Capítulo III
El oso negro
I
I
Aluna decía frecuentemente inclinando la cabeza sobre el pecho con cierta expresión de melancolía:
—¡Hubo un tiempo en que estaba loco!
Ni Tillier ni yo hemos sabido nunca de qué locura quería hablar; pero creo, sin embargo, y hasta que tenga prueba de lo contrario persistiré en mi creencia, que para Aluna la frase estar loco significaba sencillamente estar enamorado.
De algunas palabras dichas por el aventurero durante nuestras largas cacerías de la tarde he deducido, como acabo de decir, que Aluna había estado algún tiempo enamorado, y que habiendo perdido a la mujer que amaba había caído en una especie de melancolía que le condujo casi a las puertas de la locura.
Ignoro absolutamente cómo había perdido a aquella mujer, pues Aluna jamás me dijo una palabra acerca de este punto, y no puedo ni debo hablar por suposiciones.
II
II
En el tiempo en que Aluna estaba loco, vivía en la vertiente de las montañas, cerca de las márgenes del río Arkansas, y había emprendido la construcción de una cabaña.
Aquella cabaña, empezada con tanta alegría, con tanto amor, ¿por qué no se terminó? ¿Por qué quedó a medio construir, apenas cerrada por maderos mal labrados y por una puerta sin pestillos? ¿Era acaso que Aluna vio un día que tendría que habitar solo aquella casa que había construido para dos, y que desde entonces, le importaba poco que permaneciese abierta o cerrada, puesto que el único tesoro que juzgaba digno de cerrojos cerraduras había desaparecido?
Nada sé sobre este punto; pero referiré en cambio una aventura que en aquel tiempo sucedió al viejo cazador.
III
III
Una noche en que después de una larga ausencia volvía a su casa, se detuvo sorprendido al encontrar abierta la puerta que esperaba hallar cerrada.
Entró en la cabaña y su sorpresa creció al ver que un saco de maíz, que había dejado en un rincón estaba roto y esparcido el grano por el suelo. Su sorpresa se cambió entonces en cólera. Poco le importaba aquella provisión de maíz, que habría partido sin vacilar entre sus vecinos que se la hubieran pedido; pero Aluna no quería que se tocase a lo suyo sin prevenirle, y además, vio en aquel robo, no solamente el robo, sino una especie de desprecio que el ladrón hacía del robado.
Bajo este concepto, aquel atentado encolerizó al aventurero.
El ladrón había dejado la puerta abierta, de lo que se deducía que pensaba volver.
Escondióse Aluna en lo más oscuro de la cabaña, después de coger una pesada hacha que le servía para partir leña, y con su cuchillo en la mano esperó al ladrón.
IV
IV
Por desgracia, para Aluna, como para todos los hombres de vida activa, el sueño no era una cosa de que pudiese prescindir, sino una verdadera necesidad.
En consecuencia, a pesar de todos los esfuerzos que hizo para permanecer despierto, acabó por dormirse.
No había llegado la mitad de la noche cuando sacudió el sueño y abrió los ojos.
Oíase el ruido de las hojas secas, holladas por la planta de algún animal, y un solo momento de atención fue bastante para que Aluna comprendiese que alguien se ocupaba en devastar su provisión de maíz.
V
V
Sin duda el ladrón no se había tomado la pena de llegar hasta el lecho, y creyendo al dueño de la cabaña ausente todavía, revolvía sin inquietud el montón de grano.
Esta audacia exasperó al aventurero, que gritó en español.
—¿Quién va?
El ruido cesó; pero nadie contestó.
Aluna se incorporó sobre el lecho, y viendo que el ladrón guardaba silencio, repitió la pregunta en lengua india.
Tampoco obtuvo respuesta.
VI
VI
Este silencio no dejaba de causarle alguna inquietud; el ladrón, cualquiera que fuese, quería sin duda salir de la cabaña como había entrado, es decir, sin que nadie le sintiese. Parecía andar a paso lento y recatado, como un hombre que no quiere ser oído; pero de tiempo en tiempo su respiración, sobre la cual no tenía sin duda, el mismo imperio, revelaba su presencia.
Parecióle a Aluna que aquel paso, en vez de dirigirse hacia la puerta, se aproximaba a él.
Bien pronto no pudo tener duda; el ladrón buscaba sin duda la manera de sorprenderle y se acercaba cautelosamente al rincón que le servía de dormitorio.
Aluna se preparó a sostener la lucha.
VII
VII
Como era indudable que ésta debía ser cuerpo a cuerpo, tomó su cuchillo en la mano izquierda y el hacha en la derecha, y dispuesto a todo, esperó.
Bien pronto la respiración del enemigo le demostró que apenas había entre los dos una distancia de dos pasos.
Ya no había duda; el ladrón era un oso.
VIII
VIII
Aluna se hizo atrás vivamente; pero el muro le impedía retroceder, y de bueno o mal grado no tenía otro remedio que aceptar el combate. Aluna no era hombre que temiese una lucha; sucedía esto, como ya he dicho, en el tiempo en que estaba loco, y todo peligro le era sin duda indiferente, importándole poco una vida que se le había hecho odiosa.
Levantó, pues, el brazo armado con el hacha y la descargó con toda su fuerza, encomendando a la casualidad el lugar donde cayese el golpe.
El hacha encontró uno de los brazos del oso, causándole una profunda herida.
Al recibir el golpe el animal rompió el silencio, lanzando un terrible rugido, y con el brazo que le quedaba útil, enganchó a Aluna por el hombro, se le atrajo hacia sí, intentando aplastarle contra su pecho.
El cazador, con una serenidad inaudita, comprendió la situación, y apoyó el mango de su cuchillo contra su cinturón, dirigiendo la punta al velludo pecho del animal.
De aquí resultó que cuando el oso estrechó al aventurero, el afilado cuchillo se hundió completamente en su cuerpo.
En tanto, quedándole libre la mano derecha, Aluna golpeaba con su hacha la nariz del animal, impidiéndole morder.
IX
IX
Pero el oso es un animal de piel muy dura y tardó algún tiempo en apercibirse de que tenía el cuchillo clavado en el pecho. Aluna, por su parte, empezaba a sentirse demasiado oprimido, cuando por fortuna, el cuchillo, revolviéndose en la herida, interesó sin duda algún órgano importante. El animal lanzó un rugido de dolor y arrojó a Aluna de costado.
Lanzado con una violencia verdaderamente maravillosa e irresistible, el cazador hubiera sido estrellado contra el muro si la casualidad no hubiera hecho que encontrase ante sí la puerta abierta, yendo a parar diez pasos fuera de la cabaña.
En su caída no le fue posible retener su hacha en la mano, y como había dejado el cuchillo en el pecho del oso, se encontraba desarmado.
X
X
Por fortuna encontró casualmente una estaca de roble, puntiaguda como un chuzo y preparada, como otras muchas, para construir una empalizada en rededor de la casa.
Aluna había caído precisamente sobre la estaca, y al levantarse, aunque un poco aturdido por el golpe, la recogió.
En manos de un hombre tan vigoroso, tan diestro y tan sereno como Aluna, era aquella un arma tan terrible como la maza en las manos de Hércules.
Bien pronto tuvo que servirse de ella, pues el animal, furioso por su doble herida, le había seguido gruñendo fuera de la cabaña.
XI
XI
Aluna, como ya he dicho, no amaba la vida; pero tampoco se resignaba a una muerte tan espantosa como la que le preparaba el feroz animal, que se abalanzaba contra él, como provocándole a un combate mortal, y reuniendo todas sus fuerzas, hizo caer sobre el oso una lluvia de palos capaces de romper el cráneo de un toro.
Pero el animal, con la habilidad del más diestro esgrimidor, paraba la mayor parte de los golpes que le dirigía, tratando al mismo tiempo de coger la estaca y arrancarla de las manos de Aluna, lo que consiguió al fin, a pesar de su mano herida. Una vez cogida la estaca por el animal, Aluna no pugnó por conservarla, y soltándola de pronto en el momento en que el animal, esperando encontrar resistencia, daba una violenta sacudida, le hizo caer de espaldas, aprovechándose el cazador de esta circunstancia para entrar en su casa y cerrar la puerta tras sí.
Antes de que pudiera alejarse de ella el oso la derribó, y Aluna fue rodando hasta el fondo de la cabaña.
XII
XII
Por casualidad, Aluna puso la mano sobre el hacha, y la cogió; luego, formándose un escudo con la puerta, la enderezó y se abrigó detrás de ella; el oso le cogió con las dos patas, que era precisamente lo que deseaba el cazador, quien abandonando su improvisada defensa, dirigió un terrible hachazo al animal, hiriéndole en el brazo que le quedaba útil.
Aquella tercera herida hizo comprender al oso que la aventura se volvía en su daño, y empezó a declararse en retirada.
Pero Aluna había calculado sus movimientos para llegar a un punto donde, apoderado de su carabina; pudiese servirse de ella, y sintiéndola al fin bajo su mano, la cogió rápidamente y se lanzó de un salto fuera de la cabaña, colocándose en frente de la puerta.
En aquel momento la luna apareció entre dos nubes como si viniese en ayuda del cazador, permitiéndole apuntar con seguridad.
XIII
XIII
El oso vaciló un momento antes de salir de la cabaña; pero al fin pareció tomar una resolución, y rugiendo de una manera terrible, se presentó en la puerta.
Aluna le esperaba con el fusil en la mano.
Fuerza le fue al oso enderezarse para luchar, según su costumbre, cuerpo a cuerpo. Aluna no esperaba más que aquel momento, y dando un paso atrás, apuntó cuidadosamente al corazón del oso e hizo fuego.
El oso dio un salto y cayó de espalda, agitándose durante algunos momentos en las convulsiones de la agonía.
La bala le había atravesado el corazón.
XIV
XIV
Aunque se trataba de un oso negro, era casi de la talla de un oso gris, y pesaba más de ochocientas libras.
Solamente que si Aluna hubiese tenido que luchar con un oso gris, en vez de hacerlo con un oso negro, es probable que la cosa hubiese variado de aspecto, pues el primero se sirve para combatir de sus dientes y de sus garras, al paso que el oso negro, por el contrario, no muerde jamás. Su único recurso es asir al enemigo con sus robustos brazos, estrecharle contra su pecho y aplastarle con su formidable potencia muscular.
Se comprende, pues, lo que serían nuestras cazas de alces, de corzos y de ardillas, para un hombre acostumbrado a aventuras tan peligrosas y terribles como la que acabo de relatar.