LIBRO QUINTO

UNA recuperación rápida, nuestro hombre está ahí otra vez, donde estaba, no ha aprendido nada ni ha entendido nada. Ahora recibe el primer golpe duro. Se ve arrastrado a un delito, no quiere, se defiende, pero tiene que. Se defiende valientemente con pies y manos, pero no le sirve de nada, es más fuerte que él, tiene que.

Reencuentro en la Alex, frío de perros. El año próximo, 1929, será más frío aún

Rumm rumm, hace con fuerza la apisonadora de vapor de la Alex, delante de Aschinger. Es tan alta como un primer piso y mete los raíles en el suelo como si nada.

Aire helado, febrero. La gente lleva abrigo. El que tiene abrigo de piel, lo lleva, el que no lo tiene, no lo lleva. Las mujeres llevan medias delgadas y se pelan de frío, pero hace bonito. Los vagabundos se han escondido. Cuando haga calor, asomarán otra vez la nariz. Entretanto, se atizan doble ración de aguardiente, pero qué aguardiente, ni un cadáver quisiera nadar en él.

Rumm rumm golpea la apisonadora de vapor de la Alexanderplatz. Mucha gente tiene tiempo y mira cómo la apisonadora golpea. Allí arriba un hombre tira de una cadena, algo hace allá paff y, catapún, la viga recibe un estacazo en la cabeza. Los hombres y mujeres y en especial los chicos están allí y se alegran de lo bien que va todo: catapún, la viga recibe un estacazo en la cabeza. Después se ha hecho pequeña como la punta de un dedo y recibe otro estacazo más, se ponga como se ponga. Por fin desaparece. Carajo, le han dado lo suyo, uno se va satisfecho.

Todo está lleno de tablas. La Berólina[99] estaba delante de Tietz, con la mano extendida, era una mujer colosal, se la llevaron. Quizá la fundan para hacer medallas.

Andan por el suelo como abejas. Construyen y hacen sus chapuzas a centenares, durante todo el día y la noche. Ruedan ruedan los tranvías, amarillos con vagones abiertos, sobre la Alexanderplatz cubierta de madera, es peligroso apearse en marcha. La estación queda muy despejada, dirección única hacia la Königstrasse pasando por Wertheim. El que quiere ir hacia el este tiene que dar la vuelta por la Klosterstrasse, pasando por la jefatura. Los trenes retumban desde la estación hacia el Jannowitzbrücke, la locomotora suelta por arriba su vapor, ahora está precisamente sobre el Prálat, Schlossbräu, entrada por la próxima bocacalle.

Al otro lado de la calzada lo están derribando todo, todas las casas situadas junto a la línea de circunvalación, de dónde sacan el dinero, la ciudad de Berlín es rica, pagamos nuestros impuestos.

Han echado abajo Loeser und Wolff, con su letrero de mosaico, 20 metros más allá está ahí otra vez, y al otro lado, frente a la estación, otra vez más. Loeser und Wolff, Berlín Elbing, calidades de primera clase para todos los gustos, Brasil, Habana, México, Kleine Trösterin, Liliput, Zigarre Nr. 8, a 26 pfennig la pieza, Winterballade, paquete de 25 puros, 20 pfennig, Ziganillos Nr. 10, sin seleccionar, envoltura Sumatra, una especialidad en su precio, cajas de cien, 10 pfennig. Yo derroto a la competencia, tú derrotas a la competencia, él derrota a la competencia con cajas de 50 y cajetillas de 10. Envíos a todos los países del mundo, Boyero, 25 pfennig, esta novedad nos ha granjeado muchas amistades, yo derroto a la competencia, tú derrotas toda competencia.

Junto al Prälaten[100] hay sitio, ahí están los carros de bananas. Déle a sus hijos bananas. La banana es la fruta más limpia, porque su cáscara la protege de insectos, gusanos y bacilos. Se exceptúan los insectos, gusanos y bacilos que atraviesan la cáscara. El Consejero Privado Czemy ha señalado con insistencia que incluso los niños, en sus primeros años. Yo lo destruyo todo, tú lo destruyes todo, él lo destruye todo.

Hay viento en grandes cantidades en la Alex, y en la esquina de Tietz sopla penosamente. Hay viento, que sopla entre los edificios y sobre las obras subterráneas. Uno quisiera meterse en la taberna, pero quién puede hacerlo, sopla a través de los bolsillos del pantalón, y entonces te das cuenta de que pasa algo, no hay que andarse con tonterías, hay que estar alegre con este tiempo. Por la mañana temprano llegan los obreros lentamente, de Reinickendorf, Neukölln, Weissensee, con frío o sin frío, con viento o sin viento, trae la cafetera, envuelve los bocadillos, tenemos que pringar, arriba están los zánganos, duermen en colchones de plumas y nos chupan la sangre.

Aschinger tiene un gran café y restorán. El que no tenga tripa puede echar una, el que la tenga puede aumentarla a placer. ¡No se puede engañar a la Naturaleza! Quien crea que puede mejorar el pan y la pastelería hechos con harina blanca desnaturalizada mediante la adición de ingredientes artificiales, se engaña y engaña a los consumidores. La Naturaleza tiene su ley de vida y se venga de todo abuso. El quebrantado estado de salud de casi todos los pueblos cultos de la actualidad se debe al consumo de alimentos desnaturalizados y artificialmente refinados. Charcutería fina, también a domicilio, butifarra y morcillas baratas.

La interesantísima revista Magazin, sólo 20 pfennig en lugar de un marco, la revista Ehe, interesantísima y picante, sólo 20 pfennig. El vendedor fuma cigarrillos a bocanadas, lleva una gorra de marino, yo derroto la competencia.

Desde el Este, Weissensee, Lichtenberg, Friedrichshain, Frankfurter Allee, se precipitan los tranvías amarillos a la plaza, por la Landsberger Strasse. El 65 viene del Matadero Central, Grosse Ring Weddingplatz, Luisenplatz, el 76 Hundekehle por Hubertusallee. En la esquina de la Landsberger Strasse han liquidado Friedrich Hahn, unos antiguos almacenes, los han vaciado y pasarán a la Historia. Allí se detienen los tranvías y el autobús 19, Turmstrasse. Donde estaba Jürgens, la papelería, han derribado el edificio y puesto en su lugar una valla. Allí hay un viejo con una balanza médica: vigile su peso, 5 pfennig. Queridos hermanos y hermanas que pululáis por la Alex, disfrutad de este momento, mirad por el agujero que hay junto a la balanza a ese vertedero, donde en otro tiempo floreció Jürgens, y ahí están aún los almacenes Hahn; vacíos, evacuados y destripados, donde sólo quedan todavía los trapos rojos de los escaparates. Delante de nosotros hay un montón de basura. Polvo eres y en polvo te convertirás, edificamos una suntuosa mansión, y ahora no entra ni sale población[101]. Así se hundieron Roma, Babilonia, Nínive, Aníbal, César, todos se hundieron, oh, piensa en eso. En primer lugar, tengo que observar que se está desenterrando de nuevo a esas ciudades, como muestran las fotografías de la última edición dominical, y en segundo, que esas ciudades cumplieron su finalidad y ahora se puede edificar otras nuevas. No se llora por unos viejos pantalones cuando están apolillados y rotos, sino que se compran otros nuevos, de eso vive el mundo.

La policía domina poderosa la plaza. Hay varios ejemplares en ella. Cada ejemplar lanza miradas de experto hacia ambos lados y se sabe de memoria las reglas de la circulación. Lleva polainas en las piernas, del costado derecho le cuelga una porra de goma, mueve los brazos horizontalmente de Oeste a Este, y el Norte y el Sur no pueden seguir, y el Este se vierte hacia el Oeste, y el Oeste hacia el Este. Entonces el ejemplar cambia por sí solo: el Norte se vierte en el Sur y el Sur en el Norte. El guardia tiene el talle fino. Obedeciendo su gesto, cruzan la plaza en dirección a la Königstrasse unos 30 particulares, algunos se quedan en el islote del tráfico, otros llegan sin dificultad al lado opuesto y siguen caminando sobre la madera. Otros tantos se han dirigido hacia el Este, han nadado hacia los otros, a los otros les ha ocurrido lo mismo, pero no ha pasado nada. Son hombres, mujeres y niños, estos últimos casi siempre de la mano de mujeres. Enumerarlos a todos y describir sus destinos sería muy dificil, sólo se podría hacer con algunos. El viento arroja por igual polvo sobre todos. El rostro del caminante que se dirige al Este no se diferencia en nada del rostro del que se dirige al Oeste, al Sur o al Norte, sus papeles son también intercambiables, y los que ahora atraviesan la plaza hacia Aschinger pueden ser vistos una hora más tarde ante los vacíos almacenes Hahn. Y lo mismo se confunden los que vienen de la Brunnerstrasse y se dirigen al Jannowitzbrücke. Sí, muchos tuercen también, del Sur al Este, del Sur al Oeste, del Norte al Este. Son tan iguales como los que van en autobús, en tranvía. Todos se sientan en posturas diversas, haciendo así más pesado el peso escrito en la parte exterior del coche. Lo que pasa en su interior, quién podría contarlo, sería un capítulo enorme. Y si se hiciera, ¿a quién aprovecharía? ¿Más libros? Ni los viejos se venden, y en el año 27 la venta de libros disminuyó en un no sé cuántos por ciento con respecto al 26. Hay que tomar a la gente simplemente como personas particulares, que han pagado sus 20 pfennig, salvo los poseedores de abonos mensuales y los colegiales, que sólo pagan 10, y ahí van con su peso de medio quintal a uno, con sus trajes, con bolsos, paquetes, llaves, sombreros, dentaduras postizas y bragueros por la Alexanderplatz, guardando el misterioso papelito alargado en que pone: Línea 12 Siemenstrasse DA, Gotzkowskistrasse C. B, Oranienburger Tor C, C, Kottbuser Tor A, signos misteriosos, quién podría descifrarlo, quién podría conocerlo y recocerlo[102], una cosita, con qué letrita[103], las hojitas están cuatro veces perforadas en determinados lugares y en las hojitas está escrito, en el mismo alemán de la Biblia y del Código Civil: Válido hasta el punto de destino por el trayecto más corto, no se responde de las conexiones. Leen periódicos de distintas tendencias, conservan su equilibrio gracias al laberinto del oído, respiran oxígeno, se miran con aire estúpido, les duele algo, no les duele nada, piensan, no piensan, son felices, son infelices, no son ni felices ni infelices.

Rumm rumm, cae con fuerza la apisonadora, yo derroto la competencia, un carril más. Desde la Jefatura Superior de Policía llega el zumbido a través de la plaza, están poniendo remaches, una mezcladora de cemento vuelca su carga. El señor Adolf Kraun, criado, lo contempla, el vuelco de la vagoneta lo fascina enormemente, tú derrotas la competencia, él derrota la competencia. Mira, siempre en tensión, cómo la vagoneta cargada de arena sube por un lado, llega arriba, bum, y se vuelca. No le gustaría a uno que lo sacaran así de la cama, patas arriba y con la cabeza abajo, ahí te quedas, le podría pasar a uno algo, pero seguirían trabajando igual.

Franz Biberkopf lleva otra vez su mochila y vende periódicos. Ha cambiado de barrio. Ha dejado la Rosenthaler Platz y está en la Alexanderplatz. Se siente muy bien, 1,80 de estatura, ha bajado de peso pero lo lleva mejor. En la cabeza, la gorra de vendedor de periódicos.

Alarma de crisis en el Reichstag, se habla de elecciones en marzo, de elecciones probablemente en abril[104], ¿adónde vamos, Joseph Wirth?[105]. Continúa la lucha en la Alemania central, se va a constituir una cámara de arbitraje, atraco en la Tempelherrenstrasse. Tiene su puesto a la salida del metro de la Alexanderstrasse, frente al cine Ufa, en ese lado ha abierto un nuevo establecimiento la óptica Fromm. Franz Biberkopf contempla la Münzstrasse cuando se encuentra por primera vez en medio del tumulto, y piensa: qué distancia habrá hasta la casa de los dos judíos, no viven muy lejos, eso fue cuando mi primera desgracia, quizá me deje caer por allí, a lo mejor me compran un Wólkischer Becbachter. Por qué no, si les gusta me da lo mismo, con tal de que me lo compren. Hace una mueca al pensarlo, el judío más viejo con sus zapatillas era realmente muy raro. Mira a su alrededor, tiene los dedos rígidos, junto a él hay un jorobadito con la nariz totalmente torcida, sin duda rota. Alarma de crisis en el Reichstag, la casa número 17 de la Hebbelstrasse evacuada por riesgo de derrumbamiento, crimen sangriento en el barco pesquero, un sedicioso o un loco.

Franz Biberkopf y el jorobado se soplan las manos. Por las mañanas el negocio es flojo. Un hombre de edad, descarnado, mal vestido y de aspecto denotado, se dirige a Franz. Lleva un sombrero de fieltro verde y le pregunta a Franzen cómo es el negocio de los periódicos. También Franz hizo esta pregunta una vez. «Si te convendría a ti, compañero, eso no lo sabe nadie». «Tengo cincuenta y dos años». «Pues por eso, a los cincuenta empiezan los alifafes. Con los prusianos teníamos un viejo capitán de la reserva, sólo tenía cuarenta años, de Saarbrücken, administrador de lotería —bueno, eso decía él, quizá era sólo estanquero—, que tenía ya reúma a los cuarenta, en los riñones. Pero se tenía derecho a pesar de eso. Andaba como un palo de escoba sobre ruedas. Siempre hacía que le dieran friegas con manteca. Y cuando se acabó la manteca, hacia 1917, y no había más que Palmin, aceite vegetal de primera calidad, rancio por añadidura, se dejó matar».

«Qué se le va a hacer, en la fábrica tampoco lo aceptan ya a uno. Y el año pasado me operaron además, en Lichtenberg, en el Hospital de San Huberto. Me quitaron un huevo, al parecer estaba tuberculoso, todavía me duele». «Pues ten cuidado de que al otro no le pase lo mismo. En ese caso es mejor que estés sentado, hazte cochero de punto». La lucha en la Alemania central continúa, las negociaciones no han dado resultado, atentado contra la Ley del inquilinato, despierta, inquilino, te están quitando el techo de encima. «Sí, compañero, puedes vender periódicos, pero tienes que poder correr, y tienes que tener voz, cómo andas de arrojo, petirrojo, ¿sabes cantar? Mira, eso es lo más importante para nosotros, tenemos que saber cantar y que saber correr. Necesitamos buenos pulmones. Los voceras son los que ganan más. Una pandilla de vivos, te lo digo yo. Fíjate en esto, ¿cuántos groschen hay?». «Yo no veo más que cuatro». «Eso es. No ves más que cuatro. De eso se trata. Tú no ves más. Pero cuando uno tiene prisa y se busca en el bolsillo y tiene una moneda de cinco groschen y luego un marco o diez marcos, pregúntales a nuestros compadres, ésos lo cambian todo. Hay que ver lo listos que son, ésos son los verdaderos banqueros, ésos entienden de cambios, deducen sus porcentajes pero ni te enteras, de deprisa que lo hacen».

El viejo suspira. «Sí, con tus cincuenta años y además alifafes. Compañero, si tienes confianza, no lo haces solo, te buscas dos chicos, naturalmente los tienes que pagar, quizá se lleven la mitad, pero tú te ocupas del negocio y ahorras piernas y voz. Tienes que tener buenas relaciones y un buen puesto. Si llueve, te mojas. Los buenos negocios se hacen con los campeonatos deportivos y los cambios de gobierno. Cuando murió Ebert[106], según dicen, les arrancaban los periódicos de la mano. Hombre, no pongas esa cara, no es tan malo como parece. Mira esa apisonadora de enfrente, imagínate que te diera en la cabeza, ¿de qué te serviría entonces pensar tanto?». Atentado contra la Ley del inquilinato. El castigo de Zörgiebel[107]. Dejo un partido que traiciona a sus principios. Censura inglesa sobre Amanullah[108], la India no debe saber nada.

Enfrente, junto a la casita de Radio Web —hasta nuevo aviso cargamos un acumulador gratis—, hay una mujercita pálida con un sombrero muy metido, que parece reflexionar intensamente. El chófer del taxi blanco y negro que hay a su lado piensa: está meditando si coger un taxi y si lleva dinero encima, o espera a alguien. Pero ella sólo encoge un poco el cuerpo dentro de su abrigo de terciopelo, como si se hubiera desarticulado, y luego se pone otra vez en marcha, sólo se siente mal y tiene siempre esos dolores de vientre. Va a hacer su examen de maestra, hoy se quedará en casa y se pondrá fomentos calientes; por la noche, de todas formas, estará mejor.

Durante un rato nada, descanso, uno va sanando

La tarde del 9 de febrero de 1928, en que cayó en Oslo el gobierno laborista, se había corrido la última noche de los Seis Días de Stuttgart —resultaron vencedores Van KempenFrankenstein, con 726 puntos y 2.440 kilómetros— y la situación en el territorio del Sarre parecía más grave, en la noche del 9 de febrero de 1928, martes[109] (un momento, por favor, ahora está viendo el rostro misterioso de la extraña mujer, la pregunta de esa beldad les concierne a todos, también a usted: ¿fuma ya Garbaty Kalif?), esa noche estaba Franz Biberkopf en la Alexanderplatz, junto a una columna de anuncios, estudiando una invitación de los horticultores de Treptow-Neukölln y de Britz para una reunión de protesta en la sala de fiestas de Irmer, orden del día: los despidos arbitrarios. Debajo había un cartel: el tormento del asma y alquiler de disfraces, gran surtido para damas y caballeros. De pronto apareció junto a él el pequeño Meck. A Meck lo conocemos. Míralo, cómo viene, y qué paso que mantiene[110].

«Vaya, Franzeken, Franzeken —Meck estaba contento, qué contento estaba—, Franz, hombre, no lo hubiera creído, volverte a ver, habías desaparecido del mundo. Hubiera jurado…». «¿Qué hubieras jurado? Me lo puedo imaginar, que otra vez había hecho algo. No no, muchacho». Se estrechan las manos, se estrechan los brazos hasta los hombros, se estrechan los hombros hasta las costillas, se dan palmadas en la espalda, se les tambalea y retiembla el cuerpo entero.

«Eso pasa, Gottlieb, que no se ve a los amigos. Pero trabajo por aquí». «Aquí en la Alex, Franz, qué dices, hubiera tenido que verte. Pero se pasa por al lado de la gente sin mirar». «Eso sí que es verdad, Gottlieb».

Y, cogidos del brazo, bajan por la Prenzlauer Strasse. «Querías haberte dedicado a los bustos de escayola, Franz». «Para los bustos de escayola me falta entendimiento. Para los bustos de escayola se necesita educación, y yo no la tengo. Vendo otra vez periódicos, eso da para comer. ¿Y tú, Gottlieb?». «Estoy ahí enfrente, en la Schönhauser, vendiendo trajes, zamarras y pantalones de caballero». «¿Y de dónde sacas el género?». «Eres el Franz de siempre, preguntando siempre de dónde. Eso sólo lo preguntan las chicas cuando quieren una pensión de alimentos». Franz trotaba mudo junto a Meck, poniendo un gesto sombrío: «Seguís con vuestras estafas, hasta que os pillen». «Cómo que hasta que nos pillen, cómo que estafas, Franz, hay que ser hombre de negocios, saber vender».

Franz no quería ir más lejos, no quería, se obstinaba. Pero Meck no lo soltaba, parloteaba y no lo soltaba: «Ven a la tasca, Franz, quizá puedas ver también a los tratantes de ganado, te acuerdas, los del proceso, los que se sentaban con nosotros en la asamblea, cuando sacaste tu carné. Se han metido en un buen lío con su proceso. Ahora están con los juramentos, y hay que encontrar testigos que juren. Tú, se van a bajar del caballo, pero de cabeza». «No, Gottlieb, prefiero no ir contigo».

Pero Meck no cedía, era su viejo amigo y el mejor de todos, con excepción, naturalmente, de Herbert Wischow, pero éste era un chulo y Franz no quería saber nada de él, no, nunca más. Y, del brazo, por la Prenzlauer Strasse abajo, fábrica de licores, taller textil, confitería, seda, seda, recomiendo la seda, ¡algo terriblemente moderno para la mujer elegante!

Y cuando fueron las ocho, Franz estaba sentado con Meck y otro más, que era mudo y sólo hacía dibujos, en una mesa del rincón de una taberna. Y las cosas iban por todo lo alto. Meck y el mudo vieron asombrados cómo Franz se descongelaba por completo, comía y bebía con fruición, dos manos de cerdo, luego judías con guarnición y un jarro de Engelhardt tras otro, y los invitaba a ellos. Los tres apretaban los codos, unos contra otros, para que nadie se sentara a su mesita y los molestara; sólo la delgada patrona podía acercarse para coger y recoger y volver a escanciar. En la mesa de al lado había tres hombres de edad, que de vez en cuando se acariciaban mutuamente la cabeza calva. Franz tenía los carrillos llenos, sonrió y sus ojos medio cerrados se dirigieron hacia ellos. «¿Qué hacen ésos?». La patrona le acercó la mostaza, el segundo tarro: «Bueno, será que se quieren». «Sí, eso es lo que yo creo». Y se reían, chasqueaban la lengua, tragaban los tres. Franz decía una vez y otra: «Hay que alimentarse. Un hombre con fuerza tiene que comer. Si no tienes la panza llena no puedes hacer nada».

El ganado llega en tren desde las provincias, de la Prusia oriental, la Pomerania, la Prusia occidental, Brandemburgo. Mugen y balan sobre las rampas. Los cerdos gruñen y husmean el suelo. Andas entre niebla. Un joven pálido coge el hacha, zas, ha sido un segundo, ya no sabe nada.

A las nueve aflojaron los codos, se metieron cigarros en las grasientas bocazas y comenzaron a eructar el cálido vapor de la comida que tenían dentro.

Entonces ocurrió algo.

Primero entró un jovenzuelo en la taberna, colgó de la pared el sombrero y el abrigo y empezó a aporrear el piano.

El local se fue llenando. Unos cuantos estaban junto al mostrador, discutiendo. Junto a Franz se sentaron algunos en la mesa de al lado, hombres de edad con gorras, un joven con sombrero hongo, Meck los conocía, se entabló conversación. El más joven, de ojos negros y centelleantes, un chico despierto de Hoppegarten, contaba:

«¿Qué fue lo primero que vieron al llegar a Australia? Primero arena y páramos y prados y nada de árboles y nada de hierba y nada de nada. Sólo un desierto de arena. Y luego millones y millones de ovejas amarillas que vivían en estado salvaje. Fue de eso de lo que vivieron los ingleses al principio. Y las exportaron también. América». «Como si allí necesitaran ovejas de Australia». «A Sudamérica, puedes creerme». «Allí tienen muchos bueyes, no saben qué hacer con tantos bueyes». «Pero las ovejas, la lana. Como en esa tierra hay tantos negros, pasan frío. Vaya, como si no supieran los ingleses adónde llevar sus ovejas. Por los ingleses no tienes que preocuparte. ¿Pero qué pasó luego con las ovejas? Ahora puedes ir a Australia, me ha dicho uno, y mires por donde mires no ves una oveja. Todo pelado. ¿Y por qué? ¿Dónde están las ovejas?». «Las fieras». Meck negó: «¡Qué fieras! Las epizootias. Ésa es siempre la mayor desgracia para un país. Se mueren y ahí te quedas». El joven del sombrero hongo no estaba de acuerdo con que las epizootias hubieran sido tan decisivas. «Es posible que fueran también las epizootias. Donde hay tanto ganado, algunas se mueren y entonces se pudren y entonces hay enfermedades. Pero ésa no es la razón. No, sé fueron todas juntas al mar, al trote largo, cuando llegaron los ingleses. Las ovejas cogieron un miedo horrible en ese país cuando llegaron los ingleses y empezaron a cazarlas y a meterlas en vagones, y entonces los animales corrieron a millares, siempre hacia el mar». Meck: «Pues muy bien. Mejor. Déjalas correr. Para eso están naturalmente los barcos. Y los ingleses se ahorran los gastos de ferrocarril». «Sí, claro, los gastos de ferrocarril». «Estás loco. Hizo falta tiempo para que los ingleses se dieran cuenta siquiera. Ellos, claro, siempre en el interior y cazando y metiendo en los vagones y un país tan grande y sin ninguna organización, como siempre ocurre al principio. Y luego es demasiado tarde, demasiado tarde. Las ovejas, claro, en el mar y ahogadas en salmuera». «Ahogadas y reventadas». «Claro que sí. Al parecer estaban en el mar, a millares y millares, y apestaban y se acabó». Franz estuvo de acuerdo: «El ganado es delicado. Con el ganado las cosas son así. Hay que saber tratarlo. El que no entienda, es mejor que no se meta».

Todos bebieron impresionados e intercambiaron observaciones sobre el capital derrochado y sobre las cosas que pasan, que en América dejan pudrir incluso el trigo, cosechas enteras, todo puede pasar. «No —explicó el de Hoppegarten, el de los ojos negros—, en Australia pasan todavía muchas más cosas. De eso no se sabe nada, y en los periódicos no viene nada, y no lo escriben, cualquiera sabe por qué, por la inmigración, porque si no, no iría nadie. Al parecer hay una clase de lagarto, una especie claramente antediluviana, de varios metros de longitud, no la enseñan ni siquiera en el zoológico, los ingleses no lo permiten. Cazaron un ejemplar desde un barco y lo exhibieron en Hamburgo. Pero enseguida lo prohibieron. No hubo nada que hacer. Viven en los pantanos, en el agua viscosa, y nadie sabe de qué se alimentan. Una vez se hundió toda una caravana de automóviles; ni siquiera han explorado el lugar donde ocurrió. Nada. Nadie se atreve. Sí». «Fantástico —opinó Meck—, ¿y con gases?». El joven reflexionó: «Habría que probarlo. Por probar no se pierde nada». Eso parecía indudable.

Un hombre de edad se sentó detrás de Meck, con los codos en la silla de Meck, un tipo pequeño y rechoncho, de cara redonda y roja como un cangrejo, con ojos grandes y saltones que se movían rápidamente. Los hombres le hicieron sitio. Y pronto se inició un cuchicheo entre él y Meck. El hombre llevaba botas altas brillantes, tenía un abrigo de dril al brazo y parecía tratante de ganado. Franz conversaba con el joven de Hoppegarten, que le caía bien, por encima de la mesa. De pronto Meck le tocó en el hombro, le hizo un gesto con la cabeza, se levantaron, el pequeño tratante de ganado, que sonreía plácidamente, se levantó con ellos. Se situaron aparte, los tres, junto a la estufa de hierro. Franz pensó que se trataba de los dos tratantes de ganado y de su proceso. Por eso quiso enseguida quedarse aparte. Pero era sólo una reunión sin importancia. El pequeño quería únicamente conocerlo y saber a qué negocios se dedicaba. Franz dio unos golpecitos en su bolsa de periódicos. Bueno, quizá, si quería ocuparse también alguna vez de fruta; él, él se llamaba Pums, negociaba en fruta, y alguna vez podría necesitar más vendedores de carrito. A lo que Franz respondió encogiéndose de hombros: «Depende de lo que se gane». Entonces se sentaron de nuevo. Franz pensaba en lo enérgicamente que hablaba el pequeño; úsese con precaución, agítese después de usarlo.

La conversación había continuado y otra vez llevaba Hoppegarten la voz cantante; estaban en América. El de Hoppegarten tenía el sombrero entre las rodillas: «Así pues, se casa con una mujer en América sin sospechar nada. Es una negra. “¿Cómo?” dice, “¿eres negra?” Venga, a la calle. La mujer tuvo que desnudarse en el juzgado. Con bañador. Al principio, claro, no quiere, pero que no se ande con tonterías. Tenía la piel completamente blanca. Porque era mestiza. El marido dice que, sin embargo, es negra. ¿Y por qué? Porque tiene las uñas de los dedos teñidas de marrón y no de blanco. Era mestiza». «Bueno, ¿y qué quería? ¿El divorcio?». «No, daños y perjuicios. Al fin y al cabo se había casado con ella, y quizá ella hubiera perdido su empleo. Una mujer divorciada no la quiere nadie. Era una mujer blanca como la nieve y preciosa. Descendía de negros, quizá del siglo XVII. Daños y perjuicios».

En el mostrador había bronca. La patrona le chillaba a un chófer excitado. Él le respondía: «Nunca me permitiría jugar con las cosas de comer». El comerciante de fruta gritó: «¡Silencio!». El chófer se volvió entonces belicosamente, miró al gordo que, sin embargo, lo dejó fuera de combate con una sonrisa, y el otro se quedó junto al mostrador, guardando un silencio rencoroso.

Meck le susurró a Franz: «Los tratantes de ganado no vienen hoy. Lo tienen ya todo arreglado. El próximo juicio está seguro. Fíjate en el de amarillo, es un pez gordo aquí».

A ese de amarillo que le señalaba Meck llevaba observándolo Franz toda la noche. Se sentía poderosamente atraído hacia él. Era delgado, llevaba un descolorido capote militar —¿será comunista?—, tenía el rostro largo, alto y amarillento, y llamaban en él la atención las profundas arrugas de su frente. El hombre estaba seguramente al comienzo de sus treinta, pero de la nariz a la boca le corrían a ambos lados unos surcos muy profundos. La nariz, Franz la contempló con atención y muchas veces, era corta, chata, firmemente plantada. El hombre apoyaba decididamente la cabeza en la mano izquierda, que sostenía la humeante pipa. Tenía el pelo negro y de punta. Cuando después fue hacia el mostrador —arrastraba las piernas, parecía como si los pies se le quedaran siempre atascados. Franz vio que llevaba unas miserables botas amarillas y que los calcetines, grises y gruesos, le asomaban por el borde. ¿Estaría tísico? Habría que meterlo en un sanatorio, en Beelitz o donde fuera, dejarlo andar así por ahí. ¿A qué se dedicará? El hombre vino arrastrándose, con la pipa en la boca, en la mano una taza de café y en la otra una limonada con una cucharilla larga de estaño. Se sentó otra vez a la mesa, y se puso a tornar un trago de café por cada trago de limonada. Franz no lo perdía de vista. Qué ojos más tristes tenía el tipo. Seguro que ha estado a la sombra; mira, ten cuidado, ahora está pensando también que yo he estado a la sombra. Exacto, muchacho, hemos estado, Tegel, cuatro años, ahora ya lo sabes, bueno, ¿y qué?

Esa noche no pasó nada más. Pero Franz iba ahora más a menudo a la Prenzlauer Strasse y se juntaba con el hombre del viejo capote militar. Era un buen muchacho, sólo que tartamudeaba tremendamente, hacía falta tiempo para que desembuchara, por eso ponía esos grandes ojos suplicantes. Resultó que nunca había estado a la sombra, sólo una vez se había metido en política, casi había hecho saltar por los aires una fábrica de gas, dieron el chivatazo, pero a él no lo cogieron. «¿Y qué haces ahora?». «Vender fruta y cosas así. Ayudar. Y si no da resultado, el subsidio». Franz Biberkopf había topado con una gente extraña; curiosamente, la mayoría se dedicaba a negociar con «fruta», y hacían buen negocio, el pequeño del rostro de color cangrejo los surtía, era su mayorista. Franz se mantenía alejado de ellos, pero también ellos de él. No veía el asunto muy claro. Se decía: mejor vender periódicos.

Florece la trata de blancas

Una tarde, el del capote militar, Reinhold se llamaba, hablaba o tartamudeaba más, le salía con mayor rapidez y facilidad, echaba pestes de las mujeres. Franz se desternillaba, el chico se tomaba a las mujeres realmente en serio No lo hubiera sospechado en él; tenía esa chaladura, todos tenían aquí alguna chaladura, unos ésta, otros aquélla, totalmente normal no era ninguno. El muchacho estaba enamorado de la mujer de un cochero, de un ayudante de conductor de una cervecería, ella había dejado por él a su marido, y el problema era que ahora Reinhold no quería saber ya nada de ella. Franz resoplaba divertido por la nariz, aquel muchacho era increíble: «Échala a volar». El otro tartamudeó, poniendo unos ojos temibles: «Es tan dificil. Las mujeres no entienden nada, aunque se lo des por escrito». «¿Se lo has dado por escrito, Reinhold?». El otro tartamudeó, escupió y se retorció: «Se lo he dicho cien veces. Dice que no lo entiende. Que debo de estar loco. Una cosa así no la entiende. De modo que tendré que aguantarla hasta que reviente yo». «Bueno, quizá revientes». «Eso es lo que dice ella también». Franz se rió desaforadamente, Reinhold se enfadó: «Oye, no seas idiota». No, aquello no le entraba a Franz, un muchacho tan listo, que ponía dinamita en las fábricas de gas, y ahora estaba allí tocando una marcha fúnebre. «Llévatela tú», tartamudeó Reinhold. Franz golpeó en la mesa, divertido: «¿Y qué hago con ella?». «Bueno, tú puedes echarla a volar». Franz estaba encantado: «Te voy a hacer el favor, Reinhold, puedes confiar en mí, pero estás todavía en pañales». «Tú mírala primero y luego me dices». Los dos estaban contentos.

La Fränze se plantó al mediodía siguiente en casa de Franz Biberkopf. Cuando él supo que se llamaba Fränze se alegró enseguida; hacían buena pareja, él se llamaba Franz. Ella debía traerle a Biberkopf, de parte de Reinhold, un par de zapatos fuertes; era su dinero de Judas, se reía Franz por dentro, diez monedas de plata. ¡Y encima me las trae ella! Este Reinhold es realmente un punto de cuidado. Pero una recompensa merece otra, pensó, y fue con ella por la noche a buscar a Reinhold que, de acuerdo con lo previsto, no estaba, lo que provocó un ataque de furia de Fränze y un dúo de apaciguamiento en la habitación de Franz. A la mañana siguiente se presentó ya la mujer del cochero en casa de Reinhold, que ni siquiera tartamudeaba: no, que no se molestara, no le hacía falta, ya tenía otro. Pero quién era, desde luego, no se lo iba a decir. Y apenas ha salido ella, aparece Franz en casa de Reinhold con sus botas nuevas, que ya no le están tan grandes porque lleva dos pares de calcetines de lana, y los dos se abrazan y se dan golpes en la espalda. «Siempre estoy dispuesto a hacerte un favor», dice Franz rechazando sus testimonios de gratitud.

La mujer del cochero se ha enamorado de sopetón de Franz, tiene un corazón elástico, cosa de la que, hasta a fecha, no tenía conocimiento. Él se alegró de que ella se sintiera en posesión de esa nueva facultad, porque era un filántropo y un buen conocedor del corazón humano. Observaba complacido cómo ella se adaptaba a él. Conocía bien el género; al principio, las mujeres siempre se ocupan de los calzoncillos y los calcetines con agujeros. Pero el que ella le limpiara también todas las mañanas las botas y precisamente las de Reinhold, lo hacía prorrumpir cada mañana en un concierto de carcajadas. Decía, cuando ella le preguntaba de qué se reía: «Porque son demasiado grandes, demasiado grandes para uno. Dentro caben dos». Y una vez intentaron ponerse juntos una bota, pero era una exageración y no pudieron.

Ahora el tartamudo Reinhold, el amigo del alma de Franzen, tenía ya otra amiga, que se llamaba Cilly o, en cualquier caso, pretendía llamarse así. A Franz Biberkopf le daba exactamente igual, a veces veía también a la Cilly en la Prenzlauer Strasse. Sin embargo, sintió una oscura sospecha cuando el tartamudo, después de unas cuatro semanas, preguntó por la Fränze y si Franz le había dado ya la patada. Franz dijo que era una chiquita muy maja y, al principio, no comprendió. Entonces Reinhold afirmó que Franz le había prometido deshacerse rápidamente de ella. Lo que negó Franz, porque era demasiado pronto. Hasta la primavera no quería echarse nueva novia. Ropa de verano, lo había visto ya, no tenía la Fränze, y él no podía comprársela; de manera que se iría en verano. Reinhold opinó quisquillosamente que, en realidad, la Fränze iba ya bastante raída, y que las cosas que llevaba no eran verdaderamente de invierno, más bien de entretiempo, en realidad nada apropiadas para la temperatura que hacía. A eso siguió una larga discusión sobre la temperatura y el barómetro y el tiempo probable, consultaron los periódicos. Franz insistió en que nunca puede saberse cómo será el tiempo, Reinhold, sin embargo, vaticinó duras heladas. Sólo entonces se dio cuenta Franz de que Reinhold quería deshacerse también de la Cilly, que llevaba una piel de conejo de imitación. En efecto, hablaba continuamente de esa bonita piel de conejo de imitación. «Qué voy a hacer con el guiso de conejo pensó Franz—, que éste me quiere colocar». «Hombre, estás chalado, no puedo cargar con dos teniendo ya una, y el negocio no va precisamente como las rosas. De dónde voy a sacar si no lo robo». «Tampoco lo necesitas, tener dos. ¿Cuándo he dicho yo que dos? No se puede esperar de nadie que cargue con dos. No eres un turco». «Eso es lo que digo yo». «Bueno, pues tampoco digo yo que lo seas. ¿Cuándo he dicho yo que tengas que cargar con dos? Y por qué no tres. No, echa a ésa… ¿no tienes a alguien?». «¿Cómo que a alguien?». A ver qué quiere ahora, este muchacho tiene siempre la cabeza a pájaros. «Algún otro que se te pueda llevar a la Fränze». Nuestro Franzeken estaba radiante, le dio al otro una palmada en el brazo: «Muchacho, eres un águila, se ve que has ido a la universidad, carajo, hay que descubrirse. ¿Un negocio en cadena, como cuando la inflación?». «Por qué no. De todas formas mujeres hay demasiadas». «Demasiadas. Carajo, Reinhold. Eres un hacha, me has dejado sin habla». «¿Entonces, qué?». «Hecho, el negocio me gusta. Buscaré a alguien. Ya encontraré a alguno. ¡A tu lado soy un zoquete! De verdad que me quedo sin aliento».

Reinhold lo miró. Lo que le faltaba era un tornillo. Verdaderamente es un grandísimo bobo, este Franz Biberkopf. Realmente había pensado en cargar con dos mujeres al mismo tiempo.

Y Franz estaba tan entusiasmado con el negocio que en seguida se marchó y se fue a ver al jorobadito Ede en su guarida; que si quería que le traspasara una chica, él tenía otra y quería librarse de aquélla.

Al otro le venía muy bien, quería dejar su trabajo, tenía un poco de dinero por enfermedad y podía cuidarse algo, ella podría ir de compras por él y pasar por caja. Pero quedarse conmigo, eso lo decía ya, de eso nada.

Ya al mediodía siguiente, antes de salir otra vez a la calle, Franz le organizó a la mujer del cochero un escándalo del demonio por un quítame allá esas pajas. Ella se puso furiosa. Él le gritó a placer. Al cabo de una hora todo estaba arreglado: el jorobado la ayudó a recoger sus cosas, Franz se había ido rabioso y la mujer del cochero sentó sus reales en casa del jorobado, porque no sabía adónde ir. Y el jorobado fue a su médico, se dio de baja por enfermo y, por las noches, Fränze y él hablaban mal de Franz Biberkopf.

Pero en casa de Franz se había presentado ya la Cilly. ¿Qué te pasa, hija? Te has hecho pupa, dónde te duele, ay. Señor Señor. «Sólo venía a traerle un cuello de piel». Franz sostiene en la mano apreciativamente el cuello de piel. Cosa fina. De dónde saca ese muchacho estas cosas tan bonitas. La vez pasada sólo fueron unas botas. Cilly, la inocente, baló con ingenuidad. «Usted es muy amigo de mi Reinhold, ¿no?». «Ay Dios, sí —rió Franz—, me manda de cuando en cuando comestibles y prendas de vestir, lo que le sobra. La última vez me mandó unas botas. Sólo unas botas. Espere un momento, también usted va a darme su opinión». Con tal de que Fränze, esa zorra, esa estúpida, no se las haya llevado; dónde están, ahí estaban. «Mire, señorita Cilly, eso es lo que me mandó la última vez. ¿Qué le parecen ese par de piezas de artillería? Dentro caben tres. Meta usted el piececito». Y ya está ella dentro, se ríe, está muy bien vestida, qué criatura, qué te parece, para comérsela, tiene un aspecto estupendo con su abrigo negro con adornos de piel, ese Reinhold es un cabeza de chorlito por echarla, y de dónde sacará estas chicas tan monas. Y ahí está ella, metida en las piezas de artillería. Y Franz piensa en la vez pasada, tengo un abono de mujer como si tuviera un abono mensual de guardarropa, y ya está metiendo un pie en la bota, después de quitarse el zapato, detrás del de ella, Cilly chilla, pero el pie de él entra en la bota, ella quiere escapar, pero los dos dan saltitos y ella tiene que saltar con él. Entonces, junto a la mesa, él mete el otro pie en la otra pieza de artillería. Están a punto de zozobrar. Zozobran, gritos, señorita, refrene su fantasía, deje que los dos se diviertan, tienen ahora consulta privada, para los mutualistas no es hasta después, de 5 a 7.

«Oye, Reinhold me espera, Franz, no le digas nada, por favor, por favor». «Pero nena, ésta sí que es buena». Y por la noche la tuvo del todo, a aquella pequeña gimoteante. Por las noches siempre despotrican, y ella es una persona tan agradable, tiene un bonito guardarropa, el abrigo, que está aún casi nuevo, un par de zapatos de baile, se lo trae todo, oye, todo eso te lo ha regalado Reinhold, debe de comprar a plazos.

Con admiración y placer encuentra ahora Franz a su Reinhold. El trabajo de Franz no es fácil, ya sueña preocupado en el fin de mes, en que Reinhold, el silencioso, comenzará a hablar de nuevo. Y una tarde está Reinhold junto a él en el metro de la Alexanderplatz, delante de la Landberger Strasse, y le pregunta si tiene algo que hacer esa noche. Hombre, todavía no ha terminado el mes, qué pasa, y en realidad la Cilly espera a Franz… pero ir con Reinhold, con el camión grande, desde luego. Y los dos caminan lentamente —hacia dónde, qué cree usted—, caminan bajando por la Alexanderstrasse hacia la Prinzenstrasse. Franz sigue insistiendo hasta que averigua adónde quiere ir Reinhold. «¿Vamos a Walterchen? ¿A bailotear?». ¡Quiere ir al Ejército de Salvación de la Dresdener Strasse! Quiere escucharlos. Vaya hombre. Qué ideas. Y así pasó Franz Biberkopf, por primera vez, una velada con los soldados de la fe. Fue algo muy extraño, se sorprendió mucho.

Alrededor de las nueve y media, cuando empezaron los llamamientos para sentarse en el banquillo de los pecadores, Reinhold comenzó a portarse de una manera muy rara en la sala, se abrió paso como si lo persiguieran, siempre hacia fuera, oye, qué te pasa. En la escalera le dijo a Franz, maldiciendo: «Tienes que andarte con ojo con esos muchachos. Te trabajan hasta que te quedas sin aliento y les dices que si a todo». «Bueno bueno, a mí desde luego no, tendrían que madrugar mucho». Reinhold seguía maldiciendo luego en Hackepeter, en la Prinzenstrasse, y luego, de un tirón, salió a relucir algo. «Quiero librarme de las mujeres, Franz, no quiero seguir». «Dios, y yo que me alegraba ya de la próxima». «¿Crees que me divierte venir otra vez a ti la semana que viene y decirte que te lleves a la Trude, a la rubia? No, sobre esa base…». «Por mí, Reinhold, que no quede, no hay motivo. Puedes confiar en mí. Por mí pueden venir diez mujeres más y nos ocuparemos de todas, Reinhold». «Déjame en paz con las mujeres. ¿Y si yo no quiero, Franz?». Ahora que estaba uno tan bien, va éste y se pone nervioso. «Nada, si no quieres nada con las mujeres, es muy fácil, déjalas en paz. Ya nos arreglaremos con ellas. La que tienes me la llevo aún, y luego lo dejas». Dos y dos son cuatro, si sabes contar, me entiendes, no hay razón para poner esos ojos, con qué ojos lo mira a uno. Si quieres, te puedes guardar también la última. Bueno, qué pasa ahora, qué tío más raro, ahora se trae un café, un jugo de limón, no puede aguantar el aguardiente, le tiemblan las piernas y encima siempre las mujeres. Reinhold no dijo nada durante un buen rato, y sólo cuando tenía dentro tres tazas de aquel brebaje volvió a soltar la espita.

Nadie puede discutir seriamente que la leche es un alimento sumamente valioso para los niños, especialmente para los pequeños, los de pecho; por otra parte, debe recomendarse sin reservas para el fortalecimiento de los enfermos, en especial si reciben al mismo tiempo otra alimentación nutritiva. .Otro alimento para enfermos reconocido en general por las autoridades médicas, pero, desgraciadamente, poco apreciado, es, por ejemplo, la carne de cordero. Así pues, nada hay que oponer a la leche. Únicamente, desde luego, su propaganda no debe adoptar formas groseras o extraviadas. En cualquier caso, piensa Franz: yo me atengo a la cerveza; cuando ha sido bien fabricada, no se puede decir nada contra la cerveza.

Reinhold fija sus pupilas en Franz… parece muy abatido el muchacho, con tal de que no se ponga a lloriquear: «Ya he estado dos veces, Franz, con el Ejército de Salvación. Incluso he hablado ya con uno. Le digo que “sí”, que seguiré el camino recto, y luego naufrago». «¿Pero qué pasa?». «Ya sabes que las mujeres me hartan rápidamente. Tú lo sabes, oye. Al cabo de cuatro semanas se acabó. Por qué, no lo sé. No me gustan ya. Y antes ando loco, por alguna, tendrías que verme, completamente loco, para encerrarme sin más en una celda acolchada, así de loco. Y luego: nada, que se vaya, no puedo verla, pagaría dinero para no verla». Franz estaba asombrado: «Bueno, hombre, a lo mejor estás loco de verdad. Espera un momento…». «Fui al Ejército de Salvación, se lo dije, y recé con uno…». Franz sigue asombrándose cada vez más: «¿Rezaste?». «Hombre, cuando te sientes así y no sabes a quién acudir». Carajo, carajo. Qué muchacho, habráse visto. «También me ayudó, seis semanas, ocho, se piensa en otra cosa, haces un esfuerzo, y se va tirando, se va tirando». «Oye, Reinhold, quizá fuera mejor que fueras a la Charité[111]. O quizá no hubieras debido largarte hace un momento de la sala. Hubieras podido sentarte tranquilamente en el banco. Por mí no tienes que avergonzarte». «No, no quiero ir más, y no sirve de nada, y todo eso son tonterías. Por qué tengo que arrastrarme ahí delante y rezar, si no creo en nada». «Sí, eso lo entiendo. Si no crees, no sirve de nada». Y Franz contempló a su amigo, que miraba sombríamente la taza vacía. «Si puedo ayudarte, Reinhold, yo… tampoco sé. Tengo que darle vueltas a la cosa en mi cabeza. Quizá habría que conseguir que dejaran de gustarte realmente las mujeres o algo así». «Ahora podría vomitar viendo a la rubia Trude. Pero mañana o pasado mañana, tendrías que verme, si la Nelly o la Guste o como se llame se me presenta, tendrías que ver al Reinhold. Con las orejas coloradas. Y sin pensar en nada más que en conseguirla, aunque tengas que tirar todo tu dinero, tienes que conseguirla». «¿Qué es lo que te gusta tanto?». «¿Quieres decir, por dónde me agarran? Bueno, qué te puedo decir. Con nada. Eso es lo malo. Una tiene —yo qué se ha cortado el pelo a lo garçon, o hace chistes. Por qué me gustan, Franz, no lo sé. Las mujeres, pregúntales, se maravillan también cuando empiezo a mirarlas de pronto con ojos de camero y no las dejo a sol ni a sombra. Pregúntale a la CiIly. Pero no puedo evitarlo y no puedo evitarlo».

Franz sigue observando a Reinhold.

Es segadora, se llama Muerte[112], tiene la fuerza de Dios que es fuerte. Una guadaña mueve con maña, cuando la usa nadie se excusa.

Un chico raro. Franz sonríe. Reinhold no sonríe en absoluto. Es segadora, se llama Muerte, tiene la fuerza de Dios que es fuerte. Cuando la usa.

Franz piensa: necesitas que te sacudamos un poco. Te vamos a hundir el sombrero diez centímetros más en la nuca. «Está bien, lo haremos, Reinhold. Le preguntaré a la Cilly».

Franz piensa en la trata de blancas y de pronto no quiere seguir, quiere hacer otra cosa

«Cilly, nada de sentarte ahora encima. Y no empieces a pegarme. Eres mi nenita. Adivina con quién he estado». «No quiero saberlo». «Boquita de piñón, quili quili, anda, ¿con quién? Pues… con Reinhold». La pequeña se pone de uñas, por qué: «Reinhold, vaya, ¿qué te ha dicho?». «Bueno, muchas cosas». «Vaya. Y tú le dejas que te las cuente y te las crees además, ¿no?». «Claro que no, Cillyken». «Bueno, entonces me voy. Primero te espero tres horas largas, y luego quieres hablar de bobadas y contarme todo eso». «Nada de eso. Mujer (a ésta le falta un tornillo), tú eres la que tienes que contarme algo. No él». «¿Pero qué pasa? Ahora sí que no entiendo nada». Y entonces se desató. Cilly, la morenita, cogió carrerilla y a veces no podía seguir hablando, de manera que tenía que recuperar el fuelle y Franz la besuqueaba mientras hablaba, de bonita que estaba, un pajarito reluciente y rojo como una cereza, y ella empezó a llorar, mientras se iba acordando de todo. «O sea que ese hombre, Reinhold, no es contigo ni un amante ni un chulo, no es un hombre siquiera, sólo un vagabundo. Va por ahí como un gorrión por las calles, haciendo pic pic y tragándose a las chicas. De ése te podrían contar cosas una docena. ¿No creerás que soy la primera ni la octava? Quizá haga el número cien. Si se lo preguntas, ni siquiera él sabe cuántas ha tenido. Y cómo. De manera que, Franz, si denuncias a ese criminal, te daré, no, yo no tengo nada, pero puedes ir a la Jefatura y cobrar una recompensa. No lo parece, cuando está sentado cavilando y bebiéndose su achicoria, aguachirle y más aguachirle. Y de repente le da un mordisco a cualquier muchacha que pasa». «Todo eso me lo ha contado él». «Al principio piensas, pero qué quiere este chico, más le valdría irse a la piltra y dormir bien. Y luego lo tienes ahí otra vez, un tío bien plantado, un pollo pera, te lo digo, Franz, te agarras la frente, qué le ha pasado a ése, ¿se ha hecho un injerto[113] desde ayer? Pues eso y empieza a hablarte y sabe bailar…». «¿Bailar, Reinhold?». «Casi nada. ¿Dónde lo he conocido yo? En la pista de baile de la Chausseestrasse». «Pero si no sabe hacer la O con un canuto». «Ése te saca de donde sea. Y aunque sea una casada, no suelta presa y se la lleva». «Menudo punto». Franz no hacía más que reírse. No me jures nada, no hagas juramento, agua que es pasada no bebo sediento. Corazón ardiente siempre vive inquieto, siempre está buscando un amor secreto. No me jures nada. Como tú, mi amada… nada te prometo.

«Y encima te ríes, tú. ¿O es que eres otro igual?». «Claro que no, Cillyken, lo que pasa es que es un tío muy raro y a mí se me queja siempre de que no puede librarse de las mujeres». No puedo, no puedo, no puedo librarme de ti. Franz se quitó la chaqueta. «Ahora tiene a la Trude, la rubia, y quizá, ¿qué piensas, debería quitársela yo?». ¡Qué gritos da la mujer! ¡Esa sí que sabe gritar! La Cilly grita como un tigre salvaje. Le arrebata la chaqueta a Fränzen, la tira al suelo, oye, que no la he comprado en las rebajas, la próxima vez se la carga, la hace pedazos. «Oye, Franz, a ti te han metido un cuento. Qué pasa, qué pasa con la Trude, repítelo». Grita como un tigre enfurecido. Como siga gritando van a llamar a los guardias porque creerán que le estoy retorciendo el pescuezo. Calma, Franz. «Cilly, no tires al suelo las prendas de vestir. Son objetos de valor nada fáciles de adquirir hoy día. Dámela. Al fin y al cabo, no te ha mordido». «No, pero realmente eres un poco ingenuo, Franz». «Bueno, lo seré. Pero si es mi amigo, Reinhold, y anda en apuros y hasta se larga a la Dresdener Strasse, al Ejército de Salvación, y se pone a rezar, figúrate, hay que ayudarlo, si soy su amigo. ¿No debería quitarle a la Trude?». «¿Y yo?». Contigo, contigo me gustaría ir aep scar[114]. «Bueno, eso tenemos que hablarlo, podemos echar un trago mientras decidimos qué se hace. ¿Dónde están las botas, las altas? Mira a ver». «Déjame en paz, tú». «Sólo te quiero enseñar las botas, Cilly. La verdad es que las tengo, que las tengo también de él. Mira… ya sabes, tú me trajiste un cuello de piel. Pues bueno. Antes me había traído otra de su parte las botas». Decirlo tranquilamente, por qué no, no guardarse nada, con las cosas claras todo va mejor.

Ella se sienta en el taburete y se le queda mirando. Luego rompe a llorar, no dice nada. «Las cosas son así. Así es él. Yo lo ayudé. Es mi amigo. Y no quiero estonderte nada». Qué forma tiene de mirar. Y qué rabia: «Qué canalla más rastrero, qué tipo más rastrero eres. Sabes una cosa, si Reinhold es un sinvergüenza, tú eres peor… El peor de los chulos». «No es verdad». «Si yo fuera hombre…». «Es una suerte que no lo seas. Pero no hace falta que te excites tanto, Cillyken. Te he contado lo que pasó. Entretanto, mientras te miraba, he estado pensando en todo. No le voy a quitar a la Trude, tú te quedas aquí». Franz se pone en pie, coge las botas, las tira encima del armario. No puede ser, no quiero colaborar, ése está hundiendo a la gente, no quiero colaborar. Hay que hacer algo. «Cilly, hoy te quedas aquí. Mañana por la mañana, cuando no esté Reinhold, vas a ver a la Trude y hablas con ella. Yo la ayudaré, puede confiar en mí. Dile, espera, que venga aquí, hablaremos los dos con ella».

Y cuando al mediodía la rubia Trude se reúne con Franz y Cilly, está muy pálida ya y parece triste, y Cilly le dice sin rodeos que Reinhold le da mala vida y no se ocupa de ella. Eso es verdad. Como la Trude se pone a llorar, pero no sabe adónde quieren ir a parar, Franz le explica: «No es un sinvergüenza. Es amigo mío, y no dejo que se hable mal de él. Pero lo que hace es como maltratar animales. Una crueldad». Ella no debería dejarse intimidar por él para que se fuera, y él, Franz, además… bueno, ya veremos.

A la noche, Reinhold va a buscar a Franz a su puesto, hace un frío que pela, Franz se deja invitar a un grog caliente, aguanta plácidamente el preámbulo de Reinhold, luego Reinhold entra en seguida en materia con el asunto de la Trude, está harto de ella y se la quiere sacudir hoy mismo.

«Reinhold, seguro que tienes ya otra». La tiene y lo dice. Entonces Franz dice que no va a dejar a la Cilly, ella se ha acostumbrado ya a vivir con él y además es una mujercita decente y él, Reinhold, tendría que echar también un poco el freno, como corresponde a una persona decente, así no puede seguir. Reinhold no entiende, quiere saber si es por el cuello, el cuello de piel. La Trude le llevaría también, bueno, algo, quizá un reloj, un reloj de bolsillo de plata o un gorro de piel con orejeras, a Franz le vendría muy bien. No, de eso nada, se acabó lo que se daba. Me puedo comprar yo lo que quiera. Pero a Franz le gustaría hablar con Reinhold amigablemente, como amigos. Y le dice lo que ha estado pensando, hoy y ayer. Reinhold tiene que quedarse con la Trude, pase lo que pase. Tiene que acostumbrarse y todo irá bien. Un ser humano es un ser humano, y una mujer también, para eso se compra uno por tres marcos una puta, que está contenta de salir arreando después… Pero rodear a una mujer de amor y sentimiento y luego echarlas a volar una tras otra, eso no.

Reinhold lo escucha todo a su manera. Se toma su café despacio y mira absorto ante sí. Dice tranquilamente que si Franz no quiere llevarse a la Trude no pasa nada. Antes también se las arreglaba sin él. Luego se larga, no tiene tiempo.

Por la noche, Franz se despierta y no puede dormirse hasta la mañana. Hace muchísimo frío en el cuchitril. Cilly duerme y ronca a su lado. ¿Por qué no me puedo dormir? Ahora van los carros de verdura al mercado. No me gustaría ser caballo, trotando de noche con este frío. En la cuadra sí, hace calor. Cómo puede dormir esta mujer. Ésta sí que duerme. Yo no puedo. Se me han congelado los dedos de los pies, me pican, me hacen cosquillas. Hay algo dentro de él, ¿es el corazón, los pulmones, la respiración, sus sentimientos interiores?, están ahí y son oprimidos, golpeados, pero ¿por quién? No lo sabe, esa cosa, por quién. Sólo sabe que no puede dormir.

Un pájaro está en un árbol, mientras duerme pasa una serpiente rozándolo, el pájaro se despierta por el susurro y ahora está el pájaro ahí, con las plumas alborotadas, no ha visto a la serpiente. Ah, seguir respirando, tomar aire tranquilamente. Franz se revuelve. El odio de Reinhold pesa sobre él y lucha con él. Atraviesa las puertas de madera y lo despierta. También Reinhold está echado. Está echado junto a Trude. Duerme profundamente, en sueños comete un asesinato, en sueños se libera.

Noticias locales

Fue en Berlín en la segunda semana de abril, cuando el tiempo era ya a veces primaveral y, como decía la prensa unánimemente, un maravilloso tiempo de Pascua que convidaba al aire libre. En Berlín, un estudiante ruso, Alex Fränkel, su novio, mató a tiros en su pensión a Vera Kaminskaya, dibujante publicitaria de 22 años. Tatiana Sanftleben, institutriz de la misma edad, que se había unido al plan de quitarse la vida juntos, tuvo miedo de su decisión en el último instante y huyó, cuando su amiga yacía ya en el suelo. Encontró a una patrulla de la policía, le contó los terribles acontecimientos de los últimos meses y condujo a los agentes al lugar donde yacían Vera y Alex, mortalmente heridos. Se llamó a la policía criminal, y la comisión de investigación de homicidios envió sus agentes al lugar de la desgracia.

Alex y Vera querían casarse, pero su situación económica no les permitía unirse en matrimonio[115].

Por otra parte, no han terminado aún las investigaciones sobre las responsabilidades en la catástrofe del tranvía de la Heerstrasse. Se sigue comprobando las declaraciones de las personas afectadas y del conductor Redlich. Todavía no se conocen los dictámenes de los peritos. Sólo después de recibirlos será posible examinar la cuestión de si existe culpa por parte del conductor, al haber frenado demasiado tarde, o si la catástrofe fue provocada por una concurrencia de circunstancias desafortunadas.

En la Bolsa predominaba la tranquilidad en el mercado libre; las cotizaciones eran más firmes, en vista del informe a punto de publicarse del Reichsbank, que mostraba al parecer un panorama satisfactorio, con una disminución de la circulación fiduciaria de unos 400 millones y de las acciones en cartera de unos 350 millones. El 18 de abril, hacia las once de la mañana, podía oírse: I. G. Farb. 260 y medio a 267, Siemens und Halske 297 y medio a 299, Dessauer Gas 202 a 203, Zellstoff Waldhof 295. La demanda de petróleo alemán estaba en 134 y medio.

Para volver al accidente del tranvía de la Heerstrasse, todas las personas gravemente heridas se encuentran en franca mejoría.

Ya el 11 de abril, el redactor Braun fue liberado violentamente de Moabit[116]. Fue una escena del Oeste Salvaje, se inició la persecución, y el presidente interino del juzgado criminal hizo inmediatamente la correspondiente notificación a la autoridad judicial superior. De momento continúan las deposiciones de los testigos presenciales y de los funcionarios interesados.

En la actualidad, el público de Berlín se interesa menos por los deseos de una de las fábricas de automóviles más importantes de América de conseguir ofertas de empresas alemanas de gran capital para la representación exclusiva en el norte de Alemania de coches de seis a ocho cilindros.

Sirva en definitiva de orientación, y me dirijo especialmente a los vecinos de la central de teléfonos de la Steinplatz: en la Hardenbergstrasse, en el Renaissancetheater, se conmemora solemnemente la pieza Coeur-Bube, encantadora comedia que reúne un fino humor y un sentido más profundo, y que se encuentra ya en su 100.ª representación[117]. Se invita en los carteles a los berlineses a colaborar para que esa pieza alcance aún mayores honores conmemorativos. Evidentemente, sin embargo, hay que considerar diversos aspectos: es cierto que, en general, se puede invitar a los berlineses, pero ellos pueden verse imposibilitados para atender el llamamiento por toda una serie de circunstancias. En primer lugar, pueden estar de viaje y no tener noticia alguna de la existencia de la pieza. Pueden estar también en Berlín, pero no tener oportunidad de ver en las columnas el anuncio del teatro, por ejemplo por encontrarse enfermos y guardar cama. En una ciudad de cuatro millones de habitantes, eso supone ya un número considerable de personas. De todas formas, pueden tener conocimiento por medio de la radio, anuncios comerciales de las seis de la tarde, de que Coeur-Bube, encantadora comedia parisina que reúne un fino humor y un sentido más profundo ha llegado ya a su 100.' representación en el Renaissancetheater. Este conocimiento, sin embargo, sólo podrá hacer, como máximo, que lamenten no poder desplazarse a la Hardenbergstrasse, porque, si realmente están en cama, no podrán ir de ningún modo. Según fuentes fidedignas, en el Renaissancetheater no se ha hecho ninguna clase de preparativos para admitir camas de enfermo que pudieran trasladarse allí temporalmente, por ejemplo en ambulancias.

No hay que hacer tampoco caso omiso de la siguiente advertencia: podría haber personas en Berlín, e indudablemente las hay, que leyeran el cartel del Renaissancetheater, pero dudaran de su veracidad, no de la veracidad de la existencia del cartel, sino de la veracidad y la importancia de su contenido, reproducido en letras de imprenta. Podrían leer con malestar, disgusto o repugnancia, con indignación quizá, la afirmación de que la comedia Coeur-Bube es una comedia encantadora, a quién encanta, qué es lo que encanta, con qué encanta, cómo van a conseguir encantarme, no necesito que me encanten. Podrían torcer el gesto por el hecho de que esa comedia reúna un fino humor y un sentido más profundo. No quieren fino humor, su postura ante la vida es seña, sus pensamientos son tristes aunque elevados, se han producido algunos fallecimientos en su familia. Y no se dejan engañar por la indicación de que un sentido más profundo vaya unido a ese lamentable fino humor. Porque, en su opinión, no se puede hacer inocuo ni neutralizar al fino humor. El sentido más profundo debe ir siempre solo. El fino humor debe ser eliminado, como fue eliminada Cartago por los romanos o lo fueron otras ciudades de otros modos, de las que ya no pueden acordarse. Algunos no creen en absoluto en el sentido más profundo que encierra la pieza Coeur-Bube y elogian las columnas publicitarias. Un sentido más profundo: ¿por qué más profundo y no profundo? ¿Es que más profundo es más profundo que profundo? Así argumentan.

Es evidente: en una gran ciudad como Berlín, muchas personas ponen en duda, en tela de juicio y en entredicho una gran parte y también cada palabra del cartel que el director ha fijado gastándose sus buenos dineros. No quieren saber nada de teatro. E incluso si no lo ponen verde e incluso si les gusta el teatro, y especialmente el Renaissancetheater de la Hardenbergstrasse, y hasta si reconocen que en esa pieza se da la unión entre un fino humor y un sentido más profundo, no quieren participar en la cosa porque, sencillamente, tienen otros planes para esta noche. Con ello, el número de personas que se precipitarán a la Hardenbergstrasse y que podrían obligar a que se representara la pieza Coeur-Bube simultáneamente en salas próximas se verá muy reducido.

Después de esta instructiva digresión sobre acontecimientos públicos y privados en Berlín en junio de 1928[118], volvemos a Franz Biberkopf, Reinhold y su plaga de muchachas. Hay que suponer que tampoco existe para estas informaciones más que un pequeño círculo de personas interesadas. No examinaremos los motivos. Pero, por mi parte, ello no me impedirá seguir tranquilamente las huellas de mi hombrecillo por Berlín, central y oriental, cada uno hace lo que le parece.

Franz ha tomado una decisión devastadora. No se da cuenta de que se ha sentado sobre las ortigas

Reinhold no se sentía bien después de su conversación con Franz Biberkopf. Reinhold no tenía el don, por lo menos hasta entonces, de ser rudo con las mujeres como Franz. Siempre tenía que ayudarlo alguno y ahora se había quedado en la estacada. Las chicas lo perseguían, Trude, que todavía vivía con él, la última, Cilly, y la penúltima, cuyo nombre había olvidado ya. Todas lo espiaban, en parte ansiosamente preocupadas (última selección), en parte sedientas de venganza (penúltima selección) y en parte, nuevamente amorosas (antepenúltima selección). La más reciente, que estaba en el horizonte, una tal Nelly del mercado central, viuda, había desertado y abandonado inmediatamente cuando, sucesivamente, la Trude, la Cilly y, finalmente, hasta un hombre como testigo jurado, un tal Franz Biberkopf, amigo de Reinhold, se habían presentado en su casa para advertirla. Sí, eso fue lo que hizo Franz Biberkopf. «Señora Labschinsky —así se llamaba, claro está Nelly— no hago esto, no vengo a su casa, para hablar mal de mi amigo o lo que sea. Desde luego que no. No acostumbro mezclarme en los trapos sucios de los demás. Ahora bien, hay que defender lo que es justo. Echar a la calle a una mujer tras otra, eso no puedo apoyarlo. Y tampoco es eso el verdadero amor».

La señora Labschinsky hinchó el busto despectivamente: Reinhold no tenía que darse tanto pote con ella. A la postremente, ella no era ninguna principiante en cuestión de hombres. Franz continuó: «Me alegra oírla y eso me basta. Así sabrá lo que tiene que hacer. Hará una buena obra y eso es precisamente lo que yo pretendo. A uno le dan lástima las mujeres, que son también seres humanos como nosotros, y hasta el propio Reinhold. Se está haciendo polvo. Por eso no bebe cerveza ni aguardiente, sólo café aguado, no aguanta ni una gota. Sería mejor que hiciera un esfuerzo. Tiene un buen fondo». «Lo tiene, lo tiene», lloró la señora Labschinsky. Franz asintió seriamente: «Y por eso tengo que hacerlo, él ha aguantado ya mucho, pero así no puede seguir, y por eso tenemos que echarle una mano».

Al despedirse, la señora Labschinsky le tendió al señor Biberkopf su fuerte zarpa: «Confio en usted, señor Biberkopf». Podría confiar en él. Reinhold no se movía. Era un hombre sedentario, pero era dificil saber lo que pensaba. Había estado ya con Trude tres semanas más del plazo, y Franz era informado diariamente por la moza. Franz exultaba: está a punto de caer la próxima. Hay que poner atención. Y efectivamente: Trude le comunica temblando un mediodía que Reinhold lleva ya dos tardes saliendo con su temo elegante. Al mediodía siguiente ya sabía ella quién era: una tal Rosa, ojalera, en sus primeros treinta el apellido no lo sabían aún, pero sí la dirección. Bueno, entonces todo está arreglado, rió Franz.

Pero con las fuerzas del Destino no se pueden anudar lazos eternos[119]. Y el Destino avanza a grandes pasos. Utilice, si tiene dificultades para andar, zapatos de Leiser. Y si no quiere andar, vaya en coche: NSU lo invita a hacer una prueba en su seis cilindros. Precisamente ese jueves iba Franz Biberkopf otra vez solo por la Prenzlauer Strasse, porque había pensado que quería hacerle una visita a su amigo Meck, a quien hacía ya tiempo que no había visto, así, en general, y además quería hablarle de Reinhold y las mujeres, y Meck iba a ver y a admirar cómo él, Franz, metía en cintura a un tipo así, y cómo lo hacía cambiar, y el otro tendría que acostumbrarse al orden y se acostumbrará.

Y efectivamente, cuando Franz se mete en la taberna con su caja de periódicos, ¿a quién ven mis pupilas? A Meck. Está sentado con otros dos, zampando algo. Franz se sienta en seguida a su lado y come también y se permiten, cuando los otros se han ido, algunos vasos grandes de cerveza por cuenta de Franz, y Franz cuenta entonces, entre gárgaras y tragos, y Meck lo escucha, entre gárgaras y tragos, y asombrado y satisfecho de que exista gente así. Meck no se lo va a contar tampoco a nadie, pero es una historia sensacional. Franz está radiante y cuenta el papel que ha tenido en el asunto, cómo ha apartado ya de Reinhold a la Nelly, que era la señora Labschinsky, y cómo el otro ha tenido que quedarse tres semanas más de la cuenta con la Trude, y ahora hay una tal Rosa, ojalera, pero ese ojal lo vamos a coser también. Y ahí está Franz, gordo, delante de su cerveza en su elemento. Celebrad, oh gargantas, coros juveniles[120], una canción da la vuelta a la mesa, que no cesa, una canción da la vuelta a la mesa. Tres veces tres son nueve, y como un cerdo se bebe, tres veces tres y uno son diez, bebe de nuevo, pardiez, dos, tres, cuatro, seis y siete[121].

¿Quién está junto al bebedero, abrevadero, berreadero, quién sonríe en la apestosa tasca llena de humo? El más gordo de todos los cerdos gordos, el señor de (von). Pums. Sonríe, lo que él llama sonreír, pero sus ojitos de cerdo buscan. Tendría que coger una escoba y hacer un agujero en ese humazo para ver algo. Tres se abren paso hacia él. Son los muchachos que siempre hacen con él negocios en comandita, menudos compadres. Compadres iguales, gorras iguales. Mejor colgar joven de una horca que andar buscando colillas de viejo. Se rascan la cabeza, los cuatro, berrean todos juntos, buscan por la tasca. Tendrían que coger una escoba para ver algo, un ventilador serviría también. Meck le da un empujón a Franz: «No están completos. Necesitan más gente para la mercancía, el gordo no puede conseguir suficiente gente». «Conmigo lo ha probado ya. Pero no me dejaré convencer. ¿Qué me importa la fruta? ¿Seguro que tiene mucha mercancía, no?». «Cualquiera sabe qué mercancía tiene. Él dice que fruta. No hay que preguntar demasiado, Franz. Pero no es mala cosa arrimarse a él, siempre cae algo. Es un águila el viejo, y los otros también».

A las ocho horas, 23 minutos, 17 segundos, se acerca otro al bebedero, abrevadero, otro —uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete, mi madre, dónde se mete—, ¿quién será? El Rey de Inglaterra, dice usted. No, no es el Rey de Inglaterra, cuando con un gran séquito se dirige a la apertura del Parlamento, símbolo del sentido de independencia de la nación inglesa[122]. Ése no es. ¿Quién entonces? ¿Son los delegados de las naciones, que firmaron en París el Pacto Kellogg[123], rodeados de cincuenta fotógrafos, el verdadero tintero, por su gran tamaño, no pudo traerse y hubo que contentarse con una escribanía de Sévres? Tampoco son ésos. Se trata sólo de, entra arrastrando los pies, con las medias de lana caídas, Reinhold, un personaje muy poco destacado, un muchacho gris sobre fondo gris. Se rascan la cabeza los cinco, buscan por el local. Tendrían que coger una escoba para ver algo aquí, un ventilador serviría también. Franz y Meck observan interesados desde su mesa a los cinco compadres, lo que van a hacer y cómo se sientan juntos a una mesa.

Al cabo de un cuarto de hora Reinhold se traerá una taza de café y una gaseosa y, al hacerlo, recorrerá con sus ojos penetrantes la sala. ¿Y quién le sonreirá desde la pared haciéndole un gesto?

Desde luego no el doctor Luppe, alcalde mayor de Núremberg, porque esa misma mañana ha tenido que pronunciar el discurso de salutación del Día de Durero, después de él hablaron el doctor Keudell, Ministro del Interior, y el doctor Goldenberger, Ministro de Cultura de Baviera, como consecuencia de ello, tampoco esos dos están presentes y se han visto imposibilitados[124]. Las pastillas de goma P. R. Wrigley dan clientes sanos, aliento fresco y una buena digestión[125]. Sólo es Franz Biberkopf, que le hace una mueca con toda la cara. Se alegra muchísimo de que entre Reinhold. Es su objeto de experiencias pedagógicas, su discípulo, se lo puede ofrecer a su amigo Meck. Fíjate cómo viene. Lo tenemos dominado. Reinhold llega con su café y su limonada, se sienta con ellos, gruñe para sí y tartamudea un poco. A Franz le gustaría, por gusto y por curiosidad, tirarle de la lengua amablemente, para que Meck lo oyera: «¿Cómo van las cosas en casa, Reinhold, todo bien?». «Bueno, allí sigue la Trude, se acostumbra uno». Lo dice tan lentamente, gotea como una cañería atascada. Qué contento está Franz. Casi salta de alegría. Eso lo ha hecho él. Quién más que yo. Y mira radiante a su amigo Meck, que no le escatima su admiración. «Qué te parece, Meck, vamos a poner orden en el mundo, va a ser sonada, y que alguien nos tosa». Franz le da a Reinhold, que lo mira, unas palmadas en la espalda: «Lo ves, muchacho, hay que hacer un esfuerzo y entonces todo va bien en la vida. Siempre lo he dicho: hacer un esfuerzo y aguantar, y a ver quién se atreve». Franz nunca se alegrará bastante de lo de Reinhold. Vale más un pecador arrepentido que 999 justos[126].

«¿Y qué dice Trude, no se admira de que todo vaya tan bien? Y tú, hombre, ¿no estás contento de haberte librado de todos esos líos con las mujeres? Reinhold, las mujeres son buenas y uno lo puede pasar muy bien con ellas. Pero mira, si me preguntas qué opino yo de las mujeres, te diré: ni mucho ni demasiado poco. Si son muchas, la cosa se hace peligrosa, hay que apartarse. De eso te podría hablar yo». Te podría hablar de Ida, el Jardín del Paraíso, Treptow, zapatos de lona y luego otra vez Tegel. Victoria, eso está muerto, enterrado, bebe. «Yo te ayudaré, Reinhold, para que la cosa funcione con las mujeres. No necesitas ir al Ejército de Salvación, nosotros lo haremos mejor. Buena salud, Reinhold, una jarra no te hará daño». El otro choca su taza de café en silencio: «¿puedes hacer tú, Franz, por que, cómo?».

Carajo, casi me he ido de la boca. «Sólo quiero decir que puedes confiar en mí, tienes que acostumbrarte al aguardiente, un kummel flojito». El otro, tranquilo. «¿Quieres hacer de médico conmigo?». «Por qué no. De esas cosas aprendo. Tú sabes, Reinhold, que te ayudé con la Cilly y antes. ¿No crees que también ahora te puedo apoyar? Franz sigue siendo un filántropo. Sabe por donde se anda».

Reinhold levanta la vista y lo mira con sus ojos tristes: «De manera que lo sabes». Franz sostiene su mirada, no sea que se empañe su alegría, el otro puede darse cuenta de lo que quiera, sólo le puede sentar bien comprender que los otros no se dejan pisar. «Sí, aquí Meck te lo puede decir, tenemos mucha experiencia y nos basamos en ella. Y en cuanto al aguardiente: Reinhold, el día que lo aguantes, daremos una fiesta por cuenta mía, el gasto corre de mi cuenta». Reinhold sigue mirando a Franzen, que ha sacado pecho, y al pequeño Meck, que lo contempla con curiosidad. Reinhold baja la vista y busca en su taza: «¿Te gustaría tratarme y convertirme en un baldragas?». «Salud, Reinhold, vivan los baldragas, tres veces tres son nueve, y como un cerdo se bebe, canta, Reinhold, todos los principios son difíciles, pero si no hay principio no hay fin».

Alto. A formar. Derecha, mar. Reinhold sale de su taza de café. Pums, el de la cara mofletuda y roja, se pone a su lado, le susurra algo, Reinhold se encoge de hombros. Entonces Pums sopla a través de la humareda espesa y cacarea alegremente: «Ya se lo pregunté una vez, Biberkopf, ¿qué piensa usted, quiere seguir corriendo siempre por' ahí con sus papeles? Qué se gana con eso, dos pfennig por número, cinco pfennig por hora, cuánto». Y entonces empieza un tira y afloja, Franz debería encargarse de un carro de hortalizas, Pums suministra la mercancía, las ganancias son estupendas. Franz quiere y no quiere, los compadres de Pums no le gustan, seguro que lo estafan. Reinhold, el tartamudo, calla en segundo plano. Cuando Franz le pregunta qué opina, se da cuenta de que lo ha estado mirando todo el tiempo y ahora mira otra vez su taza. «Bueno, qué piensas tú, Reinhold». El tartamudea: «Sí, yo también quiero participar». Y cuando Meck dice, por qué no, Franz, Franz quiere pensárselo, no dice que sí ni que no, volverá mañana o pasado mañana y hablará con Pums del asunto y de qué pasa con la mercancía y con la recogida de la mercancía, y de qué barrio es mejor para él.

Todos se han ido ya, el local está casi vacío, Pums se ha ido, Meck y Biberkopf se han ido, sólo queda junto al mostrador un tranviario, discutiendo con el tabernero las reducciones de salarios, que son demasiado altas. El tartamudo Reinhold sigue en su silla. Tiene delante tres botellas vacías de gaseosa, un vaso medio lleno y la taza de café. No se va a casa. En casa duerme la rubia Trude. Piensa y cavila. Se pone en pie, cruza el local arrastrando los pies, los calcetines de lana le asoman por el borde. Tiene un aspecto lamentable, amarillento, las líneas profundas en tomo a la boca, las terribles arrugas en la frente. Se trae otra taza de café y otra limonada más.

Maldito sea el hombre, dice Jeremías, que pone en el hombre su confianza, que hace de la carne su apoyo y cuyo corazón se aleja de Dios. Es semejante a un arbusto abandonado en la estepa, que no sabe cuándo llegará lo bueno. Vive en lo árido, en el desierto, en suelo salitroso e inhabitado. Bendito, bendito, bendito sea el hombre que en Dios confía y en él pone su esperanza. Es semejante al árbol plantado junto al agua que extiende sus raíces hacia la corriente. No se da cuenta de si llega el calor, y sus hojas permanecen verdes, en año de sequía puede estar tranquilo, y nunca deja de dar su fruto. Tortuoso sobre todo es el corazón, y corrompido; ¿quién podrá conocerlo?[127].

Aguas del espeso bosque negro, terribles aguas negras, qué calladas estáis. Estáis terriblemente tranquilas. Vuestra superficie no se agita cuando hay tormenta en el bosque y los pinos empiezan a doblarse y se desgarran las telas de araña entre las ramas y éstas comienzan a desgajarse. Vosotras estáis abajo, aguas negras, en la hondonada, y caen las ramas.

El viento sacude el bosque, pero hasta vosotras no llega la tormenta. No tenéis en vuestro fondo dragones, la época del mamut ha pasado, no hay nada ahí que pueda asustar, las plantas se pudren en vosotras, y se mueven peces y caracoles. Nada más. Pero aunque así sea, aunque sólo seáis agua, sois siniestras, aguas negras, terribles aguas tranquilas.

Domingo, 8 de abril de 1928[128]

«¿Hay nieve, nieve todavía en abril?». Franz Biberkopf estaba sentado junto a la ventana de su cuchitril, apoyaba el brazo izquierdo en el alféizar y tenía la cabeza apoyada en la mano. Era por la tarde, domingo, cálido y agradable en la habitación. Cilly había encendido ya la estufa al mediodía y ahora dormía al fondo, en la cama, con su gatito. «¿Hay nieve? El aire está tan gris. Sería bonito».

Y cuando Franz cerró los ojos oyó un tañido de campanas. Se quedó varios minutos en silencio, oyéndolas tocar: bum, bim bim bum, bim bam, bumm bum bim. Hasta que levantó la cabeza de la mano y escuchó: eran dos profundas y una alta. Las campanas cesaron.

Por qué tocarán ahora, se preguntaba. Y de pronto empezaron otra vez, muy fuerte, ansiosa, estruendosamente. Hacían un ruido terrible. Luego cesaron. De golpe todo quedó en silencio.

Franz quitó el brazo del alféizar y entró en la habitación. Cilly estaba sentada en la cama, con un espejito en la mano, tenía horquillas entre los labios y tarareaba amablemente cuando Franz apareció. «¿Qué pasa hoy, Cilly? ¿Es fiesta?». Ella se afanaba en su peinado. «Claro, domingo». «No, ¿es fiesta?». «Quizá católica, no sé». «Porque las campanas tocan como locas». «¿Cuándo?». «Ahora mismo». «No he oído nada. ¿Has oído tú algo, Franz?». «Claro que sí. Han atronado a modo, menudo escándalo». «Debes de haberlo soñado, tú». Se asusta. «No, no lo he soñado. Estaba sentado ahí». «Estarías dormitando». «No». No quiso dar su brazo a torcer, estaba muy rígido, se movía lentamente, se sentó en su sitio, a la mesa. «No se pueden soñar cosas así. Yo las he oído». Tomó un trago de cerveza. El susto no se le iba.

Miró a Cilly, que parecía muy lloriqueante ya: «Quién sabe, Cillyken, si no acabará de pasarle algo a alguien». Y preguntó dónde estaba el periódico. Ella se rió con ganas. «No ha venido, los domingos nunca, hombre».

Él buscó en el periódico de la mañana, miró los titulares: «Sólo pequeñeces. No, eso no es. No ha pasado nada». «Si oyes campanas, Franz, eso quiere decir que irás a la iglesia». «Déjame de curas. Con ésos no quiero nada. Sólo que es muy raro; se oye algo y, cuando uno se fija, no hay nada». Se quedó pensando, ella estaba a su lado, lo acariciaba. «Me voy abajo a tomar el aire, Cilly. Una horita. Quiero saber si ha ocurrido algo. Por la noche sale el welt o el Montag Morgen, y tengo que echar una ojeada». «Ay, Franz, siempre con tus cavilaciones. Pondrá que un carro de basura ha tenido un accidente en la Prenzlauer Tor y se ha volcado toda la basura. O espera: un vendedor de periódicos tuvo que devolver cambio a un cliente y, por descuido, se lo dio exacto».

Franz se rió: «Me voy. Adiós Cillyken».

«Adiós, Franzeken».

Y Franz bajó lentamente los cuatro pisos y no volvió a ver a Cilly.

Ella lo esperó en el cuarto hasta las cinco. Como no venía, bajó a la calle y preguntó por él en todas las tabernas hasta la esquina de la Prenzlauer. No había estado en ninguna. Pero Franz quería leer en el periódico algo sobre aquella estúpida historia que había soñado, pensó ella. Pues a alguna parte tiene que haber ido. En la esquina de la Prenzlauer le dijo la dueña: «No, aquí no ha estado. Pero el señor Pums preguntó por él. Y entonces le dije dónde vive el señor Biberkopf, sin duda habrá ido ahí». «No, en mi casa no ha estado nadie». «A lo mejor no la ha encontrado». «Sí». «O se lo ha encontrado a él en la puerta».

Allí estuvo Cilly hasta muy tarde. La taberna se llenaba. Ella seguía mirando a la puerta. Una vez corrió hasta casa y volvió de nuevo. Sólo vino Meck, que la consoló y la entretuvo durante un cuarto de hora. Dijo: «Seguro que vuelve; el chico está acostumbrado a comer a sus horas. No te preocupes, Cilly». Pero mientras decía eso se le ocurrió que también Lina se había sentado una vez junto a él, y también ella había buscado entonces a Franz, cuando pasó aquello con Lüders, con los cordones de zapatos. Y él mismo hubiera ido en seguida con ella, cuando Cilly salió otra vez a la calle embarrada y oscura; pero no quería meterle miedo, a lo mejor todo era una bobada.

Cilly, furiosa, se fue de pronto a buscar a Reinhold; quizá había convencido otra vez a Franz para que se llevara a una moza y Franz la había dejado plantada. La covacha de Reinhold estaba cerrada, no había nadie, ni siquiera la Trude.

Volvió lentamente a la taberna, en la esquina de la Prenzlauer, volvió una y otra vez a la taberna. Nevaba, pero la nieve se deshacía. En la Alex los vendedores de periódicos voceaban el Montag Morgen, y el welt am Montag. Compró un diario a un vendedor desconocido, le echó una ojeada. Si había pasado algo, si había tenido razón él aquella tarde… Bueno, un accidente de tren en los Estados Unidos, en Ohio, y un choque entre comunistas y los de la esvástica, no, en eso no se mete Franz, un gran incendio con daños en Wilmersdorf. Qué me importa. Pasó junto al iluminado edificio de Tietz, atravesó la calle hacia la sombría Prenzlauer Strasse. No llevaba paraguas, estaba completamente calada. En la Prenzlauer Strasse, delante de la pequeña pastelería, había un grupo de chicas de la calle con paraguas, que cenaban el paso. Inmediatamente después la abordó un gordo sin sombrero, que salió de un portal. Ella apretó el paso. Pero al próximo me lo llevo, qué se cree ése. Nunca me habían hecho una faena así.

Eran las diez menos cuarto. Un domingo horrible. A esa hora, Franz estaba tendido en el suelo en otro barrio de la ciudad, con la cabeza en el arroyo y los pies en la acera.

Franz baja por la escalera. Un escalón, otro escalón, otro escalón, troescalón, escalón, escalón, cuatro pisos, más abajo, abajo, abajo, más abajo aún. Uno se atonta, se le aturde la cabeza. Si tiene sopa, señorita Stein, déme una poca, señorita Stein… déme una poca, señorita, si tiene sopa, señorita Stein. No, conmigo eso no va, cuánto he sudado con esa furcia. Hay que tomar el aire. Los pasamanos, no hay una iluminación decente, se puede hacer uno un siete con un clavo.

En el segundo piso se abre la puerta, un hombre baja pesadamente tras él. Menuda tripa debe de tener para resoplar así, y encima escaleras abajo. Abajo está Franz Biberkopf ante la puerta, la luz es gris y suave, pronto nevará. El hombre de la escalera resopla a su lado, un hombre pequeño y fofo, de rostro blanco e hinchado; lleva un sombrero de fieltro verde. «¿Le falta fuelle, eh, vecino?». «Sí, es la grasa. Y el subir tantas escaleras». Van juntos por la calle: «Hoy me he subido ya cinco veces los cuatro pisos. Eche la cuenta: veinte tramos, cada uno, como media, treinta escalones, los tramos de caracol son más cortos pero más difíciles, de manera que treinta escalones, por cinco tramos, ciento cincuenta escalones».

«Para subir. Y para bajar». «En realidad trescientos. Porque al bajar se cansa usted también, lo he notado». «Eso es verdad, al bajar también». «Yo me buscaría otra profesión».

Caen pesados copos de nieve, giran en el aire, es un bonito espectáculo. «Sí, trabajo en anuncios por palabras, y no tengo más remedio. No hay días laborables y domingos. Los domingos incluso más. La mayoría ponen un anuncio el domingo, esperando conseguir mejores resultados». «Sí, porque se tiene tiempo para leer el periódico. No hace falta que me lo diga. Entra dentro de mi campo». «¿También usted pone anuncios?». «No, sólo vendo periódicos. Ahora voy a leer uno precisamente». «Bueno, yo ya me los he leído todos. Qué tiempo. Ha visto usted nada parecido». «Abril, ayer todavía hacía bueno. Ya verá, mañana estará otra vez despejado. ¿Se apuesta algo?». El otro se está ahogando otra vez, las farolas están ya encendidas, saca junto a una farola un pequeño cuaderno de notas sin tapas, lo sostiene muy lejos de sí y lee. Franz opina: «Se le va a mojar». El otro no oye, se guarda otra vez el cuaderno, la conversación ha terminado, piensa Franz, me despido. Entonces el hombrecillo lo mira por debajo de su sombrero verde: «Dígame, vecino, ¿de qué vive usted en realidad?». «¿Qué quiere decir? Soy vendedor de periódicos, vendedor de periódicos independiente». «Ah. ¿Y se gana dinero con eso?». «Bueno, se va tirando». Qué querrá éste, qué tío más raro. «Sí. Mire, siempre he querido hacer eso, ganarme la vida de algún modo por mi cuenta. Tiene que ser bonito, se hace lo que se quiere y, si uno se mueve, la cosa funciona». «A veces tampoco. Pero usted anda ya bastante, vecino. Hoy domingo, y con este tiempo, no hay muchos andando por ahí». «Cierto, cierto. Estoy en danza la mitad del día. Y no entra nada, no entra nada. La gente anda mal de dinero en estos tiempos». «¿A qué se dedica usted, vecino, si puedo preguntarle?». «Tengo una pequeña pensión. Yo quería, ya ve, ser un hombre independiente, trabajar, ganar mi dinero. Bueno, desde hace tres años tengo la jubilación, hasta entonces estuve en Correos, y ahora no hago más que correr y correr. O sea que leo el periódico y entonces voy y veo lo que la gente anuncia». «¿Muebles quizá?». «Lo que sea, muebles de oficina usados, pianos de cola Bechstein, viejas alfombras persas, pianolas, colecciones de sellos, monedas, prendas de vestir de difuntos». «Se muere mucha gente». «Un montón. Bueno, pues voy allí, veo lo que hay y compro también». «Y luego lo vende usted, ya entiendo».

El asmático se calló, se envolvió bien en su abrigo, los dos caminaron por la nieve blanda. Entonces, en la siguiente farola, el asmático gordo sacó del bolsillo un paquete de cartas, miró a Franz afligido, y le puso dos en la mano: «Lea usted, vecino». En la tarjeta decía: «P. P. Fecha del correo. Lamento comunicarle que, debido a circunstancias desafortunadas, tengo que volverme atrás en el acuerdo a que ayer llegamos. Su atto. y s.s. Bemhard Kauer». «¿Se llama usted Kauer?». «Sí, está hecho en multicopista. Me compré una una vez. Es lo único que me he comprado. Con ella me hago yo solo las copias. Hasta cincuenta puedo hacer en una hora». «Qué me dice… Bueno, y para qué es esto realmente». Este tipo no está bien de la mollera, y además parpadea de una forma con los ojos. «Lea ahí: volverme atrás debido a circunstancias desafortunadas. Compro cosas y luego no puedo pagarlas. Sin pagar, la gente no suelta nada. Tampoco se les puede reprochar. Y así ando siempre, comprando y llegando a un acuerdo y alegrándome, y la gente se alegra también de que la cosa haya ido tan bien, y pienso que tengo mucha potra, hay cosas tan bonitas, colecciones de monedas, si yo le contara, gente que de repente no tiene un céntimo, y entonces llego yo, y lo veo todo, y en seguida me cuentan lo que les pasa, cuánta miseria hay entre la gente, si pudieran echar el guante a unos pfennig, también en casa de usted he comprado algo, la gente lo necesita tanto, una máquina de lavar y una pequeña heladera, se alegran cuando se lo quitan de encima. Y luego bajo, lo compraría todo muy a gusto, pero abajo me entran grandes preocupaciones: no tengo ni un céntimo, ni un céntimo». «Pero para vender necesita a alguien que se le lleve las cosas». «Por eso no se preocupe. Para eso me he comprado la multicopista, para eso me hago las postales. Cinco pfennig me cuesta cada postal, ésos son mis gastos. Y luego borrón y cuenta nueva».

Franz abría unos ojos como platos: «No me diga que se me cae la liga, vecino. No habla usted en serio». «Los gastos… los reduzco a veces, me ahorro los cinco pfennig y echo la postal directamente en el buzón de quien sea, al salir». «¿Y para eso se hace usted polvo las piernas y se ahoga?».

Estaban en la Alexanderplatz.

Había un alboroto, se acercaron. El pequeño miró a Franz furioso: «Intente usted vivir con ochenta y cinco marcos al mes y ya verá». «Pero hombre, tiene que ocuparse de la venta. Si quiere, preguntaré a mis amistades». «Qué tontería, yo no le he pedido nada, hago mis negocios solo, no hago negocios en sociedad». Estaban en medio del tumulto, era una riña corriente. Franz buscó al hombrecillo, se había ido, desaparecido. Como siga así, se dijo Franz admirado, me ha dejado de piedra. Bueno, ¿dónde habrá pasado la desgracia que yo buscaba? Entró en una tasca, se tomó un kummel, hojeó Vorwärts[129] el Lokalanzeiger. Tampoco hay más cosas que en el papelucho matinal[130], gran carrera de caballos en Inglaterra, en París también, quizá hayan tenido que pagar mucho las apuestas. También puede ser que ocurra algo muy bueno cuando le suenan a uno los oídos así.

Y está a punto de irse a casa dando la vuelta. Pero entonces tiene que cruzar la calle para ver qué pasa en aquel jaleo. ¡Bockwurst con ensalada! Oiga, joven, bockwurst. ¡Montag Morgen, Die Welt, Die Welt am Montag!

Qué le parecen esos dos; se están sacudiendo desde hace media hora, y sin motivo. Hombre, aquí me quedo yo hasta mañana. Oiga, debe de tener usted abono para ponerse tan ancho. No, cuando se es una pulga no puede uno ponerse ancho. Anda la órdiga, la que le está dando.

Y cuando Franz logra abrirse paso hasta delante, ¿quién se está pegando con quién? Dos chicos, a ésos los conoce, son de la banda de Pums. Qué te parece. Zas, el largo le ha echado una llave, zas, le ha hecho morder el polvo. Muchacho, te dejas sacudir por ése; eres un enclenque. Oiga, no empuje. Ahí va, la bofia, los guardias. La bofia, la bofia, esfumaos. Con las capuchas impermeables puestas, dos guardias se abren camino entre el montón. Aúpa, uno de los contendientes se pone en pie, en medio de la gente, sale de estampía. El otro, el largo, no se levanta enseguida, ha recibido un golpe en las costillas, uno bueno. Entonces Franz se abre paso hasta delante del todo. No voy a dejar a ese hombre ahí, vaya una gentuza, nadie echa una mano. Y Franz lo coge por debajo de los brazos y se mete entre el gentío. Los guardias buscan. «¿Qué pasa aquí?». «Dos que se han pegado». «Disuélvanse, circulen». Siempre están piando y llegan con un año de retraso. Circular, ya estamos circulando, señor agente, pero no hay que excitarse sin motivo.

Franz se sienta con el largo en la Prenzlauer Strasse, en un zaguán mal iluminado; sólo dos números más allá está la casa de la que, unas cuatro horas más tarde, saldrá un gordo sin sombrero y abordará a Cilly; ella sigue adelante, al próximo se lo lleva sin falta, qué desgraciado el Franz, menuda faena.

Franz está sentado en el zaguán, sacudiendo al vago de Emil: «Venga, hombre, arriba, para que podamos irnos a la tasca. No te ha pasado nada, tú puedes encajar un golpe. Y límpiate, que llevas encima todo el asfalto». Atraviesan la calle. «Te voy a dejar en la primera tasca decente, Emil, tengo que irme a casa, mi novia me espera». Franz le estrecha la mano y entonces el otro se vuelve otra vez. «Podrías hacerme un favor, Fränze. Tengo que recoger mercancía en casa de Pums. Pásate por allí, sólo son tres pasos, en esta misma calle. Anda». «Cómo voy a ir, hombre, no tengo tiempo». «Sólo decir que hoy no iré, me está esperando. Si no, no podrá hacer nada».

Franz maldice, se marcha, vaya un tiempo, muévete, hombre, me voy a casa, después de todo, no puedo hacer esperar a la Cilly. Qué mamarracho, como si el tiempo me lo regalaran. Corre. Junto a una farola hay un hombre pequeño, leyendo en su cuaderno. Pero quién es, a ése lo conozco. Entonces el otro mira, se dirige enseguida a Franz: «Ah, es usted, vecino. El de la casa de la máquina de lavar y la heladera. Sí. Tenga, entregue esta tarjeta luego, cuando vaya a casa, nos ahorraremos el franqueo». Le pone a Franz la postal en la mano, debido a circunstancias desafortunadas, volver atrás. Franz sigue tranquilamente su camino, le enseñará la postal a Cilly, no hay prisa. Le divierte ese tipo loco, el tío del correo, que anda siempre por ahí comprando y no tiene dinero, pero en cambio tiene la cabeza llena de pájaros, una pajarería entera.

«Tardes, señor Pums, as noches. Le extrañará que venga. Qué, qué puedo decirle. Voy por la Alex. Hay una trifulca en la Landsberger Strasse. ¿Y quién se está pegando? ¿Eh? Su Emil, el largo, con uno pequeño que se llama como yo, Franz, usted debe de conocerlo». A lo que el señor Pums responde que de todas formas ya había pensado en Franz Biberkopf, ya al mediodía había notado que pasaba algo entre esos dos. «O sea, que el largo no viene. Pues ahí entra usted, Biberkopf». «¿Que qué hago yo?». «Son casi las seis. A las nueve tenemos que recoger mercancía, Biberkopf, hoy es domingo, de todas formas no tiene usted nada que hacer, le pago sus gastos y además… bueno, pongamos cinco marcos la hora». Franz vacila: «Cinco marcos». «Bueno, estoy en un apuro, esos dos me han dejado en la estacada». «El pequeño vendrá aún». «Entonces hecho, cinco marcos, los gastos, bueno, cinco cincuenta, por mí que no quede».

Franz se ríe por dentro a carcajadas mientras baja la escalera detrás de Pums. Este sí que es un domingo con suerte, una cosa así no se le presenta a uno todos los días, así que era verdad, las campanas significan algo, me voy a forrar, bueno, quince o veinte marcos un domingo, y qué gastos tengo realmente. Y se siente feliz, la tarjeta del tío del correo le cruje en el bolsillo, va a despedirse de Pums ante el portal. El se asombra: «¿Qué es esto? Creía que era trato hecho, Biberkopf». «Lo es, lo es, soy de confianza. Sólo tengo que ir un momento, sabe, jajá, tengo una novia, la Cilly, quizá la conozca por Reinhold, antes estuvo con él. No puedo tener a la chica el domingo entero metida en casa». «No, Biberkopf, no puedo dejarle ir ahora, luego se estropea todo y me quedo colgado. No, por cuestión de faldas, por una cosa así, Biberkopf, no, no vamos a echar a perder el negocio por eso. Ella no se le va a ir». «Eso lo sé, nunca ha dicho una verdad mayor, puedo confiar en ella. Pero precisamente por eso. No la puedo dejar plantada, sin oír, ni ver nada, ni saber nada. Qué puedo hacer». «Ahora venga, ya veremos».

«¿Qué hago?», pensó Franz. Se fueron. Otra vez la esquina de la Prenzlauer Strasse. Por aquí y por allá andaban ya las chicas de la calle, las mismas que verá Cilly unas horas después, cuando busque y rebusque a Franz, dando vueltas. El tiempo avanza, todo se acumula en torno a Franz; pronto estará en un vehículo y lo sujetarán. Ahora piensa en cómo enviar rápidamente la tarjeta del tipo chiflado y cómo subir rápidamente a ver un momento a la Cilly, la chica le está esperando.

Va con Pums a la Alte Schönhauser Strasse, sube a un ala, allí está su oficina, dice Pums. Arriba hay luz, la habitación parece realmente una oficina con su teléfono y sus máquinas de escribir. Una mujer de edad, de rostro severo, entra con frecuencia en la habitación donde Franz se sienta con Pums: «Aquí mi señora, el señor Franz Biberkopf, que va a acompañamos hoy». Ella sale como si no hubiera oído nada. Franz lee, mientras Pums trabaja en su escritorio y quiere comprobar sólo algo, un B. Z. que hay sobre la silla: 3.000 millas en un cascarón, por Günther Plüschow, rutas de recreo y regulares, «Coyuntura». Lania, compañía Piscator en el Lessingtheaten. Dirige el propio Piscator. ¿Qué es Piscator, qué es Lania?[131]. ¿Qué es envoltura y qué es contenido, en otras palabras, drama? No habrá más matrimonios infantiles en la India, un cementerio para el ganado premiado. Pequeña crónica: Bruno Walter[132] dirigirá su último concierto de la temporada el domingo, 15 de abril, en la Ópera Municipal. En el programa figura la Sinfonía en mi bemol mayor de Mozart, los beneficios se destinarán al fondo del monumento a Gustav Mahler en Viena. Conductor de vehículos pesados, casado, 32 años, carné de conducir de 2.ª y 3.ª, busca colocación en negocio particular o como chófer de camión.

El señor Pums busca en la mesa cerillas para encender el puro. La mujer entrada en años abre una puerta disimulada y tres hombres entran lentamente. Pums no levanta la vista. Son sólo gente de Pums, Franz les da la mano. La mujer va a salir, entonces Pums le hace un gesto a Franzen: «Oiga, Biberkopf, ¿no quería mandar una carta? Hazlo tú, Klara». «Es muy amable por su parte, señora Pums, ¿me hará realmente el favor? Bueno, no es una carta, sólo esta tarjeta, y a mi novia…». Y dice exactamente dónde vive, lo escribe en un sobre comercial de Pums, y que le diga a la Cilly que no se preocupe y que él volverá hacia las diez, y además la tarjeta…

Bueno, todo está arreglado, es un verdadero alivio. La arpía flaca y malvada lee en la cocina el sobre, lo arroja al fuego; arruga la hoja y la tira a la basura. Luego se arrima al hogar, sigue bebiendo su café, no piensa en nada, sigue sentada, bebe, hace calor. Y la alegría de Franz es tumultuosa cuando, con gorra visera, con un grueso capote militar, aparece lentamente… ¿quién? ¿Quién tiene esos surcos profundos en la cara? ¿Quién se arrastra como si tuviera que despegar una pierna tras otra de un barro espeso? Claro, Reinhold. Franz se siente como en casa. ¡Vaya, eso está bien! Contigo voy a donde sea, Reinhold, ya puede venir lo que venga. «¿Cómo, eres de la partida?». Reinhold resopla por la nariz, da vueltas arrastrando los pies. «Ésa sí que es una decisión». Y entonces empieza Franz a contarle la pelea de la Alex, y la forma en que ayudó al largo Emil. Escuchan con avidez los cuatro, Pums sigue escribiendo aún, los otros se dan codazos, cuchichean luego de dos en dos. Alguno se ocupa siempre de Franzen.

A las ocho toman la salida. Todos están bien acolchados, también Franz recibe un abrigo. Piensa, y lo dice radiante, que le gustaría quedárselo, y también, carajo, el gorro de astracán. «Por qué no —le dicen—, pero te los tienes que ganar».

Salen, fuera está oscuro como boca de lobo y hay un terrible barrizal. «¿Qué vamos a hacer?», pregunta Franz cuando están en la calle. Le dicen: «Primero hay que conseguir un coche o dos coches. Y luego la mercancía, manzanas y lo que haya, iremos a recogerla». Dejan pasar muchos coches, en la Metzer Strasse hay dos, los cogen, adentro y en marcha.

Los dos coches van uno detrás de otro una media hora larga, en la oscuridad no se sabe muy bien por qué barrios, puede ser el Weissensee o Friedrischsfelde. Los muchachos dicen que el viejo tiene que arreglar algo antes. Y entonces se detienen ante una casa, es una amplia avenida, quizá sea también Tempelhof, los otros dicen que tampoco lo saben, producen un humazo terrible.

Reinhold está sentado en ese coche junto a Biberkopf. ¡Qué voz más distinta tiene ahora Reinhold! No tartamudea, habla fuerte, se sienta derecho como un capitán; hasta se ríe el tío, y los otros del coche le prestan atención. Franz le ha pasado el brazo por los hombros: «Qué, muchacho, Reinhold (le susurra en fa nuca, bajo el sombrero), bueno, ¿qué me cuentas? ¿No tenía razón con lo de las mujeres? ¿Eh, muchacho?». «Claro, todo va bien, todo va bien». Reinhold le da una palmada en la rodilla; qué golpes da el muchacho, qué te parece, ¡qué mano tiene el muchacho! Franz fanfarronea: «No vamos a enfadamos por una chica, eh. Todavía no ha nacido quién, ¿eh?».

La vida en el desierto resulta a menudo dificil.

Los camellos buscan y rebuscan y no encuentran nada, y un día se encuentran sus huesos blanqueados[133].

Sin parar atraviesan ahora los dos coches la ciudad, cuando Pums sube otra vez con una maleta. Son casi las nueve cuando se detienen en la Bülowplatz. Y ahora van a pie, separados, siempre de dos en dos. Pasan por debajo del arco del tren de circunvalación. Franz dice: «Pronto llegaremos al mercado». «Claro, pero primero hay que recogerlo y luego llevarlo». De pronto los de delante no son ya visibles, están en la KaiserWillhelm-Strasse, muy cerca del tren de circunvalación, y entonces Franz y su acompañante desaparecen también en un oscuro portal abierto. «Aquí es —dice el que está junto a Franz—, tira el puro». «¿Y por qué?». El otro le aprieta el brazo, le arranca el puro de la boca: «Porque lo digo yo». Ha comenzado ya el oscuro patio antes de que Franz pueda hacer algo. Quién lo entiende, quién lo entiende, lo dejan a uno a oscuras, ¿dónde se han metido? Y cuando Franz atraviesa a tientas el patio delante de él relampaguea una linterna que lo ciega, es Pums. «Usted, usted, ¿qué hace aquí? Aquí no se le ha perdido nada, Biberkopf, usted se queda delante y vigila. Vuélvase». «Bueno, yo pensaba que tenía que recoger algo». «Bobadas, vuélvase, ¿no le ha dicho nadie nada?».

La luz se apaga, Franz vuelve a tientas. Algo tiembla dentro de él, traga saliva: «¿Qué pasa aquí, dónde se han metido?». Está ya en el zaguán de delante cuando vienen dos desde atrás —robo y asesinato, están robando, asaltando, quiero marcharme, irme de aquí, una pista de hielo, un tobogán, me voy dando un rodeo, por el agua hasta la Alexanderplatz—, lo sujetan, uno es Reinhold, que tiene una garra de hierro: «¿No te han dicho nada? Te quedas aquí y vigilas». «¿Quién, quién lo ha dicho?». «Oye, no digas tonterías, estamos apurados. Es que no tienes seso; no te hagas el tonto. Ahora te quedas aquí y silbas si pasa algo». «Yo…». «Cierra el pico», y descarga un golpe en el brazo derecho de Franzen, que se dobla.

Franz se queda solo en el negro portal. Está realmente temblando. ¿Qué hago yo aquí? Me han metido en un buen lío. Y el muy perro me ha pegado. Están robando ahí atrás, cualquiera sabe lo que están robando, no son vendedores de fruta, son ladrones. La larga avenida de árboles negros, la puerta de hierro, después de entrar en las celdas, todos los reclusos deben acostarse, en verano se les permite permanecer levantados hasta que se hace de noche. Esto es una pandilla, mandada por Pums. Me marcho, no me marcho, sí, qué hago. Me han traído aquí engañado; qué sinvergüenzas. Y ahora tengo que estar de plantón.

Franz estaba allí, temblaba, se palpaba el brazo golpeado. Los reclusos no deben ocultar sus enfermedades, pero tampoco fingirlas; serán castigados. Silencio de muerte en la casa; de la Bülowplatz llegan los bocinazos de los coches. Detrás, al otro lado del patio, se oían crujidos y rumores, de vez en cuando relampagueaba una linterna, alguien bajaba silenciosamente con una linterna sorda al sótano. Me han armado una encerrona, prefiero comer pan duro y patatas cocidas que estar aquí para esos sinvergüenzas. En el patio brillaron varias linternas, Franz recordó al hombre de las postales; un tipo extraño, un tipo extraño. Pero no se movía del sitio, estaba clavado al suelo; desde que Reinhold le había pegado estaba como petrificado. Quería, lo deseaba, pero no podía, no lograba soltarse. El mundo es de hierro, no se puede hacer nada, avanza como una apisonadora hacia uno, no se puede hacer nada, avanza, ellos están dentro, es un tanque, diablos cornudos con ojos como brasas, lo despedazan a uno, están ahí, con sus cadenas y sus dientes lo desgarran a uno. Y el rodillo avanza, y nadie puede escaparse. Tiembla en la oscuridad; cuando se haga la luz podrá verse todo, cómo ha quedado, cómo ha sido.

Quisiera irme, quisiera irme, el muy sinvergüenza, el muy perro, no quiero. Intentó mover las piernas, sería de risa que no pudiera marcharme. Se movió: Como si me hubiesen metido en una masa y no pudiera despegarme de ella. Pero sí podía, podía. Era dificil, pero podía. Hago progresos, que roben lo que quieran, yo me esfumo. Se quitó el abrigo, volvió al patio, lentamente, con miedo, pero tenía que tirarles el abrigo a la cara, tiró el abrigo en la oscuridad hacia la parte de atrás. Otra vez aparecieron luces, dos hombres pasaron corriendo por su lado, con abrigos, fardos enteros, los dos coches se detuvieron delante de la puerta cochera; al pasar, uno de los hombres golpeó otra vez a Franz en el brazo, un golpe de hierro: «¿Todo bien, no?». Era Reinhold. Entonces pasaron corriendo junto a él otros dos hombres con cestos, y luego otros dos, vienen y van, sin luces, pasando junto a Franzen, que sólo aprieta los dientes y cierra los puños. Trabajaban como locos en el patio y yendo y viniendo por el portal en la oscuridad, de otro modo se hubieran asustado de Franz. Porque ya no era Franz quien estaba allí. Sin abrigo, sin gorro, con los ojos desencajados, las manos en los bolsillos y acechando para ver si reconocía algún rostro, quién es éste, quién es ése, no tengo navaja, espera, quizá en la chaqueta, muchachitos, no sabéis quién es Franz Biberkopf, lo vais a saber como le pongáis la mano encima. Entonces los cuatro salieron cargados, uno tras otro, y uno pequeño y rechoncho cogió a Franz por el brazo: «¡Ven, Biberkopf! Nos largamos, todo está en el saco».

Y Franz se encuentra estibado entre los otros en un coche grande. Reinhold se sienta a su lado, se aprieta fuertemente contra Franz, es el otro Reinhold. Dentro no llevan luz. «Por qué me aprietas», susurra. Franz; no tiene navaja.

«Cierra el pico, cierra la bocaza, chaval; aquí nadie dice ni mu». El coche de delante vuela; el chófer del segundo coche mira atrás por la derecha, acelera y grita hacia atrás por la ventana abierta: «Nos sigue alguien».

Reinhold saca la cabeza por la ventana: «Tuerce, a toda velocidad». El otro coche sigue detrás. Entonces, al resplandor de una linterna, Reinhold ve el rostro de Franzen, que está radiante, tiene el rostro feliz. «De qué te ríes, mamarracho, estás completamente loco». «Me río de lo que quiero, no es cosa tuya». «¿El que tú aterías?». Este gandul, este mocosa. Y de repente algo cruza cómo un rayo por Reinhold, algo en que no había pensado durante toda la expedición: éste es el. Biberkopf que lo ha dejado tirado, el que le quita las mujeres, está demostrado, este cerdo golfo y descarado, y a éste le conté yo una vez todas mis cosas. De pronto, Reinhold no piensa ya en la expedición.

Aguas del bosque negro, qué calladas estáis. Estáis terriblemente tranquilas. Vuestra superficie no se agita cuando hay tormenta en el bosque y los pinos empiezan a doblarse y se desgarran las telas de araña entre las ramas y éstas comienzan a desgajarse. No llega hasta vosotras la tormenta.

Este tío, piensa Reinhold, se sienta ahí tan a gusto, y seguramente piensa que el coche de detrás nos alcanzará, y yo estoy aquí, y éste me ha echado sermones, el muy animal, sobre las mujeres, y yo tengo que aguantarme.

Franz sigue riéndose silenciosamente, mira hacia atrás, a la calle, por la ventanita, sí, el coche los sigue, los han descubierto; ya verás, esto es el castigo, aunque me caiga a mí también, no pueden tomarme el pelo estos sinvergüenzas, estos vagos, esta panda de delincuentes.

Maldito sea el hombre, dice Jeremías, que pone en el hombre su confianza. Es semejante a un arbusto abandonado en la estepa. Vive en lo árido, en suelo salitroso e inhabitado. Tortuoso es el corazón y corrompido; ¿quién podrá conocerlo?

Entonces Reinhold le hace una señal a escondidas al hombre que tiene delante, en el coche alternan luz y tinieblas, es una caza. A escondidas desliza Reinhold la mano hasta el tirador de la puerta, muy cerca de Franz. Entran a toda velocidad en una ancha avenida. Franz sigue mirando hacia atrás. De repente lo agarran del pecho y tiran de él hacia delante. Quiere incorporarse, golpea a Reinhold en la cara. Sin embargo, éste es espantosamente fuerte. El viento silba dentro del coche, la nieve se precipita en él. Franz es empujado por encima de los fardos hacia la puerta abierta, se agarra gritando al cuello de Reinhold. Desde un lado recibe un golpe de bastón en un brazo. El segundo del coche le da un empujón en el costado izquierdo. Desde los fardos de tela, Franz, caído, es empujado hacia la puerta abierta; se acuña con las piernas donde puede. Se abraza al estribo.

Entonces lo alcanza un bastonazo en la nuca. Inclinado sobre él, Reinhold, de pie, arroja el cuerpo a la calle. La puerta se cierra de golpe. El coche perseguidor pasa zumbando sobre el hombre. La caza continúa entre remolinos de nieve.

Cómo nos alegramos cuando sale el sol y llega su luz hermosa. Pueden apagarse las luces de gas, .las eléctricas. Los hombres se levantan cuando suena el despertador, ha empezado un nuevo día. Si antes era el 11 de abril, ahora es el 12, si era domingo, ahora es lunes[134]. El año no ha cambiado, tampoco el mes, pero se ha producido un cambio. El mundo ha seguido dando vueltas. Ha salido el sol. No se sabe seguro qué es ese sol. Los astrónomos se ocupan mucho de ese cuerpo celestial. Según ellos, es el centro de nuestro sistema planetario, porque nuestra Tierra es sólo un pequeño planeta y, ¿qué somos entonces nosotros realmente? Cuando sale el sol y uno se alegra, en realidad debería entristecerse, porque qué es uno, 300.000 veces mayor que la tierra es el sol, y cuántas cifras y ceros hay aún que indican todos que somos un cero o nada, absolutamente nada. Verdaderamente ridículo alegrarse.

Y, sin embargo, se alegra uno cuando llega la hermosa luz, blanca y fuerte, y baja a las calles, en las habitaciones despiertan todos los colores, y los rostros están ahí, las facciones. Es agradable palpar formas con las manos, pero es una felicidad ver, ver colores y líneas. Y uno se alegra y puede mostrar lo que es, lo que hace, lo que vive. También nos alegramos en abril cuando hace un poquito de calor, cómo se alegran las flores de poder crecer. Tiene que haber un error, una equivocación en esas cifras terribles con tantos ceros.

Levántate, sol, no nos asustas. Todos esos kilómetros nos son indiferentes, el diámetro, tu volumen. Sol caliente, levántate, levántate, clara luz. No eres grande, no eres pequeño, eres una alegría.

Acaba de apearse del expreso del norte de París, una figura insignificante y pequeña en su abrigo adornado de piel, con sus ojos enormes y sus pequeños pequineses Black y China, en los brazos. Fotógrafos y ruido de manivelas. Sonriendo suavemente, Raquel lo soporta todo, lo que más le alegra es un ramo de rosas amarillas de la colonia española, porque el marfil es su color favorito. Con las palabras: «Siento una curiosidad loca por Berlín», la famosa mujer sube a su coche y escapa a la multitud de personas que agitan los brazos en la ciudad matinal.[135]