LIBRO CUARTO

A Franz Biberkopf no le ha ocurrido en realidad ninguna desgracia. El lector corriente no dejará de asombrarse, preguntará: ¿y qué había pasado de extraordinario? Pero Franz Biberkopf no es un lector corriente. Se da cuenta de que sus principios, por simples que sean, deben de tener algún defecto. No sabe cuál, pero el hecho de que lo tengan basta para sumirlo en la más profunda de las depresiones. Aquí veréis al hombre emborracharse y desesperarse casi. Sin embargo, la cosa no ha sido tan dura, a Franz Biberkopf le están reservadas cosas peores.

Un puñado de hombres alrededor de la Alex

En la Alexanderplatz están levantando el pavimento para el metro. Hay que andar sobre tablas. Los tranvías cruzan la plaza y suben por la Alexanderstrasse, atravesando la Münzstrasse, hasta la Rosenthaler Tor. Hay calles a izquierda y derecha. En las calles, una casa junto a otra. Las casas están llenas de gente desde el sótano al desván. En la parte de abajo, tiendas.

Tabernas, restaurantes, fruterías y verdulerías, ultramarinos y comestibles, empresas de transporte, pintura y decoración, sastrería de señoras, fábrica de harinas, garaje, seguros contra incendios: las ventajas de la pequeña bomba del motor son su construcción sencilla, fácil manejo, peso reducido, pequeño tamaño… Compatriotas, nunca ha sido engañado un pueblo de forma más vergonzosa, nunca ha sido engañada una nación más vergonzosa e injustamente que el pueblo alemán. ¿Recordáis aún cuando Scheidemann, el 9 de noviembre de 1918, nos prometió desde las ventanas del Reichstag paz, libertad y pan? ¿Cómo se ha cumplido esa promesa?… Alcantarillado, limpieza de ventanas, el sueño es la mejor medicina, cama paradisíaca de Steiner… Librería, la biblioteca del hombre moderno, nuestras obras completas de los más eminentes escritores y pensadores constituyen la biblioteca del hombre moderno. Los grandes representantes de la vida intelectual europea… La Ley de protección del inquilinato es papel mojado[76]. Los alquileres suben continuamente. La clase media industrial se encuentra en la calle y se ve ahogada, los alguaciles hacen su agosto. Exigimos créditos públicos de hasta 15.000 marcos para la pequeña empresa y la prohibición inmediata de toda clase de embargos contra los pequeños industriales… Toda mujer tiene el deseo y el deber de afrontar bien preparada esa hora dificil. Todos los pensamientos y sentimientos de la futura madre se centran en el que ha de nacer. Por ello, la elección de una bebida adecuada resulta de especial importancia para la futura madre. La verdadera cerveza de malta acaramelada Engelhardt le ofrece, como casi ninguna otra, buen sabor, valor nutritivo, digestibilidad y efecto refrescante… Protege a tu hijo y a tu familia concertando un seguro de vida con la sociedad suiza de seguros de vida Rentenanstalt, de Zúrich… ¡Su corazón salta! Su corazón salta de alegría si tiene su hogar amueblado con los famosos muebles Hüffner. Todo lo que usted había soñado como casa confortable se ve superado por esa realidad insospechada. Aunque pasen los años, su aspecto seguirá siendo agradable, y su durabilidad y buen resultado serán una continua fuente de alegría…

Las sociedades de vigilantes lo protegen todo, hacen la ronda exterior e interior, inspeccionan, controlan relojes, Alarmas Automáticas, Servicio de Vigilancia y Protección para el Gran Berlín y Extrarradio, Vigilancia Preventiva Alemana, Vigilancia Preventiva Gran Berlín y antiguo Departamento de Vigilancia de la Sociedad de Propietarios Berlineses, Empresa Unida, Central de Vigilancia del Oeste, Sociedad de Vigilancia[77], Sociedad Sherlock, obras completas de Sherlock Holmes por Conan Doyle, Sociedad de Vigilancia para Berlín y poblaciones vecinas, Veeduría, Lavandería, Prendería Apoll, Lavados Adler, toda clase de ropa blanca, especialidad en ropa interior delicada de dama o de caballero[78].

Sobre las tiendas y bajo las tiendas, sin embargo, hay viviendas, y detrás patios, edificios anexos, edificios transversales, edificios traseros, invernaderos. Linienstrasse, ahí está la casa en que Franz Biberkopf se ha refugiado después de su jaleo con Lüders.

Delante hay una bonita tienda de calzado, tiene cuatro escaparates espléndidos y seis chicas atienden a la clientela, es decir, cuando hay clientela que atender, ganan unos 80 marcos al mes por cabeza y barba, y cuando progresan y tienen ya canas, ganan 100. Esa grande y bonita tienda de calzado pertenece a una anciana señora que se casó con su gerente y, desde entonces, duerme en la parte trasera y no lo pasa bien. El es un buen mozo, ha hecho prosperar la tienda, pero todavía no ha cumplido los cuarenta y eso es lo malo, y cuando vuelve tarde a casa, la anciana señora está aún despierta y no puede dormirse de rabia… En el primer piso, el señor abogado. ¿Es el conejo montés del Ducado de Sajonia y Altemburgo uno de los animales comprendidos en las leyes de caza? El defensor impugna, sin ninguna base jurídica, la declaración de la Audiencia en el sentido de que el conejo montés del Ducado de Sajonia y Altemburgo debe incluirse entre los animales sometidos a las leyes de caza. La determinación de los animales que quedan sometidos a esas leyes y de los que pueden ser libremente cazados ha sufrido una evolución diferente en Alemania en los distintos Under. A falta de preceptos legales específicos debe aplicarse el Derecho consuetudinario. En el proyecto de Ley de Caza de 24 de febrero de 1854 no se mencionaba el conejo de monte…[79]. Por las tardes, a las seis, entra una limpiadora en la oficina, barre y friega el linóleo de la sala de visitas. El señor abogado no gana suficiente para comprar una aspiradora, maldito roñoso, cuando ni siquiera está casado y la señora Zieske, que se llama a sí misma ama de llaves, debería saberlo. La mujer de la limpieza cepilla y limpia con brío, es espantosamente delgada, pero elástica, y trabaja como una negra por sus dos hijos. Importancia de la grasa en la alimentación, la grasa recubre las protuberancias óseas y protege los tejidos subyacentes contra presiones y golpes, por ello, las personas demacradas se quejan de dolores en las plantas de los pies al andar. Sin embargo, eso no se aplica a esta limpiadora.

El señor Löwenhund, abogado, está sentado en su escritorio y trabaja a la luz de dos lámparas de mesa. Casualmente el teléfono no funciona. En relación con la causa criminal A mayúscula 8.780-27, adjunto le remito el poder otorgado a mi nombre por la acusada señora Gross. Solicito respetuosamente que se me conceda una autorización general para hablar con ella… Señora Eugenie Gross, Berlín. Muy señora mía: Hace tiempo que tengo la intención de visitarla de nuevo. No obstante, como consecuencia del exceso de trabajo y de una ligera indisposición no me ha sido posible. Confio sinceramente en poder hacerlo el próximo miércoles y le mego que tenga paciencia hasta entonces. Muy atentamente. Las cartas, los giros postales y los paquetes deben llevar el nombre del destinatario, indicando su número de presidiario. Deberán remitirse a Moabit, 12 a, Berlín NW 52.

…Señor Tollmann. En relación con el asunto de su hija, debo presentarle una nueva minuta por un importe de 200 marcos. Podrá realizar el pago a plazos si lo prefiere. Segundo: nueva presentación del documento… Muy señor mío: Como desearía visitar a mi pobre hija en Moabit y no sé a quién dirigirme, quisiera rogarle encarecidamente que se ocupase de que pudiera conseguirlo, y que al mismo tiempo presentase una solicitud a fin, de poder llevarle a ella, cada quince días, un paquete de comestibles. Espero sus noticias a vuelta de correo, a ser posible a fines de esta semana o principios de la próxima. Señora Tollmann (madre de Eugenie Gross)… El abogado Löwenhund se levanta con el cigarro en la boca, mira por la rendija de la cortina la iluminada Linienstrasse y piensa, la llamo o no la llamo. Las enfermedades venéreas, desgracia merecida, Audiencia de Francfort 1, C 5. Cabe considerar con menor severidad la permisibilidad moral de las relaciones sexuales del hombre soltero, pero hay que admitir que, desde el punto de vista jurídico, existe una culpa y que las relaciones sexuales fuera del matrimonio, como dice Staub, son una extravagancia que tiene sus peligros, y que esos peligros debe soportarlos quien tal extravagancia se permite. También Planck, en el sentido de la presente decisión, considera incluso como enfermedad causada por grave imprudencia la debida a las relaciones sexuales extramatrimoniales de una persona obligada al servicio militar…[80]. Descuelga el auricular, por favor, central de Neukölln, el número corresponde ahora a Bärwald.

Segundo piso: el administrador y dos matrimonios obesos, el hermano y su mujer y la hermana con su marido, con una niñita enferma además.

Tercer piso, un hombre de 64 años, un ebanista calvo. Su hija, divorciada, le lleva la casa. Todas las mañanas él baja ruidosamente la escalera, anda mal del corazón, pronto tendrá que darse de baja por enfermo (esclerosis coronaria, miodegeneratio cordis)[81]. Antes hacía remo, ¿qué puede hacer ahora? Leer el periódico por la noche, encender su pipa, la hija, naturalmente, tiene que cotorrear entretanto en el portal. No tiene mujer, murió a los 45 años, era apasionada y de rompe y rasga, nunca le bastaba, ya saben, y una vez metió la pata, pero no dijo nada, al año siguiente hubiese entrado quizá en la menopausia, y entonces va a una mujer de ésas y luego al hospital para no salir ya.

Al lado un tornero, unos treinta, tiene un chico pequeño, habitación y cocina, también su mujer ha muerto, tisis, él tose también, el chico está durante el día en una guardería, por la noche lo recoge el hombre. Cuando el chico se ha ido a dormir, el hombre se prepara una tisana y se entretiene con su aparato de radio, es presidente de la asociación de aficionados y no se puede dormir sin haber cogido la onda.

Luego, un camarero con una mujer, habitación y cocina, bien instalados, lámpara de gas con colgantes de cristal. Por las mañanas, el camarero está en casa hasta las dos, hasta entonces duerme o toca la cítara, a la misma hora en que el abogado Löwenhund, en los juzgados 1,2 y 3, va de un lado a otro con su toga negra por los pasillos, sale de la sala de abogados, entra en la sala de abogados, sale de la sala de juicios, entra en la sala de juicios, se suspende la sesión, solicito que el acusado sea condenado en rebeldía. La novia del camarero es supervisora de unos grandes almacenes. Eso dice. Al camarero, cuando estuvo casado, su mujer lo engañaba horriblemente. Sin embargo, siempre conseguía consolarlo, hasta que la dejó. Vivió durmiendo aquí y allá, volvía siempre a su mujer y, finalmente, lo declararon culpable en el juicio porque no pudo probar nada y había dejado a su mujer deliberadamente. Luego conoció en el Hoppegarten a su actual, cuando ella andaba a la caza del hombre. Una mujer del mismo calibre que la primera, naturalmente, sólo que un poco más lista. Él no se da cuenta de nada cuando su novia, cada equis días, sale de viaje por cuenta de la empresa, desde cuándo sale de viaje una supervisora, bueno, es un puesto de confianza. Ahora, sin embargo, él está sentado en un sofá, tiene una toalla húmeda en la cabeza, llora y ella tiene que atenderlo. Se resbaló en la calle y se quedó allí tendido. Eso dice. Le ha debido de sacudir alguien. Ella no sale en viaje de negocios. Habrá notado algo él, sería una lástima, es un tonto tan simpático. Ya lo meteremos en cintura.

Arriba del todo un tripero, lo que, naturalmente, huele mal y hay muchos gritos de niño y mucho alcohol. Por último, al lado, un oficial panadero y su mujer, que trabaja en una imprenta y tiene inflamados los ovarios. ¿Qué les ofrece la vida a estos dos? Bueno, en primer lugar se tienen el uno al otro, y luego, el domingo pasado, varietés y cine, y de vez en cuando una reunión del gremio y las visitas a sus padres. ¿Y nada más? Bueno, no es para ponerse así, señor. Están también el buen tiempo, el mal tiempo, una excursión al campo, sentarse junto al fuego, desayunar, etc. ¿Qué le ofrece la vida a usted mi capitán, mi general, mi jockey? No se haga ilusiones.

Biberkopf narcotizado, Franz se esconde, Franz no quiere mirar

Ten cuidado, Franz Biberkopf, ¿cómo va a acabar toda esta juerga? Siempre tumbado en tu cueva sin hacer más que beber y sin pensar en nada, en nada…

A quién le importa lo que yo haga. Si quiero no pensar en nada, puedo no pensar en nada hasta pasado mañana, sin moverme del sitio… Se muerde las uñas, gime, mueve la cabeza de un lado a otro sobre la sudada almohada, resopla por la nariz… Si me da la gana, me quedo así hasta pasado mañana. Si por lo menos esa mujer encendiera la estufa. Es una vaga, sólo piensa en sí misma.

Aparta la cabeza de la pared, en el suelo hay una papilla, un charco… Vomitado. Debo de haber sido yo. Qué cosas tiene un hombre en el estómago. Puah. Telarañas en esa esquina gris, no sirven para cazar ratones. Me gustaría beber agua. A quién le importa. También los riñones me duelen. Pase, pase, señora Schmidt. Entre las telarañas de ahí (traje negro, dientes largos). Es una bruja (viene del techo). ¡Puah! Un idiota me preguntó por qué me quedo metido en casa. En primer lugar, le digo, ¿qué derecho tiene usted a preguntarme nada, tío idiota? En segundo, qué pasa si estoy aquí de ocho a doce. Y además en esta asquerosa covacha. El dijo que era una broma. No, no es ninguna broma. También Kaufmann lo dijo, que le pregunte a él. Quizá me las arregle para, en febrero, en febrero o en marzo, en marzo estaría bien…

—¿Perdiste tu corazón en la Naturaleza? No perdí mi corazón allí. Es verdad que, cuando estaba frente a los gigantes alpinos o echado en la playa del rugiente mar sentía como si la esencia del espíritu original quisiera arrastrarme consigo. Algo hervía y se agitaba en mis huesos. Mi corazón fue conmovido, pero no lo perdí ni donde anidan las águilas ni donde el minero busca en las profundidades el filón escondido.

—¿Dónde entonces?

¿Perdiste tu corazón en el deporte? ¿En la corriente turbulenta del movimiento juvenil? ¿En el tumulto de la política? —No lo perdí allí.

—¿No lo has perdido en ninguna parte?

¿Eres de los que nunca pierden el corazón sino que se lo guardan para sí, lo conservan cuidadosamente y lo momifican?

El camino hacia el mundo sobrenatural, conferencias públicas. Domingo de difuntos: ¿acaba todo con la muerte? Lunes, 21 de noviembre, a las ocho de la noche: ¿Se puede hoy tener fe? Martes, 22 de noviembre: ¿Puede cambiar el hombre? Miércoles, 23 de noviembre: ¿Quién es justo ante Dios? Es de señalar especialmente la nueva versión del oratorio «San Pablo»[82].

Domingo, a las ocho menos cuarto.

Noches, señor párroco. Soy el obrero Franz Biberkopf, sin trabajo fijo. Antes era mozo de cuerda, ahora estoy sin trabajo. Quería preguntarle algo. Concretamente, qué se puede hacer contra el dolor de estómago. Me sube una cosa ácida. Ay, otra vez. ¡Puah! La maldita bilis. Naturalmente, es del mucho beber. Permítame, perdone que lo aborde así en mitad de la calle. Le estoy impidiendo cumplir sus obligaciones. Pero qué puedo hacer contra esta maldita bilis. Los cristianos tienen que ayudarse. Usted es buena persona. Yo no iré al cielo. ¿Por qué? Pregúnteselo a la señora Schmidt, que ahí arriba se descuelga siempre del techo. Entra y sale, y dice siempre que me levante. Pero a mí no tiene nadie que decirme nada. Sin embargo, si hay criminales en el mundo, yo puedo hablar del asunto. Un hombre de honor. A Karl Liebknecht lo juramos, a Rosa tendemos las manos[83]. Iré al Paraíso cuando muera y usted se inclinará ante mí y dirá: ése es Franz Biberkopf, un hombre de honor, un alemán, sin trabajo fijo, hombre de honor, en alto ondea la bandera negra, blanca y roja[84], pero él ha sabido mantenerse, no se ha vuelto un asesino como otros, que pretenden ser alemanes y engañan a sus conciudadanos. Si tuviera un cuchillo se lo clavaría en el vientre. Lo haría. (Franz da vueltas en la cama y golpea a su alrededor). Ahora te toca a ti ir corriendo al párroco, chaval. ¡Chavachavachaval! Si te divierte, si todavía puedes graznar, tú. Un hombre de honor, no voy a tocarle a ése, señor párroco, no me rebajo, los canallas no deben estar ni en la cárcel; yo estuve en la cárcel, me la conozco al dedillo, un negocio de primera, mercancía de la mejor calidad, es la pura verdad, no hay sitio allí para canallas, sobre todo para uno como ése, que no se avergüenza siquiera ante su mujer, cosa que debería, y ante el mundo entero además.

Dos y dos son cuatro, es la pura verdad.

Aquí tiene usted a un hombre, perdone por interrumpirle en sus obligaciones, tengo tales dolores de estómago. Ya aprenderé a dominarme. Un vaso de agua, señora Schmidt. Este pendón tiene que meter las narices en todas partes.

Franz en retirada. Franz les toca a los judíos una marcha de despedida

Franz Biberkopf, fuerte como una serpiente cobra pero inseguro sobre las piernas, se levantó y fue a ver a los judíos de la Münzstrasse. No fue directamente, sino dando un gran rodeo. El hombre quiere acabar con todo. El hombre quiere hacer tabla rasa. Ahí vamos otra vez. Franze Biberkopf. Tiempo seco, frío pero vigorizante, quién querría estar ahora en un portal, ser vendedor ambulante y tener los pies congelados. Un hombre de honor. Una suerte haber salido de la habitación y no oír el cacareo de las mujeres. Aquí está Franze Biberkopf, andando por la calle. Todas las tabernas vacías. ¿Por qué? Los vagos duermen aún. Los taberneros pueden beberse su propia agua sucia. El agua sucia son dividendos. A nosotros no nos apetece. Bebemos matarratas.

Franz Biberkopf se abría paso tranquilamente, metido en su abrigo verde grisáceo de soldado, a través de la gente, mujerucas que compraban en los carros verduras, queso y arenques. Alguien pregonaba cebollas.

La gente hace lo que puede. Tienen niños en casa, bocas hambrientas, picos de pájaro, boca abierta, boca cerrada, boca abierta, boca cerrada, abierta, cerrada, abierta, cerrada.

Franz anduvo más deprisa, dobló la esquina pisando fuerte. Eso es, aire libre. Pasó con más calma junto a los grandes escaparates. ¿Qué cuestan las botas? Zapatos de charol, zapatos de baile, tienen que resultar muy elegantes en los pies, una chica con zapatos de baile. El ridículo de Lissarek, el de Bohemia, el viejo de los grandes agujeros de la nariz que estaba en Tegel, hacía que su mujer, o la que se hacía pasar por ella, le llevara cada tantas semanas un par de bonitas medias de seda, un par nuevo y un par viejo. Para partirse de risa. Aunque ella tuviera que robarlas, él tenía que tenerlas. Una vez lo pescaron con las medias en sus piernas roñosas, menudo inútil, se miraba las piernas y se excitaba, y se le ponían las orejas coloradas, para partirse de risa. Muebles a plazos. Muebles de cocina en doce mensualidades.

Biberkopf seguía caminando satisfecho. Sólo hacía falta mirar de vez en cuando la acera. Examinaba sus pasos y el pavimento firme, bonito y seguro. Sin embargo, su vista resbaló de pronto por las fachadas, examinó las fachadas, se aseguró de que estaban quietas y no se movían aunque, en realidad, una casa así tiene muchas ventanas y puede inclinarse fácilmente hacia delante. Eso puede transmitirse a los tejados, arrastrarlos consigo; los tejados pueden oscilar. Pueden empezar a oscilar, a columpiarse, a agitarse. Los tejados pueden resbalar, como la arena por una pendiente inclinada, como un sombrero de la cabeza. Al fin y al cabo todos están inclinados sobre las vigas, la fila entera. Pero están clavados, con fuertes maderos debajo y además está el embreado, el alquitrán. La guardia junto al Rin, tu guardia fiel, está advertida. Buenos días, señor Biberkopf, aquí andamos derechos, el pecho fuera, la espalda recta, amigo, por la Brunnenstrasse. Dios se apiada de todos los hombres, somos ciudadanos alemanes, como ha dicho el director de la prisión.

Uno de gorra de cuero, de rostro pálido y fofo, se rascaba con el meñique un forúnculo de la barbilla, mientras se le caía el labio inferior. Otro de anchas espaldas y los fondillos del pantalón colgantes estaba atravesado junto a él, cerraban el paso, Franz los rodeó. El de la gorra de cuero se hurgaba en la oreja derecha.

Observó satisfecho que todos iban tranquilamente por la calle, los cocheros descargaban, las autoridades se ocupaban de las casas, ruge una voz como un trueno, luego también podemos andar por aquí… Una columna de anuncios en la esquina, sobre el papel amarillo decía en negros caracteres latinos: «¿Has vivido junto al hermoso Rin?»[85]. «El Rey de los delanteros centro». Había cinco hombres formando un pequeño círculo sobre el asfalto, balanceaban los martillos, partían el asfalto en pedazos, al de la chaqueta de lana verde lo conocemos, seguro, ése tiene trabajo, también podemos hacer eso, más adelante, se agarra con la mano derecha, se levanta, se coge, y abajo, dale. Somos los hoombres que trabajan, el proletariado[86]. Arriba a la derecha, abajo a la izquierda. Arriba a la derecha, abajo a la izquierda, dale. Peligro Obras, Compañía Hormigonera de Stralau.

Caminaba sin rumbo fijo, junto a los rechinantes tranvías. ¡No os apeéis en marcha! ¡Aguardad a que el coche se detenga! El guardia dirige el tráfico, un cartero quiere cruzar rápidamente aún. Yo no tengo prisa, sólo quiero ir a casa de los judíos. De todos modos los voy a encontrar. Se te llenan las botas de porquería, pero de todas formas no están limpias, quién las va a limpiar, quizá la Schmidt, que no hace nada (telarañas en el techo, regüeldo agrio, hace ruidos con el paladar, vuelve la cabeza hacia los escaparates: Gargoyle Mobilöl Vulcanizados, Peinados a lo garçon, ondulado sobre fondo azul, Pixavon[87], preparado fino a base de brea). Quizá la gorda Lina podría limpiarme las botas… Eso bastó para hacerle avivar el paso.

El estafador de Lüders, la carta de la mujer, le voy a clavar un cuchillo en la tripa. Diosdiosdiós, oye, déjalo estar, hay que dominarse, canalla, no hay que ponerle a nadie la mano encima, ya hemos estado una vez en Tegel. Así pues: trajes a medida, confección para caballeros, eso en primer lugar, y luego carrocerías, accesorios de automóvil, también importante, para rodar deprisa pero no demasiado.

Pierna derecha, pierna izquierda, pierna derecha, pierna izquierda, siempre despacio, sin empujar, señorita. Cuidado: tumulto y guardia. ¿Qué es eso? Despacio que tengo risa. Jújuju, jújuju, cantan los gallos. Franz estaba contento, todas las caras parecían más amables.

Se dejó absorber con alegría por la calle. Soplaba un viento frío, mezclado, según las casas, con cálidos olores de sótano, frutas del país y meridionales, gasolina. El asfalto no huele en invierno.

En casa de los judíos, Franz estuvo sentado una hora entera en el sofá. Ellos hablaron, él habló, él se asombró, ellos se asombraron durante una hora entera. ¿De qué se asombraba mientras estaba en el sofá y ellos hablaban y hablaba él? De que él estuviera allí hablando y de que ellos hablaran, y se asombró sobre todo de sí mismo. ¿Por qué se asombró de sí mismo? Sabía y se daba cuenta por sí mismo, lo comprobaba como un contable un error de cálculo. Lo comprobaba.

Estaba decidido; se asombraba de la decisión a que había llegado. Esa decisión decía, mientras los miraba a la cara, sonreía, preguntaba, respondía: Franz Biberkopf, ya pueden decir lo que quieran, llevan túnicas pero no son curas, es un caftán, son de Galizia, de cerca de Lemberg según dicen, son listos, pero a mí no me enseñan nada. Estoy aquí sentado en el sofá y no voy a tener tratos con ellos. He hecho lo que he podido.

La última vez que estuve aquí me senté con uno sobre la alfombra. Uy, se resbala uno, me gustaría probarlo. Pero hoy no, eso ya ha pasado. Aquí estamos, clavados sobre nuestras cuatro letras, mirando a los dichosos judíos.

El hombre no da más de sí, no es una máquina. El undécimo mandamiento es no dejarse deslumbrar. Una bonita casa tienen los hermanos, sencilla, de mal gusto y sin ninguna ostentación. Con eso no van a apabullar a Franzen. Franz sabe dominarse. Eso ha pasado. A la cama, a la cama el que tenga, y el que no la tenga también a la cama, a la cama. Se acabó el trabajar. El hombre no da más. Cuando la bomba se atasca en la arena, ya se le puede dar lo que se quiera. Franz tiene derecho a jubilación sin pensión. Qué es eso, pensó maliciosamente, mirando el borde del sofá, jubilación sin pensión.

«Y cuando se tiene una fuerza como usted, se es un hombre tan fuerte, hay que dar gracias al Creador. Qué le puede pasar. ¿Por qué tiene que darse a la bebida? Si no hace una cosa, hará otra. Se va al mercado, se pone delante de los puestos, se pone en la estación: qué creéis que un hombre así me cobró hace poco, cuando volví de Landsberg la semana pasada, un día estuve fuera, qué creéis que me cobró. Adivina, Nahúm, un hombre alto como puerta, un Goliat. Dios me proteja. Cincuenta pfennig. Pues eso, cincuenta pfennig. Habéis oído, cincuenta pfennig. Por llevar una maletita de aquí a la esquina. Yo no quería llevarla porque era sábado. El hombre me cobra cincuenta pfennig. Pero yo lo miré. Bueno, también usted podría… sabe, tengo algo para usted. ¿No hay algo en casa de Feitel, el comerciante de trigo? Di, tú conoces a Feitel». «A Feitel no, a su hermano». «Pues eso, el que se dedica al trigo. ¿Quién es su hermano?». «El hermano de Feitel, ya te lo he dicho». «Yo no conozco a todo el mundo en Berlín». «El hermano de Feitel. Un hombre con unos ingresos que…». Movió la cabeza con desesperada admiración. El pelirrojo levantó el brazo y agachó la cabeza: «No me digas. Pero de Czemowitz». Se habían olvidado de Franz. Losados pensaban intensamente en las riquezas del hermano de Feitel. El pelirrojo andaba excitado de un lado a otro, dio un resoplido por la nariz. El otro ronroneaba, irradiaba satisfacción, se sonreía con disimulo detrás de él, chascaba las uñas: «Sssí». «Magnífico. No me digas». «La familia está hecha de oro. Y no es hablar por hablar. Oro». El pelirrojo daba vueltas y se sentó emocionado en la ventana. Lo que pasaba fuera lo llenó de desprecio, dos hombres, en mangas de camisa, lavaban un coche, un coche viejo. A uno le colgaban los tirantes del pantalón, arrastraban dos cubos de agua, el patio estaba inundado. Con la mirada pensativa, soñando con oro, contemplaba a Franz: «¿Qué os parece?». Qué le va a parecer, es un pobre hombre, medio loco, qué sabe un desgraciado así del dinero de Feitel de Czernowitz; éste no dejaría que le limpiara los zapatos. Franz le devuelve la mirada. Buenos días, señor párroco, los tranvías siguen repiqueteando, sin embargo, sabemos ya qué hora ha sonado, nadie puede dar más de lo que tiene. Se acabó el trabajo, y aunque la misma nieve ardiera no moveríamos un dedo, nos quedaríamos impávidos.

La serpiente había bajado del árbol deslizándose. Maldita serás entre todos los animales, te arrastrarás sobre el vientre, comerás polvo durante toda tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer. Parirás con dolor, Eva. Adán, por ti será maldita la tierra, te dará espinas y abrojos y comerás las hierbas del campo.

Ya no trabajamos, no vale la pena, y aunque la misma nieve ardiera no moveríamos un dedo.

Ésa era la palanca de hierro que Franz Biberkopf tenía en las manos, con la que estuvo sentado y salió después por la puerta. Sus labios decían algo. Vacilando había llegado furtivamente hasta allí, había salido hacía meses de la prisión de Tegel, había tomado el tranvía, recorriendo rápidamente las calles, las casas, los tejados que resbalaban, había estado en casa de los judíos. Se puso en pie, vámonos, aquella vez fui a ver a Minna, qué hago aquí, vamos a ver a Minna, a verlo todo bien y ver cómo pasó.

Se largó. Estuvo rondando la casa de Minna. En una banqueta se sentaba Marieta haciendo calceta, ¡ay qué pobreta![88]. Qué me importa. Husmeaba en tomo a la casa. Qué me importa. Que sea feliz con su viejo. De nabos y repollos mi madre nos hinchaba, si hubieran sido pollos, en casa me quedaba. Aquí los gatos echan el mismo pestazo que en todas partes. No vuela liebre en la avena cual tocino en la alacena. Voy a andar por aquí devanándome los sesos y mirando la casa. Y toda la patulea haciendo kikirikí.

Kikirikí. Kikirikí. Así habló Menelao. Y sin quererlo entristeció de tal modo el corazón de Telémaco, que las lágrimas rodaron por las mejillas de éste y tuvo que apretar con ambas manos el manto de púrpura contra sus ojos.

Entretanto, la princesa Helena salió de los aposentos de las mujeres, semejante a una diosa por su belleza.

Kikirikí. Hay muchas clases de gallinas. Sin embargo, si me preguntaran por mi honor y en conciencia cuáles son mis preferidas, respondería lisa y llanamente: las gallinas asadas. También los faisanes pertenecen a las gallináceas y en la Vida animal de Brehm se dice: La polla de agua enana se diferencia de la de los pantanos, además de por su menor tamaño, porque en la primavera macho y hembra tienen casi el mismo plumaje. Los exploradores de Asia conocen también el monial o monal, que los científicos llaman faisán de plata. Es dificil describir su espléndido colorido. Su reclamo, un largo silbido quejumbroso, se oye en los bosques a todas horas del día, pero con más frecuencia antes del alba y al caer la tarde.

Sin embargo, todo eso ocurre muy lejos, entre Sikkim[89] y Bhután, en la India, para Berlín resultan unos conocimientos de ratón de biblioteca bastante inútiles.

Porque al hombre le pasa lo que al animal; lo mismo que éste muere, también muere aquél[90]

El matadero de Berlín. Al nordeste de la ciudad, entre la Eldenaer Strasse y la Cotheniusstrasse, pasando por la Thaer strasse y por la Landsberger Allee, a lo largo del ferrocarril de circunvalación, se extienden las casas, naves y establos del matadero y los corrales.

Ocupa una superficie de 47,88 hectáreas, equivalente a 187,50 fanegas y, sin contar los edificios de detrás de la Landsberger Allee, se ha tragado 27.083.492 marcos, de los cuales 7.682.844 corresponden a los corrales y 19.410.648 al matadero.

Corrales, matadero y mercado de carne al por mayor constituyen una unidad económica indivisible. El órgano administrativo es la Diputación de Corrales y Mataderos, que se compone de dos magistrados, un representante de la oficina del distrito, 11 concejales y tres representantes de los ciudadanos. En el servicio trabajan 258 funcionarios, entre ellos veterinarios, inspectores, marcadores de reses, ayudantes de veterinario, ayudantes de inspector, empleados y obreros. Ordenanza de circulación del 4 de octubre de 1900, disposiciones generales, reglamentación de la conducción de ganado y suministros de pienso. Tarifa de impuestos: impuestos de mercado, impuestos de depósito, impuestos de matadero, impuestos de eliminación de artesas de pienso del mercado de cerdos.

A lo largo de la Eldenaer Strasse se levantan los muros de color gris sucio, con alambre espinoso en su parte superior. Fuera los árboles están desnudos, es invierno, los árboles han trasladado su savia a las raíces, aguardan la primavera. Los carros del matadero llegan con galope elegante, con sus ruedas amarillas y rojas y sus ágiles caballos delante. Detrás de un carro trota un caballo escuálido, desde la acera alguien llama Erra regatean por el jamelgo, 50 marcos y una ronda para los ocho, el caballo se vuelve, tiembla, mordisquea un árbol, el cochero le da un tirón de la boca, 50 marcos y una ronda, Otto, si no, me voy. El de abajo da una palmada al caballo: trato hecho.

Amarillos edificios de la administración, un obelisco a los caídos en la guerra. Y a derecha e izquierda, largas naves de techos de cristal, son los corrales, las salas de espera. Fuera hay pizarras: Propiedad de la Asociación Mutua de Grandes Mataderos de Berlín[91], asociación registrada. No se permite poner anuncios en la pizarra sin autorización, La Junta.

En las largas naves hay puertas, negras aberturas para la entrada de los animales, y sobre ellas números, 26, 27, 28. La nave del ganado vacuno, la nave del ganado porcino, las salas de matanza: tribunales de muerte para los animales, hachas que se ciernen, no saldrás vivo de aquí. Al lado hay calles pacíficas, la Strassmannstrasse, la Liebigstrasse, la Proskauer, jardines por los que la gente pasea. Viven calientes juntos, si uno se pone enfermo y le duele la garganta, viene el médico corriendo.

Pero al otro lado los raíles del ferrocarril de circunvalación se extienden 15 kilómetros. De provincias llega el ganado en tren. Ejemplares de las especies oveja, cerdo y vaca, de la Prusia oriental, la Pomerania, Brandemburgo y la Prusia occidental. Bajan por las rampas balando y mugiendo. Los cerdos gruñen y husmean el suelo, no saben adónde van, los mozos los siguen con varas. En los corrales se echan, están juntos echados, blancos y gordos, roncan, duermen. Los han hecho andar largo tiempo, luego los han sacudido en los coches, ahora no hay nada que vibre bajo ellos, sólo que las baldosas están frías, se despiertan, se aprietan contra los demás. Están echados unos sobre otros. Ahí hay dos que luchan, en el establo hay sitio, se golpean las cabezas, se tiran mordiscos al cuello, a las orejas, dan vueltas en círculo, lanzan estertores, a veces se quedan muy quietos, limitándose a morder. Atemorizado, uno de ellos trepa sobre los cuerpos de los otros, el otro trepa detrás, muerde, los de abajo se remueven, los dos caen al suelo pesadamente, se buscan.

Un hombre de blusa de dril atraviesa el pasillo, se abre el establo, el hombre se mete entre los animales con un palo, la puerta está abierta y ellos se empujan para salir, chillan, comienzan los gruñidos y berridos. Y ahora todos están en los pasillos. Por los patios, entre las naves, son llevados los blancos y graciosos animales, los gordos y alegres perniles, los divertidos rabos enroscados y las estrías verdes y rojas de sus lomos. Esto es la luz, mi querido cerdito, esto es la tierra, olfatéala, busca, cuántos minutos os quedan. No, tenéis razón, no hay que trabajar contra reloj, sólo hay que hozar y olfatear. Os van a matar, estáis ahí, echad una ojeada al matadero, al matadero de cerdos. Hay edificios viejos, pero vosotros tenéis un nuevo modelo. Es claro, hecho de ladrillo, se podría tomar por fuera por una cerrajería, por un taller o un edificio de oficinas o por una sala de diseño. Yo voy a dar una vuelta por otro lado, queridos cerditos, porque soy un hombre, me voy a ir por esa puerta, dentro nos encontraremos.

Un empujón a la puerta, cede, se columpia adelante y atrás. ¡Puah, qué vapor! Qué estarán cociendo ahí. Estás rodeado de vapor como en un baño, quizá los cerdos tomen baños turcos. Se va hacia algún lado, no ves adónde, se le empañan a uno las gafas, quizá se anda desnudo, se suda el reumatismo, con coñac sólo no basta, se hace ruido con las zapatillas. No se puede ver nada, el vapor es demasiado espeso. Pero esos chillidos, estertores, golpes, gritos de hombre, herramientas que caen, tapas que se abaten. Por algún lado deben de andar los cerdos, han venido desde el otro lado, por la puerta lateral. Este vapor blanco y espeso. Ahí están los cerdos, algunos ya colgando, están ya muertos, los han cortado, casi están listos para comérselos. Ahí hay un hombre con una manga que riega las dos mitades blancas del cerdo. Cuelgan de postes de hierro, cabeza abajo, algunos cerdos están enteros, tienen las patas separadas arriba por una tabla transversal, un animal muerto no puede hacer nada, tampoco correr. Las manos de cerdo, cortadas, forman un montón. Dos hombres salen de la niebla trayendo algo, un animal abierto y sin entrañas colgado de una barra de hierro. Levantan la barra hasta el círculo del techo. Allí se columpian ya muchos colegas, contemplando estúpidamente las baldosas.

Atraviesas la sala entre la niebla. Las losas están estriadas, están húmedas y también llenas de sangre. Entre los postes, las hileras de animales blancos desentrañados. Detrás deben de estar los lugares de sacrificio, se oyen golpes, ruidos, chillidos, gritos, estertores, gruñidos. Allí hay calderas humeantes, cubas, de ahí viene el vapor. Los hombres meten en el agua hirviente los animales muertos, los escaldan y los sacan muy blancos, un hombre les raspa aún la piel con un cuchillo, el animal queda aún más blanco, muy liso. Muy blandos y blancos, muy satisfechos como después de un baño cansado, tras una operación con éxito o un masaje, los cerdos yacen en filas sobre bancos, tablas, en su tranquilidad repleta y con sus nuevas camisas blancas, no se mueven. Todos están echados de lado, a algunos se les ve la doble fila de tetillas, cuántas tetas tiene una cerda, deben de ser animales fecundos. Pero todos tienen aquí un tajo rojo y derecho en el cuello, exactamente en su parte central, es muy sospechoso.

Ahora suenan otra vez golpes secos, se abre una puerta al fondo, sale el vapor, entran un nuevo grupo de cerdos, vosotros corréis por ahí, yo he entrado por delante, por la puerta corrediza, graciosos y rosados animales alegres perniles, alegres rabos enroscados, lomos con rayas de colores. Y olfatean el nuevo recinto. Es frío como el de antes, pero hay además algo húmedo en el suelo que resulta desconocido, una viscosidad roja. La frotan con el hocico.

Un hombre joven de cara pálida, con el cabello rubio y aplastado, tiene un cigarro en la boca. ¡Miradlo, es el último hombre que se ocupará de vosotros! No penséis mal de él, sólo cumple con su obligación. Tiene que arreglar con vosotros un asunto administrativo. Sólo lleva botas, pantalones, camisa y tirantes, las botas hasta la rodilla. Ése es su uniforme. Se quita el cigarro de la boca, lo coloca en un estante de la pared y coge un hacha larga del rincón. Es el emblema de su autoridad, de su superioridad sobre vosotros, como la chapa de la policía criminal. Enseguida os la enseñará. Es un largo mango de madera que el joven levanta a la altura de sus hombros sobre los cerditos alborotadores, que hozan, olisquean y gruñen debajo tan tranquilos. El hombre va de un lado a otro con la vista baja, buscando, buscando. Se trata de pesquisas sobre cierta persona, sobre cierta persona implicada en el caso x contray… ¡Zas! Uno ha salido corriendo ante sus pies, ¡zas! otro más. El hombre es rápido, ha quedado bien, el hacha ha caído silbando, se ha hundido en la aglomeración por su lado romo, golpeando una cabeza, otra cabeza más. Ha sido un momento. Algo patalea en el suelo. Algo se agita. Se mueve de un lado a otro. Ya no sabe nada. Y se queda allí.

Qué hacen las patas, la cabeza. Pero eso no lo hace el cerdo, lo hacen las patas por su cuenta. Y dos hombres de la sala de calderas se han asomado ya, ahora les toca a ellos, levantan una puertecita que da al lugar del sacrificio, sacan arrastrando al animal, afilan el largo cuchillo en un hierro y se arrodillan, shhh, shhh, han golpeado en el cuello, han desgarrado un largo corte, un corte muy largo en el cuello, abren al animal como un saco, cortes que se hunden profundamente, el animal se estremece, patalea, se debate, pierde el conocimiento, ahora sólo el conocimiento, pronto algo más, chilla y ahora le abren las venas del cuello. Está profundamente inconsciente, hemos entrado en la Metafisica, la Teología, hijo mío, ya no andas por la tierra, ahora flotamos sobre nubes. Rápidamente el balde plano, la sangre caliente y negra cae a borbotones, espumea, forma pompas en el balde, hay que revolverla rápidamente, la sangre se cuaja en el cuerpo, forma coágulos, tapona las heridas. Ahora está fuera del cuerpo y sigue queriendo coagularse. Como un niño que grita mamá, mamá, cuando está en la mesa de operaciones y mamá no pinta nada, y mamá no quiere venir, pero uno se asfixia bajo la mascarilla de éter, y todavía sigue gritando, hasta que no puede más: mamá. Ris, ras, las venas de la derecha, las venas de la izquierda. Hay que revolver deprisa. Así. Ahora ceden los estremecimientos. Ahora estás tranquilo. Hemos llegado al fin de la Fisiología y la Teología, comienza la Física.

El hombre arrodillado se levanta. Le duelen las rodillas. El cerdo debe ser hervido, desentrañado, despedazado, paso a paso. El jefe, bien alimentado, va de un lado a otro con su pipa a través del vapor, a veces mira dentro de un vientre abierto. En la pared, junto a la puerta batiente, hay un cartel: Baile de los principales expedidores de ganado de Saalbau, Friedrichshain, Orquesta Kembach. Fuera están anunciados combates de boxeo, Salas Germania, Chausseestrasse 110, Entradas 1,50 a 10 marcos. Cuatro combates válidos para el campeonato.

Movimiento del mercado de ganado: 1.399 vacas, 2.700 terneros, 4.654 ovejas, 18.864 cerdos. Curso del mercado: vacas de buena calidad sin altibajos, por lo demás tranquilo. Terneras sin altibajos. Ovejas tranquilo. Cerdos al principio firme, luego débil, escasa demanda de los muy cebados.

En las rutas del ganado sopla el viento, llueve. Las vacas mugen, los hombres conducen un gran rebaño ruidoso y cornudo. Las reses se atraviesan, se quedan inmóviles, van por donde no deben, los hombres corren a su alrededor con varas. Un toro salta en medio del barullo sobre una vaca, la vaca corre a derecha e izquierda, el toro la persigue, una y otra vez se sube, formidable, a ella.

Llevan a un gran toro blanco al matadero. Aquí no hay vapor, ni un lugar especial como para los múltiples cerdos. El fuerte y grande animal, el toro, entra solo por la puerta entre los que lo llevan. Ante él se abre la sangrienta nave con las mitades y los cuartos colgantes, con los huesos troceados. El gran toro tiene la testuz ancha. Lo llevan a palos y empujones hasta el matarife. Éste, para que se cuadre mejor, le da aún un ligero golpe con la parte plana del hacha en una de las patas traseras. Ahora, uno de los conductores le rodea el cuello desde abajo. El toro está quieto, cede, cede con sorprendente facilidad, como si estuviera de acuerdo y dispuesto después de todo lo que ha visto, y lo sabe: es su destino y no puede hacer nada. Quizá tome el movimiento del vaquero por una caricia, porque parece muy amistoso. Sigue el movimiento de los brazos del vaquero, tuerce la cabeza hacia un lado, con la boca hacia arriba.

Sin embargo, detrás de él está el otro, el matarife, con el mazo levantado. No te vuelvas. El mazo, levantado por el forzudo con ambas manos, está detrás de él, sobre él y, luego: bum, se abate. La fuerza muscular de un hombre fuerte, como una cuña de hierro en la nuca. Y en el momento en que el mazo está todavía abajo, saltan en el aire las cuatro patas del animal, todo su pesado cuerpo parece levantar el vuelo. Y luego, como si no tuviera piernas, cae al suelo sordamente el animal, el pesado cuerpo, sobre sus piernas rígidamente estiradas, se queda un momento así y se derrumba de costado. El verdugo lo rodea por la derecha y por la izquierda, le suelta una nueva descarga de misericordia contra la cabeza, contra las sienes, duerme, ya no te despertarás. Entonces, el otro que está junto a él se quita el cigarro de la boca, se suena, afila su cuchillo, largo como media espada, y se arrodilla detrás de la cabeza del animal, cuyas patas no sufren ya convulsiones. Da pequeños golpes estremecidos, mueve de un lado a otro los cuartos traseros. El matarife busca por el suelo, no clava el cuchillo, busca el balde para la sangre. La sangre circula todavía dentro, tranquila, poco agitada por los latidos de un corazón poderoso. Es cierto que la médula espinal ha quedado aplastada, pero la sangre sigue circulando tranquila por las venas, los pulmones respiran, los intestinos se mueven. Ahora él clavará el cuchillo y la sangre se precipitará fuera, me lo puedo imaginar ya, un chorro como el brazo, sangre negra, bella y jubilosa. Luego toda la alegre fiesta abandonará la casa, los huéspedes bailarán fuera, qué tumulto, y se acabaron las felices praderas, el establo cálido, el forraje oloroso, se acabó todo, arrastrado por el viento, un agujero vacío, tinieblas, ahora llega una nueva visión del mundo. Alto ahí, de pronto ha aparecido un señor que ha comprado la casa, van a abrir una calle, la coyuntura es mejor, va a hacer una demolición. Traen el gran balde, lo empujan, el poderoso animal lanza al aire las patas traseras. El cuchillo le penetra en el cuello junto a la garganta, le busca cuidadosamente las venas, esas venas tienen tegumentos fuertes, están bien protegidas. Y ahora está abierta, otra más, el torrente, una negrura humeante y caliente, la sangre rojinegra salta sobre el cuchillo, sobre el brazo del matarife, la sangre jubilosa, la sangre caliente, llegan los huéspedes, la escena de la transformación, tu sangre vino del sol, el sol se escondió en tu cuerpo, ahora vuelve a surgir. El animal respira monstruosamente, es como una asfixia, una excitación monstruosa, resuella, lanza estertores. Sí, la armadura se derrumba. Como los flancos se levantan tan espantosamente, un hombre ayuda a la bestia. Si una piedra está a punto de caer, hay que empujarla[92]. Un hombre salta sobre el animal, sobre su cuerpo, con los dos pies, se mantiene encima, se balancea, pisotea las entrañas, se balancea a un lado y a otro, la sangre debe salir más aprisa, debe salir por completo. Y los estertores se hacen más fuertes, es un prolongado resollar, un resoplar, con ligeros movimientos defensivos de los cuartos traseros. Las patas se mueven suavemente. La vida se acaba ahora entre estertores, la respiración va cesando… La parte trasera gira pesadamente, se derrumba. Es la tierra, la fuerza de la gravedad. El hombre oscila hacia arriba. El otro, abajo, se prepara ya a desollar el cuello.

Felices praderas, establo cálido y oloroso.

Una carnicería bien iluminada. La iluminación de la tienda y la del escaparate deben ser armonizadas. Debe usarse predominantemente luz directa o semiindirecta. En general, resultan apropiados los focos que dan una luz predominantemente directa, porque sobre todo el mostrador y el tajo deben estar bien iluminados. La luz del día artificial, obtenida mediante la utilización de filtros azules, no resulta indicada, porque las carnes exigen siempre una iluminación que no perjudique a su color natural.

Manos de cerdo rellenas. Después de bien lavadas las manos, se cortan a lo largo, de forma que la corteza quede entera, luego se cierran y se envuelven con hilo.

—Franz, llevas ya dos semanas metido en tu cuchitril. Tu patrona te echará pronto. No puedes pagarle y esa mujer no alquila habitaciones por gusto. Si no haces un esfuerzo, tendrás que ir al asilo. Y entonces qué, eso es, qué. No ventilas tu cuartucho, no vas al barbero, te está creciendo una barba cerrada y parda, los 15 pfennig podrías encontrarlos en algún lado.

Conversación con Job, depende de ti, Job, tú no quieres[93]

Cuando Job había perdido todo lo que un hombre puede perder, ni más ni menos, estaba echado en su campo de coles.

—Job, estás en tu campo de coles, junto a la perrera, exactamente a la distancia justa para que el perro guardián no pueda morderte. Oyes cómo sus dientes rechinan. Basta con que se acerquen pasos para que ladre. Si te vuelves, si quieres levantarte, gruñe, se lanza hacia delante, tira de su cadena, salta, echa espuma y da mordiscos al aire.

Job, ahí está el palacio, y ahí están los jardines y los campos que un día fueron tuyos. Ni siquiera conocías a ese perro guardián, ni siquiera conocías el campo de coles al que te han arrojado, como tampoco a las cabras que conducen por tu lado cada mañana y que, muy cerca de ti, mordisquean la hierba al pasar y rumian llenándose los carrillos. Eran tuyos.

Job, ahora lo has perdido todo. Por las noches puedes arrastrarte hasta el cobertizo. Tienen miedo de tu lepra. Cabalgabas radiante por tus propiedades y la gente se arremolinaba a tu paso. Ahora tienes una valla de madera ante la nariz, por la que trepan arrastrándose los caracoles. También puedes estudiar las lombrices. Son los únicos seres que no se asustan de ti.

Sólo de vez en cuando abres tus ojos pitañosos, tú, montón de desdichas, fango viviente.

¿Qué es lo que más te atormenta, Job? ¿El haber perdido a tus hijos e hijas, el no poseer nada, el helarte por las noches, las úlceras de tu garganta, de tu nariz? ¿Qué es, Job?

—¿Quién pregunta?

—Soy sólo una voz.

—Una voz sale de una garganta.

—Quieres decir que debo de ser un hombre.

—Sí, y por eso no quiero verte. Vete.

—Soy sólo una voz, Job, abre los ojos tanto como puedas, no me verás.

—Ay, estoy delirando. Mi cabeza, mi cerebro, ahora me vuelven loco además, me quitan además mis pensamientos.

—Y si lo hacen, ¿sería una lástima?

—No quiero.

—Aunque sufres tanto, y sufres tanto a causa de tus pensamientos, ¿no quieres perderlos?

—No preguntes, vete.

—Pero si yo no te los quito. Sólo quiero saber qué es lo que más te atormenta.

—Eso no le importa a nadie.

—¿A nadie más que a ti?

—Sí, sí. A ti, no.

El perro ladra, gruñe, da mordiscos a su alrededor. Al cabo de un rato la voz vuelve.

—¿Son tus hijos a los que lloras?

—Nadie debe llorar por mí cuando esté muerto. Soy veneno para la tierra. Hay que escupir a mi paso. Hay que olvidar a Job.

—¿Tus hijas?

—Mis hijas, ay, también están muertas. Ellas están bien. Eran mujeres modélicas. Me hubieran dado nietos, pero han sido arrebatadas. Una tras otra fueron cayendo, como si Dios las cogiese del cabello, las levantase y las arrojase al suelo para que se quebraran.

—Job, no puedes abrir los ojos, los tienes pegados, los tienes pegados. Te lamentas porque estás echado en ese campo de coles, y esa perrera es lo último que te queda, y tu enfermedad.

—Esa voz, tú, voz, de quién eres voz y dónde te escondes.

—No sé de qué te lamentas.

—Oh, no.

—Gimes y tampoco lo sabes, Job.

—No, no tengo…

—¿No tengo?

—No tengo fuerzas. Eso es.

—Te gustaría tenerlas.

—No tengo fuerzas para esperar, ningún deseo. No tengo dientes. Soy débil, me avergüenzo.

—Eso lo dices tú.

—Y es verdad.

—Sí, lo sabes. Eso es lo más terrible.

—De modo que lo tengo escrito ya en la frente. Ésa es la clase de harapo que soy.

—Eso es, Job, lo que más te hace sufrir. Quisieras no ser débil, quisieras poder resistir o, mejor, estar totalmente hueco, sin cerebro, sin pensamientos, totalmente como un animal.

Desea algo.

—Me has preguntado tantas cosas, voz, ahora creo que puedes preguntarme. ¡Sáname! Si puedes hacerlo. Seas Satán o Dios o ángel u hombre, sáname.

—¿Aceptarías la curación de cualquiera?

—Sáname.

—Piénsalo bien, Job, tú no me puedes ver. Si abres los ojos, quizá te asustes de mí. Quizá pida un precio alto y horrible.

—Ya lo veremos, hablas como alguien que lo hiciera en serio.

—¿Y sí soy Satán o el Maligno?

—Sáname.

—Soy Satán.

—Sáname.

Y entonces la voz se alejó, haciéndose cada vez más débil. El perro ladró. Job escuchaba angustiado: se ha ido, tengo que ser sanado o moriré. Gritó. Cayó una noche horrible. La voz volvió otra vez:

—Y si soy Satán, ¿cómo acabarás conmigo?

Job gritó:

—Tú no quieres sanarme. Nadie quiere ayudarme, ni Dios, ni Satán, ni los ángeles, ni los hombres.

—¿Y tú mismo?

—¿Qué pasa conmigo?

—¡Tú no quieres!

—El qué.

—¡Quién puede ayudarte si tú mismo no quieres!

—No, no —balbuceó Job.

La voz ante él: —Dios y Satán, ángeles y hombres, todos quieren ayudarte, pero tú no quieres…

Dios por amor, Satán, para apoderarse de ti más tarde, los ángeles y los hombres porque son ayudantes de Dios y de Satán, pero tú no quieres.

—No, no —balbuceó, rugió Job, y se echó al suelo.

Gritó durante toda la noche. La voz sonaba incesantemente: —Dios y Satán, los ángeles y los hombres quieren ayudarte, pero tú no quieres. —Job, incesantemente—: No, no. —Trató de ahogar aquella voz, ella aumentaba, aumentaba cada vez más, estaba siempre un tono por encima de él. La noche entera. Hacia el alba, Job cayó de bruces.

Job se quedó echado, mudo.

Ese día sanaron sus primeras úlceras.

Y todos tienen el mismo aliento, y el hombre no más que el animal[94]

Movimiento del mercado de ganado: cerdos 11.543, vacas, 2.016, terneros, 1.920, corderos, 4.450.

¿Pero qué hace ese hombre con esa ternerita tan graciosa? La lleva adentro sola, tirando de una cuerda, ésa es la enorme nave en que mugen los toros, ahora lleva al animalito hasta un banco. Hay muchos bancos, uno al lado de otro, junto a cada uno hay un mazo de madera. Levanta a la tierna ternerita con los dos brazos, la coloca sobre el banco, ella se queda tranquila. Entonces la coge por abajo, agarra con la mano izquierda una de sus patas traseras, para que el animal no pueda patalear. En seguida coge la cuerda con la que ha entrado al animal y la ata fuertemente a la pared. El animal se mantiene paciente, ahora está echado aquí, no sabe lo que pasa, está incómodo sobre la madera, se golpea la cabeza contra un palo y no sabe qué es: sin embargo, es el extremo del mazo, que está en el suelo y del que pronto recibirá un golpe. Ése será su último encuentro con este mundo. Y en efecto el hombre, el hombre viejo y sencillo que está totalmente solo, un hombre cariñoso de voz suave —le habla al animal—, coge la maza, la levanta un poco, no hace falta mucha fuerza para una criatura tan tierna, y asesta el golpe en la nuca del tierno animal. Muy tranquilo, lo mismo que ha traído al animal y le ha dicho: estáte quieto, le asesta el golpe en la nuca, sin rabia, sin mucha excitación, también sin tristeza, no, así son las cosas, eres un animal bueno, sabes que tiene que ser así.

Y la ternerita: prrr… rrr, muy muy tiesas, rígidas, estiradas las patitas. Los negros ojos de terciopelo de la ternerita son de repente muy grandes, se inmovilizan, están ribeteados de blanco, ahora giran hacia un lado. El hombre conoce eso ya, sí, así miran los animales, pero hoy tenemos todavía mucho que hacer, tenemos que continuar, y busca bajo la ternerita del banco, su cuchillo está allí, con el pie coloca bien el cuenco para la sangre. Entonces ras, el cuchillo es empujado transversalmente a través del cuello, a través de la garganta, a través de todos los cartílagos, el aire se escapa lateralmente a través de los músculos, la cabeza no tiene ya soporte, la cabeza cae contra el banco. La sangre salta, un líquido espeso y rojinegro con burbujas. Bueno, ya está. Pero él sigue cortando tranquilo y con la misma expresión apacible, busca y tantea con el cuchillo en las profundidades, pasa entre dos vértebras, es un tejido muy joven y blando. Entonces aparta las manos del animal, el cuchillo golpea contra el banco. Se lava las manos en un cubo y se va.

Y ahora el animal se queda solo, lastimosamente echado de lado, tal como el hombre lo ató. En la nave suenan por todas partes ruidos alegres, se trabaja, se arrastran cosas, se dan voces. La cabeza cortada cuelga horriblemente de la piel entre dos patas de la mesa, cubierta de sangre y de baba. La lengua, muy azul, está apretada entre los dientes. Y horrible, horriblemente lanza estertores y respira broncamente el animal sobre el banco. La cabeza tiembla colgada de la piel. El cuerpo se agita en el banco. Las patas se estremecen, golpean, patas infantilmente delgadas y nudosas. Pero los ojos están muy fijos, ciegos. Son ojos muertos. Es un animal muerto.

El pacífico anciano se apoya contra una columna con su pequeño cuaderno de notas negro, mira al banco y hace cuentas. La vida está cara, es dificil calcular, duro hacer frente a la competencia.

La ventana de Franzen está abierta, en el mundo pasan también cosas graciosas

El sol sale y se pone, llegan días luminosos, hay cochecitos de niño por las calles, estamos en febrero de 1928.

Franz Biberkopf entra en febrero ahogando en alcohol su repugnancia del mundo y su fastidio. Se gasta en alcohol todo lo que tiene, le da igual lo que pueda pasar. Quiso ser honrado, pero hay que contar con los canallas y los mendigos y los miserables, y por eso Franz Biberkopf no quiere ver ni oír más del mundo y, aunque se convierta en vagabundo, se va a gastar en alcohol hasta su último pfennig.

Cuando Franz Biberkopf había entrado así rabiando en febrero, una noche lo despertó un ruido que venía del patio. En la parte de atrás hay una empresa que se dedica al comercio al por mayor. Franz mira hacia abajo soñoliento, abre la ventana y grita en el patio: «Fuera del patio, imbéciles, cabezas de chorlito». Luego se acuesta, no piensa en nada más, se han ido al momento.

Al cabo de una semana vuelve a pasar lo mismo. Franz está a punto de abrir la ventana y tirarles un leño, pero se le ocurre que es la una y quiere ver a esos tipos. Qué pueden hacer esos socios a la una de la madrugada. Qué buscan ahí, serán de la casa, habría que investigarlo.

Y tenía razón, hay una actividad cautelosa, se deslizan a lo largo de las paredes, Franz tuerce el cuello arriba, uno está en la puerta del patio, es el que vigila, ésos planean algo; la emprenden con la puerta grande del sótano. Están haciendo una chapuza entre tres. ¡Que no tengan miedo de que los vean! Ahora se oye un crujido, la puerta está abierta, lo han conseguido, uno se queda en el patio, metido en un hueco, los otros dos bajan al sótano. Está oscurísimo y de eso se aprovechan.

Franz cierra suavemente la ventana. El aire le ha refrescado la cabeza. Eso es lo que hacen los hombres, durante todo el día e incluso de noche, así se engañan unos a otros, habría que coger un tiesto y estamparlo contra el patio. Qué se les habrá perdido aquí, en la casa en que vivo. Absolutamente nada.

Todo está en silencio, Franz se sienta en la cama en la oscuridad, tiene que volver a la ventana y mirar abajo: qué se les habrá perdido a esos tíos en mi casa. Y luego enciende una vela, busca la botella de aguardiente y, cuando la encuentra, no se sirve. Pronto suena una descarga: ¿va por ti o va por mí?

Sin embargo, al mediodía Franz baja al patio. Hay un montón de gente allí, también el carpintero Gerner, Franz lo conoce, hablan: «Otra vez han robado». Franz le da un codazo: «He visto a esos sinvergüenzas y no voy a hacer que los encierren, pero si vuelven al patio, en la casa donde vivo y donde duermo y donde no se les ha perdido nada, bajo y, como me llamo Biberkopf, tendrán que recogerlos en pedazos aunque sean tres». El carpintero agarra a Franzen: «Si sabes algo, ahí está la policía, vete a verlos, puedes ganarte algo».

«No me hables de ésos. Todavía no me he chivado de nadie. Que trabajen solos, que para eso les pagan».

Franz se larga. Entonces llegan dos policías, cuando Gerner está todavía allí, se dirigen a él y quieren saber a toda costa, por él, dónde vive Gerner, o sea, él. Qué susto. El hombre se pone pálido hasta los callos. Luego dice: «Vamos a ver, Gerner, ése es el carpintero, les puedo indicar». Y no dice nada, llama a su casa, su mujer abre, toda la banda entra. Gerner se mete el último, le da a su mujer un codazo en las costillas, con un dedo en los labios, ella no sabe qué pasa, él se mezcla con la gente, con las manos en los bolsillos del pantalón, allí hay todavía otros dos señores de una compañía de seguros, que miran su casa por todas partes. Quieren saber el espesor de los muros y cómo es el suelo, golpean las paredes, toman medidas y escriben. Ya pasan de castaño oscuro los robos con fractura en esa compañía al por mayor, los tipos tienen tanta cara dura, han intentado romper la pared porque hay un sistema de alarma en la puerta y en la escalera, eso lo saben. Sí, las paredes son desesperadamente delgadas, todo el edificio se tambalea, es una especie de huevo de Pascua de gran tamaño.

Vuelven a salir al patio, Gerner siempre con ellos, como un pasmarote. Ahora estudian las dos puertas nuevas de hierro del sótano. Gerner pegado a ellos. Y entonces la casualidad lo quiere, da un paso atrás, quiere dejar sitio, la casualidad lo quiere, tropieza con algo, algo cae, y cuando echa rápidamente la mano es una botella, ha caído sobre papel y por eso no se ha oído nada. Si hay una botella aquí en el patio, la han dejado ésos, vamos a cogerla, por qué no, los grandes señores no van a perder nada por eso. Y se agacha, como si quisiera atarse los zapatos, y agarra la botella con los papeles. Y así dio Eva a Adán la manzana, y si la manzana no hubiera caído del árbol, Eva no hubiera llegado hasta ella y la manzana no habría llegado a su destinatario. Luego, Gerner se mete la botella bajo la chaqueta y cruza con ella el patio para volver con su señora a su cuchitril.

¿Qué dice ahora la señora? Está radiante: «¿De dónde la has sacado, August?». «Me la he agenciado cuando no había nadie». «¡No es verdad!». «Danziger Goldwasser, ¡qué te parece!».

A ella se le cae la baba, se le cae la baba como si fuera de Baviera[95]. Corre las cortinas: «Oye, todavía quedan algunos, ¿la has cogido ahí enfrente, no?». «Estaba junto a la pared, se la hubieran llevado ellos». «Oye, tienes que devolverla». «¿Desde cuándo hay que devolver un Goldwasser si se lo encuentra uno? Cuánto tiempo hace que no nos hemos permitido una botella de coñac, mujer, en estos tiempos. No me hagas reír, mujer».

Al fin y al cabo ella opina lo mismo, no es de ésas, la mujer, una botella, una botellita, qué importancia tiene para una compañía tan importante, y además, mujercita, si se piensa bien, ya no pertenece a la casa, pertenece a los ladrones, y a ellos no se la vamos a mandar. Cometería un verdadero delito. Y empinan el codo y toman un trago, y otro traguito más, sí, hay que abrir los ojos en esta vida, no hace falta que todo sea de oro, también la plata tiene su valor.

El sábado vuelven los ladrones y ocurre una cosa curiosa. Se dan cuenta de que un extraño se desliza por el patio, es decir, el que está junto al muro lo nota, y los otros, con linternas sordas, como gnomos, salen del agujero y se lanzan a todo correr hacia la puerta del patio. Sin embargo, allí está Gerner, y los otros, que han cogido carrerilla, saltan como galgos sobre el muro a la finca vecina. Gerner corre tras ellos pero se le escapan: «No hagáis tonterías, no os voy a hacer nada, Dios, qué imbéciles sois». Tiene que ver cómo trepan por el muro, el corazón se le rompe, cómo dos se han escapado ya, muchachos, no seáis locos. Sólo el último, que está en ese momento a horcajadas sobre el muro de la casa, le enfoca la cara con su linterna. «¿Qué quieres?».

Quizá sea un compañero, nos ha estropeado la combinación. «Estoy con vosotros», dice Gerner. Qué le pasa a éste. «Claro que estoy con vosotros, por qué os escapáis».

El otro se baja realmente del muro al cabo de un rato, solo, observa al carpintero, debe de estar borracho. Sin embargo, el gordo se siente valeroso, porque el carpintero está trompa y huele a alcohol. Gerner le tiende la mano. «Venga esa mano, compañero, ¿vienes?». «Es una trampa, ¿no?». «¿Qué trampa?». «¿Crees que me voy a meter en la boca del lobo?». Gerner se siente ofendido, acongojado, el otro no lo toma en serio, con tal de que no se vaya, el Goldwasser era tan bueno, y también su mujer lo pondría verde, Dios, cómo lo pondría si volviera con dos palmos de narices. Gerner implora: «No, ¿por qué? Puedes entrar solo, yo vivo ahí». «¿Quién es yo?». «Soy el administrador de la casa, hombre, alguna vez podría caerme algo también». El ladrón reflexiona entonces; eso le convence, sería buena cosa que el otro colaborase; con tal de que no sea una trampa; bueno, tenemos el revólver.

Y deja la escalera junto al muro, atraviesa con Gerner el patio, los otros se han evaporado ya, seguro que piensan que me han trincado. Gerner llama en el piso bajo. «Eh tú, ¿por qué llamas? ¿Quién vive ahí?». Gerner, orgulloso: «¡Nada menos que yo! Figúrate». Y levanta el picaporte y entra ruidosamente: «¿Qué? ¿Vivo o no vivo?».

Y enciende la luz, ahí está ya su mujer en la puerta de la cocina, temblando. Gerner los presenta jovialmente: «Nada menos que mi señora, y éste, Guste, es un compañero». Ella tiembla, no quiere salir, de pronto saluda solemnemente, sonríe, es un hombre muy joven y guapo. Se adelanta, ya está ahí: «Pero, Paul, no vas a dejar al señor en el pasillo, pase usted, señor, y quítese la gorra».

El otro quiere desaparecer, pero los dos no ceden, él se asombra, ¿será posible? Son gente tan decente, seguro que les van mal las cosas, a la pequeña clase media le van mal las cosas, la inflación y demás. La mujercita sigue mirándolo tan arrobada, él se calienta con un ponche, luego zarpa, el asunto no le resulta totalmente claro.

De todas formas, el joven, evidentemente enviado por su banda, vuelve ya a la mañana siguiente, después del segundo desayuno, a casa de los Gerner, y pregunta, muy objetivamente, si se ha dejado algo olvidado. Gerner no está, sólo la mujer, que lo recibe amablemente, de una forma francamente humilde, sumisa, le ofrece también una copa, que el otro se digna aceptar.

Con gran pesar de la familia carpintera, los ladrones no se dejan ver en toda la semana. Paul y Gusti discuten mil veces la cuestión, si no habrán asustado quizá a los muchachos, pero ninguno de los dos tiene nada que reprocharse. «Quizá les has resultado demasiado grosero, Paul, a veces hablas de un modo». «No, Gusti, la culpa no es mía, sino tuya, que pusiste una cara como si fueras el cura, y eso los ha ahuyentado, no se encuentran a gusto con nosotros, es horrible, qué le vamos a hacer».

Gusti está ya llorando; si por lo menos volviera uno; siempre tiene que echarle a ella la culpa y, desde luego, no ha sido suya.

Y efectivamente, el viernes llega el momento. Llaman a la puerta. Creo que están llamando. Y cuando ella abre y no ve nada aún porque, con la prisa, se le ha olvidado encender la luz, sabe enseguida quién está allí. Y es el Largo, que siempre se da tanta importancia, quiere hablar con su marido, y está muy serio y distante. Ella se asusta: ¿ha pasado algo? El la tranquiliza: «No, se trata sólo de una conversación de negocios», y habla luego de espacios habitables y de que con nada no se puede hacer nada y cosas así. Se sientan en el salón, ella está contenta de tenerlo allí, ahora no podrá decir Paul que lo ha echado, y dice que lo ha dicho siempre, y la realidad es lo contrario, con nada no se puede hacer nada… Sigue un largo debate entre los dos y se descubre que ambos disponen de un amplio repertorio de declaraciones de sus padres, abuelos y parientes colaterales que afirman lo mismo: con nada no se puede hacer absolutamente nada, jamás, casi se puede jurar, de seguro que es, y los dos fueron de la misma opinión. Trajeron a colación un ejemplo tras otro, tomados del propio pasado, de la vecindad, y estaban todavía en plena faena cuando sonó el timbre y entraron dos hombres, que se acreditaron como policías, con tres empleados de seguros. Uno de los policías se dirigió al visitante sin rodeos: «Usted, señor Gerner, tiene que ayudamos ahora, es a causa de los muchos robos de ahí atrás. Quisiera que formase parte de la vigilancia especial. Naturalmente, los señores de la empresa y del seguro pagarán los gastos». Hablan durante diez minutos, la mujer lo escucha todo, a las doce se marchan. Y los dos que se quedaron se sintieron tan contentos que, alrededor de la una, sucedió entre ellos algo indecible, que desafía toda descripción y de lo que ambos se avergonzaron seriamente. Porque la mujer tenía treinta y cinco años y él quizá veinte, veintiuno. Pero no era sólo la diferencia de edad —y él, 1,85 metros, ella, 1,50—, sino el que aquello ocurriera, pero ocurrió así entre la conversación y la excitación y la burla a los policías, y en conjunto no fue tan malo, sólo después ambarrasán, por lo menos para ella, o sea, que ya se le pasará. En cualquier caso, el señor Cerner, a las dos, encontró una situación y una cordialidad indescriptibles, como no hubiera podido desear mejor. Y se sentó enseguida con ellos.

Estuvieron juntos aún hasta las seis de la tarde, escuchando él tan embelesado como su mujer todo lo que contaba el Largo. Aunque sólo fuera verdad en parte, se trataba de muchachos de primera, y se asombraba de que un joven de hoy tuviese unas opiniones tan sensatas sobre la vida. El era ya un tipo decrépito, las escamas se le caían a kilos de los ojos. Sí, cuando el joven se había ido y ellos se fueron a las nueve a la piltra, Gerner dijo que no sabía cómo unos muchachos tan listos se juntaban con él…, algo, eso tenía que reconocerlo Gusti, algo debía de tener él, algo podía ofrecerles también. Gusti fue de su misma opinión, y el viejo varón se estiró.

Y por la mañana temprano, antes de levantarse, le dijo a ella: «Guste, que me ahorquen si vuelvo a la caseta de un capataz de la construcción para trabajar. Yo he tenido mi propio negocio y eso se acabó, y ése no es trabajo para un hombre que era independiente, y les gustaría echarme porque soy demasiado viejo. Y por qué no he de ganar nada con los de ahí atrás, con la empresa. Ya ves lo listos que son los muchachos. El que hoy no anda listo va aviado. Te lo digo yo. ¿Y tú qué dices?». «Yo llevo diciéndolo mucho tiempo». «Pues ya ves. A mí también me gustaría darme otra vez buena vida y no pelarme de frío». Ella lo abrazó alegremente, agradecida por todo lo que él le ofrecía y le ofrecería aún. «¿Sabes lo que deberíamos hacer, esposa, tú y yo?». Le pellizcó una pierna y ella gritó ay. «Tú intervienes también, esposa». «No». «Te digo que sí. No vas a decir, esposa, que nos podemos pasar sin ti». «Si sois ya cinco en la partida y todos hombres fuertes». Y qué fuertes. «Y estar al quite —sigue parloteando ella—, no puedo. Tengo varices. Y ayudaros, ¿en qué voy a ayudaros?». «Tienes miedo, Gustelchen». «Miedo, cómo que miedo. Ten varices tú y prueba a correr. Un perro telonero corre más. Y si me cogen estarás tú en el lío, porque soy tu mujer». Él le pellizca la pierna, con sentimiento. «Para, Paul. Eso le da a una ideas». «Ya ves, esposa, serás una persona totalmente distinta cuando salgas de esta pocilga». «Bueno, a mí también me gustaría, me relamo pensándolo». «Ya verás, esposa, ese poquito hasta ahora no ha sido nada, quítate los algodones de los oídos. Voy a operar yo solo». «Anda. ¿Y los otros?». Qué susto.

«De eso se trata precisamente, Guste. Vamos a prescindir de los otros. Sabes, los negocios entre compadres nunca salen bien, es un viejo dicho. Bueno, qué, tengo razón o no. Me voy a independizar. Al fin y al cabo, somos los que estamos más próximos, porque vivimos en el bajo y el patio es el de mi casa. ¿Tengo razón o no, Guste?». «Yo no puedo ayudarte en eso, Paul, tengo varices». De todas formas, era una verdadera pena. Y la mujer asintió con gesto agridulce, de labios para afuera, pero interiormente, donde están los sentimientos, dice: no, y vuelve a decir que no.

Y por la noche, cuando todos los empleados han dejado el sótano a las dos y Gerner se ha dejado encerrar con su mujer y en la casa no se mueve nada y quiere empezar a trabajar, y el vigilante debe de estar haciendo su ronda ante la puerta de la casa, ¿qué es lo que ocurre? Llaman a la puerta del sótano.

Llaman, creo que llaman. Quién puede llamar. No sé, pero han llamado. Ahora no tiene por qué llamar nadie. El negocio está cerrado. Han llamado. Llaman otra vez. Los dos sin respirar, ni moverse, ni decir palabra. Vuelven a llamar. Gerner le da un empujón: «Han llamado». «Sí». «Y qué es». Curiosamente, ella no tiene miedo, sólo dice: «No será nada, no nos van a matar». No, el que sea no nos va a matar, lo conozco, no me va a matar, tiene las piernas largas y un bigote pequeño, y si es él me alegraría. Y entonces llaman insistentemente, aunque con suavidad. Santo cielo, es una señal. «Ése es alguien que nos conoce. Es uno de nuestros muchachos. Lo pensé enseguida, esposa». «Y por qué no lo dijiste».

Y hop, ya está Gerner en la escalera, cómo saben que estamos aquí, nos han sorprendido, el de fuera susurra: «Gerner, abre».

Y quieras que no, tiene que abrir. Es una mierda asquerosa, una perfecta marranada, le gustaría hacerlo todo pedazos. Tiene que abrir, es el Largo, él solo, el galán, Gerner no se da cuenta de nada, ella lo ha traicionado, quería mostrarse agradecida con su galán. Ella está radiante cuando él baja, no puede ocultarlo, su marido parece un buldog, maldice: «¿De qué te ríes tú?». «Es que he pasado tanto miedo, podía haber sido alguien de la casa o el vigilante». Ahora hay que trabajar y repartir, maldiciendo no se arregla nada, qué marranada.

Cuando Gerner lo intenta otra vez, dejando de lado a su mujer, porque refunfuña que le trae mala suerte… llaman de nuevo a la puerta, pero esta vez son tres, y se comportan como si los hubiera invitado, y no se puede hacer nada, ni siquiera puede hacer uno lo que le da la gana en su propia casa, con esos tíos no hay quien pueda. Gerner, agotado y loco furioso, se dice entonces: por hoy trabajaré con ellos, porque de perdidos al río, pero mañana se acabó; si esos sinvergüenzas vienen otra vez a esta casa, de la que soy administrador, y se meten en mis asuntos, van a ver lo que son los guardias. Son unos explotadores, unos chantajistas.

Y trabajan y trabajan dos horas enteras en el sótano, llevan a casa de Gerner la mayor parte de las cosas, toda clase de sacos de café, pasas, azúcar, hacen una limpieza a fondo, luego cajas de bebidas alcohólicas, toda clase de aguardientes y vinos, se llevan la mitad del almacén. Gerner está furioso por tener que repartir todo aquello. Su mujer lo calma: «Yo no hubiera podido traer tantas cosas, con mis varices». El, rabioso, los otros siguen arrastrando cosas: «Tus varices, hace mucho que debías de haberte comprado medias de goma largas, la culpa la tiene tu maldito ahorro, siempre ahorrar en lo que no hace falta». Guste, sin embargo, sólo tiene ojos para su Largo, que está orgullosísimo de ella ante los otros muchachos, esto es asunto suyo, es todo un tipo.

Cuando se han ido, han trabajado como bestias, Gerner cierra la puerta de su casa, se encierra dentro y empieza a soplar con Guste, por lo menos eso. Tiene que probar de todas las clases, y las mejores se las pasará mañana a dos o tres tenderos, y los dos se alegran pensándolo, también Guste, al fin y al cabo, él es un buen hombre, y después de todo es su marido y ella le quiere ayudar. Y desde las dos de la mañana hasta las cinco están los dos allí probando de todas las clases, pero a fondo, con un plan, con método. Los dos se desploman, profundamente satisfechos de aquella noche, se han emborrachado a conciencia y han caído como sacos.

Hacia el mediodía tienen que abrir. Llaman, repican, repiquetean. Pero los Gerner no abren. Cómo van a abrir si están sin conocimiento. Pero los otros no cejan, retumban en la puerta, y entonces Guste nota algo y se sobresalta y sacude a Paul: «Paul, alguien llama, tienes que abrir». El otro lo primero que dice es: «Dónde», ella entonces lo echa afuera, porque van a tirar la puerta abajo, será el cartero. Paul se levanta, se pone sólo los pantalones, abre. Y desfilan por su lado, de tres en fondo, toda una banda, qué quieren éstos, es que los muchachos quieren recoger ya las cosas, ca, pero si son otros. Son la bofia, la policía, y tienen la cosa fácil, se admiran, se admiran, señor administrador, por todas partes hay cosas en el suelo, en el pasillo, en la sala, los sacos, cajas, botellas, paja, mezclados, amontonados. El comisario dice: «En mi vida he visto una cerdada semejante».

¿Y qué dice Gerner? ¿Qué va a decir? No dice nada. Sólo mira a la bofia, se siente mal, los muy perros, si tuviera un revólver no me sacarían vivo, los muy perros. O sea, que uno tiene que pasarse la vida en su cuchitril, y que los señorones se embolsen mi dinero. Si por lo menos me dejaran echar otro trago. Pero no hay nada que hacer, tiene que vestirse. «Por lo menos, me dejarán atarme los tirantes».

La mujer parlotea y temblequea: «Yo no sé nada, señor comisario, somos gente honrada, alguien nos ha metido en un lío, las cajas, estábamos completamente dormidos, usted lo ha visto, y alguno de la casa nos ha hecho la jugarreta, oiga, señor comisario, Paul, ¿qué va a ser de nosotros?». «Todo eso lo cuentan en la comisaría». Gerner interviene: «Han entrado en nuestra casa esta noche, esposa, son los mismos de ahí atrás, y por eso tenemos que ir al cuartelillo». «Todo eso lo pueden contar luego en el cuartelillo o en la Jefatura». «Yo no voy a la Jefatura». «Vamos en coche». «Dios, Guste, no he oído nada cuando han entrado aquí. Dormía como una marmota». «Yo tampoco he oído nada, Paul».

Guste quiere sacar rápidamente dos cartas de la cómoda, son del Largo, pero un agente lo ha visto: «A ver eso. O déjelas otra vez. El registro se hará luego».

Ella dice, terca: «Registren lo que quieran, vergüenza os debía de dar entrar así en una casa». «Bueno, andando».

Ella llora, sin mirar a su marido, grita, organiza una escena, se tira al suelo, hay que levantarla en vilo. El hombre maldice y lo sujetan: «Sólo falta que peguéis a una mujer». Esos criminales, esos canallas, esos chantajistas se han ido y me han dejado metido en esta porquería.

Hopi, hopa, el caballito galopa

Franz Biberkopf, las manos en los bolsillos, el cuello subido hasta las orejas, la cabeza y el sombrero entre los hombros, no ha participado en las conversaciones del zaguán o del pasillo. Se ha limitado a escuchar en los grupos y alrededor de los grupos. Luego ha visto, y han abierto doble fila, cómo se llevaban al carpintero y a su regordeta mujer por el zaguán a la calle. Ahí van ésos. También yo fui así. Pero entonces estaba oscuro. Fíjate cómo miran hacia delante. Se avergüenzan. Sí, sí, podéis cotillear. No sabéis nada de la vida. Esos son los verdaderos burgueses, parapetados detrás de la estufa, roban pero no los cogen. Las sinvergonzonerías de esos señores no se descubren. Ahora abren el carro de la carne[96]. Venga, adentro, adentro, hijos, la mujercita también, debe de estar trastornada y tiene razón, tiene toda la razón. Déjalos que se rían. Deberían saber lo que es bueno. Listo, clang.

La gente seguía cotorreando, Franz Biberkopf estaba ante la puerta, hacía un frío del diablo. Miró la puerta desde fuera, miró al otro lado de la calle, qué puede hacer un hombre, qué hacer. Cambiaba el peso de pierna. Un frío endemoniado, un frío de perros. Arriba no subo. Qué puedo hacer.

Allí estaba, se volvió… y no se dio cuenta de que estaba muy despierto. Con aquella panda que seguía allí murmurando no tenía nada que ver. Voy a dar una vuelta por otro lado Éstos me echan. Y se marcha airoso, bajando por la Elsasser Strasse, y pasa junto a las vallas del metro en dirección a la Rosenthaler Platz, a cualquier parte.

Había ocurrido: Franz Biberkopf había salido de su madriguera. El hombre al que habían llevado entre las dos filas, la mujer redonda y trastornada, el robo y el carro de la carne iban con él. Pero cuando apareció una taberna, antes ya de llegar a la esquina de la plaza, todo empezó. Sus manos se dirigieron por sí solas a los bolsillos y no encontraron ninguna botella que rellenar. Nada. No había botella. Olvidada. Se la había dejado arriba. Por toda aquella mierda. Cuando empezó el jaleo, sólo el abrigo, escaleras abajo y sin pensar en la botella. Maldita sea. ¿Volver a desandar lo andado? Entonces empezó dentro de él: no sí, sí no. Tanto tira y afloja, tanto vaivén, insultos, concesiones, resistencias, entonces qué, déjame en paz, yo quiero entrar, no había habido en Franz desde hacía una eternidad. Entro, no entro, tengo sed, pero para eso te basta un sifón, si entras es porque quieres soplar, oye, sí, tengo una sed tremenda, una sed formidable, colosal, Dios, cómo me gustaría entromparme, es mejor que te quedes aquí, no entres en la tasca, porque si no, pronto andarás otra vez por los suelos y te quedarás arriba metido, con la vieja. Y entonces surgieron otra vez el carro de la carne y los dos carpinteros y el barco se va, derecha, no, aquí no nos quedamos, quizá en algún otro sitio, hay que seguir adelante, seguir, correr, siempre correr.

Así fue Franz, con 1,55 en el bolsillo, hasta la Alexanderplatz, no había tomado más que aire y había corrido. Entonces se obligó, aunque se resistía a ello, y comió en una casa de comidas, comió de verdad, comió de verdad por primera vez desde hacía semanas. Estofado de ternera con patatas. Luego la sed era menor, le quedaban 75 pfennig que frotaba entre sus dedos. Voy a casa de Lina, qué me importa la Lina, no me gusta. Tenía la lengua entumecida y ácida, la garganta le ardía. Tengo que tomarme otra gaseosa.

Y entonces… mientras tragaba, con la bebida agradablemente fresca y el cosquilleo de las burbujas de ácido carbónico, supo adónde quería ir. A casa de Minna, le había enviado el filete, ella no había querido los delantales. Sí, eso era.

Vamos, en pie. Franz Biberkopf se arregló ante el espejo. Pero quien no se sentía nada animado, al ver aquellas mejillas pálidas, fofas y con granos, era Biberkopf. Qué cara tenía el tipo. Señales en la frente, de qué eran esas señales rojas, de la gorra, y el pimiento, tú, una nariz tan gorda y colorada, no tiene que ser forzosamente del aguardiente, hace frío hoy; lo malo son esos horribles ojazos saltones, como de vaca, por qué tengo ojos de vaca y tan fijos, como si no pudiera moverlos. Como si me hubieran echado jarabe encima. Pero con Minna no importa. Me arreglaré un poco el pelo. Así. Y ahora vamos a su casa. Me dará unos pfennig hasta el jueves y luego ya veremos.

Fuera del agujero, al frío de la calle. Mucha gente. Es increíble cuánta gente hay en la Alex, todos tienen que hacer. Lo necesitan. Franz Biberkopf corre más que ellos, mirando a izquierda y derecha. Como cuando un jamelgo se ha resbalado en el asfalto húmedo, recibe una patada en la tripa y se pone de pie, y tira y corre luego como un loco. Franz tenía músculos, perteneció a un club atlético; ahora trota por la Alexanderstrasse observando su propio paso, firme, firme como el de un soldado de la guardia. Desfilamos con tanta precisión como los demás.

Parte meteorológico de la tarde: las perspectivas meteorológicas parecen más favorables. Sigue haciendo un frío penetrante, pero el barómetro está subiendo. El sol se asoma otra vez tímidamente. Son de esperar en los próximos días aumentos de temperatura.

Y quien conduce su propio NSU-6 cilindros está encantado. Allí, déjame ir allí contigo, amado[97].

Y cuando Franz está en casa de ella y delante de su puerta, allí hay una campanilla. Y él se quita el sombrero con gesto rápido, tira de la campanilla, y quién abre, quién va a ser, aquí hay que hacer una reverencia, si una muchacha ama a un caballero[98], quién va a ser, quili quili. Paf. ¡Un… hombre! ¡Su hombre! ¡Karl! El señor cerrajero. Pero no importa. Pon cara de perro si quieres.

«¿Eres tú? ¿Qué pasa?». «Bueno, podrías dejarme entrar, Karle, no muerdo». Y ya está dentro. Ya estamos aquí. Qué tarugo, hay que ver qué cosas pasan.

«Mi querido señor Karl, aunque seas cerrajero de profesión y yo un simple jornalero, no te des tanto pisto. Me puedes dar los buenos días si te digo buenos días». «Pero ¿qué quieres? ¿Es que te he dejado entrar yo? ¿Por qué te has colado?». «Bueno, ¿está tu mujer? Quizá pudiera darle los buenos días también». «No, no está. Para ti, desde luego, no. Nadie está para ti». «Vaya». «Eso es. Nadie». «Bueno… Tú sí estás ahí, Kaxl». «No, yo tampoco. Sólo he venido a buscar un chaleco de lana y tengo que volver corriendo a la tienda». «De manera que el negocio va estupendamente». «Sí señor». «Entonces me echas». «Yo no te he dejado entrar. Oye, ¿qué se te ha perdido por aquí? No te da vergüenza venir y comprometerme, cuando todos los de la casa te conocen». «Déjalos que hablen, Karl. Eso no tiene que preocupamos. Tampoco yo metería las narices en sus casas. Sabes, Karl, por ésos no tienes que preocuparte. En mi casa se han llevado hoy a uno, los polis, un carpintero profesional, y además administrador de la casa».

Figúrate. Con su mujer. Y robaban como urracas. «¿He robado yo algo? ¿Eh?». «Oye, me voy para abajo. Lárgate. Qué hago aquí parado contigo. Si Minna te echa la vista encima, prepárate, porque agarrará una escoba y te dará para el pelo». Qué sabe ése de Minna. Un marido con un par de cuernos en mitad de la frente me va a decir nada a mí. Para troncharse de risa. Si una muchacha ama a un caballero, que la corteja y que le es sincero. Karl se acerca a Franz: «¿A qué esperas? No tenemos nada que ver contigo, nada en absoluto. Y si has salido ahora de la jaula, tendrás que arreglártelas tú solito». «No te he pedido nada». «No, y Minna no ha olvidado a Ida, una hermana es una hermana y para nosotros sigues siendo el mismo de siempre. Con nosotros has terminado». «Yo no maté a Ida. A cualquiera puede pasarle que se le vaya la mano cuando está furioso». «Ida está muerta, sigue tu camino. Somos gente de bien».

El perro este, con sus cuernos, su lengua venenosa, a éste se lo digo, le saco la mujer en cueros vivos de la cama. «He cumplido mis cuatro años hasta el último minuto y tú no puedes pedir más que el juez». «Bastante me importa a mí el juez. Y ahora sigue tu camino. De una vez por todas. Esta casa no existe ya para ti. De una vez por todas». Pero qué pasa, señor cerrajero, si encima me va a pegar.

«Te digo, Karl, que quiero hacer las paces con vosotros, que he cumplido mi castigo. Y te ofrezco la mano». «Pues yo no te la quiero dar». «Eso es lo que quería saber. (Agarro al tipo rápidamente, lo cojo por las piernas y lo estampo contra la pared). No hace falta que me lo des por escrito». Se pone el sombrero, con la misma energía que antes: «Pues muy buenos días, Karl, señor cerrajero Karl. Salúdale a Minna y dile que he estado aquí, sólo para ver cómo os iba. Y tú, so guarro, eres el mamarracho más idiota que he conocido. Métetelo bien en la cabeza y mira este puño, por si quieres algo, y no te acerques a mí. Eres una mierda tan grande que Minna me da lástima».

Y se va. Se va tranquilamente. Tranquila y lentamente por la escalera abajo. Que me siga, se guardará muy bien. Y, enfrente, un solo aguardiente, un cálido reconfortante, de un solo trago. Y hasta es posible que el otro venga. Aquí lo espero. Y Franz se va muy contento. Ya sacaré dinero de otra parte. Y se palpa los músculos, ya echaré otra vez carnes.

—Quieres detenerme en mi camino y tirarme al suelo. Pero tengo una mano capaz de estrangular y no puedes nada contra mí. Tú me atacas con tus burlas, quieres cubrirme con tu desprecio… a mí no, a mí no… soy muy fuerte. Puedo hacer caso omiso de tus sarcasmos. Tus dientes no atravesarán mi coraza, estoy protegido contra las víboras. No sé de quién has recibido poder para atacarme. Pero puedo hacerte frente. El Señor ha puesto ante mí las nucas de mis enemigos.

—Habla. Cómo cantan los pajarillos cuando han escapado a la garduña. Sin embargo, ¡garduñas hay muchas y los pajaritos tienen que cantar! Todavía no tienes ojos para mí. Todavía no necesitas mirarme. Oyes el parloteo de la gente, el ruido de la calle, el zumbido de los tranvías. Respira, oye.

Entre todo eso me oirás un día a mí.

—¿A quién? ¿Quién habla?

—No te lo digo. Ya lo verás. Lo sentirás. Arma tu corazón. Entonces te hablaré. Entonces me verás. Tus ojos no darán más que lágrimas.

—Puedes seguirme hablando cien años. Me río de eso.

—No te rías. No te rías.

—Porque no me conoces. Porque no sabes quién soy. Quién es Franz Biberkopf. Ése no teme a nada. Tengo mis puños. Mira qué músculos tengo.