MIERCOLES
Somebody’s got the time time
Somebody’s got the right
All of the other people
Tryin´ to use up night
But now me, I’m out of the corner
You know I’m lookin´ for…
COOL IT DOWN
Un halo de sol matinal bañaba el edificio, cubriendo mis cicatrices con su tacto, proporcionando un agradable calor al interior del apartamento. Había dormido de un tirón, no recordaba lo que había soñado, las pesadillas habituales no perturbaron mi descanso. Bostezando, encendí el primer cigarrillo del día, sin quitar los ojos del exterior. Las calles ofrecían una vaga respuesta a mis interrogantes, los bloques brillaban mortecinamente, quebrados por años de abusos climáticos. Anoche, entre las sábanas frías, me había tocado como si estuviera acariciándola. ¿Acaso me había vuelto loco? Los centenares de ventanas parecían una evolución de mi subconsciente, ojos fragmentados de colores vacuos, haciéndome plantearme el porqué de mi euforia. Quizá en las bocas de metro, en las señales de tráfico, en los postes eléctricos, en las alcantarillas humeantes, en las bocas de riego, en las aceras rotas, encontrase energías suficientes para apartar mi adicción. Una ráfaga de aire frío penetró por la ventana, mi cuerpo desnudo se erizó, limpiando la atmósfera del dormitorio, que comenzaba a adquirir un nuevo estatus personal. El barrio apestaba por su decadencia: mujeres maltratadas, delinquentes juveniles, personas sin hogar, pordioseros en las esquinas, iglesias inmundas, yonquis en los callejones… sobrevivía entre la escoria, procurando sacar la cabeza sobre las olas, evitando ahogarme por los pelos. De repente, libre de mi estupor heroinómano, percibí que el mundo exterior respiraba una nueva sexualidad, códigos de comportamiento que había pasado por alto, creando un universo imposible de describir debido a la riqueza de sus matices. Sacudiendo la cabeza, arrojé la colilla a la calle, vistiéndome antes de dirigirme al salón. La nevada reciente me había limpiado las ideas, desligándome de mis preocupaciones, aportándome otras nuevas que no sabía cómo tomármelas. Actuaba como un depredador, estaba decidido a absorber a Sandra para desengancharme, cosa que no me terminaba de convencer, porque deseaba una continuidad, no una ruptura total, aunque procuraba ser realista, ambos sabíamos que lo nuestro no tenía futuro. Me sentía positivo, tranquilo después de tantos meses de autoaborrecimiento, disfrutando de una serenidad poco común. Me tomé dos pastillas, cortando los primeros síntomas de malestar, bebiendo directamente del grifo de la cocina. El disco que me había regalado aún estaba cerrado, no había tenido fuerzas para oírlo al llegar a casa, desafiándome a que lo abriera, sumergiéndome entre los surcos del vinilo. Rasgué el papel de regalo de un tirón, sosteniendo el álbum entre las manos, mirando el Berlín de Mr. Rock´n´Roll Animal. Sonriendo, saqué el disco de la funda, examinando la portada desplegable, estudiando las fotos fijas del interior, que narraban una especie de historia conceptual. Las imágenes llamaron mi atención, tenían personalidad, ilustrando la relación amorosa destructiva que representaba el álbum. Las letras me parecieron bellas, mortíferas, realistas, contaban la vida tal como era, no dejaban nada a medias…
Caroline says that I’m just a toy
She wants a man not just a boy
Oh Caroline says, ooh Caroline says
Caroline says she can’t help but be mean
Or cruel, or oh so it seems
Oh Caroline says, Caroline says
She says she doesn’t want a man who leans
still she is my Germanic Queen…
Después de escuchar el vinilo, estuve unos minutos con la mente en blanco, intentando sacar alguna conclusión. El disco era una ópera moderna, una odisea emocional desgarradora, veteada por imágenes cinematográficas en blanco y negro, donde la pareja protagonista se aniquilaba mutuamente. Distintas palabras me vinieron a la cabeza: traición, paranoia, violencia, depresión, amor, dolor, frustración, pesar, amargura, redención, pérdida, ilusiones, depresión, desesperanza, tormento, degradación moral… todas estaban impresas en la historia, nunca imaginé que existieran álbumes de estas características, la música abarcaba horizontes que sólo había vislumbrado de lejos, me había perdido muchas cosas por mantener mi dicción en forma. Podía sentirme identificado con aquel universo perfectamente: camellos, polis corruptos, crimen, adictos a la metedrina, bares sucios, drogas, niños abandonados, suicidio… notaba que en la patética muerte de Caroline latía cierto sentimiento de venganza, de desprecio hacia las debilidades ajenas, de machismo de los años cincuenta estereotipado, Reed no debía ser buena persona, de ello estaba completamente seguro. Las letras demostraban un amplio conocimiento del lado oscuro de la vida, no podían dejarme indiferente, conocía aquellos rollos como si los hubiera vivido personalmente, los veía a diario entre los cubos de basura donde dormían los mendigos. Aunque odiara admitirlo, el vinilo me había encantado; más aún, estaba hechizado por su grandeza. Jamás había entendido por qué Sandra adoraba a Lou Reed, pero después de un año, acababa de hacerlo. A pesar del énfasis con el que defendía los logros de la VU, nunca me había interesado su música, sino de una manera bastante insustancial. Ello no significaba que fueran una mierda, no lograba conectar con las canciones, bajo mi punto de vista eran un grupo de niñatos que únicamente se preocupaban por armar ruido. Incluso una vez había tenido la mala suerte de verlos en directo. Smith me encargó que liquidara a un capullo que trabajaba en el Film-Makers Cinematheque en la calle 41, al parecer estaba poniéndole los cuernos a su sobrina, así que la familia decidió cortar por lo sano, dejándolo todo en manos del boss, que no dudó en pagarme quinientos machacantes para que hiciera limpieza. Decidí visitarle al trabajo, de esta forma podría hacerme la idea de cómo era, a que hora terminaba, de cual era su coche… cuando entré al local, la música casi me reventó los tímpanos: sobre el escenario, cubierto de imágenes de películas de Warhol, tocaba un grupo encabezado por una rubia escultural vestida con un mono blanco, resaltando como una llama en la oscuridad. Luces estroboscópicas remolineaban sobre las paredes, hiriendo las retinas de los espectadores, los músicos enlutados utilizaban gafas de sol, dándoselas de tipos duros. Un hombre fingió chutarse delante del grupo, nadie se movía de las sillas, un grupo de bailarines danzaba sobre el escenario, el caos dominaba la situación, representando un show demasiado vanguardista para la época. Tuve que tragarme el concierto, aparte de los seis dólares desperdiciados de la entrada, lástima que no fuese sordo, hasta que mi hombre salió. Durante el espectáculo, solamente me gustó una canción llamada “Heroin”, las connotaciones son obvias, pero supe que ninguno de ellos era adicto, simplemente se trataba de una pose. El caballo es imposible de detallar, elimina los sentimientos de los que lo toman, apoderándose de sus personalidades, borrando todo lo demás, nadie puede cantar sobre sus efectos. Cuando el show terminó, seguí a mi víctima con el coche, buscando el momento apropiado para actuar. En el cruce de la calle 23 con la 8ª avenida le volé la cabeza de un disparo, esparciendo sus sesos sobre el volante del Continental, con una escopeta de cañones recortados. Ulteriormente, Sandra me pondría al corriente, aquel día vi a Nico, Lou Reed, John Cale, Sterling Morrison, y Moe Tucker, actuando delante de todos los colgados de la ciudad. Tuve la sensación de que nadie entendía lo que pasaba sobre el escenario, los músicos iban a su tema, limitándose a tocar lo más fuerte posible, desatando un maremoto sónico de proporciones devastadoras. Los clientes estaban colocados, indiferentes al entretenimiento visual, sólo sabían sorber sus cócteles de fantasía, aterrorizados por el estruendo palpitante que sacudía las paredes. Mientras esperaba a mi objetivo, analicé el sonido del grupo: la belleza nórdica hierática de la mujer, la voz cansina del cantante agazapado entre las sombras, la viola chirriante que rasgaba los altavoces de mala calidad, las guitarras distorsionadas, la percusión monocorde, visceral, sin ápices de virtuosismo. Nadie había actuado jamás de aquella manera, aunque detestara lo que hacían, percibí que se adelantaban a su tiempo, estaban cimentando las bases musicales del futuro próximo. La gente estaba bastante bebida, puestos de drogas duras, venenosamente paranoicos, despreciando a cualquiera que estuviera sobrio, estudiando ávidamente a los bailarines que se recortaban a contraluz. El ácido había muerto, sólo se trataba de un recuerdo subliminal de los sesenta, ahora gobernaba el speed, los tranquilizantes, o el caballo. La Costa Oeste siempre fue diferente a la Costa Este, Andy Warhol se encargó concienzudamente de definir la esencia de la ciudad en sus películas, apartando Nueva York de la nebulosa de San Francisco. Parecía que Sandra estaba transformándome, llevándome a su terreno, para que pudiese comprenderla. No me importaba participar en aquel juego, disfrutaba forzando la situación, empujándola contra las cuerdas. Una punzada de hambre recorrió mi estómago. Me puse una chaqueta de cuero de motorista, saliendo al exterior del edificio, dispuesto a almorzar. Mientras recorría la avenida vacía, el frío aumentó unos grados, cubriendo de escarcha los parabrisas de los vehículos aparcados en la cuneta, creando sombras cortantes sobre las aceras astilladas. Estaba asomado sobre el precipicio: a un lado estaba mi pasado más reciente, al otro el futuro incierto que se abría debajo de mis pies dispuesto a devorarme, el presente no ofrecía grandes expectativas, nunca me había dado cuenta que albergaba tantas frustraciones interiores. Hundiendo las manos en los bolsillos altos, inhalé el aire helado con ansiedad, anhelando que el clima gélido higienizara mi interior, cicatrizando los abscesos producidos por la heroína. ¿Creía que en las Vegas encontraría reposo? Fuera donde fuera, llevaría mis serpientes personales en la maleta, no sería tan sencillo olvidarlo todo. Tampoco me apetecía seguir un camino seguro, prefería correr riesgos sin límites, estos me servían para continuar vivo, el miedo era una sensación desconocida para mí. Necesitaba una manera de expresarme, de definir las ideas que recorrían mi mente, de recuperar la ilusión perdida, si no terminaría reventando. Desanimado, pateé una botella de cerveza medio enterrada en la nieve, rompiéndola contra una pared. Luchaba contra más de una década de adicción, mi cuerpo se revelaba contra mí, no podía ignorar aquellos átomos hambrientos de droga que demandaban una respuesta inmediata. Tenía que ser paciente, no podía fracasar de nuevo, había demasiadas cosas en juego. En un muro sin encalar, escrita con letras desiguales, leí una frase pintada en color rojo:
LA POLÍTICA ES EL ARTE DE ENCANTAR A LOS HOMBRES
LA GUERRA ES EL ARTE DE MATARLOS
¿Quién había perdido el tiempo con aquella mariconada? Los años sesenta habían sido una mierda. Las teorías vacías esgrimidas por una juventud complaciente habían muerto: las fuerzas del arte, las drogas psicodélicas, la paz de segunda mano, la energía juvenil, el misticismo barato, el amor por el prójimo, los submarinos amarillos… ¿dónde habían terminado? Nadie los recordaba, estarían muertos o en la trena, añorando tiempos felices, cuando papá o mamá podían mandarles un cheque por correo si las cosas estaban chungas. Ahora que no estaba colgado, empezaba a plantearme muchas preguntas que antes no me importaban, atrapado como una mosca entre mis telarañas mentales. Mi adicción me había arrebatado las emociones, por ello no podía sentir nada por nadie, ni siquiera por Sandra, algo fallaba en mi alma, estaba incompleto. Aquellas cuestiones no me hubieran preocupado la semana pasada, con mis dosis diarias tenía suficiente, el resto me la sudaba. Debía llegar a alguna conclusión, decidir que iba a hacer con mi vida, o un día aparecería de color azul oscuro, con una jeringuilla mugrienta suspendida del brazo. Sentí un escalofrío de repulsión, había visto a docenas de yonquis muertos por sobredosis: ¿deseaba ese futuro para mí? Caminando más aprisa, ignoré mis pensamientos, abriendo una estela en la acera resbaladiza. Después de almorzar haría las maletas, iría a Harlem a buscar a Milton para conseguir tranquilizantes, llenaría el tanque hasta arriba, largándome por la interestatal 66. Al tomar mi decisión, las dudas agobiantes desaparecieron, grabadas subliminalmente en un rincón remoto de mi conciencia. Sabía que no tardarían en regresar, pero cuando estuviera lejos de la ciudad, no me importarían. Al llegar a la cafetería, elegí una mesa situada al fondo, alejándome intencionadamente de los clientes del establecimiento. Después de pedir algo de comer al camarero, prendí un cigarrillo, dándole una profunda calada, estirando mi cuerpo sobre el sillón tapizado de verde. Bajo la televisión encendida, parejas aisladas comían apáticamente, encuadrados entre la decoración artificial desolada. Últimamente fumaba demasiado, pero no podía evitarlo, el Valium me crispaba los nervios, tenía que encontrar una salida alternativa viable. Con ironía, me pregunté si necesitaba mantener algún tipo de cuelgue para continuar vivo. Almorzando, los transeúntes caminaban a cámara rápida, pensé en las cosas que empacaría para el viaje. ¿Cuánto tiempo me llevaría cruzar el continente? Siempre había querido hacer algo parecido, recorrer miles de kilómetros interminables, abandonar el pasado a mis espaldas, guillotinándolo entre las líneas discontinuas de la autopista. ¿Por qué no lo ponía en práctica? Mozart estaba en lo cierto, nada me ataba a Nueva York, únicamente dependía de mí mismo, era libre cómo un pájaro. Durante unos segundos pensé en Sandra, deseándola con intensidad, sin atreverme a dar el paso definitivo. Me marcharía sin decirle adiós, detestaba las despedidas, los sentimentalismos no casaban conmigo. Puede que fuera mejor cortar nuestra relación, comenzaba a preocuparme por ella, e incluso mi cuerpo pedía a gritos que me la follara, no quería empeorar las cosas. Cuando terminé, puse doce pavos sobre la mesa, propina incluida, y salí fumándome un Winston. La travesía no sería fácil, tendría que estar toda la jornada en la carretera, repostar en gasolineras, pernoctar en moteles Holyday Inn, tragarme las inclemencias metereológicas, soportar el tedio de la carretera… no me inquietaba, adoraba las locuras, era la única manera posible de escapar de mí mismo, si no terminaría matándome. Desde el otro extremo de la calle, una ventisca azotó los árboles, haciéndome agachar la cabeza. La nieve se volvió más pesada, gruesos copos de un blanco lechoso chocaron contra mi cuerpo, resbalando sobre mis vestiduras negras. Curiosamente, era inmune al frío, un fuego visceral encendía mis entrañas, apartándome del mundo que me rodeaba con su sordidez. Me sentía genial, como si estuviese colocado, pero no eran los mismos síntomas, la heroína no me hubiese permitido soñar con los ojos abiertos. El barrio refulgía como una cuchillada, nunca había percibido los edificios con tanta precisión, imbuidos por perversos secretos que ocultaban vetas de violencia en sus esquinas. Sin darme cuenta, quise reírme como un niño, soltar una carcajada estruendosa, asustando a las brujas con rulos en la cabeza que holgazaneaban en las ventanas. Penetrando en el edificio, pasé el vestíbulo mal iluminado, sin molestarme en saludar al cartero de la zona. Agarrando la barandilla, subí los escalones crujientes de dos en dos, dándome de bruces con la fulana del segundo. Era la primera vez que la veía: cabellos pelirrojos, hombros estrechos, rostro consumido, cuerpo pálido… parecía que estaba esperándome, a través del camisón abierto distinguí sus abultadas tetas, incitándome a manosearlas sin miramientos. Mi atención se centró en su antebrazo, un tirón se agitó en mi entrepierna, pinchazos recientes recorrían la cara interna del codo, más excitantes que cualquier orificio de su anatomía:
– ¿Qué pasa contigo?-Alice interrumpió mi avance con la diestra-¿Eres demasiado bueno para mí?
Inmediatamente, asimilé su cólera narcotizada, estaba bastante resentida conmigo, olía a perfume barato, coñac, sudor y morfina, probablemente era el único tío del bloque que no se la había cepillado:
– No eres mi tipo, princesa.
La aparté bruscamente, plantándola en mitad del rellano, convertida en una pécora enfurecida:
– ¡Maricón!-aulló-¡Desgraciado!
Sin prestarle atención, llegué a mi apartamento, cerrando de un portazo. Con una mueca macabra, ¿por qué me pasaban cosas así?, me quité la cazadora húmeda, conectando la calefacción a tope. Inconscientemente, volví a poner el Berlín en el tocadiscos, perdiéndome en el interior del álbum, centrándome en la voz exhausta, amargada, derrotada de Lou Reed…
How do you think it feels
When you’re speeding and lonely
How do you think it feels
When all you can say is if only
If only I had a little
If only I had some change
If only, if only, only
How do you think it feels
And when do you think it stops…
El timbre del teléfono me hizo regresar a la realidad:
– ¿Sí?
– Smith-dijo el boss fríamente-Tengo un trabajo para ti esta noche.
– Me has llamado en un mal momento-admití-¿No podrías dárselo a Brown?
– Tú eres el hombre que quiero, Stark-su entonación no admitía negativas-¿Quieres ganar cinco mil dólares?
– Claro.
– Nos vemos a las seis.
Al colgar el aricular, me quedé mirando la pared del fondo, dándole vueltas a la cabeza. Smith era un irlandés afincado en la ciudad desde principios de siglo. Había dedicado su vida al negocio del crimen: contrabando de alcohol, apuestas ilegales, atracos a mano armada, infracciones sindicales, trafico de armas, sobornos pugilísticos, fraudes fiscales… por suerte, nunca había llegado a la altura de otros jefes de la mafia, prefería pequeños bocados que atragantarse con pasteles grandes, tal como les pasaba a otros, que se perdían por ser demasiado avariciosos. Se rumoreaba que había participado en las guerras de bandas de Frank Costello y Vito Genovese a mediados de los cuarenta, poniéndose siempre del lado del más fuerte, cambiando de bando según su conveniencia. La bofia nunca había intervenido en sus asuntos, preferían a aquellos que aparecían en los titulares, aunque el boss era propietario de la mitad de los night-clubs de East Side, cosa que poca gente sabía. Hacía varios meses que Smith no me proporcionaba un trabajo de calidad, normalmente mi tarifa oscilaba de quinientos a mil pavos, debía tratarse de alguien importante. Consultando el reloj, me di cuenta de que iba a llegar tarde, tendría que ponerme las pilas. Cinco mil dólares era mucha pasta, podría pagarme el viaje hasta las Vegas, estar varios meses sin pegar golpe, siempre que administrara bien el dinero. Conduciendo hacia Washington Square, observé mi entorno con curiosidad, buscando pautas de conducta indeterminadas: amplias avenidas, carriles saturados de tráfico, carteles publicitarios, rascacielos de oficinas, multitudes multirraciales, parques de automóviles… Manhattan transmitía decadencia, inundada hasta límites insoportables, preparándose para la noche próxima. Dentro de unas horas las calles serían el recibidor del infierno: putas, maricones, camellos, chulos, travestís, maleantes, lesbianas, drogatas, pederastas… la aparente tranquilidad era una ilusión, el caos estaba a la vuelta de la esquina, todo permutaba de la mañana a la noche de una manera radical. Un camión de bomberos me obligó a cambiar de carril, la carrocería escarlata destelló contra el espejo retrovisor, una humareda siniestra ascendía a varias manzanas de distancia, abriéndose paso hacia la Cocina del Infierno. La soledad urbana me había transformado en un bloque de hielo. No tenía vida afectiva, ni remordimientos, ni responsabilidades, ni conciencia. Estaba por encima del pecado original, aislado en el perpetuo presente, sin poder distanciarme del pasado, ni preocuparme por el futuro cercano. Acariciando el volante, mi mente vagó sobre la misión que me esperaba, deseando desahogar la indecisión que atesoraba en mi pecho, que amenazaba con sobrepasar mi autocontrol, cargándome a unos cuantos hijos de puta. Cuando llegué al club, Tommy estaba esperándome en la puerta trasera, ataviado con un traje de lino blanco, limpiándose las uñas con una navaja retráctil. No cruzamos palabra, los saludos sobraban, nunca he sido una persona comunicativa. Curiosamente, había poca gente a aquellas horas, todo estaba demasiado tranquilo para mi gusto. A mitad del corredor a oscuras, Jerry salió a mi encuentro, acompañándome hacia el despacho de Smith. El lugar me resultó tan amenazante como de costumbre, jamás me había gustado entrar allí, no sabía si de un día para otro alguien me pegaría un tiro por la espalda, aquel sitio olía a crimen por todas partes. Hubiera preferido que Smith me diera los datos por teléfono, pero ambos sabíamos que este tipo de temas era mejor hablarlos en privado, mirándonos a los ojos. Molesto, me reí de mis temores, quitándoles importancia, mientras me preguntaba que estratagema idearía el boss para convencerme de que hiciera aquel trabajo de última hora. Tenía que aceptar, necesitaba dinero, las finanzas no eran mi punto fuerte, no tenía ni idea del dinero que tendría en el banco. Durante el corto trayecto, comprobé que una Magnum 357 abultaba en su cintura, oculta bajo la chaqueta de cuadros pulcramente abrochada:
– ¿Cómo está tu hermano?
– Continua en el St. Clare´s Hospital-me explicó sucintamente-Mañana lo operan.
– ¿Habéis cogido al Sapo?
– Puedes encontrarlo en el fondo del Hudson-dijo sin aminorar la velocidad-Aún tendrá los pies metidos en un bloque de cemento.
– Me alegro. Frank es un buen tío. Dale recuerdos de mi parte.
– Lo haré.
Pasando al interior del despacho, la atmósfera inquietante me envolvió, apartándome de mi apatía habitual. La estancia estaba lujosamente amueblada: suelo alfombrado, muebles de nogal, sofás de piel, un póster autografiado de Rocky Graciano, un juego de palos de golf, una reproducción (bastante buena) de Richard Hass… detrás de la ancha mesa, Smith parecía un maniquí de plástico congelado en mitad de sus dominios, como uno de los presidentes modelados en el monte Rushmore, fumando un habano de aspecto cubano:
– Has tardado, Stark.
Sin pedir premiso, me senté enfrente suyo, cruzando las piernas:
– Pillé un atasco que llegaba hasta el final de la 13-mentí.
Los ojos inhumanos de Smith taladraron mi cuerpo, sus pómulos se marcaban sobre la piel apergaminada, sacando conclusiones con rapidez:
– ¿Has dejado de picarte?
– ¿Cómo lo sabes?-pregunté con extrañeza.
– Tienes mejor aspecto-dio una calada a su puro-¿Conoces a Luigi Sturfo?
– Por supuesto-asentí-¿Qué ha hecho?
– Un amigo mío quiere retirarlo de circulación. Últimamente está cantando como un canario a la policía, nos ha metido a todos en problemas.
– Sturfo es un peso pesado-me lamí los labios secos-¿Dónde puedo encontrarle?
– Ha alquilado una habitación permanentemente en el hotel Chelsea. Tiene costumbre de ir los miércoles con su amante, será el momento perfecto para matarle.
– ¿Cómo te has enterado?-inquirí-¿Tienes algún contacto en la CIA?
– Eso es secreto, Stark-sonrió-Mejor que no lo sepas.
Su gesto me produjo un escalofrío, nunca sabías si mañana mandaría alguien a liquidarte, aquel cabrón era un tipo peligroso, vendería a sus hijos antes de perder una apuesta:
– ¿Has visto a los sicilianos que ha contratado?
– Poca cosa para ti, ¿no?
– No me preocupan. ¿Estarán con él esta noche?
– No-su iris color lejía centelleó-Sturfo los ha mandado a cobrar a un compadre, tendrás que vértelas con aficionados.
– Lástima.
Interiormente, estaba ligeramente decepcionado, esperaba enfrentarme a expertos, me gustaban los retos complicados, cuanto más difíciles mejor:
– ¿En qué habitación estará?
– A partir de las once en la número 115-puntualizó-Tienes que darle un castigo ejemplar, que salga en primera plana en todos los diarios.
– ¿Por qué?
– Mi amigo me pagará el doble.
– ¿Diez mil dólares?-puse los ojos en blanco-Es mucha pasta.
– Se trata de algo personal-enfatizó Smith-Cuando vea su cadáver en la portada del New York Times será muy generoso con nosotros. No puedes fallarme, ¿entendido?
– ¿Cuándo lo he hecho?
Como siempre, quería jugar sobre seguro:
– Jamás-se levantó dispuesto a servirse una copa-¿Podrás hacerlo?
– ¿Por qué dudas de mí?
– Estás desintoxicado-reflexionó agarrando una botella de bourbon del mueble-bar.- Ignoro cómo diablos reaccionarán tus nervios.
– No te preocupes-sonreí sin humor-Hacía tiempo que no me sentía tan bien.
– Lo sé, Stark-el traje azul de mil dólares crujió al sentarse-¿Por qué has decidido dejarlo?
– Necesito un cambio-apagué el cigarrillo-No me quedan venas donde chutarme.
– Pensaba que sentirías remordimientos-reconoció Smith-No serías el primero que trabajase para mí que sufriese una crisis existencial.
Ignoré el sarcasmo latente en su comentario:
– No es mi estilo-encogí los hombros-La conciencia no sirve de nada.
– Siempre has sido distinto a los demás-terminó la copa-Eres el mejor asesino de Manhattan-admitió con orgullo-Por eso quiero que te encargues de Luigi Sturfo.
– Espero que tengas razón-cambié de tema-¿Cuándo podrás pagarme?
– Tienes prisa por cobrar, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Qué piensas hacer?
– Tomarme unas vacaciones.
¿Dónde?
– Creo que iré a las Vegas. Tengo que cambiar de aires una temporada. Luego volveré otra vez.
Smith abrió la cartera de piel de cocodrilo, sacó cinco billetes nuevos, extendiéndomelos con elegancia, sin el menor atisbo de desconfianza:
– Jerry te pagará el resto-convino calculadoramente-Puedes encontrarlo esta madrugada entre las mesas de blackjack.
– Entendido.
La conversación finalizó. Guardando la pasta, abandoné el despacho sin perder el tiempo con formulismos, los negocios son los negocios. Jerry volvió a acompañarme, pero esta vez en sentido inverso, revelando el camino como un carrete de Polaroid:
– Nos vemos esta noche, Jerry.
– Claro-vio mi Mustang estacionado en el aparcamiento del club-¿Cuándo vas a jubilar ese cacharro?
– Nunca.
– ¿Aún puede caminar?
– Más de lo que imaginas.
Ambos nos dimos la mano:
– Nos vemos, Stark.
– Adiós.
Mientras conducía, ideé un plan de acción, buscando todas las posibilidades. Torciendo a la izquierda, accedí por la calle 57, introduciéndome por la 5ª avenida, emergiendo entre los anuncios titilantes que bañaban los rascacielos como una tormenta holográfica. Poniendo el intermitente, pasé al carril derecho, observando por el espejo a una rubia que conducía un Jeep, parándome delante de un semáforo en naranja. Inconscientemente, aquella joven me recordó a Sandra: ¿por qué trazaba similitudes? Velozmente, perdí el interés; a pesar de que era más atractiva, ella era la única mujer que me interesaba. Aminorando la velocidad, recorrí las calles espaciosas, deambulando sin rumbo fijo, perturbado por mis pensamientos. ¿Estaría enamorándome? Los tiros no iban en esa dirección, me conocía bastante bien, mis emociones eran mucho más complejas. Sólo tomando posesión de su cuerpo quebradizo, podría cortar los vínculos que me ataban a la heroína, pero hacerlo significaría perderla para siempre. No quería causarle daño, bastante sufrimiento era capaz de infligir a mis víctimas, Sandra no estaba preparada para soportar mis culpas, por la sencilla razón de que no iba a redimirme. Ella era capaz de liberarme de mi dependencia, pero la coraza que me volvía indestructible se fundiría, mis decisiones podían causarme demasiados problemas. Smith había expresado mis propias dudas, resumiendo el proceso destructivo que me arrastraba, impidiéndome enterrar mis pesadillas. ¿El caballo sería mi método de penitencia? Mi desencanto tenía otras fuentes, ni la soledad ni la culpa me impulsaban a castigarme, sería una explicación de segunda mano absurda. Pese a haberme distanciado deliberadamente de la sociedad, no mataba para vengarme de los demás, ni para encender la cólera divina, sino para sobrevivir en la ciudad de la entropía. No era adicto por placer, ni por masoquismo, ni para autoflagelarme por los crímenes cometidos; en su momento no pude dar marcha atrás, es imposible retroceder la línea divisoria, menos cuando estás predestinado a no hacerlo. Estacioné el vehículo en un aparcamiento subterráneo, pagando por adelantado hasta el día siguiente, corroborando que el Mustang estuviese bien cerrado. Cuando avanzaba hacia el hotel, comprobé que el Max´s Kansas City estaba a escasa distancia, quizá algún día fuera a tomar una copa por allí, tenía curiosidad por averiguar como era. Con pasos decididos, penetré en la recepción del Chelsea, salvando el pomposo vestíbulo, donde me atendió un recepcionista atildado:
– ¿Qué desea, caballero?
– Quisiera alquilar una habitación individual para esta noche.
El hombre comprobó el listado de llegadas. Afortunadamente quedaban habitaciones libres, asignándome la 506:
– Documentación, por favor.
Le tendí el Carnet de Identidad falso, rellenando la ficha de inscripción con la diestra, firmando con un nombre inventado.
Das ist zu teuer-pensé.
– Gracias, señor-le tendió la llave al botones-Acompaña al caballero a la 506, Michael.
El mozo me escoltó a mi habitación, mostrándome el interior de la estancia al llegar, que daba a una panorámica visión de la piscina:
– Pon la maleta sobre la cama-ordené-¿Cuál es el número de recepción?
Cuando el muchacho me dejó a solas, recorrí el apartamento lentamente, familiarizándome con el entorno desconocido. Sabía perfectamente que había tomado una opción bastante arriesgada, pero tendría más posibilidades de cargarme a Sturfo si maniobraba desde dentro, que colándome en el edificio furtivamente como un ratero. A pesar de mi aspecto físico, no llamaría la atención entre los demás clientes, si me aceptaban como uno más. Sentado en la terraza, observé a los piscineros limpiar las aguas iluminadas, amontonando las hamacas en hileras de quince, guardando las colchonetas en un almacén cercano. La noche cubrió la ciudad, la piscina resplandecía como un árbol de Navidad, proporcionando al hotel un aura de sofisticado glamour. ¿Cuántos mendigos aparecerían mañana en la calle congelados? Aquella muestra de riqueza era una farsa, estábamos manipulados hasta la médula, nadie daba un puto centavo por nadie. Abandonando la estancia, recorrí los pasillos enmoquetados, dirigiéndome a la suite de mi objetivo. Las nubes negras comenzaron a vomitar nieve, cubriendo la avenida de escarcha, rebotando pesadamente contra la fachada del hotel. Curiosamente, estaba en el escenario donde Warhol rodó su película más famosa. ¿Con qué estrella de la Factory me identificaría Sandra? Existían varios candidatos: Gerard Malanga, Paul Morrisey, Billy Name, Ronald Tavel, Joe Dallesandro, Paul America… no sé que tipo de interés podía encontrar en aquel mundo de sadomasoquismo, castración, frustraciones, pornografía, vouyerismo y drogadicción, pero era obvio que sintetizaban sus fantasías, haciéndola mucho más apetecible de lo que era. Pasé delante de la número 115, estudiando el recodo del pasillo, donde había una salida de emergencia, que daba a las escaleras de servicio. Por el otro extremo del corredor, un personaje familiar avanzaba en mi dirección, acompañado por una pareja de aspecto extravagante. Lo reconocí por la chaqueta de piel de serpiente: ¿qué cojones hacía Nathan allí? Salí por la escalera de servicio, un montacargas a la derecha, un cuarto de limpieza a la izquierda, sin querer encontrarme con nadie conocido:
– ¿Cuándo vas a leer a Rimbaud?-preguntó una voz femenina.
– Nunca me ha gustado demasiado, Patti-respondió Nathan-Prefiero a Baudelaire.
– ¿Qué diferencia hay?-argumentó un tercero.
– No le hagas caso, Robert-dijo Patti-Este capullo no sabe lo que se pierde…
Rápidamente, regresé a mi apartamento, cerrando la puerta con llave. Había escuchado que el Chelsea era el punto de encuentro de los intelectuales de Nueva York, posiblemente Nathan se movería en aquel mundillo seudoartístico, buscando desesperadamente a un editor que lo sacase a la luz. Hubiera debido saludarlo, pero me comprometería demasiado, si la pasma lo interrogaba no les sería complicado llegar hasta mí. No comprendía la necesidad imperiosa que sentía Nathan por alcanzar la fama. Para mí era un misterio, quizá porque siempre había preferido el anonimato, que ser el centro de atención de otras personas, menos si no me conocían de nada. Al llamar a la recepción, reconocí la voz del recepcionista que me atendió al llegar, encargué una cena fría, preparándome para lo que me esperaba. Después de comer, me duché con agua tibia, eliminando cualquier rastro de olor de mi cuerpo. Desnudo, abrí la mochila de nylon, sacando una muda limpia. Al vestirme, repasé el estado de mis armas, revisando cuidadosamente los cargadores. No podía utilizar chaleco antibalas, sería demasiado llamativo, tenía que ser un trabajo limpio, la discreción era fundamental. Estuve tentado en tomar una pastilla, los primeros síntomas de malestar comenzaban a manifestarse, pero si lo hacía estaría embotado, una décima de segundo de retraso podía significar la muerte. Con una expresión rabiosa, quise lanzar el frasco al water, pero después de pensarlo mejor, lo guardé dentro de la maleta. Aún me quedaba una hora, que aproveché para dormir una corta siesta, asimilando los confines volumétricos del edificio, fundiéndome con sus paredes. A las doce en punto, tomé el ascensor hasta la última planta, descendiendo por las escaleras de emergencia, sin tropezarme con nadie. Un tío fumaba un porro en el rellano, su aspecto no engañaba a nadie, matando el tiempo hasta que llegase el próximo relevo. Afortunadamente, me había puesto las botas con suelas de goma, el matón no me escuchó bajar los escalones. De un salto, embestí contra él, hundiéndole el cañón de la Smith amp; Wesson en el esternón, arrancándole un gemido de dolor:
– ¿Cuántos sois?-pregunté heladamente, quitándole el Colt de la sobaquera de cuero, guardándolo en un bolsillo de mi gabardina.
– Tres-su cara aquilina empalideció por momentos, parecía que iba a cagarse en los pantalones.
– Dame más detalles-retorcí el silenciador maliciosamente-Soy todo oídos, colega.
– Hay uno en la entrada de la suite-susurró aterrado-El resto está dentro: uno en la terraza, el otro en el salón.
– Llama a tu amigo-le agarré bruscamente por la nuca clavándole el arma en los riñones-Si haces alguna tontería te mataré.
El spaghetti se asomó al corredor:
– ¡Vinnie!-dijo descuidadamente-¡Ven un momento!
Antes de que su compañero pudiese reaccionar, lo arrastré hacia el cuarto trastero, haciéndole perder el sentido de un culatazo. Cuando Vinnie abrió la puerta, le destrocé el rostro con la pistola, derrumbándolo de una zancadilla. Con saña, le aplasté la cabeza de un pisotón, rompiéndole la mandíbula contra el suelo. Los escondí dentro del elevador, atascando la puerta con un cenicero de pie, rematándolos sin compasión. ¡Estúpidos!. Los había engañado como a niños, Sturfo tenía que haberse molestado en seleccionar mejor a su gente, no limitarse a contratar a viejos conocidos de Little Italy, que solamente servían para cobrar a los ridículos tenderos que extorsionaba. Reponiendo el tambor, me incliné delante de la puerta con una ganzúa, tanteando la sencilla cerradura, en mitad del pasillo desierto. Los goznes saltaron con un chasquido. Como una exhalación, entré con la zurda extendida, el arma centelleó mortíferamente, dispuesto a sembrar la muerte. Un esbirro intentó levantarse del sillón, su escopeta giró desquiciadamente hacia mí, antes de caer con la tráquea atravesada. Cerré la puerta de un taconazo. Una detonación silenciosa lamió mi sien, hundiéndose en un cuadro, provocándome un escozor insoportable. La Walter apareció en mi diestra, el gigantesco italiano que me atacaba se llevó las extremidades al páncreas perforado, descargué las dos armas sobre su cráneo, desparramando sus sesos como una lluvia púrpura, manchando la pantalla encendida de la televisión. Un tercer matón salió del balcón, luchando por ponerse a cubierto detrás de la barra de la cocina, lanzándome una ráfaga con una Uzi. Rodé hacia mi derecha, las balas me rozaron los cabellos, rompiendo la lámpara, quedándonos a oscuras. La cabeza me ardía violentamente, la sangre resbaló por mi mejilla, haciéndome rechinar los dientes, buscando su aniquilación inmediata. Sin pensarlo, zigzagueé cambiando de posición, esperando el momento oportuno para disparar. Mi enemigo asomó la metralleta por encima de la barra, el arma le saltó de las manos, el pildorazo le había arrancado el índice. Antes de que tuviera tiempo de gritar, su boca se abrió debido al shock, le rompí la frente en mil pedazos. Automáticamente, cambié los cargadores, guardando la 32 en la funda. La TV reflejaba la carnicería de una manera irreal, en la pantalla emitían un documental sobre la muerte de JFK, cubriendo de estática la escena de pesadilla, inflamando la sangre negra que se deslizaba por la moqueta. Aquel cabrón me había engañado, había uno más dentro de la suite, tenía que haberlo matado dos veces. Fue entonces cuando me di cuenta de lo alta que estaba la tele, la voz repugnante del presentador repercutía contra las paredes acribilladas, disociándome de los cadáveres aún calientes. Aunque me resultase difícil de creer, apenas hacía dos minutos que había entrado, cumpliendo con mi misión de ángel exterminador. Dudaba que los vecinos se hubieran enterado de nada, los disparos habían sido efectuados con silenciadores, posiblemente la detonación de Oswald era la única que tenía que temer. Pasando por encima del cuerpo del hombretón, fui al dormitorio situado en el ala oeste del apartamento, que daba a la altura de la calle donde estaba el Max´s:
– No tengas miedo, dulzura-argumentaba una voz masculina-No te haré daño.
Una corriente de asco me envolvió, los gemidos de dolor eran extraños, aquel cerdo no estaba con una guarra:
– Mucho mejor-lanzó un tembloroso suspiro de placer-¿Te gusta, preciosidad?
Silenciosamente, recorrí el dormitorio midiendo mis pasos, apuntando a la nuca de mi objetivo, bañado por las luces que penetraban por la ventana. Sturfo sodomizaba a un niño, su cuerpo arrugado se movía obscenamente sobre el muchacho, aferrando sus diminutas caderas con las manos huesudas. De una patada en la espalda, lo arrojé contra la cabecera, haciéndolo rebotar a los pies de la cama. Rabiosamente, le estallé la cabeza contra la pared, rompiéndole la nariz como un huevo, restregándole la cara de un lado a otro, trazando un arco sanguinolento sobre el blanco inmaculado:
– ¡No me mates!-suplicó con voz estrangulada-Te pagaré el doble…
Un balazo en la rótula terminó con su arenga. De un revés lo dejé postrado en el suelo, con la boca inflamada por el golpe, incapaz de emitir una palabra, aterrorizado:
– Vengo de parte del Irlandés-pateé salvajemente sus costillas flotantes-¿Sabes quien es?
Sturfo no se atrevió a contestar. Casualmente quedó con el culo en popa, intentando contener la hemorragia, convertido en una piltrafa humana. No pude resistir la tentación, le hundí el cañón hasta el guardamonte, desgarrándole las paredes del recto, agotando el cargador con placer. Cuando el cuerpo dejó de estremecerse, solté la pistola, sin querer recuperarla. El chaval me miraba con los brazos apretados contra el pecho, apenas tendría diez años, demasiado conmocionado como para llorar:
– ¿Cómo te llamas?
Tardó un rato en responder:
– Andrés, señor.
– No tengas miedo-saqué la Walter-No te haré daño.
– Sí.
– ¿Cuánto te pagó?
– Cien dóla…
No terminó la frase, la bala atravesó su corazón, matándolo instantáneamente. No podía dejar testigos, aquel pequeño hispano me había visto, podría declarar contra mí en un tribunal. Guardé el arma en la funda. Tranquilamente, trasladé los cadáveres del montacargas al salón del apartamento, rezando por no encontrarme a nadie. Tuve suerte, los inquilinos estaban durmiendo, los golpes de fortuna no suelen acompañarme, en esta profesión siempre escasean. En un arrebato de inspiración, arreglé los fiambres como si hubieran perecido luchando entre ellos, para desquiciar deliberadamente a los sabuesos de la pasma. Al marcharme, coloqué el cartel de no molestar, concediéndome unas horas de plazo antes de pagar la cuenta. Llegué a mi piso sin tropiezos, quitándome los guantes de piel al entrar, busqué frenéticamente los tranquilizantes, tomándome un par a palo seco. Cuando mis nervios se calmaron, encontré fuerzas para examinar la herida reciente, que me punzaba molestamente. No era nada grave, las tenía peores, con una tirita bastaría. La bofia registraría el Chelsea, tomarían huellas dactilares, comprobarían la identidad de los clientes, interrogarían a todo el mundo… mañana habría salido de Manhattan, no imaginarían que el asesino estaría de camino a las Vegas, con diez mil pavos humeantes en el bolsillo. Además, dudaba que la dirección cooperase correctamente, bastante mala publicidad les daría ocho cadáveres en la 506, la matanza saldría hasta en el National Enquirer. Abriendo el minibar, limpié el arañazo con whisky, sin prestar atención a las manchas de pólvora frescas. ¿A qué hora encontrarían los cuerpos? Las camareras de piso no entrarían en la suite hasta las doce, tenía tiempo para descansar, al amanecer abandonaría el hotel. No lo había hecho tan mal, el error del domingo estaba subsanado, seguía siendo una máquina de matar. Recordé que tenía una cita con Jerry en el club, pero después de lo sucedido, sólo tenía ganas de dormir, olvidar durante unas horas mis ansias de droga.