CAPÍTULO 7
LA CONCIENCIA OBSERVADA

Hacia una definición de la conciencia

Si abrimos un diccionario y buscamos la definición de conciencia nos encontraremos con algo similar a «estado en el que se tiene una percepción inmediata de la propia identidad y del entorno». Basta sustituir «estado» por «estado mental», «percepción inmediata» por «conocimiento», y la expresión «propia identidad» por «propia existencia», y el resultado es un enunciado que refleja algunos de los aspectos esenciales, a mi juicio, de la conciencia: la conciencia es un estado mental en el que se tiene conocimiento de la propia existencia y de la existencia del entorno. La conciencia es un estado mental o, dicho de otro modo, si no hay mente no hay conciencia; pero es un estado mental particular, puesto que se halla enriquecido con una percepción del organismo particular en el que funciona la mente, y ese estado mental incluye el conocimiento de que tal existencia está ubicada, de que hay objetos y acontecimientos a su alrededor. La conciencia es un estado mental al que se le ha añadido un proceso en que uno se siente a sí mismo.

El estado mental consciente se experimenta en la exclusiva perspectiva de cada uno de nuestros organismos en primera persona, una perspectiva que nadie más puede observar. Cada uno de nuestros organismos, y nadie más, es dueño de la experiencia. Pero el hecho de que la experiencia sea exclusivamente privada no significa que no la enfoquemos de una manera relativamente «objetiva». En mi caso, por ejemplo, adopto este tipo de enfoque cuando trato de averiguar la existencia de una base natural para el «sí mismo como objeto», el «mí mismo material». Un «mí mismo material» enriquecido es capaz también de aportar conocimiento a la mente, o dicho de otro modo, el «sí mismo como objeto» puede funcionar también como sujeto que conoce.

La definición de conciencia antes expuesta la podemos ampliar diciendo que los estados mentales conscientes siempre tienen contenidos (tratan de algo siempre) y que algunos de los contenidos tienden a percibirse como colecciones integradas de partes (como sucede, por ejemplo, cuando vemos y oímos a una persona hablar mientras se nos acerca andando); y podemos ampliar más la definición diciendo que los estados mentales conscientes ponen de manifiesto propiedades cualitativas distintas relativas a los diferentes contenidos que uno llega a conocer (ver no es cualitativamente lo mismo que escuchar; tocar y gustar son cualitativamente distintos); y la podemos seguir ampliando así: los estados mentales conscientes contienen un obligado aspecto de sensación sentida, los sentimos como algo determinado; por último, nuestra definición provisional debe incluir que los estados mentales conscientes sólo son posibles cuando estamos despiertos, aunque una excepción parcial a esta definición es la que plantea la forma paradójica de conciencia que tenemos cuando dormimos y soñamos. En conclusión: en su forma estándar, la conciencia es un estado mental que se produce cuando estamos despiertos y en el que se da un conocimiento personal e intransferible de nuestra propia existencia, sea cual sea el entorno en el que se halle situada en un momento determinado. Los estados mentales conscientes manejan necesariamente un conocimiento basado en diferentes materiales sensoriales —corporales, visuales y auditivos, entre un largo etcétera— y manifiestan propiedades cualitativas variadas para las diferentes corrientes sensoriales. Los estados mentales conscientes son sentidos.

Cuando hablo de conciencia no me refiero simplemente al estado de vigilia, un uso incorrecto habitual cuyo origen se halla en el hecho de que cuando se deja de estar despierto, se pierde también la conciencia (en las páginas que siguen abordaré esta cuestión). La definición de conciencia deja asimismo claro que el término «conciencia» no se refiere simplemente a un proceso común de la mente, desprovisto del rasgo característico de un sí mismo individual. Por desgracia, se suele confundir «conciencia» con «mente», un uso común del término y, a mi juicio, un uso incorrecto. A menudo la gente dice «tener conciencia de algo» cuando quiere decir que tiene algo en «mente», o que algo se ha convertido en un contenido conspicuo de la mente como, por ejemplo, cuando se dice que «la cuestión del calentamiento global ha calado en la conciencia de las naciones occidentales»; y en este sentido, un número significativo de estudios contemporáneos tratan la conciencia como mente. Tampoco la conciencia, tal como el término se utiliza en estas páginas, equivale al «conocimiento de uno mismo», tal como lo daría a entender la frase «John se fue haciendo cada vez más consciente de la situación conforme ella le miraba fijamente»; ni tampoco equivale a «fuero interno», una función compleja que requiere, sí, de conciencia, pero que va mucho más allá de ella y pertenece a la esfera de la responsabilidad moral. Por último, la definición no se refiere a la conciencia en el sentido coloquial en que James la entiende como «corriente de conciencia» o «monólogo interior». La expresión a menudo se utiliza para referirse a los contenidos de la mente que fluyen en el tiempo, como el agua corre por el cauce de un río, y no al hecho de que este tipo de contenidos incorporan aspectos sutiles o no tanto de la subjetividad. Las referencias a la conciencia, en el contexto de los soliloquios de Shakespeare o de Joyce, adoptan a menudo este enfoque más simple. Sin embargo, resulta evidente que esos autores estaban explorando el fenómeno en su sentido amplio, y escribieron como si lo hiciesen desde la perspectiva de un personaje que se siente a sí mismo como él mismo, hasta tal punto que Harold Bloom ha sugerido que cabe atribuir a Shakespeare el haber introducido el fenómeno de la conciencia en la literatura (si bien es preciso mencionar la propuesta alternativa y plenamente plausible de James Wood de que la conciencia entró en la literatura a través del soliloquio, sí, pero mucho antes, en la plegaria, por ejemplo, y en la tragedia griega).1

La conciencia en sus partes

Conciencia y vigilia no son lo mismo. Estar despierto es un requisito previo para estar consciente. Cuando uno cae dormido de manera natural, o cuando se le fuerza a hacerlo administrándole anestesia, la conciencia se desvanece en su formato estándar, sólo con la parcial excepción del estado de conciencia particular que acompaña a los sueños y que de ningún modo contradice el requisito previo de la vigilia, porque la conciencia onírica no es una conciencia estándar.

Tendemos a enfocar el estado de vigilia como un fenómeno que se apaga y enciende, con valor 0 para el sueño y 1 para el estado de despierto. Si bien en cierta medida es así, un enfoque maximalista de todo o nada impide ver las gradaciones y matices que todos conocemos en mayor o menor medida. La somnolencia y el sopor sin duda reducen la conciencia pero no la reducen de forma brusca a cero. Aquí la analogía de la vigilia con lo que sucede cuando se apagan o encienden las luces deja de ser adecuada, y pasa a ser más apropiado comparar la vigilia con un conmutador de tipo regulador que permite atenuar o aumentar de manera paulatina la intensidad de la luz.

Cuando de manera repentina o gradual las luces se encienden, dejan traslucir, en la mayoría de los casos, algo que comúnmente describimos como «mente» o «contenidos mentales». Y si examinamos de qué están hechos los contenidos mentales de esta mente así revelada, veremos que están formados por configuraciones precisas que se acotan en mapas y que se expresan en el idioma de cada uno de los sentidos posibles: una maravillosa gama de matices, tonos, variaciones, combinaciones o lo que se quiera, visuales, auditivas, táctiles, musculares, viscerales, que fluyen de una manera ordenada o entremezclada; en una palabra: imágenes. Con anterioridad (capítulo 3) presenté mis puntos de vista acerca del origen de las imágenes, de manera que aquí me limitaré a recordar que las imágenes son la principal moneda circulante en nuestra mente, y a señalar que el término «imagen» se refiere a configuraciones precisas de todas las modalidades sensoriales, y no sólo visuales, así como a configuraciones no sólo abstractas sino también concretas.

Ahora bien, a la pregunta de si el sencillo acto fisiológico de encender las luces —despertar a alguien de un sueño profundo— se traduce necesariamente en un estado consciente, la respuesta es definitivamente negativa. No es necesario ir muy lejos para encontrar pruebas que nos permitan hacernos una idea del porqué. Cualquier persona que en alguna ocasión se haya despertado cansada y afectada por el jet lag en un país situado al otro lado del océano, ha precisado de un segundo o dos —por fortuna breves, aunque nos parezcan largos— para darse cuenta del lugar exacto en que se encuentra. Durante ese breve lapso de tiempo, aunque hay una mente, no se trata de una mente plenamente organizada con todas las propiedades de la conciencia. Cuando a raíz de haberse dado un fuerte golpe en la cabeza contra un objeto contundente se pierde la conciencia, se produce otra demora que, pese a ser felizmente breve, se puede medir, antes de que el sujeto «vuelva en sí». Dicho sea de paso, ese «volver en sí», es otra manera de decir «recobrar la conciencia», recuperar una «mente que se orienta a sí misma». Los neurólogos sabemos que recobrar la conciencia después de haber sufrido una contusión cerebral es un proceso que lleva su tiempo antes de que el paciente recupere una plena orientación espacial y temporal, y más aún personal.

Esas situaciones nos muestran que las funciones mentales complejas no son monolíticas y pueden analizarse, literalmente, por partes. En efecto, las luces están encendidas y estamos despiertos (primer pleno para la conciencia). En efecto, la mente está activa, se están formando imágenes de todo cuanto tenemos delante, aunque las imágenes recordadas del pasado son pocas y están separadas por grandes intervalos (semipleno para la conciencia). En cambio, hay poco todavía que indique quién es el dueño de esta mente aturdida, no hay ningún sujeto que la reclame como suya (cero puntos para la conciencia). En general, la conciencia no consigue aprobar, y la moraleja de esta historia es que para conseguir una puntuación pasable como conciencia estándar es indispensable: (1) estar despierto; (2) tener una mente operativa, y (3) tener, en el interior de esa mente, un sentido de ser uno mismo el protagonista de la experiencia, un sentido automático, no inducido ni deducido, por muy tenue que pueda ser el sentirse uno mismo. Estando presentes la vigilia y la mente, ambas necesarias para estar conscientes, se podría decir que el rasgo distintivo de nuestra conciencia es, dicho con cierto lirismo, el sentido íntimo de ser uno mismo, aunque, para ser más preciso, debería decir «la idea que tienes de ser tú».

Que la conciencia y el estar despierto no son lo mismo resulta evidente cuando consideramos la afección neurológica que llamamos estado vegetativo. Los pacientes que se encuentran en estado vegetativo no presentan ninguna manifestación que sugiera que tengan conciencia. Al igual que los pacientes en la situación similar, aunque mucho más grave, de coma, los pacientes en estado vegetativo no responden a ningún mensaje de los médicos que los examinan y no presentan signos espontáneos de tener conciencia de sí mismos o de su entorno. Y sin embargo sus encefalogramas o electroencefalogramas (los patrones de las ondas eléctricas producidas continuamente por un cerebro vivo) ponen de manifiesto la presencia de patrones alternantes característicos del sueño o de la vigilia. Además de un electroencefalograma de patrón despierto, a menudo estos pacientes tienen los ojos abiertos, aunque miran fijamente al espacio con gesto ausente, es decir, sin dirigir la mirada a ningún objeto en particular. En cambio, cuando los pacientes se hallan en coma no se aprecia ningún patrón eléctrico similar, sino una situación en la que todos los fenómenos asociados con la conciencia —la vigilia, la mente y el sí mismo— parecen estar ausentes.2

El inquietante cuadro clínico del estado vegetativo proporciona también una valiosa información acerca de otro aspecto de las distinciones que estoy estableciendo. En un estudio que merecidamente llamó mucho la atención, Adrian Owen consiguió determinar, empleando la técnica de generación de imágenes mediante resonancia magnética funcional, que el cerebro de una mujer en estado vegetativo mostraba patrones de actividad congruentes con las preguntas que el médico le hacía y con lo que el facultativo le pedía que hiciera. Huelga decir que según el diagnóstico formal del estado vegetativo, se había dictaminado que la paciente se hallaba inconsciente. No respondía abiertamente a las preguntas que se le planteaban o a las indicaciones que se le daban, y no daba espontáneamente señales propias de una mente activa. Y, sin embargo, el estudio que se realizó aplicando la técnica de resonancia magnética funcional (fMRI) demostraba que las regiones auditivas de sus cortezas cerebrales se habían activado cuando se le hacían preguntas. La pauta de activación se asemejaba a la que se aprecia en un sujeto normal consciente cuando responde a una pregunta parecida. Y más impresionante aún era el hecho de que cuando a la paciente se le pedía que se imaginara recorriendo su propia casa, las cortezas cerebrales de la región parietal derecha mostraban un patrón de actividad como el que se da en sujetos conscientes normales cuando realizan una tarea similar. Si bien la paciente no mostraba exactamente ese mismo patrón en otras ocasiones, en un reducido grupo de otros pacientes que fueron estudiados con posterioridad se pudo apreciar un patrón comparable, aunque no en todos los intentos realizados.3 Uno de aquellos pacientes, en particular, fue capaz de evocar respuestas que previamente, a través de un aprendizaje repetitivo, se habían asociado con el «sí» o el «no».4

El estudio indicaba que incluso en ausencia de todos los signos conductuales de conciencia, podía haber signos de la clase de actividad cerebral que se suele considerar correlativa de los procesos mentales. Dicho de otro modo, las observaciones directas del cerebro ofrecían pruebas que eran compatibles con cierta persistencia de la vigilia y la mente, pero las observaciones de la conducta no revelaban nada que pudiera probar que la conciencia, en el sentido que hemos descrito antes, acompañara a ese tipo de operaciones. Estos importantes resultados deben interpretarse con prudencia, a la luz de las abundantes pruebas existentes de que los procesos mentales funcionan de manera no consciente (como las que se reseñan en este capítulo y en el capítulo 11). Los hallazgos son compatibles sin lugar a dudas con la presencia de un proceso mental y aun con una mínima presencia de sí mismo. Pero pese a la relevancia de estos hallazgos en términos tanto científicos como de tratamiento clínico, no son a mi juicio una prueba a favor de la presencia de comunicación consciente ni una justificación razonable para abandonar la definición de conciencia que antes tratamos.

Eliminar el sí mismo y conservar la mente

Tal vez la prueba más convincente para una disociación entre vigilia y mente, por un lado, y el sí mismo, por el otro, proviene de otra alteración neurológica: el automatismo epiléptico que sigue a los episodios de ciertas crisis epilépticas. En esta clase de situaciones, el comportamiento de un paciente se ve repentinamente interrumpido durante un breve espacio de tiempo en el que la acción se congela completamente; luego es seguido por un período, en general también breve, en que el paciente recobra un comportamiento activo, aunque no da muestras de un estado consciente normal. El silencioso paciente puede moverse de un lado para otro, pero sus actos, como, por ejemplo, despedirse saludando con la mano o salir de una habitación, no dejan traslucir la presencia de un propósito global. Los actos pueden mostrar un «mini propósito», como, por ejemplo, coger un vaso y beberse el agua, pero no hay indicios de que el propósito se inscriba como parte de un contexto más amplio. No hace ningún intento de comunicarse con el observador ni tampoco responde a los intentos del observador en ese sentido.

Cuando visitamos la consulta de un médico, la manera en que nos comportamos forma parte de un amplio contexto que guarda relación con los objetivos concretos de la visita, la agenda que teníamos para ese día, en la que se encaja la visita, dentro de los planes e intenciones más amplios de nuestra vida, en diversas escalas temporales, en relación con los cuales la visita que hacemos puede tener alguna relevancia o no tenerla. Todo lo que hacemos en la «escena» de una consulta tiene que ver con estos múltiples contenidos, aunque no es preciso tener presentes todos esos contenidos explícitos para que nos comportemos de una manera coherente. Lo mismo sucede con el médico en relación al papel que desempeña en la «escena». En un estado de conciencia disminuido toda la influencia de fondo queda reducida a poca cosa o nada. El comportamiento se controla por medio de indicadores inmediatos, desprovistos de cualquier inserción en un contexto más amplio. Por ejemplo, el hecho de coger un vaso y beberse el agua tiene sentido cuando se tiene sed y ese acto no tiene por qué estar conectado con el contexto más amplio.

Recuerdo el primer paciente con aquella alteración que tuve oportunidad de observar, porque su comportamiento me resultó muy original, inesperado e inquietante. En medio de la conversación que estábamos manteniendo, el paciente dejó de hablar y de hecho dejó de moverse por completo. Su rostro había perdido toda expresión y sus ojos abiertos miraban, a través de mí, la pared que tenía a mi espalda. Permaneció inmóvil durante varios segundos. No se cayó de la silla en la que estaba sentado ni se quedó dormido ni tuvo convulsiones ni experimentó contracciones. Cuando le llamé por su nombre, no obtuve respuesta alguna de su parte. Cuando empezó de nuevo a moverse, muy poco, chasqueó los labios como si hiciese la mueca de dar un beso. Los ojos se movían nerviosos y daba la impresión de fijar la mirada momentáneamente en una taza que había sobre la mesa situada entre nosotros dos. La taza estaba vacía, pero aun así la levantó e intentó beber de ella. Le hablé una y otra vez, pero no contestó. Le pregunté qué le sucedía y no me respondió. El rostro seguía aún inexpresivo y no me miraba. Finalmente, se puso en pie, se dio la vuelta y anduvo lentamente hacia la puerta. Le volví a llamar, se detuvo, me miró, y una expresión de perplejidad le inundó el rostro. Le volví a llamar por su nombre, y entonces dijo:

—¿Qué?

El paciente había sufrido una crisis de ausencia (una de las diversas clases de crisis epilépticas), seguida de un período de automatismo.* Había estado y no había estado allí al mismo tiempo, había estado despierto y su comportamiento fue, sin duda, parcialmente atento, presente corporalmente aunque ausente como persona. Al cabo de muchos años describí el estado de aquel paciente como «ausente sin irse», una descripción que aún hoy considero adecuada.

No hay duda de que aquel hombre estaba despierto en el sentido pleno del término. Tenía los ojos abiertos y un tono muscular apropiado que le permitía moverse. No hay duda de que podía producir acciones, pero sus acciones, sin embargo, no sugerían la presencia de un plan organizado. No tenía un propósito general y no sabía cuáles eran las condiciones de la situación, no reconocía qué era lo apropiado, y sus actos tenían sólo una coherencia mínima. No había duda de que el cerebro de aquel paciente formaba imágenes mentales, aunque no podemos asegurar cuál era la coherencia ni la abundancia de esas imágenes. Para alcanzar la taza de café con la mano, levantarla, acercársela a los labios y volverla a dejar sobre la mesa, su cerebro tenía que formar imágenes, bastantes para ser precisos, al menos visuales, cinestésicas** y táctiles, sin las cuales no le hubiera sido posible realizar aquellos movimientos con precisión. Pero si bien esto habla en favor de la presencia de la mente, no aporta ninguna prueba de que hubiera un «sí mismo». Aquel hombre no parecía saber quién era ni dónde estaba, ni parecía enterarse de quién era la persona que tenía delante o de por qué estaba sentado enfrente de mí.

De hecho, no sólo mostraba la ausencia manifiesta de ese conocimiento, sino que tampoco había indicación de que su comportamiento respondiera a una directriz encubierta, la clase de piloto automático no consciente que nos permite regresar a casa sin que tengamos que pensar todo el tiempo en el camino a seguir. Además, en el comportamiento de aquel hombre no había rastro de emoción, ningún signo que revelara la presencia de una conciencia gravemente deteriorada.

Este tipo de casos proporcionan una prueba convincente, tal vez la única prueba definitiva, de una discontinuidad entre, por un lado, dos funciones que siguen estando disponibles, la mente y la vigilia, y del otro, la función del «sí mismo», que desde cualquier punto de vista no era accesible. Aquel hombre no tenía un sentido de su propia existencia y tenía un sentido defectuoso de su entorno.

Tal como sucede a menudo cuando se analiza el comportamiento humano complejo que la enfermedad cerebral ha deteriorado, las categorías que uno utiliza para construir hipótesis en relación a la función cerebral e interpretar las observaciones que ha realizado difícilmente pueden ser rígidas. La vigilia y la mente no son «cosas» que se rijan por la ley del todo o nada. El sí mismo, por supuesto, no es una cosa, sino un proceso dinámico que durante la mayor parte de nuestras horas de vigilia se mantiene en niveles bastante estables, pero que se halla sujeto a variaciones, grandes y pequeñas, durante ese período, sobre todo en los tramos finales de la vigilia. La vigilia y la mente, tal como las consideramos aquí, son también procesos y en ningún caso cosas rígidas. Convertir los procesos en cosas es un mero artificio de nuestra necesidad de comunicar ideas complicadas a los demás de una forma a la vez rápida y eficaz.

En el caso que acabamos de describir, podemos suponer que la vigilia permanecía inalterada y que el proceso mental se hallaba presente, aunque no cabía constatar el grado de riqueza de ese proceso mental, sino que simplemente resultaba suficiente para navegar por el limitado universo al que ese hombre se enfrentaba. En cuanto a la conciencia, se puede afirmar con certeza que no era normal.

En cambio, considerada la situación de aquel hombre a la luz de lo que hoy sé, creo que la manera de ensamblar la función del sí mismo había quedado gravemente afectada. Había perdido la capacidad de generar a cada instante la mayoría de las operaciones propias del sí mismo, que le hubieran dado, automáticamente, una visión de conjunto propia de su mente. Esas operaciones propias del sí mismo habrían incluido elementos de su identidad como individuo, de su pasado reciente y del futuro deseado, y le hubieran proporcionado también un sentido de la agencialidad. Los contenidos mentales que hubiera contemplado un proceso dinámico de conciencia básica de sí tal vez serían pobres. Dadas aquellas circunstancias, aquel hombre estaba confinado a un ahora sin sentido, desubicado. La sensación de ser él mismo como «mí mismo material» había casi desaparecido y, de una manera aún más inequívoca, había desaparecido también su sí mismo como sujeto que conoce.

Estar despierto, tener una mente y tener una identidad son procesos cerebrales diferentes que se fraguan gracias al concurso de distintos componente cerebrales. Un determinado día se fusionan como una sola pieza en un admirable continuo funcional en el interior de nuestro cerebro, haciendo posibles y exteriorizando diferentes manifestaciones de comportamiento. Pero no son «compartimentos estancos» como tales. No son habitaciones dividas por rígidas paredes, porque los procesos biológicos no son en absoluto similares a los productos que resultan del ingenio y la industria humanos. Y sin embargo, en su sentido biológico difuso y confuso, son separables, y si no tratamos de descubrir de qué manera difieren y dónde se producen las sutiles transiciones no tenemos ni la más remota posibilidad de entender cómo funciona todo el conjunto.

Quisiera añadir que cuando estamos despiertos y en la mente hay contenidos, la conciencia es el resultado de añadir a la mente una función reflexiva que es el sí mismo, en virtud de la cual los contenidos mentales pasan a orientarse en relación a las necesidades del organismo, y de este modo adquieren subjetividad. La función reflexiva del sí mismo no es un homúnculo omnisciente, sino más bien el surgimiento, en el seno de un proceso de proyección virtual que llamamos mente, de un elemento virtual más: un protagonista en imágenes para nuestros acontecimientos mentales.

Completar una definición provisional de conciencia

Cuando la enfermedad neurológica deteriora y desmenuza la conciencia, las respuestas emocionales se hallan notoriamente ausentes, y presumiblemente los sentimientos correspondientes se pierden también. Los pacientes con trastornos de conciencia no presentan signos de tener emociones. En sus rostros hay una expresión vacía, ausente. Los menores indicios de animación muscular se hallan ausentes, un rasgo destacado dado que hasta la «cara de póquer» está animada por emociones y deja traslucir indicios sutiles de expectativas, elocuencia, desdén y similares. Los pacientes postrados en cualquier variante del estado de mutismo acinético o del estado vegetativo, por no hablar del estado de coma en el que sólo se conservan las funciones vegetativas vitales, tienen una expresión emocional muy escasa o nula. Lo mismo cabe afirmar de la anestesia general; sin embargo, como es previsible, no sucede lo mismo en el caso del sueño, en el que las expresiones emocionales pueden aparecer en ciertas fases, permitiendo la aparición de una conciencia paradójica.

Desde el punto de vista de la conducta, el estado mental consciente de los demás viene marcado por un comportamiento despierto, coherente e intencionado que incluye indicios de que hay reacciones emocionales corrientes. Desde una fecha muy temprana en nuestras vidas, aprendemos a confirmar que los sentimientos acompañan sistemáticamente a estas reacciones emocionales, basándonos en lo que verbalmente escuchamos que dicen. Con posterioridad, al examinar a los seres humanos que tenemos a nuestro alrededor, suponemos que experimentan determinados sentimientos aunque no digan ni palabra ni se les dirija una sola palabra. De hecho, ante una mente capaz de empatía, bien afinada y sintónica, hasta las expresiones emocionales más sutiles dejan traslucir la presencia de sentimientos, por muy discretos y comedidos que sean. Este proceso de atribución de sentimientos no guarda relación alguna con el lenguaje, sino que se basa en la observación muy cualificada de las posturas y los rostros, conforme cambian y se mueven.

Pero si las emociones son un signo tan revelador de la conciencia es porque la ejecución real de la mayor parte de las emociones corre a cargo de la sustancia gris periacueductal, en estrecha cooperación con el núcleo del tracto solitario y el núcleo parabraquial, es decir, las estructuras que, en conjunto, generan los sentimientos corporales (sentimientos primordiales) y a cuyas variaciones llamamos sentimientos emocionales. Las lesiones neurológicas que acarrean la pérdida de conciencia a menudo dañan este conjunto de regiones cerebrales, y ciertos anestésicos que actúan sobre estas regiones pueden afectarlas y hacer que actúen de forma disfuncional.

En el próximo capítulo veremos que así como los signos de emoción forman parte del estado consciente que puede observarse desde el exterior, la experiencia de sensaciones corporales constituye una parte profunda y esencial de la conciencia desde una perspectiva introspectiva de primera persona.

Clases de conciencia

La conciencia fluctúa. Por debajo de un cierto umbral, la conciencia no funciona y, en cambio, funciona del modo más eficiente a lo largo de una escala de diferentes niveles. A esta oscilación la llamaremos escala de «intensidad» de la conciencia y vamos a tratar de ilustrar con algunos ejemplos estos distintos niveles. Un ejemplo del primer umbral lo encontramos en aquellos momentos en que estamos a punto de caer en los brazos de Morfeo; y los niveles de mayor eficiencia los ilustraremos con aquellos momentos en que, por ejemplo, participamos en un intenso debate que reclama una afinada sagacidad y atención a los detalles que afloran sin cesar. La escala de intensidad, por tanto, va desde lo apagado y romo hasta lo agudo y perspicaz, con todos los matices intermedios.

Además de la intensidad, sin embargo, existe otro criterio con arreglo al que podemos evaluar la conciencia, y es el que tiene que ver con el campo de acción. El campo de acción mínimo permite una cierta sensación de ser sí mismo como, por ejemplo, cuando uno se toma una taza de café en casa sin que le preocupen ni la procedencia de la taza ni la del café, o lo que pueda pasarle al movimiento de contracción y dilatación del corazón, o aquello que tiene que hacer hoy. El sujeto se halla sosegadamente presente en el instante que vive, y eso es todo. Ahora comparemos esta situación con la de tomarse una taza similar de café, pero, en este caso, sentado a la mesa de un restaurante mientras se espera la llegada de un hermano que quiere hablar de la herencia de los padres y sobre una hermanastra que últimamente se ha estado comportando de una manera extraña. Si bien el sujeto estaría aún muy presente y —como dicen en Hollywood— en el momento concreto, no obstante, hay algo más, puesto que el bebedor de café se ve transportado alternativamente a muchos otros lugares en los que alguna vez estuvo, con otras muchas personas además de su hermano, y a lugares y situaciones que no ha experimentado aún, y que son producto de su rica y bien informada imaginación. Dicho de otro modo, puede, a través del recuerdo, acceder rápidamente a lo que ha sido su propia vida, sus piezas y pedazos; y en el momento de la experiencia también entran las piezas y los pedazos de lo que puede llegar a ser o no su propia vida, tal como fue imaginada en algún otro momento anterior o como se la imagina ahora. Como en el bebedor de café que está presente diligentemente en todos los lugares y en muchas épocas, pasadas y futuras de su vida, ese ser sí mismo —el mí mismo que hay en él— nunca desaparece. Todos estos contenidos se hallan inextricablemente ligados a una referencia singular. Incluso cuando uno se concentra en algún acontecimiento remoto, la conexión permanece. El centro se mantiene. Esta es la conciencia de gran alcance, uno de los grandes logros del cerebro humano y uno de los rasgos que definen a la humanidad. Este tipo de proceso cerebral nos ha llevado al lugar que, para bien o para mal, hemos alcanzado en la civilización. Se trata del tipo de conciencia que ilustran las novelas, el cine y la música, y que la reflexión filosófica ha ensalzado.

A estas dos clases de conciencia les he dado nombres. A la conciencia de mínimo alcance la he llamado conciencia central; es la conciencia centrada en el «aquí y ahora», libre de las trabas que supone un dilatado pasado y que anticipa poco o ningún futuro. Gira en torno a un sí mismo central, trata y se ocupa de la personalidad pero no necesariamente de la identidad. A la conciencia de gran alcance le he dado el nombre de conciencia autobiográfica o extendida, dado que se manifiesta de una manera más vigorosa cuando una parte sustancial de la propia vida entra en juego, y el proceso lo dominan tanto el pasado vivido como el futuro anticipado. Trata y se ocupa de la personalidad y de la identidad, y está presidida por un sí mismo autobiográfico.

Cuando pensamos en qué es la conciencia, pensamos casi siempre en la conciencia de gran alcance relacionada con un sí mismo autobiográfico. Aquí la mente consciente se ensancha y abarca ágilmente y sin ningún esfuerzo los contenidos tanto reales como imaginarios. Las hipótesis que se formulen acerca de la manera en que el cerebro produce estados conscientes deben tener en consideración tanto este nivel alto de conciencia como el nivel de conciencia central.

Hoy por hoy considero que los cambios en el campo de acción de la conciencia son más versátiles de lo que me parecieron la primera vez que los conceptualicé, puesto que el campo de acción de la conciencia no deja de desplazarse como si se moviera con un cursor arriba y abajo de la escala. El desplazamiento ascendente y descendente puede producirse dentro de un acontecimiento dado, de una manera bastante rápida, siempre que sea necesario. Esta fluidez y dinamismo que caracterizan el alcance de la conciencia no son tan diferentes, sin embargo, del rápido y continuo cambio de intensidad que sabemos se produce a lo largo del día y del que ya hemos tratado antes. Cuando una lectura nos aburre, la conciencia se adormece y se va apagando, y entonces puede que nos quedemos dormidos y la perdamos (cosa que tengo la firme esperanza de que no le esté ocurriendo en este instante al lector).

Con mucho, lo más importante es que los niveles de conciencia oscilan con la situación. Por ejemplo, al apartar por un instante la mirada de la página para pensar, los delfines que nadaban cerca de la playa captaron mi atención, pero al hacerlo no puse en ello todo el campo de acción del sí mismo autobiográfico, porque no había necesidad, hubiera sido despilfarrar la capacidad de procesamiento cerebral, por no hablar de la energía, dadas las necesidades del momento. Tampoco necesité de un sí mismo autobiográfico para hacer frente a los pensamientos que precedieron a la redacción de las anteriores frases de este párrafo. Sin embargo, cuando un entrevistador se sienta frente a mí y quiere saber el porqué y el cómo me hice neurólogo y neurocientífico, en lugar de ingeniero o cineasta, necesito que intervenga el sí mismo autobiográfico. Y al punto mi cerebro hace frente a esa necesidad.

El nivel de conciencia cambia asimismo rápidamente cuando se sueña despierto, lo que ahora está de moda llamar «dejar vagar la mente». Aunque, bien mirado, se podría llamar «dejarse vagar a sí mismo» porque la ensoñación requiere no sólo de un desviarse lateral de los contenidos disponibles de la actividad, sino de una reducción hasta el nivel del sí mismo central. Los productos de nuestra imaginación «fuera de línea» pasan a primer plano, ya sean planes, ocupaciones o fantasías, esa clase de imágenes que nos rondan con sigilosa insistencia cuando nos encontramos en un atasco en la autovía que lleva a la costa. Pero la conciencia que cambia reduciendo su alcance al sí mismo central y se distrae con otro tema es aún una conciencia normal. No podemos decir lo mismo, en cambio, de la conciencia de quienes deambulan dormidos con la expresión vacía y una actividad mínima, o se hallan bajo los efectos de la hipnosis, o de quienes experimentan con sustancias que alteran la mente. En cuanto a estos últimos, el catálogo de estados resultantes de la conciencia anormal es amplio y variado, e incluye las aberraciones más ingeniosas de la mente y del sí mismo. La vigilia asimismo se deteriora, y el punto final más que frecuente en esta clase de aventuras es el sueño o el estupor que preceden al coma.

En conclusión, se puede afirmar que el grado en que el sí mismo como protagonista se halla presente en nuestra mente varía, según las circunstancias, enormemente, desde un retrato con toda riqueza de detalles y plenamente situado de quienes somos, hasta una indicación muy tenue de que uno es dueño en efecto de su mente, sus pensamientos y sus actos. Pero es preciso hacer hincapié en la idea de que aun en su versión más tenue y sutil el sí mismo es una presencia necesaria en la mente. Decir, por ejemplo, que cuando uno escala una montaña o que mientras escribo esta frase el sí mismo no se encuentra en ninguna parte, no es muy acertado. En esta clase de casos, con toda seguridad, el sí mismo no está expuesto de manera destacada, sino que oportunamente se retira a un segundo plano dejando espacio, en nuestro cerebro elaborador de imágenes, a todas las demás cosas que requieren su espacio para ser procesadas como, por ejemplo, la cara de la montaña a escalar o los pensamientos que quiero poner por escrito en esta página. Pero puedo aventurar que si el proceso del sí mismo se desmoronara y desapareciera por completo, la mente perdería su orientación, su capacidad de mantener juntas sus partes. Los pensamientos serían despreocupados, no tendrían un dueño que los reclamara. La eficacia de nuestro mundo real quedaría en nada o en poca cosa, y quienes nos observaran nos darían por perdidos. Y nuestro aspecto se asemejaría al de una persona inconsciente.

Me temo que no es sencillo hablar del sí mismo, porque según sea la perspectiva que se adopte, el sí mismo puede ser muchas cosas. Puede ser un «objeto» de investigación para psicólogos y neurocientíficos; puede ser una fuente de conocimiento para las mentes en las que aflora; puede ser tenue y replegarse detrás de una cortina, o estar presente con convicción ante los focos. Puede confinarse en el aquí y ahora, o abarcar la historia de toda una vida. Por último, algunos de estos registros se pueden mezclar como, por ejemplo, cuando el sí mismo que conoce es tenue y, sin embargo, autobiográfico; o bien estar del todo presente aunque preocupado sólo por el aquí y ahora. El sí mismo es como una fiesta, siempre nos acompaña.

La conciencia humana y no humana

De igual modo que la conciencia no es una cosa, variantes como la conciencia central o la conciencia autobiográfica o extendida tampoco son categorías rígidas. Siempre he imaginado muchos grados entre los extremos que la conciencia central y la conciencia autobiográfica representan en esta escala. Pero distinguir estas diferentes clases de conciencia tiene un beneficio práctico, ya que nos permite proponer que las incisiones inferiores en la escala de la conciencia no son exclusivas de los seres humanos. Se hallan presentes con toda probabilidad en numerosas especies no humanas que disponen de cerebros lo suficientemente complejos para construirlas. El hecho de que la conciencia humana, en sus rangos más altos, sea enormemente complicada y tenga un alcance trascendental, y por tanto sea distintiva de nuestra especie, es tan evidente que casi huelga decir más. Sin embargo, el lector se sorprendería de cómo comentarios similares hicieron que en el pasado algunas personas se sintieran ofendidas porque atribuía demasiada poca conciencia a las especies no humanas, o bien porque, al incluir a los animales, consideraban que estaba degradando el carácter excepcional de la conciencia humana. Así que, amable lector, en este punto deséeme suerte.

Nadie puede demostrar de manera satisfactoria que un ser no humano que no disponga de lenguaje tiene conciencia, ya sea central o de otra índole, aunque es razonable triangular las considerables pruebas de las que disponemos y concluir que es altamente probable que sí la tengan.

La triangulación procedería de la siguiente forma: (1) si una especie tiene comportamientos que se explican mejor por medio de un cerebro dotado de procesos mentales que mediante un cerebro con sólo disposiciones para la acción (como los reflejos); (2) y si la especie tiene un cerebro con todos los componentes que se describen en los capítulos que siguen como necesarios para formar en los seres humanos mentes conscientes, (3) entonces, estimado lector, la especie es consciente. Al final de la jornada, estoy dispuesto a considerar como un signo de que la conciencia no anda muy lejos cualquier manifestación de comportamiento animal que me haga pensar en la presencia de sentimientos.

La conciencia central no necesita del lenguaje, y debió de haber precedido al lenguaje, lógicamente en las especies no humanas, pero también en los seres humanos. En efecto, el lenguaje probablemente no hubiera evolucionado siquiera en individuos desprovistos de esta básica conciencia central. ¿Para qué iban a necesitarlo? Al contrario, en los niveles más elevados de la escala, la conciencia autobiográfica depende exhaustivamente del lenguaje.

Lo que la conciencia no es

Comprender la importancia de la conciencia y la ventaja que supuso su aparición en los seres vivos exige que aquilatemos la magnitud de lo que hubo antes, que nos hagamos cierta idea de lo que los seres vivos dotados de cerebros normales y mentes en pleno funcionamiento eran capaces de hacer antes de que su especie llegara a tener conciencia y antes de que la conciencia dominara la vida mental de aquellos que la tenían. Cuando se contempla la disolución de la conciencia en un paciente epiléptico o en alguien que se encuentra en estado vegetativo, puede suscitar en el observador confiado la errónea idea de que los procesos que normalmente están por debajo de la conciencia son triviales o tienen una eficacia limitada. Pero, a todas luces, el espacio inconsciente de nuestra mente desmiente semejante idea. Y no me refiero aquí sólo al inconsciente freudiano de insigne —e infame— tradición, identificado con tipos particulares de contenidos, situaciones y procesos. Me estoy refiriendo más bien al gran inconsciente que está formado por dos componentes: uno activo, el que constituyen todas las imágenes que se forman sobre cada tema y cada matiz, imágenes que posiblemente no pueden competir con éxito por los favores del sí mismo y por ello permanecen en gran medida desconocidas; y un componente latente, constituido por el repositorio de archivos y registros codificados a partir de los cuales se pueden formar imágenes explícitas.

Un fenómeno característico de las reuniones sociales nos va permitir poner de relieve bastante bien la presencia de lo no consciente. Imaginémonos que hemos saludado al anfitrión y mientras conversamos con él, oímos, en teoría, en los bordes de la corriente de la conciencia, es decir, de la corriente principal, otras conversaciones, un fragmento de ésta, otro de aquélla; aunque aquí oir no significa forzosamente escuchar, y aún menos escuchar atentamente y vincularse con lo que se oye. Y así oímos muchas cosas que no requieren de los servicios de nuestro sí mismo. Después, algo, de repente, hace «clic» y un fragmento de la conversación se junta con otros, y surge una pauta razonable con respecto a alguna de aquellas cosas que estábamos oyendo tan vagamente. Al instante se forma un significado que «atrae» al sí mismo, y entonces, literalmente, nos sustrae de la última frase del anfitrión, quien, dicho sea de paso, se da perfecta cuenta de esa momentánea distracción. Y mientras tratamos de rechazar con fuerza el tema que se entremete en el río de nuestra conciencia, volvemos a la última cosa que aquel amable hombre había dicho, y con un gesto de disculpa poco convincente le decimos: «Disculpe, ¿podría repetirlo?».

Hasta donde alcanzamos a saber, este fenómeno es consecuencia de varias condiciones. En primer lugar, el cerebro produce constantemente una cantidad sobreabundante de imágenes. Aquello que uno ve, oye y toca, junto con lo que sin cesar recuerda —incitado por las nuevas imágenes perceptuales, así como por alguna otra razón no identificable— es responsable de grandes cantidades de imágenes explícitas, acompañadas por un séquito igual de grande de otras imágenes relativas al estado del propio cuerpo a medida que se desarrolla toda esta elaboración de imágenes.

En segundo lugar, el cerebro tiende en gran medida a organizar esta abundancia de material como lo haría un director de cine, es decir, dándole cierto tipo de estructura narrativa coherente en la que a ciertas acciones se les otorga el papel de causas de ciertos efectos. Esto precisa de la selección de la imágenes correctas y su ordenación en una hilera de unidades de tiempo y encuadres espaciales. No es una tarea fácil dado que, desde la perspectiva de su dueño, no todas las imágenes son del mismo tipo. Algunas están más relacionadas que otras con las propias necesidades y, por ello, las acompañan sentimientos diferentes. Las imágenes son valoradas de manera variada. Dicho sea de paso, cuando digo que «el cerebro tiende a organizar», y no «el sí mismo organiza», lo hago a propósito. En ciertas ocasiones la edición procede de forma natural con un mínimo control autoimpuesto. Que esa edición, en tales ocasiones, tenga éxito, depende de lo «bien» que nuestro sí mismo maduro haya «educado» a nuestros procesos no conscientes, una cuestión sobre la que volveré en el último capítulo.

En tercer lugar, sólo un reducido número de imágenes pueden mostrarse claramente en un momento determinado, debido a lo escaso del espacio de elaboración de imágenes: sólo una determinada cantidad de imágenes pueden estar activas y sólo a éstas se les puede, por tanto, prestar potencialmente atención en cualquier momento. Y lo que esto significa de hecho es que las «pantallas» metafóricas en las que el cerebro proyecta las imágenes seleccionadas y ordenadas temporalmente son bastante limitadas. Si lo expresamos en el lenguaje especializado de la informática actual, significa que el número de ventanas que podemos abrir por pantalla tiene un límite. (En la generación de la era digital que ha crecido realizando multitareas, están subiendo los límites superiores de atención en el cerebro humano, lo cual es posible que cambie ciertos aspectos de la conciencia en un futuro no demasiado lejano, si no es que ya lo ha hecho. El hecho de romper la invisible barrera de la atención tiene ventajas evidentes, y las capacidades asociativas que ha generado la multitarea constituyen una ventaja tremenda, aunque habrá que hacer frente a algunos costes en términos de aprendizaje, consolidación de la memoria y emociones. Y lo cierto es que no tenemos ni idea de cuáles pueden ser estos costes.)

Estas tres restricciones (abundancia de imágenes, tendencia a organizarías en narraciones coherentes y escasez de espacio para su presencia explícita) han predominado a lo largo de mucho tiempo en la evolución y han necesitado estrategias de gestión eficaces para evitar que dañaran al organismo en el que se producían. Dado que la elaboración de imágenes fue seleccionada de manera natural a lo largo de la evolución porque las imágenes permitían una evaluación mucho más precisa del entorno y, por tanto, dar una respuesta mejor, es probable que la gestión estratégica de imágenes evolucionara en línea ascendente, en una fecha temprana, mucho antes de que lo hiciera la conciencia. La estrategia consistiría en seleccionar automáticamente las imágenes más valiosas para la gestión in situ de la vida, precisamente el mismo criterio que condujo a la selección natural de los dispositivos encargados de elaborar las imágenes. Dada su importancia para la supervivencia del organismo, las imágenes especialmente valiosas fueron «destacadas» mediante factores emocionales. El cerebro probablemente consiguió —y consigue— darle este realce generando un estado emocional que acompañaba a la imagen por una pista paralela. La intensidad de la emoción se utiliza para «marcar» la importancia relativa de la imagen. Este es el mecanismo que se describe en la «hipótesis del marcador somático». El marcador somático no tiene que ser necesariamente una emoción plenamente formada, experimentada claramente como un sentimiento. (Eso es lo que es un «presentimiento».) Puede ser una señal encubierta, relacionada con la emoción de la que el sujeto no es consciente, en cuyo caso decimos que se trata de una propensión o predisposición. La noción de marcadores somáticos es aplicable no sólo a los niveles elevados de la cognición, sino también a aquellos estados anteriores de la evolución. La hipótesis del marcador somático ofrece un mecanismo para el modo en que el cerebro realizaría una selección de las imágenes según su valor, y cómo esa selección se traduciría en continuidades editadas de imágenes. Dicho de otro modo, el principio para la selección de las imágenes guardaba relación con las necesidades de gestión de la vida. Sospecho que el mismo principio rige el diseño de las estructuras narrativas primordiales, que pone en juego el cuerpo del organismo, su condición, su interacción y sus andanzas por el entorno.

Todas las estrategias que acabo de mencionar debieron de empezar a evolucionar mucho antes de que hubiera conciencia, y lo hicieron en cuanto se elaboró una cantidad suficiente de imágenes, quizá tan pronto como florecieron las primeras mentes. El vasto inconsciente probablemente formó parte, durante un período de tiempo muy largo, de la organización de la vida, y lo curioso es que aún sigue con nosotros como el gran subterráneo bajo nuestra limitada existencia consciente.

Una vez que la conciencia fue una opción para los organismos, ¿por qué acabó por imponerse? ¿Por qué se seleccionaron por vía natural dispositivos cerebrales que eran capaces de generar conciencia? Una posible respuesta, que examinaremos con más detalle al final del libro, consiste en tener en cuenta que la generación, la orientación y la organización de imágenes del cuerpo y del mundo exterior en función de las necesidades del organismo acrecentó también la probabilidad de la gestión eficaz de la vida y, en consecuencia, las posibilidades de supervivencia fueron mejores. Con el tiempo, la conciencia añadió la posibilidad de conocer la existencia del organismo y sus luchas por mantenerse con vida. El acto de conocer dependía no sólo de la creación y del despliegue explícito de imágenes, sino de su almacenamiento en archivos y registros implícitos. El conocimiento asoció las luchas por la existencia con un organismo unificado e identifiable. Una vez que estos estados de conocimiento empezaron a ser confiados a la memoria, se los pudo relacionar con otros hechos registrados y fue posible empezar a acumular conocimiento sobre la existencia individual. A su vez, las imágenes contenidas en el conocimiento pudieron ser recordadas y manipuladas en un proceso de razonamiento que allanó el camino a la reflexión y a la deliberación. Entonces la reflexión pudo empezar a guiar la maquinaria que procesaba imágenes y usarla para la anticipación eficaz de situaciones, prever los resultados posibles, navegar por el futuro posible e inventar soluciones de gestión.

La conciencia hizo posible que el organismo llegara a conocer sus afanes y dificultades. El organismo ya no tenía sólo sensaciones que podía sentir, tenía sensaciones que podían ser conocidas, en un contexto particular. Y el conocer, en contraposición al ser y al hacer, marcó una ruptura decisiva.

Con anterioridad a la aparición del sí mismo y de la conciencia estándar, los organismos estuvieron perfeccionando una máquina de regulación biológica sobre la que se acabó construyendo la conciencia. Antes de que pudieran darse a conocer en la mente consciente, algunas premisas ya se hallaban presentes, y la máquina de la regulación de la vida había evolucionado en torno a ellas. La diferencia entre la regulación de la vida antes y después de la conciencia tiene que ver simplemente con el paso del automatismo a la deliberación. Antes de la conciencia, la regulación de la vida era totalmente automática, y después de la aparición de la conciencia, la regulación de la vida conservó su automatismo, pero de manera paulatina quedó bajo el influjo de deliberaciones orientadas por el sí mismo.

De ahí que los fundamentos de los procesos de la conciencia sean los procesos inconscientes que se encargan de la regulación de la vida: las disposiciones ciegas que regulan las funciones metabólicas y se hallan en los núcleos del tronco encefálico y del hipotálamo; las disposiciones que se encargan de transmitir castigos y gratificaciones, y que promueven impulsos, motivaciones y emociones; y el dispositivo que procesa los mapas y se encarga de elaborar imágenes, en la percepción y en el recuerdo, y que puede seleccionar y editar esta clase de imágenes en la película de sesión continua que llamamos mente. La conciencia es sólo una recién llegada en la gestión de la vida, pero hace que todo suba un gradiente más, que todo el juego se sitúe en un nivel más elevado y, con elegante inteligencia, mantiene en su sitio los viejos procesos y les encarga las tareas rutinarias.

El inconsciente freudiano

La contribución más interesante que Sigmund Freud hizo al estudio de la conciencia proviene de un último escrito que redactó durante la segunda mitad de 1938 y que dejó inconcluso a su muerte.67 No leí este artículo hasta hace poco, cuando me vi empujado a hacerlo por una invitación a dar una conferencia sobre el tema «Freud y la neurociencia», uno de esos encargos que deberían declinarse de plano, pero que acaban por tentarte y aceptas. Y fue así como pasé unas semanas repasando sus artículos, alternando los momentos en que me vencía la irritación, con otros en que me dejaba llevar por la admiración, como me sucede siempre que leo a Freud. Al final de aquel arduo esfuerzo apareció el último texto que había escrito en Londres, en inglés, y en cuyas páginas Freud adoptó la única posición que estimo plausible sobre la cuestión de la conciencia. La mente es un resultado principalmente natural de la evolución y, en gran medida, es inconsciente, interna y no manifiesta.

Llega a ser conocida a través de la estrecha ventana que abre la conciencia. Y esa es precisamente mi manera de considerarla. La conciencia ofrece una experiencia directa de la mente, pero el agente de la experiencia es el sí mismo, un informador interno e imperfectamente construido, no un observador externo y fiable. La condición cerebral de la mente no puede ser apreciada directamente por el observador interno natural ni por el observador científico externo. Para comprenderla es preciso imaginársela en una cuarta perspectiva. Las hipótesis deben, por tanto, formularse con arreglo a este punto de vista imaginario, y las predicciones tienen que basarse en las hipótesis. Asimismo es preciso un programa de investigación para aproximarse más a ellas.

Si bien la manera en que consideraba el inconsciente estaba dominada por la sexualidad, Freud conocía el inmenso campo de acción y poder de los procesos mentales que tienen lugar por debajo del nivel del mar de la conciencia. No fue el único, dicho sea de paso, porque la noción de proceso inconsciente era bastante popular en el pensamiento psicológico del último cuarto del siglo xix. Tampoco estuvo solo en su incursión en el sexo, cuya ciencia también había empezado a ser explorada en aquella misma época.8

Cuando Freud centró sus estudios en los sueños, halló sin duda un manantial que le permitía afinar sus ideas sobre el inconsciente y probar su existencia. Aquel paso fue conveniente, además, porque le proporcionó el material necesario para continuar con sus estudios. Artistas, compositores, escritores y toda suerte de creadores habían explotado el manantial de la vida onírica, en su empeño por librarse de las trabas e impedimentos de la conciencia y salir en busca de imágenes originales. Pero aquí había una tensión aún más interesante en juego: creadores muy conscientes de lo que hacían fueron deliberadamente en busca de lo inconsciente como fuente de inspiración y, a veces, como método para sus deliberados empeños. Esto, que en ningún modo contradice la idea de que la creatividad no podría haber empezado y mucho menos prosperado sin la conciencia, simplemente viene a subrayar lo increíblemente híbrida y flexible que es la vida mental de los humanos.

En los sueños, tanto en los buenos como en las pesadillas, el razonamiento se vuelve más laxo, si no algo peor, y si bien el principio de causalidad puede que sea respetado, la imaginación se desenfrena y la realidad se sacrifica. Los sueños aportan pruebas directas de procesos mentales no asistidos por la conciencia. El proceso inconsciente que los sueños explotan tiene una profundidad considerable. Los ejemplos más convincentes, por si alguien se resiste a aceptarlo, los podemos encontrar en los sueños que tratan de simples cuestiones relacionadas con la regulación de la vida. Un caso ilustrativo es el de una persona que, después de haber tomado una cena muy salada, sueña de forma muy detallada con el agua fresca y la sed. Sin duda el lector se preguntará qué quiero decir cuando señalo que la mente mientras sueña «no está asistida por la conciencia»; o bien que si uno recuerda un sueño, ¿eso no significa que estaba consciente mientras ocurría? En muchos casos así es. Mientras soñamos se conserva cierto tipo de conciencia no estándar que el término «paradójica» describe bastante bien. Pero lo que por mi parte sostengo es que el proceso imaginativo representado en sueños no está guiado por un sujeto consciente regular que funcione de manera apropiada, como el que utilizamos cuando reflexionamos y deliberamos. (Con la excepción de lo que damos en llamar «sueños lúcidos», en los que «soñadores» entrenados logran dirigir en cierta medida ellos mismos sus sueños.) El ritmo de nuestra mente, consciente o no, viene marcado probablemente por el mundo exterior, cuyos aportes de datos contribuyen a la organización de contenidos. Privada de ese marcapasos externo, a la mente le sería muy fácil pasar todo el tiempo soñándose.9

La cuestión del recuerdo de los sueños es en cierto modo desconcertante. Soñamos profusamente, varias veces a lo largo de la noche, siempre que entramos en la fase REM del sueño, caracterizada por el movimiento rápido de los ojos bajo los párpados, y soñamos incluso, aunque en una medida mucho menor, cuando entramos en una fase de sueño caracterizada por ondas lentas, que denominamos N-REM (No REM). Con todo, parece que recordamos mejor los sueños que se producen cerca del momento en que recobramos la conciencia, es decir, a medida que ascendemos, de manera paulatina o no, a la superficie del mar.

He tratado de recordar mis sueños, pero si no los pongo por escrito se desvanecen sin dejar rastro; siempre ha sido así. No es algo tan extraño, si pensamos que al despertar, el aparato de consolidación de la memoria apenas acaba de encenderse, como el horno de una panadería cuando despuntan las primeras luces del día.

El único tipo de sueño que solía recordar un poco mejor, quizá por lo bien escenificado que estaba, era casi una pesadilla que acostumbraba a tener de manera recurrente la noche antes de dar una conferencia. Las variaciones siempre giraban en torno a un mismo tema fundamental: llegaba tarde, terriblemente tarde, y echaba en falta algo esencial. O había perdido mis zapatos, o bien lo que era una sombra gris a las cinco de la tarde se convertía en una barba de dos días y no encontraba por ninguna parte la máquina de afeitar, o el aeropuerto estaba cerrado por la niebla y me quedaba en tierra. Me torturaba y a veces me sentía incómodo y violento, como cuando (en el sueño, por supuesto) me paseaba por el estrado con los pies descalzos (aunque vestido con un traje de Armani). Por esta razón, hasta la fecha, en los hoteles nunca dejo junto a la puerta de mi habitación los zapatos para que los cepillen.