VIII - SOLEDAD

 

Ana era capaz de sentir como la sangre fluía por el cuerpo de Carlos. El calor del globo de cristal, que tanto la quemaba, comenzaba a desvanecerse y a distribuirse por todo el interior. Suspiró aliviada y a la vez asustada. Tomás, con su mirada asesina, la señalaba vaticinando su muerte.
—No te tengo miedo —gritó Ana entre sollozos—.
Tomás enfureció.
—Te ofrecí la posibilidad de escoger entre vivir o morir y elegiste mal.
En ese momento el cuerpo de Carlos empezó a convulsionar, como si estuviera sufriendo un ataque de epilepsia.
—Los muertos no deben regresar —dijo Tomás abriendo los ojos de manera exagerada—.

 

¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!

 

El grito de Carlos, indicando que el aire entraba en sus pulmones y que su corazón comenzaba de nuevo a latir, sorprendió a Ana, aunque enfureció a Tomás, y espabiló al Padre Matías.
—¡Malditos seáis! —exclamó Tomás e hizo el ademán de coger su arma—.
El Padre Matías le dio una patada en el tobillo, tirándolo al suelo.
—¡Ana, ayuda a Carlos como puedas y marchaos! —dijo agarrándose al agresor—.
Con las dos manos, sujetó la pistola e intentó dirigirla hacia Tomás. Él empezó a golpearle con las rodillas, forcejeando para apuntar y disparar al Padre Matías. Un cura menos —dijo Tomás entre dientes—. Nos veremos en el infierno —le contestó gruñendo, y se reconfortaba al ver cómo Ana salía junto con Carlos por la puerta del garaje—. La pistola se movía como un péndulo que temblaba por el nerviosismo de quienes forzaban su dirección. Pero la fuerza del asesino era mayor que la del hombre de letras, y el cañón del arma ahora rozaba su frente.
—Algún día iré al infierno, pero de momento te mandaré con tu creador —dijo Tomás blasfemando—.
El Padre Matías cerró los ojos. Las fuerzas le fallaban. El pestilente aliento del asesino le provocaba nauseas, a la vez que se esforzaba por resistir. No para salvar la vida, porque sabía que no aguantaría mucho más, sino para ganar tiempo para Ana y Carlos.
Sus rostros se dibujaban en su mente; principalmente el de Ana, que llevaba más de cuatro años con él. Desde que le sorprendió haciendo experimentos extraños en el sótano de la biblioteca, ella no había dejado de atosigarle a preguntas, a estudiar a su lado durante larguísimas jornadas, y de preocuparse por su salud. Le llevaba comida casera, cocinada por su madre, le lavaba la ropa, incluso llego a comprarle una radio para no perder del todo el contacto con el mundo exterior.
—Estoy preparado —gruñó cansado el Padre Matías—.
—Pues adiós —dijo Tomás sonriendo.
Ana regresó con una silla plegable en las manos.
—¡Eso mismo! —exclamó ella—. ¡Adiós!
El primer sillazo dejó aturdido a Tomás y el segundo lo tumbó, dejándole en el suelo desmayado.
*
La puerta del garaje no se abría, Carlos se retorcía, gritaba y vomitaba sangre junto con restos viscosos, el Padre Matías se limpiaba la sangre, y Ana, situada al volante, golpeaba el teclado de seguridad porque no funcionaba.
—¡Menudo desastre! —gritó la dueña de la habitación que desatascó la puerta mecánica—. He visto cosas extrañas en mi vida, pero jamás esta clase de vandalismo.
Ana aprovechó la tesitura, aceleró, pitó para que la dueña se apartara y se alejó del lugar, con las ruedas chirriando y desprendiendo un humo que olía a neumático quemado.
—¡Lo cargaré todo a la tarjeta de crédito, no os libraréis tan fácilmente! —voceó la dueña levantando el puño—.
—¡Lo sientoooooooo! —contestó Ana bajando la ventanilla—.
A su lado, el Padre Matías estaba repantingado, con la cabeza hacia arriba, mentalizándose para calmar su dolor; en la parte de atrás, Carlos se quejaba de las molestias, aparte de estar desorientado y asustado. Ana recordó lo que su abuela le decía cuando era pequeña:
“A este mundo venimos solos, vivimos solos, y morimos solos”.
Viendo como Carlos agonizaba y que ella no podía hacer nada más por él, pensó que por mucha suerte que hubiera tenido el joven, por muy inteligente que fuera, o por muy fuerte que se creyera, ahora se encontraba solo, aislado de cualquier realidad, luchando por sobrevivir física y mentalmente.
—Conduce por carreteras secundarias —dijo el Padre Matías—.
—¿A dónde vamos?
—No lo sé, pero será mejor desaparecer hasta que Carlos se recupere del todo, si es que no sucede algún imprevisto, para después decidir qué podemos hacer.
—¿De verdad crees que con su programa difundiremos el contenido del manuscrito? —preguntó Ana desconcertada—.
—No se trata de difundirlo, sino de entregarle al mundo una herramienta para que lo descifren, y que cada uno lo interprete a su manera. Estoy seguro de que innumerables mentes descubrirán cosas que a ti y a mí se nos escaparon, incluso después de tantos años analizándolo.
—Un saber universal.
—El conocimiento nace de los humanos y pertenece a la humanidad. No podemos negar lo evidente.
—Quienes nos persiguen no desean que su contenido salga a la luz.
—Pero eso lo hacen los mediocres. Aquellos que no son capaces de crear y se aprovechan como sanguijuelas asquerosas de todo hombre y mujer, válido y talentoso, para no perder el poder. Yo hablo de la humanidad. Del conjunto de personas buenas que luchan por mejorar. No te equivoques. Los parásitos, aunque sean humanos, no forman parte de la humanidad, sólo se aprovechan de ella.
El Padre Matías se puso la mano en las costillas y notó que tenía una rota.
—Métete por aquí —señaló un cartel que ponía “PARQUE NATURAL”—. A ver si tenemos suerte y encontramos un lugar donde pasar la noche.