Capítulo III
De Valparaíso a San Francisco
I
I
Quince días antes de llegar a Valparaíso las patatas faltaron enteramente; era una falta muy dolorosa y que se hacía sentir con exceso.
Habíase reemplazado este manjar con una ración de harina, melaza y aguardiente, que los ocho pasajeros de cada rancho reunían, componiendo una especie de torta llamada plumpudding, que se hacía cocer al vapor del agua hirviendo.
Pero, por industrioso que sea el hombre, la patata no puede reemplazar al pan, y el plumpudding no reemplaza tampoco a la patata.
Así, pues, Valparaíso era para nosotros la tierra prometida, y en todos los grupos no se oía otra cosa que esta palabra: ¡Valparaíso! ¡Valparaíso! Llevábamos tres meses de navegación, y una vez en Valparaíso no nos faltaba más que una cuarta parte del camino.
Las otras tres cuartas partes habían quedado atrás, olvidadas, desvanecidas, devoradas por las tempestades del cabo de Hornos.
II
II
Al fin un martes resuena en la cofa este grito: ¡tierra! Cada pasajero se asegura de la verdad por sus propios ojos y empieza a vestirse con sus mejores ropas, disponiéndose a saltar en tierra, y echando sus cuentas para ver qué capital le quedaba disponible.
Se dio fondo en una extensa bahía, a tres cuartos de legua de la playa, y acto seguido se vieron partir de Valparaíso, con el mismo ardor que si se tratase de ganar el premio de una regata, una docena de esas embarcaciones conocidas con el nombre de balleneras.
Al cabo de algunos minutos, las balleneras rodeaban el buque.
Pero a las primeras palabras que, a propósito de precio, pronunciaron los chilenos que las tripulaban, conocimos que sus pretensiones eran verdaderamente desatinadas. Les era imposible, según decían, llevarnos a tierra, por menos de tres reales chilenos por persona.
Se comprende fácilmente que semejante suma era exorbitante para gentes que habían pasado por las manos de las compañías californianas, que habían estado quince días detenidas en Nantes, que de Nantes habían pasado al Havre y que habían permanecido seis semanas en este puerto.
A este precio la mitad de nosotros no hubiera podido ir a tierra, y la cuarta parte no hubiera podido regresar.
Después de una discusión bastante viva, nos arreglamos en un real por persona.
En esta circunstancia la fraternidad de los viajeros se demostró de una manera clara, revelándose en toda su magnificencia, y los que tenían dinero pusieron sus recursos a la disposición de sus compañeros más pobres, entre los cuales había algunos que, a pesar de la rebaja, estaban en la imposibilidad financiera de ir a tierra.
Concertado el precio y sabiendo que no podíamos disponer de más tiempo que de treinta y seis horas, nos precipitamos en las barcas, y un cuarto de hora después poníamos el pie en el muelle.
Eran las cuatro de la tarde.
III
III
Una vez en el muelle, nos dispersamos, buscando cada cual la ventura según los caprichos de su imaginación, o por mejor decir, según los recursos de su bolsa.
La mía no pesaba mucho, lo confieso francamente; pero en cambio, tenía la ventaja de la experiencia adquirida en mi primer viaje.
Yendo a las islas Marquesas con el almirante Dupetit-Thouars, había tocado en Valparaíso, y por consecuencia, conocía algo el país.
Mirandola, que sabía estos antecedentes, se confió por completo a mí, declarando que no me abandonaría un momento.
Comimos en la fonda del Comercio, y como ya no podíamos hacer nuestros negocios, por ser las cinco de la tarde, fuimos a visitar el teatro, magnífico edificio que había sido construido después de mi primer viaje.
Está situado en uno de los lados de la plaza, que es, por su parte, sino una de las más bellas, a lo menos una de las más deliciosas del mundo, con su fuente en el centro y sus bosquecillos de naranjos olorosos como el sándalo y cuajados de frutos de color de oro.
Pasamos en esta plaza, sin otras distracciones que nuestros pensamientos, refrescados por la brisa de la tarde y aspirando el balsámico perfume de los naranjos, dos de las más dulces horas de nuestra vida.
IV
IV
En cuanto a nuestros compañeros, habían escapado como una banda de escolares al salir del colegio, y corrían como locos de Fortop a Maintop.
Fortop y Maintop son dos bailes públicos, al lado de los cuales Mabille y la Chaumière no valen una gran cosa.
Fortop y Maintop son el Valparaíso lo que los músicos en Amsterdam y La Haya.
Allí es donde se encuentra a las bellas chilenas, de tez aceitunada, ojos dulces y brillantes, de sedosos cabellos azulados en fuerza de negros, vestidas de seda de colores vivos y descotadas hasta la cintura; allí se bailan polkas y zamacluecas, danzas nacionales de que no se tiene en Francia la menor idea; allí nacen esas terribles enemistades que van seguidas de una venganza más terrible aún, y allí, por fin, empiezan con una palabra numerosos desafíos que terminan a la puerta por medio del cuchillo.
Pasó la noche y vino la mañana. A los placeres de la danza debían suceder, durante el día, los de la cabalgada. El francés es esencialmente jinete, el parisién sobre todo: ha tomado sus lecciones y hecho sus cursos de equitación sobre los asnos de la tía Champagne en Montmorency, y sobre los caballejos de Ravelet en Saint-Germain.
El capitán, al despedirnos en la tarde del martes, nos había recomendado estar prontos a partir en el jueves próximo.
La señal de embarque debía ser el pabellón francés arbolado en la cangreja y la bandera roja en el tope de mesana.
V
V
Podíamos disponer de cinco horas, a partir desde el momento en que fuera izado el pabellón.
Pero sólo el jueves por la mañana nos podían inquietar las banderas; el miércoles era completamente nuestro y teníamos aún veinticuatro horas, es decir, un minuto o una eternidad, según que el placer o el dolor hiciesen marchar la aguja del tiempo.
La principal diversión de aquel día debía ser galopar sobre el camino de Santiago, desde Valparaíso a Avigni.
Los que no tenían bastante dinero para alquilar caballos, se quedaron en la ciudad.
Yo pertenecía al número de esos jóvenes pródigos que, sin inquietarse del porvenir, gastan sus últimos reales en procurarse su placer. Y por otra parte, ¿qué podía inquietarme? Las tres cuartas partes del camino habían quedado atrás: otras cinco semanas de travesía y habría alcanzado mi objeto; y este objeto eran los placeres del Sacramento y del San Joaquín. Hubiera sido una locura pensar en el porvenir.
Entonces pudimos admirar a esos magníficos jinetes chilenos, con sus pantalones abiertos, bordados y adornados con botones de cobre, cubriendo un segundo pantalón de seda; con una pequeña chaqueta redonda, el elegante poncho a la espalda, el sombrero puntiagudo y de anchas alas en la cabeza, el lazo en la mano y el cuchillo en la cintura.
Pasaban al galope de sus briosos caballos firmes y derechos como si estuvieran clavados en las sillas bordadas de colores chillones.
El día pasó muy pronto. En nuestra impaciencia de movimiento hubiéramos querido correr más que las horas, y las horas, indiferentes, sin detenerse un segundo, marchaban a un paso habitual, frescas y alegres las de la mañana, calorosas y abatidas las del mediodía, melancólicas y veladas las de la tarde.
Las mujeres nos habían acompañado, más ardientes, más aventureras, más infatigables que los hombres.
VI
VI
Al día siguiente, jueves, a las ocho de la mañana, cada cual estaba en el muelle; vimos la bandera roja, y supimos que hacía dos horas que estaba arbolada.
Nos quedaban tres horas.
¡Oh! ¡Las tres horas últimas, con cuánta celeridad corren para los viajeros que tienen que volver a embarcarse!
Cada cual empleó esas tres horas como le pareció mejor, y los que tenían algún dinero lo emplearon en una cosa que los chilenos llaman pan de frutas.
El pan de frutas es, como lo indica su nombre, una composición de frutas secas, que se vende en pedazos muy delgados de la forma de un queso.
A las diez y media, por el mismo precio de un real cada persona, la colonia fue conducida a bordo, y una vez llegados, cual se metió en su camarote.
A las dos en punto se levó el ancla y se aparejó. Teníamos buen viento, y antes de la noche perdimos de vista la tierra.
Un brik sardo y una fragata inglesa que marchaban delante de nosotros quedaron muy pronto por la popa.
VII
VII
En Valparaíso dejábamos la fragata francesa Argelia con uno de nuestros marineros que había sido puesto a servir por una disputa con el piloto.
Pocas personas comprenderán esta frase enteramente marítima: poner a servir. Voy a explicarlo.
Cuando un marinero se conduce mal en un buque mercante, si el capitán quiere desembarazarse de él y encuentra por casualidad un buque de guerra, lo pone a servir.
Es decir, que con este marinero a quien juzga incorregible hace un regalo al Estado.
El pobre diablo pasa de este modo, por un capricho del capitán, de la marina mercante a la marina militar.
Se convendrá conmigo en que es una triste manera de reclutar la marina: para los soldados del ejército, existen siquiera las compañías de disciplina.
Con mucha frecuencia los capitanes, que a nadie tienen que dar cuenta de sus hechos, toman antipatía sin saber por qué a un marinero, y con notable injusticia se desembarazan de él de esta manera.
Yo no me atrevería a asegurar, francamente, que nuestro marinero hubiese sido víctima de un momento de mal humor del capitán.
VIII
VIII
La brisa era fuerte y la mar gruesa; habíamos parado cuarenta horas en tierra y el mareo empezó a hacerse sentir en los viajeros. Las mujeres en general, y me complazco en hacer esta observación que otros han hecho antes que yo, las mujeres soportaban con más valor y energía que los hombres las contingencias de esta larga travesía.
Hasta entonces, cosa extraña, no habíamos tenido a bordo entre ciento cincuenta pasajeros, la más ligera enfermedad ni el más pequeño accidente.
Sin embargo, debíamos ser, en ese punto, cruelmente tratados.
IX
IX
Habíamos pasado el Ecuador y nos hallábamos a los 17º de latitud Norte; marchábamos con todas las velas desplegadas, a impulsos de una dulce brisa y hacíamos cinco nudos por hora, cuando de pronto se oyó este terrible grito:
—¡Hombre al agua!
En un buque de guerra todo está dispuesto para estos casos. Dos hombres están siempre prontos a soltar las amarras de la chalupa, y a menos que el mar esté alborotado o que el hombre no sepa nadar, es muy raro que no se llegue a tiempo para salvarle.
Por desgracia no sucede lo mismo en los buques mercantes, con ocho o diez hombres de tripulación y los botes sobre cubierta.
A este grito ¡hombre al agua!, en tanto que nuestros compañeros se miraban, se contaban, para ver quien faltaba de entre ellos, yo me lancé a la popa.
Fijáronse mis ojos en la estela que dejaba el buque, y en medio de la espuma, a más de cuarenta metros de distancia, vi un hombre en quien reconocí a Bottin.
—¡Es Bottin! —grité.
Bottin era querido de todos nosotros, y no dudaba, que al oír su nombre, cada cual redoblaría su energía.
Por de pronto, a fin de darle auxilio, se había arrojado al mar una verga de juanete.
No me había engañado: al grito ¡es Bottin!, capitán y pasajeros se habían apresurado a soltar la canoa, que cayó al mar por encima de la borda.
El piloto y un grumete se encontraron en ella sin saber cómo.
Al mismo tiempo, el capitán mandó bracear las vergas para ponerse al pairo, y el buque detuvo su marcha.
Por otra parte, el tiempo estaba magnífico y Bottin era un excelente nadador; el accidente, reducido a sí mismo, no tenía nada de peligroso.
Desde el momento en que vio la canoa en el mar, Bottin empezó a hacer señales para que nos tranquilizásemos, y aunque nadaba al lado de la verga de auxilio, más bien era porque la había encontrado en su camino que porque necesitase de su apoyo.
Sin embargo, la canoa, conducida por el piloto y el grumete, avanzaba rápidamente hacia el nadador. Desde la popa, donde yo estaba, veía disminuir sensiblemente la distancia entre Bottin y la canoa. El náufrago continuaba haciendo señales tranquilizadoras; y en efecto, la barquilla no estaba ya más que a cincuenta pasos de él, cuando de pronto le vi desaparecer.
Creí en un principio que una ola le había cubierto momentáneamente, y que una vez pasada le vería aparecer de nuevo. Los dos hombres de la chalupa tuvieron la misma idea, pues no dejaron de bogar. Más sin embargo, al cabo de algún tiempo los vi levantarse, detenerse con inquietud, mirar en torno suyo, ponerse las manos como una pantalla sobre los ojos, y por último, volverse hacia nosotros como para consultarnos.
La inmensa extensión del mar permanecía desierta; nada se veía en ella.
Nuestro pobre amigo Bottin acababa de ser partido en dos por un tiburón.
¡Ay! ¡No era posible dudar de su desgracia! Nadaba demasiado bien para desaparecer tan de repente, y aun el que no sabe nadar, reaparece dos o tres veces en la superficie antes de sumergirse para siempre. Durante una hora se le buscó en el sitio donde se le viera. El capitán no se decidía a llamar la canoa, y el piloto y el grumete tampoco se decidían a regresar.
Sin embargo, era necesario continuar la marcha. Hízose la señal de llamada, y la canoa regresó lentamente, trayendo a remolque la verga de auxilio que había recogido en el camino.
X
X
Hubo un gran duelo a bordo, pues todo el mundo amaba a Bottin. Un proceso verbal hizo constar su muerte, y sus efectos y papeles fueron reclamados por el capitán.
Los primeros se vendieron; los segundos se conservaron para remitirlos a su familia.
Por la tarde no hubo cantos, ni hubo bailes el domingo siguiente.
Todo el mundo estaba triste.
Sin embargo, poco a poco volvió la antigua alegría, y solo de tiempo en tiempo se oyeron estas palabras en medio de una conversación:
—¡Pobre Bottin!