La cascada de agua fría y caliente
Stephen Tall
Alpinista y ecólogo, el veterano escritor Stephen Tall nos ofrece en este relato, más próximo a la fantasía que a la ciencia ficción propiamente dicha, un canto entre poético y humorístico sobre el viejo y siempre vigente tema de la comunión del hombre con la naturaleza.
Hubert vivía cerca de la cascada. En realidad, esta afirmación es demasiado simple para describir los hechos. Para ser más correcto, Hubert había acampado junto a la cascada hacía varios veranos y había llegado a considerar el sitio que ocupaba su cobertizo en el cañón como su propia casa. Le gustaba el ruido del agua; le gustaba el fresco de ese pequeño cañón; le gustaba la soledad. Para Hubert, como veremos, no se trataba de soledad.
Las preocupaciones de Hubert no eran ni profundas ni complejas. Disfrutaba del paisaje que ofrecían las montañas. Le gustaba el aire. La ducha de agua helada que tomaba en la cascada hacía que el desayuno le supiera a gloria. Desde la cumbre, el amanecer se veía mejor; luego, cuando el sol empezaba a quemar, se sentaba debajo de un viejo pino partido por un rayo y derribado por el viento a disfrutar del fresco.
Los vientos que se arremolinaban alrededor de la cara desierta del acantilado corrían debajo del árbol cuando el aire se hacía agobiante. Hubert empezó a creer que podía convocarlos cuando quería. Hasta llegó a reconocer a uno de los vientos. Lo llamó Wilfred. Y una vez que quedó claro que se interesaba por el árbol viejo, azotado y partido, los vientos nunca más volvieron a soplar con fuerza sobre el pino.
De alguna forma, nunca más fue objeto de la furia recia de una tormenta en las montañas.
Sobre la pradera de la tundra florecían millones de florecillas de tallos cortos; y ellas atrajeron a las mariposas. Al principio estaban dispersas aquí y allí. Luego empezaron a congregarse y volaban sobre los campos de flores en nubes multicolores. Hubert las encontró interesantes, como todo lo que había en la montaña. Empezó a darles de comer.
Barney, la cascada, era apenas una parte, un segmento del arroyo que a su vez recibía agua de los numerosos hilillos que bajaban de las cumbres heladas de la montaña y de las fuentes subterráneas que salían a borbotones de las rocas. Éstas, a su vez, debían su existencia a la montaña. Sin el agua, la montaña hubiese carecido de vida, hubiese sido estéril. Se necesitaba de todas esas cosas juntas para hacer de aquel lugar lo que era.
Hubert era poeta. Todo el mundo sabe que eso no es gran cosa como trabajo. Poca gente se enriquece con ello. Muchos casi se han muerto de hambre. Quizás hasta se hayan muerto. Pero Hubert no pertenecía a ese tipo de poetas. Para él, la poesía no era tanto un trabajo sino más bien una excusa. Hubert no escribía poesía sino que la vivía. Y un día descubrió que su lugar estaba en ese lado de la montaña.
Pasaba allí sólo los veranos. Nadie sabía dónde pasaba los largos meses invernales y quizás era mejor así. Porque, durante el invierno, Hubert tenía un trabajo, veía la televisión e iba a partidos de fútbol y era como todo el mundo. Pero con la primavera empezaba a mostrarse inquieto. Pensaba cada vez más en la montaña, en el aire puro, en la brisa agradable de los campos helados. En un momento dado, dejaba el trabajo, hacía su equipaje y al poco tiempo, alguien en el pueblo que se encontraba en el valle decía:
—Ya es primavera en la montaña. Hubert ha levantado su cobertizo al lado de la cascada y está sentado allí arriba escribiendo sus benditos versos.
Era algo así como el regreso de las golondrinas a Capistrano.
Los rancheros de la zona habían dejado, hacía mucho tiempo, de usar la ladera de la montaña como lugar de pastoreo. Los pastores lo habían intentado en el pasado pero allí arriba crecía tanta espuela de caballero y astrágalo que las ovejas se morían en vez de engordar. Los carneros de los despeñaderos eran más listos y sobrevivían. Así que la montaña lo tenía todo y Hubert, cada vez más, formaba parte de ella.
Hubert compraba las provisiones en el pueblo. No eran muy distintas de lo que cualquier otra persona hubiese comprado. Tampoco compraba mucho de golpe porque tenía que subirlo todo a cuestas hasta su campamento. Pero un día su compra llamó la atención.
—¿Por qué —se preguntó el tendero— querrá cinco kilos de azúcar? Medio kilo de té le durará hasta mediados del verano. Seguro que allí no hace tortas. ¿Para qué lo querrá?
—Quizás le guste algo más fuerte que el té —dijo un granjero—. Quizás le guste hacérselo él mismo. Sabes tan bien como yo que no se sienta allí sobre las rocas sólo a escribir poesía.
—Con cinco kilos de azúcar no va a hacer mucho alcohol —dijo el tendero—. Tampoco va a comérselos solo. No, es para otra cosa, seguro.
—No hace mal a nadie, al menos —dijo el granjero—. Se sienta allí arriba y no molesta. Un poco simple, me parece.
—Hubert no es simple —negó el tendero—. Sabe cuándo tiene que irse y cuándo es tiempo de volver. Y tiene dinero. Tampoco necesita mucho, pero cuando quiere algo, lo compra. Y además paga al contado. Nunca pide crédito. Tampoco habla mucho. Compra lo que necesita y se va arriba a la montaña.
Así que, sin querer, sin ni siquiera imaginárselo, Hubert empezó a llamar cada vez más la atención. Cada vez se le hacía más difícil encontrar tiempo y espacio para él mismo; cada vez más difícil concentrarse en lo que le interesaba.
Durante ese verano, la gente empezó a subir la larga cuesta, en especial los domingos. Hubert no se mostró amable con ellos, pero tampoco podía hacer nada. Después de todo, la montaña no era suya. Así que se limitó a sentarse debajo del viejo pino, y cuando alguien aparecía por allí, se quedaba con la mirada perdida en la distancia y luego garabateaba algo en un cuaderno. Cuando alguien lo importunaba con preguntas, Hubert le leía los versos. Para la mayoría, lo que les leía no tenía ni pies ni cabeza. Y eso era lo que Hubert quería.
Pero la gente del lugar no pudo descubrir lo que hacía con el azúcar.
Eso tampoco ayudó a mejorar la imagen de Hubert. Se siguió hablando de él en la tienda del valle.
—Dijiste que no era un simple —le comentó el mismo granjero al tendero—. ¿Sabes para qué quiere el azúcar? ¡Para dárselo a las mariposas!
—Lo creeré cuando me lo cuente alguien que lo haya visto con sus propios ojos —dijo el tendero—, entonces hablaremos.
—Willie Thatcher lo vio. Willie se escondió detrás de unas rocas y lo espió durante medio día. Dice que las mariposas se arremolinaban alrededor de Hubert como pollos hambrientos. Dice que las llamó y vinieron.
El tendero se quedó pensativo.
—Sea lo que sea Hubert, lo que no se puede negar es que Willie es un tonto —dijo—. Sin embargo, creo que no se puede haber inventado algo así. No es tan listo.
Lo que Willie contaba era lo que había visto. Era cierto que Hubert les daba de comer a las mariposas. Siempre le habían gustado, en especial cuando la tundra estaba toda florecida. Entonces eran numerosas, de todo tipo, revoloteando sobre las altas colinas. La idea se le ocurrió cuando vio tres o cuatro revoloteando sobre el borde de su vaso de té, todavía con azúcar húmedo en el fondo. Las observó sin moverse mientras ellas desenrollaban los largos sifones tubulares y absorbían el dulce líquido.
—Os gusta el dulce, ¿no? —dijo—. Claro que sí. Eso es lo que sacáis de las flores. Bueno, quizás os pueda fabricar un poco.
Disolvió unas cucharadas de azúcar en agua, luego machacó unas campanillas que había allí cerca y las agregó. Vertió la mezcla en varias latas y tapas de tarros.
—Seguro que cada una de vosotras tendrá su gusto favorito —dijo—. En esta mezcla hay para todos los gustos.
Y así diciendo, dispuso los recipientes sobre las rocas y entre las flores.
A las mariposas les gustó el líquido y antes del mediodía se lo habían bebido todo.
Hubert no sabía en qué momento los insectos habían empezado a relacionar la golosina con la cascada, pero al poco tiempo no quedaba ninguna duda de que lo habían hecho. Se duchaba, preparaba su desayuno y hacía una mezcla de néctar. Cuando se iluminaba la vertiente rocosa y el aire se entibiaba, las mariposas venían hacia él desde todos los rincones del prado soleado. Y cada día venían más. Cada día le quedaba menos azúcar. Fue entonces cuando compró los cinco kilos.
Willie estaba en lo cierto cuando dijo que Hubert les hablaba a las mariposas. Si hubiese tenido imaginación suficiente como para entenderlo, se hubiese dado cuenta de que Hubert hablaba con todo. Es más, se hubiese dado cuenta de que Hubert no consideraba que lo suyo fuese un monólogo. Hubert no se limitaba a hablar. Conversaba. Le contestaban.
Estaba la cascada. La cascada, especialmente. Hubert le había hablado a la cascada durante años. Era su más vieja amiga. Fue la primera en contestarle.
Cuando se decidió a instalar su primer cobertizo, Hubert lo puso al lado de la cascada a propósito. Le gustaba el ruido del agua, y la fuente que estaba debajo era clara y pura. Hubert pensó que de allí salía la mejor agua de toda la montaña.
La cascada fue la ducha de Hubert desde el comienzo. Al principio se lo pensó un poco porque el agua venía directa de las cumbres heladas y si Hubert se hubiese quedado allí debajo más de un minuto se hubiese quedado rígido. No obstante, tenía algo de espartano en su naturaleza y descubrió que entrar y salir de allí corriendo era estimulante. Con los dientes castañeteándole, se secaba con una toalla y corría hasta ponerse al sol para calentarse.
Luego empezó a hablar con la cascada. Para que todo fuese más personal, más humano, ya le había dado el nombre de Barney.
—Barney, eres una cascada maravillosa; se está bien aquí. No acamparía en ningún otro lugar de la montaña. Pero la verdad, eres muy fría. Ya sé que no puedes hacer nada para evitarlo, sabiendo de dónde viene tu agua. Pero no estaría mal si pudieses estar un poco más tibia por las mañanas. Un poco al menos cuando tomo la ducha, ¿qué te parece?
Era una extravagancia que lo divertía y cada mañana cuando alargaba la mano para probar el agua helada, le decía:
—¿Tan fría como siempre, Barney? ¡Vamos! ¡No te costaría nada si quisieras! —Y le gustaba creer que un estremecimiento, una vibración parecía correr por la superficie de la cascada. Luego el agua seguía su curso.
Una mañana tuvo una respuesta más concreta. Estaba de pie, tembloroso, temiendo y al mismo tiempo deseando la ducha, con el brazo extendido para probar el agua, cuando la cascada le hizo una jugarreta. De pronto, la lisa superficie del agua se abrió y una roca, que hasta ese momento permanecía sumergida, transformó el chorro en una fina ducha de agua helada que bañó a Hubert, desnudo. El alarido que le arrancó el repentino remojón helado se hubiese podido ir hasta media montaña abajo, si alguien hubiese estado allí para escucharlo.
Cogió la toalla y se quedó mirando fijamente la superficie, otra vez lisa, del agua. No se veía ninguna señal de lo que hubiese podido provocar semejante ducha.
—¡Diablos, Barney, juraría que lo has hecho a propósito!
La cascada era una lámina brillante que bajaba suavemente. Nada había cambiado.
—Si lo has hecho una vez podrás hacerlo otra —dijo Hubert—. A ver —la conminó—, ¡hazlo otra vez!
Por si acaso, se puso al resguardo. Y, al cabo de un momento, la cascada volvió a hacerlo. Se abrió y, otra vez, el chorro de agua se transformó en una ducha.
—¡Bravo! —gritó Hubert—. ¡Bravo! Ahora si pudieses conseguir que el agua no estuviese tan fría por las mañanas… —Se le escapó una risita— te lo agradecería mucho.
Volvió a pensar en ello por la mañana, una y otra vez, mientras daba de comer a las mariposas. Luego hizo su caminata habitual hasta la cima de la montaña y más tarde, cuando hacía demasiado calor como para no estar a la sombra, volvió a su sitio favorito debajo del pino quemado y arrasado. Era allí donde escribía la mayoría de sus versos. Pensó que podía escribir algo sobre Barney, después de lo que había pasado por la mañana, pero su musa se había tomado el día libre y no pudo producir nada que valiese la pena guardar.
—La poesía, George, es algo que no se puede forzar. Te sale o no te sale.
Cualquiera se hubiese dado la vuelta para buscar a George antes de darse cuenta de que Hubert estaba hablando con el pino.
—Seguro que la mayoría de los versos que escribo aquí no son míos —prosiguió Hubert—. Tú has vivido una vida dura y larga y has visto muchos cambios por estas partes. Hay mucha poesía en tus recuerdos. Sospecho que yo soy el que escribo, pero tú eres el que me dicta. Hasta me siento deshonesto publicando esto con mi nombre, pero no se me ocurre ninguna otra manera de hacerte conocer. Si dijera que mis versos, en realidad, están escritos por George, la gente podría pensar que soy un poco raro.
Hubert se estiró sobre el suave colchón que formaban las agujas del pino y cerró los ojos.
—No, señor, no se puede forzar la poesía —murmuró.
Así que ni siquiera lo intentó. Se puso a dormir la siesta, mientras la sombra se desplazaba siguiendo el movimiento del sol. Muchas de las ramas del viejo George ya estaban casi muertas y el mismo George parecía predestinado a correr la misma suerte. Como había dicho Hubert, George había vivido una vida larga y llena de acontecimientos. Y se estaba por acabar.
Cuando los rayos del sol tocaron el rostro de Hubert, se despertó. Desde las cumbres heladas bajaba un vientecillo fresco. Apenas si agitaba la parte superior de las flores de tallo corto sobre las colinas y miles de mariposas estaban colgadas de las flores alimentándose. Hubert olió el aire fresco con gran placer.
—Gracias, Wilfred —le dijo al viento—. Se puede contar contigo como se puede contar con Barney. Y siempre soplas mejor por las tardes, cuando el sol más calienta. Muy oportuno.
Aun cuando no había gente en la montaña, a Hubert nunca le faltaba compañía y cada día tenía una conversación diferente. De hecho, cada día hablaba con la montaña y tenía razones para creer que lo escuchaba. O al menos tenía razones que lo satisfacían a él. La montaña tenía un nombre bastante común en los mapas, pero Hubert la había rebautizado Mahoma.
—Recuerdo que una vez Mahoma no quiso ir a la montaña —se dijo Hubert—, pero si la montaña se llama Mahoma se acabarían los enredos. Así que si no te importa, te llamaré Mahoma.
Al no notar ninguna oposición, Hubert utilizó a menudo ese nombre y descubrió que le resultaba mucho más familiar que decir simplemente: «la montaña». Mahoma, como Barney y Wilfred, tuvo su parte en las conversaciones de Hubert y hasta fue objeto de un poema. Hubert se lo leyó una tarde y la respuesta le pareció favorable. Si el poema tuvo algo que ver con el hecho de que Hubert se encontrase la moneda, nunca se sabrá, por supuesto. Pero los hechos aparecían sospechosamente relacionados.
Vio el resplandor dorado entre las rocas cuando iba subiendo por el filo del acantilado, montaña arriba. La roca estaba siempre a la intemperie, se partía y de vez en cuando se rompía y caía. Hubert sacó la moneda de la grieta y la examinó con interés.
—¿Y de dónde sale esto?
La acuñación era demasiado tosca como para ser moderna y sin embargo no estaba gastada. Y era pesada. Eso y el color amarillo le dijeron a Hubert lo que tenía en mano.
—Oro. —Hubert estudió con detenimiento la extraña cara de la moneda. Las palabras escritas alrededor del borde no eran inglesas—. Creo que es español. Quizás portugués.
Se quedó pensativo.
—Eso significa que si ha estado aquí durante mucho tiempo, quizás sea una de las monedas que usaban los conquistadores. Quizás el tendero me pueda decir algo.
Pero cuando volvió a pensar en ello, se dijo que quizás hablarle o mostrársela al tendero no fuese una idea tan brillante. El tendero era una buena persona, pero no sería capaz de quedarse callado. Vendía algo más que comida y alojamiento. Hacía correr las noticias. Y nadie se creería que aquélla era la única moneda que Hubert había encontrado. Quizás la montaña se viera invadida de buscadores de tesoros. Evidentemente, a Hubert no le interesaba esa posibilidad.
Así que se guardó la moneda en el bolsillo y decidió que no diría nada. Alguien podría explicárselo más tarde cuando se hubiese alejado de la montaña y hubiese tenido tiempo de inventarse una historia verosímil de cómo se la había encontrado. Volvió a mirar en la grieta, pero no vio ninguna otra moneda. Tampoco había ninguna señal de su procedencia.
Al final, cuando volvió al campamento, le habló a la montaña:
—La verdad, Mahoma, parece ser que sólo tú podrías decirme cómo llegó allí. Éste es uno de esos momentos en que sería muy conveniente que hablaras.
Pero, y no es de sorprender, Mahoma no dijo nada. Yacía enorme e inescrutable al sol de la tarde mientras Wilfred soplaba fresco sobre la colina. Las mariposas se estaban colgando de las hojas y dentro de las grietas para pasar la noche. En el cielo volaba un chotacabras.
Hubert no volvió a pensar en el misterio de la moneda. De hecho, después de unos días se olvidó por completo del asunto. Había quedado en el bolsillo mezclada con otras monedas, una navaja y otras cosas raras que había encontrado en sus caminatas por la montaña. Cuando se le llenaban demasiado los bolsillos, como le pasaba cada diez o quince días, Hubert seleccionaba el contenido y volvía a empezar.
Pero todavía no había vaciado los bolsillos cuando tuvo que hacer un viaje al pueblo a comprar algunas cosas que le faltaban. Entre otras cosas, se compró un cuaderno nuevo y, después de pensarlo un poco, otros cinco kilos de azúcar. Como siempre, empezó a buscar cambio en los bolsillos y optó por vaciar todo el contenido sobre el mostrador. La moneda de oro salió disparada y fue a rodar hasta los pies del tendero, que la levantó y la miró con curiosidad.
—Apuesto a que nunca sabes lo que llevas en los bolsillos —le dijo. —¿De dónde has sacado esto?
Hubert dudó un momento y se dio cuenta de que el tendero lo había notado. Pero se recuperó inmediatamente.
—Es un amuleto de la buena suerte —dijo alegremente—. La encontré el verano pasado en el sendero que sale al este del pueblo. No sé de dónde pudo haber salido.
—Ya —le dijo el tendero mientras se la devolvía—. Aunque no creo que nadie te dé nada por eso. Parece dinero de juguete.
Terminó de envolverle las compras a Hubert y no le dijo nada más. Pero cuando Hubert se fue, uno de los granjeros dijo:
—Eso no era dinero de juguete. Era una pieza de oro.
El tendero asintió con la cabeza.
—Oro de verdad. Parecía una de las viejas pistolas españolas, pero hacía mucho tiempo que no se veía una de ésas por aquí. Era pesada. Buen oro.
—¿De dónde cree que la ha sacado?
—Ya lo ha oído. Quizás sea como ha dicho. A estos poetas, el dinero no les interesa. Ni siquiera sabe lo que tiene en el bolsillo. Para él era un amuleto de la buena suerte.
Otro de los allí presentes, moreno, sucio y de cara alargada, preguntó:
—Eso de que esta persona sea un poeta quiere decir que es un tonto, ¿no?
El tendero hizo una mueca.
—Por lo general, sí —dijo.
—Pero usted no cree que Hubert sea un tonto —dijo el granjero—. Yo le he oído defenderlo.
—Es cierto —admitió el tendero—, pero también es cierto que a veces hace cosas raras. Ya habéis visto que ha comprado más azúcar. Willie Thatcher dice que les da de comer a las mariposas. Y Willie dice que está siempre hablando cuando no hay nadie por allí arriba.
—Bueno, no es que Willie sea mucho mejor —dijo el granjero—. Es un simple. Sólo quiere llamar la atención.
—Demasiado simple como para inventarse algo por el estilo —dijo el tendero. Ya había expresado esa opinión en otra oportunidad.
Todo podría haber quedado allí, pero no fue así. El moreno tenía un amigote; y unas horas más tarde, si alguien se hubiese molestado en observarlos, los hubiese visto confabular.
—Hace cuatro o cinco años que vive allí arriba —dijo el moreno—. Sólo durante los meses de verano. Y el tendero dice que no es tonto. Así… que sabe algo. Ha estado buscando algo. Pero creo que ahora ya ha abandonado la idea. Esa moneda de oro me dice que ha encontrado lo que buscaba.
—Puede que haya oro allí arriba —dijo el otro hombre. Era pequeño, seco, de nariz larga y ojitos de rata—. También oí decir que los indios sacaban turquesas de allí arriba. Pero sólo un tonto podría creer que la montaña acuña el oro que tiene.
—Sabes lo que quiero decir —dijo el otro hombre impaciente—, ha estado buscando un escondrijo. Alguien ha dejado dinero escondido allí arriba, quizás hace cien años. El tipo ese encontró un mapa o una carta que le habrá indicado dónde buscar.
—Cuentos —dijo el hombre más bajo—. Esas historias de tesoros son más comunes que los castaños en estas montañas. Pero nunca oí que alguien encontrara dinero español como la pieza de oro que tenía ese tipo.
—Siempre hay una primera vez. Seguro que no estaría mal hacerle una visita. La montaña no es suya. Quizás también nosotros podamos disfrutar de unos días de campamento.
—No me vendría mal el cambio —asintió el pequeño.
—Quizás a él le interese participar en una búsqueda del tesoro a medias con nosotros.
—¿Cómo «a medias»?
—Mitad para mí, mitad para ti y nada para él.
—Me parece bien —dijo el hombre pequeño.
Mientras tanto, Hubert había pasado una semana agradable. Se habían producido nuevos cambios que habían variado su existencia. Cada vez había más mariposas que venían desde las colinas. Había algunas especies que Hubert hubiese jurado que no estaban allí antes. Las veía llegar cada día, subiendo por el arroyo del valle hacia la cascada, siguiendo los vientos que bajaban desde las cumbres. Cada mañana ponía más azúcar con agua. Al mediodía ya había desaparecido.
Y lo mejor de todo: finalmente había llegado a un acuerdo con Barney. Durante casi todo el verano había notado que la ducha ya no le parecía tan fría como antes. Cuando la cascada lo salpicaba juguetona, como solía hacer a menudo, la temperatura era tolerable. Y no obstante sabía que el agua provenía de las cumbres heladas, como siempre.
—Barney —le dijo Hubert—, me parece que empiezas a entenderlo. Cuando me meta debajo del chorro esmérate un poco más. Me bastaría con un poco de agua tibia por unos minutos. Después puedes volver a ser tan fría como siempre. Tampoco es cuestión de molestar a las truchas que viven allí abajo.
Se quedó mirando la cascada mientras se quitaba el pijama. (Si alguien hubiese sabido que dormía con pijama, Hubert se hubiese muerto de vergüenza). Varias veces se había imaginado que un estremecimiento recorría la cascada cuando le hablaba. Esta vez no le cupo la menor duda al respecto. Una vibración corrió de un lado al otro de la suave cortina de agua. Barney lo entendió.
Hubert saltó con confianza debajo de la cascada. Sabía lo que le esperaba. El agua estaba tibia.
—¡Ah, oh! —Hubert se giró para gozar mejor del chorro tibio—. ¿No podrías subir un poco más la temperatura? Para poder quitarme un poco la tierra. —Y no se sorprendió cuando el agua salió casi caliente.
—Muy bien. Ahora, fría como siempre. Eso cierra los poros. Como en la sauna.
Barney hizo lo que le pedían y Hubert saltó de la cascada con un alarido.
—¡Poco a poco! —exclamó temblando—. Me parece que vamos a tener que practicar un poco más.
Pero más tarde, cuando se había secado con la toalla, se dio cuenta de que nunca se había sentido mejor en su vida.
Varios días después llegó el jeep, traqueteando por la ladera de la montaña. Hubert siempre bajaba de la montaña siguiendo el arroyo hasta dar con el sendero que pasaba por el centro de un bosque. Pero había también una especie de carretera que no estaba mal hasta entrar en el bosque, y a partir de allí, si tenías un vehículo de cuatro ruedas y ninguna consideración para con el vehículo, se podía subir hasta la pradera alpina. A pesar de todo, nunca había sabido Hubert de alguien que lo intentara antes.
—¡Vaya viajecito! —dijo el conductor del vehículo. Era moreno, de rostro afilado y tenía todo el aspecto de necesitar un baño.
—Pero ha valido la pena —agregó, y trató de mostrarse interesado.
Hubert abandonó la sombra de George, donde había estado echado y se les acercó. Wilfred, como buen amigo, sopló el olor del hombre en otra dirección.
—Podrían haber subido andando —dijo Hubert—. Es más fácil y más rápido.
No le hacía ninguna gracia la idea de tener visitantes. En especial de aquel tipo. Los ojitos de rata del pasajero del jeep no le inspiraban ninguna confianza, y en cuanto al conductor, sabía que lo había visto en alguna otra parte. Cuando Wilfred se tomó un descanso y le llegó el olor, enseguida supo dónde.
—Traemos lo necesario para acampar —le explicó el hombre—. Pensamos quedarnos una semana por aquí. Hacer algunas caminatas, un poco de pesca y quizás hasta una búsqueda de tesoros.
Miró a Hubert con detenimiento cuando mencionó lo del tesoro pero Hubert se limitó a sonreírle.
—Hace varios veranos que vengo por aquí, pero nunca he oído hablar de tesoros. Aunque es cierto que aquí existen tesoros para un poeta. El paisaje. Los sonidos. Olores. Eso es lo que yo hago: escribo versos.
—Ya nos lo habían dicho. —Lo dijo el de los ojos de rata—. Supongo que le irán bien los negocios.
—Éste ha sido un buen verano —contestó Hubert, y por dentro se dijo: hasta hoy.
—No le vamos a molestar —dijo el hombre más pequeño—. ¿Dónde acampa usted?
—En el cañón pequeño, un poco más allá, debajo de la cascada. No hace tanto frío por las noches. Está abrigado.
—¿Y no es ruidoso? ¡Con toda esa agua cayendo!
—Ya estoy acostumbrado —dijo Hubert—. Hasta la echaría de menos. Y está bien para bañarse. La cascada es una buena ducha. Pueden acampar un poco más abajo de donde yo estoy.
—Vale —dijo el moreno—, quizás sí; además este mes todavía no me he bañado.
Continuaron hasta la orilla del arroyo, y más tarde, Hubert oyó el ruido de un hacha cuando estaban cortando los palos para la tienda.
—George —dijo Hubert—, seguro que si no fuera porque yo estoy aquí recostado, te usarían de leña para el fuego.
Por supuesto, no esperaba ninguna respuesta; sin embargo, una brisa fragante, que quizás tenía algo que ver con Wilfred aunque viniese de otra dirección, aflojó una de las ramas muertas de George y al caer produjo un ruido seco.
—Me imagino cómo te debes sentir —dijo Hubert.
No volvió a ver a sus vecinos durante el resto del día. Habían montado una tienda de techo remendado y dentro tenían unos sacos de dormir. Después se habían ido a través del prado hasta el acantilado. Se pasaron la tarde buscando algo en el fondo, volviendo las piedras al revés, trabajando mucho más de lo que Hubert sé hubiese podido imaginar. Sacudió la cabeza. Ahora sabía lo que estaban buscando.
Había terminado la cena y las estrellas llevaban horas en el cielo cuando regresaron. Los oyó tropezar y maldecir mientras preparaban el fuego para la comida. ¡Menos mal que habían acampado varios metros más abajo en el arroyo! Había menos probabilidades de que viniesen a visitarlo. Y Hubert prefería el ruido del agua.
No consiguió dormir tan bien como solía, pero no pensó que existiese un peligro inmediato. Estaba seguro de que sí lo habría más adelante, y trató de pensar bajo qué forma aparecería. Cuando rompió el día, ya estaba preparado para la ducha. Sus pensamientos también volaron a una tetera repleta, bacon y bizcochos con, quizás, un poco de mantequilla y miel.
La ducha estuvo perfecta. Barney consiguió la temperatura ideal y Hubert se quedó allí debajo mucho más tiempo del que acostumbraba. Cuando salió corriendo después del final helado, vio que tenía compañía. Los vecinos le habían estado mirando.
—Parece hasta divertido —dijo el moreno—. ¿No está fría? Este riachuelo está frío como el hielo.
Hubert se secó con vigor.
—Está muy buena.
El moreno empezó a quitarse la ropa. Hubert no recordaba haber visto nunca antes alguien que estuviera tan sucio por debajo de la ropa. La peste que despedía lo impregnaba todo.
—Barney —murmuró Hubert—, espero que sepas lo que haces.
El hombre alargó un brazo indeciso hacia la cascada.
—Oye, no está nada fría. ¡Nunca lo hubiese pensado!
Se metió con confianza debajo de la sábana de agua, e inmediatamente un alarido de agonía reverberó por todo el cañón y el hombre salió de la cascada como una bala.
—¡Me he quemado vivo! ¡Cómo quema! ¡Dios mío, me muero!
Pareció notar que estaba con agua helada hasta las rodillas; se tiró al suelo y empezó a revolcarse mientras Ojos de Rata lo miraba dando grandes muestras de asombro y Hubert se había girado para que no le vieran la cara. Le pareció que el juicio de Barney había sido correcto.
Después de unos minutos el hombre se acercó temblando. Se le habían formado unas enormes ampollas en los hombros. Tenía el pecho, los brazos y hasta las piernas rojos y descarnados. Miró a Hubert de reojo.
—¡Esa agua estaba hirviendo! ¿Qué le ha hecho?
La mirada de asombro de Hubert no era completamente falsa. Nunca se había imaginado que Barney pudiese llegar a estar tan caliente.
—¿Yo? ¡Está loco! ¿Cómo podría calentar el agua de la cascada? Yo acabo de salir y me pareció que estaba muy bien.
Cruzó la piedra y puso la mano debajo de la cascada. Ojos de Rata lo siguió.
—A mí no me parece que esté caliente —dijo Hubert—. Me parece más bien fría, en todo caso.
Ojos de Rata la probó con un dedo.
—Está helada —dijo—. Helada. Ni loco me metería ahí abajo. Moriría congelado.
El hombre de la cara alargada se tocó las ampollas con cariño.
—¿Y qué creéis que son estas cosas? ¿Helados de fresa?
—Creo —dijo Ojos de Rata— que el problema es que no estás acostumbrado al agua.
El hombre escaldado recogió sus harapos y los dos descendieron por el arroyo hasta el campamento. Hubert oyó los murmullos de sus voces hasta que se acostaron, y una vez el hombre moreno lo miró de una forma que no le pareció muy amistosa. Pero Hubert no entendía cómo podrían relacionarlo con los cambios de temperatura de la cascada. No sabía cómo lo harían, pero seguro que lo harían. A pesar de todo, se sintió satisfecho.
—Muy bien, Barney, muy bien —le dijo.
Y la cascada vibró debajo de su manto de agua clara.
Después del desayuno, que Hubert disfrutó más que nunca, preparó la ración de azúcar de cada mañana y fue a distribuirla. El sol empezaba a calentar el prado alpino. Las mariposas empezaban a despertarse. Wilfred soplaba suavemente a ras de suelo y los insectos se movían en nubes multicolores. Hubert llenó todas las latas y las tapas de los jarros, después pasó media hora rociando el néctar que le había sobrado sobre las flores y sobre las hojas tiernas. Fuera donde fuese, las mariposas revoloteaban a su alrededor, se prendían de sus cabellos, colgaban de su ropa, de sus manos y del borde del cubo con el néctar. Caminaba despacio, erguido, un arco iris de colores, una columna viva de luz.
—Vamos chicos —les dijo Hubert, y luego agregó—: y chicas —pensando en las feministas—, esto es todo por hoy. Nada más hasta mañana. Id por ahí a ganaros un poco la vida. Yo ya no puedo daros más.
Todas las mañanas les decía lo mismo y siempre le respondían. Poco a poco empezaban a alejarse, desparramándose por toda la ladera de la montaña, posándose sobre esta o aquella flor al pasar.
—Mahoma —dijo Hubert—, en el verano siempre llevas vestidos nuevos. Me alegro de poder servirte de ayuda.
Por supuesto, la montaña no le contestó, pero a Hubert le parecía apropiado hacerle algunos comentarios de vez en cuando. Le parecía, por esa extraña forma de pensar que tienen los poetas, que a Mahoma le hacía gracia.
Durante los dos días que siguieron, Hubert casi no vio a sus vecinos. No volvieron a su campamento, y menos aún a bañarse. Daban vueltas por toda la montaña. De vez en cuando los veía allí arriba en las rocas, hurgando en las grietas, entrando y saliendo de las cuevas que iban descubriendo. Hubert sabía que también lo observaban, pero eso tampoco les era más provechoso que dar vueltas por la montaña. Sobre cómo gastaba su tiempo, no había ningún secreto, y tenía la sospecha de que para sus vecinos, su vida no tenía ni pies ni cabeza.
Hubert les daba de comer a las mariposas, se estiraba a la sombra de George y hacía anotaciones en un cuaderno, dormía la siesta mientras Wilfred refrescaba el calor de las rocas con un soplo helado de las cumbres. Y el segundo día, fue precisamente al despertarse de la siesta cuando se encontró con los dos buscadores de tesoros a su lado.
El moreno lo estaba mirando con detenimiento. No era una mirada amistosa. Esa primera impresión quedaba subrayada por un pequeño revólver negro que el individuo blandía en su mano.
—Se nos ha acabado la paciencia —le dijo—. Me parece que ahora tendrá que mostrarnos dónde está escondido.
Hubert pensó que se encontraba en apuros, así que continuó como siempre.
—Si me dijeran de lo que están hablando, quizás podría ayudarles. Y ya puede guardar ese revólver. Yo no llevo armas y ustedes son dos.
—Me gusta tenerlo a mano —dijo el hombre. El escaldado seguía echando la misma peste; después de todo, también seguía con la misma ropa.
—Ya sabe lo que buscamos —dijo el hombre—. Dinero. Dinero antiguo. No somos tontos. Sabemos que ha estado buscando un tesoro por estas rocas. Y sabemos que lo ha encontrado. Ahora está haciendo tiempo hasta que lo pueda sacar sin ser visto.
—Ah —dijo Hubert—. La moneda de oro que vieron en la tienda. —Se quedó pensativo—. Es bastante sospechoso. Pero si hubiese encontrado un escondrijo con dinero, ese dinero sería mío, ¿no? ¿Qué tienen que ver ustedes?
—Somos sus socios —dijo Ojos de Rata—. Lo encontramos juntos. Y su parte se va reduciendo cada minuto.
Hubert suspiró, pero su cerebro estaba funcionando a toda velocidad en busca de una idea salvadora. Se daba cuenta de que la situación era muy peligrosa. Ni la poesía ni una conversación inteligente le servirían de mucho en esta ocasión. Estos individuos no entenderían nada.
—¿Me puedo sentar? Pienso mejor cuando tengo la cabeza más arriba de los talones.
—Piense en dónde está el dinero. Eso no le costará mucho.
Hubert se recostó sobre el tronco de George y empezó a moverse despacio para que el hombre con el revólver no pensase que quería hacer otra cosa.
—Me gustaría saberlo —dijo—. Me ahorraría algunos problemas. Pero la verdad es que he encontrado esa sola moneda. Tengo que admitir que la he encontrado entre las rocas, junto al acantilado. Pienso que alguien la debe de haber perdido, alguien que pasaba. —Se encogió de hombros—. De verdad, no me interesa eso de buscar tesoros.
—Vale, pero nadie se lo cree —dijo el hombre más pequeño—. Ahora tiene la cabeza levantada, pero todavía no ha pensado lo suficiente. Lo que necesita es tiempo.
Había venido preparado. Sacó varios metros de cuerda como la que se usa para atarle las patas a los terneros y le ató las manos por detrás. Lo hizo con habilidad.
Luego con otra cuerda le ató los tobillos, dejándole un poco de cuerda para que pudiese andar apenas.
—Le gusta estar debajo de este árbol, así que aquí se quedará. Pero será mejor que le atemos para que no se vaya a dar vueltas por ahí.
Sacó otra cuerda más gruesa que pasó entre las piernas de Hubert y por encima de un hombro y se la ató con fuerza a la espalda.
En seguida ató el otro extremo de la cuerda alrededor del tronco del viejo pino.
—Así ya se podrá mover bastante. Bastante como para comer un poco de pasto. Porque eso será todo lo que comerá hasta que nos diga dónde está el dinero.
Los ojitos de rata brillaban y Hubert pensó que la comparación no podía haber sido mejor. Y él odiaba las ratas.
—Y otra cosa —dijo el hombre—. No grite. Si tuviésemos que amordazarle, ni siquiera podría comer pasto.
—No vale la pena —dijo Hubert—. Nadie me oiría.
—Vale —dijo el hombre moreno—. Mejor para usted.
Se fueron a través de la pradera, pasaron al lado del jeep estacionado al borde del arroyo y, cuando bajaron a su campamento, los perdió de vista.
—Bueno, George —dijo Hubert—, creo que estoy en un lío muy gordo. No quiero ni pensar en lo que me estarán haciendo en el campamento, en este preciso momento. Si se te ocurre algo, dímelo.
A George no parecía ocurrírsele nada, porque sus pocas ramas siguieron colgando inertes en el aire todavía quieto de la tarde. Wilfred apenas si se hacía notar. Hubert probó moverse un poco y notó que las cuerdas estaban muy bien anudadas. El hombre más pequeño sabía lo que hacía. Al final Hubert deslizó la espalda contra el tronco del árbol, consiguió sentarse en una posición un tanto incómoda y se puso a pensar.
—Ya entiendo —dijo—. Les diga o no algo del tesoro, ya no aguantan más. Tendrán que irse. Lo interesante sería saber qué es lo que piensan hacer conmigo, Al menos para mí sería interesante. Porque lo cierto es que no podré mostrarles dónde está el oro.
Como no podía hacer otra cosa, Hubert siguió mirándolos. Volvió a ponerse de pie. Y empezó a sentir una corriente extraña que le pasaba por debajo de los pies, como si todas las fuerzas a su alrededor se estuviesen preparando para entrar en acción. Hasta el poco follaje del viejo George parecía haber cobrado vida. Las ramas temblaban y, sin embargo, la brisa era casi imperceptible.
En la ancha banda soleada del prado volaba una nube de mariposas. Hubert notó de repente que todas volaban en la misma dirección. Y cada vez había más mariposas. Se oyó el motor del jeep que arrancaba. El vehículo retrocedió, dio media vuelta y se dirigió hacia el viejo pino, con el moreno al volante. Las mariposas empezaron a cubrir todo el parabrisas. Se arremolinaron alrededor de los dos pasajeros, revoloteando y arrastrándose sobre ellos. El conductor sujetaba el volante con una mano y con la otra espantaba los insectos.
—¡Quítamelas de encima! —gritó—. No veo nada. Malditos bichos, ¿qué diablos les pasa?
El nombre más pequeño empezó a dar golpes con la gorra, pero el jeep apenas si se movía. Después de todo, esa parte de la montaña y hasta la pradera estaban cubiertas de rocas. Hubiese sido muy fácil averiar el coche. Y ellos querían salir de allí con el jeep entero, después de haber arreglado las cuentas con Hubert.
—Si no nos dice nada, ¿qué hacemos?
—Dejarlo donde está —dijo el moreno—. Ya se soltará. Tardará un poco.
—Cuando los ato yo, no pueden soltarse —dijo Ojos de Rata—. Y cuando se muera, a alguien se le podría ocurrir que ha sido un asesinato. —Hizo otro gesto para sacarse de encima las mariposas que volvían a descender sobre el jeep.
—Si está muerto no podrá decirle nada a nadie. De todas formas, seguro que se morirá, porque es demasiado tonto como para soltarse. No será culpa nuestra. —El moreno agitó el brazo y aplastó varias mariposas contra el parabrisas—. ¿Qué diablos les sucede a estos bichos?
—Quizás sea él que las manda —dijo el hombre más pequeño—. Les da de comer.
—Eso no tiene sentido. Nadie les puede impartir órdenes a los insectos.
Y a decir verdad, Hubert estaba tan asombrado como ellos cuando vio venir hacia él el jeep cubierto de mariposas. Estaban apenas a unos pocos metros de él, cuando toda la montaña pareció temblar. El jeep se paró de golpe.
—¡Dios mío! —oyó gritar al conductor—. ¡Es un terremoto!
—¡Sigue adelante! —gritó el otro—. ¡Si conseguimos llegar hasta la carretera podremos salir de aquí!
El jeep dio un salto hacia adelante y otra nube de mariposas descendió sobre ellos. La montaña volvió a estremecerse. La tierra hizo un ruido como si se estuviera rajando. Hubert se giró al notar que las cuerdas cedían. El viejo George se movía poco a poco y en su base se estaba abriendo una gran brecha que le arrancaba las viejas raíces debilitadas y le hacía perder esa base que lo había mantenido en pie durante siglos.
—¡Alto! —gritó el hombre—. ¡Cuidado con el árbol!
George se cayó como en cámara lenta. Su enorme tronco golpeó casi con suavidad sobre el camino donde estaba el jeep, y luego el estruendo del golpe estalló por todas partes, saltó, se extendió por todas las rocas de la montaña.
Hubert tuvo la certeza de estar muerto. Seguramente los hombres en el jeep también pensaron lo mismo, porque ni siquiera se tomaron la molestia de mirarlo. Con la carcasa de George cerrándoles el paso se habían vuelto como locos.
Hubert se dio cuenta de que si hubiese estado muerto no podría haber visto lo que estaba viendo. El golpe lo había dejado aturdido, pero no le dolía nada. Giró hasta quedar sentado y luego se puso de pie. Estaba todavía atado, pero al menos se había librado de la soga que lo sujetaba a George. Hubert salió como pudo de entre los trozos de madera y astillas, arrastrando la soga detrás de él.
El jeep había conseguido salir adelante. George había caído en el medio del camino, pero el conductor estaba intentando pasar, con mucha habilidad, entre los escombros y las ramas. El jeep saltaba y crujía, pero seguía adelante. Desde esa extraña e incómoda posición, Hubert volvió a admirar al conductor.
Y se dio cuenta de algo más. Las mariposas ya no estaban sobre el jeep. Se habían ido. La nube de colores se había alejado. Quizás las únicas que hubiesen quedado eran las aplastadas para cuando el coche llegó al acantilado. Luego, por tercera vez, la montaña volvió a estremecerse.
Por un momento, pareció como si la pradera se moviese horizontalmente y luego se detuvo. El cuerpo caído de George dio media vuelta y Hubert oyó los crujidos que producían las viejas ramas al partirse. Hubert, con los pies atados, tampoco pudo mantener el equilibrio. Unas piedras le pasaron rozando. Otras, enormes, se movían, y toda una parte del acantilado se abrió y cayó hacia abajo.
Hubert lo vio todo. Se quedó inmóvil durante un tiempo, dolorido y atontado. Luego, lentamente, se sentó. No había notado el dolor del dedo roto, aplastado contra una piedra al caer. No podía quitar los ojos incrédulos del espectáculo que acababa de presenciar.
El jeep había desaparecido. Allí donde había estado, había ahora un montón de rocas apiladas y el acantilado mostraba una nueva cara a los rayos del sol todavía alto. Después del estruendo que produjeron las rocas al desmoronarse, el silencio que reinaba parecía todavía más sospechoso. Apenas una ligera brisa movía los pétalos de las flores del prado.
Hubert sabía lo que tenía que hacer y lo hizo. Por suerte para él y para esta historia, sabía lo que estaba haciendo. Se recostó sobre su lado derecho y se encogió hasta llegar a una posición fetal. Con las manos atadas a la espalda se fue inclinando hasta tocarse las nalgas, las caderas y luego, con un dolor indescriptible, hizo pasar los pies por el rizo. Era posible. Tenía que conseguirlo.
Ahora tenía las manos delante, pero estaban todavía atadas y muy bien atadas. Lo solucionó muy pronto con los dientes. Y mientras le estaba hincando los dientes, no le quedó ninguna duda de que la soga había sido usada para atar terneros. Fue sólo cuando se inclinó para soltar las trabas que se dio cuenta de que tenía el dedo roto.
Para cuando se encontró libre y pudo conseguir alguna respuesta de su pobre cuerpo maltratado, el dedo exigía ya atención inmediata. Tendría que ir a que se lo curaran, y eso implicaba bajar por un sendero empinado unos siete kilómetros hasta el pueblo. Pero antes de irse Hubert quiso asegurarse, aunque ya estaba bastante seguro, de que el jeep había quedado sepultado debajo de las rocas.
Después de cruzar la pradera y subir por la nueva loma, no le quedó ninguna duda. El jeep y los pasajeros yacían enterrados debajo de miles de toneladas de piedra. No quedaba ninguna prueba de que alguna vez hubiesen existido.
Mientras descendía por los bordes filosos de las piedras recién partidas, Hubert pensaba.
«¿Por qué he de contárselo a alguien? —se preguntaba—. ¿Quién sabe que estaban aquí arriba? ¿Quién los va a echar de menos? Tendrían que venir con máquinas enormes para sacarlos y dudo de que tengan a alguien que les esté llorando. Y no podrían tener una tumba mejor».
Bajó de la loma y rodeó una vieja pila de rocas que, pensó, se habría formado en algún otro terremoto de la historia de la montaña. Éste había vuelto a cambiar su forma. Y cuando un rayo de sol iluminó las grietas, Hubert captó un reflejo dorado. Curioso, trepó un poco para ver.
A pesar del dedo roto, no le costó mucho separar algunas piedras flojas. Allí estaba el oro, en dos bolsas de piel podrida y reventadas. Oro entre las piedras y sobre los huesos allí desparramados. Había dos calaveras. La del hombre mostraba una fractura y las mandíbulas exhibían unos dientes amarillos y careados. La calavera del caballo era grande y fuerte, los dientes nuevos. Y los huesos se mezclaban entre las piedras y las piezas de oro.
—«Casi lo consiguió —se dijo Hubert—. Un viejo con un caballo joven y fuerte».
Se quedó unos minutos mirando las profundidades de la grieta. Le dolía el dedo. Le llevaría mucho tiempo ensanchar la abertura como para poder coger el oro. Podía ver que muchas de las piezas de oro eran como su amuleto.
«Bueno —se dijo—. Soy rico… creo. ¿Soy rico?».
Volvió a mirar los huesos.
«No le sirvió de mucho a él —pensó—, lo haya robado o no. Supongo que lo había robado».
Dirigió la mirada a las nuevas formaciones de piedra.
«Y a ellos les faltó poco, y ya me imagino lo que querían hacer. Pero la suerte de esos dos fue muy parecida a la de este viejo».
Movió la cabeza en señal de negación.
«No sé qué hacer. Quién sabe cuánto tiempo hace que el viejo y el caballo están allí dentro con su pro… y hasta ahora he vivido muy bien sin él. Estos veranos han sido buenos. Si saco eso de ahí dentro, los buscadores de tesoros empezarán a dar vueltas por la montaña. Se acabará la paz. Adiós poesía. Usarán máquinas para mover las piedras. Quizás hasta encuentren el jeep. Quizás vuelva a producirse otro alud de piedras… sobre ellos. Algo me dice que a Mahoma no le hacen mucha gracia esas actividades. Pero creo que me ha regalado el oro».
Hubert olvidó por unos momentos más el dolor casi insoportable del dedo y dirigió la mirada al agradable prado de la montaña, rodeado de las altas cumbres nevadas llenas de despeñaderos. Desde muy lejos le llegó el sonido de la cascada. Wilfred murmuraba en la base del acantilado.
Hubert empezó a empujar las piedras más grandes que podía mover hacia la grieta. En pocos minutos, ningún ojo podría haber notado que allí dentro había algo enterrado.
—Si el tesoro es mío —dijo Hubert—, puedo hacer lo que me apetezca con él.
Empujó la última piedra.
—Mahoma —le dijo—, has jugado fuerte y has ganado. Te agradezco el regalo, pero… no, gracias. Prefiero quedarme sólo con mi amuleto. Y quizás algún día escriba un poema épico sobre el tema.
Dio media vuelta. El dedo le latía de dolor.
—Será mejor que vaya abajo a que me arreglen esto —dijo—. No quiero que se me quede rígido. Me sirve también para escribir.
Una mariposa pasó a su lado, luego volvió y dio una vuelta rápida alrededor de la cabeza de Hubert. Él le hizo una mueca de agradecimiento.
—Hubiese tenido que bajar de todos modos. Ya casi no me queda azúcar.