VIERNES

Honey, I found a reason to keep living

You know the reason dear it’s you

I’ve walked down life’s lonely highways

Hand in hand with myself

And I realize how many paths have crossed between us…

I FOUND A REASON

Aturdido, abrí los ojos somnolientos, sin saber por qué había despertado. Alguien estaba aporreando la puerta, gritando mi apellido, desde hacía largo rato. Por mí podían haber pasado horas, aún me duraba el colocón, Milton se había enrollado con la última dosis. Cansado, crucé el apartamento, irritado por aquella visita inoportuna. Tres maderos estaban en la entrada, me costó reconocer sus rostros indistintos, no me quedaba más remedio que abrir:

– Buenos días, Stark-el teniente Morris pasó al interior-¿Has dormido bien?

No me sorprendió su aparición, el FBI debía haberle dado mi dirección, ahora sabía dónde encontrarme:

– ¿No puedes vivir sin mí?-bostecé sonoramente.

– ¡Déjate de bromas baratas!-los agentes entraron detrás de él-¿Sabes lo que es esto?

– Sí-reconocí la orden de registro que bailoteaba en su mano-¿Una proposición de matrimonio?

– Inspeccionad la casa-señaló el dormitorio con el índice.

– ¿Qué estás buscando?

– Drogas-su tono fue duro-Como encuentre mierda pienso encerrarte de por vida.

– Nunca me he pinchado-mentí secamente-¿Quieres un café?

– No te hagas el gracioso conmigo-refunfuñó.

– Cierra la puerta-me dejé caer en el sofá-No quiero que los vecinos me vean contigo.

Morris cumplió mi orden bruscamente, el sonido retumbó por todo el edificio, lanzando chispas por los ojos:

– Como vuelvas abrir la boca te romperé los putos morros-me salpicó el rostro de saliva-¡Cabronazo!

– ¿Has terminado, colega?-me limpié con desgana-Empiezo a aburrirme.

No comprendía porqué estaba de buen humor, el pico de la noche anterior me había limpiado el organismo, volvía a actuar cínicamente. Disfrutaba provocándole, me encantaba sacarlo de sus casillas, estaba apunto de explotar. La pasma registró el piso, mirando en todos los rincones, encontrando la 9 milímetros debajo de la almohada, con expresiones contrariadas:

– ¿Por qué no me dejas en paz?

– ¿Dónde tienes la licencia?-Morris se detuvo delante de mí.

– Dentro de poco la verán-prendí el primer cigarro del día-Deja que los muchachos sigan con su trabajo. Lo están haciendo muy bien.

– ¡Corta el rollo!-me arrancó el Winston de un manotazo-Me estás llenando los huevos.

– ¿Por qué obedecéis a este fracasado?-me dirigí a los polis-No sirve ni para tomar por culo.

Los hombres me ignoraron. Pusieron el apartamento patas arriba, desperdigando mis escasas posesiones materiales por los suelos, buscando la droga que había tirado al water la noche anterior:

– ¿Dónde la tienes?-inquirió.

El teniente Morris me minimizaba, no sería lo suficientemente estúpido como para guardar el tema en mi piso, menos después de descubrir la furgoneta de vigilancia aparcada delante del bloque:

– ¿Quieres que te lo ponga por escrito?-le mostré los brazos desnudos-¿Eres gilipollas o la mamas?

– ¡Cállate!-me dio un puñetazo-¡Dime la verdad, Stark!

– No vuelvas a tocarme-respondí con frialdad.

– Hemos encontrado la licencia-comentó uno de los hombres-Todo está en regla, teniente.

– Seguid buscando-Morris agitó la mano dolorida-Tiene que estar en alguna parte.

– Pegas como una mujer-me froté el mentón-Tantas patrullas nocturnas te han ablandado el culo, Morris.

– ¡No vuelvas a joderme!

Levantó el puño cerrado, dispuesto a golpearme por segunda vez, pero mi mirada lo detuvo, podía ver la muerte reflejada en mis pupilas aceradas por el odio:

– Algún día terminaré contigo, Stark.

La inspección había terminado, estaban decepcionados, no hallaban narcóticos para empapelarme. Un madero se acercó a Morris con el frasco de Valium, profundas ojeras perlaban sus ojos, mostrándole la receta médica:

– No hemos encontrado nada, teniente.

– ¡Larguémonos!

– Volved cuando queráis-me despedí burlonamente-Gracias por la visita, muchachos.

Nadie se molestó en responder, tampoco esperaba otra cosa, ninguno sabía que había firmado su sentencia de muerte. Me incliné, recogiendo el recipiente de Valium, tomándome una pastilla sin agua, calmando la sed que pronto llenaría mi ser. Tenía sus caras grabadas en la cabeza, jamás las olvidaría, no descansaría hasta terminar con ellos. No me molesté en ordenar el apartamento, volviendo a la cama, me tumbé sobre el colchón desgarrado. Mi cuerpo estaba cansado, abotargado por el caballo consumido la noche anterior, la heroína canalizaba mis energías confusas, inhibiendo mis sentimientos más preciados, estaba seguro que no quedaba grasa en mi cuerpo, tenía que tener los huesos pelados. Ignoraba como mi cuerpo podía resistir la mierda que me metía encima, mis venas deberían estar obturadas como el metro en hora punta, pero nuevamente me equivocaba, aún quedaban reservas de última hora. Morris había querido detenerme por su cuenta, dudaba que le agradara que el FBI se llevara todo el mérito, llevaba muchos años detrás de mi cabeza, aunque hasta ahora no se había atrevido a realizar una acción tan directa. ¿Por qué había reaccionado de aquella forma? Debía estar preocupado, presionado por el futuro derramamiento de sangre que se avecinaba, sus superiores estarían dándole caña. Me revolví como un tigre; después de lo del Hotel Chelsea, el teniente Morris estaba con las nalgas al aire, tenía que encontrar a un chivo expiatorio, si no su placa peligraría, podía encontrarse poniendo multas de tráfico en Queens. Pesadamente, fui al salón, cogiendo el paquete de cigarrillos, regresando a la cama. ¿Qué hora podía ser? No me molesté en mirar el reloj, siempre he odiado vivir constreñido entre sus agujas, me hacía temer por mi preciada libertad. Fumando, cerré los ojos, disfrutando de la nicotina, llevaba un día sin comer, levemente mareado. Lentamente, me quedé dormido sin que pudiera evitarlo…

– Te toca, Möhler.

Sandra estaba detrás de la mesa de billar, tenía las manos sobre el taco, bolas diseminadas sobre el tapete verde, estudiándome con una sonrisa ladina:

– Vale.

Mi tiro acertó a la negra lisa, ésta rebotó contra la banda desgastada, hundiéndola en el lateral derecho, con un impacto seco:

– Bien-me rozó la cadera intencionadamente al pasar-Te toca de nuevo.

– Te cedo el honor-sonreí-Me gusta verte jugar.

La agitada atmósfera flotaba entre nosotros, punteada por crecientes oleadas de deseo contenido, creando una secreta complicidad entre ambos:

– De acuerdo.

Mientras elegía el ángulo, contemplé sus nalgas debajo de los vaqueros, deseando sostenerla por las caderas estrechas, penetrándola hasta el fondo de su ser:

– Me gusta tu camisa-bromeé-Te queda bien.

– Gracias-hizo un gesto coqueto-Me la puse pensando en ti.

Llevaba una prenda de rejillas, pequeños senos enmarcados debajo del sujetador negro, mostrándome su torso desnudo sin pizca de grasa. Los clientes del local la observaban lascivamente, motoristas sudorosos vestidos de cuero, sin cortarse un puto pelo. No me sentía intimidado, ni celoso, únicamente divertido. Aquel era uno de nuestros juegos favoritos, me encantaba que flirteara delante de mí, me hacía anhelarla aún con más intensidad. ¿Estaría volviéndome un pervertido? Contemplándole la espalda, percibí un tatuaje sobre el omóplato izquierdo, que nunca había visto antes:

– ¿Qué significa?-le pasé un dedo sobre el Pegaso.

– Algún día te lo contaré-se apartó de mí con brusquedad.

– ¿Por qué sales corriendo?-pregunté burlonamente-Conmigo estás segura.

– La costumbre, ¿sabes?

Inclinándome, estudié la geometría de las bolas dispersas, indagando por la adecuada, satisfecho por haber provocado aquella reacción defensiva. Sandra se acercó a la máquina de discos, apoyándose teatralmente sobre el cristal, doblando la pierna adelantada. Ella sabía perfectamente que la estaba mirando, disfrutaba sintiéndose visualizada, simbolizaba el concepto de erotismo que las películas warholianas le habían inculcado:

– He encontrado el tema ideal-regresó satisfecha-Te lo dedico.

– ¿Qué pusiste?

– Adivínalo.

La música cambió, los acordes familiares revolotearon como una descarga eléctrica, arrancándome una sonrisa de los labios, imágenes subliminales de Flesh, Heat y Trash llenaron el local, comprendiendo el porqué de su decisión:

Holly came from Miami F-L-A

Hitchhiked her way across the U.S.A

Plucked her eyebrows on the way

Shaved her legs and he was a she

She said, Hey babe, talk a walk on the walk side

Said, Hey honey, talk a walk on the walk side…

– Ideal para nosotros, ¿no crees?

– Es posible-le pasé su refresco-¿Por qué tienes tanto miedo de mostrarme tus sentimientos?

– Odiaría depender de ti-encogió los hombros-Te cansarías de mí enseguida.

– ¿Por qué crees eso?

– La gente odia la vulnerabilidad-apuró la Pepsi-Cola-Podrías soportar cualquier cosa, pero te aseguro que mi fragilidad no, no me gustaría ser una carga para ti.

– ¡Que boba eres!-reí-¿Crees que no me gustaría ver esa faceta?

– Sí-prendió un cigarro-Pero no pienso darte ese placer.

– ¿Cuándo lo harás?

– Ten paciencia, chaval. ¿Tan desesperado estás?

Me despertó el jodido zumbido del teléfono, alguien me llamaba, turbando mis sedosos sueños:

– ¿Diga?

– Nathan-dijo el joven por el otro lado de la línea.

– ¿A qué hora es el combate?-carraspeé para aclararme la garganta.

– A las diez en el Madison Square Garden-explicó-Tienes asiento en la fila 14.

– Perfecto-tenía que cortar-Te llamaré más tarde, ¿vale?

– Vale.

Anochecía, las primeras luces eléctricas bañaban la calle, creando mosaicos indistintos sobre las aceras. Tardé veinte minutos en prepararme, el pinchazo estaba en perfectas condiciones, la herida no había creado ningún absceso. Debía encargarme de Morris, aquel bastardo había puesto a los federales detrás de mí, sabía demasiado para dejarlo con vida, no pensaba perdonarle aquel registro. Preparé la cartuchera, guardando la pistola, comprobando que no abultara debajo la chaqueta, ni que tardase en salir de la funda. Durante un momento, me quedé mirándome frente al espejo del baño, sintiendo una calma letal invadiendo mi interior. Estudié la figura vestida de negro, con cierta sensación de orgullo, esperando que las emociones del jueves no regresaran, no sabía si era capaz de resistir otra depresión sin tener que chutarme. Al llegar a la calle, comprobé que habían cambiado los carteles de la Chevy, no se habían dado cuenta que los había pillado. Nuevamente, estuve tentado en cepillármelos, pero resistí la tentación. No tenía ninguna prisa, tiempo al tiempo, sabía que terminaría eliminándolos. Después de calentar el Mustang, salí del Bronx, tomando la carretera abarrotada, encaminándome hacia el estadio. No estaban persiguiéndome, estuve pendiente del espejo retrovisor, se les habían quitado las ganas de hacer el capullo. Me estaba quedando sin combustible, estacioné en una gasolinera, apagando el motor al entrar. Mientras llenaba el tanque hasta los bordes, miré debajo del coche, tenía la desagradable impresión de ser custodiado, descubriendo un localizador imantado entre las ruedas traseras. Molesto, crucé la calle, con el aparato en el bolsillo. Ahora comprendía porque no me habían seguido, aquellos cretinos me subestimaban bastante, probablemente pensarían que era un imbécil, aquel truco estaba demasiado visto. Marqué el número de Nathan, este tardó poco en cogerlo:

– ¿Möhler?

– Efectivamente-encendí un cigarro-No vuelvas a llamarme. Tengo la línea pinchada.

– ¿La poli está detrás de ti?

– Prefiero no hablar del tema. ¿El Rajado estará en la 14?

– Sí-afirmó Nathan-Irá solo. No creo que tengas problemas.

– ¿Tu colega es de fiar?

– Naturalmente-confirmó.

– Gracias, Nathan.

Aprovechando el resto de las monedas, llamé al boss, esta vez me atendió en persona:

– Buenas noches, Smith.

– ¿Qué tal estas, Stark?

– Bien-le conté la historia del teléfono-¿Has hablado con Jerry?

– Tengo la información del coche-dijo Smith-¿Crees que sospechan de ti?

– Morris los ha puesto detrás de mí-reconocí-¿Sabes algo más?

– Efectivamente-hizo una pausa-¿Cuántos matones habían en la suite?

– Tres.

– Uno de ellos era un federal de incógnito-tomó aire-El topo llevaba meses infiltrado en la banda de Sturfo. Al parecer estaban reuniendo pruebas para encerrarle.

– ¿Cuál de ellos?

– El del tiro en la garganta.

Recordé el rostro deshecho, la arteria perforada, las manos muertas aferrando la culata del arma… ¿cómo podía haber sido eliminado con tanta facilidad? El FBI tenía que trabajar más el entrenamiento de sus agentes:

– ¿Cómo te has enterado?

– Contactos-rió el boss-¿Quieres que mande a Brown a visitar al policía?

– No-negué-Me encargaré personalmente de él.

– Tú eres un profesional, Stark-Smith estaba extrañado-Nunca te tomas las cosas de esta manera.

– He cambiado mis puntos de vista-reconocí-¿Qué te contó Jerry?

– ¿Por qué te interesa tanto ese Pontiac?

– Era de un viejo amigo. Alguien se lo cargó el miércoles. Tengo que encontrar al culpable.

– ¿Qué harás luego?

– Tapizaré los sillones de mi coche con su escroto-contesté despiadadamente.

– Tommy lo localizó esta mañana en Ridgewood-explicó-¿Sabes que encontró en el maletero?

– Ni puta idea.

– Restos de cocaína. ¿Tú colega era traficante?

– Sí.

– Pues llevaba un buen alijo encima. Cinco kilos como mínimo. Una de las bolsas se rompió. No pudieron recoger toda la nieve.

– ¿Quién tenía el Pontiac?

– Estaba en un taller de coches. Alguien lo había llevado para desguazarlo. Suerte que nos diste el toque. Si no nunca hubieras podido encontrarlo.

– ¿Quién lo llevó?

– Un tal Johnnie. ¿Lo conoces?

– Sí.

Un arrebato de cólera me hizo estrujar el cabezal del teléfono, Nathan tenía razón, debía mantener una charla privada con el Rajado:

– ¿Qué hacemos con los cinco mil?

– Ya pasaré a buscarlos. Gracias por todo, Smith.

– Ha sido un placer.

Salí de la cabina de cristal. Un camión de mudanzas estaba detenido en mitad de la calle, detrás de una hilera de vehículos, esperando que el disco cambiara de color. Puse el localizador encima del enganche de remolques, así perderían mi rastro durante unas horas, tendría que estar atento en el estadio, era posible que hubiesen mandado agentes detrás de mí. Retomando el rumbo, fui al Madison Square Garden, con la cabeza dándole vueltas al asunto. ¿El Rajado había matado a Mozart? Me resultaba difícil de creer, Johnnie no tenía cojones para ventilarse a nadie, probablemente trabajaba para terceros, desempeñando el papel de chico de los recados, deshaciéndose del coche que podía dar problemas. Ninguno contaba conmigo, dudaba que supiesen de mi existencia, tenía el campo de maniobras limpio, cinco kilos de coca implicaban a mucha gente en mi venganza. Lentamente, empecé a atar cabos, sacando mi propia versión del asunto: Mozart había robado la droga a algún camello importante, habían ido detrás de él, el Rajado les había dado el chivatazo, se lo habían cepillado, Johnnie se deshizo del Pontiac para ganar unos pavos… no era una mala historia, tenía muchas posibilidades de que fuera cierta, empezaría desde abajo, el resto iría derrumbándose. El Rajado era un capullo, tenía que haber hundido el coche en el Hudson, pero prefirió venderlo para sacar pasta, posiblemente para llegar a fin de mes. En una de las taquillas del estadio, compré un billete en la fila 75, afortunadamente quedaban localidades libres, por un precio bastante caro. En el interior del edificio circular, recorrí las inmensas galerías cubiertas de eco, ignorando el griterío ensordecedor de miles de gargantas impacientes porque empezara el combate principal. La gente pasaba a mis costados, apresurándose para tomar asiento, deseando disfrutar de la segunda pelea de la noche. Nuevamente, me aislé de mis semejantes, odiaba sentirme circundado por tantas personas, metiéndome en mi propio mundo. Tenso, me di cuenta de que continuaba siendo un antisocial, mi (novedosa) personalidad era condicionada por mi estado de abstinencia, no sabía qué opinaría al momento siguiente, por primera vez en siglos mis puntos de vista podían cambiar. No me molesté en estudiar las fotografías de los luchadores, todos los rostros caballunos, con los guantes alzados, vestidos con ridículos calzones cortos, me parecían idénticos. Únicamente quería encontrar a mi objetivo, los altavoces presentaban a los contrincantes, que tomaban posiciones a ambos costados del cuadrilátero, saludando a los admiradores levantando los puños. Descendí por unas enormes escaleras, mirando atentamente a mí alrededor, buscando agentes ocultos, por si alguno estaba detrás de mi pista. El maestro de ceremonias ofrecía los datos de rigor, su voz reverberaba por el micrófono, excitando aún más a la multitud nerviosa. Me sumergí en la semioscuridad, hileras de butacas me rodearon por los cuatro costados, extendiéndose hasta las gradas superiores, buscando mi propio asiento. Una extraña neurosis colectiva me envolvió, taladrándome los tímpanos, implicándome hasta cierto punto en la histeria de los espectadores. Sobre el cuadrilátero, el árbitro indicaba a los adversarios que se acercaran, el combate estaba apunto de comenzar. Me abrí paso entre los asientos, dejándome caer sobre la butaca, rodeado por un par de obreros de mediana edad, que aullaban como locos. Los boxeadores se aproximaron, eran de diferente raza, a punto de entrar en acción, provocándose con las miradas. Ausente, analicé el ambiente que me bloqueaba de la realidad: todos buscaban desahogar sus impulsos violentos, ver sangre sobre la lona, que los contrincantes se pulverizasen mutuamente, para saciar sus anhelos destructivos, proporcionando nuevos alicientes a sus emociones adormiladas. Pensándolo bien, el mundo estaba pirado, imbuido por extraños signos de caos, impresos en el desastre del presente, que no evitaba la carencia de sentimientos que definía aquella década, en la que apenas había participado, limitándome a ser un pasivo observador. Lo que me rodeaba me parecía banal, me sentía a kilómetros de la neurosis colectiva, había recuperado mi fuerza, la heroína curó mis heridas palpitantes. ¿Por qué necesitaba drogarme para sentirme entero? Supongo que el vicio es irreversible, era la única manera que conocía de no hacerme preguntas, o las dudas me impedirían descansar. A pesar de haber roto mis promesas, me sentía satisfecho de volver a la normalidad, aquellos días de vulnerabilidad habían sido espantosos. La campana sonó, los adversarios giraron, lanzando golpes cortos, midiendo la fuerza de su némesis, bailando como muertos vivientes. La escena me pareció irreal, el cuadrilátero estaba cubierto de humo, mientras las cámaras de televisión enfocaban el espectáculo, grabándolo para la posteridad. En el fondo de mi alma, me gustaba ser un bloque de hielo, sino mi vida era imposible. Los latidos de la conciencia pesaban demasiado, había matado a muchas personas, necesitaba enmascararlos detrás del pico de una jeringuilla. Ahora la muerte de Mozart no me dolía, el sentido de culpa se había desvanecido completamente, sólo quedaba la rabia impotente de la pérdida, que suprimiría exterminando a los culpables. El mundo me hundía, pero no me importaba, podía luchar contra lo que hiciera falta, mi personalidad regresaba por la puerta grande, haciéndome invulnerable. Desligándome de mis pensamientos, busqué al Rajado en la 14, con ojos de piedra. El primer asalto finalizó. Una atractiva joven cruzó la lona, levantando un cartel por encima de su cabeza, meneando las caderas provocativamente, con una bonita sonrisa en la boca. ¿Acaso me gustaba? La imagen de Sandra reapareció, pero esta vez con menos intensidad, estaba por encima de mis apetitos sexuales, me costaría bastante volver a desearla. Tardé en dar con Johnnie, pero mi escrutinio tuvo su recompensa, estaba por la parte derecha de la fila, cerca de las escaleras de servicio. Los boxeadores volvieron al cuadrilátero, intercambiando golpes, cubiertos de sudor, los cuerpos brillaban bajo los focos luminiscentes, adoptando una actitud mucho más agresiva que antes. Abandoné la butaca, bajando hacia la 14, con la 9 milímetros apretada en el bolsillo de la chaqueta. El negro tenía arrinconado al blanco contra las cuerdas, golpeando su estómago con ambos puños, a punto de sacarle las tripas por la boca. Al verme acercarme, el Rajado cambió de color, me había reconocido, pasando por todos los espectros del arco iris, desembocando en un blanco cadavérico. Bruscamente, lo levanté del asiento, haciéndolo avanzar a trompicones, conduciéndolo fuera del combate:

– No te atrevas a huir-susurré heladamente-Si lo haces serás hombre muerto.

Ascendimos la zona de butacas, avanzando por un corredor mal iluminado, buscando un lugar tranquilo para interrogarle. Procuré pegarme a su espalda, no quería que escapara, había demasiada gente, podía escurrírseme entre los dedos:

– No corras tanto, colega-le apreté el cañón contra la columna-Ten paciencia.

Salimos a un pasillo, máquinas de refrescos a la izquierda, rodeando a unos muchachos que simulaban una pelea, en dirección a las entrañas del edificio. Extrañamente, nos quedamos solos, podía matarle cuando quisiera, pero primero quería respuestas. El griterío se apagó, convirtiéndose en un rumor inconstante, perdiéndose en la lejanía. Un guardia de seguridad apareció por una puerta de servicio, estudiándonos desconfiadamente, con la mano cerca de la porra; aquel pringado había sospechado algo:

– Caballeros-se detuvo a nuestro lado-¿Podrían enseñarme sus entradas?

Durante un segundo perdí la atención de lo que estaba haciendo, el Rajado me dio un codazo en el estómago, saliendo disparado hacia delante. Velozmente, le rompí al guardia la garganta, dándole un golpe con el canto de la mano en la nuez, arrojándolo contra la pared. Sin pensarlo, salí detrás del Rajado, que me llevaba cinco metros de ventaja. Corrimos por el corredor, separados por la misma distancia, sin lograr detenerlo. Un hombre se interpuso en mi camino, lo aparté de un empujón, lanzándolo al suelo. Gritos asustados, caras deformes, masas indistintas. El Rajado dobló a la derecha, abriendo una puerta, descendiendo hacia el garaje. Pasé de todo el mundo, tenía el camino despejado, aumentando de velocidad. Seguí la misma ruta, saltando los escalones de tres en tres, apunto de atraparlo. Tropecé con mis piernas, rodando un rellano completo, golpeándome la cabeza contra la barandilla. Aturdido, me incorporé, con las sienes latiendo. Un disparo me arrancó un respingo, la bala me rozó la cara, hundiéndose contra la pared. Saqué el arma, devolviendo fuego, fallando por centímetros. Maldiciéndome, continué la persecución, sin recuperar la distancia que aumentaba por momentos. Tenía que atraparlo vivo, muerto no me servía, primero debía interrogarle a conciencia, luego lo liquidaría como a un perro rabioso. Al llegar abajo, rodeé los vehículos con el arma alzada, respirando pesadamente, con los pulmones ardiendo. Los automóviles estacionados estorbaban mi visión, Johnnie corría a treinta metros, entre una fila de deportivos de fábrica. Intercambiamos disparos, una ventanilla saltó detrás de mí, propagando el ulular histérico de una alarma. Un Plymouth me arrolló, rodé sobre el capot, aplastando el parabrisas, lanzando un gemido de dolor. Furioso, el conductor salió del coche, agarrándome por el suéter, lanzando improperios:

– ¡Hijo de puta!-aulló-¡Vas a pagarme el cristal!

Le mandé un tiro en el corazón, desgarrándole el pectoral, haciéndolo caer de rodillas, emitiendo un gruñido de estupor. En el asiento acompañante, una joven me miraba con los ojos llenos de pánico, un cuadro de Edward Hooper atrapado por el cinturón de seguridad, sin lograr articular palabra. ¿Sería su hija, su mujer, o su amante? No me importó, el pildorazo perforó el vidrio astillado, reventándole el maxilar superior, llenando la cabina de sangre. Nada de testigos, ese era mi lema, por ello continuaba libre. Cambié el tambor, girando la cabeza, buscando a mi objetivo. Un Chrysler avanzaba por el corredor, los faros cubrieron mi figura, dispuesto a atropellarme. Salté hacia mi izquierda, el guardabarros me rozó el hombro, rodando expertamente, arrancando chispas a la carrocería del Plymouth. Rechinando las gruesas ruedas, el vehículo se perdió en las tinieblas, buscando la salida del recinto.

Blödmann-pensé irritado-Scheibe!…

La alarma continuaba sonando, no tenía tiempo de buscar mi Mustang, entré en coche siniestrado, ignorando a la mujer muerta. Con los dientes chirriando, apreté el embrague, metiendo la primera, apretando el acelerador al máximo. Rugiendo, el automóvil recorrió el aparcamiento, siguiendo las huellas frescas de mi objetivo. Golpeé el cristal con la culata, abriendo un agujero para mirar el camino, cortándome la mano con las esquirlas de parabrisas. Cambié a segunda, el motor retumbaba con potencia, dando un volantazo a mi derecha. Subí por una rampa, el Chrysler estaba al final del pasillo, destellando como una hoja de afeitar en la negrura. Me dolía todo el cuerpo. Estaba ganando terreno, esquivé un coche aparcado en segunda fila, arrancándole el espejo lateral. Johnnie estaba en la entrada del estadio, derribó la valla de protección, saliendo al exterior, arrancando una lluvia de centellas a los bajos del automóvil. Un guardia de seguridad se interpuso delante de mí, su cuerpo salió volando por los aires, dando una pirueta sobre el techo, rompiéndose el cuello al aterrizar. Volví a cambiar de marcha, torciendo detrás de mi objetivo, reventando una señal de tráfico con la defensa delantera. Sus disparos rebotaron inofensivamente a mí alrededor, rozando la carrocería astillada del Plymouth, mientras recorríamos la 8ª avenida. El transito era una masa avasalladora, cubriendo los carriles de vehículos agobiantes, que llenaban Chelsea como una procesión infernal. Rodeé los automóviles, deslizándome entre ellos, desechando las bocinas irritadas de otros conductores. Me costaba mantener la concentración, el aire helado que entraba por el parabrisas me hacía lagrimear, cortando mi semblante como cuchillas afiladas. En el cruce de la calle 20 con la 9ª, el Rajado se saltó un semáforo en rojo, colándose delante un autobús turístico. Hundí el pedal del acelerador a fondo, desviándome incontroladamente, resbalando sobre el alquitrán nevado. Nunca abandonaba a una presa, aquello era algo personal, terminaría cuando uno de los dos estuviera en el otro barrio. A la mitad de la 20, saqué la zurda por la ventanilla, vaciando el cargador contra el Chrysler. El cristal posterior explotó, cubriendo la carretera de trozos de vidrio, permitiéndome ver el rostro acojonado del Rajado a través del retrovisor. Cambié de carril, arañando un coche, cerca de embestir una tienda. Estaba bastante cabreado, quería despanzurrar los sesos de aquel cabrón, me estaba dando demasiados problemas. Bruscamente, las sirenas de la pasma rasgaron la noche, apareciendo de improviso al pasar la 10ª avenida. Tenía tres vehículos pegados a mi espalda, danzando frenéticamente, luchando por sacarme de la carretera. Pisé el freno, los automóviles azules pasaron delante de mí, hundiendo el morro del taxi que venía detrás. Puse un nuevo cargador en la 9 milímetros. Con el motor a plena potencia, embestí el coche patrulla situado a mi izquierda, convirtiendo la parte trasera en papilla. El madero del interior rebotó contra las paredes; el segundo impacto hizo ladearse el vehículo, poniéndolo en posición horizontal, arrastrado por el avance frenético del Plymouth. El agente levantó su arma, su jeta estaba desencajada por el miedo, dispuesto a volarme la tapa de los sesos. Me anticipé por segundos, su faz desagradable quedó destrozada, salpicando de masa encefálica el volante. El segundo automóvil trató de empujarme al arcén, aguanté el choque lo mejor que pude, extendiendo la mano armada hacia el conductor. La ventanilla detonó bajo los impactos, alcanzándole encima de la placa, taladrándole el tronco braquiocefálico, que lanzó un potente reguero de sangre contra el tablero de mandos. El hombre lanzó un chillido asustado, soltando el volante, tapándose la hemorragia, perdiendo la carretera de vista. Un Buick apareció de improviso, el conductor levantó las manos, intentando protegerse del bombazo. El coche patrulla rodó por la cuneta, tenía el motor hundido en la cabina de pasajeros, convertido en un montón de chatarra, deteniendo el tráfico hasta al final de la calle. Cambié de carril, abandonando el vehículo masacrado, enfrentándome al último coche. Johnnie tenía dificultades para salir de la 20, las columnas de circulación se aglomeraban sobre el alquitrán, impidiéndole el paso. El último automóvil se acercaba en mi dirección, un proyectil movió el cadáver de la joven, haciéndole recuperar la vida macabramente durante unos segundos. El encuentro me hizo zigzaguear, pegándome a la cuneta, con dos ruedas sobre la acera. Irritado, disparé contra el coche patrulla, arrancando la sirena de su sitio. Un vehículo de helados perdió el norte, metiéndose delante de mí, haciendo que colisionáramos, lanzándome contra el volante, que estuvo cerca de empalarme. Tardé unos segundos en salir del Plymouth parecía que me habían dado una paliza colocándome detrás de la carrocería. La pasma se detuvo, abriendo fuego por las ventanillas abiertas, tal como sucede en las películas. Eran pésimos tiradores, no me costó demasiado quitármelos de encima, sus cuerpos quedaron tendidos sobre la carretera, con los cráneos reventados. Johnnie había salido de la 20, dirigiéndose hacia el Hudson, dando bandazos como un gilipollas. Lanzando una maldición, corrí con todas mis fuerzas, cruzando la calle abarrotada. Mi corazón estaba apunto de explotar, mis nervios protestaban bajo la presión, tenía que atraparlo con vida. Salí de la calle, los muelles estaban impresos en la lejanía, reflejando sus formas geométricas sobre las aguas oscuras del río. Disparé varias veces; con un estampido el Chrysler resbaló, rompiendo un seto, descendiendo por una rampa de tierra, hundiéndose en una zanja. Me costó unos minutos llegar, el vehículo estaba tumbado sobre su costado, echando humo por el capot triturado, perdiendo gasolina copiosamente. De un salto, bajé por una depresión del terreno, aquel hijoputa podía estar esperándome, tomando toda clase de precauciones. No tenía que haberme preocupado, el Rajado estaba atrapado en el asiento del conductor, con la cara ensangrentada sobre el salpicadero. Afortunadamente, aún estaba vivo, suerte que no lo había matado. Guardé su pistola, no quería llevarme sorpresas desagradables, en el bolsillo de la chaqueta. Lo sostuve por los cabellos grasientos, mirándolo heladamente, preguntándole:

– ¿Para quién trabajas?

– ¡Vete a tomar por culo!

No me gustó su voz, era horrible, no me extrañaba que lo hubieran desfigurado en la trena:

– ¿Quién mandó a matar a Lowenstein?-insistí-¡Dímelo!

– ¡Qué te follen!

Le di un revés:

– ¿Quieres que te pegue fuego, cabrón?

Su cara se dislocó, sabía que era capaz de hacerlo, no quería tener una muerte tan espeluznante:

– ¿Me soltarás si hablo?

– Claro.

– Tu amigo nos robó un alijo de coca-explicó-Mi jefe hizo que lo mataran.

– ¿Quién dio la orden?

Sus labios temblaban de pánico:

– ¡Responde!

– Steven Wood.

Sabía quién era, no era la primera vez que escuchaba su nombre, no había imaginado que estaba metido en el ajo. Según los rumores, había sido lugarteniente de Joey Gallo, pero después de que se lo cargaran el año pasado, estaba trabajando por cuenta propia, dedicándose al tráfico de narcóticos:

– ¿Dónde puedo encontrarle?

– Mañana tiene una reunión a las cuatro en Greenwich, número 40, calle Christopher-balbució roncamente-Quiere vender la droga que le quitamos a tu colega a unos camellos del barrio chino.

– ¿Cuántos hombres habrán allí?

– Bastantes-tosió-Wood no se fía de los amarillos.

– Gracias por tu amabilidad, Johnnie.

Tenía que largarme de allí, la bofia aparecería en cualquier momento, podía escuchar sirenas a varias manzanas de distancia:

– ¡Sácame de aquí!-Johnnie empujó la puerta atascada-¡No quiero que la puta pasma me encuentre!

– No te preocupes, Rajado. No volverán a meterte en el talego.

– ¿Qué vas a hacer?

– Adiós, gilipollas.

Con una mueca macabra, abandoné la zanja, tirando el mechero encendido sobre la gasolina fresca. Una hilera de llamas se levantó, tonos doradoazulados, prendiendo la noche terminal, recorriendo la depresión hacia el coche. El Rajado gritaba enloquecidamente, el fuego devoró sus miembros, antes de que el vehículo estallara, levantando un geiser flameante en el aire. Mecánicamente, recordé la Factory: montacargas, 6º piso, entrada de acero, cartel en la puerta, pupitre de bronce forjado, teléfonos blancos, cuarto de filmación, sofá de vinillo, sala de proyección, magnetófonos Star Polaroid, cuando fui a ver Lonesome Cowboys con Sandra, el día de nuestra primera cita, sin ningún tipo de emoción. ¿Por qué asociaba aquella imagen con la que acababa de presenciar? Misterio. Complacido, caminé hacia los almacenes que se perfilaban a doscientos metros, sin mirar los bidones de basura prendidos con gasoil, dispuesto a recuperar mi Mustang aparcado en la calle 30. Mirando a mí alrededor, comprobé que la sociedad estaba colapsada, quebrada por el caos consumista que sumía el presente en un cagadero maloliente. América había crecido en una mezcolanza de caos, destrucción, nacionalismo, violencia, vouyerismo, angustia, senilidad, falso progreso, dudas, publicidad, religión, competencia, racismo… nada de ello me había afectado, aún tenía personalidad propia, una manera de pensar diferente a la de la masa; jamás cambiaría en ese sentido, porque siempre había estado seguro que no viviría para ver el día siguiente. Pasé entre docenas de coches desmantelados colocados sobre bloques, oliendo a perros calientes, los pordioseros no me hicieron caso, estaban hipnotizados por la deflagración, aún me quedaba mucho trabajo por delante…