V

Callejeando

Realizar un viaje de 170 kilómetros en una Vespa no resultaba ni fácil, ni cómodo. Aparte de ir congelados durante las cuatro horas que condujeron de noche, el fastidio de tener que parar y repostar en repetidas ocasiones hizo que el trayecto pareciese aún más largo. No era la primera vez que visitaban la magnífica ciudad, aunque sí iba a ser una ocasión única para ellos al mirarla con otros ojos. Los de un explorador.

Aparcaron en la plaza de la catedral, encontraron una mesa libre en un café cercano y pidieron unos rollitos para desayunar. Entre platos, tazas y cucharas, procuraban la manera de sacar el mapa y reconocer los puntos clave con el fin de encontrar la iglesia perdida.

—¿Cómo conseguimos consultar el mapa sin que lo toqueteemos todo el rato? —preguntó Claudia—. No me parece bien estropearlo, además, tampoco es que me apetezca sacar a relucir un trozo de piel humana; por muy antigua que sea.

—Tienes razón.

Nino sacó con cuidado el mapa, lo extendió entre sus pies y los de Claudia, y le sacó varias fotos con su iPhone.

—Ahora vuelvo —dijo levantándose—. Aprovecha para guardarlo en la Vespa porque no volveremos a necesitarlo.

Diez minutos después el joven regresó con unos cuantos folios en A3.

—Viva la tecnología. Sacas unas fotos, las envías al correo electrónico de la copistería para que ellos te las impriman, hacen el zoom necesario y listo. He sacado varias copias, por si acaso.

—¿Cómo no se me ocurrió a mí? —sonrió Claudia.

—Porque no estás acostumbrada a viajar en moto, jejeje, por eso —bromeó él tomando un sorbo de café.

Los edificios que rodeaban la plaza, blancos como si hubiesen sido construidos recientemente, transportaban a los visitantes del lugar a otras épocas, donde la dureza de la vida era camuflada por el romanticismo. Unos pocos metros más abajo, frente a la cara sur de la catedral, una gigantesca escultura moderna era literalmente engullida por el antiguo suelo. Sólo se veía parte de la cara, los brazos y las piernas, mientras el resto del cuerpo se suponía que estaba hundido en la piedra.

—Muy ingenioso, aunque no me gusta mucho —comentó Claudia.

—A mí sí me gusta. Creo que da un poco de grima.

—Morboso —dijo ella apretando los labios.

—Sosa —respondió él arrugando la nariz.

Unos críos corretearon cerca asustando a unas palomas que enseguida alzaron el vuelo. Casi pasaron por delante de los dos jóvenes, como si fuesen a estamparse contra sus caras, pero no dejaron de mirarse el uno al otro.

—Bueno —interrumpió Claudia sonriendo—. ¿Por dónde empezamos?

Nino reaccionó tomando otro sorbo de café.

—Por aquí mismo (abrió el mapa). Mira este cuadrado de aquí. Coincide con la cercanía del muro, la orientación, a la vez que aparece alineado con estos otros dos rectángulos, estoy casi seguro de que se trata de la biblioteca comunal, construida al lado de la archidiócesis.

—¿Cómo puedes estar seguro de que esos edificios existían cuando hicieron el mapa? —preguntó Claudia.

—Lo cierto es que no sabría decirte con total convencimiento cuáles son los edificios que representan las figuras geométricas, pero debido a su posición considero que son la opción más acertada. También sé que antiguamente se construía sobre las ruinas de otros edificios, así no sólo reutilizaban el material que necesitaban, sino que simultáneamente aprovechaban los escombros para reforzar los cimientos.

—Esperemos que el factor suerte nos favorezca.

—De eso estoy seguro —añadió Nino—, pero la suerte hay que buscarla —terminó la frase levantándose.

Dejó un billete de diez euros sobre la mesa y señaló la entrada de la catedral.

—¿Te imaginas lo que sucedió aquella noche?

—¿Por qué hubo de ser de noche?

—¡Qué más da! —exclamó Nino— Día, noche… Lo que importa es la historia.

*

En el pasado…

Los guardias corrían por las calles. Cuando ocupaban las posiciones asignadas por sus superiores, se atrincheraban formando barreras con sus escudos de medio cuerpo. En sus mentes pululaba una palabra, manteniéndoles atentos a todo lo que sucedía a su alrededor. Matar. Les ordenaron matar a todo aquel que intentase superarles o que les atacase. Nada de dudas.

Cuando los ciudadanos se lanzaron a las calles como ríos que atraviesan una presa al quebrarse, los guardias se vieron superados en número. Con las lanzas en mano, inclinaron sus cuerpos dejando caer la mayor parte de su cuerpo sobre sus escudos para así reforzar la frágil barrera. La enfurecida masa se abalanzaba sobre ellos sin miramientos, estaban hartos de la corrupción, el hambre y los abusos. Gritaban, corrían, amenazaban. Hasta que un guardia asustado reaccionó asestando la primera lanzada que impactó en el corazón de una niña de diez años. La ciudad entera aparentó dormirse durante un instante indefinido por culpa de los gritos ahogados, causados por la impotencia de una visión indigna de ser recordada. Entonces la chica se desplomó muerta.

La rabia brotó envenenada por la sed de venganza que endulzaba los paladares de los más indignados. Las mujeres empapaban telas con grasa animal; los hombres lanzaban piedras; los guardias perdieron el control. Cuando las telas alcanzaban a las patrullas, una lluvia de antorchas las prendía, quemando vivo a todo desgraciado que estuviera cerca.

Mientras los ecos de la muerte teñían las calles de sangre, un grupo de hombres, ajenos a cualquier influencia que no fuese de su interés, se dirigía hacia su objetivo. Un edificio con el que iluminar el resto del mundo cuando estuviesen preparados. Un templo rodeado de muros, pero al aire libre; cubierto por tejados, pero con vistas a las estrellas; con columnas para soportar el peso de la piedra, pero ajenos a los ojos del hombre. Invisibles.

«Los hijos de los muertos» iban a por su iglesia. Evitaban todo lugar donde se estuviera derramando sangre, rodeaban las patrullas y cuando eran acorralados por los disturbios, subían a los tejados para continuar su camino. Era la ocasión perfecta para hacerse con el templo, aunque puede que lo más complicado fuese la tarea de conservarlo al día siguiente.

*

—… te lo imaginas —continuó Nino—. Los héroes luchan por la libertad arriesgando sus vidas mientras unos pocos, aprovechando la confusión, caminan por los pasillos, ocultándose, para lograr su objetivo.

—Los oportunistas dejando que el pueblo se muera, mejor dicho.

—Exprésalo como quieras —dijo él levantando los hombros con indiferencia—. Eso pasó hace mucho, ahora lo único que importa es encontrar la iglesia de los matados.

—De los muertos —le rectificó Claudia.

—Eso, de los muertos.

—Ahora que crees haber situado las marcas del mapa ¿dónde supones que se encuentra lo que buscamos?

—Lo habitual es que la equis marque el lugar, pero las que aparecen aquí son puestos de guardia o barricadas. Ahora, si seguimos las flechas que marcan el camino a seguir ¿qué es lo que vemos?

—Nada. Las flechas terminan en un lugar donde no pone nada —indicó Claudia.

—¡Exacto! No hay nada porque cuando algo es muy importante no es necesario ni mencionarlo. Esa «nada» que vemos en el mapa es el lugar donde se encuentra lo que buscamos.

—¿Sabes dónde está?

—Sí, en la Fontana di Piacha Arquimede[2].