La vida puede acabarse
La vida puede acabarse
Inglaterra, otoño 1971
Edad: 54
Me encontraba en Londres y una mañana de mediados de septiembre de 1971 me desperté con grandes dolores. Al final de la semana me dije que tenía que visitar a un médico.
Telefoneé a mi hermano Max. Se encontraba en Londres para concertar una exposición de sus pinturas y vivía en un piso cómodo que le había dejado un amigo que estaba de vacaciones. Yo vivía en un piso incómodo que había tenido que alquilar y que estaba lleno de pulgas. Había tenido que recurrir a la alcaldía del distrito para que lo fumigasen.
Estaba pasando las vacaciones en Londres para ver a Fiona y los niños y había planeado la estancia de modo que además pudiera ayudar a Max con la exposición. Pero al parecer era él quien tendría que ayudarme a mí. Prácticamente me retorcía de dolor y apenas podía andar. Me sentía casi avergonzada, convencida de que aquellos dolores eran psicosomáticos.
—Max —le dije medio gritando por teléfono—. Me ha dado una especie de parálisis histérica, tengo grandes dolores, ¡y no puedo ni moverme!
—No seas imbécil —me dijo mi hermano—. Eres la persona menos neurótica que conozco. No puede ser una afección psicosomática. Seguramente será fiebre reumática, o artritis, o parálisis infantil.
—¿Parálisis infantil a mi edad? Tengo cincuenta y cuatro años, Max. ¡No se coge una parálisis infantil a los cincuenta y cuatro años!
Pero me di cuenta, con gran estupor, de que podía estar en lo cierto. Las manos y los pies ya los tenía paralizados.
Al día siguiente me llevó a ver a nuestro antiguo médico de cabecera. Para llegar a la sala de espera tuvo que ayudarme el taxista.
—¡Por el cielo, señora Cumming! ¿Por qué ha esperado tanto para venir a verme?
—Me ha ocurrido sin darme cuenta. No pensé que fuera nada serio. Creí que se trataba de algo imaginario para ocultar algún sufrimiento inconsciente.
—No me diga. La psiquiatría comenzó enseñando a los pacientes a imaginar que estaban enfermos. Ahora les enseña a imaginar que no lo están. Mi querida muchacha, está usted medio paralítica. No soy especialista, pero la enviaré a uno inmediatamente.
Antes de saber siquiera qué pasaba hubo llamadas telefónicas, otro taxi, luego una ambulancia, y me condujeron en camilla a la sección de urgencias del Queen’s Hospital.
Me examinó un célebre especialista, Mister Llewellyn-Jones. Me clavó agujas en las manos y los pies: no sentí los pinchazos. Me golpeó los tobillos y las muñecas con un martillo pequeño: no hubo movimientos, reflejos. Me golpeó las rodillas y los codos: apenas si se movieron.
—¿Siente que los pies y las manos le pesan como si fueran de plomo? ¿Siente hormigueo continuo?
—Sí.
—Ya… son los síntomas clásicos.
—¿De qué?
—De una neuritis periférica.
—Nunca lo había oído. ¿Es peligroso?
—No, si se detiene en las extremidades, que parece ser el caso actual.
—¿Me pondré bien? Preferiría saber la verdad.
—No puedo decirle nada mientras no haya hecho algunas pruebas. Pero antes de comenzar el tratamiento habrá que determinar la causa. Le recomiendo una hospitalización inmediata.
Me trasladaron de la camilla a una silla de ruedas y mi hermano me empujó hasta la oficina de ingresos.
Me encontraba en el rincón de una sala, enfundada en un camisón hospitalicio de basto algodón. Mi hermano había ido a casa en busca de mis efectos personales. Alrededor de mi cama se había congregado un grupo de estudiantes de medicina, todos con aire muy serio. Estaban autorizados a palparme los miembros y a hacerme preguntas. El profesor invitó a uno de ellos a clavarme agujas otra vez y tantearme los reflejos. Seguía sin sentir nada.
—Nesbitt, he aquí un caso que le conviene. Me gustaría que lo estudiara con atención —le dijo Mister Llewellyn-Jones.
—Gracias, señor —contestó el joven.
Todos a una, se trasladaron hasta la cama contigua. Contemplé a aquellos jóvenes de aire educado y vestidos con bata blanca mientras se desplazaban por la larga sala llena de mujeres. El que más me gustaba era el que me había tocado en suerte. Tenía un no sé qué infantil en sus ojos grises. Por supuesto: es que era un muchacho. Al llegar al extremo de la sala se volvió para mirarme y nos sonreímos.
Comprendí entonces el significado de la palabra «paciente». Se refería a la persona enferma que tenía que esperar con paciencia. Yo no sabía qué esperaba, salvo el dolor que se abría poco a poco hasta que se apoderaba de mí por completo y no podía pensar en otra cosa.
No tenía más visitas que mi hermano, que a su vez estaba de visita en Londres. Mi hija Fiona vivía a kilómetros de distancia y no iba a estar yendo y viniendo, cargando con los niños continuamente. En realidad había sido yo quien la había convencido de que no lo hiciera. Aún no había dicho a ningún amigo dónde me encontraba, y, por supuesto, tampoco a ninguno de mis antiguos amantes. No quería molestarles. Prefería que se sintieran ofendidos a preocupados. Siempre he detestado molestar al prójimo con mis problemas.
El único contacto humano verdadero que tenía en el hospital era con el joven llamado Nesbitt, que se ocupaba de mi caso. Después de cada visita de rutina a la sala, se acercaba a comprobar mi estado, que seguía invariable.
Entre Nesbitt y yo, sin embargo, estaba ocurriendo algo que hacía que nuestra relación fuese distinta de la que había tenido anteriormente con médicos y enfermeros. No se trataba de un espejismo por mi parte; cierto día habíamos tenido una extraña charla que había sido, sin lugar a dudas, una especie de introducción a otra cosa. Como mi cama estaba en el extremo de la sala y la cama contigua estaba vacía por entonces, disfrutaba de cierta intimidad y hablamos con desenvoltura.
—Siento molestarla, pero necesito tomarle una muestra de sangre —dijo al volver de la ronda de visitas con el especialista que se ocupaba de mí, Mister Llewellyn-Jones.
—Toma toda la que quieras. Los demás ya saben servirse solos.
Manejó la jeringuilla con tanta delicadeza que apenas sentí el pinchazo. Lo encontré muy atractivo de cerca y advertí que alrededor de los fríos ojos grises tenía unas pestañas muy largas. La jeringuilla comenzó a llenarse de sangre.
—Tiene buen color —comentó.
—Es una buena cosecha. Las botellas viejas contienen buen vino.
Sonrió.
—No puedo creer que tenga usted cincuenta y cuatro años.
—¿Cómo sabes mi edad? No andarás curioseando entre la fichas de ingreso, ¿verdad?
—A veces. Sigo su caso porque es parte del aprendizaje. Tengo que comprobar todas las posibilidades, ya que no parece haber un motivo médico que explique su enfermedad. Tampoco es parálisis histérica. Los nervios motores le han dejado de funcionar por alguna razón; así que necesitaba saber quién era usted y de dónde venía.
Se había enderezado para trasvasar la sangre a un tubo de ensayo. Así permaneció, erguido, con la jeringa en los sensibles dedos, y mirándome con fijeza. Tenía el pelo un poco largo y le caía por la frente. Habría parecido más un músico joven que un cirujano en ciernes de no ser por aquel aire frío y calculador. Introdujo la sangre en un tubo de ensayo.
—Nunca he conocido a nadie como usted. Es usted de otro mundo. Soy incapaz de imaginar quién es ni cómo vive —dijo, volviendo a poner los ojos en mí.
Yo estaba sorprendida y le sonreí. Su interés hizo que de pronto me sintiera menos un conejillo de Indias y más un ser humano.
—Algún día te diré quién soy —le dije.
Bajó los ojos hasta el platillo en forma de riñón que tenía en la mano, y que contenía el tubo de ensayo con la sangre, y dijo con timidez:
—Me gustaría conocerla mejor.
—¿Por qué?
—Es usted muy hermosa —dijo, y se alejó.
Notas del Diario. 21 de septiembre.
Son muchas las mujeres que tienen fantasías sexuales a propósito de su médico, y en mi caso quizá sería más natural que mis impulsos biológicos se inclinaran hacia el célebre especialista, que es un hombre de mi edad. ¿Por qué deseo a Nesbitt, el joven de ojos grises? ¿Y por qué a este joven en concreto? Desde que me dejó Evaristo, hace un año, he tenido una vida sexual más bien reposada, casi siempre con mis galanes crónicos, algunos de los cuales se acercan ya a los cuarenta, pero no ha habido ninguno de mi edad desde que Rudi me dejó. Tras una larga estancia en el extranjero, en poste, mi diplomático volvía a tener un cargo en Roma, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Mi camionero entraba y salía de mi vida de manera intermitente, y siempre estaba allí el pequeño Bruno para llenar los vacíos. Incluso él está cerca de los treinta. Pero ahora que me encuentro recluida en una cama de hospital, suspiro de repente por mis amantes jóvenes. Siento rachas de nostalgia por Jean-Louis, anhelo a Joseph, a Evaristo. Echo de menos incluso a Gregory el Malo, y es posible que le haga saber que estoy aquí. Detrás de su paranoia hay un corazón tierno y cariñoso, es posible que a causa de ella. Vendría a verme en seguida, y no se arredraría ni aunque estuviese muriendo.
Nunca he tenido fantasías eróticas porque he tenido demasiada realidad erótica; pero se me ocurre ahora que, a lo mejor, mis amantes muy jóvenes han podido constituir una forma concreta de fantaseo erótico. Ahora que estoy inmovilizada e imposibilitada para todo contacto sexual, me pongo a fantasear por primera vez en mi vida, a pesar del dolor y del sufrimiento. El joven estudiante, Nesbitt, que llena mis pensamientos, parece como si acabase de salir del instituto. Creo que he cultivado cierto gusto por los adolescentes y el aspecto físico de éste comienza a preocuparme. Se me ha vuelto una costumbre, la Costumbre de los Muchachos. Me encanta el tacto y el olor de una piel joven y tersa. Disfruto pasando los dedos por un cabello abundante y sano. Hacer el amor con un hombre muy joven es como disfrutar de la primavera: un placer sensual y físico. Espero que Nesbitt no tarde en volver a verme.
—Buenos días. Vengo a hacerle una punción lumbar. Será un poco desagradable, pero no le dolerá. ¿Le importaría ponerse sobre el costado izquierdo?
Un médico joven, al que no había visto en mi vida, se encontraba junto a mi cama. Me giré siguiendo sus instrucciones y cerré los ojos.
Me clavó en la espalda una larga aguja que introdujo directamente en la columna, a fin de extraer un poco de líquido espinal. De agradable no tenía nada en absoluto, y me esforcé por caer en una especie de trance de yoga para no sentirlo. Imaginé que estaba tendida en un lecho de clavos, que caminaba sobre fuego, cualquier cosa que alejase del pensamiento aquella larga aguja metida en el espinazo y que me chupaba las energías vitales. Traté de elevarme por encima de todo mediante la meditación trascendental, quedar inconsciente, pero la voz del joven médico rompió el hechizo.
—¿Señora Cumming? ¿Está usted bien?
Parecía intranquilo. A lo mejor me había desmayado.
Me di cuenta de que estaba tan nervioso como yo y que era probable que no tuviese mucha práctica en aquello. Es posible incluso que creyera haberme matado.
—Aún estoy viva —dije—. No os libraréis de mí tan fácilmente.
Sonrió aliviado y, con aire triunfal, alzó un frasquito de líquido incoloro para que yo lo viese, el líquido vital de la columna. Parecía agua.
Fue aquélla la primera de toda una serie de pruebas horribles, algunas de las cuales fueron peores incluso que la enfermedad. En los días que siguieron me sacaron sangre cada tantas horas para ver si tenía diabetes. Luego me hicieron un mielograma: me pusieron boca abajo y me bombearon aire en la delicada membrana que envuelve el cerebro y la médula espinal para comprobar si había ruptura o compresión de las vértebras. La siguiente prueba fue una electromiografía: me clavaron en las piernas unas horribles agujas que me transmitían descargas eléctricas para provocar reacciones musculares y averiguar así la magnitud de la parálisis. Me radiografiaron los pulmones, revisaron la historia de mi vida. ¿Era alcohólica? ¿Había sufrido alguna vez desnutrición? Cada día me sentía más deprimida. Por la noche, cuando se apagaban las luces de la sala y la enfermera del tumo de noche encendía la lamparilla de su mesa, se distribuían pastillas para dormir. Me puse a coleccionar a escondidas las que me correspondían, por si resultaba que la parálisis era de por vida. Prefería tomármelas todas a la vez en algún rincón seguro a tener que depender de los demás el resto de mi existencia.
El especialista que supervisaba mi caso, Mister Llewellyn-Jones, me trajo noticias una mañana, pero no de la índole que esperaba yo. Me dijo que no tenía nada malo, que todas las pruebas habían dado resultado negativo.
—No tengo nada malo, salvo que estoy parcialmente paralítica y me han hecho más agujeros que a un colador —exclamé sin poder contenerme—. ¿Qué es lo que me pasa entonces?
—Tenga paciencia, señora Cumming —respondió—. Seguimos estudiando su caso. Lo tenemos todo bajo control.
Y se alejó, sonriendo para sí. Nesbitt, mi estudiante de ojos grises, recibió instrucciones de quedarse para comprobar mi estado cardíaco y la presión sanguínea. Nos quedamos solos en el extremo de la sala. Nos pusimos a charlar como viejos amigos. Intuí que estaba tan contento de verme como yo de verle a él. Sentíamos una curiosidad recíproca. Quería saber más cosas acerca de él. De su acento se deducía que era quizás un muchacho listo, procedente de la clase trabajadora, que había llegado donde estaba solicitando becas. Me interesaba su pasado.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté—. No puedo llamarte doctor Nesbitt. Eres demasiado joven.
—Grant. Grant Peregrine Nesbitt.
Parecía inventado. Me habría convencido más si hubiera dicho que se llamaba George Albert. Era evidente que quería ser alguien y, con toda inocencia, creía que cambiando de nombre se acercaba más a su meta. Me conmovió su ambición romántica.
—Te llamaré Grant el de los Ojos Grises. Suena a caballero medieval —dije, jugando a estimular su fantasía.
Fingiendo que me examinaba los dedos, me tocó la mano de un modo más atrevido de lo que esperaba; por tanto añadí:
—Por si quieres saberlo, me interesas y me gustas.
Sorprendido, alzó los ojos para mirarme.
—Nadie me había dicho eso antes. Es usted una mujer muy franca. Ignoraba que la gente de su clase pudiera ser así. ¿Se debe tal vez a que ha vivido en el extranjero?
—No creo. Es sólo que, a mi edad, una sabe lo que quiere. —Me soltó la mano y me puso el estetoscopio en el pecho.
—Yo también sé lo que quiero —dijo—, pero no me atrevo a decírselo.
—Vamos, dímelo.
Estaba inclinado sobre mí, escuchando mis latidos cardíacos por el estetoscopio, y por un momento creí que iba a besarme. Estaba claro que también a él se le ocurrió, pero estábamos en una sala de mujeres curiosas, bien a la vista de todas, y se incorporó a regañadientes.
—Me gustaría saberlo todo de las mujeres como usted —dijo con audacia—. Creo que usted debe de saber mucho. Y yo quiero tener experiencia.
—No serás virgen, ¿verdad?
—No. He tenido varias historias. El año pasado tuve una novia formal, una maestra, mucho mayor que yo.
—¿Qué edad tenía?
—Veintiocho.
Rompí a reír.
—¿Qué edad tienes, entonces?
—Casi veintiuno. ¿Por qué se ríe de mí? ¿Es tan ridículo ser joven?
—No. Lo ridículo es ser viejo. Yo debo de ser más vieja que tu madre. ¿Qué edad tiene?
—No lo sé. Se fugó con un policía cuando yo tenía seis años y nunca hemos vuelto a saber de ella.
—¿Hemos?
—Me refiero a mi padre y a mí. Me educó él solo. Todavía vivo con él.
—¿A qué se dedica?
Hubo una ligera pausa.
—Restaura muebles antiguos.
La pausa había sido significativa. Había algún misterio acerca del padre. Probablemente no era más que un carpintero y el joven estaba avergonzado de sus orígenes. Se quedó junto a mi cama, como el pequeño deshollinador de The water babies[4], que sale de la oscura chimenea, desemboca en una gran habitación y se queda a los pies de la cama de una desdichada niña rica de dorados rizos que está enferma y yace bajo una inmaculada sábana blanca. Comencé a sentirme maternal —incestuosamente maternal, claro— y le tendí la mano. Me la cogió.
Una enfermera se nos acercó corriendo.
—Querida, tiene que prepararse para bajar al patio —dijo muy aprisa, mientras me alargaba la bata. Se acercaba ya un celador con una silla de ruedas. Me iban a someter a otra prueba.
—La veré más tarde —dijo Grant, incorporándose con rapidez, aunque dudando y deseando decir algo más.
—Adiós —le dije, ayudándole a marcharse.
Cuando estuvo fuera del alcance de nuestras voces, la enfermera me dijo:
—Querida, parece que despierta usted cierto interés en ese joven.
—No diga tonterías, enfermera —repliqué—. Lo que ocurre es que se toma muy en serio su trabajo. —Pero yo sabía bien lo que ocurría.
El celador me ayudó a instalarme en la silla de ruedas. Me iban a llevar abajo, a la sección de rayos X, para hacerme una angiografía cerebral: me inyectarían en las venas un colorante y a su paso por el cerebro se comprobaría si había algún tipo de bloqueo. Puesto que no me respondían los nervios motores, cabía la posibilidad de que el cerebro no enviase los mensajes debidos. No era una prueba agradable. Podía descubrirse algún tumor cerebral.
Aquella tarde quedé sorprendida al ver que Grant entraba en la sala. Por lo general no aparecía por la tarde y advertí que había algo extraño en él. Parecía en la cima del mundo, como si estuviese borracho.
—Quiero verte las piernas —dijo sin rodeos, tras dirigirse directamente hacia mí.
Sus modales románticos y tímidos se habían esfumado. Parecía resuelto y seguro de sí. Su aura de niño perdido se había esfumado igualmente. Estaba claro que había tomado una decisión junto con un par de tragos. Se sentó en la cama.
—¿Te duelen mucho?
Me pasó la mano por la que tenía más cerca. Parecía más una caricia que una comprobación científica.
—Sí, mucho.
—¿Cómo es el dolor?
—Agudo; no es el dolor sordo y continuado del reumatismo, ni el punzante que resulta de una torcedura de tobillo o de rodilla. Nunca había sentido esta clase de dolor y es difícil describirlo.
—¿Te sirven de algo los calmantes que tomas?
—Durante un par de horas, pero luego se debilita el efecto. Lo peor son las noches, porque el dolor me quita el sueño.
—¿No te dan somníferos?
—No los tomo. Estoy contra el exceso de pastillas. Soy una especie de miembro no violento de la Ciencia Cristiana.
Se echó a reír y se puso a juguetear con los dedos de mis pies. Yo no sentía nada porque los tenía entumecidos, pero veía lo que estaba haciendo.
—Avísame cuando sientas algo.
Me estrujó el tobillo y comenzó a subir hacia la rodilla. A mitad del muslo lancé un grito. Me tocaba por debajo de la ropa. Dejó de estrujarme la carne y comenzó a acariciarme la parte superior del muslo. Era una sensación muy agradable.
—¡Eso sí que lo siento! Creí que nunca más iba a poder.
Le sonreí para darle ánimos, contenta de que en la cama contigua no hubiese nadie para oímos.
Me lanzó una de aquellas nuevas miradas suyas, de fría determinación. Tenía las pupilas muy dilatadas, muy negras sobre el gris claro del iris. Se inclinó sobre mí y me dijo en voz baja:
—La paciente se recuperará sin duda. Es evidente que aún está capacitada para las relaciones sexuales y haré el amor con ella antes de que abandone este hospital.
Me quedé boquiabierta. Él, a su vez, parecía totalmente asustado por lo que acababa de decir y hacer, aunque no por ello menos decidido. Volví a intuir que, en cierto modo, sus modales eran artificiosos.
—¿Has bebido? —le pregunté cuando recuperé el habla.
—No —dijo, bajando la voz aún más—. Pero me hice un canuto a la hora de comer.
—¿Fumas mucho?
—Bastante.
—Desearía que no lo hicieras. Preferiría contribuir a ello que a incrementar tu experiencia erótica.
—Colaboraremos juntos en ambas cosas.
—Pero ¿dónde? ¿Cómo?
—Hay muchos lugares seguros en el hospital. Te quedarías de una pieza si te lo dijera.
—Ya me he quedado de una pieza. Casi alucino, en realidad.
En aquel momento vimos que se acercaba la enfermera jefe. Grant se levantó y fue a su encuentro, le dijo unas palabras y salió de la sala con ella. La enfermera volvió al cabo de unos minutos con una silla de ruedas y con mi fisioterapeuta, una joven sensible y robusta que evidentemente había sido la primera de la clase de gimnasia y que se situó junto a mi cama con su faldita corta, como si aún fuese una colegiala de último curso. Y me habló como si yo estuviera en primero.
—Mire, señora Cumming, va a venirse conmigo a rehabilitación. Allí le enseñaré algunos ejercicios útiles para evitar que los músculos se le atrofien.
—Entiendo. Lo mejor será pues que pruebe a ir andando hasta el gimnasio. ¿Tienen muletas por ahí?
—Ya se las daremos más tarde. Ahora, cójase de mi brazo y apóyese en mí.
Saqué las piernas de la cama y me incorporé con cuidado. Acto seguido me cogí de su brazo musculoso y eché a andar tambaleándome.
Cuando llegamos a rehabilitación me di cuenta de lo poco que había visto del hospital. Había toda un sección dedicada a la cirugía del cerebro. Había pacientes que reptaban por el suelo o sobre colchones y que semejaban hombres del espacio. Se les había afeitado la cabeza, algunos estaban aún envueltos en vendas y casi todos vestían pijama a rayas. Todos sufrían alguna afección que les mantenía incapacitados y sin sentido del equilibrio, y apenas se podían mover a pesar de los tremendos esfuerzos que hacían.
—¡Inválidos! ¡Todos somos unos inválidos! —exclamé, dándome cuenta de la situación por vez primera.
—Sólo temporalmente —replicó mi musculoso ángel de la guarda—. Vamos ahora a las paralelas.
Contemplé a los pacientes que estaban en el suelo. Lo macabro del hecho era que no se trataba de un hospital psiquiátrico. Todos eran conscientes de su situación, luchaban contra impedimentos abrumadores, casi sin esperanzas pero con una voluntad de hierro. Tragué una profunda bocanada de aire y di un paso al frente con toda la firmeza que pude.
Mientras sorteaba los culebreantes cuerpos del suelo, me di cuenta de que ninguno podía tenerse en pie ni andar. Se les había bajado de la silla de ruedas y colocado en colchones, donde los únicos movimientos que podían hacer eran los propios de los gusanos. Y allí estaba yo, un ser superior que podía andar.
Me sentí tan poseída, en comparación, de aquella sensación de poder que me solté del brazo de la terapeuta, trastabillé, perdí el equilibrio y caí al suelo.
Me vi así echada en un colchón junto a un caballero desconocido: yo en camisón y él en pijama. Me sonrió. Tenía unos ojos negros con arrugas en el rabillo de ambos. Supe inmediatamente que nos habíamos gustado. La situación me pareció de chiste y no pude por menos de echarme a reír.
—Hacía mucho tiempo que no oía reír a nadie —dijo más bien con melancolía—. Gracias. Me ha hecho muchísimo bien.
Me incorporé apoyándome en el codo y le observé. Estaba tendido de espaldas y me di cuenta en seguida de que no podía mover nada salvo los brazos, y aun así no mucho.
—Discúlpeme por haberme reunido con usted de esta manera tan brusca —le dije—. Por lo general, antes de meterme en la cama con un hombre, espero a que me lo pidan.
Ahora le tocó reír a él. Tenía que sentarle de maravilla, me dije, y me vi como una especie de Florence Nightingale de efecto inmediato. Tenía que devolverle la risa a aquel hombre. El que fuese de aspecto fuerte, moreno, guapo y aparentase unos cuarenta años iba a facilitar las cosas. Me sentía contenta de estar junto a él. Pero en el horizonte revoloteaba un pájaro de mal agüero.
—Señora Cumming, ¿quiere levantarse y venir a las paralelas? —dijo la urraca. La miré y me volví a mi nuevo amigo.
—Volveré más tarde. No se vaya. ¿Prometido?
—No creo que pueda ir muy lejos, ¿verdad? —e hizo un ademán de desesperanza con las manos.
—Es que los hombres siempre acaban huyendo de mí. Gracias al cielo que he encontrado a uno que no puede. Va a ser usted el gran amor de mi vida.
Me miró con asombro porque no sabía qué significaba aquello. Me puse de rodillas con bastante dificultad, pero descubrí que aquello era todo cuanto podía hacer. La fisioterapeuta se me acercó y me ayudó a levantarme del todo.
—No suelo prendarme de un hombre para acabar levantándome en brazos de una mujer —le dije, sin dejar de mirarle, cosa que le hizo reír otra vez.
—Vuelva pronto ——dijo.
Al día siguiente reapareció Grant, que venía a verme solo. Corrió la cortina que rodeaba la cama y quedamos encerrados en un recinto verdoso y acogedor.
—Por norma, ha de acompañarme una enfermera mientras examino a una paciente. ¿La llamo?
—¿Es una pregunta o una proposición?
—Ambas cosas. Se nos aconseja que lo hagamos para evitar hipotéticas acusaciones de violación. No tienes ni idea de cuántas histéricas y sedientas de sexo esperan ser seducidas por el médico. Luego se quejan para mitigar sus sentimientos de culpa.
—¿Y tú esperas que yo me queje?
Sonrió y negó con la cabeza.
—Creo que eres una paciente de bajo riesgo, así que si no tienes inconveniente ahorraré trabajo a las atareadas enfermeras y me permitiré el placer de estar a solas contigo.
—No tengo inconveniente.
—¿Te importaría entonces quitarte el camisón?
Me tuvo cubierta con la sábana todo lo que pudo mientras llevaba a cabo un examen médico concienzudo y completo: estetoscopio, agujas, martillo, pulso, presión sanguínea. Anotaba los resultados en mi gráfico. Sólo hubo una diferencia en aquella ocasión: sus ojos grises y fríos estuvieron clavados en los míos todo el tiempo. El efecto fue electrizante, como una versión placentera de la prueba de los electrodos. Los nervios se me pusieron a flor de piel, la vagina se me humedeció y los pezones se me endurecieron. Olvidé el dolor; olvidé al moreno desconocido e inmovilizado del que me había enamorado el día anterior en la sala de rehabilitación; olvidé a las veinte mujeres que había al otro lado de la cortina; olvidé el riesgo que corríamos. Lo único que quería era que aquel joven siguiera tocándome.
—Salvo en la parte inferior de brazos y piernas, yo diría que tus terminaciones nerviosas están excepcionalmente vivas y sensibles —dijo mientras los ojos le relampagueaban con malicia—. ¿Puedo examinarlas más detenidamente? —Su mano me toqueteaba ya el pecho.
No me hizo falta responder. En el curso del examen se había dado cuenta de que el pulso me iba a cien por hora y de que los pezones se me habían endurecido. Para comprobarlo, me los estaba acariciando con los dedos en aquellos instantes. Sabía de sobra la respuesta.
Se sentó en la cama y me cubrió con la sábana, pero sin retirar la mano izquierda, que me había puesto entre las piernas. Me estaba haciendo las caricias más delicadas y deseosas de saber que había conocido en mi vida. Mientras mantenía abajo la izquierda, con la derecha me exploraba la piel centímetro a centímetro. Comenzó con una caricia suave en el pelo, luego rodeó la cara, con un dedo siguió el puente de la nariz hasta llegar a los labios, en cuya ranura hizo una leve presión, y acto seguido, con la mano abierta, me recorrió el cuello, me sobó los pechos, me pellizcó con ternura los pezones, y siguió estómago abajo hasta detenerse un instante en el ombligo. Por último, trazó una línea hasta el vello púbico, donde la mano derecha se reunió con la izquierda. A todo esto, me había introducido el índice izquierdo en la vagina mientras el pulgar me frotaba el clítoris con dulzura, en sentido rotativo, buscando la presión y velocidad que me proporcionasen más placer. No dejó de observarme con atención todo el rato, procurando que los movimientos de la derecha potenciasen las delicias de la izquierda, y transportándome a tal estado de placer delirante que tuve que hacer un esfuerzo tremendo para no gritar. Fue el toqueteo más concienzudo y experto que me habían hecho en la vida. Echó toda la carne en el asador, mientras me observaba con frialdad, aunque respirando con pesadez. Cuando ya me subía la primera ola del orgasmo, retiró la mano derecha del monte de Venus para ponérmela en la boca y recordarme dónde estaba. Fue un ademán muy prudente, porque yo había perdido la noción de todo. Había estado a punto de gritar su nombre. Para el caso, me limité a susurrarlo.
Me arrastré en la cama hacia abajo, como pude. Alargué la mano y le toqué los muslos y la ingle. Tenía una pronunciada erección bajo la simuladora bata blanca que quedó medio oculta cuando se incorporó.
—Quiero hacer algo por remediarlo —le dije, acariciándole el bulto mientras terminaba de enderezarse y se inclinaba sobre mí.
—Ahora no. Ya hemos corrido hoy demasiados riesgos. —Me besó. Fue nuestro primer beso—. Ya encontraremos una manera de continuar, no te preocupes. Ahora, ponte el camisón.
Me lo puse, obediente como una niña, fascinada por su maduro dominio de la situación. Nuestros papeles se habían invertido de pronto a causa de su recién adquirido influjo erótico sobre mí. Descorrió la cortina y elevó la voz.
—Gracias, señora Cumming —dijo—. Su caso es muy interesante, aunque todavía no comprendemos algunos de sus aspectos. Tendrá que someterse a nuevas exploraciones.
—Cuando quiera, doctor Nesbitt, cuando quiera —dije, esforzándome por no sonreír.
—Aún no soy doctor —me corrigió.
—Es igual, ¡se las arregla usted divinamente!
El resto del día discurrió como en sueños. Un episodio de diez minutos había transformado toda mi actitud hacia la vida. Lo sucedido era realmente asombroso, pero además me había enseñado algo extraordinario: que, aunque tenía poco o ningún tacto en las manos, había «sentido» la erección de Grant. Por limitada que tuviera que estar mi vida en lo sucesivo, aún sería capaz de «sentirlo» todo. La verdadera zona erógena está en la cabeza.
Al día siguiente estuve a régimen total. Me pusieron a los pies de la cama un rótulo que decía: «Ayuno absoluto». Era el Día de la Diabetes. Cada hora me tomaban una muestra de sangre. Por la tarde estaba que me subía por las paredes, ya que no había desayunado ni almorzado, y había visto los carritos de la comida desaparecer para siempre en las entrañas del hospital; de modo y manera que cuando la fisioterapeuta fue en mi busca, le expliqué lo que sucedía.
—Mire, no he comido nada en todo el día a causa de las pruebas de la diabetes. Me desmayaré si hago los ejercicios con el estómago vacío. ¿Hay alguna cafetería en el hospital?
—Sí, podría tomar unos bocadillos y té en el ambulatorio. Haré que la lleve alguien en una silla de ruedas.
—Yo sola podría arreglarme si tuviera un par de bastones.
La señora de la cama de enfrente me ofreció sus muletas.
—¿De verdad no le importa?
—¡Si no tengo dónde ir! —exclamó con tristeza.
Me fui, pues, por mi propio pie, con la promesa de subir a rehabilitación al cabo de media hora.
Recorrí la sala a buen paso, sorprendida de lo aprisa que podía andar con muletas. Bajé en el ascensor y recorrí pasillos hasta llegar al ambulatorio.
Vestida con la bata, me sentí un tanto extraña en la planta baja, donde todo el mundo iba en ropa de calle. Al final de la sala de espera del ambulatorio, con su pecera de peces tropicales y sus sillas tapizadas con eskai, vi un pequeño mostrador donde una señora de los Servicios Voluntarios Femeninos, servía té, bocadillos y pastas.
—¿Puedo comer un poco de todo? ¡Me muero de hambre!
Me miró con extrañeza, no del todo segura de lo que hacía yo allí.
—¿Y cómo se las va a apañar con las muletas, querida? Ande, siéntese y le prepararé una bandeja.
Salió amablemente de detrás del mostrador y me condujo a un sillón situado junto a una mesa de servicio, donde me senté y me puse a devorar con los ojos los peces tropicales. De no ser por las muletas que descansaban junto a mí, habría podido encontrarme en cualquier cafetería inglesa. La mujer se me acercó entonces con la bandeja.
—Ahora tengo que ir a limpiar. Cerramos a las cinco. En realidad es por la mañana cuando tenemos trabajo.
—¿Quiere decir que esta parte del hospital está vacía por la noche?
—Pues claro, querida. Aquí sólo trabaja el personal diurno.
Medité aquello mientras me dirigía a los ascensores, en la parte delantera del hospital. ¿Qué podía impedir que fuese allí con Grant al caer la noche? Durante las horas de visita, los pacientes que no guardaban cama solían dar breves paseos por los pasillos con quienes habían ido a visitarles. Yo podía deslizarme en el ascensor y desaparecer en las oscuras regiones del ambulatorio todas las tardes entre las seis y media y las ocho, y encontrarme allí con Grant.
Cuando llegué a rehabilitación, busqué en seguida a mi amigo el paralítico. Le había sido físicamente infiel y me sentía culpable. Allí estaba, en el colchón, tratando de aprender a darse la vuelta solo. Me dejé caer a su lado y le di un beso. Fue como volver a casa, con el marido al que realmente se quiere, después de una infidelidad accidental con un desconocido joven y de gran atractivo sexual.
—¿Te puedo dar un empujoncito o no está permitido? —le pregunté/
—Lo que me gusta de ti —dijo sonriéndome— es que no tienes miedo de la verdad. Los demás fingen y hacen como si no sucediera nada.
—¿Y qué te ha sucedido?
—Tuve mucha fiebre durante dos días con dolores por todo el cuerpo, pensé que era la gripe y una mañana me desperté sin poder moverme. Yo también soy médico, pero no sabía qué me ocurría.
—¿Y qué hiciste?
—No podía hacer nada. He vivido solo desde que me divorcié. Aunque hubiera gritado, no había nadie que pudiera oírme.
Dijo todo esto en un tono de voz práctico e informativo, pero me imaginé el horror de la situación. Era un hombre valiente y maravilloso y sentí mucho afecto por él.
—Bueno, ¿qué pasó entonces?
—Por suerte pertenezco a una asociación de vecinos y nos turnamos con los coches. Un amigo pasaba a recogerme todas las mañanas e íbamos juntos al trabajo. Por lo general me reunía con él en la esquina, para que no tuviese que estacionar el vehículo. Al ver que no acudía, me llamó desde una cabina. Oí sonar el teléfono, pero no me pude levantar de la cama para contestar. Fue el peor momento.
—Dios mío, ¿qué ocurrió después?
—Estuvo a punto de seguir su camino, pensando que había dormido en casa de alguna mujer y que me había olvidado de avisarle. Dio la afortunada casualidad de que vio un sitio donde aparcar y decidió subir a casa por si yo estaba en la ducha y no había oído el teléfono. Cuando sonó el timbre, me puse a gritar. Tuvo que ir a la policía para echar la puerta abajo.
La fisioterapeuta acababa de verme. Se acercó a toda velocidad.
—Eh, ustedes, ¿qué hacen ahí?
—Estoy administrando una terapia particular a mi amigo —dije, dando otro beso al mencionado.
—Es la persona que más progresos consigue conmigo —dijo sonriéndome, mientras yo me servía de las muletas para incorporarme.
—Te veré después —le dije, mientras renqueaba hacia las paralelas.
Antes de que mi amigo el médico moreno fuera conducido a su sala, hizo que el celador le llevase donde estaba yo para preguntarme si quería ir a visitarle al día siguiente.
—Estoy en el ala Nuffield. ¿Te atreves a ir hasta tan lejos? ¿Te dejan salir de tu sala?
—Si lo hago en horas de visita, no creo que nadie me diga nada. No estamos en la cárcel, ¿verdad?
—En cierto modo sí: en la cárcel de nuestro propio cuerpo. Pero tú, querida, recuperarás la libertad muy pronto.
Adiviné por el tono que sabía que su propio caso no tenía esperanza, aunque lo dijo con la serenidad de la resignación total, y su valor me sobrecogió. Me incliné, apoyándome en los brazos de su silla, y le di otro beso a título de homenaje. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas. Me resultaba difícil ser tan valiente con él como él lo era consigo mismo.
A la noche siguiente ya me había hecho con dos bastones y devuelto las muletas. Partí con resolución hacia las salas de los hombres.
En el hospital se respiraba una atmósfera totalmente distinta los fines de semana. Había pocos médicos y ningún estudiante. No había visto a Grant desde nuestra sesión erótica. Quizás estuviera asustado de lo que había hecho. Quizás había acabado por despertar y darse cuenta de la diferencia de edad que nos separaba. No tenía ni idea de lo que hacía los fines de semana ni de dónde vivía con su abnegado padre.
Las salas de los hombres eran más aburridas incluso que las de las mujeres. Allí reinaba el descuido. Las mujeres, hacendosas por naturaleza, ordenábamos cuidadosamente los artículos de aseo y las pertenencias personales. Teníamos más flores, nos hacíamos la cama nosotras mismas y poníamos fotos en la mesilla de noche.
Mi amigo estaba en la primera cama de la derecha según se entraba, y me vino muy al pelo, ya que no sabía por quién preguntar. No nos habíamos presentado; no había hecho falta. Habíamos trabado amistad soslayando los preliminares sociales y es probable que nos hubiéramos enamorado profundamente de haber contado la relación con algún futuro previsible. Yo ya estaba un tanto enamorada, pero había caído en la cuenta de que él era médico, es decir, un hombre que nunca había vivido de fantasías y que nunca viviría de ellas. Sólo esperaría y aceptaría de mí lo que pudiera devolver.
—Hola —dije con animación mientras le tendía la mano—. ¿Volvemos a empezar ahora que nos hemos encontrado en un sitio distinto? Soy Anne Cumming. ¿Qué tal estás?
Adoptó un aire protocolario.
—Yo soy Ian Bromley. Y estoy encantado de conocerte.
Le habían puesto debajo unos almohadones y podía girar la cabeza para mirarme, pero le resultaba difícil estirar la mano para coger la mía.
—Practiquemos el apretón de manos —dije inmediatamente, al darme cuenta del patinazo inicial—. Yo puedo tender la mano, pero no apretar ningún objeto.
Le cogí la mano varias veces, exagerando mis dificultades, y lo convertimos en una diversión infantil, con una mano sobre la otra, como si estuviéramos haciendo un juego de manos. Nos reíamos de nuestra propia torpeza, contentos de compartir también aquello. Luego tomé asiento a su lado.
—Ya que hemos terminado por ser amigos formales, ¿podemos volver a besamos? —me preguntó—. No sabes el bien que me hace que hayas caído del cielo para besarme como si no te importara mi situación.
Me incliné y le besé en los labios, controlando la magnitud del beso para que manifestase afecto en vez de pasión. No sabía hasta qué punto darle placer sin llegar al extremo de subrayar su impotencia.
—Es una sensación nueva el que ahora me bese una mujer hermosa. Lo siento de manera emocional, aunque ya no haya la acostumbrada reacción física.
—¿Te preocupa?
—No me importa tanto saber que nunca más volveré a experimentar placer físico cuanto la idea de que no puedo dárselo a otra persona.
—Entonces es que has tenido que ser un amante estupendo. Casi todos los hombres se preocupan más por ellos mismos que por la mujer.
—Por lo que a mí respecta, la llamarada definitiva ha sido siempre ver el deseo en los ojos de una mujer. Ahora, aunque lo viera, no podría ni tocarte la mano.
Supe entonces que comprendía qué clase de mujer era yo —demasiado tornadiza y sensual para sentirme interesada durante mucho tiempo por las situaciones estáticas— y que era muy consciente de que su situación era la más estática de todas. Agradecería de vez en cuando mi tránsfuga compañía y mis besos malgastados, pero sabría contener sus emociones para que se ajustasen a sus contenciones restantes. No quería ver deseo en mis ojos. Deseé ser como él y se lo dije.
—Admito tu resignación y tu freno, Ian. Yo quiero aún muchas cosas para la edad que tengo, por no hablar ya de mi situación. A menudo creo que resulta indigno.
—No. Estoy seguro de que haces bien. Sigue deseando cosas y las conseguirás hasta el fin. Puedo verte a los noventa años en los brazos de algún joven.
—¡Dios mío, espero que no! Es posible que yo no sepa cuándo detenerme, pero estoy segura de que los jóvenes sí.
—Lo dudo. Creo que estarás en tu lecho de muerte y seguirás seduciendo jovencitos núbiles.
Nos reímos sólo de pensarlo. Quise hablarle de Grant, pero habría sido en realidad un golpe bajo. Tendría que tener a ambos hombres en compartimentos separados, dando y recibiendo cuanto pudiese mientras estuviéramos en el hospital. Luego, de vuelta en Roma, esperaba olvidarme de todo, aunque tuviera que irme con muletas. Me esforzaría tanto que el dolor no significaría nada para mí.
Le hablé a Ian acerca de las esperanzas que tenía y le pregunté por las suyas. Él quería hablar al respecto y, una vez más, sus palabras me dolieron más a mí que a él. Me habló del centro de rehabilitación donde le enseñarían a hacer lo que pudiese, y de aquí se trasladaría a una residencia para enfermos incurables, donde la vida y el trabajo estuvieran al nivel de las posibilidades de las personas como él. Esperaba investigar acerca de su especialidad médica concreta —las alergias y el asma— y escribir manuales en este sentido.
Sufrí un escalofrío al oír la expresión «residencia para enfermos incurables», pero él habló de ello como si se refiriese a un hotel. Me di cuenta de que la tentación del suicidio que me había asaltado había sido más cobardía que un pensamiento valeroso. Ian sí que era una figura heroica. A pesar de su conmovedora gratitud, me ayudaba él a mí más que yo a él.
Las horas de visita pasaron pronto. Habíamos hablado de nuestro pasado respectivo, y habíamos analizado nuestros matrimonios y otros éxitos y fracasos. Entonces sonó el timbre y los visitantes tuvieron que marcharse.
—Ya no tendré más peleas emocionales en la vida —estaba diciendo él—. Es un consuelo, no creas. A partir de ahora, todos mis problemas serán exclusivamente físicos.
Yo no había esperado que se notara mi ausencia, pero la enfermera jefe estaba enfadada, y con bastante razón, por haberme ido sin decirle adonde. Le expliqué la situación y olvidó el enfado.
—Es que tenía usted una visita y no sabíamos dónde encontrarla.
—¿Qué visita? No esperaba a nadie.
—Bueno, se trata de ese joven, el estudiante de medicina que se ocupa de usted. Le ha dejado estas flores. Dijo que había venido a dar un paseo con usted. Órdenes del médico, añadió. ¡Naranjas! ¡Lo que ocurre es que ha hecho usted una conquista!
Aprobaba el romance. ¿Cómo decirle que lo único que yo quería de Grant era sexo? Un romance creaba demasiadas complicaciones emocionales.
Las horas de visita del domingo comenzaban al caer la tarde, pero me quedé en la sala. Me sentí mal por no ir a ver a Ian Bromley, pero temía que volviese Grant y no me encontrase. Ian sabía que yo tenía un hermano y supondría que me había venido a visitar y que por eso no había podido ir a verle.
Esperé y esperé, pero Grant no se presentó. Me sentí desilusionada. Al cabo de un rato renuncié a toda esperanza y me preparé para ir a ver a Ian.
Esperaba el ascensor para bajar a las salas de los hombres cuando salió Grant de él. Un minuto más y no le habría visto. Llevaba un paquete en la mano y vestía una clásica chaqueta de mezclilla Harris.
—Mi padre te envía este pastel. Lo ha hecho él mismo.
Nos quedamos en el descansillo, mirándonos el uno al otro. Cogí ambos bastones con una sola mano para poder hacerme con el pastel.
—¿Cocina tu padre, entonces?
—Sí, y muy bien. Los domingos nos damos siempre unas comilonas de órdago, luego le ayudo a lavar los platos y después vamos a pasear con el perro por los Hockney Marshes, que nos quedan cerca. No vivimos en un piso muy elegante, pero lo hemos hecho muy acogedor. Está lleno de antigüedades valiosas.
Sonreí, sin creerme en realidad aquella fantasía. Al igual que su nombre, sin duda se lo había inventado.
Yo tenía aún el pastel en la mano. Me lo quitó.
—¿Te lo pongo junto a la cama?
—No. Llevémoslo abajo con nosotros. Podemos ir al ambulatorio. Allí no hay nadie por la tarde, pero hay sillas, mesas y una máquina de Coca-cola. ¡Podremos merendar y todo!
Y así fue cómo empezó. Nos sentamos ante la pecera de peces tropicales, a ambos lados de una mesa en la que pusimos el pastel y sendos vasos de cartón con Coca-cola. Tuvimos que partir el pastel con los dedos porque no teníamos cuchillo. Grant me introducía los pedazos en la boca, le mordisqueaba los dedos con suavidad y le miraba fijamente a los ojos grises. Se levantó, se quitó la chaqueta, me incorporó y me estrechó entre sus brazos. No había nadie cerca, pero el eco de los pasos distantes nos ponía un poco nerviosos y a veces nos deteníamos a escuchar. Me levantó la bata y el camisón y yo le bajé la cremallera de la bragueta. Por fin se la veía: larga, delgada y dura como una piedra, tal como me la había imaginado.
—Ponme en aquella mesa de allí. No puedo mantener el equilibrio.
Había contra la pared una mesa llena de revistas. Fuimos hasta ella, con su brazo alrededor de mí, el pene sobresaliéndole de los pantalones a modo de guía que nos indicase el camino. Me incliné sobre la mesa, apoyé el pecho sobre The Lady y la mejilla sobre The Ilustrated London News. Me levanté la ropa por detrás y puse el culo en pompa.
—¡Métemela! ¡Por el amor de Dios, métemela!
Me la metió con dulzura, con tacto, separándome los jamones y apretándomelos contra él mientras empujaba la pelvis. Al principio se movió despacio y, a pesar de su ardiente deseo de eyacular en seguida, noté que se contenía. Luego, el largo pene, delgado como un lápiz, se hinchó y descargó el chorro de pronto. Yo casi me había quedado atrás, pero al sentir el calor del semen que me inundaba la vagina me corrí mientras él aún no había terminado de hacerlo. Fue un orgasmo que pareció durar horas. Su pene seguía bombeando y mis espasmos se sucedían sin interrupción. Cuando alcé la cabeza de The Ilustrated London News había transcurrido mucho tiempo.
Me volví cuando se retiró. Me sostuvo en sus brazos, sabiendo que me caería si no lo hacía, y apoyé la cabeza en su hombro, la cara en su cuello. Así estuvimos un rato sin hablar y noté que el esperma me chorreaba por los muslos. Antes de tomar asiento, cogió unas servilletas de papel de la barra de la cafetería y me limpió y se limpió con arte y eficacia, como si estuviera haciendo una intervención quirúrgica.
Nos sentamos juntos, empotrados en el mismo sillón, y hablamos sin parar, como si el acto sexual hubiera liberado las palabras de algún receptáculo oculto, lo que ciertamente era el caso. Fue el ábrete sésamo de sus secretas esperanzas y temores. Me lo contó todo acerca de su vida, que, como yo había sospechado, era la de un chico de la clase obrera que se esfuerza por imitar a los que considera superiores a él. Leía mucho, cuando estaba solo con su padre por las tardes, y resultaba una curiosa mezcla de aquel fantástico mundo de ficción y el auténtico mundo obrero que le rodeaba. Su ropa era la que pensaba que debía llevar un caballero, aunque los muchachos de su edad que proceden de los caros colegios privados llevan tejanos viejos y sucios y cazadora. Todo aquello le daba un aire anticuado, el trovador romántico de «The Lady of Shalott»[5]. Comprendí entonces lo que había visto en mí: una amante aristocrática y a la vez la madre perdida. Había otras cosas que no entendía.
—Grant, me desconciertas. Unas veces pareces un muchacho sensible y otras da la sensación de que un joven duro y enérgico ocupa su lugar. Es esquizofrénico de todas todas. Es como si en ti hubiera dos personas distintas.
Parecía perplejo, fue a decir algo, pero se detuvo. Lo dijo instantes después.
—Si te hubieras criado en mi barrio, si hubieses ido a la escuela a la que fui yo…
—No, escucha, no es eso. Es un no sé qué extraño, algo que no resulta del todo normal.
Volvió a adoptar una expresión de perplejidad, bajó los ojos fríos y grises y, sin mirarme, dijo muy aprisa:
—Suelo tomar anfetaminas. Empecé a tomarlas para los exámenes porque me eran de mucha ayuda. Me dan valor suficiente para hacer todo lo que por lo general me resulta difícil. Sin ellas no me habría atrevido a insinuarme a ti.
—Comprendo.
—¿Te molesta?
—Sí. Las drogas me asustan.
—Quizá no debería habértelo dicho.
—Al contrario, me alegro de que lo hayas hecho. Quiero entenderte. Creo que es eso lo que buscas en mí: comprensión y aprecio.
—¿Y qué es lo que quieres tú de mí?
Le sonreí y le hice un gesto más bien ordinario.
Se echó a reír.
Nos besamos y nos pusimos a hacer el amor otra vez. No me moví de la silla en ningún momento; me limité a abrir las piernas. Se puso de rodillas en el suelo. Toda mi zona púbica estaba bien a la vista. Se inclinó para observármela.
—Nunca había visto ninguno —dijo—, salvo en los libros de medicina. Hasta ahora me había limitado a acariciarlos en la oscuridad.
—¿Te resulta desagradable?
—No. Es como una flor. Una pasionaria.
Volvió a dejar el duro pene al descubierto. Le bajé el prepucio.
—La tienes como un capullo de rosa. Incluso hay una gota de miel en la punta.
Nadie nos había visto bajar juntos en el ascensor, así que a mí me resultó fácil volver a hurtadillas a mi sala y a Grant dirigirse directamente a la puerta principal, como si no hubiéramos coincidido. Así lo hicimos la vez siguiente, y la otra, y la otra, y la otra. Todas las noches, en realidad, bajaba a ver a Ian y luego me encontraba con Grant en la sección de pacientes externos. Lo único que deseaba por las tardes era que mi hermano acudiera de visita, porque le llevaba conmigo a ver a Ian, le explicaba que sería discreto que nos dejara solos unos minutos y así nunca se quedaba mucho rato. Ian se cansaba con rapidez y por tanto no se sorprendía ni se ofendía cuando le dejaba poco después de irse mi hermano. Nos cogíamos las manos, cruzábamos palabras de amor, nos entendíamos a la perfección… y con esto bastaba. Ian no era ya capaz de consumar físicamente el acto amoroso, ni lo necesitaba tampoco; en cuanto a mí, lo llevaba a cabo en otra parte. Estaba en brazos de Grant prácticamente todas las tardes.
Una tarde estuvimos a punto de que nos cogieran con las manos en la masa. Una enfermera negra que acababa de terminar su turno entró con alimento para peces.
—Me había olvidado de darles de comer esta mañana —nos explicó mientras se dirigía a la pecera.
—¡Qué hospital! Una enfermera tropical para los peces tropicales —dije al tiempo que me arreglaba la bata a toda prisa.
Los tres nos echamos a reír y la enfermera nos dejó solos, algo desconcertada, pero sin hacer ningún comentario.
—¿Qué crees que habrá pensado? —me preguntó Grant.
—Nada. Supondrá que soy una paciente madura que pasa el rato con uno de sus sobrinos preferidos.
—Pero ¿por qué habíamos de estar aquí?
—Los asuntos de familia son demasiado íntimos para discutirlos en una sala pública. ¿Por qué? ¿Te preocupa?
—Un poco. Podrían expulsarme de la Facultad de medicina por seducir a una paciente.
—Creo que, en el presente caso, tendrían que expulsarme a mí por corromper a un menor.
—Quizás estés en lo cierto. No tendría que preocuparme tanto. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. Así empecé a tomar anfetaminas, por la ansiedad. Seguir en la Facultad de Medicina se ha puesto muy difícil; sigue vigente el sistema reaccionario de la selectividad. Siempre se pregunta por lo que hace el padre de uno o si juegas o no al rugby. Es la forma de averiguar si fuiste a un colegio privado.
—Dios nos ampare. ¿Aún se siguen preocupando por esas cosas en la actualidad? ¿Qué tiene que ver con el hecho de ser un buen médico?
—No me lo preguntes a mí, pregúntaselo a ellos.
—¿A quién?
—A los capitostes de tumo. No lo comprenderías. Tú naciste con una cucharilla de plata en la boca.
—Déjate de tonterías. Con una cucharilla de plata en la boca acaba una atragantándose.
Nos echamos a reír. Reímos mucho en el curso de nuestras tardes clandestinas. Hacíamos el amor y reíamos. Ya andaba mucho mejor. Los ejercicios con Grant me sentaban mucho mejor que la fisioterapia en rehabilitación.
Había escrito a Rudi para contarle mi enfermedad. Recibí dos cartas de Nueva York, la una de Rudi, la otra de Tom.
«Tesoro (me decía Rudi; no escribía en inglés tan bien como hablaba),
»También yo paso momentos difíciles, aunque mi dolor y sufrimientos no son físicos. Tom me ha dejado y se va a casar dentro de poco. También te escribirá él porque le he dicho dónde estás. Me serví del pretexto de tu enfermedad para llamarle por teléfono. Procuro mantenerme en contacto con él, como haces tú con todos tus amantes, pero no creo poseer ni tu fuerza ni tu generosidad, yo no me lo paso nada bien. Me siento solo. Me gustaría ir contigo en seguida, pero tengo que marcharme a San Francisco para dirigir La Cenicienta. Recuerdo que una vez me dijiste: “El Príncipe Azul sólo existe en la imaginación, pero o se inventa un Príncipe Azul cuando se necesita o se queda una en la cocina para siempre”. Procuraré inventarme otro Príncipe Azul, y sé que también volverás a estar tú en el baile. Anne, eres una fuerza de la naturaleza, y tu amor a la vida hará que te recuperes, aunque los médicos no sepan cómo.
»Te necesito. Estaré contigo muy pronto. Tuyo,
»Rudi»
Era típico de Rudi el preocuparse más por sus problemas que por los míos, pero me necesitaba, y a mí me gustaba que me necesitasen. Ésta había sido siempre la base de nuestra relación y encontraba un extraño consuelo en el hecho de que nada pudiese modificar las cosas. Estaba convencido de mi fuerza incluso en mis momentos de debilidad. No podía defraudarle.
Abrí la carta de Tom con curiosidad. Era muy breve:
«¿Qué tal estás? Por favor, no te mueras. Tienes que venir para conocer a Sharleen. Es una chica estupenda, me recuerda a ti. Tiene dos hijos pequeños y yo estoy metido en historias de niños por el momento; todo lo que pinto está en relación con el comienzo de la vida. Dos hombres no hacen un todo, siguen siendo dos mitades separadas, así que la componenda tenía que salir mal. Tenía que recuperar la perspectiva de las cosas o perder mi equilibrio artístico. Te envío un dibujo reciente para que te ayude a recuperarte y para explicarte lo que quiero decir. Besos.
»Tom»
Se trataba de un pequeño dibujo en blanco y negro enmarcado en raras formas abstractas que se movían hacia arriba y hacia fuera. Estaba claro que eran organismos en desarrollo: como el mismo Tom. No había nada estático ni en él ni en su obra. Tenía que estar siempre en movimiento.
—Buenos días, señora Cumming. —Era Mister Llewellyn-Jones que hacía su ronda diaria—. Hoy hay buenas noticias para usted. El mielograma y los pneumoencefalogramas han dado negativo. No hay indicios de lesión cerebral ni de ningún otro tipo de obstrucción. No hay el menor indicio de que haya tumor alguno.
—Gracias. Me alegra saberlo. ¿Qué es lo que me pasa entonces?
—Sabemos qué le ocurre, pero quizá nunca sepamos la causa.
Como de costumbre, Grant se encontraba detrás de él. Evitaba mirarle a los ojos desde que nos habíamos hecho amantes, pero en aquella ocasión le miré en busca de ayuda. Habló él por mí.
—¿No es verdad, profesor, que en estos casos el paciente se suele recuperar sin ningún tratamiento? —preguntó, sabiendo qué era lo que yo quería oír.
—La naturaleza es la gran curandera y lo único que podemos hacer los médicos es favorecer su acción. En el presente caso, por lo que parece, no hay nada extraño que extirpar ni organismos patógenos que destruir, así que lo único que podemos hacer es esperar y ver qué ocurre. Por suerte, la paciente, lejos de empeorar, parece que se pone mejor.
—¡Pero es todo tan lento! —me quejé—. ¿Cuánto durará?
—Un año más o menos, creo. Pero experimentará una notable mejoría al cabo de seis meses —añadió para consolarme.
—¡Dios mío, un año! —exclamé. Se me antojó toda una vida.
Fui a rehabilitación y me reuní con Ian, que estaba en el colchón.
—Voy a estar así todo un año.
—Y yo voy a estar así toda la vida.
—Ni siquiera estaré cerca de ti para venir a visitarte. Estaré en Italia. Pero te escribiré todas las semanas.
—Y yo esperaré tus cartas con ansiedad, pero no me escribas si te resulta una molestia. Es posible que quieras olvidarte de todo este período. Yo lo haría. Lo único que quiero es paz y tranquilidad.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que no quieres vivir?
—No. Ya he pensado en ello, como es lógico, pero me esforzaré por vivir. Sin embargo, viviré con personas y en situaciones que no tendrán ninguna relación con el hombre que fui. Seré un vegetal, aunque un vegetal creativo, espero, que vive con sus libros. Si viviese con una mujer, estaría siempre deseando ser un hombre.
—Pero yo te amo tal como eres. ¿No puedo seguir amándote?
—Creo que no. El tuyo es un tipo de amor diferente. Eres mi más sentido adiós a todo aquello. En cierto modo has hecho que la transición me resulte más fácil. Triste, pero dulce. Habría podido ser sólo triste.
A la tarde siguiente bajé muy pronto al ambulatorio. No quise ver antes a Ian porque quería pensar en lo que me había dicho. Contemplé los peces tropicales mientras esperaba a Grant. ¿Eran felices en aquella pecera aclimatada con termostato? ¿Recordaban la libertad de los mares tropicales?
Oí los pasos de Grant que se acercaban por el pasillo y sentí la súbita exaltación que sólo el sexo, el amor y las drogas saben suscitar. Iba con una gabardina empapada y se detuvo un momento en la puerta. Quise correr a sus brazos, pero tenía los pies pegados al suelo a causa de la enfermedad y los bastones apoyados en la mesa.
Grant se movió aprisa, sin embargo. Me vi estrechada contra la gabardina húmeda, arrastrada a una de las salas de consulta, tumbada en una dura camilla de observación.
—Quisiera ser joven y estar sana para ti —le dije.
—Deja ya de preocuparte por tu enfermedad. Voy a cerrar la puerta y a tenerte aquí hasta que olvides quién eres y dónde estás.
—Ése es el problema, que no puedo olvidar. Soy un pez exótico acostumbrado a nadar libremente en mares cálidos. No se me puede encerrar. Hasta Ian lo comprende. Él me entiende mucho mejor que tú.
—Es posible. Es mucho mayor. Y viene de tu mismo mundo.
—¡Estás celoso!
—Sí, lo estoy. Aunque el muy desgraciado a duras penas podría apartarte de mí. Pero de lo que estoy celoso es de las cosas que los dos habéis hecho y que yo sólo conozco por los libros.
Fue rápidamente a la puerta y quedamos encerrados en nuestro pequeño mundo particular. Estaba en uno de sus momentos de frialdad y determinación.
—Has vuelto a tomar pastillas. Estás demasiado seguro de ti.
No respondió y comenzó a desnudarme antes de quitarse siquiera la gabardina. Se puso a besarme en el acto por todas partes. Me chupó los pezones, me acarició el ombligo con la lengua y bajó hasta lo que él llamaba mi «pasionaria». Abrí la pasionaria ante sus narices, automáticamente. Me recorrió las vulvas con la lengua y a continuación se concentró en el clítoris. No tardé en sentir el agudo cosquilleo de un orgasmo inminente.
—¡No, no! Espera, cariño, espera. Quiero correrme contigo. No, no. Por favor, espera… por favor… por favor…
Pero no esperó, y yo no podía esperar, y me convulsioné, y jadeé, y me aferré a sus manos, que me mantenían los muslos abiertos.
Cuando todo acabó, se puso en pie y se inclinó para besarme en la boca. Me estremecí entre sus brazos y la gabardina húmeda se me pegó a la carne desnuda. Saboreé mi propio sabor y no me gustó.
—Desnúdate. Ahora te toca a ti —dije.
—No. Quiero esperar a que estés lista para correrte otra vez.
—Aún tardaré un poco.
—No importa. Me gusta trabajarte despacio. A veces voy por ahí, durante horas, con una erección, pensando sólo en el sexo. Ahora me la noto dura como un ladrillo y quiero contenerme hasta que tú también estés a punto.
—Como quieras. Pero me gustaría vértela. Deja que te desnude despacio —dije, incorporándome—. No irás a pasarte toda la noche con la gabardina puesta.
Primero, instintivamente, le toqué la ingle, le palpé el paquete y le abrí la bragueta. Un badajo sin campana salió a la luz como impulsado por un muelle.
Me eché atrás, maravillada. Se echó a reír, se abrió los faldones de la gabardina y el badajo se balanceó como si dieran las doce en la torre de una iglesia.
—Vas a convertirme en fetichista. ¡Gabardinas y exhibicionismo, por el amor de Dios!
Se quitó la gabardina y el resto de la ropa y estuvo un buen rato desnudo junto a mí, acariciándome con aquel talante frío y analítico que le caracterizaba. El pene se le puso como el acero, como el diamante, hasta que la reveladora gota de lubricación le rezumó por la punta, y yo comencé a sentir mi propia reacción húmeda. Se dio cuenta en el acto y se encaramó hacia mí. La camilla era muy dura y estrecha, y tuve que dejar las piernas colgando por los costados para que tuviera sitio para penetrarme. Era una buena posición, ya que me frotaba el clítoris con la pelvis. No sé quién se corrió primero o terminó el último; fue una de esas ocasiones insólitas en que el orgasmo simultáneo alcanza la fusión de los cuerpos. Permanecimos estrechamente abrazados durante siglos, sintiendo los latidos del otro hasta que el mecanismo acabó por detenerse y quedar inmóvil. Estuvimos en silencio un buen rato.
—Tengo que sacarte de aquí. —Alzó la cabeza para mirarme—. Tenemos que encontrar un lugar donde estar siempre juntos de este modo.
—Grant, cariño, cuando salga de aquí, volveré a Roma.
—Entonces me iré contigo. Te seguiré. No puedes escapar de mí.
—Yo también lo veo difícil, habida cuenta de mi estado. Pero volveré a rastras a la vida, regresaré a Roma cojeando y trataré de olvidarte.
Hundió la cabeza en mi hombro. No dijo nada. Lloraba.
Me había dejado llevar de un impulso y me había puesto en contacto con Gregory el Malo. Estaba enzarzado en un plan de investigación en Bath, pero se dejó caer por Londres expresamente para verme. Su tremendo corpachón llenó el marco de la puerta cierto día, en horas de visita, y sobresaltó a las enfermeras porque traía consigo todo un árbol.
—Como las flores me parecen una ridiculez —dijo—, te he traído un árbol de la vida.
Lo colocó junto a la cama y allí estuvo durante el resto de mi estancia. No había precedentes de que se hubiera regalado a nadie un árbol y hubo que pedir permiso a la enfermera jefe para que me dejara tenerlo en la sala.
—No pueden quitarle el árbol de la vida a una mujer que se muere —dijo Gregory con decisión.
—No creo que la señora Cumming se esté muriendo —dijo la enfermera jefe con displicencia—. Imagínese que a todo el mundo le diera por traer árboles; no tardaríamos en tener aquí todo un bosque.
—Más vale un bosque que un cementerio —retrucó Gregory entornando unos ojos que parecían más juntos que nunca.
La enfermera se batió en rápida retirada. Era probable que reconociese una paranoia incipiente cuando la veía. El árbol se quedó.
Cuando la enfermera se hubo ido, Gregory hizo que me vistiera, me cogió en brazos con el mayor atrevimiento y me llevó a los jardines de la entrada del hospital.
—No quiero verte con muletas ni en una silla de ruedas —dijo. Las enfermeras estaban demasiado sorprendidas para entrometerse.
Estuvimos fuera, charlando, mientras caía la noche. Gregory parecía curado del todo y adaptado ya a la vida y al amor. Tenía una novia que trabajaba con él. Me dio noticias de Caspian y Kate, de Gregory el Bueno, de Peter y Paul, a los que aún frecuentaba. Le expliqué que no quería que ninguno me visitase en mi situación.
—Pero tú eres distinto, Gregory, y siempre lo serás. Me gustas porque tu conducta está a tono contigo: ambos son más grandes que la vida. Eres un bárbaro, nunca aburres. En cierto modo somos tal para cual. Los dos somos grotescos.
Me sonrió y me dio un abrazo cariñoso: el abrazo propio del oso ruso que era. Pero era un gigante, no un ogro.
Cuando hiera comenzó a refrescar, me volvió a subir en brazos, me desnudó y me metió en la cama como si fuera una niña pequeña. Luego me dio un beso y se marchó. No le dije que volviera; el viaje era demasiado largo. Sabía que nos volveríamos a ver, y así fue: nos volvimos a ver muchas veces.
—Una visita llamativa —dijo la señora de la cama contigua, que solía percatarse de las cosas—. ¿Es algún pariente?
—En cierto modo estamos emparentados.
No creí conveniente darle más detalles.
El fin de semana fue como si comenzase una nueva etapa. Resolví darme un baño, me vestí y fui renqueando con ayuda de un bastón hasta la puerta principal, con objeto de sentarme en los jardines con mi hija, que había venido a visitarme. Pudimos llevamos a Ian con nosotras en la silla de ruedas. Fue un gesto para demostrarle mi deseo de ampliar nuestra amistad hasta el mundo exterior y una forma de decirle que me negaba a aceptar que nuestra relación pudiera terminarse. Ian y yo continuaríamos viéndonos cuando abandonáramos el hospital. Grant y yo no. Hay que saber distinguir entre la lujuria y el amor.
No pude poner en práctica mi decisión, pero no por culpa mía. ¡Ian me había dejado! El único hombre que no podía salir corriendo para huir de mí había acabado por hacer justamente esto.
Bajé nada más comer y me encontré con su cama vacía. No me sorprendió porque había muchos sitios donde podía ir con la silla de ruedas. Me senté a esperar. El ocupante de la cama contigua me observaba con extrañeza, pero no dijo nada. Advertí entonces que en la mesilla de noche no había libros, ningún reloj, ninguna jarra de agua.
—¿Dónde está el doctor Bromley? ¿Le han cambiado de sala? —pregunté a su vecino.
—No. Ha abandonado el hospital. ¿No sabía que se marchaba? Esta misma mañana vino su hermana por él.
—¿Quiere decir que sabía en todo momento que se iba a marchar hoy?
—Pues sí, creo que sí. Ha ido a casa de su hermana a pasar el fin de semana allí; el lunes se trasladará a un centro de parapléjicos.
Fui renqueando hasta el despacho de la enfermera y pedí el número de teléfono de la hermana.
La ficha se la habían llevado ya a las oficinas de administración y éstas no abrirían hasta el lunes por la mañana.
Era sábado por la tarde y mi hija había llegado de Monmouth con los niños. Fue un gran sacrificio para ella porque los niños habían sido muy alborotadores y fastidiosos en el largo viaje en tren y representaba una auténtica molestia que se quedaran mucho tiempo en el hospital. Les fascinaron los aspectos macabros de la vida hospitalaria, desde los bacines de cama hasta las transfusiones de sangre, y corrieron por la sala curioseándolo todo. Fiona hizo lo que pudo para que se estuvieran quietos, pero al cabo de media hora convinimos en que lo mejor era devolverlos a su casa. Como yo estaba vestida, bajé con ellos hasta la puerta principal, los dejé en el taxi, volví renqueando por el camino y me senté sola en el jardín abierto al público. Fue mi primera salida. Había querido hacerla con Ian, y me sentí desamparada, infeliz y sola. Grant no iba a acudir a causa de la visita de la familia. Ian habría podido encajar en un día como aquél, pero Grant no. Volví tambaleándome a mi cama del hospital.
Al día siguiente, domingo, tuve una agradable sorpresa. Estaba tranquilamente sentada con mi hermano Max en la sala de visitas cuando entró un hombrecillo con una bolsa de papel arrugada. Miró en derredor y cuando me vio se le iluminó la cara y vino directamente a mi encuentro.
—¡Hola! Usted debe de ser Lady Anne Cumming —dijo.
—Sí y no —repliqué—. Soy Anne Cumming a secas.
—Pues mi hijo m’ha liao. Es que nunca dice las cosas como son. Es que siempre tié que ponerle a todo música de película.
—¡Cielo santo! Usted es el padre de Grant.
—Bingo a la primera. Mire, le traigo un pastel. Hecho con mis propias manos —me puso en el regazo la bolsa arrugada. Miré el interior a hurtadillas. Era un dulce de ciruelas de los antiguos.
—¡Es encantador! —dije, sonriéndole—. Gracias, papá.
Una amplia sonrisa se le dibujó en la cara.
—Me gusta que me llame usté papá. Es lo natural. Grant ha aprendido a hablar fino y ahora me llama «padre». Ya no es lo que era antes.
—Yo siempre he pensado que era usted «papá» y por eso se lo solté. Me alegra que no le importe.
Le presenté a mi hermano y le pedí que se sentara con nosotros. Mi hermano estaba perplejo y Papá se sintió la mar de complacido cuando se estrecharon la mano.
—Encantao. Pues me han hablao mucho de Anne, pero no sabía que tuviese un hermano en Londres. Grant dice que Anne vive en todas las partes del mundo.
—Y es verdad —dijo Max—. Las enfermedades como la que padece ahora las utiliza para descansar el tiempo suficiente para darme a mí la oportunidad de estar con ella. —Me miró con aire interrogativo—. Por cierto, yo no conozco a Grant, ¿verdad que no?
—No, es una amistad exclusivamente mía. Es un estudiante de medicina al que se le ha asignado mi caso.
Papá resplandecía de orgullo.
—Es muy listo. Todo lo ha sacado adelante con becas. Nunca para de trabajar. Quiere llegar a lo más lejos que se pueda, y apuesto a que lo consigue. Mire, le envía esto.
Sacó un sobre del bolsillo. En el haz estaba mi nombre escrito con mucho ringorrango. La escritura, como el mismo Grant, no parecía del todo natural.
—La leeré luego. Esto quiere decir que no va a venir esta tarde, ¿verdad?
—Pues no, se ha ido a pasar fuera el fin de semana. A meterse en una de sus cuevas. Es por la espelilo… bueno, él lo llama más o menos así.
—Por la espeleología —intervino mi hermano—. Pues da la sensación de que su hijo es un joven notable. ¿Y se mete muy a menudo en cuevas, señor… señor…?
—Llámeme George. El nombre completo es George Percy. Lo mismo que mi padre y lo mismo que mi hijo, sólo a que él le gusta que le llamen Grant Peregrine. No sé por qué, porque yo casi ni sé pronunciarlo, pero como a él le pone contento, a mí me da igual.
Me tocó sonreír a mí. ¡Pues claro, George Percy! Sentí un arrebato de ternura, aunque le iba a pinchar de lo lindo por negar su origen barriobajero, su nombre y a aquel hombrecillo encantador que quería que le llamasen «Papá».
—Bueno, voy a tener que irme. Tengo que planchar. Es que soy Papá, pero al mismo tiempo soy Mamá. La parienta se me fue con un policía cuando el chico casi ni andaba, pero me las arreglé. A él nunca le ha faltao nada.
Nos dimos la mano con cordialidad.
—Bueno, pues hasta más ver —dijo radiante y desapareció antes de que pudiera volver a darle las gracias por el pastel.
—¡Diantre! —exclamó Max—. Salta a la vista que no has perdido habilidad para relacionarte con gente rara. ¿Qué pinta tiene el hijo?
—La que necesita una otoñal que no puede levantarse de la cama. Viene a verme todos los días y atiende a todas mis necesidades.
Mi hermano me miró con curiosidad y cabeceó.
—No sé cómo lo haces, pero siempre caes de pie, ¡incluso cuando te quedas paralítica!
Cuando volví a la cama, me puse a leer la carta de Grant.
«Amada mía,
»Intuí que no querrías verme este fin de semana y me di cuenta de que iba a desentonar junto a tu familia. Comprenderás lo que quiero decir cuando conozcas a mi padre, que insiste en entregarte personalmente esta nota. Es un hombrecillo vulgar, pero sé que le tratarás con educación. Tenía muchas ganas de conocer a la encantadora señora de quien tanto le he hablado.
»Tu ferviente admirador y amante apasionado,
»Grant Peregrine Nesbitt»
El lunes, el grupo de médicos y estudiantes se detuvo junto a mi cama. Grant estaba allí, con expresión distraída en la mirada. Quise saltar de la cama y estrecharle entre mis brazos, pero me limité a dirigir a todos un educado «Buenos días». Ante mi sorpresa, Mister Llewellyn-Jones me informó que se me iba a exhibir en la sala de conferencias. Uno de los médicos de la Reina, Lord Brighton, ya retirado, había acudido expresamente para dar una charla sobre peculiaridades neurológicas a un distinguido grupo de estudiantes posgraduados. Se me pidió que bajase en seguida y aguardase fuera de la sala de conferencias. Ni siquiera tuve tiempo de hablar con Grant.
A otros enfermos en exhibición tuvieron que llevarles en camilla. Un cuarto había sufrido una intervención en el cerebro, llevaba el cráneo afeitado y los puntos ennegrecidos le corrían por la sien y hacia la parte posterior del cuero cabelludo bajo un fino gorro de punto blanco. Sólo otro individuo, en silla de ruedas, tenía una afección en la pierna, al igual que yo. Yo fui la única que entró por su propio pie, y muy aturdida, por cierto, ya que todos estuvimos esperando fuera durante casi una hora. Me lancé sobre el pobre Lord Brighton antes de que pudiese abrir la boca.
—Los pacientes son enfermos y debería tratárseles como a tales. He estado esperando durante tres cuartos de hora en un pasillo lleno de corrientes de aire, sin una silla para sentarme, y no me extrañaría nada que sufriese un desmayo.
Lord Brighton se me acercó inmediatamente, arrastrando su propia silla al hacerlo. Era un hombre muy anciano y no andaba mejor que yo.
—Tenga, querida señora, siéntese aquí. Y gracias por venir a vernos. —Me ofreció la silla.
Irradiaba tal dulzura que en el acto me excusé por mi actitud.
—Discúlpeme. Lo que le he dicho es lo único que funciona mal en este hospital y creo que es debido a que nadie tiene fuerza suficiente para protestar. Ha sido una manifestación de protesta unipersonal. ¡Mejores condiciones para los conejillos de indias!
Lord Brighton sonrió y me palmeó la cabeza. Hizo una seña con una mano temblorosa pero llena de autoridad.
—¡Enfermera! Que venga en el acto la enfermera jefe.
—Sí, Milord.
Una guapa enfermera salió de la sala mientras «Milord» leía mi historial.
—Bien, ¿tiene alguien alguna sugerencia que hacer acerca de este caso?
Miré en derredor en busca de Grant, pero me di cuenta de que estaba ante un público mucho mayor y que él no se encontraba allí.
Ante mi sorpresa, una voz norteamericana preguntó:
—¿Se le ha ocurrido a alguien la posibilidad de que la paciente pudo ser envenenada?
El público, al parecer, estaba compuesto por médicos jóvenes de todo el mundo. El que acababa de hablar llevaba en la solapa una tarjeta con su nombre y la referencia «Clínica Mayo».
Lord Brighton se volvió a mí con aquella tierna sonrisa suya.
—Bueno, estimada señora, no podemos descartar ninguna posibilidad. ¿Tiene usted algún motivo para pensar que ha podido ser envenenada, por error o intencionadamente?
El médico de la Clínica Mayo intervino sin dilación:
—Quisiera preguntar si la paciente tiene alguna ocupación susceptible de ponerla en contacto con plomo, arsénico u otras materias nocivas.
—Bueno —replicó Lord Brighton—, a mí la paciente no me parece una obrera fabril, pero sí lo bastante hermosa para haber sido envenenada por un amante celoso. ¿Qué dice usted, querida?
—Me siento muy halagada, Milord, pero mis maridos y amantes se han contentado siempre con librarse de mí con buenos modos —contesté. De pronto se me ocurrió algo—. Lo más cerca que he estado de un veneno en mi vida fue cuando, no hace mucho, me fumigaron la casa para eliminar las pulgas.
—¿Qué clase de insecticida utilizaron? —preguntó inmediatamente el médico de la Clínica Mayo, muy serio.
—DDT, supongo… no se me ocurrió preguntarlo.
—¿Se sigue utilizando DDT en Inglaterra? —El joven médico norteamericano parecía sorprendido.
En aquel punto entró velozmente en la sala una enfermera jefe muy peripuesta.
—¿Ha mandado llamarme, Lord Brighton?
—Sí, enfermera. Quiero saber dos cosas. ¿Se utiliza el DDT en Inglaterra? Y ¿por qué a los pacientes se les hace esperar durante horas cuando se prestan amablemente a que analicemos en público su desdichada situación?
—No lo sé, Milord. Investigaré ambas cuestiones.
Se marchó tan raudamente como había llegado, aunque con los perifollos algo gachos.
—Bien —dijo Lord Brighton—. A propósito del veneno. Es verdad que hay venenos que afectan al sistema nervioso. Puesto que el DDT aniquila insectos paralizándolos, supongo que en grandes cantidades puede provocar la muerte de una persona.
—En los Estados Unidos —dijo el joven médico— conocemos muchos casos de obreros agrícolas envenenados por DDT. Está actualmente prohibido por esta razón. ¿Sufre usted alguna alergia, señora?
—Sí, a menudo. Fiebre del heno, erupciones, urticaria, un montón.
—Entonces es usted particularmente sensible a los efectos del DDT. ¿Durmió en casa después de la fumigación?
—Sí. Nadie me dijo que no lo hiciera.
Lord Brighton volvió a tomar la palabra.
—Tendremos que consultar con la alcaldía del distrito, los servicios municipales de desinsectación y la fábrica responsable del producto tóxico. Esperaba darles una conferencia exclusivamente médica sobre este caso, pero por lo que se ve, está en relación con los problemas del medio ambiente. Enviaremos una muestra de la sangre de la paciente al Ministerio de Agricultura para que analicen su posible contenido en DDT. Si realmente ha sido ésta la causa accidental de su dolencia, el organismo reaccionará lentamente y se adaptará a cualquier incapacidad que a la larga permanezca.
—¿Quiere usted decir que nunca volveré a estar del todo bien? —pregunté con ansiedad.
—Ninguno de nosotros está del todo sano ni funciona del mismo modo —respondió para consolarme—. Además, la edad y las enfermedades nos afectan a todos de manera distinta. Una parte de sus nervios motores, señora Cumming, ha quedado dañada de modo irreversible, pero pronto podrá andar otra vez. —Se me acercó, me ayudó a levantarme de la silla en que estaba sentada y me tendió los bastones—. Vuelva a la sala, querida. En estos momentos, nuevos nervios se le desarrollan paulatinamente y, por otro lado, está usted aprendiendo a desenvolverse sin algunos. El cuerpo humano es la única máquina con capacidad para autoadaptarse y autorregenerarse. Lo único que podemos hacer los médicos es coadyuvar a este proceso de la naturaleza. Lo que se dice curarse, se curará usted sola, señora Cumming. Yo ya no necesito seguir examinándola.
Casi se me saltaron las lágrimas cuando, conmovida, le di las más sinceras gracias. La charla me había sido más útil a mí que a los oyentes. A decir verdad, salí de la sala ayudándome de un solo bastón en vez de dos.
Los tres pacientes que tenían que estar en camilla seguían esperando en el pasillo y sin que nadie les atendiese. Mientras me alejaba cojeando con los dos bastones en una mano, me siguieron con los ojos llenos de tácitas preguntas. Comprendía muy bien su inquietud y sus aprensiones y me volví para tranquilizarles.
—El conferenciante de hoy es asombroso: es un anciano muy sabio que lo sabe todo sobre enfermedades. Os sentiréis mucho mejor cuando le hayáis visto. Miradme a mí; entré apoyada en dos bastones y ahora puedo andar con uno solo.
Reanudé el camino, saludándoles con la mano libre. Los tres me devolvieron el saludo sonriendo.
Me dirigí a las oficinas de administración para obtener la nueva dirección de Ian. No acababa de creerme aquel deseo suyo de estar totalmente solo y quería escribirle en seguida.
Me dieron la dirección de un centro de rehabilitación, lo que, por lo menos, sonaba mejor que una residencia para enfermos incurables. Subí a la sala para escribir la carta antes del té, pero se presentó Grant antes de que pudiera hacerlo.
—Tengo muchas cosas que contarte —dijo.
—¡También yo tengo mucho que contarte!
Nos sentamos junto a la estufa de gas del comedor y me cogió la mano. Nos pusimos a hablar en el acto, como si no nos hubiéramos visto desde hacía semanas. Me habló de sus aventuras en las cavernas y de cuánto me había echado de menos, y de «Papá», al que aludía llamándole «padre».
—Lleva una vida muy solitaria. No sé qué hará cuando me vaya a vivir contigo —dijo.
—Grant, ¡estás loco! —contesté—. Ya te he dicho que cuando deje el hospital no volveremos a estar juntos.
Iba a protestar con vehemencia cuando una criada portuguesa entró para poner las mesas. Lo saqué de la sala a empujones.
—Nos veremos luego —le dije con segundas intenciones.
No había tenido ocasión de contarle lo del DDT.
Fue extraño el encuentro de aquella tarde. Fue la primera vez que no hicimos el amor. Aún teníamos mucho que decimos. Le hablé de la subrepticia escapada de Ian y también de lo del DDT. La reacción de Grant fue una mezcla de sentimientos encontrados. Como es lógico, se alegró de saber que la causa de mi estado —la sustancia tóxica— había desaparecido de mi organismo hacía semanas, y que me iba a recuperar poco a poco. Pero esta perspectiva reavivaba la amenaza de mi marcha. Una vez más, su «madre» iba a dejarle, y este miedo se le hizo evidente de un modo patético. De súbito, me estrujó contra sí, me soltó con brusquedad y se dirigió a la máquina de Coca-cola. Quedó de espaldas a mí mientras el aparato vertía el brebaje en un vaso de cartón, pero advertí que se introducía algo en la boca y que se lo tragaba.
—¿Qué haces?
Me miró con aire de culpa.
—He tomado un estimulante. Me sentía demasiado cansado para hacer el amor. Hemos tenido muy poco tiempo.
Vino hacia mí. Me incorporé con furia y así el bastón. Mi rabia era una mezcla de vanidad femenina herida, ya que necesitaba un estimulante para ponerse cachondo, y cólera materna, porque había hecho algo que yo le había prohibido. Mis papeles estaban tan mezclados como los suyos. Casi por vez primera en mis muchas relaciones con jóvenes, sentí el peso de los años y esto me hizo más fácil rechazarle.
—Grant… dejémoslo para mañana. No lo estropees ahora que todo termina.
—Pero si no tiene que terminar nada. Tiene que comenzar. Tenemos que estar juntos, realmente juntos.
Me abrazaba, me besaba, se me enganchaba, hombre y muchacho en un solo cuerpo.
—Te quiero… te necesito —repetía mientras trataba de alzarme en brazos y conducirme a la mesa de las revistas—. Quiero que estés como la primera vez que te poseí, con la cabeza hacia atrás, el camisón levantado, y el cuerpo enteramente a mi disposición.
—Grant, por favor… por favor… no quiero hacer el amor contigo cuando estás con pastillas. A ti te estimulan, pero a mí me desaniman. No te quiero… no te quiero así. ¡No quiero hacer el amor con un drogadicto! —exclamé prácticamente a voz en grito.
Me soltó en aquel punto, me miró con desesperación, giró sobre sus talones y salió del edificio. Me arrastré hasta los ascensores sintiéndome vieja, cansada y enferma. Había sido nuestra primera pelea, quizá la última. Me pregunté si volvería.
Al día siguiente advertí en seguida que Grant no se encontraba entre los estudiantes. Mister Llewellyn-Jones siempre se dirigía a él automáticamente para pedirle mi ficha durante la ronda de visitas. Grant no estaba, así que fue otro estudiante el que se adelantó con ella.
—Nesbitt no ha venido hoy, señor. Yo me encargo de la ficha de la señora Cumming. El informe del Ministerio de Agricultura acaba de llegar.
—Nesbitt se ausenta muy a menudo. ¿Qué le ocurre a este muchacho?
—Quizás esté enfermo, señor.
—Un médico no se puede permitir el lujo de caer enfermo. Bien… ¿en qué estábamos?
Estudió el informe del Ministerio de Agricultura sobre las muestras de mi sangre y se puso a leerlo en voz alta:
—La cantidad de DDT localizada en las muestras es elevada, aunque no mucho más elevada que la que se podría encontrar en la sangre de las personas que viven en lugares donde se utilizan atomizadores, fertilizantes, polvos, gases y hasta papeles matamoscas que emanan sustancias de poder insecticida…
De pronto apareció Grant, a tiempo de oír la última frase. También él llevaba un papel en la mano.
—Discúlpeme, señor —dijo a Llewellyn-Jones—. Vengo de la alcaldía de distrito de Chelsea y se me ha informado que su servicio de desinsectación, que utiliza este producto diariamente, es inofensivo, y que la presente es la primera queja que se formula. Además me he puesto en contacto con los fabricantes, y alegan que jamás le ha ocurrido nada a ninguno de los cientos de trabajadores que intervienen en la fabricación de DDT.
—Gracias, Nesbitt. Ya me preguntaba dónde estaría usted. —Para alivio mío, el tono era de perdón, y continuó—: La gente sufre a menudo intoxicaciones sin saberlo, pero creo que, en lo que respecta a este caso, podemos determinar que la señora Cumming ha sufrido una intoxicación por DDT. Pese a todo, nunca estaremos seguros de que no haya sido a causa de un virus desconocido.
—En otras palabras —intervine—, no hay pruebas suficientes para empapelar a nadie.
Mister Llewellyn-Jones me sonrió.
—La señora Cumming no tiene pelos en la lengua. —Me dio unas palmaditas en las piernas desnudas—. Lamentaré perderla de vista, estimada señora. Ha sido una paciente interesante, pero creo que ya no podemos hacer nada más por usted.
Me despedían sin más ni más. Era un conejillo de indias innecesario.
Se volvió entonces a Grant.
—Nesbitt, que la enfermera jefe arregle para mañana el alta de la señora Cumming. —Y volviéndose a mí, dijo—: Se recuperará poco a poco. Trate de ser paciente.
Me sonrió y me estrechó la mano.
El pequeño grupo se alejó. Grant y yo nos quedamos solos, estupefactos ante la rápida conclusión de los acontecimientos. Planes, palabras, proyectos, sugerencias, resoluciones, conclusiones, todo tendría que posponerse.
—Hasta la noche —fue lo único que pude decir a Grant.
El resto del día se me pasó en lo que sin duda fue el plan más frenético y complicado para salir de una pequeña cama situada en el rincón de una sala de hospital. Más de un mes de hiperprotección y movilidad limitada habían cambiado todo mi sentido de la orientación. Yo, que siempre me había movido por el mundo con rapidez y facilidad, me sentía torpe a la hora de pensar en desplazarme de un lado a otro de Londres.
Telefoneé a mi hermano y a mi hija, pensando estar primero con uno y después con la otra. Como es lógico, no podía quedarme en la casa infestada de DDT ni volver directamente a Roma hasta que hubiese transcurrido un período razonable de convalecencia. El asistente social del hospital me visitó y me sugirió permanecer un mes en una clínica de reposo del Estado, y a mí me pasó por la cabeza la idea de que me podía reunir con Ian en su centro de rehabilitación. Me puse a escribirle en seguida.
Yo no estaba del todo convencida de que Ian hubiese querido de veras que nuestra relación terminase tan bruscamente ni de lo que lo hubiera hecho por mi bien. En la carta le dije que aún quería mantenerlo dentro de mi vida, pero que si él no me quería a mí en la suya, que lo comprendería. Le pedí que me escribiese a casa de mi hermano. Bajé a echar la carta en el vestíbulo principal. Luego salí a la puerta a respirar el aire libre.
La tarde discurrió lentamente hasta la hora de visita. Estaba impaciente porque llegase el momento de realizar mi última incursión secreta en el ambulatorio.
Grant se encontraba junto a los peces tropicales cuando llegué. Tenía las pupilas dilatadas, su conducta era extraña. Parecía drogado. Se me encendió la rabia, pero no quería teñir de ira nuestro último encuentro.
—¡No me vas a dejar! —barboteó antes de que pudiera decir nada.
—Dejo el hospital, no a ti.
—¿Y adónde vas a ir?
—A casa de mi hermano. ¿Dónde, si no? No puedo volver al piso lleno de DDT.
—Vente con papá y conmigo.
Era la primera vez que llamaba «Papá» a su padre en mi presencia; me sorprendió más que la oferta, que me conmovió profundamente.
—¿Cómo se te ocurre? ¿Qué pensaría papá?
—Se sentiría honrado, y contento. Siempre tiene miedo de que le deje para irme a vivir con una chica. Le encantaría que la chica se viniera a vivir con nosotros.
—Pero yo no soy una chica.
—Eres mi chica. Vente con papá y conmigo —dijo, mirándome a los ojos interrogativamente.
—Todavía no. Quizá te visite más tarde, pero antes quiero estar en casa de mi hermano. Está fuera todo el día y se va los fines de semana, o sea que puedes venir a verme de vez en cuando.
—No me basta. No quiero perderte por culpa de tu familia o de todo ese otro mundo. Nuestro piso es lo bastante bueno para ti, está lleno de bellas antigüedades.
No le creí, pero no dije nada. Estaba preocupada por el apego que me manifestaba el muchacho, no por sus fantasías relativas al medio social. Por su bien, no tenía que verle una vez que abandonase el hospital.
Estaba resuelta a ser firme y enérgica, pero fue Grant, por el contrario, quien se condujo con energía. Me empujó hasta la mesa, que aún tenía el antiguo ejemplar de The Ilustrated London News y me inclinó con suavidad sobre aquélla al tiempo que me levantaba el camisón. Se pegó a mi espalda, temblando, suspirando y murmurándome en el oído, mientras me penetraba por detrás hasta el límite. Más tarde se derrumbaba sobre mí y se ponía a llorar desconsoladamente. Yo también lloré. Estábamos aún sobre la mesa, deshechos en llanto, cuando sonó el timbre. La última hora de visita había terminado.
Notas del Diario. Otra vez en el mundanal ruido. Sábado 2 de noviembre, a medianoche.
He sido débil y he dejado que Grant venga a pasar el fin de semana. Mi hermano está fuera y ocupamos su enorme cama de matrimonio. Es la primera vez que dormimos juntos. ¡Cuánto se aprende de una persona cuando se duerme con ella! Hay hombres que duermen como troncos inertes, silenciosos, separados y solos. Otros te abrazan durante toda la noche, quieren poseerte hasta en sueños. Los de aquí quieren ser acunados, los de allá quieren escapar, los de más allá no saben lo que quieren. Grant es un espíritu conflictivo, un chico muy atribulado. Da vueltas, habla en voz alta, no se está nunca quieto. Entre su inquietud y mis reiterados dolores, he dormido muy poco. Llena de desesperación, me he levantado y he resuelto dormir sola en la cama individual que hay en la habitación de los huéspedes, donde escribo estas líneas. No habría tenido que permitir que Grant se quedase.
Me despertó Grant, que entró como una tromba en la habitación de los huéspedes, con el pelo revuelto y los ojos llenos de lágrimas. Se arrojó sobre mí sollozando.
—¡Me has abandonado! ¡Huyes de mí! ¡Ya no me amas!
Estaba asustada por la violencia de la reacción.
—¿Por qué me has dejado? ¿Por qué? —El llanto se convertía en rabia.
—Grant, sigo estando enferma. Me duelen mucho las piernas por la noche y tengo que levantarme a pasear. No quería molestarte.
—Lo siento. Lo había olvidado. Cuando hacemos el amor, no te quejas nunca, nunca dices que te hago daño. Al parecer sólo sientes dolores cuando no lo hacemos.
—En cierto modo es verdad. Considéralo desde el punto de vista médico. «Cuando está sexualmente excitado, el paciente no siente el dolor».
—Entonces estaré jodiéndote todo el tiempo. No voy a permitir que te alejes de mí.
Me di cuenta de que había estado en erección durante todo el rato que llevábamos hablando. ¿Cómo se puede llorar y tener una erección? No tuve tiempo de preguntárselo. Ya me la había metido, y todo discurrió demasiado aprisa para que yo disfrutara.
—¿No te has corrido? —Siempre se daba cuenta; era absurdo mentir.
—No es lo mismo sin The Ilustrated London News —dije en son de broma, y volvimos a dormimos, apretujados en la cama individual.
—¡Eh, ya estás levantada! —Sonaba a acusación. Seguía sintiéndose rechazado.
Qué indefenso parecía en la puerta de la cocina, desnudo, con el pelo revuelto.
—Querido, vas a coger un resfriado bestial. Te traeré la bata de mi hermano.
—Dame un beso antes. No puedo irme a trabajar sin un beso.
Se fue al hospital después del desayuno. Le pedí que no me visitara durante unos días. Había resuelto partir para Roma, en silla de ruedas si hacía falta, antes del fin de semana siguiente. Sería mejor si no volvíamos a vernos. Yo no estaba en situación de hacerme cargo de las complejidades emocionales de Grant y no tenía sentido prolongar una relación peligrosa. Me sometería a un examen médico general, dejaría a Grant una nota en el hospital y tomaría el avión antes de que pudiera impedírmelo. Una ruptura rápida y tajante sería lo mejor para los dos.
Salí por la tarde, pertrechada con el bastón de paseo con punta de goma que me habían dado en el hospital. Me daba apoyo espiritual y físico, pero me noté lenta y torpe mientras esperaba en la parada del autobús. Al final resolví tomar un taxi hasta Regent Street, donde compré un pasaje para Roma.
Cuando llegué a casa, mi hermano me abrió la puerta con el correo de la tarde en la mano.
—¿Hay algo para mí? —le pregunté.
—No. ¿Esperabas alguna carta?
—Sólo de Ian Bromley, el médico paralítico con quien hice amistad.
—Ah, sí. ¿Cómo está?
—Me gustaría saberlo.
—Le cogiste bastante afecto, ¿no?
—En cierto modo, pero yo me enamoro y me desenamoro demasiado fácilmente.
—¡Afortunada tú!
A la mañana siguiente resolví ir al hospital en autobús. El cobrador, muy amablemente, me ayudó a bajar. Fui cojeando, despacio, a lo largo del camino, crucé la plazuela de rosas marchitas y me adentré en el pasillo que conducía a la parte trasera del hospital.
—¿Tendría la bondad de enseñarme la cartilla?
Revolví en el bolso y saqué la tarjeta expedida recientemente. En aquel momento era habitante oficial de la que hacía poco había sido mi secreta zona de los misterios.
—Tome asiento, por favor. Mister Llewellyn-Jones la atenderá en seguida.
Me senté en el gran sillón de plástico en que Grant y yo habíamos hecho el amor muchas veces. No volvería a suceder nunca más. Al marcharme, entregaría al conserje la nota de despedida, sabiendo que Grant no la recibiría hasta el día siguiente. Sería demasiado tarde para que pudiera hacer otra cosa que romper a llorar, lo que me temía sucedería sin remedio. Pero se repondría y un día se daría cuenta de que había sido la mejor forma de hacerlo: limpia y rápidamente.
—Por favor, señora Cumming, acompáñeme.
La enfermera tropical me condujo al consultorio donde estaba el médico. No parecía recordar nuestro encuentro anterior —cuando había ido a dar de comer a los peces— ni sabía que yo habría podido encontrar aquel consultorio concreto con los ojos vendados.
—Pase, señora Cumming. ¡Anda usted muy bien!
—Tal como dijo usted, estoy aprendiendo a desenvolverme sin lo que no tengo; le estoy muy agradecida por esta recuperación.
—Tendré que hacer una última comprobación a propósito de sus reflejos. Quítese las medias, será suficiente.
Sonreí al recordar la otra prenda que tan a menudo me había quitado y dejado en el suelo de aquella habitación.
—Avíseme cuando note algo.
Me pinchó con una aguja a lo largo del pie y luego me fue dando golpecitos con el martillo en los tobillos y las rodillas. No ocurrió nada; no había reacción. Status quo. No estaba ni mejor ni peor.
—Venga a verme dentro de seis meses. Para entonces ya andará del todo bien. Y no dude en llamamos si se encuentra mal o si le ocurre algo imprevisto.
Me puse las medias, nos dimos la mano y le di las gracias cordialmente.
Al irme, dirigí una última mirada a la pequeña habitación: brillantemente iluminada, inocua, tan distinta del cálido y oscuro cubículo que olía a sudor, sexo y mezclilla Harris, y en el que nunca nos habíamos atrevido a encender la luz. Anduve muy despacio hasta la entrada del hospital.
—Por favor, ¿querría entregar esto al señor Nesbitt mañana por la mañana? En un estudiante de medicina. —Entregué la nota al conserje.
—¿Quiere que la haga llegar ahora mismo a la facultad?
—No, no, déjela en el tablón de anuncios para que la encuentre mañana cuando venga.
—Como usted quiera, señora. ¿Le pido un taxi?
—No, gracias. Prefiero andar un rato.
Crucé la plazuela de las rosas por última vez. Ninguna de ellas estaba ya viva.
«Queridísimo Grant,
»cuando leas estas líneas por entre tus largas pestañas, con tus ojos grises y fríos, yo estaré ya volando camino de Roma. Todo lo que quedará en Londres será una ficha con una nota que diga: “Para uso exclusivo del personal médico”.
»Me siento algo culpable, te he utilizado para satisfacer mi yo y mi cuerpo. Los amantes jóvenes son el último gesto para satisfacer la propia vanidad, como el tener hijos. Probablemente te echaré de menos mucho más que tú a mí. Tú te limitarás a enfurecerte conmigo por desaparecer. Emborráchate, fúmate un canuto, tómate una anfetamina y olvídame. Pero, por favor, deja las drogas después.
»Escríbeme si tienes ganas, pero si no lo haces, lo comprenderé. Te seguiré amando, te echaré de menos y pensaré en ti. Olvídame, perdóname y sé feliz.
»Anne»
Llegué a Roma y me encontré con un montón de correspondencia, una capa de polvo y el teléfono que sonaba. Mi vida había vuelto a empezar. Tenía los pies parcialmente paralizados, las manos débiles y temblorosas. Andaba con dificultad.
Rudi me había mandado desde Nueva York un precioso bastón con empuñadura de plata y unos cuantos buenos consejos:
«Sal y diviértete, Anne. Siempre has sido un ejemplo de energía vital y estoico entusiasmo. No nos defraudes ahora.
»R».
Llovió en Roma en noviembre y otra vez en febrero. Los chaparrones cruzaron toda Italia como monzones, inundaron las carreteras, destruyeron puentes y presas, provocaron ruina y dolor; luego cayeron en el olvido. El sol volvió a brillar.
Contemplé las lluvias de noviembre desde la ventana durante los primeros días, lánguida y apática. Los amigos iban y venían. La doncella acudía todas las mañanas. Charles y su mujer, como era de esperar, se sintieron preocupados, y mi hija Vanessa me visitaba siempre que podía. Estaba otra vez embarazada y yo me esforzaba por estar contenta por ella.
Grant me escribía todos los días largas y conmovedoras cartas de amor. Uno de los detalles más tristes de esta correspondencia era que no iba dirigida a mí, ni siquiera a una figura materna, sino a una heroína romántica y mitificada. Me resultaba difícil contestar, pero lo hice, aunque por entonces llevar a cabo cualquier actividad me era penoso.
Mi hermano me enviaba las cartas que recibía en la dirección londinense y entre ellas hubo una en cuyo sobre se leía: «Destinatario desconocido en esta dirección. A devolver al remitente». Era la carta que había escrito a Ian. ¿Dónde estaría? Quizás había ido a otra clínica de reposo, aunque también cabía la posibilidad de que hubiera muerto. No tenía ni idea de adonde escribirle. Nunca sabría que había querido reunirme con él, que seguía amándole.
Era probable que Grant volviera a engancharse con las drogas. Así lo creía yo, por lo menos. Me resultaba más fácil pensar de este modo. Me hacía sentirme menos culpable recordar que el problema ya estaba allí, que la responsabilidad no era del todo mía. Al igual que las lluvias de noviembre, la culpa estaba en todas partes.
Contemplaba la terraza inundada por la lluvia, preguntándome si salir o no para desatascar los desagües, embozados con hojas de geranio, cuando llegó el cartero con una carta certificada. La letra me resultaba desconocida, se debía a una persona algo inculta. Vi el nombre del remitente en el reverso: George Percy Nesbitt, el padre de Grant.
Había tres cosas en el interior. Una medalla escolar por haber ganado una competición de larga distancia, una carta de Papá y un recorte de prensa. Lo primero que leí fue el recorte:
«Grant Nesbitt, estudiante de medicina, fue encontrado muerto el lunes por la tarde en el ambulatorio de un hospital londinense. La causa del fallecimiento fue una sobredosis de heroína. No se sabía que consumiera habitualmente drogas duras y se ignora si se trata de un suicidio o de un accidente. El cadáver se encontró en un sillón próximo a una pecera. No dejó ninguna nota. El dictamen del forense fue “muerte accidental”».
Pasó un rato antes de decidirme a leer la carta de Papá.
«Estimada Lady Anne:
»Así solía hablar mi hijo de usté. Sé que usté le amaba y que habría querido saber lo ocurrido, así que le mando la noticia con un recuerdo suyo. Él me dijo una vez: “Papá, si algo me pasa, envíale esto a Anne. Dile que siga recorriendo la vida aunque no tenga bien las piernas”. No supe con esastitud lo que quiso decir entonces. La ganó en la Grammer School. Era un muchacho listo, pero nunca fue muy feliz. Yo siempre le estaré agradecido a usté por haberse interesado en mi chico. Usté significó mucho para él. Ahora me siento un poco solo, pero la vida debe continuar, ¿no le parece?
»Su amigo que lo es,
»George Percy Nesbitt»
Sí, Papá, la vida debe continuar. He colgado la medalla de una cadenita de plata. Algún día tendré valor suficiente para ponérmela.