El Puente de Londres está ardiendo

El Puente de Londres está ardiendo

Inglaterra, diciembre 1967

Edad: 51

En diciembre de 1967 decidí pasar un mes de vacaciones en Inglaterra. Estaba cansada después de la película con el actor norteamericano alcohólico. ¡Mantenerle al margen de la prensa había sido más difícil aún que ponerle en contacto con ella!

Las personas deberían volver de vez en cuando a su país de origen para ver cómo van las cosas, y yo había pensado ir a Londres para pasar la Navidad con mi hija Fiona y ver también a Rudi.

Rudi estaba dirigiendo en el Covent Garden una ópera italiana poco conocida y le había pedido que me reservara un pequeño piso amueblado en el edificio residencial de Chelsea en que él vivía. Así podíamos estar juntos… aunque no revueltos. No le había visto desde el otoño, cuando me había hecho una rápida visita al ir a ver a su padre, el viejo barón von Hoffman, un anciano viudo y distinguido con bigotazos a lo Francisco José que vivía en Viena en invierno y en un viejo castillo en ruinas próximo a Salzburgo en verano. Rudi había ido a ayudarle en el traslado anual con la intención de volver después a Roma, pero entonces le habían llamado desde el Covent Garden. El abultado equipaje de Rudi se había quedado en mi casa con la invitación de reunirme con él en Londres para la función inaugural.

Bajé del tren en la Victoria Station y me vi ante un cartel con la cara ampliada de un maníaco, que ostentaba la siguiente advertencia: «Se busca por asesinato. Si ha visto a este hombre, notifíquelo en la comisaría más cercana».

—Los ingleses son únicos a la hora de cometer crímenes interesantes —dijo Rudi cuando nos encontramos en el andén—. Has llegado a tiempo para presenciar la caza de brujas.

Había tomado el tren nocturno porque llevaba demasiado equipaje para el avión. Casi todo era de Rudi. Se lo llevaba a Londres para que pudiera volver directamente a Nueva York. Todo parecía muy jet set, sólo que yo había viajado en tren en segunda mientras que Rudi había volado directamente a Londres en primera. Yo era, como de costumbre, su esclava por amor.

—Sería mejor que dejáramos los bultos más pesados en consigna —sugerí—. Ya los recogerás cuando tomes el tren enlace de Southampton.

Rudi iba a ir a Nueva York en el Queen Elizabeth después de Navidades. Por tanto le dijimos al mozo de cuerda que nos dirigíamos a la consigna.

—Ya no hay consigna —nos dijo con sonrisa alegre—. Es por las bombas que ponen los terroristas irlandeses. Ya no se aceptan los equipajes solos. Tuvieron que cerrar.

—¡Rudi, oh, querido! Los irlandeses han alterado el estilo de vida británico y yo venía, con toda la ilusión del mundo, dispuesta a disfrutar de él otra vez.

—¿Cómo «otra vez»? En realidad nunca has vivido aquí.

Rudi tenía razón. Había vivido muy poco tiempo en Inglaterra.

Aunque mis padres no habían vivido nunca en Inglaterra, eran muy ingleses. Habíamos estado en todas partes, desde los yermos de Sudáfrica hasta el sur de Francia. Había pasado la infancia entre las soledades coloniales y los bulevares europeos, mientras mis padres buscaban un lugar que casase con su estilo ideal de vida durante el interregno que hubo entre las dos grandes guerras. El problema era que quienes no casaban eran ellos dos, de modo que la búsqueda concluyó en divorcio y mi hermano y yo aterrizamos en Londres con nuestra madre en los años 20.

La vida londinense en los años 20 y 30 consistía en una agradable subsistencia doméstica de sillones cómodos y charlas intelectuales alrededor del fuego del hogar, donde se tostaban las rebanadas de pan de molde en el extremo del atizador. Las cenas de postín se celebraban a la luz de los candelabros en salas espaciosas de grandes hogares y altas ventanas georgianas. En verano se abrían las ventanas con impaciencia para que entrase un poco de sol. En invierno se mantenían cerradas a cal y canto para que no entrase la niebla invasora. Desde pequeña había disfrutado de una vida al aire libre, con playas y terrazas, y las ventanas las cerraba para que no entrase el fuerte sol. No me gustaba correr por las calles húmedas bajo un paraguas y vestida con el uniforme de marinero de hacer gimnasia, ni ir al pensionado inglés en cuyos inhóspitos dormitorios se helaba el agua del vaso de la mesita de noche. Respiré de alivio cuando después de divorciarse mi madre se buscó un amante italiano y volvimos a residir en la Costa Azul.

Ahora, años más tarde, seguía buscando la Inglaterra de mi infancia. No me extrañaba que no supiera dónde encontrarla, con un pasado tan complejo.

—Tesoro —me dijo Rudi durante la mañana que siguió a mi llegada—, necesito algunos libros de consulta sobre el siglo XVIII italiano.

Rudi preludiaba siempre sus diarios requerimientos de mi tiempo y energías llamándome «tesoro», subrayando la primera sílaba con su ligero acento austríaco[1].

—¿Libros sobre música en particular, o del siglo XVIII en general? —pregunté vacilando, viendo que mis vacaciones se evaporaban.

Conocía mi papel en la vida de Rudi: esclava por amor. Sabía joderte bien (en todos los sentidos de la expresión) con tal encanto que obtenía resultados excelentes de todos sus esclavos voluntarios. Rudi era encantador, el egotista más encantador y egocéntrico que conocía, con una rara habilidad para chupar hasta la última gota de sangre sin que nadie se molestara. Hacía quince años que yo me había entregado voluntariamente a aquella servidumbre humana y aún no había sabido liberarme. Rudi podía haber salido de mi cama, pero seguía firme en mi corazón.

—Necesito escenas de la vida cotidiana pintadas por artistas célebres de la época —dijo—. Los pintores tienen ojo artístico; subrayan el carácter y la atmósfera. De modo, querida, que consígueme algunos libros de la biblioteca pública y compra los que sepas voy a necesitar. —Sonrió con aquella sonrisa suya, dulce, afectuosa y seductora—. ¿Qué otra persona podría saberlo? —añadió arteramente.

Por supuesto: ¿qué otra persona? Mis vacaciones se habían esfumado. Iba a convertirme en empleada por horas y sin sueldo de uno de los más importantes directores del mundo, examante mío para más inri.

Al día siguiente fui a la librería Zwemmer, de Charing Cross Road, tras haber pasado el día anterior en bibliotecas especializadas en información general. Es posible que la servidumbre humana sea preferible al aburrimiento, pero, puesto que estaba de vacaciones, creía merecer un pequeño descanso. El pequeño descanso se presentó en forma de peso pesado en la librería Zwemmer.

—Por favor, caballero, disculpe, pero ¿adónde va usted?

El librero habló desde lo alto de una escalera de mano que impedía el paso a la zona trasera. Un joven acababa de entrar y se había colado bajo la escalera con bastantes dificultades, habida cuenta de su enorme tamaño.

—Voy a la sección del fondo para ver si tienen El enigma micénico de John Chadwick —murmuró a modo de respuesta una voz tan suave, educada y amable que me pregunté quién había hablado. Imposible que hubiera sido el joven descomunal.

Éste se encontraba ahora al otro extremo de la escalera. Su tono había sido amable, pero tenía un aspecto tan brutal que comprendí en el acto que el empleado le hubiese querido impedir el paso. Daba la sensación de que iba a derribar las estanterías a puñetazos en vez de a comprar libros.

Tenía el pelo rojizo y rebelde, y todo él poseía cierto aire de salvaje, no de la selva sino de algún perdido poblado de las montañas donde todos los jóvenes fuesen guerreros, de una estatura algo superior a la normal, con mostachos tan grotescos como feroces y barba roja y cuadrada al modo asirio. Iba embutido en un jersey negro de cuello redondo, tensado al máximo en virtud de esos tremendos músculos que suelen tener los levantadores de pesos. Que anduviese tras abstrusos libros de arqueología en la sección del fondo de la Zwemmer, no pegaba ni con cola.

—¡También yo busco libros raros! —exclamé, electrizada, entrando inmediatamente en acción—. ¿Puedo ir con usted?

—Señora —manifestó aquella masa humana con el más dulce y amable de los tonos—, permítame servirle de guía. —Extendió el brazo para darme a entender que también yo debía colarme por debajo de la escalerilla de mano.

Salvé el escollo avanzando a gatas y me reuní con él en el otro lado.

—¿Qué tal? —dijo—. Me llamo Gregory.

Gregory el Malo, como al final hubo de llamarle (para diferenciarlo de Gregory el Bueno), era un joven insólito. Después de ayudarme a elegir libros, me llevó a casa a tomar el té. A la suya, no a la mía. Era un estudio en un ático de Parson’s Green, lleno de bonitas alfombras persas y poco más. Había también libros y un equipo de alta fidelidad, pero lo más importante era la inmensa cama de matrimonio hecha a base de cojines variados. Era un poco incómoda y me encontré cayendo de un cojín a otro, aunque todo fue con la más notable de las intenciones. Gregory el Malo sabía siempre lo que hacía, en la cama y fuera de ella, con claridad y precisión singulares, y atención por el detalle.

—¿Cómo es que sabes tanto? —le pregunté después de haberse explayado sobre una docena de temas entre la librería y Parson’s Green.

—Es que tengo un cerebro que parece un ordenador. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar el conocimiento.

—Pero ¿cómo has aprendido tantas cosas siendo tan joven?

—Mi madre es miembro asesor de la Comisión para el Aprovechamiento de la Energía Atómica y mi padre se dedica a la astronomía teórica. Pertenezco a una familia de estudiosos escoceses en la que se espera que uno lo sepa todo, así que aprendí muy pronto a no defraudar sus esperanzas. Ahora vamos a la cama y déjate de cháchara.

—¡Pero si no he abierto la boca! Has sido tú quien no ha parado de hablar…

—Desnúdate.

—Eres terriblemente mandón para tener la mitad de mi edad.

—Es que tengo complejo de poderoso.

—Vaya, me alegro de que estés al tanto de tus defectos. ¿Haces algo por remediarlo?

—No. Encajo la mar de bien en el clima típico del sigloXX. Soy extrovertido, esquizofrénico con brotes paranoides y tengo cierta predisposición ocasional a la violencia.

—Sí, claro… ¿Y qué más haces?

—Conservo monumentos antiguos. Soy arqueólogo, pero trabajo sobre todo en un despacho, donde decido qué vale la pena mantener intacto.

—No me da la sensación de que a mí quieras mantenerme intacta. Más bien pienso que tienes intención de violarme.

—Desnúdate y acéptalo por las buenas. Será menos doloroso.

No fue doloroso en absoluto. Su forma de hacer el amor, como su voz, era suave y muy educada. También era muy minuciosa y pormenorizada. Había leído todos los libros. Todos los manuales de sexualidad estaban archivados en aquel cerebro computerizado. Comencé a desear que supiese menos, que perdiera la cabeza y se dejase llevar espontáneamente por la pasión incontrolable de que parecía tan capaz. Pero el salvaje asirio resultó ser un cordero: a menos así me lo pareció entonces.

Gregory iba a buscarme al Covent Garden después del trabajo. Rudi tenía que ensayar hasta bien entrada la noche, pero yo me iba a las seis. Después de todo yo estaba de vacaciones, y la obra no se estrenaba hasta poco antes de Navidad. Aunque en el teatro reinaba el miedo de costumbre, yo estaba decidida a no dejarme involucrar demasiado y disfrutar de mi nuevo amante y de mis bien merecidas vacaciones.

Gregory y yo salíamos todas las tardes a pasear en el húmedo crepúsculo para descubrimos el uno al otro y para redescubrir Londres. Me contagió su punto de vista juvenil. Yo aporté mis recuerdos llenos de nostalgia. Ambos elementos encajaron a la perfección.

—Tienes una sonrisa preciosa —dijo—. Ilumina mis días.

—A mí me gusta tu musculatura —repliqué—. Llena de placer mis noches.

—¿Hay algo que falte? —preguntó.

—No estás enamorado de mí —dije—, pero es igual.

Yo, en cambio, sí estaba un poco enamorada de él.

—Te enamoras demasiado fácilmente —dijo Rudi cuando se lo conté—. Parece un sujeto más desaconsejable de lo habitual. Le doblas la edad, para empezar.

—Veinticinco es un avance considerable después de los diecisiete —señalé, recordando con nostalgia mi idilio veraniego con Jean-Louis—. Además, su tamaño es el doble de lo normal.

—Lo que importa es la calidad, no la cantidad.

—Pero es que también tiene un cerebro superdesarrollado. Lo sabe todo de todo. Menciona un tema cualquiera y te habla de él durante horas en profundidad y con detalle.

—¿A qué se dedica?

—Conserva monumentos antiguos. Es arqueólogo de despacho.

—Cuanto más me hablas de él, más desagradable me resulta. ¿Seguro que no te lo has inventado?

—No hombre. Ya te lo presentaré. Va a venir a tomar un té después del trabajo; en bicicleta.

Gregory se presentó con un impermeable amarillo y un suéter. Era uno de esos días ingleses en que la lluvia es tan fina que no se sabe en realidad si llueve o no; si hay que salir con el paraguas o dejarlo en casa. Su atuendo era por tanto excesivo para la ocasión, pero así era todo lo que hacía.

Rudi y yo estábamos en Chelsea Cloisters, un edificio residencial que se parecía más a un barco que a un claustro. Construido en forma de rectángulo alrededor de un patio central, los largos pasillos sin ventanas estaban jalonados por ambas partes de diminutos apartamentos de una sola habitación, semejantes a camarotes de barco. Unos daban al interior y eran más tranquilos, otros daban al exterior y tenían más luz. Era significativo que Rudi hubiese preferido la tranquilidad sombría y yo la ruidosa luz. Más significativo era que estuviésemos en plantas distintas: estábamos cerca y sin embargo distantes. Ello formaba parte de nuestro nuevo estilo de vida cuando estábamos juntos: amantes distintos, vidas distintas.

Entre mi nuevo amante, que pesaba más de ochenta kilos, y su bicicleta, mi pequeño camarote quedaba totalmente lleno.

—¿Cómo demontres has podido subir la bicicleta hasta aquí? —le pregunté.

—En el ascensor, por supuesto.

—¿Y por qué no la has dejado en la calle?

—¿Para que me la manguen?

—Estamos en Inglaterra. Aquí nadie roba nada.

—¿Te burlas de mí?

—No. Es que aún vivo en la infancia que perdí hace mucho tiempo. Ahora quítate el impermeable, siéntate y tomaremos un té.

Gregory apoyó la bicicleta en la pared y se desnudó. Del todo.

—¿Te has mojado?

—No, es que soy exhibicionista.

Se sentó en el sofá, que se hundió hasta el suelo al recibir su peso.

—¿Qué viene antes, el polvo o el té? —me preguntó con toda tranquilidad.

—Bueno, iba a llamar a un amigo para que tomara el té con nosotros.

—¿Le gusta mirar?

—Nunca se lo he preguntado.

Al final llamé a Rudi y le dije que bajase al cabo de media hora. Fue demasiado pronto; aún estábamos dándole fuerte. La actitud de Gregory hacia la sexualidad, como hacia todo lo restante, era excesiva, pormenorizada y científica. Reproducía sistemáticamente todas las posturas de los manuales. Dije a Rudi que diese una vuelta a la manzana. Cuando volvió ya había finalizado la gimnasia y yo estaba en salto de cama. Gregory seguía en pelotas, sin embargo, tomándose su té, con el pene encogido pero presentable. La calefacción central funcionaba, por suerte, y Rudi era lo bastante mundano para estar a la altura de las circunstancias. Él y Gregory charlaron con cordialidad más que suficiente durante media hora, pasada la cual Gregory se vistió y se fue.

—No es normal que un hombre tan grandote tenga la polla grande —comentó Rudi cuando el otro se hubo ido—. Lo normal es que suceda al revés.

—¿Quieres decir que los hombres pequeñitos tienen la polla grande?

—Claro, ¿no te has dado cuenta?

—¡Quizá tenga menos experiencia que tú!

—O que eres menos observadora —dijo, negándose a aceptar mi malicia.

Era difícil que dos personas que habían sido antaño amantes apasionados llegaran a entenderse sobre bases del todo distintas. Rudi y yo seguíamos en ello. Con un heterosexual habría sido un poco triste; con Rudi en su presente fase homosexual, había una especie de rivalidad deportiva. En cierto modo facilitaba las cosas.

Notas del Diario. Londres, 5 de diciembre de 1967.

No sé qué ha cambiado más, si Inglaterra o yo. Aquí estoy, a punto de cumplir los cincuenta y uno, y viviendo en un claustro. Pero no como una monja. He renunciado al amor, pero no a la sexualidad. ¿Me gusta la nueva situación? Tiene sus ventajas. Ya no me atormentan la angustia y las dudas. La sexualidad se me ha convertido, como comer y beber, en un pasatiempo necesario y a menudo agradable. ¿Inconvenientes? Necesito más de uno. Amor y deseo, amistad y afecto, confianza y seguridad no se dan ya juntos en una sola persona. Quiero a mis hijas y a mis nietos; en otro sentido quiero también a mis maridos y a Rudi. Siento amistad por mis amigos, deseo por mis amantes, afecto por todos. Es posible que, en cierto modo, así sea más sano. Una no se puede entregar ni con demasiada intensidad ni muy a menudo. Mi seguridad está en mí misma. Ya no la espero de los demás.

Pasé mi quincuagésimo primer cumpleaños en la cama con Gregory. Él se había tomado el día libre.

—Abuelita, te he traído un regalo —dijo al llegar. Había dejado la bicicleta en el vestíbulo, atada con cadena y candado a la barandilla de la escalera. La administración del edificio aún no había dicho nada. Probablemente creían que Gregory era el limpiacristales.

—No me acaba de gustar que mis amantes me llamen «abuelita». Me llamo Anne.

—Demasiado tarde, abuelita, ya me he acostumbrado.

Me abrazó con fuerza descoyuntadora. Era como un oso ruso amaestrado y lleno de buenos sentimientos. Se había dado cuenta de que me ponía Arpège y me había comprado jabón y sales de baño de la misma marca. Me los dio con un poema:

Para la abuelita, en su cumpleaños

Paradoja.

En un mundo en que todo mengua

¿cuánto tarda en desvanecerse

una esperanza defraudada?

Con amor, Gregory

Han pasado los años y aún no sé qué significa, pero fue conmovedor. Lo puse a un lado para añadirlo luego a mi colección de cartas de amantes jóvenes.

—Y ahora viene el verdadero regalo. A la cama, abuelita.

El verdadero regalo fue un largo viaje por todas las zonas erógenas. Me corrí en algún punto del trayecto, creo que incluso dos veces, aunque no soy mujer poliorgásmica. En cuanto a Gregory, tardó horas en alcanzar el orgasmo. Fue un poco pesado, pero no tienen por qué ser perfectas todas las ocasiones con todos los hombres; hay que estar agradecida de que los favores sean pequeños y las pollas grandes; o al revés.

Rudi pasó a visitarnos durante el día. Me dio una caja pequeña y plana, no de Cartier sino de Ken Lane. Se trataba de unos pendientes que parecían lámparas. Me llegaban hasta los hombros.

—Llévalos solos o, si acaso, con raso negro —dijo—. Quiero que deslumbres en la gala del estreno.

Tuvo su gracia cumplir los cincuenta y uno; fue como pasar el Rubicón.

A la mañana siguiente fui a buscar a Rudi al Covent Garden y me lo encontré con un ayudante nuevo. Dijo que se llamaba Caspian, nombre que me pareció tan fascinante como el mismo joven que lo ostentaba.

—Creo que Nureyev atravesó de un salto un decorado, dejó recortado su perfil y con el molde se forjó a Caspian —dije a Rudi—. ¿Dónde lo has encontrado? Y… ¿estás enamorado de él?

—Pues claro que no estoy enamorado de él. Estoy enamorado de mi amigo Tom, que está en Nueva York, y tengo demasiado trabajo para serle infiel incluso con el pensamiento… aunque admito que Caspian es una tentación.

—O sea, que no es de tu propiedad.

—No en el sentido al que te refieres, ¡ay! Es normal. Tiene una novia muy guapa que viene a buscarle todas las tardes.

La novia se llamaba Kate y la conocí aquella misma noche en la entrada de artistas. Ella y Gregory habían estado esperando allí un rato y habían trabado conversación.

—Vamos a cenar todos juntos —sugerí cuando Caspian se nos unió.

Rudi no quiso venir. Estaba todavía ensayando. Rudi es uno de los trabajadores más abnegados que conozco. Su trabajo ha sido siempre el peor de mis rivales.

—Me ofrezco a cocinar si encontramos un sitio abierto para comprar comida —dijo Gregory.

Me pareció muy generoso de su parte, pero me di cuenta después de que el arte culinario de Gregory era tan cerebral como todo lo demás y se basaba en el deseo de dominar la situación. Se puso manos a la obra. Kate y yo quisimos ayudarle, pero al final nos expulsó de la cocina. Nos reunimos con Caspian en el gran estudio y pusimos discos de la colección de música clásica de Gregory hasta que llegó una maravillosa comida.

—Gregory, eres un continuo placer para mí —dije piropeándole—. ¿Dónde aprendiste a cocinar?

—La culpa la tuvo mi abuela rusa —fue la sorprendente respuesta—. De pequeña había vivido en San Petersburgo y fueron prácticamente los criados quienes cuidaron de ella; pasaba mucho tiempo en la cocina, donde había un cocinero francés. Cuando la familia huyó de la revolución y lo perdió todo, incluido el cocinero francés, resultó que era la única que sabía cocinar. Se casó, nació mi madre, que se dedicó a las cosas intelectuales a que aún se sigue dedicando, y mi abuela volvió a hacer de cocinera, pero esta vez mientras me cuidaba a mí en la cocina.

Contó todo esto mientras sacudía aparatosamente batidoras y cucharas de madera. Como en todas las cosas que hacía, Gregory actuaba para su público. Cuando después nos recostamos en los cojines, comenzó a meterme mano. Caspian y Kate estaban junto al equipo de alta fidelidad, mirando los discos, pero no les prestó atención. Me di cuenta de que le excitaba hacer el amor ante terceros. A mí no me gustaba y se lo dije. Aquello no le detuvo. Traté de resistirme, pero me sujetó con una especie de torniquete —había aprendido kárate— y tuve que tragar, aunque no me corrí. El ritmo de la música contrapunteaba el ritmo de la cópula… y, bueno, yo prefiero hacer el amor en privado.

Durante el primer ensayo general, a Kate y a mí se nos permitió estar en la general, o en anfiteatro, como se dice en el Covent Garden. Rudi y Caspian no hacían más que ir y venir de la fachada del edificio a las bambalinas para supervisar el vestuario de los cantantes a medida que iban llegando. Rudi se las había arreglado, como siempre, para crear una atmósfera mágica, superficial pero suntuosa. Los matices vaporosos alternaban con los colores intensos. El oro y la plata relucían con fuerza como relámpagos en una noche de verano.

—Me gustaría estar presente en el estreno —me susurró Kate.

—¿Por qué no vas a estar?

—Me han dado trabajo en una compañía ambulante. Es el primer papel que interpreto.

—No sabía que fueses actriz.

—Pues sí. Así conocí a Caspian. Fuimos juntos a la escuela de arte dramático. No tengo ningunas ganas de separarme de él, pero tenemos que ir al norte para la función de Navidad. El estreno será en Nochebuena, en Liverpool, pero antes tendremos que ensayar durante una semana.

Así pues, Kate se fue a Liverpool y Caspian se trasladó a casa de Gregory para poder realquilar su piso. Kate estaría fuera seis meses como mínimo, y como Gregory necesitaba un compañero de piso pareció buena idea que los dos jóvenes compartieran el espacio y los gastos. Me preocupó un poco que hubiera otra persona en la jurisdicción de Gregory —era muy posesivo—, pero no era asunto mío y, de todos modos, también yo me iba a marchar pronto de Londres.

A medida que se acercaba el día del estreno, aumentaba el nerviosismo de Rudi.

—Va a venir la Reina Madre —me dijo—. Me presentarán a ella después en el Crush Bar, donde se celebrará una rápida reunión regada con champagne. Tienes que venir tú también, Anne. Procuraré que te presenten.

—Ya fui presentada a la Reina Madre, Rudi. Está emparentada lejanamente con Robert, aunque la vi por primera vez hace años en el Palacio de Buckingham, cuando fui presentada a sus parientes políticos.

—¿Cómo a «sus parientes políticos»?

—Jorge V y la Reina María. Fui presentada en la Corte en el Año del Jubileo, vestida de raso blanco, con las obligadas tres plumas en la cabeza y cola larga: ya has visto la foto.

—Pues vas a tener que ponerte igual de guapa. ¿Qué llevarás?

—No te preocupes: no quiero desilusionarte, pero será una sorpresa. Ahora soy una mujer independiente, Rudi. ¡Ya no eliges mis vestidos!

El día del estreno Rudi iba de etiqueta, yo llevaba un vestido de raso negro y los pendientes de Rudi, mientras que la Reina Madre iba toda de oropel y diademas. Parecía como si hubiese descendido de lo alto del árbol de Navidad que había en el vestíbulo. Con ella iba la princesa Margaret y Lord Snowdon. Lacayos con peluca blanca y calzón corto sostenían las cortinas de terciopelo negro para que pasase la gente. Camareros de frac servían el champagne en bandejas de plata. Los miembros de la familia real sonreían, rutilaban y demostraban una vez más que los cuentos de hadas siguen existiendo para el público que todavía se los cree. En este sentido, Inglaterra no había cambiado.

Cuando terminó todo, Rudi y yo no pudimos encontrar taxi. Fuimos a casa en el metro, acicalados como príncipes. Tampoco esto había cambiado. Lo recordaba asimismo de la infancia; gente vestida de gala que viajaba en metro.

—Ahí está otra vez el tipo ése —dije, señalando el cartel que, expuesto aún en todas las estaciones, reproducía una cara ampliada.

—Tiene los ojos de Gregory —dijo Rudi—. No dejes que te maten. Ya sabes cómo son los ingleses. Especialistas en crímenes sexuales perversos. Pondrá tu cadáver en un aparador y lo visitará los sábados para hacer prácticas necrófilas.

—¿Qué quieres decir?

—Que joderá tu cuerpecito difunto.

—Vamos, Rudi, es un joven muy afectuoso, igual que un gran oso ruso. Nunca haría una cosa así.

Pero la observación me dejó mal sabor de boca. Había algo extrañamente amenazador tras la amable pero dominadora actitud de Gregory.

Toda la familia iba a reunirse para Navidad en casa de Fiona. Vanessa vino en avión desde Italia con su marido y el niño. Robert, el padre de mis dos hijas, vendría desde su majestuosa mansión de Gales. Charles y su mujer estarían en Londres y se dejarían caer por casa de Fiona el día de Navidad. Mis exmaridos eran muy buenos amigos. Así es como empezó todo.

—Mamá, puedes traerte un amante —convino Fiona—. ¿Quién será?

—Rudi, supongo. Por el momento no tengo a ninguno más apropiado.

—¿Sigue siendo amante tuyo?

—Es una forma de decirlo. Ya no nos acostamos juntos, pero ¿importa eso?

—Sólo si te importa a ti.

Mi hija mayor es una chica muy sensible.

La Navidad es un mojón en la vida familiar porque evidencia los cambios cronológicos y sociales que se dan en la constitución de cualquier subgrupo familiar, aunque las tradiciones siguen siendo las mismas. Mis amantes se habían dispersado, habían llegado mis exmaridos. A última hora Rudi había decidido ir a Viena a ver a su padre, el anciano barón, y Gregory se había marchado de Londres para visitar a sus padres.

Robert llegó de Gales con bronquitis y se instaló en casa de Fiona con su botella de agua caliente y un emplasto en el pecho. Vanessa vino en un vuelo chárter con su marido y el niño. Charles y su mujer acudirían en coche. No había suficientes dormitorios en casa de Fiona para todo el surtido de invitados navideños.

—Sólo tú podías reunir a tanta gente distinta —me dijo Robert mientras le preparaba la cama en el sofá.

—No sé por qué tienes que estar tan incómodo, Robert. Podrías compartir conmigo la habitación que queda libre.

—Ni pensarlo. No sería apropiado. No he dormido contigo desde hace veinte años. Me agudizaría la bronquitis.

No se podía discutir con Robert. Nos sentamos junto al fuego como una feliz pareja de ancianos, mientras nuestras hijas nos organizaban una Navidad inglesa, idéntica a las Navidades que antaño habíamos organizado nosotros para ellas.

«No olvidéis poner una mandarina en la punta del calcetín», habían dicho generaciones enteras de abuelas inglesas en Nochebuena. También yo lo dije una vez más.

«¿Podemos levantamos ya?», habían preguntado generaciones enteras de niños en las oscuras mañanas de Navidad, mientras alborotaban con excitación horas antes de lo acostumbrado y se esforzaban por entrever en la oscuridad el perfil de un calcetín hinchado a los pies de la cama.

Como Robert había declinado mi oferta, dormí con mis nietos ingleses. Gracias a ello, Vanessa pudo acomodar en la habitación que sobraba a su pequeño Matthew, que hacía siestas vespertinas y se retiraba tarde a dormir, como buen italiano que era.

—Abuelita, ¿podemos levantamos ya? —exclamaron al unísono dos vocecitas inglesas a las cinco de la mañana del día de Navidad.

—De ningún modo —repliqué, librando una batalla perdida—. Quedaos en la cama hasta las seis. Entonces podréis abrir los calcetines y venir a mi cama para que os cuente un cuento.

Procuré dormirme otra vez en medio de sus refunfuños. Ellos ocupaban una de las camas gemelas mientras yo ocupaba la otra. Empezaron a pelearse y a insultarse, y tentada estuve de echar mano de los calcetines para que se estuvieran quietos.

—Si no os calláis, vendrán vuestros padres y os reñirán de un modo más serio que yo.

Hubo una pausa momentánea en la actividad de la otra cama hasta que, de pronto, la niña lanzó un grito. Era la menor, pero también una revoltosa por naturaleza. Él era un angelito y, al igual que todos los ángeles de sexo masculino, estaba a merced de la hembra dominante. Podía ver allí perfilado su futuro matrimonio, preparado ya por los juegos infantiles a que jugaban. Su actual rivalidad fraternal se convertiría en guerra de sexos en cuanto comenzasen a jugar a juegos de adultos. ¿Cómo podía ayudarle? La suerte parecía ya echada a los tres o cuatro años, y quizá se había echado ya en el vientre de mi hija. ¿Habría tenido que hablar con ella cuando aún estaba en mi vientre? ¿Puede una alterar la herencia y los genes antes de quedar embarazada? ¿Tomar un tranquilizante fetal? ¿Elegir otra pareja? ¿Racionalizar los asuntos humanos para mejorar la especie? Era la mañana de Navidad. ¿Cómo concibió la Virgen María un niño tan divino? Además del Evangelio, habría tenido que legamos la receta.

—Abuelita, me ha dado una patada.

—Ella me la dio a mí primero.

—¡Es mentira, es mentira!

—Que venga uno de los dos inmediatamente y se quede en la cama de la abuelita hasta las seis en punto.

—¡Yo!

—¡No, yo, yo!

Peleas, gritos, y la abuelita que tiene que arrear un sopapo a la antigua usanza. Al final vinieron los dos y se puso uno a cada lado. Estuvimos en paz durante unos minutos. Fingí dormir; y todo volvió a comenzar. Preví generaciones de niños que despertaban a sus soñolientos padres; con la imaginación volvía al pasado y me adentraba en el futuro. Cedí al final y me levanté oficialmente.

—Malcolm, por favor, alcánzame la colección de libros de Beatrix Potter… No, tú quédate aquí, picarona.

Así leímos la historia de la señora Escondecucas, de Tomasín Trepatroncos y de Pedro el Conejo hasta que la luz se filtró por las cortinas y se puso en marcha la calefacción central. Entonces les dejé levantarse e ir en busca de los calcetines. La niña metió la mano en el suyo y no tardó en desenvolver todos los paquetitos, tras arrojarlos en la cama. El niño estuvo un buen rato palpando las abultadas formas y preguntándose qué habría allí. Luego echó un vistazo en el interior con mucha cautela.

Poco después entró gateando el pequeño Matthew y entre todos le ayudamos a vaciar su calcetín. Desayunamos con la bata puesta. Luego nos vestimos y pasamos el resto del día comiendo. La botella de oporto pasó de mano en mano y brindamos por la Reina. Aún en la fase aquella de «Mi marido y yo», nos dirigió un mensaje por el televisor recién comprado. No puedo recordar el resto del programa, ya que me quedé dormida entre el crujiente papel de embalar del sofá hasta que fue hora de marcharse.

Volví a Londres con Charles y su mujer en el coche que habían alquilado. Quería estar sola unos días en mi claustro.

Mientras estuve en el coche, pensé mucho en la mutabilidad del amor. Charles había sido antaño el más aparatoso de mis grandes amores, pero sólo era ya un cordial amigo. Apenas me parecía posible haberme fugado con él a lo largo de cinco países europeos veinte años atrás, y que hubiese huido de él ocho años más tarde. Su mujer era como una hermana para mí. No sentía ni rivalidad ni sentido de la pérdida. Sencillamente, había seguido moviéndose, lejos y hacia delante.

—Ven a cenar, Anne. Caspian y yo vamos a celebrar un banquete de Año Nuevo —me dijo Gregory por teléfono con su suave voz. Acababa de volver de pasar las vacaciones con su familia. No le había visto aún.

Cuando llegué al estudió de Gregory, había una docena de jóvenes invitados a cenar. El mismo Gregory estaba tan atareado en la cocina que ni siquiera se dio cuenta de que uno de sus amigos quiso meterme mano en el diván. Hacía mucho frío y no había calefacción central. Mientras comíamos nos envolvimos en mantas escocesas para entrar en calor.

—Esto es como acostarse vestidos, ¿verdad? —dije mientras un joven llamado Peter o Paul se me pegaba como una lapa.

Había un Peter y un Paul en el estudio, pero nunca supe cuál era cuál. Uno de ellos se me enroscaba como un pulpo entre plato y plato. Estaba bastante borracho y la tenía empalmada. Me levantó la falda por debajo de la manta y, tras un subrepticio movimiento de ropa interior y cuerpos, me la metió. Una vez dentro, no volvió a moverse. Cuando miré, vi que se había quedado dormido.

Todos aplaudieron cuando Gregory entró con los crêpes suzette. Aquello despertó a Peter o Paul. Salió con la misma tranquilidad con que se había metido y siguió comiendo como si nada hubiera ocurrido; porque nada había ocurrido en realidad.

Fue un extraño período de mi vida, extraño y vacío, unas vacaciones durante las que nada importó mucho y menos aún el sexo. Los muchachos iban y venían. Gregory, Caspian y sus amigos parecían encantados de tenerme allí, y todos ellos coqueteaban conmigo cuando Gregory no miraba.

—¿Por qué atraigo a hombres tan jóvenes? —pregunté a Rudi, que había vuelto a Inglaterra para tomar el barco de Southampton a Nueva York.

—Porque eres mujer predispuesta —respondió Rudi—. Las jóvenes se lo montan de duras.

—Quizá tengas razón, pero yo no voy conscientemente detrás de los jóvenes, me limito a responderles de manera automática, y supongo que se nota. A los hombres les gusta ser deseados, es lo que les hace reaccionar.

—¿Te refieres a una reacción en cadena?

—Pues sí… así tiene que ser como comienza una costumbre.

Hice la misma pregunta a Gregory y Caspian. El asunto comenzaba a molestarme.

—¿No resulta grotesco acostarse con una mujer de mi edad?

—No mientras somos jóvenes —respondió Gregory—. Pero si un hombre maduro se fuera a la cama con su abuela, sería un tanto perverso.

—Pasados los veinticinco —dijo Caspian—, se definen las tendencias de cada cual. Mientras tanto se experimenta a propósito de qué hacer y quién ser, lo mismo dentro que fuera de la cama.

Estimulada por aquella observación, creí que podía experimentar con el bello Caspian. Kate llevaba ya dos semanas fuera y el chico se estaba poniendo sexualmente inquieto. ¡Mejor la simpática abuelita que cualquier chica que se lo arrebate a Kate!, me dije.

Solía quedarme a pasar la noche con Gregory, así que, una mañana, cuando éste aún estaba dormido, fui a la habitación de Caspian. Me había pedido que lo despertara.

—Suena el despertador —dije, metiéndome en la cama de Caspian.

Pero su despertador no sonó. Por más que lo intenté, no conseguí que se empalmase. Se mantuvo quieto y pasivo, algo confuso, mientras yo le trabajaba todo el bendito cuerpo con dedos y lengua. Nada se le movió. Yo no era tan infalible como pensaba. Volví en seguida a la cama de Gregory antes de que despertase, sintiendo el peso de los años. Me dije que a partir de entonces dejaría de elegir y esperaría a que me eligiesen. Me revientan los fracasos.

Rudi había vuelto de Viena alicaído. No había pasado unas buenas Navidades. Su padre estaba mal de salud; la enfermedad, la vejez, los vínculos familiares y las responsabilidades domésticas le habían deprimido.

—Mi padre se aferra a un modo de vida que ya no existe —dijo, sentándose en la cama de mi claustro—. Si quiero cambiar algo, es como si le invitase a morir.

—Entonces no puedes hacer nada, Rudi, salvo dejarle en paz. Está claro que no puedes vivir con él: tu vida está en Norteamérica o donde te lleve el trabajo.

—Sí, Anne; tú y yo somos nómadas incorregibles. Tenemos que viajar continuamente.

—Pues no lo haces con mucha eficacia que digamos. Fíjate en tu equipaje.

Rudi había acabado por trasladar su equipaje a mi claustro poco antes de Navidad. Estaba amontonado a nuestro alrededor. Su intención había sido pasar dos noches en mi apartamento y tomar el tren enlace de Southampton. No había más que una cama de un solo cuerpo y ni siquiera habíamos discutido si la compartiríamos o si yo me iba mientras tanto a casa de Gregory. En realidad no quería dormir con nadie por el momento, pero me vi obligada a elegir el menor de los dos males. Consideré que era menos probable quedar colgada emocionalmente con Gregory que con Rudi. Cuando éste se encontraba deprimido, ansiaba tenerlo entre mis brazos. Corríamos peligro entonces de un retour de flamme.

Me azoraba estar sola otra vez con Gregory y Caspian y me pregunté si habrían comentado mi incursión en el dormitorio del segundo. Al parecer no, porque cuando aquella noche volví después de cenar con Rudi, estaban relajados y desenvueltos en mi presencia. Gregory se paseaba en pelotas, como de costumbre, pese a la falta de calefacción central, y Caspian vestía un pijama azul claro que parecía un conjunto deportivo. Hacían una hermosa pareja.

—¡Qué suerte poder acostarse con los dos muchachos más guapos de Londres! —exclamé.

—¿Quién te ha dicho que puedas acostarte con los dos? —inquirió Gregory, aunque su tono fue muy cordial. Caspian se limitó a sonreír.

Me eché en la cama de cojines del estudio, donde dormía Gregory desde que Caspian se mudara.

—Creí que íbamos a organizar un buen mènage à trois —dije, mirándoles y relajándome sobre los cojines con brazos y piernas estiradas: seductoramente, esperaba.

Gregory se puso ante mí, desnudo, con el pene tieso como el palo de una bandera.

—Ayúdame a quitarle las botas, Caspian —dijo.

Cada uno se ocupó de una pierna. Me quitaron las botas y luego las bragas. Llevaba medias negras sujetas con ligas.

—Las medias me ponen cachondo. No me gustan los pantis —dijo Caspian. Me encantó advertirle el bulto revelador bajo el pijama.

—¿Le dejamos entonces las medias? —le consultó Gregory.

—Sí. Dejémoselas.

—No quiero llevar encima nada más —dije—. Pero antes quiero hacer un pis.

Me levanté y me dirigí al cuarto de baño, desprendiéndome del resto de la ropa por el camino, que fui arrojando por la estancia.

—Que no se os deshinchen los globitos —dije antes de cerrar la puerta del lavabo.

Desde siempre tenía por costumbre ir a orinar antes de enfrascarme en los juegos sexuales, para lavarme las partes a continuación e introducirme el diafragma. Este último requisito ya no era necesario, aunque todavía menstruaba. El ginecólogo me había dicho que era muy difícil que una mujer quedase embarazada después de los cincuenta, así que pasé por alto aquella parte del ritual. No obstante, siempre me lavaba cuidadosamente la ingle y me frotaba después con un poco de crema porque el jabón y el agua me resecaban la piel. No pude encontrar nada suavizante en el lavabo de los muchachos, pero por lo menos estaba limpia. Si iba a estar con ambos, practicaríamos sin duda algún juego oral.

—Soy toda vuestra —dije, quedándome un instante en la puerta del lavabo en pose estudiada, desnuda excepto las medias.

Ya se habían metido los dos en el lecho, Caspian todavía con el pijama.

—Vamos, quitaos la ropa —insistí, arrodillándome para tirar de los pantalones de Caspian.

Se rió un poco, pero dejó que le desnudase. Me tranquilizó comprobar que aún estaba empalmado. Gregory estaba tumbado de espaldas y se toqueteaba el aparato.

—¡Dios mío! —exclamé—. Esto es el sueño de una otoñal, la fantasía masturbatoria perfecta. ¡Y es real como la vida misma!

Les contemplé un instante: Gregory, macizo y pelirrojo, con los músculos hinchados; Caspian, perfecto como un efebo, aunque de humanidad más reducida, rubio, de tez pálida, un adonis eslavo que contrastaba brutalmente con el aspecto salvaje de Gregory. Los dos estaban calientes. Me adelanté y cogí un pene con cada mano. Me encantaba tomar la iniciativa.

Al cabo de un rato, Gregory dijo con voz dulce:

—¿Qué agujero prefieres, Caspian?

Se incorporó y me echó de espaldas, deseoso como siempre de dominar la escenografía y el programa. Se arrodilló entre mis piernas y me atrajo hacia sí. Aquello no dejó a Caspian más opción que acuclillarse sobre mi pecho y meterme el pene en la boca. Alcé la cabeza para tomarlo.

Un rato después quedábamos exhaustos y nos dormíamos.

A la mañana siguiente desperté la primera con un hombre a cada lado. A los dos se les había empalmado durante el sueño. No pude resistir la tentación de cogerlas otra vez con la mano para devolver a ambos a la vigilia con lento masaje. Se removieron, se pusieron boca arriba y me dejaron hacer, ni dormidos ni despiertos. Al rato comenzaron a masturbarse, dejándome las manos libres para hacer yo otro tanto. Yacíamos muy juntos y poco a poco ganábamos velocidad. Fue tan excitante ver y oír pajearse a los muchachos que yo me corrí primero, dando saltos en mi emparedado trozo de cama. Caspian se corrió el segundo; yo ya me había recuperado lo suficiente para recoger la corrida con la boca en el último instante y tragármela. Lo mismo hice con Gregory momentos después. Tardó mucho, como de costumbre, pero me tragué hasta la última gota. A continuación cayeron profundamente dormidos y yo fui la única que oyó el despertador.

—¡Chicos! ¡Es hora de levantarse!

No movieron ni un músculo, así que resolví levantarme y llevarles el café a la cama. No tenía nada a mano que ponerme, así que cogí del suelo el pijama de Caspian, me lo puse y me dirigí a la cocina. No había leche en el frigorífico.

Había oído al lechero mientras nos masturbábamos y sabía que habría una botella de leche en la puerta. Me puse las zapatillas de Caspian y bajé chancleteando las escaleras. Al agacharme para recoger la botella, la puerta se cerró a mis espaldas.

—¡Mierda! —exclamé, ya que sabía que el timbre no funcionaba. Gregory lo había desconectado porque los niños estaban llamando siempre. Las ventanas del dormitorio daban a la parte trasera de la casa, así que no tenía más remedio que rodear la manzana y ponerme a gritar en la calle contigua.

Algunos viandantes me miraron con extrañeza mientras avanzaba por la calle en la fría mañana con aquel pijama de hombre que me venía grande y las zapatillas golpeteando en el suelo húmedo. Pero aquello era Inglaterra y nadie hizo el menor comentario ni se ofreció a ayudarme. Era asunto mío en exclusiva, a menos que me decantase por lo contrario.

—¡Gregory! ¡Caspian! ¡Gregory! ¡¡¡Gregory!!!

Ante mi sorpresa, en una ventana próxima asomó una cabeza y alguien contestó «¿Sí?». Se trataba de un joven que se me quedó mirando.

—Hola —dijo—. ¿Le conozco?

—Creo que no —repliqué, confusa—. ¿Quién eres?

—Gregory.

—Ya. Bueno… no eres al Gregory a quien llamo.

—Se ha quedado fuera, ¿verdad? ¿O es que suele recorrer las calles con pijama ajeno?

—Sí… quiero decir no. Bueno, me he quedado fuera.

—Le abriré para que pueda llamar por teléfono. Supongo que el otro Gregory tendrá teléfono.

—Sí. ¡Buena idea! Gracias. Voy en seguida. ¿Dónde vives exactamente?

—Supongo que al lado mismo del Gregory n.º 1. Chisolm Road, 25. Es el timbre que dice Arundel.

Gregory Arundel me esperaba en el umbral cuando rodeé la esquina. Era un joven alto, espigado, sonriente y guapo como él solo. Comprendí en el acto que tenía que ser modelo. Nadie que trabajase en otra cosa podía ir tan elegante a las siete y media de la mañana. Además, estaba totalmente vestido, con un traje oscuro de corte exquisito.

—Acababa de llegar —dijo a modo de saludo—. Por eso la oí.

—Qué tal… Eres muy amable. Soy Anne Cumming.

Nos dimos la mano formalmente. Me condujo escaleras arriba hasta un piso reducido.

—El teléfono está ahí. ¿Le apetece desayunar algo?

—No… ven tú a desayunar con nosotros… si es que puedo despertar a esos dos.

Marqué el número mientras hablaba. Fue Caspian quien respondió aún adormilado. Le expliqué la situación.

—Ahora bajo a abrirte —dijo—, pero no sé dónde he puesto el pijama.

—Lo llevo puesto yo.

—¡Pues estamos buenos! ¿Qué hago yo ahora? ¿Ponerme tu ropa?

Me eché a reír.

—¡Ponte una toalla de baño!

—Estamos en enero —replicó un poco malhumorado—. Vaya manera de empezar el día.

Repetí al Gregory recién conocido que me acompañase y desayunamos todos juntos exhibiendo nuestras progresivas desnudeces, excepción hecha de Gregory, el Buen Samaritano, que, como es lógico, seguía con su traje oscuro traje de etiqueta.

—Te llamaré Gregory el Bueno —le dije—. Me has salvado la vida. De no ser por ti, habría muerto de frío o me habría detenido la policía por alterar el orden público. —Se rió. Tenía esta simpática costumbre. Se reía de todo lo que yo decía.

—O sea que yo paso a ser Gregory el Malo por habérsete cerrado mi puerta —dijo el Oso Ruso, vestido ya, mientras se ponía las pinzas de ciclista y se disponía a marcharse al trabajo—. ¡Puta jodida! No abre puerta que no se cierre tras ella.

—Esa es la historia de mi vida —comenté con tristeza—. Todas las puertas se cierran tras de mí.

Me despedí de los tres.

—Pásate por casa cuando quieras —se dijeron ambos Gregory simultáneamente en el umbral. Gregory el Malo se fue con la bicicleta, Gregory el Bueno se fue a su casa a dormir, Caspian se fue a coger el metro y yo volví a entrar para limpiar y lavar los platos. Luego me fui a casa para estar con Rudi.

Acompañé a Rudi a tomar el tren que enlazaba con el barco. No parecía muy contento de abandonar Europa y me pregunté si marcharía bien el lío que tenía con su amigo Tom el neoyorquino. Raramente hablábamos al respecto porque Rudi seguía sintiéndose culpable de haberme dejado y dedicado a la homosexualidad.

—Fueron los años más felices de mi vida —solía decir, refiriéndose a los cinco años que habíamos pasado juntos.

—Tonterías, Rudi —le replicaba yo siempre—. Tú y yo no pegábamos ni con cola. Me alegro de que me dejaras. Ahora lo paso mucho mejor. —No siempre era verdad esto, pero siempre lo decía. El reproche y la venganza son inútiles y siempre negativos—. Me gustaría ir contigo. Hace mucho que no voy a Nueva York —le dije en Waterloo Station.

—¿Por qué no vienes?

—Es demasiado caro. Y no se me ocurre ningún motivo.

—¿No te basta que yo te invite? Me gustaría presentarte a mi amigo Tom.

—¿Y qué más, Rudi, qué más? Ya estoy metida en un triángulo. Y me basta y me sobra.

—Te buscaré un hotel cerca de casa. Si encuentras un vuelo chárter barato, te pagaré el pasaje. Aquí me has sido de mucha ayuda y me gustaría hacer algo por ti.

Así era Rudi: egocéntrico hasta el extremo de ser egoísta un día y generoso al siguiente. Le di un beso de despedida y le prometí meditar aquella inesperada invitación. Aún tenía por delante un mes de vacaciones y no tenía planes concretos. Tal vez fuera buena idea hacer aquel viaje. Tenía ganas de ver a mi amigo Kurt, que vivía en Nueva York.

Gregory el Bueno me llamó por teléfono. Vino a visitarme al claustro.

—Siempre vas elegantísimo —le dije—. ¿Qué tal estás?

Emitió una risa ligera.

—Es que vengo de la permanente y de sufrir un poco.

—No entiendo.

—He ido a la peluquería y luego he estado con mi analista.

—¿Tú? ¿Con un analista? Pero si siempre pareces alegre y contento.

—El año pasado estuve en una clínica psiquiátrica.

—¿Por qué? —pregunté con aparente indiferencia, como si se tratase de algo normal.

—Sufría depresiones. Era incapaz de sostener felizmente una relación amorosa.

—Tú eres gay, ¿me equivoco?

—No, pero no somos tan retozones como se suele creer. Tenemos los problemas emocionales de todo el mundo, más los particulares del gremio.

—Nunca lo había enfocado de ese modo.

Simpatizaba con Gregory el Bueno y comencé a verle con frecuencia. También Gregory el Malo y Caspian simpatizaron con él, por más que fuese su polo opuesto. Había empezado a serles de gran utilidad. Les hacía las compras, pagaba al lechero, les recogía paquetes. Era en realidad el vecino perfecto y lo que más le gustaba de él a Gregory el Malo era que se le podía dominar —manipular— y que siempre estaba sonriendo y riéndose por nada. Además, me vino muy al pelo en la última y atareada semana que pasé en Londres, ya que también a mí me fue de mucha ayuda.

Había decidido aceptar la oferta de Rudi e irme a Nueva York. Era verdad que me debía mucho, pero no fue éste el motivo por el que acepté la invitación. Tenía curiosidad por conocer a Tom, el novio de Rudi. En cualquier caso, el invierno era una temporada floja para el cine italiano. No tenía nada que hacer hasta marzo.

—¿No te da celos que otro hombre haya ocupado tu lugar? —me preguntó Gregory el Bueno cuando le conté lo de Tom y mi viaje a Nueva York.

—Ya no. Sólo siento una ligera nostalgia de una felicidad que recuerdo a medias.

—¿No te molesta la idea de la homosexualidad?

—¿Por qué tendría que molestarme? También a mí me gusta un buen cipote, y no me importa donde me lo metan. Sería muy hipócrita si fingiese escandalizarme porque a otros les gusta lo mismo.

—Ya me gustaría que hubiese más gente como tú, Anne. No tendríamos que acabar en las clínicas psiquiátricas con nuestros complejos de culpabilidad.

—Gregory, te voy a contar un gran secreto. A casi todos los heterosexuales les disgusta el coño. Es el objetivo último, pero en realidad no les gusta. Prefieren las tetas, el pelo, las piernas, unos ojos bonitos, una cara hermosa. Les gusta atenazar a la mujer por la cintura o cogerle los jamones del culo con la mano bien abierta y apretarla contra sí. En realidad no les gusta un primer plano del coño. Muy pocos hombres lo miran siquiera. Pero cuando una mujer desea a un hombre, lo primero que hace es cogerle la polla, a las mujeres no les da miedo.

Gregory el Bueno se rió.

—Eso es lo que a mí me pasa.

—Pues claro. Por eso las mujeres se suelen llevar bien con los maricas. Nos gustan las mismas cosas.

Gregory el Malo no acogió con tan buen talante ni mis ideas ni mi inminente partida. No estaba enamorado de mí, pero le gustaba tener a su disposición una mujer madura. Disfrutaba dominándome, dentro y fuera de la cama.

—No me va a hacer ninguna gracia estar aquí sin ti —me confesó Caspian—. Gregory quiere controlarme. Sé que ésta es su casa y que yo no soy más que un huésped que contribuye a pagar los gastos, pero las noches en que no estás, se pone imposible.

—No puedo quedarme para hacer de catalizadora. En realidad mi vida está en otra parte.

—La mía también. Voy a buscar otro trabajo, algo que me vaya. No puedo seguir pintando decorados ajenos, viviendo en pisos ajenos, jodiendo con mujeres ajenas. Probablemente acabaré en algún pequeño teatro de las afueras de Londres, pero me sentiré más compensado, será más creativo… y me podré casar con Kate.

Nos abrazamos.

—Os deseo mucha suerte a ti y a Kate. Dile que no he abusado mucho de ti, sólo lo justo para sentirme en familia.

No vi a ninguno de los muchachos en los dos o tres días que siguieron. Estuve muy ocupada preparando el viaje, viendo a otros amigos y familiares, yendo al dentista y comportándome como una buena abuela. Fiona se dejó caer por Londres con los niños para pasar un día. Se fue a recorrer tiendas porque quería comprar papel para empapelar las paredes y yo llevé a los niños al Museo de Historia Natural. Caroline se puso a llorar porque no se le dejaba acariciar a los animales disecados y Malcolm no dejó de gimotear porque en vez de estar allí prefería ver los «trenes disecados» del Museo de la Ciencia. Cuando tomaron el tren de vuelta y me despedí de ellos, se me quitó un gran peso de encima.

Sonaba el teléfono cuando abrí la puerta de mi claustro. Corrí a descolgar y me dejé caer en una silla sin encender siguiera la luz. Era Gregory el Bueno.

—Anne, será mejor que vengas en seguida. El otro Gregory ha intentado matar a Caspian.

Por una vez Gregory el Bueno no se reía cuando me recibió en la puerta de la casa de Gregory el Malo.

—No sé qué ha ocurrido con exactitud —dijo sin aliento—, pero cuando Caspian volvió del trabajo, tuvieron una bronca. Ya sabes lo fuerte que es Gregory, y como sabe kárate, Caspian no tuvo la menor oportunidad.

—¿Quieres decir que está muerto? —También yo estuve a punto de morirme del susto.

—No, no. Está en el hospital, recuperándose de la conmoción. Gregory le hizo una llave y estuvo a punto de estrangularlo. Caspian cree que murió de veras, ya que lo primero que recuerda es que le devolvieron la vida por el procedimiento boca a boca. Parece que Gregory se dio cuenta de lo que había hecho y trató de reanimarlo. Caspian salió de estampida, vino a mi casa y se desplomó presa de la conmoción. Llamé a una ambulancia y se lo llevaron al hospital. Entonces te llamé.

Subimos las escaleras hasta el piso de Gregory el Malo.

—¿Tienes miedo, buen Gregory? —le pregunté.

—No; sólo me da miedo la idea de que Gregory el Malo se pueda haber suicidado. Suele ocurrir. El suicidio es otro acto de agresión.

Yo estaba muy asustada, asustada de lo que pudiéramos encontrar en el piso.

—Yo entraré primero, Anne. No tiene nada contra mí.

Me sorprendió el suave, sonriente, alegre dominio de la situación que ostentaba Gregory, y se lo dije.

—Te olvidas de que he estado en un psiquiátrico —dijo—. Estas cosas enseñan mucho.

Llamamos. No sucedió nada, pero alcancé a oír música. Era la Cantata en mi menor de Bach, una de las preferidas de Gregory el Malo.

—No es lógico poner un disco para suicidarse después —dije a Gregory el Bueno.

Volvimos a llamar. Esta vez Gregory el Malo nos abrió la puerta. Estaba en una especie de trance catatónico y más que nunca parecía un osazo ruso infeliz.

Le abracé y le di un beso. Parecía una reacción extraña ante un intento de homicidio, pero es lo que hice. Besé al asesino. Los amigos con problemas siguen siendo amigos. Los que aman siempre necesitan amor.

—¿Qué te pasa, Gregory? —le pregunté, conduciéndole hacia la cama de cojines.

Se derrumbó junto a mí y apoyó la enorme cabeza en mi regazo. Gregory el Bueno se había sentado ante nosotros y encendió un cigarrillo.

—Caspian no quería oír a Bach —fue lo único que se le ocurrió decir.

Me quedé mirando a Gregory el Bueno.

—Creo que todo está bien —le dije con voz suave—. ¿Querrías ir al hospital para ver cómo está Caspian y volver para decírnoslo?

—¿No te importa que te deje sola, Anne?

—No te preocupes. Pero vuelve pronto.

—Anda, dime qué te pasa —pregunté a Gregory el Malo cuando oí que la puerta se cerraba tras el otro Gregory.

Se me quedó mirando. Rudi había tenido razón; tenía los ojos demasiado juntos. Recordaba que incluso mi hermano me había dicho una vez: «Anne, no te fíes nunca de quien tenga los ojos demasiado juntos».

—¿Qué crees que funciona mal en mí? —preguntó Gregory.

—En mi opinión, tardas demasiado en alcanzar el orgasmo —le dije sin darme mucha cuenta—. Estoy convencida de que es síntoma de algo, pero no sé de qué. ¿Por qué no consultas con un psiquiatra?

A menudo tengo una comprensión instintiva de asuntos que desconozco por completo. Bajé los ojos para mirar al joven gigantesco que reposaba en mi regazo. Tras el poblado mostacho a lo Gengis Khan y los modales dominantes había una voz suave y educada. No pegaban ambas cosas.

—Creo que eres el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Construyes cosas y luego las derribas. Hay en ti un impulso de destrucción.

—¿Tienes miedo de mí?

—Sí —respondí—. Te soy totalmente sincera.

—Me gustaría hacer el amor, Anne… es que hace días que no te he visto.

Titubeé y acto seguido tragué una profunda bocanada de aire.

—¿Y qué hago si quieres estrangularme?

—Me hundes los dedos en los ojos con toda la fuerza que puedas y me das una patada en los huevos al mismo tiempo —dijo con toda tranquilidad.

Sonreí y me sentí más relajada; la conversación parecía del todo normal.

Gregory me miraba con fijeza, sin sonreír, y dijo con mucha seriedad y ternura:

—Gracias por recordarme lo que he hecho. Nunca tienes miedo de la verdad, ¿no?

—A menudo, pero procuro que no se note.

Cuando volvió Gregory el Bueno, estábamos desnudos y abrazados. Gregory el Malo se había encogido hasta adoptar una posición fetal y había apoyado la cabeza en mi pecho.

Consideré que, a pesar de todo, lo mejor era marcharme de Londres. Gregory el Bueno había convencido a Gregory el Malo de que ingresara en la clínica que él había abandonado hacía poco. Aunque Caspian no tenía intención de presentar ninguna demanda por agresión homicida, antes de dejarle salir del hospital le habían hecho algunas preguntas delicadas. Le ayudé a empaquetar sus pertenencias y a abandonar el estudio de Gregory. Por suerte tenía ya un trabajo fuera de la ciudad.

—Creo, Anne, que en esto radicó parte del problema —me dijo—. Conté a Gregory que tenía otro empleo y que no iba a continuar en el piso. Sin duda creyó que estaba perdiendo su dominio sobre nosotros.

—¿Qué es esa historia sobre la Cantata de Bach?

—Bueno, después de decirle a Gregory que no tardaría en marcharme, puso el tocadiscos a todo volumen. Luego me preguntó si sabía algo de ti. Le dije que no, que quizá te habías ido sin despedirte; entonces bajé el volumen del tocadiscos. El ruido era ensordecedor. Gregory gritó: «¡No pongas las manos en mi tocadiscos!», y me atizó. Le devolví el golpe y ya no recuerdo nada salvo sus manos en mi cuello. Cuando volví en mí lo tenía encima y me estaba haciendo la respiración boca a boca. Ni siquiera discutimos.

Vi al médico de la clínica psiquiátrica. Gregory era paciente voluntario y se le había dejado ir a casa de sus padres a descansar unos días a condición de que volviese en calidad de paciente externo. Yo había llamado por teléfono a su madre para decirle que había estado con la gripe. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Llamar a una madre y decirle: «Su hijo ha querido matar a su mejor amigo»?

Peter, o Paul, o como quiera que se llamase, se lo tomó con mucha calma. Prometió llamar a todos los amigos de Gregory el Malo y cuidar de él después de mi partida. Gregory el Bueno dijo que pasaría con él un tiempo si hacía falta.

—Es como la Sociedad de Alcohólicos Anónimos —me explicó Gregory el Bueno—. Una vez que has estado en el psiquiátrico, estás dispuesto a ayudar a los demás.

—¿Debería sentirme culpable? —pregunté al psiquiatra.

—No estoy aquí para emitir juicios —me replicó con frialdad—. Sólo para curar. Algo ha disparado la paranoia latente de un joven desequilibrado. La violencia agresiva se vuelve a menudo contra los que más se ama. Creo que una mujer de su edad debería preguntarse por qué se ha mezclado en una situación como la presente. Es posible que la próxima vez le toque a usted. Yo me mantendría al margen durante una temporada.

No iban a ser vientos felices los que me llevasen a Nueva York, pero pensé que lo mejor era sin duda que Gregory el Malo nos olvidase a Caspian y a mí durante un tiempo. Estaba en tratamiento y al final encontraría otra relación que satisfacerla todas las facetas de su compleja naturaleza. Mientras tanto, sus amigos cuidarían de él. Los jóvenes de la última generación se sentían muy responsables unos de otros, según advertí. Les admiraba por ello.

Para despejar el ambiente, estalló otra bomba, esta vez en un buzón de la estación de metro de Baker Street. Todos olvidaron sus problemas personales ante el problema irlandés.

En el aeropuerto londinense, los desbordados agentes de seguridad buscaban bombas y ladrones en vez de frascos ocultos de Chanel n.º 5. Aún circulaba el cartel con la cara del asesino que se buscaba. La Inglaterra de los Alegres Sesenta se acercaba a un desenlace explosivo.