VIII

¡Corre!

¡Oscuridad! ¡Pasos! ¡Miedo! ¡Ruidos! ¡Desconocido!

Las ratas corrían a esconderse, o eso era lo que querían creer, emitiendo chillidos que se les clavaban en la sien atormentándoles. La escasa luz de los móviles de poco les servía. Limitándose a correr por aquellos lugares que, en aquel momento, suponían más accesibles, los dos jóvenes terminaron perdiéndose en el interior de una inmensa telaraña de túneles sin saber hacia dónde dirigirse. La basura apestaba, las defecaciones se les pegaban en los zapatos aumentando el peligro de resbalarse, las paredes se les caían encima. No disponían de tiempo para meditar sobre el camino que debían tomar, ni sabían qué les depararía el siguiente giro o la siguiente ramificación, sólo corrían como almas en pena huyendo del diablo.

Con la respiración agitada, recorrían los angostos corredores de estiércol humano. La poca luz les ayudaba a seguir, aunque también les confundía. Las sombras que ellos mismos proyectaban les generaban más angustia, obligándoles a acelerar el ritmo, a ser más torpes. El goteo de las tuberías, el fluir del agua, el eco de sus propios pasos; todo se mezclaba convirtiéndose en un enrevesado bucle en el interior de sus cabezas, haciéndoles recordar escenas de macabras películas con dudoso final feliz.

—No puedo más —jadeó Claudia.

—Debemos seguir —insistió Nino también fatigado.

—Paremos durante un minuto y pensemos en lo que vayamos a hacer. Creo que no podemos estar más perdidos.

—De acuerdo, puede que tengas razón.

Cuando se detuvieron el panorama era desalentador. Desorientados y sedientos, comprendieron que estaban atrapados.

—¿Por qué no intentas llamar a tu madre? —dijo Claudia convencida de que aquello era la solución a sus problemas.

Nino sacó el móvil de su bolsillo.

—Maldita sea, no tengo cobertura. Prueba con el tuyo.

—Yo tampoco tengo señal.

Con las piernas mojadas, el frío les abrazaba desde abajo estrujándoles el estómago donde el malestar se sumaba a los nervios. Ahora también eran conscientes del dolor. Conforme la adrenalina se diluía en la sangre la cordura calculaba la situación.

—No quiero morir aquí abajo. Entre la mierda —sollozó Claudia.

—Ni se te ocurra repetir lo que has dicho. Ya verás cómo enseguida damos con una salida. Ten en cuenta que nos encontramos muy cerca del mar, así que los túneles no deben de ser muy extensos.

—¿Estás seguro?

—¿Cómo puedes dudar de ese dato? Si tú conoces esta ciudad mejor que yo.

—Es cierto que no debemos estar lejos de una salida o un lugar cerca del mar.

—Claro, lo que significa que tarde o temprano llegaremos a alguna parte.

Con los ánimos renovados, Claudia dijo:

—¿Entonces a qué esperamos?

—Tienes razón, ya hemos descansado lo suficiente. Propongo que intentemos caminar en línea recta y si hemos de girar que sea una vez a la derecha y una vez a la izquierda, así seguiremos caminando hacia la misma dirección.

—De acuerdo.

Con los nervios templados analizaron su situación de distinta manera. Los túneles seguían siendo un lugar horrendo, apestoso y asqueroso, pero la sensación de impotencia mezclada con el miedo había desaparecido. Guardaron uno de los móviles, para tenerlo de repuesto en el caso de que no hallasen una salida antes de quedarse sin batería, señalaron el punto exacto donde se encontraban con un trozo de tela, por si se diera el caso de estar dando vueltas, y siguieron por el camino agarrados de la mano.

—¡¿Oyes eso?! —dijo Nino después de un rato caminando.

—¡Sí, lo oigo!

Ninguno de ellos pensó que algún día se alegrarían tanto de escuchar el ruido del tráfico.

—Por aquí veo una luz que atraviesa una tapa del alcantarillado —asintió Nino rebosando de alegría.

Subieron una escalera metálica, empujaron la tapa con fuerza, la golpearon unas cuantas veces porque no lograban abrirla, volvieron a empujar con más fuerza, hasta que lo consiguieron. El aire del exterior les pareció puro, limpio, impoluto, como si no estuviese contaminado del CO2 de los coches, de la basura que habitualmente tira la gente o de los desperdicios más comunes de una ciudad.

—Lo hemos conseguido —susurró Claudia sin poder creérselo.

—En algunos momentos pensé que no saldríamos con vida.

—Yo también lo pensé, pero aquí estamos, sanos y salvos.

—Bueno, sanos aunque con mucha mierda por encima —bromeó Nino mirándose de arriba abajo.

—Nada que una buena ducha no sea capaz de remediar —contestó Claudia sonriendo.

—Hablando de duchas, me muero de sed.

—¿Qué te parece si nos acercamos a esa cafetería, nos tomamos algo y de paso les preguntamos hacia dónde está la Piacha Arquimede?

—Fantástico. Estoy deseando beber algo fresco, arrancar la Vespa y marcharnos de aquí.

—¿Y la ducha?

—Cuando nos hayamos alejado de la ciudad encontraremos una pensión donde ducharnos y pasar la noche si nos apetece.