EPÍLOGO A UNA NUEVA EDICIÓN (1955).

EN aquella época volvía fresco, por decirlo así, de la India; en aquella época, a mediados de los años 20. Volvía de la India, es decir, que un tema indio me había ocupado durante cierto tiempo y había encontrado su reflejo en la obra épica Manas.

Qué misterioso: había pasado toda mi vida en el Berlín oriental, había ido a la escuela comunal en Berlín, era socialista militante, tenía un consultorio de médico del seguro… y escribía sobre China, sobre la Guerra de los Treinta Años y Wallenstein, y finalmente hasta sobre una India mítica y mística. Me acosaban. No había vuelto la espalda a Berlín intencionadamente, sólo había ocurrido así, se prestaba más a la fabulación. Ahora bien, también sabía hacer otras cosas. Se puede escribir sobre Berlín sin imitar a Zola.

Y a donde me dirigí, después del Manas indio, fue a un Manas berlinés. No tenía ningún tema especial, pero el gran Berlín me rodeaba, y conocía al berlinés individual, y por eso escribí como siempre sin plan, sin líneas directrices, no construí una fábula; la línea argumental era el Destino, el movimiento de un hombre que hasta entonces había fracasado.

Podía confiar en el lenguaje: el lenguaje hablado berlinés; con él podía crear, y los destinos que había visto y compartido, y el mío además, me garantizaban un viaje seguro.

Si en el Manas indio, al principio, el héroe, el pobre héroe, se queja de su destino y se precipita en el reino de los muertos para vivir una nueva vida, aquí vi a un asesino circunstancial, a un homicida castigado, salir de la cárcel, y lo acompañé en su camino de vuelta a la ciudad. ¡Cuántas cosas se han imaginado luego como modelo o inspiración! Al parecer, yo había imitado al irlandés Joyce. Pero no necesito imitar a nadie. El lenguaje vivo que me rodea me basta, y mi pasado me suministra todo el material imaginable. El sencillo mozo de cuerda berlinés Franz Biberkopf hablaba como un berlinés, era un hombre y tenía el carácter, las virtudes y los vicios de un hombre. Apenas salido de la celda, pensó que comenzaría una nueva vida fresca, alegre y libre.

Pero fuera nada había cambiado y él mismo había seguido siendo el que era. ¿Cómo podía producirse un nuevo resultado? Evidentemente, sólo si uno de los dos resultaba destruido, Berlín o Franz Biberkopf. Y como Berlín siguió siendo el que era, al penado se le ocurrió cambiar. El tema interno es, por lo tanto, que hay que sacrificarse, ofrecerse a sí mismo en sacrificio. Y pronto aparecen en el libro, para el que sepa leer, los temas del sacrificio: el bíblico Abraham debe sacrificar a su único hijo al Dios supremo, se nos lleva al matadero del este de la ciudad y presenciamos la muerte de las bestias.

Franz Biberkopf quería lo «bueno», pero ¿qué era eso más que una palabra? Yo lo someto a una carrera de baquetas, las desgracias se suceden: Biberkopf va a la caza de lo bueno, una caza con ojos cerrados, pero monta en un caballo que galopa, ¿cuándo se partirán el cuello los dos, corcel y jinete? Al final parecen haberse roto el cuello. Pero cuando Franz acaba en el manicomio, algo ha cambiado sin embargo en él. El sacrificio se ha consumado silenciosamente. Como se dice al final, ahí está, como portero de fábrica, vivo aunque averiado, la vida lo ha zarandeado poderosamente.

Este libro, cuya reproducción anticipada fue rechazada por los dos principales periódicos liberales de Berlín, fue publicado anticipadamente por el viejo Frankfurter Zeitung y suscitó ya entonces cierta expectación. Después de su aparición, Berlín Alexanderplatz se convirtió en un bestseller, y las ediciones y las traducciones, mejores o peores, se sucedieron.

Y cuando se citaba mi nombre se añadía: Berlín Alexanderplatz. Aunque mi camino no había terminado, ni mucho menos.

Alfred Döblin Hochenschwand (Selva Negra), 31 de julio de 1955