De príncipe judío a poeta irlandés

De príncipe judío a poeta irlandés

Italia, 1972-1973. Inglaterra, invierno 1973

Edad: 55-57

Me encanta una gran ciudad en pleno verano, cuando todos se han ido. A Max no, y por ello fui a París para verle aquel agosto de 1972. Atravesaba una crisis financiera y no podía permitirse el lujo de marcharse. Se alegró de verme, me agradeció que le hiciese de cocinera, ya que casi todos los restaurantes estaban cerrados, y se sintió contento de que me encontrara casi recuperada del todo. Ya podía andar con normalidad absoluta y hasta muy lejos. Mi equilibrio no era muy bueno y tenía los pies aún algo entumecidos, pero había aprendido a que no se me notara. Durante el resto de mi vida tendría pinchazos y hormigueo en los pies, pero solía olvidarme y no los sentía más que cuando pensaba en ello. Por una vez se recompensaba mi repugnancia a pensar.

—Me pregunto si Françoise estará en París —comenté a Max hacia el final de mi estancia.

Françoise y yo nos habíamos escrito de vez en cuando y en las últimas fechas Joseph se había puesto a añadir postdatas a sus misivas. Me había hablado de una muchacha de izquierdas que estaba locamente enamorada de él. Él no parecía locamente enamorado de ella, sin embargo… lo que ocurre es que en ese entonces Joseph sólo estaba enamorado de sí mismo.

—A lo mejor veo a Joseph otra vez. Como ocurrió todo hace tanto tiempo… Siempre procuro mantener el contacto con mis examantes. No me gusta estropear los recuerdos.

Max se encogió de hombros.

—A ti te gusta jugar con fuego. Y no sé por qué.

Max tenía razón. Resolví llamar a Françoise para saludarla, fingiendo que estaba de paso. En realidad sólo iba a quedarme una noche más. Tuvimos una charla agradable y creo que le mencioné el nombre del hotel barato, y próximo a la casa de Max, en que yo me hospedaba. Le pedí dijera a Joseph que me gustaría verle durante mi próxima visita, época en la que sin duda ya estaría casado. Françoise me había dicho que el compromiso ya era oficial.

La única cena que tuve con Max fue muy agradable. Fuimos a un caro restaurante para turistas porque sólo estos locales permanecían abiertos. Volvimos andando por los quais y nos despedimos en el Pont Marie. Me sentí triste al verle partir. En una situación crítica y con una vida sexual acabada, es posible que Max vuelva a ser mi único amor verdadero. A decir verdad, nuestra relación ha durado más que ninguna de cuantas he tenido.

Cuando volví al hotel, encontré a Joseph sentado en el vestíbulo. El corazón me dio un vuelco. Inmediatamente se me quedó tan entumecido como los pies, como si se cerrase para defenderse.

—¿No vas a soltar el bolso para besarme? —me preguntó—. No he podido olvidar aquel día.

El pasado volvió de pronto. El muy hijo de puta; sabía cómo abrir viejas heridas. Habría tenido que echarle del hotel. Pero le hice subir.

La noche que pasé con Joseph me dejó acobardada. No fue exactamente como en los viejos tiempos, y sin embargo lo fue. Nuestros ritmos seguían marchando al unísono. Fue como un nostálgico vals rápido en un bal musette. Cuando me fui el día siguiente, aún oía música de fondo en el corazón como un estribillo angustiado de Edith Piaf. Había sido un error volver a verle tan pronto. Y sin embargo, todo había terminado dos años antes. ¿Cuánto tarda en superarse en serio la enfermedad llamada amor?

—¿Me vas a llevar contigo a Roma? —me preguntó después de hacer el amor y mientras permanecíamos el uno en brazos del otro—. No quiero casarme de ninguna de las maneras.

—Nunca te llevaré a ninguna parte para huir de otra mujer. Si volvemos a vemos, será únicamente porque me busques a mí. Pero no lo hagas antes de los veinticinco. Creces tan aprisa que ya serás un hombre maduro para entonces y me habrás dado alcance. Yo cada día soy más joven.

Lo eché a la mañana siguiente. Se dejó en la mesilla de noche el reloj que la novia le había regalado en Navidad. Se lo envié a Françoise por correo desde el aeropuerto.

Por suerte, Vanessa y los niños habían vuelto de la playa cuando regresé a Roma. Estábamos a mediados de septiembre. Todos vinieron para verme. Matthew, que ya tenía seis años, se instaló como si no se hubiera movido de la casa desde el invierno de nuestro enfado. Recordaba dónde estaba todo, se impuso en la casa como si le perteneciera y me tiranizó más de lo que ningún adulto se hubiera atrevido a hacer. Su hermano de un año se esforzaba por seguirle gateando, irritado por su incapacidad para desplazarse todavía. Los ojillos de Mark relucían de admiración por su hermano mayor y el corazón me rebosaba de amor por ambos. Dejaba que se tomasen libertades que ninguno de mis amantes se habría permitido. Me manipulaban más que ningún hombre.

—Los mimas demasiado —se quejaba Vanessa—. Y luego se me suben a la parra.

Volvió a llevárselos al campo justo a tiempo. Sentí el vacío que dejaron. Necesitaba otro trabajo, me hacía falta otro hombre.

En la industria cinematográfica, como suele suceder, hay períodos sin oferta de trabajo en que, al igual que los actores, se está «descansando». Ahora que volvía a caminar por mi propio pie, lo último que deseaba era descansar, pero no encontraba ningún empleo. Probé con una película de Pasolini, pero éste prefería trabajar con hombres. Luego me dieron un trabajo, pero otra publicista que había trabajado anteriormente con la misma productora amenazó con suicidarse si no volvían a contratarla. Renuncié por las buenas. Sin duda necesitaba yo el trabajo más que ella, pero no iba a pelear por él con otra mujer, y menos con una suicida. La situación económica de Italia era conflictiva y ello había provocado una crisis en la industria cinematográfica. Tal vez tuviese que pensar en otra profesión.

En mi larga vida laboral había hecho muchas cosas. Había estudiado arte dramático pero, como no siempre había trabajo en el teatro, había hecho de modelo y luego entrado en una oficina. Al estallar la guerra, había colaborado con el Servicio de Información británico. Acabado el conflicto bélico, había trabajado para la administración británica en campos más vinculados con las artes. Cuando se hizo trizas mi segundo matrimonio, necesité un cambio de escenario. Dejé Londres y acepté un trabajo de profesora en Italia, donde conocí a Rudi. Gracias a él había vuelto a entrar en contacto con el mundo del espectáculo y me di cuenta de que le había echado de menos. Dada mi experiencia teatral, fue fácil entrar en el mundillo del cine por una puerta accesoria. Casi todos los que trabajaban en el cine italiano eran aficionados de talento, sobre todo los actores. Me puse a enseñarles inglés e interpretación. De vez en cuando me daban pequeños papeles, pero no había muchos papeles para una cuarentona. En aquel momento, al parecer, tampoco había trabajo para una cincuentona.

—Podrías dedicarte al doblaje —me dijo una amiga cierto día—. Tienes una entonación inglesa muy bonita.

—Ese argumento se podría volver en mi contra. El principal mercado de las películas dobladas está en los Estados Unidos.

Por extraño que parezca, aunque la industria cinematográfica naufragaba, el doblaje estaba en alza. Las grandes coproducciones estaban pasando de moda y las películas italianas caseras recibían cada vez más aceptación. Después del auge de los spaghetti-westerns, hubo una fiebre repentina por las comidas italianas, los dramas domésticos italianos, y los miniespectáculos italianos, como la película de Pasolini donde me habían rechazado. Resolví someterme a una prueba de doblaje.

Resultó difícil. Mi problema no era tanto el acento como la sincronización. Me ponía los nervios de punta; como el ping-pong, era demasiado rápido. Había que oír los diálogos originales por auriculares, una rayita roja cruzaba la pantalla cuando había que hablar, se procuraba seguir el movimiento de los labios de los actores y, lo que era peor, se tenía que actuar sólo con la voz. No valía el hacer ademanes ni el confiar en las expresiones de la cara; estas cosas ya estaban en la pantalla. Había que ser una voz sin cuerpo, un orador invisible, pero había que hacer que pareciese auténtico. Yo, sencillamente, no servía; y detestaba estar encerrada en un estudio en sombras todo el día. Me ponía nerviosa y me deprimía.

—Hola, ¿quién es usted? —me saludó cierto día de otoño una educada voz norteamericana—. ¿Qué hace aquí sola en la oscuridad?

Me encontraba en uno de los estudios para someterme a una prueba consistente en doblar a una madre otoñal cuya hija se ha descarriado. Había llegado temprano, estaba sola en el estudio vacío y no me había molestado en encender las luces. Alguien había abierto la puerta y pude ver a un hombre alto perfilado por la luz exterior.

—Soy Anne Cumming. He llegado demasiado pronto porque temía llegar tarde.

—Un detalle muy inglés, por si su acento no me lo hubiese indicado ya.

—¿Importa eso, acaso? Me resulta difícil imitar la cachaza yanqui.

Se echó a reír.

—Lo dice de un modo que parece un nuevo baile.

Entró en la estancia y encendió la lamparita de la mesa del doblador, y pude comprobar entonces que el hombre parecía salido del repertorio de clichés de las adivinas: un desconocido alto, moreno, guapo y misterioso. El cabello le blanqueaba en las sienes y parecía tener cuarenta y tantos, aunque resultó estar muy cerca de la cincuentena.

—Yo soy Martin Greenbaum. Soy su actual director de doblaje. —Se adelantó y me estrechó la mano—. ¿Cómo es que no la he visto antes?

—Soy nueva en este empleo. Trabajo en relaciones públicas, estoy en paro y, como mi especialidad son las películas que se ruedan en exteriores, casi siempre estoy Riera de la ciudad.

Nos sonreímos. Entre ambos comenzó a gestarse una especie de reconocimiento interior, aunque no nos habíamos visto nunca. Creo que ambos pensamos que se trataba del comienzo de alguna cosa, si bien fuimos muy reservados. A nuestra edad, lo normal era suponer que el otro estaba ya comprometido con alguien.

—Bueno, puesto que ya estamos aquí, ¿por qué no empezamos?

Me dio el guión, cogió el teléfono y dijo a los de proyección que pasaran la película. Yo estaba muy nerviosa y todo me resultó muy difícil. Una matrona italiana hablaba en dialecto veinte de cada diez veces. ¿Qué acento tenía que emplear yo y cómo reproducir en inglés aquel chorro de histeria latina?

—Dios mío —exclamé—, esto no es cachaza yanqui, es una danza salvaje con deje mediterráneo. ¿Qué puedo hacer?

—Dele acento de Brooklyn. ¿Sabe imitar el acento de Brooklyn?

—Claro que no. El cockney sí. El de Liverpool, quizá. Aunque creo que debería renunciar ahora mismo, antes de que se presenten los demás actores.

—Lo siento. Los de ELDA no habrían tenido que enviarla para este papel. Habría sido mejor esperar a tener una embajadora británica o una azafata de Boston.

Nos miramos con tristeza, lamentando que todo hubiera terminado antes incluso de comenzar. Apagó la lamparilla y quedamos en la semioscuridad. Los rótulos que indicaban la «Salida» emitían una luz mortecina y de la sala de proyección entraba un resplandor apagado; entonces se encendieron las luces generales. En aquel momento de oscuridad, sin embargo, algo había sucedido y mientras las luces habían estado apagadas nos habíamos buscado instintivamente para tocamos. Le puse la mano en el hombro y le dije:

—Yo también lo siento. Me habría gustado trabajar con usted.

Me cogió la otra mano entre las suyas y replicó:

—La llamaré cuando tengamos algo más adecuado para usted. Se la puede localizar a través de ELDA, ¿no?

ELDA era el sindicato de dobladores y al mismo tiempo una agencia. La habían fundado hacía poco los actores angloparlantes que estaban especializados en este tipo de trabajo. Yo me había afiliado a la organización muy recientemente.

—Sí, claro, aunque en ELDA apenas se me conoce. Pero si se acuerda de mi nombre, me encontrará en la guía telefónica.

—Me acuerdo de su nombre. Anne Cumming. Mi exmujer también se llamaba Anne, aunque de esto hace ya mucho.

Fue como si me dijera algo y al mismo tiempo me formulase una pregunta.

—Yo he estado casada dos veces, y de esto también hace mucho tiempo —dije. Me di cuenta de que aquello no nos daba toda la información que queríamos, de modo que me lancé y añadí—: ¿Vive con alguien en la actualidad?

—De modo inconcreto —dijo—. ¿Y usted?

En aquel punto se abrió la puerta y entraron dos actrices norteamericanas: mujeres de aire duro, borrachas como una cuba y cualquiera de las dos perfecta para el papel que yo acababa de perder. La respuesta que iba a dar a Martin quedó diluida un tanto con su llegada. En realidad, cuando me encontré en la calle, me di cuenta de que no había dicho nada. Me había limitado a poner mis manos en las suyas con confianza, a apretárselas con fuerza, a sonreírle con melancolía y a marcharme.

—Querida, creo que acabo de conocer al Hombre Ideal, pero dudo que volvamos a vemos —dije a Vanessa por teléfono.

—¿Y por qué no vais a volver a veros? ¿Acaso has hecho algo malo, mamá? —Vanessa me llama «mamá» siempre que se le despierta la ternura hacia mí.

—No. Lo que pasa es que creo que no dije ni hice lo que tenía que hacer y decir. Y ni siquiera me acuerdo de su nombre.

—¿No puedes preguntarle a quien os presentó?

—No nos presentó nadie. Coincidimos en unos estudios de doblaje.

—Pues vuelve allí. ¿Por qué no piensas en un pretexto para merodear por el lugar hasta que lo encuentres otra vez?

—Se me ocurre infinidad de pretextos, pero ninguno servirá. A mis años no se puede ir de safari por ahí como una solterona hambrienta de sexo.

—Pues es lo que siempre has hecho, madre. ¿Y qué es eso de «a tu edad»? Es la primera vez que te lo oigo decir.

—Estoy convencida de que es más joven que yo.

Mi hija se echó a reír.

—¿Y desde cuándo te ha preocupado eso?

—Desde ahora mismo, porque tiene casi mi misma edad.

—¡Qué cambio, qué cambio! Por lo que dices, es el hombre que te conviene. Maquina ahora mismo un pretexto para volver donde lo viste antes de que otra te lo quite.

—Ya me lo han quitado. Tiene una relación inconcreta, signifique esto lo que signifique. Es el término que él utilizó.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Nada. No sabe quién soy, ni dónde vivo, ni si vivo sola, ni nada de nada.

—Para la falta que hace… No tardará en saber todo eso y mucho más. En Roma te conoce todo el mundo… y se sabe todo acerca de ti. Cálmate, mamá, que pronto volverás a verle.

No fue así. Pasaron varias semanas antes de volver a encontrármelo. Mi amiga Esmeralda vino a mi casa con él.

A Esmeralda se la conocía por la Princesa Roja. Era una señora de la izquierda liberal y pertenecía a una de las más encopetadas familias de Italia. La había conocido antes de casarme con Charles y, cuando me fugué con él, estuvimos viviendo en su casa. Cuando Charles y yo rompimos años más tarde, me consoló cediéndome a su propio marido para que fuese mi amante. Sola y desconsolada me había ido a vivir a Roma, donde Esmeralda tenía un lío en ese momento con un duque florentino. El marido era complaciente, pero no tenía nada que hacer. Fue reconfortante, pero cuando el duque volvió a Florencia, el marido de Esmeralda tuvo que volver con ella y perdimos todo contacto. Nos encontrábamos de tarde en tarde y yo sabía que ella seguía teniendo amantes, pero no que uno de ellos fuese Martin Greenbaum.

Quería celebrar una gran fiesta el día de mi cumpleaños; cumplía cincuenta y seis. Pensaba ir a Inglaterra para pasar la Navidad con Fiona y supuse que aquélla sería una buena ocasión para congregar a todos mis antiguos amigos. No diría que se trataba de mi cumpleaños. Nunca he mentido en lo tocante a la edad, pero a veces corro un tupido velo ante ella.

Había llamado a Esmeralda.

—Esmeralda, hace años que no te veo. ¿Quieres venir a una fiesta que voy a dar el 14 de diciembre? Tráete a tu marido, claro. También a él hace años que no lo veo.

—Mi marido está fuera, pero, si no te importa, iré con otro. Estoy segura de que te caerá bien. En lo que respecta a hombres, siempre hemos tenido los mismos gustos.

Esmeralda se presentó con un precioso vestido a la turca adornado con joyas de aire exótico. Con ella iba Martin Greenbaum, muy sobrio él con un traje de Brooks Brothers.

—Hola —le dije cuando nos dimos la mano—. ¿Qué tal la cachaza yanqui? —Yo estaba, como es lógico, encantada de verle. Me permití creer que a él le pasaba lo mismo; a fin de cuentas, había acudido a la fiesta sabiendo que yo era la anfitriona.

—He renunciado a la cachaza. Ahora me dedico al vals lento. Estoy escribiendo un libro.

Se perdió con Esmeralda entre el gentío. Había demasiada gente. Yo siempre quiero dar fiestas íntimas y con invitados selectos, pero por lo general terminan convirtiéndose en verbenas donde hay de todo, donde cada cual lleva a quien quiere y donde no conozco a todos los invitados. Vanessa y los niños estaban allí y el pequeño Mark dormía plácidamente en su cuna portátil. Matthew correteaba entre los invitados, abriéndose camino por entre las piernas de todos, incluso metiéndose bajo los muebles. Al final también se quedó dormido bajo una mesilla de servicio. Trataba de sacarlo de allí cuando se acercó Martin Greenbaum para ayudarme.

—Será mejor llevarlo a la cama para que nadie lo pise —dije—. ¿No es increíble que los niños puedan quedarse dormidos en cualquier parte?

—No sé mucho de niños. Me casé muy joven y no duró. No tuvimos hijos.

—¿Y no te volviste a casar?

—No. No me pareció necesario.

Nos miramos interrogativamente, como tratando de sondear los abismos del pasado del otro, incluso los abismos del presente del otro. Me pregunté cuál sería la intensidad de su relación con Esmeralda y si, una vez más, mi amiga estaría dispuesta a cederme un hombre.

Vanessa se acercó en aquel momento, me ayudó a recoger a Matthew y a meterlo en la cama. Lo hicimos sin despertarlo, pero cuando volví al salón no pude ver a Martin Greenbaum. Otros invitados reclamaron buena parte de mi atención y mi tiempo, aunque yo no dejaba de buscarle con la mirada. Al final creí entreverlo y me dio la sensación de que me miraba. Esmeralda consideró oportuno marcharse en aquel instante y fui al dormitorio para coger su abrigo. Martin estaba a mi lado un segundo después.

—¿Podemos volver a vemos? —me preguntó.

—En Navidad me voy a Inglaterra para estar con mi otra hija. Volveré a comienzos de año.

—Te llamaré. Será una manera preciosa de empezar el Año Nuevo.

Las Navidades, más que encantadoras, fueron ensordecedoras. Vanessa y sus hijos se vinieron conmigo a casa de Fiona, y cuatro niños pequeños bajo un solo techo fue demasiado. Los primitos se peleaban a mamporros y la rivalidad fraterna degeneraba siempre en trifulca. A mi yerno siciliano se le había ocurrido que algún día sería un gran compositor y no dejó de dar la matraca con el piano. Charles y su mujer, con gran prudencia, habían resuelto no reunirse con nosotros y se habían ido a esquiar a Klosters. Fue un alivio huir de Inglaterra y volver a Roma en Año Nuevo, aunque, una vez aquí, me sentí vacía. Bruno se había enamorado pasajeramente de una farmacéutica, Evaristo se encontraba en los Estados Unidos, mi diplomático había sido trasladado a Bonn, mi camionero estaba en alguna carretera de Bélgica y Charles y su mujer seguían esquiando. Me puse a buscar un nuevo trabajo cinematográfico.

Me ofrecieron dos: uno lo rechacé porque no soportaba la idea de trabajar con actores borrachos y el protagonista era alcohólico; el otro se fue al diablo por falta de fondos. Enero, en cualquier caso, es un mes flojo para la industria del cine. Mi vida en general parecía aflojarse, pero es posible que en ello consista la madurez. Tenía ya cincuenta y seis años y debía afrontar el hecho de que tanto los empleos como los hombres se iban a poner cada vez más difíciles. Procuré concentrarme en la redacción de mi libro, pero me resultaba desesperante estar sin más compañía que una máquina de escribir y los propios pensamientos, después de una vida tan movida y ajetreada en el cine. No podía decir que me sintiese sola; tenía una vida social intensa y muchos amigos. Incluso disfrutaba de las horas en que estaba sola: era una nueva experiencia. Pero en cierto modo quería compartir con alguien incluso dicha sensación de soledad. Entonces oí una voz como venida del cielo e hízose la luz nuevamente en mi vida.

—¿Qué tal? Busco a alguien que sepa imitar la cachaza yanqui. Quiero ir a bailar esta noche. —Era Martin Greenbaum.

—Hace mucho que no bailo —fue lo único que supe decirle.

—Pero te gusta bailar, ¿no?

—Claro que sí. Y tú también me gustas. Creo que es una buena combinación.

A decir verdad, fue la combinación perfecta. Martin era un bailarín estupendo, un guía excelente y un hombre dulce y afectuoso. Celebramos su quincuagésimo cumpleaños aquella noche.

—Me gustaría hacerme a mí mismo un regalo. ¿Querrías serio tú? Los hay que dan mucha alegría y duran lo indecible.

Sonreí ante aquella idea al recordar mi propio quincuagésimo cumpleaños y al mancebo que me había regalado mi amigo el gordo. No había durado mucho, como tampoco Jean-Louis, aunque aún seguíamos en contacto. Claro que los papeles se habían trocado. Esta vez el regalo era yo.

Me entregué a Martin aquella noche sabiendo muy bien lo que hacía. Aquel hombre no era un capricho más de mi hábito erótico. Era por fin un pretendiente idóneo, un hombre definitivo. Y él parecía sentir lo mismo respecto a mí.

—Eres la mujer en quien siempre he pensado —dijo—. Te agradezco que por fin te hayas hecho realidad.

Comenzó a ser mi Hombre Definitivo y yo su Mujer Hecha Realidad, y así nos llamábamos. Entablamos una relación casi doméstica. Aunque ninguno de los dos quería casarse otra vez, la relación se volvió más matrimonial de lo que habíamos previsto. Acababa de cambiarse de casa y le ayudé a amueblarla. Cuando llegó la primavera, me compró rosas para la terraza y me ayudó a ponerlas en macetas. Repartíamos el tiempo a partes iguales entre los dos pisos, aunque no pasáramos juntos todas las noches. No queríamos que fuese así; estábamos acostumbrados a la independencia.

Era interesante volver a tener una relación tan completa con un hombre de mi misma generación y de idéntico pasado cultural. Martin procedía de una buena familia judeonorteamericana. Después de estudiar en Berkeley, California, había pensado trabajar en la universidad. Se había casado con una compañera de estudios, pero el matrimonio había sido breve. Obtuvo un empleo administrativo cuando se licenció, pero no se llevó a la esposa consigo a Washington. Se divorciaron y a él lo trasladaron a Europa. Había trabajado en varios países europeos. Hablábamos los mismos idiomas; habíamos estado en los mismos lugares, tanto literal como figuradamente. Nos complementábamos, en la cama y fuera de ella. Era un amante tierno y comprensivo. Sus manos eran muy sensibles. Mi furia sexual era mayor que la suya, pero me la contenía por él. Raramente hacíamos el amor salvo por la noche en la cama. No le gustaba la sexualidad oral, pero sus manos acariciaban tan bien como cualquier lengua. Sin embargo, a veces echaba de menos el frenesí y entusiasmo de mis amantes más jóvenes.

—Compórtate según la edad que tienes, Anne —me decía con una sonrisa cuando en ocasiones esperaba que él se condujese como uno de los muchachos impetuosos a que me había acostumbrado, y hacíamos el amor a deshoras y en los sitios más insólitos.

—Envejecer es absurdo —me quejaba yo—. La dinámica sexual de una mujer no siempre está influida por la edad.

—Bueno, la del hombre suele estarlo. Tenemos que aprender a complementamos en la cama, de lo contrario seremos desdichados fuera de ella.

Así aprendí a disfrutar de un ritmo erótico más pausado. Era la primera vez que afrontaba conscientemente el aspecto físico del amor. Anteriormente me había dejado llevar y aceptaba por igual los puntos altos y los bajos.

Nuestros amigos vieron con buenos ojos nuestra relación. Éramos una pareja perfecta, y por lo que parecía, nos llevábamos tan bien con los demás como entre nosotros. Sólo unas cuantas cosas no podíamos compartir. Martin estaba muy interesado en Krishnamurti, que por entonces vivía en Roma. Me llevó a verle en algunas ocasiones, pero no encontré respuesta a ninguna de las preguntas que yo tenía planteadas, y Martin siguió yendo solo. Nos encantaba la idea de tener intereses distintos del mismo modo que disfrutábamos de los placeres que compartíamos.

Otro de los intereses exclusivos de Martin era el esquí.

—¿Te gusta esquiar? —me había preguntado al comienzo de la relación.

—Sí —respondí con nostalgia—, pero la enfermedad que tuve me lo ha vetado para siempre.

—Es verdad. Siempre me olvido. Sobrellevas tan bien tu pequeña incapacidad que es imposible darse cuenta.

—Menos mal que a mi edad no se espera que salte, brinque y haga piruetas; gracias a eso, puedo ocultar los inconvenientes físicos con una conversación dinámica.

En realidad, la fuerza de las manos seguía siendo relativa, y aún sentía en los pies una ligera parálisis. Mi sentido del equilibrio era defectuoso, pero había aprendido a no exigirme demasiado. El esquí estaba descartado, sin apelación posible.

—Pero ve a esquiar cuando te apetezca —le había alentado yo—. A mí me gusta ir a Sperlonga incluso en invierno. Y me encanta que Vanessa y los niños pasen el fin de semana en Roma.

Así, unas veces se iba solo a las montañas y otras pasábamos los fines de semana en Roma o Sperlonga. Martin no tenía hijos, pero disfrutaba con mis nietos cuando se dejaban caer por casa. Se trataba de uno de los placeres compartidos. Poco a poco, fui notando que en mi interior se afianzaba un sentimiento de camaradería y seguridad. Por desgracia, no duró mucho.

—¿Te importa si me voy a esquiar unos quince días por Semana Santa? —me preguntó Martin—. Hay una estación en Francia que me gustaría visitar.

Nos conocíamos en sentido bíblico desde hacía tres meses, aunque parecía mucho más tiempo, quizá porque habían transcurrido casi seis desde que nos viéramos en los estudios de doblaje.

Me di cuenta de que en ningún momento me sugería que le acompañase. Yo había soñado en pasar con él un largo puente de Semana Santa en Sperlonga y hacer además un viaje más al sur con el coche. Ninguno de los dos conocía Calabria y habíamos hablado acerca de recorrerla juntos. Me lo tomé sin embargo con calma.

—De acuerdo, querido, ve. En cualquier caso, yo no podría estar fuera dos semanas.

Era mentira. Podía hacerlo y Martin lo sabía. Es posible que la continua compañía le abrumase a él más que a mí. ¿Me había estado engañando a mí misma a propósito de que aquel era el romance perfecto? ¿Había caído otra vez en el cuento de hadas del Príncipe Azul y el Vivir Felices y Comer Perdices con que me habían educado? Qué equivocados estamos al educar a los niños con estas fantasías. A los niños habría que prepararles para las dificultades futuras y para el hecho incontestable de que sólo una de cada cien historias sale bien. Los Príncipes Azules no están en ningún sitio, sino que se les convierte en tales. ¿Estaba convirtiendo yo a mi Hombre Definitivo en algo que no era? Y, cosa que aún me importaba más, ¿en qué me había convertido él?

—Martin, si hubieses de puntuar a la amante perfecta, ¿qué calificación me dadas?

—De diez puntos, te daría nueve —respondió en el acto.

—¿Qué me falta? ¿Qué hago mal?

—No te falta nada. Por el contrario, tienes demasiado.

—¿Qué quieres decir?

Estábamos en la cama. Había elegido la ocasión con cuidado. Acabábamos de hacer el amor y estábamos muy relajados y alegres. Me miró con afecto pero con aire burlón.

—Eres un plato muy fuerte, Mujer Hecha Realidad. Eres vibrante, dinámica, magnética, y a veces es difícil estar a tu altura.

—¿Y eso es malo? ¿Realmente malo?

Sonrió, aunque al mismo tiempo parecía confuso. Detestaba las discusiones de índole personal, cosa que yo sabía. Tal vez estuviera siendo demasiado franco.

—Por supuesto que no. Y ahora, apaga la luz y duérmete. Estoy muy a gusto contigo. ¿No te basta?

No respondí. Me limité a abrazarle con fuerza y al final caí dormida con la nariz hundida en su cuello. También él me abrazaba, pero no con tanta fuerza: claro que siempre hay diferencias de intensidad en la conducta de dos personas.

Cuando volvió Martin después de Semana Santa, estaba tan afectuoso como de costumbre —acaso más—, pero nuestra relación había cambiado. Pensé entonces que se debía a que era yo quien se lo tomaba sin mucho entusiasmo; y es que me esforzaba deliberadamente por reducir mis energías vitales para que estuviesen a tono con las suyas.

—¿Estoy ya en una longitud de onda mejor? —le pregunté un día—. ¿Soy menos exigente?

Se echó a reír.

—Pero ¿qué es lo que haces? ¿Programarte como si fueras un ordenador? Relájate, mujer, compórtate como un ser humano. Lo que más me gustó de ti es que eras muy humana.

Pasé por alto el tiempo verbal empleado. Las mujeres nos alimentamos de espejismos, y como yo quería ser feliz, era feliz. Martin iba y venía con la misma frecuencia que antes, y si había cambiado la calidad de nuestras relaciones, yo lo atribuía a su edad y a su carácter. La luna de miel había pasado y no había que esperar pirotecnias continuas.

Pese a todo, no podía dominar la sensación de que algo no iba del todo bien.

—Martin, ¿te has cansado de mí sexualmente? —le pregunté una tarde.

—¡Pero si acabamos de hacer el amor! ¡Vaya una pregunta tonta! —Parecía realmente asombrado.

—Sí, pero ahora casi nunca te quedas a pasar la noche conmigo.

—Estoy ocupado. Estoy preocupado. La película en que estoy trabajando es un coñazo. Ten paciencia, cariño. No te tomes siempre las cosas de un modo tan personal. Necesito tener un margen de libertad.

Me dije que la madurez era así, que en ella había más sentido de la camaradería que de la pasión.

—Es el período de adaptación, mamá —me dijo Vanessa cuando le hablé de ello—. Mis hijas son mucho más maduras que yo; saben razonar.

Pasaron un par de meses bastante satisfactorios. Yo trabajaba en otra película en los estudios Palatino, situados detrás del Coliseo. Quedaban de camino de dos de los principales estudios de doblaje, por lo que Martin me iba a recoger después del trabajo. Aún hacía calor y comíamos en la terraza de las muchas trattorie que instalaban sus mesas sobre los adoquines y las acotaban con bojes y grandes sombrillas. Se presentía el verano. Nos pusimos a hablar sobre pasar unas vacaciones en Grecia. Unos amigos se habían ofrecido a dejamos una casa en Hidra en agosto. La relación parecía asentarse.

De pronto, en cierto momento de junio, Martin hizo un viaje rápido y misterioso a París.

—Quiero ver a unos dobladores franceses porque a lo mejor, en otoño, tengo una película para ellos —me explicó Martin.

—Nunca me has dicho que conocieras a nadie en París. Max podría ayudarte. Conoce a todo el mundo. Le llamaré.

—Es igual, no te molestes. Parece que todo está ya arreglado.

—Quiero que conozcas a Max, que seáis buenos amigos. Los dos hombres que más quiero en el mundo tienen que llevarse bien.

—No estés tan segura. A lo mejor me entran celos.

Nos echamos a reír y Martin me dio un beso. Pese a todo, no fue a ver a Max. Parecía distraído cuando volvió de París, pero pensé que a lo mejor el viaje de trabajo no había dado el fruto apetecido. No quiso hablar del asunto bajo ningún concepto y lo dejé estar. Max me escribió diciéndome que Martin le había telefoneado, con más educación que cordialidad, y, en consecuencia, no había insistido para que se encontraran. «Tu nuevo novio parece un poco evasivo», comentaba Max. No le enseñé la carta a Martin.

Volvimos a discutir los planes veraniegos a principios de julio. Yo tenía interés en que nuestros amigos supieran si íbamos a ocupar la casa.

—¿Por qué no vas tú sola? —dijo Martin—. A mí me apetecería irme solo de cámping en agosto, para descubrir La Camargue, por ejemplo, y luego asistir al seminario que dará Krishnamurti en Suiza.

Sufrí una sacudida. Había pensado pasar con él el mes de agosto. Iba a tener un período de asueto entre dos trabajos y los de Martin nunca duraban más de dos o tres semanas seguidas. Lo habíamos planeado todo concienzudamente.

—¿Acaso atraviesas una crisis mística? —le pregunté.

Me sonrió y me dio un beso.

—No trates de saberlo todo acerca de tu Hombre Definitivo. Limítate a tener fe.

Yo tenía fe. Se conducía conmigo de un modo particularmente tierno por entonces y no me costaba mucho creer que todo iba a salir bien.

Una noche de fines de julio me dijo que sus amigos los dobladores de París habían llegado para una breve estancia en Roma. Estaría muy ocupado con ellos durante unos días.

—¿Por qué no te los traes una tarde para tomar una copa en la terraza?

—No. Son unos pelmazos y no quisiera que cargaras con ellos.

Por aquellas fechas se presentaron Vanessa y los niños, que se dirigían a Sicilia para pasar las vacaciones de verano junto al mar. Era lógico que no me inmiscuyera en los asuntos laborales de Martin si yo también iba a estar ocupada con mi familia. Vanessa se iba a marchar el viernes y yo pensaba pasar la noche del sábado con Martin.

Cuando llegó el sábado, Martin me explicó que también sus amigos iban a irse y que aquélla era la última noche que pasaban en Roma. Tenían entradas para la ópera y les sobraba una para él.

—A ti no te gusta la ópera, ¿verdad? —me preguntó Martin para consolarme.

Era cierto que no me gustaba la ópera, pero daba la casualidad de que el responsable de los decorados de aquélla era un antiguo amigo mío y tenía interés por verlos. Resolví ir en el último minuto con mi amiga Franca. Fuimos a las Termas de Caracalla en autobús. No tuve tiempo de decir a Martin que iba a ir.

Las óperas que se representan en Roma el aire libre se hacen en las antiguas termas romanas. Se trata de un amplio recinto dividido en varias zonas. No esperaba ver a Martin, ya que el lugar era tan grande que había muy pocas posibilidades de coincidir con él.

Franca y yo nos habíamos sentido muy contentas de volver a vernos. No tengo muchas amigas, pero a las que tengo las quiero mucho. Franca estaba tan interesada como yo en ver los decorados de mi amigo, enviados desde Verona, en cuya Arena se habían exhibido ya.

—Mira, si es Martin —dijo en el descanso. Habíamos salido a estirar las piernas—. ¡La chica que le acompaña es preciosa!

Martin estaba en el bar con una muchacha rubia. Le tendía un vaso en aquellos instantes; parecían estar solos. Cuando chocaron los vasos para brindar, la chica se echó a reír. Martin se inclinó y le dio un beso. Sentí todas las reacciones tópicas. El corazón me dio un vuelco, se me encogió el estómago. Pero estaba decidida a que no se me notara.

Martin no supo nunca que le había visto en la ópera. Al día siguiente me dijo que sus amigos se habían marchado de Roma, por lo que deduje que la muchacha se había ido. Resolví no decir nada. Continuó nuestra vida en común, aunque la sexualidad de redujo al mínimo.

Ordenaba su estudio varias tardes después cuando encontré unas fotos de la estación de esquí que Martin había sacado en Semana Santa, mientras estuvo de vacaciones en Francia. Allí estaba la chica rubia, agitando la mano desde un telesilla. Lo que sentí no fue sólo un arrebato de celos, sino también tristeza por la hipocresía de todo aquello. No me cabía la menor duda de que la chica vivía en París y de que la misteriosa visita de Martin en junio había sido para verla. ¡Si al menos me lo hubiera dicho! Yo había sido del todo sincera con él en lo relativo a mi vida sexual.

Tuve el deseo repentino de ver a Esmeralda, así que, sin pensármelo dos veces, la llamé. No me sentía culpable por haberle quitado a Martin, ya que él mismo me había dicho a menudo que, cuando nos conocimos, su relación con ella era ya agua pasada.

—Martin me engaña —le dije mientras tomábamos un café en el Café Greco—. ¿Te la pegaba a ti también?

—Claro; contigo.

—¿Quieres decir que vuestra historia no había terminado cuando te presentaste con él en mi casa? Siempre me ha dicho que prácticamente le habías dado ya la patada.

—¿Y tú sigues creyendo a los hombres cuando te dicen esas cosas?

—Bueno, esta vez sí. Sobre todo porque tú y yo nos conocíamos tanto que pensé que si de verdad no te querías deshacer de él, me llamarías para quejarte. Recuerda que me prestaste a tu marido hace años, cuando yo acababa de dejar a Charles. —Nos echamos a reír al recordar aquello. Daos tiempo y acabaréis riéndoos de todo.

En aquella ocasión, sin embargo, no estaba yo para demasiadas risas. Me sentía herida y traicionada. Quería a Martin de verdad. Lo que me destrozaba no era sólo la herida del presente, sino también el dolor pasado. Todas las emociones olvidadas y que se remontaban a la época en que Charles me había dejado y Rudi había huido de mí salieron otra vez a la superficie. Me puse a llorar. Allí, en el Café Greco, las lágrimas me arrasaron las mejillas.

—Ya pasará —dijo—. ¿Recuerdas que todo pasa?

—Cuesta por lo menos dos años superar un amor de verdad —dije gimiendo.

—Pues no me había dado cuenta de que te costase tanto —comentó Esmeralda con ironía.

—Bueno, la verdad es que empiezo por coger el sueño más pronto —admití entre sollozos—, pero el dolor por la traición sigue ahí, y a veces para siempre.

—Consuélate pensando que hemos sido muy afortunadas por tener tantos hombres que nos traicionaran —dijo Esmeralda con leve sonrisa—. Hay mujeres que tienen que contentarse con un solo hijo de puta para toda la vida, y eso sí que es un aburrimiento.

Me quedé mirando a Esmeralda y también yo sonreí, aunque aún tenía las mejillas húmedas de lágrimas.

—Gracias, Esmeralda —dije, abrazándola con afecto—. Las mujeres son mucho mejores que los hombres; tanto que me habría gustado ser lesbiana.

—¿Por qué no pruebas?

—Mi conducta tiene ya unas pautas demasiado fijas. Tengo cincuenta y seis años.

—Alégrate entonces de tener aún un hombre capaz de serte infiel —me dijo con resolución—. Somos ya abuelitas, Anne.

—Bueno —objeté con coquetería—, nunca pienso en esas cosas. La única forma de mantenerse joven es no pensar nunca en la propia edad.

—¡No lo digas de manera tan pedante!

Rompimos a reír y volví a abrazarla.

—¿Crees que las amantes son mejores que los amantes, Esmeralda?

—No —contestó Esmeralda—. Pero duran más.

Pasé una mala época, aunque no volví a llorar. Oculté el dolor, incluso ante Martin. Era absurdo decirle nada. Era evidente que a Martin le disgustaban las peleas y hacía lo posible por evitarlas. Aunque personalmente prefiero una ruptura clara y una toma de postura tajante, no hay por qué imponer a los demás las propias reglas. Martin se sentía culpable, de ello no me cabía la menor duda, y yo no podía esperar que de buenas a primeras se convirtiera en anglicano. No habría ruptura tajante, sino que nos iríamos distanciando poco a poco y educadamente.

Y eso fue lo que ocurrió. Todo había sido demasiado lógico y siguió siendo así. Quizá radicaba aquí el problema. Todo había sido ideal, fácil y acomodable. Los grandes amores necesitan obstáculos.

Mi Hombre Definitivo hizo el equipaje y se fue de camping a La Camargue. No me cabía la menor duda de que la guapa rubita se metería allí con él en su saco de dormir: todo muy rejuvenecedor para un hombre mayor.

Mi amigo Kurt me dijo una vez: «No hay finales para ninguna historia». Aquella vez me pareció que no lo había hecho del todo mal. No la dimos por terminada; pero sabíamos que se había acabado. Nos despedimos como si hubiéramos de volver a vemos en septiembre, sabiendo no obstante que, de ser así, probablemente sería ya sobre una base distinta.

En realidad no volvimos a coincidir en Roma hasta la primavera siguiente. Resultó fácil volver a verle después de un período de seis meses y sentir sólo una amistad cordial; todo fue lógico hasta el final. Martin y la rubia francesa se habían prometido mientras tanto, iban a casarse y la chica se había trasladado a Roma. Nos llevamos muy bien, aunque ella me pareció una persona más bien intransigente y experimenté cierto temor por Martin. Mis sentimientos hacia él ya se habían vuelto maternales, cosa que ni siquiera solía sentir en relación con mis amantes jóvenes. Las circunstancias y el carácter pueden más sin duda que la diferencia de edad.

Pasó otro año, llegó otro agosto y una vez más estaba sola. Ya era tiempo de cambiar de país, me dije. Tenía que pasar la revisión anual en el hospital londinense y además me habían ofrecido quedarme en Londres para supervisar una película italiana sobre una chica que se va de casa y cuya madre viaja a Londres en su busca. Estaba segura de que me surgiría otro amante, y así fue. Un clavo saca otro clavo, como muy bien dicen los italianos. Se trataba más bien de un clavo oxidado, pero sirvió igualmente. Era joven, muy joven. Creo que no hubiera vuelto a reincidir con adolescentes si no me hubiera acabado de rechazar un hombre mayor; pero la historia se repite y cometemos los mismos errores una y otra vez. Mi hábito de amar se estaba volviendo una adicción.

Fue encantador estar de vuelta en la hermosa y querida Inglaterra. Nada había cambiado esta vez. Llovía, estábamos en septiembre de 1973, había más asesinatos sensacionalistas y los irlandeses seguían creando problemas. En el metro había carteles que decían: «Si ve un paquete o una bolsa abandonada en el vagón, no lo toque. Tire de las alarma cuando el tren se haya detenido en la siguiente estación. Invite a los restantes usuarios a abandonar el vagón». Londres había dejado de moverse y comenzaba a estancarse.

Caspian y Kate se habían casado, Gregory el Malo vivía muy feliz con otra novia, Gregory el Bueno seguía sin compromiso y yo seguía sin saber distinguir a Peter y Paul. Apenas si pude reconocer a mis nietos ingleses, tanto habían crecido. Caroline estaba ya en la etapa del uniforme de gimnasia y Malcolm llevaba pantalón largo y gorra escolar. Tenían ocho y diez años respectivamente, y yo iba a cumplir cincuenta y siete. Era la primera vez que volvía a Londres después de la muerte de Grant. Resolví llamar a su padre.

—Hola, Papá. Soy Anne Cumming.

—¡Anda, Lady Anne! ¿Cómo le van las cosas?

—Muy bien, Papá, muy bien. Estoy en Londres porque tengo un trabajo que durará tres semanas. ¿Le apetecería venir a verme de vez en cuando? He alquilado un piso cerca de Oxford Circus.

—Véngase aquí, muchacha. Le haré uno de mis pasteles y verá la casa de Grant. Conservo su cuarto tal como él lo dejó, aunque a lo mejor se la alquilo a alguien dentro de nada. A veces me siento un poco solo, pero la vida debe continuar, ¿no cree?

Papá parecía alegre y contento de oírme: no hubo en ningún momento el menor rastro de reproche o lamentación. Me invitó a tomar el té el domingo en Hackney y yo tomé el autobús número 22, que me llevó por ciertas zonas de Londres que no había visto en mi vida. Tenía curiosidad por ver el piso de protección oficial donde en cierta ocasión se me había invitado a vivir, y que Grant, en la imaginación, había llenado de hermosas antigüedades.

Papá me recibió en la puerta con un abrazo y una sonrisa. El piso estaba en un bloque moderno e inhóspito de viviendas municipales, aunque algunos vecinos tenían jardinera de ventana y Papá cultivaba en la suya una planta medicinal llamada consuelda.

—Pase. Le he preparado uno de mis pasteles favoritos.

Nada más entrar en el pequeño recibidor, fue como penetrar en una mansión imponente. Grant no había fantaseado; la casa estaba llena de hermosas antigüedades. Papá me enseñó la habitación de Grant. Había en ella una cama de columnas.

—Pero ¿de dónde ha sacado usted esa joya? —no pude por menos de exclamar.

—Soy ebanista de primera, muchacha. A veces me regalan muebles que los dueños creen que no vale la pena reparar. Yo los arreglo entonces y los pongo en cualquier parte.

—¡Papá, es usted un restaurador fabuloso!

—Se dice que soy uno de los mejores de Londres —contestó con orgullo—. ¿Ve esas sillas? Estaban hechas astillas. Me costó una barbaridad juntar todos los pedazos, pero valió la pena.

Comprendí así de qué modo había juntado Grant todos los pedazos de su vida de fantasía, con el mismo esfuerzo que su padre en la realidad. Había dormido en aquella cama de columnas y cambiado de nombre para que su imagen estuviera a tono con lo que le rodeaba; pero el resto de su vida no había podido acomodarse. Yo hacía siempre lo contrario. Viajaba y hacía que cuanto me rodeaba se ajustase a mi imagen: era un método más cómodo y práctico. Siempre que me iba fuera me llevaba mi reloj de estilo georgiano, fotos en marco de plata y dos cajitas antiguas de Battersea. Se encontraban ahora en una mesa del piso anónimo, moderno y amueblado que había alquilado, junto a algunos libros de poesía.

Comimos un pastel más bien pesado, hecho con harina de trigo integral y dátiles: muy nutritivo. Papá era un gran hombre en todos los aspectos. Le convencí de que alquilase la habitación de Grant a otro estudiante para tener así a alguien a quien mimar y a quien quizás enseñar su oficio. Ya era bastante tarde cuando me fui y Papá me acompañó hasta la parada del autobús. Me había encantado la visita; Papá era maravilloso. No había dejado que me sintiera culpable ni nostálgica respecto a Grant, aunque a veces me preguntaba si el volver a ver a Papá no me llevaría a ligarme al primer adolescente que viera y que me recordase a Grant.

Volvía andando a casa cierta noche, a hora ya avanzada, tras haber estado en el teatro, cuando vi un espantapájaros apoyado en una farola. Aquella imagen rural en el desierto de la noche urbana se me antojó tan insólita que crucé Oxford Street para verla más de cerca. Era una de esas noches que sólo los ingleses saben inventar, en que el viento frío y la lluvia se confabulan para que se le estremezca a una hasta la médula de los huesos y hasta los más jóvenes cojan reumatismo. Yo volvía a casa andando porque cuando llueve nunca se ve un taxi.

El espantapájaros era en realidad un joven de carne y hueso, en pie y con los brazos abiertos, vestido con una gabardina negra y empapada y tocado con un chorreante sombrero de fieltro. Hasta sus largas pestañas negras estaban perladas de gotas de lluvia, y a la luz incierta que nos rodeaba advertí que tenía los ojos más azules que había visto en mi vida. Miraba al cielo con la cara brillante de humedad.

—Pero ¿qué haces? —le pregunté sin poder contenerme.

Bajó la mirada hacia mí, aunque mantuvo los brazos abiertos.

—Quería saber qué se siente cuando le crucifican a uno —respondió con ligero acento irlandés.

—No creo que sea ésta una noche apropiada para un experimento así —dije, sorprendida aunque intrigada—. Además, a la gente no se la solía crucificar con sombrero y gabardina. Por lo general se la desnudaba.

—Es que hace mucho frío —dijo con lógica aplastante—. Además el sombrero y la gabardina son las únicas cosas que me dejó mi padre. Murió la semana pasada.

Hizo una pausa, sin duda esperando una reacción que yo por mi parte no experimenté. Entonces añadió:

—No tengo casa. Esperaba el último autobús de la Línea Verde, rumbo a ninguna parte, pero creo que ya ha pasado.

La farola era también, en realidad, una parada de autobuses. Miramos juntos el horario. Hacía más de media hora que había pasado el último autobús. El instinto maternal litigó con el sentido común. El joven daba pena, parecía inofensivo y tenía un aire de lo más poético.

—Anda, vente a mi casa; dormirás en el sofá de la salita.

Bajó los brazos, se sacudió como un perro mojado y de debajo de la manga, en la muñeca izquierda, le salieron dos pinzas de ciclista, a modo de pulseras. Me dio las gracias y se cobijó bajo mi paraguas.

—¿Tienes bicicleta? —le pregunté, mirándole las pinzas.

—La vendí —replicó— para comprar las flores del entierro de mi padre. No hay entierro sin flores, ¿verdad que no?

—Creo que no —contesté, sin saber qué decir a continuación.

No había tenido necesidad de preocuparme. Parecía muy tranquilo.

—Me gusta el amarillo de su paraguas —dijo, cogiéndome del brazo—. Es como un rayo de esperanza en Oxford Street. Una mujer capaz de encontrar un paraguas amarillo en un mundo gris es digna de conocerse. Me llamo Desmond O’Reilly. ¿Y usted?

Notas del Diario. 20 de septiembre de 1973.

No se ha acostado en el sofá de la salita.

Echado, parece aún más alto, y está tendido en la cama en sentido diagonal, con los brazos otra vez abiertos, en posición de crucificado, que por lo visto es su favorita. Esta vez está desnudo… salvo de las pinzas de ciclista, que aún le ciñen la muñeca y que se niega a quitarse. Se ha dormido muy aprisa, luego volveré para acurrucarme a su lado. Huele a jabón y sexo porque antes de metemos en la cama le hice tomar un buen copazo y un baño caliente, y lo sequé como a un niño delante de la estufa. Aquello despertó recuerdos en ambos. También le despertó el largo y delgado cipote que, enhiesto, se curva ligeramente… Yo estaba sentada en una silla en el cuarto de baño, secándole las piernas con una toalla cuando se le levantó exactamente a la altura de mi boca. Al cabo de unos minutos, dijo: «No me gusta correrme así: quiero que tu calor me envuelva totalmente». Terminamos en la cama y se quedó dormido mientras aún la tenía dentro. Salí de la cama con cuidado y me vine aquí para apagar la estufa. Ahora tengo el pecho tan helado como la espalda y tengo que volver a la cama para entrar otra vez en calor.

—¿Dónde estás? ¡Eres mía y me has abandonado! —exclamó el espantapájaros en la otra habitación.

Volví al dormitorio. Seguía echado con los brazos abiertos, con las mantas a un lado y en erección otra vez. Estaba claro que necesitaba calor y amor. Lo pedía con cada palabra y cada ademán. Era demasiado delgado, demasiado alto, un niño superdesarrollado; podían vérsele las costillas. Sólo tenía adulta la polla, que se le movía con orgullosa madurez autonómica. Me puse sobre él y me la metí. Se alzó y me atenazó los pechos. No jugueteó con ellos; se limitó a tenérmelos apretados. Cuando todo hubo terminado, me desplomé hacia delante y me dormí.

Aún no había amanecido cuando desperté y le oí moverse en la salita. Rascó una cerilla y encendió un cigarrillo. Como se había desnudado en el cuarto de baño, que daba al pasillo, saltaba a la vista que había vuelto allí para coger el tabaco del bolsillo de su chaqueta, echar una meada y fumarse un cigarrillo. Le oí pasear por la salita, sin duda porque no quería despertarme ni fumar en el dormitorio. Me arrebujé otra vez, gozando cálida y anticipadamente de su vuelta a la cama, aunque me quedé dormida en el acto.

Cuando volví a despertar, había ya mucha luz, pero el joven no había vuelto a la cama. Le llamé repitiendo sus palabras:

—¿Dónde estás? ¡Eres mío y me has abandonado!

No hubo respuesta. El espantapájaros había desaparecido.

Notas del Diario. Londres, 21 de septiembre de 1973.

Hoy es el cumpleaños de mi nieta. Me he dado cuenta de que me han robado algunas joyas, un reloj, dos cajitas de Battersea y un libro de poesía. Tenía razón respecto de que el joven era poético; pero era también un chorizo. No sé si llamar a la policía.

Mismo día, horas después.

He meditado mucho lo de llamar a la policía. Podría contar la verdad e imaginaba la respuesta. ¿Qué iban a pensar sino que una ninfómana otoñal, muerta de ganas, había recogido a un delincuente juvenil y recibido lo que se merecía? «Habrían podido matarla, señora», añadirían probablemente. La versión policial estaría sin duda más cerca de la verdad que la mía; al fin y al cabo, cada cual ve lo que quiere ver. Yo había visto unos brillantes ojos azules irlandeses por entre la cortina de una lluvia mansa; la policía vería a un sospechoso merodeando por la zona con fines criminales. Es absurdo llamar. Yo soy la única a quien habría que castigar y ya he recibido lo que me merecía.

Salvo aquel desdichado comienzo, fue un día familiar feliz. Fui al campo para asistir a la fiesta de cumpleaños de Caroline. Era ya una muñequita de nueve años; hablaba por los codos, saltaba como una mona y nos agotaba a todos. Se parecía más a su tía Vanessa, mi hija menor, que a su propia madre, Fiona, que es una chica tranquila y tímida. Aún pensaba en Fiona como si fuera una chica, aunque era ya una joven de treinta años, serena y responsable y mucho mejor madre de lo que había sido yo. Mi exmarido Robert estaba también allí. Había cumplido ya los sesenta y era un hombre ingenioso, elegante y muy hábil contando chistes. Bailamos el charlestón para los nietos al ritmo de The boy friend de Sandy Wilson, un disco viejo y de los preferidos de la familia. El baile de los abuelitos fue el número fuerte de la fiesta y para los niños fue más divertido que jugar al escondite. Se desternillaban de risa y mi nieto dijo que le había visto las bragas a la abuelita al alzar las pantorras. Mi exmarido dijo que yo no había cambiado en absoluto y que siempre había estado dispuesto a alzarme las pantorras en cuestión, sólo que él me recordaba con pantaloneros de encaje, no con bragas. Aquello no era del todo verdad, porque nos habíamos casado ya casi con cuarenta años y yo no llevaba pantalones de encaje desde el pensionado. La ropa interior del vestido de novia había consistido en unas bragas rosa de rayón tupido con encajes de color crudo y un sostén rosa de Kestos.

Empachados de pasteles y miel, ensordecidos con los petardos que habían estallado, con los globos reventados y los gritos de los niños, Robert y yo nos dirigimos finalmente a la estación, en cuyo andén nos dimos a modo de despedida un beso del todo formal, como los viejos amigos que éramos, y tomamos trenes distintos para continuar cada cual con su propia vida.

—¿La señora Anne Cumming, por favor?

—Sí, yo soy. ¿Quién es? —Era simpática la voz del desconocido que había al aparato.

—Brigada de Investigación Criminal, comisaría de Savila Row.

—¡Vete a la mierda! ¿Quién eres? No me gustan estas bromas.

Breve pausa.

—No es una broma, señora. Es la Brigada de Investigación Criminal. ¿Ha perdido usted hace poco un libro de poemas de W. H. Auden?

—Pues sí. Pero ¿cómo lo sabe usted?

—Se encontró en Irlanda, en una bolsa de viaje de la BEA, con unas papeletas de empeño y otros artículos pertenecientes a un joven llamado Patrick O’Grady. ¿Lo conoce?

—No… bueno, quizá sí, sólo que dijo llamarse Desmond O’Reilly. Pero no sé cómo han dado ustedes conmigo. ¿Les dijo que me había cogido el libro?

—No. Dejó la bolsa olvidada en un café de Belfas. A causa del pánico terrorista, el propietario del local llamó a la policía, que a su vez envió a un grupo de artificieros. Dentro del libro había un sobre con el nombre y la dirección de usted. Las papeletas de empeño nos hicieron sospechar y cuando volvió el joven se le detuvo para ser sometido a interrogatorio. ¿Le desapareció alguna otra cosa?

—Sí, joyas, un reloj de estilo georgiano y dos cajitas antiguas de Battersea.

—¿Quiere presentar una denuncia en regla?

—No. Me pareció un joven honrado. No quiero meterle en ningún lío.

—¿Hacía mucho que le conocía?

—No, sólo desde la noche anterior. —Otra pausa.

—Señora, creo que será mejor que venga para que le tomemos declaración.

—Sí, yo también lo creo. En seguida estoy ahí.

Todo parecía irreal. El joven había sido devuelto a Londres y tenía que comparecer en Bow Street, porque era éste el distrito en que se había cometido el robo. Volvieron a citarme para identificarle. Tenía un aire muy pulcro con la ropa seca. Yo sólo le había visto calado hasta los huesos y desnudo. Nos miramos con ojos distintos. Los suyos seguían siendo de un azul brillante y muy hechizantes. En cierto modo, me gustaba más así. Tenía sentido del humor y estaba muy tranquilo. Cuando entré, puso los brazos en cruz, como un espantapájaros, y sonrió.

—¿Me reconoce? —dijo.

Parecía muy joven. Diecinueve años, dijeron, y con otros dos robos de menor cuantía en su haber que le habían conducido a Borstal a los dieciséis. Además, era huérfano de verdad. Estaba con su hermana cuando lo pescaron, le había regalado a ella las cajitas de Battersea.

—No sabía que fuesen tan valiosas —dijo con tranquilidad—. Si no, las hubiera empeñado con lo demás.

Se me devolvieron las joyas después de hacer una descripción de las mismas. La policía las había retirado de la tienda de empeños. Luego se me devolvió el reloj y el libro. Dije a la hermana que se podía quedar con las cajitas de Battersea.

—Un gesto muy amable, Anne —dijo Desmond-Patrick, sorprendido. Me resultó extraño oírle pronunciar mi nombre de pila. La formalidad de lo que nos rodeaba había hecho que olvidase que, técnicamente, éramos amantes. Por primera vez me sentía aturdida e incluso los policías presentes me miraron con reproche. Hasta el momento habían creído en mi versión del asunto: un joven sin recursos al que, con la mayor inocencia, me había llevado para que durmiera en el sofá.

—¿Está segura de que quiere presentar una demanda, señora? —preguntó un policía.

—Yo no quiero presentar ninguna demanda, pero creo que es mi obligación como buena ciudadana —contesté.

—Tranquilícese, Anne, no me caerá mucho. Venga a verme a la cárcel.

—Arreando, macho. Esto se ha acabado —le dijeron, y se lo llevaron a empujones.

Le cayeron tres meses de prisión preventiva.

Carta a la Cárcel de Wormwood Scrubs. 30 de septiembre de 1973.

«Mi querido Desmond-Patrick

»No tuve ocasión de decirte que no quería ser la causa de que volvieras a la cárcel. No fui yo quien acudió a la policía; fue la policía la que acudió a mí. Me vi cogida, por así decir, en una trampa judicial. Querían empapelarte y lo hicieron. Yo quería ayudarte y aún quiero. Quiero que me veas como a una amiga, no como a una víctima. Iré a verte a la cárcel. Creo que se te deja tener una visita por semana. No quiero desplazar a nadie, hazme saber por tanto si vas a tener otras visitas. Te recuerdo con afecto, no con resentimiento.

»Tuya,

»Anne»

Carta de Wormwood Scrubs. 8 de octubre de 1973.

«Mi querida Anne,

»He recibido hoy tu carta; con una semana de retraso. Es que primero las leen en la dirección. Creo que debería decir que lo siento y cosas parecidas. No lo voy a hacer porque no lo siento. Necesitaba dinero para ver a mi hermana. Me pareciste una tía con pasta y además tenías un piso precioso; quizás habría tenido que pedirte el dinero, pero el caso es que no lo hice, sobre todo después de pasar la noche juntos. Era más fácil coger lo que necesitaba e irme mientras dormías.

»Me gustaría que estuvieras aquí. Eres una mujer encantadora. Cuando vengas a verme ¿querrás traerme los poemas de Auden? No tuve ocasión de leerlos. Siempre he querido escribir poesía y ahora tendré mucho tiempo para ver qué tal me sale. ¿Quieres ayudarme? Me recuerdas a mi profesora de inglés. Lo primero que robé fue un libro para regalárselo.

»Te quiere,

»El Espantapájaros»

Fui a verle a Wormwood Scrubs, un inmenso complejo de edificios lisos del siglo diecinueve construidos con horrendos ladrillos grises. La alta muralla y la gran puerta negra de madera ponían una nota sombría en medio de las atestadas calles residenciales de Hammersmith. Era un distrito de Londres que no conocía bien y me perdí dos veces.

—¿Podría decirme cómo se va a Wormwood Scrubs?

La gente me miraba con extrañeza cuando preguntaba, pero me indicaba el camino con educación. No tardé en ver cómo se erguía ante mí. Ante la puerta, esperando entrar, había una hilera de ciudadanos respetables, parientes y amigos de los que habían caído en desgracia. Estaban más bien silenciosos: no parloteaban entre sí como suele suceder con la gente que hace cola.

—¿Dejan entrar con paquetes? —pregunté a una chica que había detrás de mí.

—Sí —contestó con marcado acento cockney—, pero lo que hace la gente es entregarlos antes o mandarlos por correo. Porque ahora tendrá que pasar el registro. Lo que no le van a dejar es entregarlo en persona.

—No, ya lo suponía. —Sonreí a la chica, pero no se mostraba muy cordial. Se daba cuenta de que yo era nueva en aquello de las visitas, mientras que saltaba a la vista que para ella era casi un oficio.

Nos hicieron pasar por una puerta más pequeña empotrada en la grande, que sólo se abría para dar paso a los coches y furgones celulares. Mientras caminábamos por el patio hacia uno de los edificios, pasaron unos presos con un funcionario de prisiones. Nos miraron con curiosidad pero furtivamente. Pensé que si hubieran sido soldados en un cuartel, se habrían conducido con mayor soltura y nos habrían silbado. La chica con quien iba era muy guapa.

Después de registramos y de que se me llevaran el paquete, nos metieron en una sala. Había llevado la poesía de Auden, algunos otros libros, cigarrillos y comida. Nos sentamos en mesas individuales con una sola silla en el lado opuesto. Dos guardias se apostaron en un extremo de la sala para vigilar lo que ocurría.

Los presos entraron uno por uno, vestidos con un amorfo traje gris. Desmond-Patrick parecía más alto y delgado aún de lo que yo recordaba. Le habían quitado las pinzas de ciclista y sus muñecas parecían desnudas y descamadas. También le habían cortado el pelo y recordaba menos a un espantapájaros que a un pájaro espantado con aquel uniforme de presidiario. Se lo dije.

—Te pareces a un pájaro grisáceo y delgaducho que vi una vez en el zoológico; pero que se llamaba Secretario.

—Me gustaría ser un pájaro. Me escaparía y volaría hacia la libertad.

—No hagas que me sienta culpable. El motivo de que estés aquí dentro está dentro de ti.

—Creo que tienes razón. Te prometo andar derecho cuando salga. ¿Seguirás aquí?

—Sí, el lunes comienzo a trabajar en una nueva película. Está previsto que el rodaje dure sólo tres meses, pero llevará más tiempo. El papel principal lo interpreta una nueva actriz francesa y va con retraso. Aún está haciendo otra película.

—¿Quién es?

—Una que empieza ahora. Su primera película está a punto de distribuirse y se cree que va a ser el no va más. La conocí en París cuando venía a Inglaterra.

—¿Cómo es?

—Guapa, aunque creo que se droga. Va a ser difícil de tratar y, si no se domina, no durará mucho.

Tuve razón. La tuvieron que sustituir después de dos semanas de rodaje. Una vez se presentó demasiado colocada para actuar; tenía el camerino lleno de humo de hierba. Producción tuvo miedo de que la detuvieran y pensó que lo mejor era sustituirla antes de que se malgastara demasiada cinta. La nueva chica que contrataron parecía demasiado mayor para el papel, pero era una actriz inglesa modesta, tranquila y disciplinada. Son éstas las que permanecen.

Se me permitía ver al Espantapájaros, que ahora era el Secretario, una vez a la semana. Nos escribíamos hasta donde estábamos autorizados. No hay que subestimar nunca el poder de las cartas. Pueden convertir una velada nocturna en una amistad íntima. Desmond-Patrick tenía mucho tiempo para escribir y escribía bien. Me devolvió el libro de poesía de Auden junto con unos poemas que había escrito él. Eran bastante buenos y los archivé junto con sus cartas para llevármelos a Roma. En conjunto iban a ocupar un buen espacio en la caja de zapatos.

—A lo mejor tengo que abrir otro archivador —le dije—. Otra caja con una etiqueta que ponga: «Cartas de mis Pajaritos Prisioneros».

La película avanzaba con los acostumbrados altibajos. Habían instalado a toda la compañía cinematográfica en los Cloisters de Chelsea y me resultó extraño volver al lugar para visitarles, ya que me evocaba recuerdos de la época que hacía pasado allí con Gregory el Malo y Rudi. Gregory el Malo, su última novia y yo cenamos juntos algunas veces y Rudi me escribió desde Nueva York:

«Mi queridísimo Tesoro:

»Ha pasado un año sin verte y el vacío que ello forma en mi vida es mayor incluso que el que me ocasionó la partida de Tom. Te echo de menos a ti más que a él. Por favor, piensa pronto en hacer otra visita a Nueva York. Puedes quedarte conmigo esta vez. Mi casa es lo bastante grande para llevar “vidas distintas en camas diferentes”, como siempre remachas. No entra en mis planes viajar a Europa por ahora, porque tengo por delante todo un año de contratos para dirigir óperas en el Lincoln Center, San Francisco y Washington. Incluso creo que voy a intentar poner en escena una ópera. Dirigir la orquesta no me es suficiente; quiero probar la vanidad definitiva. ¡Quiero jugar a ser Dios con todo el reparto! Ven pronto y ayúdame.

»Con amor y un besito

»Rudi»

Le escribí prometiéndole ir a verle. Yo también le echaba de menos. Pero cuando tuve tiempo para ir ya había pasado un año y Rudi, de manera inesperada, había vuelto a Europa para dirigir la orquestación de una película en Roma y una nueva ópera para la televisión alemana. Fue la separación más larga que habíamos tenido.

Navidad vino y se fue.

Fueron unas Navidades tranquilas. Vanessa y compañía iban a pasar las fiestas en su casa y Charles y su mujer iban a ir a casa de los padres de la última. Pero el bueno de Robert vino de Gales, como de costumbre, y su bronquitis pareció adquirir mejor aspecto que el invierno. Fiona se comportó con todos como una anfitriona magnífica. Caroline estrenó un vestido de fiesta de terciopelo azul oscuro y estaba tan bonita como una pintura del siglo XIX. Malcolm comenzaba a ser menos angelical y más agresivo, cosa que también se podía decir de la época en que vivíamos.

La película marchaba bien, y sólo la climatología creaba problemas. La productora italiana no había previsto la impredecible lluvia inglesa. Los días que rodábamos fuera y la necesitábamos, no llovía. Comenzábamos sin esperarla, nos caía de pronto un chaparrón repentino y había que desechar lo rodado. Salíamos a la débil luz del sol y nos caía encima una lluvia torrencial segundos después, idónea para filmar, porque temamos que rodar aquella secuencia al día siguiente. Al final tuvimos que organizar un equipo provocador de lluvia y que avisar para que el servicio contra incendios estuviese al pie del cañón con sus extintores todo el día. En los positivos, sin embargo, la lluvia falsa parecía más auténtica que la lluvia de verdad y tuvimos que filmarlo todo desde el principio. En cierta ocasión inundamos el piso de no sé quién, que lo tenía en el sótano, mientras fingíamos que había lluvia en una ventana de arriba. Además de ser la relaciones públicas, tuve que oficiar de pacificadora.

Mientras tanto, las cartas de Desmond-Patrick llegaban con regularidad a mi buzón. Le dejaban tener una máquina en la celda y escribía mucho. Me puse a pasar a máquina mi diario y saqué una copia que luego le envié. Era extraño mantener una relación tan intensa sin que mediase ningún contacto físico real, pero aquel intercambio intelectual resultaba muy satisfactorio. Su inteligencia y sabiduría juveniles no dejaban de sorprenderme. Le escribí para decírselo:

»Mi querido Secretario:

»Ya supondrás que a estas alturas me he acostumbrado al hecho de que los adolescentes asimilan el conocimiento más aprisa que las personas mayores y que en consecuencia son excepcionalmente brillantes. Lo único que les falta es experiencia y yo la tengo por dos. Lo que siento se parece mucho a lo que sentí por un joven que conocía en París y que se llamaba Joseph. Su agudeza mental y sus claros ideales eran muy tentadores y acaricié la idea de tener una relación prolongada con él. Obviamente, no me atrevería a sugerir nada parecido a una persona tan joven, pero me gustaría conocerte mejor. Creo que si en tu vida hay una figura maternal, puede ayudarte a “ir derecho”. Además, físicamente me recuerdas a un joven, que ahora está muerto, y con el que tuve una relación sexual intensa. Esta cuestión puede funcionar bien entre nosotros, aunque no hemos tenido mucho tiempo para probarlo. Todo lo cual me lleva a sugerirte que podrías tomarte unas vacaciones cuando salgas de la cárcel. Justo después de que salgas, tengo que ir a Nueva York. ¿Te gustaría estar allí conmigo durante un mes? El que escribas bien a máquina podría tener su utilidad, ya que podrías pasar a ser mi Secretario en serio. A veces me hace falta. Si resulta, podrías hacerlo como un trabajo de media jornada mientras continúas los estudios. Hablaremos de ello el domingo.

»Te quiero,

»Anne»

Fue un día de visita muy feliz. Lo iban a poner en libertad el sábado siguiente. Le prometí estar esperándole ante la puerta con la doble función de madre acogedora y amante en potencia.

Mi vida se parece a veces a una película vulgar. Aquella vez me veía a mí misma como a una Jeanne Moreau, pletórica de dramatismo sentimental y sexo, cosa que a la actriz le sale muy bien. Le esperé en la puerta, bajo la lluvia, con el paraguas amarillo. Me gustó que lloviera porque me dio la oportunidad de llevar el paraguas y por tanto de recrear la atmósfera del primer encuentro. Salió por el postigo con la misma ropa que vistiera la primera vez que le vi, pero sin el sombrero. Llevaba una bolsa de viaje que supuse era la misma que se había dejado en el café de Belfast. La policía me había devuelto el reloj y el libro, pero, como es lógico, lo demás había tenido que devolvérselo a él.

—Hola —dije con naturalidad—. Parece que te hubieran crucificado.

—Me han crucificado —dijo, acercándoseme y poniéndose bajo el paraguas.

Sonrió y levantó la muñeca izquierda. Las pinzas de ciclista le colgaban de un modo raro. Se las habían devuelto al abandonar la prisión.

—Me gusta el amarillo del paraguas —dijo el inclinarse para besarme—. Es como un rayo de esperanza fuera de Wormwood Scrubs. Una mujer capaz de llevar un paraguas amarillo en un mundo gris vale la pena de conocer. Me llamo Patrick O’Grady. ¿Y tú?

Me eché a reír. Tenía una memoria mejor que la mía. A mí me era imposible recordar palabra por palabra nuestra primera conversación. Le miré.

—Vuelves a tener gotas de lluvia en las pestañas. De eso sí me acuerdo. Además, esta vez me has dicho tu nombre auténtico. ¡Es un comienzo mejor!

Nos cogimos del brazo y echamos a andar hacia el metro.

Notas del Diario. 8 de enero de 1974.

¡Es lo que me faltaba! Acaban de robarme el reloj estilo georgiano, dos portarretratos de plata, las joyas que me quedaban y otro libro de poesía, esta vez de T. S. Eliot, para variar.

¿Qué hago? ¿Acudo a la policía? Esta vez, por lo menos, sabemos de quién se trata y se le puede echar el guante en el acto. Pero me pregunto por qué. La cárcel no sirve. El amor y el sexo no sirven. Anoche disfrutamos ambos de lo lindo. Después de tres meses masturbándose en Wormswood Scrubs, le faltaba práctica. Me abrazaba continuamente, ansioso de tocar un cuerpo humano. Le di todo lo que pude, y no sólo sexualmente. Y todo en vano. También necesitaba coger objetos materiales. ¿Por qué? Yo le ofrecía mucho más: un viaje a Nueva York, comprensión y amor. Es posible que no quisiera poseer nada, pero si quería libertad, ¿por qué sobrecargarse de culpa? Se lo preguntaré a Kurt cuando vaya a Nueva York.

No, es absurdo llamar a la policía. Me servirá de experiencia. Todos tropezamos dos veces con la misma piedra.