndola llena de mujeres maquilladas y vestidas como para un carnaval que rodeaban, besaban y toqueteaban a un señor de cara blanca y peluca, y otras muchas cosas más que ella no podía recordar y que la tenían altamente preocupada por el destino de su buen hijo, que salvo esa manía de inventar cosas demostraba ser un niño excelente que ya sabía multiplicar y leía de corrido, sin equivocarse, los fáciles poemas de Dulce María Borrero aparecidos en el libro cuarto de lectura, y Padrino prometió, y los zapatos que eran la mejor encajera de Marianao, madre de Pinitos, se fueron sosegados y con dignidad de cumplidora del deber, sólo que Pinitos siguió visitando la Isla a escondidas, eso lo supimos después, cuando resultó demasiado tarde, yo lo encontré una mañana con una bolsa, mejor dicho, una funda de almohada donde llevaba, según me mostró, algunas camisas, una cantimplora con agua, un pedazo de chocolate, un cucurucho de aceitunas, seis galleticas de María, un espejito de mano y un libro de Historia de Cuba, me explicó que se iba en una cruzada a Tierra Santa, riposté que las cruzadas las hacían hombres como Pedro el Ermitaño y Ricardo Corazón de León, pero él sonrió antes de aclararme que se iba precisamente en una cruzada de niños, que ya había casi treinta mil dispuestos a tomar para la cristiandad las tierras usurpadas por los impíos, que llegarían al mar y que éste se abriría para dejarlos pasar por milagro de Dios, porque Dios protege a quienes lo aman, me rogó que guardara silencio, que si la madre se enteraba de su decisión lo amarraría a la pata de la cama, puedo decir sin temor a equivocarme que yo fui la última que vio a Pinitos, lo vi entrar por el lado del Laoconte como quien va hacia el Discóbolo, fue una tarde en que corría una extraña brisa en esta tierra de polvo y árboles inmóviles, se lo tragó la Isla, como gritaba después su madre, tan pequeña, que parecía que gritaban los zapatos, y puedo decir que la Isla se lo tragó porque las matas se fueron cerrando a su paso con cierta fruición, con cierta glotonería, yo no sé cuántos años hace de eso, ni la madre vive para aclararnos la fecha, por supuesto, Pinitos estaba loco, todo lo que contaba no era más que una sarta de mentiras, y si era mentira, ¿por qué nunca más lo volvimos a ver? Sólo esas pocas historias contó Irene (entre tantas que podría contar) antes de que Helena hiciera su primer reconocimiento a la Isla. Helena ni sonrió. Irene no recuerda si dio las gracias. La vio internarse en la espesura para reaparecer una o dos horas más tarde con una guanábana madurita y una idea exacta de lo que se debía hacer en la arboleda para que fuera lo más higiénica y habitable posible. Hubieras sido una excelente capitana de barco fenicio, dijo a Helena su hermano Rolo.
Se ve extraña Helena con esa bata de satén rosado que, aunque vieja, aún la hace lucir elegante. Y tendrá que ver la elegancia con las largas mangas anchísimas, de puños con ñores incrustadas, y el cuello bordado y abundante que parece el cuello de una reina, de los que aparecen en las ilustraciones de los libros de cuentos. Se la ve extraña, ataviada así, entrando a la Isla por uno de sus caminos de piedras, llevando la linterna que recorta su luz, de un amarillo enfermo que enferma campanas y jazmines, murallas, crotos, heliotropos y piscualas de Irene. Las matas no son las mismas iluminadas por la linterna nerviosa. Ahora no tienen esos diversos tonos de verde de los que Irene se vanagloria. Las matas se ven amarillas, casi blancas, y parecen matas de mentira, de papel cuando la luz remisa de la linterna pasa torpe sobre ellas. A veces la luz se detiene, se abre paso por entre algún rincón del follaje. Otras, va directamente a una de las piedras con las que está hecho el camino. Por momentos se levanta (y es más pobre la luz cuando se levanta) y recorre un tronco, trata de buscar entre las ramas donde parece que esta noche habita el demonio. Y vuelve a bajar, y se va suave, lenta, casi inmóvil, a la mayor distancia que puede, y entonces ya no es luz, sino la imitación de una luz, especie de neblina que, en lugar de hacer visibles las cosas, las borra, las oculta o las hace más espectrales. Hay momentos en que Helena queda inmóvil junto con la luz, y cierra los ojos, como si cerrando los ojos pudiera escuchar mejor. Sólo que la Isla de esta noche, con tanto viento, tiene miles de sonidos diferentes. A ratos, pasos, gente que huye, gemidos, gritos, cantos. A ratos, como un río agitado que arrastra piedras. Helena sabe, por supuesto, que los mil sonidos diferentes son de la Isla: no hay que preocuparse por ellos. Por eso abre los ojos y continúa avanzando, segura, por las piedras de uno de los caminos de la Isla. Y cuando se abre una luz entre el Discóbolo y el Laoconte, Helena no se sorprende porque sabe que es sin lugar a dudas la linterna de Merengue, y es capaz de saberlo porque la luz se está moviendo como el propio Merengue, a tropezones, cayendo para un lado y para otro, que Merengue siempre va arrastrando el carro aunque vaya sin él. Helena mira hacia cada rincón con minuciosidad para la que no bastan los ojos. El demonio anda suelto y lo mezcla todo. Todo es conocido y desconocido. Hay algo que no es verdad, y Helena lo sabe.
My hearing is more reliable than my sight. Está sentado en la comadrita. No se mece. Tampoco se abanica. Trata de escuchar. Después que los pasos se alejaran y encontrara la mancha de sangre, sobrevino el silencio, es decir, el batir de la ventolera que es el silencio de esta noche. Y permaneció tranquilo, y se adormeció pensando que acaso la sangre fuera de algún animal herido, un gato, un perro, de esos perros vagabundos que merodean por la Isla. Y en efecto, creyó oír ladridos, y luego, más tarde, como si aullaran por allá, por la antigua carpintería. Sólo que ahora, al recordar el aullido, no está seguro de que lo fuera, que quizá se tratara de alguien pidiendo auxilio. Sonríe. ¿Cómo voy a confundir un grito de auxilio con el aullido de un perro? Niega con la cabeza sin dejar de sonreír. ¿Y si el grito no fuera más que el viento entre las ramas? ¿Y cómo voy a confundir un grito de auxilio o el aullido de un perro con el golpe del viento entre las ramas? Trata de escuchar. My hearing is more reliable than my sight. No sucede nada extraordinario: el viento, los árboles, nada más. Una noche de viento no debería ser algo extraordinario. Un cuerpo cae cerca de la casa. Probablemente la penca seca de una palma. El golpe es seguido por un breve silencio; luego, otra vez sonidos de pasos. Acto seguido, percutir de telas batidas por el viento, que no deben de ser telas, claro está, sino las ramas juntas de los álamos, las ramas juntas de ios laureles, alguien llora, estoy seguro: alguien llora, llanto tímido, llanto que teme mostrarse, o sea, llanto verdadero, tan silencioso que casi no es llanto, ahí por la derecha, justo por el lado contrario en que ha caído el cuerpo o la penca, dicen que las cañabravas lloran cuando el viento las atraviesa, también deben llorar los sauces, que por algo los llaman llorones, no hay sauces llorones en la Isla, ni en el Más Allá ni en el Más Acá, los pasos parece que bordean el cuarto, trato de escuchar, my hearing is more reliable than my sight, son pasos de alguien que tiene la fuerza de la juventud, no hay duda, llenos de vigor, sólo el vigor y la juventud extremos pueden provocar pasos suaves, breves, rápidos, casi alados, quien avanza lo hace ayudándose en la pared de mi cuarto, el rozar de la mano por la superficie externa de la pared es casi imperceptible, mi oído es fino, por la altura en que va deslizándose esa mano, soy capaz de saber que se trata de alguien cercano a los seis pies (hombre, mujer o demonio) sé que eres alto y joven, I know enough, un estrépito de cristales rotos detiene el sonido de los pasos, voy a darme vuelta para mirar hacia el aparador, una punzada en la espalda me lo impide, por segundos, sólo el viento parece vivir en la Isla, me pongo de pie (con qué trabajo, cada día con más trabajo), detengo la comadrita: no me gusta que se mueva sola, superstición, no sé qué hacer y dejo con cuidado el abanico encima de la cama, la cara odiosa del gato del abanico me mira y sonríe con burla, vuelvo el abanico para que desaparezcas, miserable cat, sobre el aparador están los vasos, las jarras, las tazas, intactos, intactos, nada se ha roto dentro del cuarto, decido salir, enfrentarme a quien sea, pienso que ya es innecesaria la pistola de juguete, a mi edad, hasta el miedo desaparece ¿no?, busco las llaves que tengo en las manos, y cuando las encuentro me molesto porque buscaba las llaves teniéndolas en las manos, las dejo caer en el bolsillo de mi jacket, el sonido que producen las llaves al caer en el bolsillo de mi jacket es similar al de los cristales que se han roto allá afuera, ¿no habrán sido entonces las llaves?, allá afuera está bastante oscuro, sólo hay dos bombillos, el de la puerta y el del fondo, bombillos de poca fuerza, enciendo, pues, un quinqué, con él podré verte, quienquiera que seas, hombre, mujer o demonio, o las tres cosas, que cualquier engendro se hace posible en la Isla, estoy resuelto, voy a abrir la puerta, y si estoy resuelto no sé por qué me detengo, por qué quedo inmóvil en medio de la habitación, fingiendo que busco algo que no he perdido, ¿y si es el marinero?, the young sailor, what if it’s him, dear God, what if?, él vendrá quiera yo o no quiera, vendrá. El profesor Kingston está en medio de la habitación con el quinqué levantado casi a la altura de los ojos. En este momento los pasos comienzan a oírse en el tejado. Y carcajadas. No, no son carcajadas sino los golpes de alguna ventana que se ha abierto. Se ha abierto una ventana que golpea y golpea y parece que son carcajadas. Y ocurre que los pasos están quebrando las tejas. De nuevo, percutir de telas batidas por el viento. Carcajadas, portazos de la ventana abierta, se acercan, se alejan, se acercan, se alejan, y un rumor de agua, ahora, ahora mismo, como cuando el río crece los días de mucha lluvia, incluso miro hacia la parte inferior de la puerta como si esperara ver el agua entrando por ahí, cosa que ocurrió una sola vez, hace muchos años, cuando el ciclón del 44, un graznido pasa varias veces por encima de la casa, me santiguo, voces, voces, un largo silbido, avanzo hacia la puerta, el graznido regresa, se vuelve a ir, no sé si el silbido es de la Isla o de mis oídos, a veces lo escucho, el mismo silbido, no es de ningún lugar sino de mí mismo, de adentro de mí, y las voces lo que dicen es go, go, go, o no, no, no, I don't know, y el silbido, por fortuna, cesa de repente, y un aguacero torrencial, semejante a miles, a millones de piedras cayendo sobre el techo, apaga el sonido de los pasos en las tejas, entonces son campanadas lejanas, y un canto, una voz hermosa que se levanta por encima de la algarabía de esta noche en la Isla, y llego a la puerta, me ha costado trabajo llegar a la puerta, y digo que la voy a abrir y no la abro, y la abro, afuera, el Más Allá con los árboles agitados por el viento, Tis the wind and nothing more, ni llueve, ni ha crecido el río, no hay nadie, tampoco oigo las campanadas ni la voz hermosa, ¿qué voz hermosa iba a oír?, ¿a quién se le ocurriría cantar en una noche como ésta?, levanto más el quinqué, sólo el charco de sangre continúa ahí, frente a mi puerta.
Cierra los ojos y piensa Estoy cansada estoy cansada estoy cansada, trata de imaginar un paisaje, playa con cocoteros, aguas de azul translúcido, día espléndido, cálido, cielo altísimo, sin nubes, o con pocas nubes, a lo lejos, un velero, no, no hay velero, sino hermoso transatlántico rojo, o tampoco, el horizonte, sólo el horizonte que no parece inalcanzable, ella está en la arena mirando al horizonte, ella está desnuda, juega con la arena, reúne montoncitos de arena sobre sus muslos, tiene la sensación de que su cuerpo existe, bueno, no es exactamente así, la sensación no se puede expresar con demasiada claridad, podría quizá explicarse mejor diciendo que todas y cada una de las partes de su cuerpo adquieren vida, siente con cada parte de su cuerpo, o ni siquiera es así, no se puede decir, y entra al agua que tiene una temperatura deliciosa. Y de pronto no es el paisaje, sino un lugar nunca visto o sí, puede que sí, que lo haya visto, un jardín, abundancia de árboles y ramas que caen de lo alto sin que se sepa, a ciencia cierta, de qué árboles nacen, y el jardín no es un jardín a cielo abierto, no, se trata de un amplio recinto con techo que, de tan lejano, no se ve, el cielo ha desaparecido, en su lugar, una honda oscuridad de la que escapan, en diagonal, luces azules y rojas que no son, que no deben ser, estrellas, hay hacia una esquina una tumba sobre la que se ve un ramo de lirios, y ella no se acerca, de pronto, sin desplazarse, está junto a la tumba y descubre que los lirios son de papel, olor a polvo, a trastos viejos, a telas humedecidas por el tiempo, el jardín no huele a jardín, ella va a los árboles, o sea, no va a ninguna parte, los árboles aparecen ahí, junto a ella, y son telas, enormes lienzos pintados, pinturas endurecidas, amarillentas, y cuando ella toca los árboles, es decir, las telas, es decir, los árboles pintados en las telas, una luz potentísima la ilumina y ya no ve más, su cuerpo, con esa luz, se hace transparente, el silencio es sustituido ahora por una música demasiado alta, ensordecedora, y, sin embargo, por encima de la música, se escuchan aplausos, aplausos, aplausos. Casta Diva abre los ojos.
La densa oscuridad del cuarto. Se escucha una risa, debe de ser Tatina. También se escucha el viento de esta noche de octubre. La ventana que está sobre la cama matrimonial (única ventana del cuarto) parece que es empujada desde fuera, que se va a abrir de un momento a otro. Casta Diva se sienta en la cama. Apenas logra distinguir qué la rodea, de todas formas, no lo necesita: ella puede andar por el cuarto con los ojos cerrados. Sabe, por ejemplo, que frente a ella está el espejo. Grande, rectangular, ennegrecido el marco de caoba, la luna biselada, ocupando la pared de ladrillos desnudos que está frente a la puerta. Ahí está el espejo reproduciéndola con la torpeza que le proporciona la falta de luz. Odia el espejo. Odia ése y todos los espejos. El espejo es una cosa aborrecible, y no tanto porque invierta la realidad, como porque la multiplica, como si la realidad no fuera suficientemente desagradable para tener que ser multiplicada. No lo ve. No importa: el espejo está ahí, frente a ella. Ella duerme en el lado izquierdo de la cama, y lo que tiene enfrente es el espejo grande. Muchas noches, cuando hay luna y calor y la ventana puede quedarse abierta, Casta Diva se duerme frente al espejo, que es como dormirse frente a sí misma. Odia el espejo y odia esa imagen. (Dentro de algunas páginas, este espejo será protagonista de un raro suceso.) También odia la reproducción de La Sagrada Cena, del Tiziano, manchada por la humedad de la pared. Odia su juego de cuarto, tan barato, de mala madera, comprado a plazos en Orbay y Cerrato, y odia la butaca, tapizada con damasco dorado renegrido por años y años de sudores, y odia la cama de Tatina, que es una cama de hospital, de barrotes metálicos pintados de blanco. Lo único que ama de su cuarto es el bargueño de nogal adornado con taracea. Es que el bargueño está cerrado con llave, y ella guarda con celo esa llave, y en él están sus secretos, su alma, como ella dice, aquello que ella es en verdad. Se levanta, se viste con la bata de casa que había dejado sobre la butaquita de la coqueta, y calza las chancletas de raso. Va a la cama de Tatina. La muchacha es una sombra en las sábanas blancas. Ríe. Tatina ríe. Casta Diva oye la risa, y también la odia y de inmediato se lo reprocha, se siente culpable. Enciende la lámpara que está en la mesita de noche (también metálica, también de hospital). Mira instintiva a su marido cuando la luz hace del cuarto un cuarto real. El duerme, al parecer tranquilo, nada perturba su sueño bendito. Luego mira a Tatina, que la está mirando y sonríe. La cara de la hija es grande, deforme y tiene poco que ver con la escualidez del resto del cuerpo. El pelo castaño se abre grasiento sobre la almohada, naciendo casi a la altura de las cejas, Tatina tiene muy poca frente. Los ojos son pequeños e inquietos, llenos de vida. Los ojos de Tatina aterrorizan a veces a Casta Diva; son ojos de mirada intensa que parece que penetran en la verdad de las cosas. Casta Diva se estremece cuando mira los ojos de la hija, razón por la cual pocas veces los mira. Su nariz sí es hermosa, en eso salió a ella, a la madre, con la nariz pequeña y bien formada, que finalmente también molesta, porque esa naricita perfecta nace entre dos carrillos mofletudos ennegrecidos por la acné mal cuidada, y está sobre una boca gigantesca, de dientes poderosos, separados y sucios, de encías inflamadas, boca desfigurada por la falta de palabra y el exceso de risa. El cuello apenas existe. Después, es el pecho pobre, y el resto del cuerpo más pobre todavía. Sin mirar a la hija, Casta Diva levanta la sábana, palpa el culero. Te orinaste otra vez, cabrona, dice tratando de darle dulzura a la frase, cosa que no logra del todo. La destapa ya totalmente y le quita el culero. La oscuridad seca, esmirriada, del sexo de la hija le produce una repulsión que, en lugar de disminuir, aumenta con los años. La seca con una toalla que siempre cuelga de una de las barandas de la mesita de noche, unta crema entre los muslos para que la piel no se irrite, y le pone culero limpio. Ahora te duermes, niña, mira que la Magdalena no está para tafetanes. Y apaga la luz. Va al baño. En el inodoro (que ella se encarga de limpiar y limpiar, por aquello que decía su madre de que la limpieza de una casa comienza primero por el inodoro), hay unas gotas amarillas. Chacho nunca tiene cuidado, mira que se lo digo, se lo repito, se lo grito hasta cien veces en el día, no te mees afuera, coño, apunta bien. Seca las gotas con un poco de papel higiénico. Se levanta la bata de casa, se baja el blúmer, se sienta. Cierra los ojos mientras orina, concentrándose en el placer de orinar, mientras se ve otra vez en el jardín que no es un jardín, entre los telones pintados con olor a polvo, a trastos viejos, a la humedad antigua de las telas. De nuevo luz sobre ella; de nuevo, aplausos. La música. O rimembranza. Aplausos, aplausos. Seguida por la luz, avanza hasta el centro de ese lugar que da la impresión de no tener límites. Ah, perchè, perchè, lamia Constanza. Más allá, vacío, zona oscura, abismo del que llega, clarísima, la ovación. Ha abierto los ojos, terminado de orinar, las últimas gotas se deslizan con lentitud, e incluso, como ella se pone de pie sin secarse, hay alguna gota de orine que rueda por los muslos. Son io. Se seca, se sube el blúmer. De pronto su mirada tropieza con el espejo del botiquín. Ahí estás otra vez, maldito. Aunque no quiere, no puede dejar de mirarse. Yo fui una mujer hermosa, mi piel parecía de biscuit, mi pelo, negro y abundante, caía con naturales ondulaciones sobre mis hombros, y mis ojos no tenían nada que ver con los de mi hija, en mis ojos estaba toda yo, en mis ojos grandes y limpios, y mi nariz perfecta (todavía es perfecta), y los labios, breves, precisos, ocultando, revelando (según mi conveniencia) los dientes que eran perlas, cojones, que eran perlas, nadie debe dudarlo: yo fui una mujer hermosa, alta, elegante, yo no era una mujer de carnes abundantes (de lo que me alegro), mantenía (aún lo mantengo) mi cuerpo en el peso ideal, y con qué gracia sabía (sé) moverme, yo estaba (estoy) hecha para el triunfo, Deh! nonvolerli vittime del mio fatale errore, y ahora..., ¿qué noche es ésta que parece que se va a acabar el mundo lloviendo, y no es más que amenaza, que no acaba de acabarse el muy puñetero mundo lloviendo? Casta Diva sonríe a sí misma en el espejo y después se saca la lengua. Vieja, vieja, ya no te queda más que casco y mala idea, estás peor que puta en Cuaresma. Sale del baño, va a la sala. No sabe para qué va a la sala. Tose y trata de limpiarse la garganta. Toma agua de la pila del fregadero y hace gárgaras que luego escupe en el fregadero. Sediziose vori, vori di guerra. Levanta un poco la cortina de la ventana que da a la Isla y ve que en la Isla los árboles parece que caminan con tanto viento que hay, y ve que la noche es roja, de un rojo vino, y ve también unas luces en la Isla, como si cocuyos enormes anduvieran por allí. Va a ocurrir algo terrible, lo sé. Y por supuesto, no bien tiene esa idea, piensa en Tingo y por supuesto se sobresalta, y va casi por instinto al cuarto de Tingo, y lo abre sin llamar, que ella nunca llama cuando va a entrar al cuarto de Tingo (es un niño). Enciende la luz. La cama de su hijo está regada pero vacía. Tingo, Tingo, muchacho, dónde te has metido. Nadie responde. Casta Diva vuelve al baño, vuelve a la cocina. Tingo no está en casa. Y a esta hora y con este tiempo, ¿dónde puede estar? Tingo, muchacho, vuelve al cuarto. Sacude a su marido por los hombros. Chacho, Tingo no está en casa y el aguacero que viene es de padre y señor mío. Chacho ni se da por aludido. Casta Diva se siente furiosa, coño, Chacho, te duermes y te mueres. Se vuelve, abre la puerta del centro del escaparate y encuentra, en una de las gavetas, la linterna del marido. Y así, en bata de casa, con chancletas de raso, sin siquiera pasarse el cepillo por el pelo que ya no es tan negro ni tan abundante, con la única protección de la linterna, Casta Diva sale a la Isla.
Del Discóbolo a la Diana, de la Diana al David, por aquí no ha venido nadie, si no, fuera fácil descubrirlo, bastante fácil, que las madamas y los marpacíficos no estarían intactos, y las mimosas hubieran sido pisoteadas, y los helechos no se verían así como se ven, tan levantados, parece que a los helechos no llega la vorágine que estremece a los árboles y a las casas, que nos estremece a todos, pienso en Chavito y tengo miedo, no sé por qué ahora pienso en Chavito, tropiezo con una cabeza de yeso, a veces aparecen cabezas, hombros, brazos, manos, torsos, pies gigantescos y deformes, si con eso se quisiera armar una figura, sería un monstruo de yeso, pobre Chavito, pobre muchacho, pierdes el tiempo, y no sé por qué te compadezco si todos perdemos el tiempo, cada uno a su manera, por aquí no hay nada ni ha venido nadie, sólo yo y la luz de mi linterna y, claro, el miedo este que me ha entrado de encontrarme con Chavito herido, muerto, no sé, ni siquiera es la primera vez que ocurre, en varias ocasiones estoy vendiendo pasteles en la puerta del Hospital de Maternidad Obrera, o en el edificio de la Liga contra la Ceguera, y se me ocurre que alguien de la Isla se va a aparecer a decirme que a mi hijo le ocurrió una desgracia, que está herido o muerto, no sé, ahora tengo miedo, un extraño presagio, la noche está fea, ésa es la verdad, y tengo ganas de no seguir buscando, de encerrarme en el cuarto, tirarme en la cama, taparme con una sábana hasta la cabeza y no saber nada de nada, ir desapareciendo, así, despacito, desapareciendo y que cuando lleguen, cuando fuercen la puerta del cuarto, no encuentren rastro mío en el cuarto, si acaso mi ropa y la sábana, no yo, que yo desaparecí, y, ya, tengo deseos de gritar que tengo miedo, la luz de la linterna es amarillenta, por eso, lo que veo lo veo malamente y no parece de verdad, ¿no estaré soñando otra vez?, imposible, si estuviera soñando las cosas parecerían reales, es así, siempre así, y por otra parte, allá, por la fuente, veo la luz de la linterna de Helena, y eso prueba que estoy despierto, no estoy loco como para olvidar que ella me llamó y dijo Hay un herido en la Isla y tenemos que encontrarlo, vamos, Merengue, apúrate, coge tu linterna, así me dijo Helena, y yo sé que por aquí no ha venido nadie y el miedo me tiende una de sus trampas: me digo, no hay herido, imaginaciones de Helena, y no bien lo digo comprendo que miento por miedo, si de algo estoy seguro es de que si ella dice que hay un herido en la Isla, hay un herido en la Isla, la mujer, justo es reconocerlo, resulta infalible, ahora tengo delante al David, y no me gusta su cuerpo desnudo y alto (le doy por las rodillas), y aquella mano desproporcionada con una piedra para matar a no sé quién, lo ilumino, me sorprendo (siempre me sorprendo) de que se mantenga blanco, a pesar de la lluvia y el relente, ¿no será por el zapote ese grande que le crece al lado y que le sirve de protección?, es que ni siquiera tiene cagadas de pájaros, las otras estatuas están cagadas, ésta no, y es raro, además, la Isla está llena de pájaros, una vez Chavito y yo cogimos catorce periquitos, catorce, Chavito, tengo miedo, por más que digo y digo, tengo miedo y no me cae bien el hombrón arrogante, pienso: a lo mejor por el aula de la señorita Berta, por el rincón Martiano, va y encuentro algo, la luz va hacia la puerta que comunica con el Más Allá, una sombra, es ahí cuando veo una sombra, allí, una figura que se acerca, detente, coño, le grito, o te coso a puñaladas, así grito y debe de ser el miedo: yo sólo tengo la linterna, ningún cuchillo con el que coser a puñaladas a nadie.
Está tendido en el suelo. Un fuerte dolor le punza el brazo. El pájaro vuela sobre él y se aleja con un graznido que más parece una carcajada. Por fin lograste lo que querías, susurra. Y quiere ponerse de pie, llegar hasta la casa. El dolor del brazo es tan fuerte, que se queda ahí, muy quieto, con los ojos cerrados.
Séptima noche que el pájaro aparecía. Como si no llegara de ningún lugar. Se creería que siempre estuviera ahí, oculto entre el ramaje, esperándolo, permitiéndole unos minutos de éxtasis en la contemplación del cuerpo desnudo de Melissa, para después aletear, graznar, dejarse ver, pajarraco grande, de un blanco limpio, lustroso, ojos enormes con los que amenazaba tanto como con el pico y las patas. Séptima noche que venía, como si fuera a él a quien buscara, y daba vueltas, se posaba, volvía a amenazar, volaba, graznaba, se posaba, resoplaba, cerraba, abría los ojos enormes. Esta noche atacó con más fiereza. Vido no trató de defenderse como las noches anteriores, agitando las ramas de la encina, sino que arrancó una rama y la blandió con furia, vete, pájaro de mierda, dijo con suavidad, no podía gritar, Melissa podía escucharlo y todo se echaría a perder. Ahora cree que fue en uno de esos momentos en que el pájaro se estuvo quieto, cuando miró a la azotea y comprendió: Melissa ya no estaba, e incluso recuerda que entonces pensó que cualquiera hubiera podido decir que entre Melissa y el pájaro había complicidad, porque no bien aparecía su imponente figura de alas abiertas, se desvanecía ella en lo oscuro.
Octava noche que él subía al árbol. La primera vez no subió para mirar a Melissa, no, todo fue cosa del papalote, del azar (¿del azar?). El papalote quedó atrapado entre el ramaje de la encina. El papalote de Tingo-no-Entiendo que Chacho había traído de Columbia y que volaba tan bien y se veía lindísimo allá arriba con una brillantez roja, verde, amarilla, que en la lejanía se convertía en otro color. La cola de colores que le habían puesto con los retazos que les dio Casta Diva se transformaba en un pequeño punto negro y tembloroso. Volaba alto el papalote, subía tanto que a veces dejaban de verlo. Por aquellos días las tardes aún se mostraban azules, con brisas transparentes. El papalote subía más cuando él, Vido, lo empinaba. Sebastián y Tingo no sabían. El los enseñaba desde la superioridad de sus quince años. Y le daba cordel, y el papalote quedaba quieto, como fijo en una nube. Más tarde, cuando el cordel pasaba a manos de alguno de los otros, el papalote comenzaba a estremecerse, perdía altura, se hacía vulnerable al viento, hasta que caía. Aquella tarde fue la torpeza de Tingo la que lo hizo enredarse entre las ramas de la encina, y allá se quedó trabado, en la copa del árbol. Tingo comenzó a llorar (típico de Tingo-no-Entiendo). Sebastián se quedó mirando con la boca abierta al papalote muerto. Vido escupió, como siempre que no le gustaba algo, y dijo malas palabras, de las peores, de las que aquellos dos oían con reverencia. Cojones, no llores más, le gritó a Tingo, no seas maricón, y comenzó a subir al árbol, la encina alta, de tronco difícil, con agilidad que lo hacía sentirse dichoso, porque sabía que allá abajo lo estaban siguiendo con ojos de admiración. El mismo sentía la tensión de cada músculo, la rectitud vigorosa de la espalda, las manos y los pies como cuatro garras para aferrarse a la encina y dominarla. Subió, subió, subió. Las ramas del árbol no se opusieron, sino que parecieron abrirse con docilidad. Ya en lo alto, miró a su alrededor, enardecido por la altura. Vista desde arriba, la Isla no tenía nada que ver con la Isla. Tanta vegetación ocultaba los caminos de piedra, las galerías, las estatuas, y sólo la fuente, con el Niño de la oca, podía entreverse como una mancha oscura que nada hubiera significado para quien no conociera la Isla.
Ahí, en la azotea amplia, sucia de intemperie, en el formidable silencio de la tarde, la viste desnuda por primera vez. Era la hora en que la tarde comenzaba a convertirse en esa maravilla que es la Isla cuando ve acercarse el anochecer. No había nadie más que Melissa. Sabías que los otros comenzaban a huir, a esconderse en los cuartos, y que después volverían a salir, después conversarían, reirían, hablarían de los sucesos del día como si la vida fuera eterna. Ahora, en ese momento, estarían ocultos, fingiendo indiferencia, haciéndose los desentendidos, preocupados en apariencia por dar los últimos toques a la comida, o repasando la página de un periódico (aquella donde se contaban los pormenores de la muerte de Pío XII), o buscando quién pitchearía por el Almendares, o simplemente cerrando los ojos para abrirlos cuando ya la noche fuera un hecho irremediable. Hora de crepúsculo, y tú estabas entre las ramas de la encina mirando a la única persona que no temía al crepúsculo, Melissa desnuda, Melissa detenida en la azotea con el loro en la mano, y esa expresión suya que no se sabrá si es de satisfacción, burla, o ambas cosas. Protegido por la encina pudiste mirarla a tu antojo. Olvidaste el papalote. Olvidaste a los dos que estaban allá abajo esperando por ti, que a veces te gritaban con impaciencia. No tenías más ojos ni más sentidos que para Melissa desnuda.
A la tarde siguiente, a la misma hora, volvió a subir a la encina. Ella, desnuda en el lugar exacto de la noche anterior, tenía el loro en la mano, y la expresión ambigua de siempre. Casi se hubiera podido afirmar que no se había movido de allí de no haber sido por el detalle del pelo, ya no suelto como la vez pasada, sino recogido y adornado con una flor. Estaba inmóvil, mirando acaso las fugaces figuras de un grupo de nubes que ocultaban el último sol. A veces parecía mover imperceptible los labios, y levantaba al loro hasta la altura de ellos como si a él estuvieran dirigidas las palabras que Vido no sabía si llegaba a pronunciar. Vido la miraba con la mirada fija, tratando de no perder detalle, para que el recuerdo fuera perfecto en el bienestar de la bañadera. Y se daba cuenta del valor que Melissa había adquirido de pronto.
La azotea se oscureció. Vido no supo si Melissa había entrado a la casa o si se había perdido tras la vuelta de la azotea que, formando un ángulo, desaparecía tras las casuarinas. La desaparición de Melissa había ocurrido en un segundo de distracción, en un segundo en el que él desvió la mirada porque sintió un movimiento entre las ramas, y un golpe de alas, un extraño resoplido. En la azotea no había nadie y sí una extensión de sombras que crecían rápidas, saliendo de la Isla y desde allí se propagaban por el mundo. Otra vez el aleteo, y el gran pájaro blanco, como si no llegara de ningún lugar, los ojos enormes y la amenaza del pico y las patas, volando belicoso sobre él.
A partir de entonces reapareció siempre que las sombras crecían sobre la azotea, cuando Melissa dejaba de verse, sin que Vido fuera capaz de saber hacia dónde se perdía. Cada noche, con mayor agresividad, volvía el pájaro. No bien lo veía llegar, Vido bajaba rápido de la encina y corría a la casa, dando la vuelta por el Más Allá, seguido por él y su graznido, y cuando entraba y se iba al baño a pensar en Melissa, seguía viendo al animal, la imagen del animal interponiéndose entre él y la imagen de Melissa, y escuchaba el graznido que, allá en la sala, hacía que la señorita Berta se santiguara y gritara Ave María Purísima y cerrara corriendo las ventanas.
Ahora está tendido en el suelo. Hace mucho tiempo que está tendido en el suelo. Ha visto cómo la noche ha pasado por todos los tonos oscuros hasta llegar a este rojo que ahora tiene. Un fuerte dolor le punza el brazo. El pájaro se ha alejado, o no se ve. En su lugar, permanece su sombra blanca, una estela, el persistente golpe de su aleteo, el resonar del graznido como una carcajada. El pájaro se ha ido; su amenaza está ahí. Vido se pone de pie; sin saber cómo, sostiene y aprieta con el brazo sano el otro que le duele mucho, y avanza hacia la Isla, llorando.
En esta página conviene usar el futuro, un tiempo poco recomendable. Ya ha sido escrito que Chacho había llegado del Estado Mayor pasadas las cuatro de la tarde, y que fue el primero en darse cuenta de la tempestad que se avecinaba. Ha sido escrito, además, que Casta Diva, su mujer, lo vio después, absolutamente inmóvil, mirando las copas de los árboles. Al día siguiente, luego que suceda lo que va a ser narrado casi de inmediato, Chacho hablará cada vez menos, cada vez menos, hasta que decidirá echarse en la cama. Nadie sabrá a qué se deberá el problema de Chacho (ni el propio Chacho), si a una enfermedad del cuerpo o del espíritu (como dirá, un tanto perplejo, el doctor Pinto). Sin aspavientos, sin énfasis, sin esperanzas, se negará a regresar al Estado Mayor del cuartel de Columbia (donde, dicho sea de paso, nunca ha tenido talento para ascender, para pasar de radiotelegrafista en el Cuerpo de Señales, donde su ausencia no se notará). Chacho estará sesenta y tres días sin hablar. Durante ese tiempo, podremos verlo obsesionado por los conejos y por Carlos Gardel. Y como no conviene abusar de ese tiempo poco recomendable, el futuro, justo es que dejemos a Chacho con su silencio hasta el momento en que deba reaparecer, como Dios manda, en esta narración.
Un golpe en el cristal de la ventana. Golpe seco, como de una piedrecita, al que sigue un corto silencio para después repetirse con fuerza mayor. Este hijo de puta va a romper el cristal, dice Sebastián. Conoce el modo de aviso, así que deja en el suelo el libro y el diccionario, va a la ventana y la abre con sigilo, tratando de hacer el menor ruido posible. En efecto, se trata de Tingo. Sebastián no pregunta, no denota curiosidad, mira al otro con la mayor impavidez porque sabe que a Tingo esa actitud lo desconcierta. Sin embargo, Tingo está demasiado perturbado para dejarse desconcertar. Repite un gesto con ambas manos, conminándolo a que baje, lo más urgente, se trata de un hecho de verdadera importancia. No estoy para bobadas, dice Sebastián sin saber si Tingo ha sido capaz de escucharlo, lo ha dicho con los labios, casi en susurro, es tarde y Helena puede darse cuenta de que está despierto todavía. Sin hablar, el muchacho continúa la gestualidad exagerada, y muestra algo, un papel, una carta, y señala un lugar impreciso, por detrás del edificio, hacia el río quizá. Es una noche inmóvil, de nubes que pasan casi sobre los techos. La calle de la Línea se ve desierta, escasamente iluminada por las luces de los postes, cuyas farolas están medio sueltas y a merced del viento. El titubeo de la luz hace que la calle esté serpeando, sensación acentuada por los remolinos de polvo que forma el viento. La noche, roja, inmóvil, hace creer que nadie va a pasar nunca más por la calle de la Línea. Sebastián se fija en las casas oscuras y abandonadas, y piensa que son sólo fachadas que nada ni nadie puede haber detrás de ellas. A ratos, se oyen disparos, sirenas de perseguidoras o ambulancias. No obstante, ¿quién puede estar seguro de que sean disparos o sirenas? En algún momento, ruidos de pasos. Tingo corre a esconderse al doblar del edificio, allí donde hace esquina la pared de su casa. Regresa después más nervioso: se han sentido pasos y no ha pasado nadie. La estación de trenes, oscura como siempre, tiene esta noche un aire de especial abandono: se diría que ningún tren va a llegar a partir de hoy. El potrero también se ha convertido en lugar que no existe, aunque se escuche el galopar de un caballo. Y resulta imposible que sea cierto el galopar del caballo, que el Zambo por nada del mundo deja los caballos sueltos ni al sereno, y mucho menos en noche así. ¿Qué quieres? Tingo-no-Entiendo no sabe hacer otra cosa que gesticular y mostrar el papel, la carta o lo que sea. Sebastián intenta hacerle entender que es tarde, que si Helena se da cuenta de que él ha salido... bueno, tú conoces a mi madre. Tingo no oye o no quiere oír. Sebastián se aleja entonces de la ventana, va al escaparate y regresa con una cesta en uno de cuyas asas han atado una soga. Es la cesta que usan siempre que deben comunicarse fuera de hora, en casos excepcionales y secretos. Lanza la cesta a Tingo. El muchacho pone dentro el papel, la carta o lo que sea. Sebastián recoge la soga y retoma la cesta. Vuelve a la cama, a la luz de su lámpara de noche. Tiene en las manos una postal estropeada, sucia, con algunas manchas, que muestra a un joven semidesnudo con el cuerpo ensartado de flechas; hay un paisaje nebuloso detrás; encima, ángeles acuden en su ayuda. Por detrás, se lee en letras de imprenta: SAN SEBASTIAN, PEDRO ORRENTE, CATEDRAL DE VALENCIA. Debajo, con esmerada caligrafía de tinta negra: «¡Señor, ya voy, por cauce de saetas! Sólo una más y quedaré dormido».
Sebastián vuelve a mirar la imagen en blanco y negro del mártir, y lee varias veces, con atención, la frase bajo la cual no hay fecha ni firma. De la tarjeta se desprende un fuerte olor a perfume de mujer. Decide guardarla en la gaveta del buró. De allí saca papel y lápiz, escribe ¿dónde la encontraste?, y echa en la cesta el papel con el lápiz. Regresa a la ventana. Tingo no está. De la esquina de la derecha, de la librería, del potrero, de la estación, viene un sonido de pasos. Esta vez sí hay alguien. Un hombre aparece en la esquina, bajando por la calle de la Línea, con pasos lentos aunque firmes. Sebastián se dice Es alguien que no tiene apuro y sí una absoluta seguridad del camino que lleva. Con sumo cuidado va Sebastián cerrando la ventana. Deja un resquicio por el que mirar hacia fuera. La sombra del que llega se mueve junto con la luz de los postes. Es un hombre vestido de blanco, o lo parece. Se detiene frente a la gran verja. Mira al zaguán. Sebastián no puede calcular el tiempo en que el hombre se queda mirando al zaguán. Le parece que a la espalda lleva un bulto, una especie de jolongo, que en algún momento se quita. Busca en él. Saca algo que Sebastián no puede distinguir y que, después, deja en su mano como si lo estuviera pesando. Devuelve el bulto a la espalda. Echa a andar sin dejar de mirar al zaguán. Por segundos, su paso se hace más lento debido a que el hombre, por alguna razón misteriosa, no puede apartar los ojos del zaguán. En algún momento, parece desistir, mira su mano otra vez y levanta por último la vista hacia la oscuridad que tiene delante: el camino hacia Columbia está como boca de lobo esta noche. Con la mano levantada, el jolongo a la espalda, pasa bajo la ventana de Sebastián. Es un marinero joven y alto y erguido. Hay algo en su perfil que intimida, algo en su uniforme o en su modo de caminar o en toda su figura mal iluminada por los bombillos que se balancean, que hace pensar que viene de lejos, aunque resulta evidente que no tiene apuro y sí la certeza de que va por el único camino posible.
En el mismo papel que le envió Sebastián, ha escrito Tingo Por favor baja pronto urgente de vida o muerte, con letras grandes y desmañadas. Sebastián va a la puerta del cuarto y la abre, tomando precauciones. Todo está oscuro, sumido en silencio, mi madre se acostó. Se quita con premura el pijama y con premura viste el pantalón de mecánico, la camisa de cuadros rojos. Bajar por la ventana es fácil, a menos de un metro un saliente en el muro viejo, un pedazo de piedra rota, permite un apoyo para saltar con facilidad a la yerba. Procura que sea algo importante, dice Sebastián con el tono de superioridad con que siempre habla a Tingo. El muchacho se lleva el índice a los labios con gesto de desesperación que a Sebastián se le antoja exagerado, y lo toma de la mano, con fuerza, atrayéndolo hacia la esquina del edificio, allí donde una acera, destrozada por las raíces de tantos árboles, conduce hacia el Más Allá. Sebastián retira la mano: el contacto con la mano delicada de Tingo le provoca un rubor cuya causa desconoce. Tingo-no-Entiendo va delante, sigiloso el paso, como si la ventolera no apagara el sonido de los pasos, como si la ventolera no tuviera una resonancia capaz de volver nada cualquier otro sonido, que hasta un batallón podría marchar ahora por esta acera y nadie en la Isla se daría cuenta.
En el Más Allá, pasando la casa del profesor Kingston, el cementerio de los perros, el platanal de Chacho, la cochiquera de Merengue y la lomita de yerba por donde a veces se tiran en yaguas, casi al borde del río, se levanta (o cae) la carpintería. La llaman así por costumbre, por hábito de llamar las cosas por lo que un día fueron y no por lo que son. ¡Ah, terquedad del recuerdo para fijar los nombres! Hace años que la carpintería no es carpintería. Catorce por lo menos. O más. Aproximadamente cuarenta y ocho horas después de que Berardo, el padre de Vido, fuera hallado sobre su mesa de carpintero con la boca abierta, los ojos en blanco y el páncreas roto según reveló, después, la declaración del forense. Puede afirmarse que desde el momento en que lo dejaron pudrirse bajo una loma de tierra en su natal Alquízar, ya habían olvidado, no sólo al hombre que tantos trastornos había provocado en los últimos tiempos, sino todo aquello que de una forma u otra tuviera que ver con él (salvo el niño, salvo Vido, claro está). Fue fácil olvidarlo: resultaba necesario. A decir verdad, hacía tiempo que la carpintería no servía de carpintería, ya que Berardo, comedido, caballero cuando llegó a la Isla, había cambiado últimamente las maderas, los martillos y los serruchos por mulatas, botellas de Bacardí y orgías que terminaban en invariables y colosales trifulcas (al hombre se le metió el diablo en el cuerpo, no cabe duda). A su muerte, repentina y deseada (y que Dios nos perdone), la carpintería se quedó sin amparo, a merced del clima de la Isla. Y el clima de la Isla (no es un secreto para nadie) es como la Isla: engañoso, de farsante benignidad. Así despintó paredes, las agrietó, las pudrió, en labor paciente y despiadada más propia de carcoma que de clima, pero, ¿qué es el clima de la Isla sino una plaga con apariencia de veredas tropicales, mediodías encendidos, mares violeta, cocoteros y plenilunios idílicos? Ahí, la carpintería (cualquiera puede verla), vieja, vulnerable, sin que se sepa gracias a qué milagro se mantiene todavía en pie, con el techo frágil y el color absurdo de las maderas alabeadas.
Por las hendijas de las vencidas maderas escapan luces que crecen, se debilitan, parpadean. Tingo y Sebastián vienen subiendo por el trillo que se ha mantenido misteriosamente abierto en las yerbas de guinea. Un poco hacia la derecha, aunque con la oscuridad no se vea ni con el viento se pueda escuchar, corre el río. Si fuera una noche como otras, sería hasta posible contemplar el ala de las galerías que pertenece a la señorita Berta, a Irene, a Casta Diva, y se verían el Hermes y la Venus, y hasta quizá el busto de Greta Garbo, que la carpintería fue construida en lugar privilegiado. La noche es un cerco. La Isla no está, desapareció. En este minuto sólo existe la carpintería como un barco averiado que surgiera de entre las sombras. Tingo desanuda el alambre que mantiene la puerta cerrada. La puerta cede con un crujido de maderas y goznes paralizados por la herrumbre.
Nos gusta porque da miedo, ésa es la verdad, dicen que aquí se oyen las músicas y los gritos de las fiestas, y muchas veces se vuelve a ver a Berardo, con la cara deformada y un martillo en la mano, que según me ha dicho Merengue cuando uno muere sigue siendo lo que en vida fue, y nos gusta además porque hay tantas cosas, mira, muebles viejos, pero viejos viejos, ropas llenas de polillas y de años, y santos sin cabezas, madonnas sin niños, tristes, mirando con desolación el hueco de sus brazos, y el pavo real disecado, ¿te acuerdas? (ya no tiene plumas en la cola: se las arrancamos cuando jugábamos a los indios y a los cowboys), y la vieja gramola de tu papá, y los pedazos del Ford antiquísimo de Padrino, las medallas del ejército que encontramos en una cajita de madera con incrustaciones de nácar, y el quimono de seda azul, y las babuchas, ¿te acuerdas de las babuchas?, y los binoculares, y la muñeca con alfileres en el pecho, y la bandera cubana que pusimos sobre la mesa de la carpintería, que es lo único de la carpintería que aún se conserva (de ahí se han robado hasta los clavos de Berardo), y los retratos de esos señores que nadie identifica, y yo me pregunto ¿Esos señores sabrían alguna vez, cuando se estaban retratando, sabrían que años más tarde serían caras anónimas, incapaces de arrancar a otro ni sonrisa ni recuerdo ni lágrima ni nada, nada de nada?
Hay dos velas encendidas. A modo de palmatorias, sendas botellas de cerveza. La luz deja una sombra triste en las paredes. Las formas se dilatan y vibran confusas. Sobre la mesa de la carpintería, arropado con la bandera cubana, hay un hombre tendido. Muy joven. Parece que duerme. Su expresión es tranquila; la respiración, regular. No lleva zapatos. Los pies son grandes y están llenos de fango. Fango cuarteado, seco. Viste traje de dril, sucio, y camisa sin corbata. La camisa, de un rojo bastante subido. Cualquiera podría darse cuenta de que el rojo de la camisa no es de la camisa (se sabe que es blanca y se ha teñido de sangre). Las manos, sobre la seda de la bandera, son hermosas, delicadas, a pesar de que están mugrientas y tienen manchas verdes. Algunas hojas de paraíso se ven diseminadas encima de la bandera. El cuello del muchacho tiene una herida. Aunque pequeña, de la herida mana un incontenible hilillo de sangre. El perfil no está alterado por ningún dolor, más bien se creería lo contrario, el perfil sereno y contento de un durmiente feliz. Se diría que sonríe, hasta la misma palidez parece extraña consecuencia de la gran vitalidad que desprende el cuerpo. En la frente brillan a veces gotas de sudor. El pelo, mojado, posee ligeras ondas de un rubio oscuro. Tingo toma una de las velas, la acerca a la cara del muchacho y limpia, con un pañuelo, la sangre que corre de la herida del cuello. Tímido, Sebastián toca las manos y la frente. Tiene fiebre. Como la bandera es grande, levantan la seda que se arrastra por el suelo, y lo arropan. El muchacho se mueve, dice algo imposible de entender. Sonríe luego de veras, abre los ojos y los vuelve a cerrar. Se abraza a la bandera. La animación dura un instante. Enseguida regresa al sueño, a la inmovilidad.