V - SOLTANDO
AL PERRO
Tomás entró por la puerta de la biblioteca
con una parsimonia propia de un cazador. Los años no sólo le habían
tratado bien, también le habían agraciado con la madurez de la
paciencia, un rasgo muy provechoso para los psicópatas sin corazón.
Caminaba lentamente, como si dispusiera de todo el tiempo del
mundo, despreocupado por la distancia que su objetivo era capaz de
alejarse de él durante el tiempo que perdía. Vestía con un traje
blanco, refrescante y festivo a la vista, del mismo color que su
sombrero y sus zapatos, con el único contraste de la corbata que
era negra.
El eco de sus pasos retumbaba por la
biblioteca, que había sido desalojada por los agentes cuando
comprendieron que la información que el director les estaba
proporcionando era cierta. Recorrió un ancho pasillo de
estanterías, se acercó al lugar donde se encontraban los policías
hablando con Mark, y se detuvo. Cogió un libro que sobresalía de
entre todos los demás y leyó el título:
—Las aventuras de Huckleberry Finn.
—Señor, la biblioteca está cerrada al
público —le dijo un policía reaccionando con cara de
sorpresa—.
Tomás, sin prestarle demasiada atención
continuó hablando.
—Siempre creí que llegado un momento como
este, escogería un libro de un tema relacionado con lo espiritual;
en vez de eso me encuentro con unas aventuras infantiles. Irónico
¿no?
—Señor, le tengo que pedir que regrese más
tarde para recoger su libro. Ahora mismo se encuentra en medio de
una investigación y no se le está permitido estar aquí.
—Lo sé, lo sé —contestó mirando el libro—,
yo sólo necesito saber cuándo se marchó ese maldito cura, y hacia
dónde se fue. Nada más.
Mark se levantó de la silla nervioso y uno
de los policías puso la mano sobre la pistola de su cinturón.
—¡No se mueva! —le ordenó el policía que se
encontraba más cerca—.
Tomás levantó las manos.
—Sería mucho más fácil que me dierais la
información y que me marchase.
Los dos agentes del fondo se dirigieron
hacia él con la intención de esposarle.
—Os aseguro que no es una buena idea —dijo
Tomás—.
Dejó el libro caer al suelo y cuando se
escuchó el golpe, aprovechando esos segundos de despiste, sacó una
pistola con silenciador y disparó cuatro veces. Una bala para cada
uno de los agentes que se desplomaban como piezas de carne.
—Quien avisa no es traidor —dijo y se
santiguó—.
Se agachó, recogió el libro, desdobló una de
sus páginas y lo colocó donde estaba.
—Quiero ver dónde vivía el cura. Porque
vivía aquí, ¿verdad?
Mark se limitó a asentir con la cabeza,
enmudecido por el miedo.
—¿A qué esperamos?
Mark le guió hasta el cuarto de calderas sin
saber muy bien qué hacer para escaparse. Los nervios no le dejaban
pensar con claridad, las ideas se le amontonaban, el sudor le
empapaba la frente y las axilas, y la mirada la tenía perdida en la
nada.
—Reconozco el olor. El cura ha estado
jugando con el material que describe el libro. Seguro que no tienes
ni idea de lo que se cocía en el sótano durante todos estos años
¿cierto? —le dijo Tomás abofeteándole para que espabilara—.
—No... no... —parecía despertarse de un
sueño ligero—.
—Mira que tener bajo sus pies al descifrador
del manuscrito Voynich sin saberlo. Me resulta hasta irónico, el
mayor saber de todos los tiempos escondido bajo una biblioteca; y
nadie ha tenido acceso a él.
—¿El manuscrito Voynich? ¿El libro
indescifrable?
—Ese mismo —respondió Tomás dibujando una
sonrisa en la comisura de sus labios—.
—¿De verdad lo ha descifrado?
—Él y la gente para la que trabajo. Lo que
ocurre es que no tienen ningún interés en compartir su
contenido.
—¿Y de qué habla?
—¡Ohhh! Cosas importantes. Supongo. El
origen de la vida, medicina universal, cómo generar energía, de
dónde venimos. Pero mis jefes no quieren asustar a los ciudadanos
con nuevas teorías, sólo desean protegerles de sí mismos.
—Entiendo —susurró Mark—.
—¡No entiendes nada! —gritó Tomás
agarrándole de la mandíbula—. Ahora dime cuándo se marcharon y
hacia dónde han ido.
El dolor impedía a Mark hablar con
claridad.
—Hace más de dos horas que se han marchado
—masculló—.
—Les has dado un pequeño margen de tiempo
para huir —dijo Tomás más calmado y soltándole—. Eso demuestra que
eres un buen amigo, aunque eso no te ha impedido cubrirte las
espaldas avisando a la policía. Buena persona y egoísta. No podría
ser de otra forma, el amor propio prevalece de nuevo sobre el amor
al prójimo. ¿Comprendes ahora por qué ese libro no es bueno para la
mayoría de nosotros?
Tomás se sentó en una silla y se encendió un
cigarrillo.
—Puro veneno —dijo chupando con ansia—. Dime
¿cuántas especies conoces que se obsesionen tanto por
autodestruirse? ¿Veinte, cuatro... una?
—¿Esa es tu excusa? ¿Te crees ser un
purificador?
—¡Jajaja! No, no... qué va. Sólo soy un
asesino al servicio de los poderosos que me pagan, aunque he de
admitir que con el cura tengo un asunto pendiente desde hace
bastante tiempo. Este trabajo es más personal de lo que me
gustaría.
Le dio una calada al cigarrillo y exhaló el
humo con satisfacción.
—Ahora dime, ¿hacia dónde se han ido?
—Eso no lo sé. Lo único que quería era que
se marchasen de aquí y que se llevasen el cadáver que habían robado
con ellos.
—Te creo, te creo. Descríbeme el estado del
cadáver.
Mark se mostró reticente en hablar.
—Vamos —sonrió Tomás—, ahora que nos
estábamos haciendo amigos. ¿No querrás que te sonsaque las
respuestas a golpes?
—No, no... no —tartamudeó Mark—.
—Entonces habla.
—El cadáver estaba envuelto con papel film.
Como una momia.
—¿Y viste algún recipiente de cristal, como
una pecera o un vaso grande?
—Sí, vi uno.
—Desprendía calor ¿verdad? Un calor difícil
de describir.
Recordó la sensación que sintió al
acercarse, y asintió con la cabeza.
—Me caes bien —aseguró Tomás—. Si me dices
en qué coche se han marchado y cuál es la matrícula, no te
mataré.
—No pienso hablar —aseguró el
bibliotecario—.
—Muy bien.
Sin pensárselo dos veces, Tomás cogió un
plato que estaba sobre la mesa y le golpeó con fuerza en la boca,
rompiéndole algunos dientes, cortándole los labios y abriéndole la
nariz. Acto seguido, sacó de su bolsillo una pequeña libreta y un
bolígrafo, y se los aceró a Mark.
—Como has decidido no hablar, será mejor que
me lo escribas. ¿O prefieres que te vaya cortando los dedos para
que no puedas sujetar el bolígrafo?
Inmediatamente cogió la libreta y el
bolígrafo, apuntó lo que Tomás quería saber y se los
devolvió.
—Así me gusta.
Y al terminar la frase desenfundó su
pistola.
—¡Dijiste que no me matarías!
“Chiiiffff” “Chiiiffff” “Chiiiffff”
Dos disparos en el corazón y uno en la
frente.
—Mentí —dijo Tomás—.