II

La iglesia de los muertos

Más de medio siglo después…

Hacía poco que el cristianismo se había convertido en la religión oficial del imperio romano. A pesar de los intentos del emperador Teodosio, el cambio no fue bien recibido por toda la comunidad siendo imposible evitar los disturbios que se produjeron en muchos barrios de la capital. El eco del cambio tampoco fue recogido de buena manera en muchas de las ciudades que formaban parte del imperio.

En los lugares más apartados, como en Siracusa, los defensores de la antigua religión se alzaron en armas contra el decreto del emperador, aunque en realidad sólo era un pretexto para dar comienzo a una revolución. La lucha por el poder nunca llegó a lavar su rostro. Los avariciosos siempre se aferraban a toda idea que motivaría a las masas en defender una causa, incluso tratándose del mayor disparate que uno fuese capaz de imaginar.

Luego nos encontramos con los desalmados que se aprovechan de los tiempos confusos para apoderarse en secreto de lo que les antoja. Son como ladrones, pero más organizados, más peligrosos. Disponían de información fidedigna proveniente de las altas esferas la cual utilizaban para desviar las miradas de los curiosos, cegar los ojos de los ambiciosos, cautivar a aquellos que dudaban de sus intenciones y acallar las voces que conspiran contra ellos. Porque en realidad no existían, o al menos eso es lo que querían hacer creer a los demás.

Así que los susurros que siseaban en callejones oscuros, rodeados por ventanas cerradas, no era el viento ni los animales callejeros, sino las voces de los hombres que estaban conspirando:

—Llegó el momento —informó un joven encapuchado.

—Date la vuelta —musitó otro encapuchado del que sólo su larga barba blanca era visible.

El joven obedeció.

—Muéstrame tu espalda —ordenó el de la barba.

Una vez más el joven cumplió con lo que le pedían sin rechistar.

—¡Es cierto! —comentó un tercer hombre, también encapuchado, con apariencia de no creérselo del todo.

Las letras marcadas a fuego sobre la piel del joven se leían con claridad. Ni siquiera la rojez del escozor era capaz de disimular los detalles del mensaje cifrado. En él aparecían los grupos dispuestos a actuar, los puntos que cada uno debía ocupar, las armas que portarían y la hora decidida para comenzar. Detalles oscuros sobre cuáles eran los guardias que en su momento serían de fiar y cuáles debían ser pasados a cuchillo en cuanto se asomasen, si es que se diera el caso. Lo normal sería que mientras la mitad de la guardia luchase contra los fanáticos con el fin de sofocar la inminente rebelión, la otra mitad debía atrincherarse en el palacio del gobernador para protegerle junto a los demás personajes importantes de la ciudad.

—Entonces no disponemos de mucho tiempo. Hemos de prepararnos para la gran noche —dijo el encapuchado de la barba blanca.

—Sí, maestro. Ahora mismo empiezo con los preparativos.

—Muy bien, y tú, joven mensajero, encuentra el resto de grupos e infórmales. Cumple con tu cometido.

Antes de cubrirse la espalda el joven se arrodilló a la espera de una bendición pagana.

—Gracias, maestro —susurró antes de partir.

Ahora, oculto por la negrura de la noche y rodeado de la intimidad que la soledad proporciona, el maestro de la barba blanca se quitó la capucha dejando el rostro al descubierto. Con los ojos de un color rojo profundo, semejante al fuego, miró un antiguo manuscrito que para él era más valioso que el oro. Pasó su mano sobre el valioso tesoro y dijo:

—Por fin el templo de los mil cristales será mío.

*

En la actualidad… a las afueras de Messina…

—¡Claudia, Claudia! ¡Mira lo que he encontrado! —exclamó extasiado Nino, un joven estudiante de arqueología.

La excavación, patrocinada por la universidad de Palermo, se realizaba con fines educativos más que por otra razón. Como de costumbre, en Italia resultaba difícil no encontrarse alguna que otra pieza histórica, séase de los fenicios, los griegos, los romanos, los tunecinos, los moriscos o de cualquier otra cultura que había caminado por esas tierras. Era habitual encontrar monedas, restos de un pilum[1], un casco corroído por el óxido y cosas por el estilo, pero cuando Nino desenterró aquella rareza, los pelos se le pusieron de punta.

—¿De qué se trata? —voceó Claudia, incapaz de disimular su curiosidad.

—Baja la voz o llamarás la atención —le dijo él moviendo las manos.

—Pero si hace un minuto gritabas como un poseso.

—Cierto, pero eso era antes de decidir quedármelo.

—¿El qué? —preguntó Claudia moviendo la cabeza de un lado a otro para conseguir ver lo que su compañero ocultaba.

—Esto.

Nino se hizo a un lado, dejando al descubierto un pequeño cofre de marfil. Los tallados eran de una belleza casi indescriptible, con un detalle que ni los artesanos más hábiles utilizando la maquinaria más precisa serían capaces de reproducir con facilidad. Dos sábanas ondeaban al viento, entrecruzándose y creando en su centro un círculo perfecto con una cruz espinosa en su interior. El borde, diseñado para parecer un marco de madera blanca, daba la impresión de haber sido concebido para imitar una ventana en el tiempo. Media docena de encapuchados rezaban hacia el círculo, otra media docena, plasmados en el lado opuesto, portaban lanzas con un pico que emulaba la aleta de un tiburón, o algo semejante, y por los lados superior e inferior una especie de lodo apresaba los restos de hombres muriéndose, mientras esqueletos, serpientes y águilas se hundían en él.

—¡Es precioso! —exclamó Claudia.

—Sí que lo es. Y siniestro también. Ahora tenemos que encontrar la manera de llevárnoslo sin que nadie se entere.

—¡Estás loco! Eso no sólo va contra las normas, sino que además es ilegal. Si se dan cuenta…

—Nadie se tiene que dar cuenta —la interrumpió Nino—, no si somos cuidadosos.

—No me parece una buena idea.

—¿Qué quieres? Que se lleven esta maravilla a un museo para que la cataloguen antes de meterla en una caja de madera y acabe perdiéndose en un húmedo sótano que utilizan como almacén. Yo prefiero llevármela. ¿Quién sabe lo que habrá en su interior?

Las manos de Claudia empezaron a templar como trapos zarandeándose por el viento. Incapaz de tomar una decisión, se paseaba de un lado a otro intentando pensar con claridad, pero su conciencia del buen hacer era nublada por su curiosidad. ¿Qué hago, qué hago? —pensaba sin parar—. Miraba el cofre al mismo tiempo que soñaba con historias de tesoros escondidos por un grupo de legionarios rebeldes, con las joyas de una princesa bárbara, o con el botín de unos corsarios tunecinos.

—Sigo sin estar de acuerdo —terminó por decir.

—Pues a mí eso me da igual. Me lo voy a llevar te guste o no.

La chica reaccionó.

—Te meterás en líos.

—Lo que me voy a meter es el cofre debajo de mi chaqueta.

—Además de loco estás tonto. ¿Acaso no ves que se va a notar a la legua? Mejor vuelve a enterrarlo.

—Tú sí que estás mal de la cabeza.

—Te he dicho que lo vuelvas a enterrar. Cuando se haga de noche regresamos para desenterrarlo y llevárnoslo —le insistió Claudia alzando el dedo.

—Ahhh, claro… buena idea.

*

El misterioso velo de la oscuridad sólo era atravesado por la luz lunar. Los dos jóvenes se dirigían hacia la excavación en una Vespa ruidosa, aunque muy cómoda. Nino no paraba de contar los minutos, impaciente por llegar al lugar donde volvió a enterrar el cofre. Deseaba averiguar cuál era su contenido, ya que durante los breves instantes que lo tuvo en sus manos no fue capaz de encontrar la manera de abrirlo. A priori no tenía aspecto de tener un cierre de seguridad y a pesar de ello la tapa se le había resistido con firmeza. ¿Contendrá oro, plata o piedras preciosas? —se preguntaba Nino acelerando todo lo que el manillar de la moto le permitía para llegar lo antes posible.

En la parte trasera de la Vespa, agarrada a Nino, Claudia también ansiaba recuperar el cofre. Su imaginación también galopaba por las praderas de lo desconocido, las enormes riquezas por descubrir, la tentación de lo prohibido y el afán de todo curioso por alcanzar el conocimiento. Pero lejos de preocuparse por los secretos que escondía el cofre, le importunaba más un detalle de carácter práctico.

—Cómo vamos a llevarnos el cofre en la Vespa —preguntó Claudia.

—¿Qué has dicho? —gritó Nino que no la escuchó bien a causa del ruido.

—¿Dónde diablos vamos a cargar el cofre?

Aaaaa… eso… lo llevaré delante, en mis pies.

—Estupendo, pero ¿cómo piensas frenar?

—Utilizaré el freno delantero, además, si es necesario bajaré de marcha que también vale.

—Lo que intentas decirme es que las probabilidades de que nos matemos son bastante altas ¿no?

—Tú confía en mí —voceó Nino dándole un par de palmaditas en el muslo—, sé muy bien lo que me hago.

Media hora después habían llegado al lugar de la excavación. Por suerte para ellos, al tratarse de un lugar que carecía de interés arqueológico, el guardia no era un tipo peligroso sino más bien un hombre mayor al que destinaron allí para después jubilarlo. Ni veía de noche, ni veía de día. ¿A quién le iba a interesar unas viejas herramientas?

—Debemos ir con cuidado para que el guardia no nos oiga —advirtió Claudia.

—No tienes de qué preocuparte. Está más sordo que una tapia —aseguró Nino bajándose de la Vespa.

Sin más demora, los dos se acercaron al lugar donde estaba enterrado el cofre. Para no tener que complicarse la vida, Nino había cubierto una pequeña pala con un poco de arena del mismo hoyo.

—Date prisa —susurró Claudia.

—Voy… voy —repitió él mientras cavaba.

Pasados unos minutos, Claudia se emocionó:

—Lo puedo ver.

—Entonces entra y ayúdame que pesa lo suyo. No quiero golpearlo sin querer.

Juntos sacaron el cofre del hoyo. Incapaces de resistirse, lo acariciaron en busca de un interruptor, una cerradura o cualquier otra cosa por donde abrirlo. Nada. Entre la tierra incrustada, se ocultaban partes del cofre y la noche no les permitía ver con claridad. Lo único que hicieron fue perder el tiempo.

—Larguémonos de aquí —dijo Nino—, cuando lleguemos a casa lo examinaremos mejor.

—De acuerdo.

Claudia fue la primera en salir, pero cuando el joven dio un salto, la tierra donde se apoyó cedió cayéndose dentro de nuevo.

—¿Estás bien? —susurró ella preocupada.

—Sí, sí… estoy bien. Me he dado con algo duro en la espalda, pero no me he hecho mucho daño. Sobreviviré.

—¿Algo duro?

—Sí, como una piedra o una roca.

—Mira a ver qué es.

—Me da igual. Ya te he dicho que estoy bien.

—Pero quiero saber qué es esa cosa —insistió Claudia—. A lo mejor es otro cofre.

—Ahora que lo dices… —terminó diciendo Nino antes de comenzar a limpiar la dura superficie.

—Parece un bloque de mármol —comentó ella ladeando la cabeza.

—Tienes razón, sólo es eso. Menuda pérdida de tiempo, vámonos de aquí.

—Espera un segundo, creo que hay algo escrito en latín.

—¿Sabrías traducirlo?

—Creo que pone «Ecclesia defunctorum».

—¿Y eso qué significa?

—La iglesia de los muertos.