CAPÍTULO VII
—Está bien —respondió al fin—. Iré con ustedes hasta la casa del doctor.
Soltaron a chorro el aire contenido en sus pulmones.
—Esperen un momento —adujo ella, volviendo a entrar en su cuarto, cerrando la puerta a sus espaldas.
Salió unos minutos más tarde vistiendo un sencillo vestido que contribuía en mucho a realzar su atractivo personal. Un atractivo que no paliaba en absoluto la baja calidad de sus ropas.
—Vamos —dijo—. Espero que el doctor acceda a esto. Era un buen amigo de papá. ¿Saben? No sé por qué estoy haciendo esto. Mi padre no quiso aliarse a los rebeldes. Pero tampoco situarse en contra. Odiaba la violencia.
—Creo que todos la odiamos en el fondo de nuestros corazones, Marie —respondió Baking—. Pero una vez metidos en ella, hay que cumplir lo mejor posible con nuestro deber.
—Síganme.
Salieron todos, caminando por un sendero accidentado a cuyos lados crecían con profusión los arbustos y matorrales, entre las grandes rocas que lo bordeaban.
Al fin alcanzaron una explanada en la que crecían eucaliptos y plantas de cleosota y en cuyo centro se erigía una casa de dos plantas.
La joven se volvió a los dos soldados para decirles:
—Ocúltense por aquí. Rudolf y yo iremos a la casa solos. Hablaremos con el doctor Patterson. Le diremos lo que esperan de él.
— ¿Por qué no vamos todos? —masculló el tejano, recelando una trampa.
—Pueden hacerlo si es su deseo —replicó Marie con seriedad—. Pero es posible que haya algún rebelde en la casa. Vienen a ella con frecuencia. También requieren sus servicios.
—Tiene razón —sentenció Baking—. Confiamos plenamente en usted, Marie. No sé por qué, pero es así. Haga lo que estime más conveniente.
Los dos hermanos se alejaron en silencio y poco después oían sus golpes en la puerta de la casa.
Esta tardó un rato en abrirse, desapareciendo ambos en el interior.
—Me parece que usted es muy ingenuo con las mujeres, teniente —rezongó el tejano, mirando con atención la vivienda del doctor—. Esa joven puede traicionarnos. ¿Quién le dice que no va a avisar a nuestros enemigos de que estamos aquí?
—Me lo dicen muchas cosas, Jack —replicó Baking—. Cosas que han muerto para usted hace mucho tiempo. Una de ellas, la fe en la buena voluntad de las personas. Marie es una mujer sensible, limpia, sana y discreta. Una mujer así jamás piensa en traicionar a nadie.
El otro resopló con fuerza.
Antes que adujese nada más, se abrió la puerta de la casa y la grácil figura de Marie se silueteó en el vano, haciéndoles seña de que se acercasen.
Baking se levantó, haciendo caso omiso de la seña de su compañero, que pretendía retenerlo.
—Vamos, Jack —dijo—. ¿Va a decirme que tiene miedo a ir a esa casa?
—Nada de eso. Es una precaución. En fin. Adelante, teniente.
Acudieron al porche, pasando a un vestíbulo bien amueblado, donde les esperaba el doctor Patterson.
Se trataba de un hombre de edad madura, de cabellera muy poblada, enteramente blanca y facciones de grave continente. De estatura media, más bien algo achaparrado y morena epidermis.
La mirada de Baking se clavó de forma hipnótica en su semblante. Empezando a recordar algo que pertenecía al pasado. Algo ocurrido hacía muchos años en la lejana Boston. Cuando él era un niño aún.
Estaba seguro de no equivocarse. Aquel hombre había estado alguna vez en su casa. Ejerciendo su profesión de doctor.
Después, de pronto, había sucedido algo horrible. Fue una noche que se continuaba recordando en Boston como un acontecimiento trágico, siniestro.
La casa del doctor había ardido por los cuatro costados. Todo el mundo lo consideró como uno de los crímenes más horribles ocurridos desde el nacimiento de aquella puritana ciudad del Este.
Nada se pudo hacer para cortar el voraz incendio.
El fuego consumió el edificio después de convertirlo en una gigantesca hoguera. Luego fueron descubiertos dos cadáveres en el interior, entre los rescoldos. Dos cuerpos estrechamente abrazados, acribillados a balazos y consumidos de una manera horrible por las voraces llamas. Sólo se pudo discernir que se trataba de un hombre y una mujer. El doctor y su esposa. Una mujer de excepcional belleza.
La tesis fue que alguien los había asesinado para robarles, prendiendo después fuego a la casa. Buscando destruir toda huella que pudiese delatarlo.
Aquello conmocionó a la opinión pública. Pero jamás se consiguió descubrir al criminal. Todo quedó envuelto en las sombras del misterio. En Boston aún se recordaba, para nombrar algún suceso, “la noche de la muerte del doctor Henry Bess”. Porque ése era el nombre por el que iodo el mundo lo conocía.
Y ahora... Sí. Baking estaba seguro de no equivocarse, pesé a tiempo transcurrido. Estaba seguro de encontrarse frente al propio doctor Henry Bess.
La voz del doctor cortó el hilo de sus pensamientos:
—Marie me ha dicho que tienen un herido, ¿no es así, teniente?
—Sí. Pero creo que debo explicarle antes...
—No pierda tiempo en explicaciones. Sé todo lo ocurrido. Los rebeldes han estado aquí en tres ocasiones. Los buscaban. También quiero decirles algo. No estoy de acuerdo con esta rebelión. Quiero una California formando parte de Estados Unidos.
—Agradezco sus palabras, doctor.
—Síganme —agregó Patterson más tarde—. Tengo aquí a uno de sus soldados, teniente. Lo oculté, cuando se presentó de improviso esta tarde.
El doctor los condujo afuera, hasta uno de los cobertizos habilitado como granero.
Apartó con el pie la avena en un sitio determinado del suelo, dejando al descubierto una tapa cuadrada prevista de una argolla de hierro.
Patterson retiró aquella tapa, mostrándole un hueco en el suelo, de cuyo borde nacía una escalerilla de madera.
—Su soldado está ahí abajo —dijo—. Me dijo llamarse Giles Hen.
El teniente se arrodilló junto a la boca de la entrada para llamar:
— ¡Hen! Acérquese. Soy el teniente Baking.
En seguida apareció el rostro del soldado por la abertura, mostrando una expresión de júbilo.
—Teniente Baking —exclamó—. Cuánto me alegra verlo de nuevo. Y tú, Jack. ¿Sabe si se ha salvado alguien más?
—Claro. El sargento Banell y Leo Yale. También encontramos a Tony Fasie, pero está gravemente herido. Los demás cayeron bajo el fuego de los rebeldes.
—El doctor Patterson quizá pueda hacer algo por Tony —adujo Hen—. Es un amigo. No habría podido salvarme de la persecución de los rebeldes sin su ayuda.
Poco después partieron Jack y el teniente en busca de los restantes compañeros.
Baking fue el primero en traspasar el umbral del cobertizo. Y percibió el suspiro de alivio del sargento Banell antes de adentrarse una docena de pasos.
—Teniente —exclamó el otro—. En una grata sorpresa volver a verlo de nuevo aquí. Estaba temiendo que los rebeldes les hubiesen sorprendido. Aunque me extraña también que hubiesen sucumbido sin armar un jaleo de los gordos. Bien. ¿Está el camino libre?
—No, sargento. Continúa la vigilancia de los rebeldes. Quieren a toda costa impedirnos la salida. Pero contamos ahora con una importante ayuda.
Les narró todo lo sucedido desde su partida del cobertizo, hasta el mismo momento de su regreso.
Al terminar, el sargento se frotó las manos con un gesto de satisfacción.
Al fin la suerte parecía volverles la cara amable.
Tony Fasie continuaba en el mismo estado de postración. El color había huido por completo de sus mejillas y su respiración era quizá más dificultosa que antes.
Lo bajaron entre los tres y emprendieron el camino.
Pero se detuvieron a una veintena de yardas de la granja al percibir, cercano ya, el crepitar de las llantas de un par de carretas batiendo el accidentado terreno.
—Deben ser los rebeldes —musitó el sargento.
—Claro —rezongó Jack—. No pensará que se trata del general Anderson en una visita de inspección al terreno.
—No podemos seguir adelante ahora —terció el teniente—. Nos descubrirían fácilmente. El campo es demasiado despejado en esta parte.
Tendieron al inconsciente Tony al otro lado de un tupido matorral, ocupando ellos posiciones en los cercanos desniveles del terreno.
Apenas habían terminado de instalarse, cuando vieron aparecer dos carretas entoldadas, que se detuvieron entre el cobertizo y la vivienda.
Seguidamente llegaron un grupo de jinetes rebeldes, que desmontaron junto a los carromatos.
Del interior de las carretas saltaron a su vez un grupo de californianos, algunos de ellos portando palas y azadas.
Estos se encaminaron hacia la casa, mientras los demás entraban en el cobertizo, donde metieron una de las carretas.
Cuatro hombres armados de rifles de repetición ocuparon posiciones en puntos estratégicos, montando la guardia.
El hecho de que los supervivientes de la patrulla no hubiesen sido aún capturados, les forzaba a adoptar ciertas precauciones.
Durante largo rato, los tres miembros de la patrulla permanecieron inmóviles viendo cómo eran cargados en las carretas los sacos de trigo, mientras otros abrían una amplia fosa cerca de la casa, en la que sepultaron los cadáveres de los Costa.
Al acabar la doble tarea, uno de los hombres, subido en la parte superior de la carreta, elevó un quinqué encendido que portaba, extendiendo en una buena distancia el campo iluminado.
El teniente y sus hombres se pegaron contra el terreno, hasta que el rebelde descendió de la carreta, dejándolos sumidos de nuevo en la oscuridad de la noche.
—No creo que esos yanquis puedan estar muy lejos —oyeron comentar a uno de los rebeldes en voz alta—. Me gustaría poder darles su merecido. No son soldados. Son asesinos. La horca es un buen final para esos miserables.
Las carretas y los jinetes se alejaron poco después y los tres hombres reanudaron su subrepticia marcha.
Se turnaron en la tarea de transportar a hombros a Tony, caminando a paso de lobo hasta la vivienda del doctor Patterson.
Pero emplearon esta vez algunos atajos, que redujeron sensiblemente la distancia.
Al fin se detuvieron junto a la entrada.
Baking golpeó discretamente con los nudillos.
Al sentir abrirse la puerta se volvió al sargento y a Jack, que llevaba el cuerpo de su compañero herido, san reparar en la extraña expresión de las facciones del doctor.
—Adelante, muchachos.
Entraron, deteniéndose, como petrificados, antes de alcanzar el centro del hall.
Los rostros de los tres hombres reflejaron un mismo estupor al verse frente a un soldado rebelde, que les encañonaba con su carabina de tiro rápido con un gesto que no dejaba lugar a dudas.
Cerca de él había otro californiano cuyos labios se curvaban en una sutil sonrisa de sarcasmo. Un hombre habituado al mando.
—Pasen —pronunció en un inglés aceptable—. Es un placer verles aquí. Los Costa eran buena gente, muy buena gente. Con todos. Y ustedes son una pandilla de criminales. Matar a sangre fría a tres personas inocentes sólo para quitarles unos cuantos dólares y algunas chucherías. Serán ahorcados de inmediato. Se cumplirá ahora mismo esa sentencia. Todos, menos usted, teniente.
— ¿A qué se debe que me perdone la vida, amigo? —inquirió—. Presiento que se trata de una maquinación
El otro emitió una seca risita antes de agregar:
—Llámelo como quiera, teniente. Usted firmará una declaración escrita, en la que se declarará culpable de los asesinatos de esas tres personas. Haremos circular largamente ese escrito por toda California. Hay muchos hombres en el país que se mantienen al margen, sin encontrar un serio motivo que los lleve a enrolarse en nuestras filas. Conozco a esa clase de personas. Cuando sepan de este crimen, muchos de ellos correrán a unirse a nosotros. Aumentará el número de nuestros hombres.
—Con eso sólo conseguirán prolongar más la guerra, hacer que aumenten las matanzas. Pero nunca ganarla.
—Eso es cosa nuestra, teniente —volvió a sonreír el otro—. Usted se limitará a hacer lo que le decimos. Y no es nada del otro mundo. Porque no puede negarme que se han portado como unos auténticos forajidos.
Baking no replicó nada.
Las palabras de aquel hombre encerraban una gran verdad. Además, estaba demasiado aturdido aún por la súbita presencia allí de aquellos hombres para coordinar sus ideas con claridad.
Se preguntó una y mil veces en un corto espacio de tiempo, si la llegada allí de aquellos hombres era casual o se debía a una traición del doctor Patterson, que los había conducido de un modo deliberado a una trampa mortal.
CAPÍTULO VIII
A una indicación del oficial californiano, el rebelde hizo un gesto con su arma, indicando la salida a los dos soldados.
—Vayan afuera —les conminó el jefe rebelde, desenfundando su revólver y situándose junto a Baking—. Llévense también a ese hombre herido. El va a tener una muerte muy dulce. Traspasará la barrera de la eternidad sin apenas darse cuenta, como en un sueño. Usted, teniente, vendrá conmigo.
Jack y el sargento no adujeron nada. Tomaron el cuerpo de Tony con gestos de resignación, de impotencia, para llevarlo afuera.
Habían jugado una importante baza y les había tocado perder. Lo peor era que llegaban al fin del juego cuando creían ya tener los triunfos en sus manos.
Empezaron a traspasar el umbral, seguidos de cerca por el rebelde, que daba ahora la espalda a los demás ocupantes del vestíbulo.
En ese Instante se abrió de golpe la puerta del fondo del vestíbulo, que comunicaba con otras dependencias de la vivienda.
Marie apareció en el hueco, empuñando un revólver con mano firme. Un revólver que apuntó rectamente al oficial californiano, pronunciando:
—No se mueva. Le aseguro que dispararé si no obedece.
El otro hizo rechinar sus dientes, distrayendo su atención del teniente Baking, para fijarla en la muchacha.
Luego trató de hacer un esguince y disparar contra ella de improviso para dominar la situación de nuevo.
Boro Baking vio allí una estupenda oportunidad. Era posible que Marie no tuviese los arrestos necesarios para apretar el gatillo y endosar un balazo a un hombre. Pero lo que había hecho era suficiente.
Cargó de súbito contra el californiano, engarfiándole la mano en la muñeca armada, impidiéndole disparar. Le retorció el brazo hacia la espalda seguidamente, hasta hacerle soltar el revólver cuando ya una leve presión más hubiese quebrado el hueso con electrizante chasquido.
Acto seguido le hizo caer al suelo y le presionó el estómago para doblegar su resistencia, al mismo tiempo que le engarfiaba ambas manos en torno a la garganta.
El soldado habíase vuelto con rapidez al oír la voz de la muchacha. Y eso lo perdió.
El soldado Yale, que tenía las manos libres, se abalanzó sobre él, golpeándole con la culata de su arma una y otra vez, hasta quebrar su cráneo.
Baking sintió la sensación de la tráquea en su dedo pulgar. Mas continuó apretando hasta después de que el oficial californiano había dejado de existir.
Entonces se levantó.
El sargento y Jack volvieron a entrar con el cuerpo de Tony, depositándolo en el suelo.
Después, Banell examinó los cuerpos de los dos rebeldes.
—Están más muertos que mi abuelita —dijo.
El teniente se acercó a la joven, que había presenciado la alucinante escena en completa inmovilidad.
Le apoyó ambas manos en los brazos antes de murmurar;
—Es usted una muchacha estupenda, Marie. De fie ser por su ayuda... Por algo confié en usted desde e£ principio. Una mujer como usted lo merece todo.
—Aunque no obtenga casi nada —susurró ella con cierta amargura.
—Me parece que la comprendo, Marie. Y estoy seguro de que un día no lejano obtendrá eso que añora desde lo más profundo de su ser.
—Descienda a la tierra, teniente —masculló Jack a sus espaldas—. Me parece que ahora está un poco en las nubes.
Baking se volvió, aproximándose al doctor, tratado de apartar de sí en ese momento aquel ramalazo de emoción que le había asaltado al sentir cerca de sí el cuerpo juvenil de Marie.
— ¿Cómo han llegado estos dos tipos hasta aquí? —preguntó—Le juro que por un momento pensó que nos había delatado al enemigo. Creo que debo pedirle disculpas por ello.
—No tiene importancia —sonrió Patterson.
—Bueno. Me duele haber dudado de usted.
—Se presentaron de improviso hace media hora escasa. Habían estado aquí otras veces.
— ¿Qué buscaban?
—Los buscaban a ustedes. Parece como si el triunfo de la batalla final dependiese de su captura. No se sienten tranquilos sabiéndoles cerca. Pensé que se marcharían pronto, pero ustedes llegaron en el momento más crítico. Además, desconfían de mí. Han ocurrido algunos atentados de personas fieles a la causa de la Unión y saben que no he sido ajeno a ellos. Lo sospechan mejor dicho. Pero necesitan mis servicios como médico y a eso se debe el que me respeten aún. Dentro de poco vendrá un destacamento de soldados rebeldes para relevar la guardia.
Baking lo miró de reojo antes de inquirir:
— ¿Dice usted que los rebeldes estaban esperando a otros hombres para relevar la guardia?
—Exacto.
— ¿Dónde montan guardia esos hombres con tanto interés al parecer?
El doctor se acercó despacio a la ventana lateral del vestíbulo y atisbó distraídamente a través de ella antes de responder:
—Los rebeldes tienen cerca de aquí un polvorín. Ya sabe. Dinamita, balas para sus armas de fuego y para los cañones. No se fían de mantener todo eso cerca del campo de batalla. Temen que un sabotaje pueda destruirlo.
Baking paseó por la estancia con pasos rápidos, entregado a una profunda reflexión.
Una idea estaba germinando en su cerebro. Una idea que esperaba poner en práctica esa misma noche.
Pasara lo que pasase.
El coronel los había enviado al encuentro de la muerte, con una misión específica.
Bien. Era posible que encontrasen todos la muerte. Lo más seguro. Pero también que cumpliesen su misión como los buenos.
—Teniente.
La voz del tejano Jack lo sacó de su abstracción.
Se volvió a mirarlos. Casi como si acabase de despertar de un pesado sueño.
— ¿Qué le ocurre, Jack? —preguntó.
—Me parece que estamos perdiendo lastimosamente el tiempo. El doctor se ha portado muy bien con nosotros. Pero lo estamos comprometiendo. Creo que es conveniente hacer desaparecer estos dos cadáveres para librarlo de la furia de sus compañeros. Si ya sospechan de él, esto servirá para sentenciarlo, aunque necesiten sus servicios.
—Tiene razón, Jack. Pero estaba pensando ahora en otra cosa.
Se volvió al doctor para decirle:
— ¿Dónde está enclavado ese polvorín de los rebeldes? Quiero que me dé una idea clara sobre ello.
Patterson asintió con un gesto. Luego respondió:
—Está situado entre unas colinas, a unas cuatro millas de aquí. En el interior de una granja abandonada. En torno a ese lugar hay varios hombres apostados, que no descuidan la vigilancia un solo instante. Y hay otros más en el interior.
—Sería buena cosa destruir ese polvorín, hacerlo saltar por los aires. Produciría un gran efecto entre los rebeldes, un doble efecto. De un lado, causaría su desmoralización. No son de por sí muy disciplinados. Y luego carecerían de municiones para alimentar esos cañones y sus propios rifles.
—Eso es cierto —respondió Patterson con recóndita excitación—. Pero es difícil. Muy difícil, teniente. Los rebeldes tienen tomadas muchas precauciones al respecto. Intentarlo sería como jugarse la vida a cara o cruz.
—Un soldado se juega la vida a cara o cruz en todo momento, doc.
—Pero cuando toma parte de una guerra, tiene por lo menos un cincuenta por ciento de posibilidades de salir indemne de ella. Aquí, no. Tendrían un noventa y nueve por ciento de probabilidades en contra. Sólo una a favor.
Baking no replicó nada.
Volvió a pasear y reflexionar, hasta que otra vez le hizo regresar a la realidad la voz del antiguo forajido tejano:
— ¿Qué hacemos con estos dos difuntos, teniente?
Baking miró al doctor, esperando que él mismo diese la respuesta.
Aquel hombre conocía mejor que nadie el resbaladizo terreno que estaba pisando y nadie mejor que él podía decidir o aconsejarle al respecto.
—La bodega puede ser un buen escondite —pronunció al fin Patterson—. Por lo menos no Se me ocurre otro mejor. Claro que tendrán que compartir su compañía,
—Sería peor tener que compartir esa bodega con dos rebeldes vivos —bromeó el tejano.
— ¿Dónde examinará a Tony? —le preguntó Baking seguidamente.
—Bájenlo también ahí. Así estaré seguro de que nadie puede sorprenderme.
Entre los cuatro hombres trasladaron los tres cuerpos hasta el cobertizo.
Baking abrió la tapa y el sargento empujó los dos cadáveres, que cayeron abajo con sendos sonidos mates, escalofriantes.
—Giles —llamó a continuación, inclinándose sobre la boca de entrada.
— ¿Qué diablos te pasa, tejano del infierno? —gritó el otro soldado desde abajo.
—Retira esos cuerpos a un lado. Vamos a bajar.
El otro obedeció sin rechistar.
Poco después estaban todos abajo. Los cadáveres apartados en un ángulo de la amplia bodega y Tony tendido sobre un montón de paja apelmazada.
La bodega era grande, de forma rectangular. Contenía algunos toneles, vacíos todos, y un lagar de cemento.
El doctor ordenó a Marie hervir agua y preparar algunas cosas. Mientras, auscultó atentamente el pecho del herido y examinó los agujeros de las balas.
A continuación procedió a cauterizarlas, a extraer los proyectiles, aplicarles ungüento y vendarlas.
Al terminar le obligó a despertar de su pesado sopor para hacerle tragar una medicina.
— ¿Cómo está, doc? —inquirió el teniente.
—Muy grave. He hecho cuanto he podido, pero tengo la impresión de que esto ha sido muy poco.
— ¿Alguna esperanza para él?
—Muy pocas. Digamos una entre un millón.
—Ya.
—Lo más normal es que hubiese muerto ya para estas horas —agregó el doctor Patterson—. Pero es muy fuerte. Su naturaleza se resiste a sucumbir. Esa es nuestra única esperanza. Como ve, una esperanza muy remota.
— ¿Qué piensa hacer ahora, doc? —agregó el teniente—. Creo que lo hemos puesto en un brete. Las muertes de ese oficial rebelde y del hombre que le acompañaba...
—Limpiaré de momento la sangre que han dejado en el vestíbulo —respondió éste con una sonrisa—. Luego... Bueno. Me parece que son las circunstancias las que mandan. He de atenerme a ellas. Pero sí puedo decirle algo. No me arrepiento de lo sucedido. Si la situación se repitiese, volvería a obrar de idéntica manera.
El teniente Baking tomó por un brazo al médico y lo llevó hasta un rincón apartado de la bodega, adonde apenas llegaba ya la luz de los faroles que iluminaban la sombría estancia. Donde no pudiesen oírlos nadie más.
—Escuche, doc —dijo—. Estoy esbozando un plan.
—Bien. Adelante, teniente.
—Vinimos aquí para cumplir una misión determinada y sólo la hemos cumplido en parte. Me gustaría saber si cerca de aquí hay algunos hombres dispuestos a empuñar las armas en un momento dado para luchar contra los rebeldes.
Patterson asintió con leves gestos de su cabeza mientras su mirada parecía ausentarse al meditar en lo que acababa de oír.
Al fin miró de frente al oficial federal, respondiendo a su pregunta:
—Los hay, por supuesto. Unos cuantos. No muchos, pero sí hombres decididos.
— ¿Le sería muy difícil ponerse en contacto con ellos esta misma noche?
—No. Podría hacerlo.
—Tenga en cuenta que debe tratarse de hombres de confianza —apuntilló Baking.
—Lo son —respondió su interlocutor sin la menor sombra de duda en su gesto ni en su voz.
—Entonces me gustaría pedirle que los llamase. Luego le daré más instrucciones al respecto. Antes debo meditar más en todo esto.
—Como quiera —arguyó Patterson—. Voy a preparar café para todos. Lo necesitamos. Y hablaremos cuanto quiera, teniente. Piense y estudie detenidamente a fondo este asunto. Lo veo venir. Y le aseguro que me gusta lo que piensa.
—De acuerdo.
Baking lo acompañó hasta la salida de la bodega.
— ¿Y el pequeño Rudolf? —le preguntó.
—No se inquiete por él. Estará bien en esta casa. No une parece conveniente enviarlo ahora hasta su granja.
Baking fue a volverse para retornar junto a los supervivientes de la patrulla, que permanecían en el rincón más hondo de la bodega en torno a los faroles y junto al herido Tony.
Pero el doctor lo contuvo por un brazo.
—Un momento, teniente —pronunció, bajando la voz.
—Dígame, doc.
— ¿Qué les ha ocurrido a los Costa? Ese oficial pareció acusarlos de algo.
— ¿Los conocía?
—Eran buenos amigos míos. Parecían colaborar con los rebeldes, pero la verdad es que simpatizaban con nuestra causa de la integración con Estados Unidos.
—Entiendo.
Guardó un corto silencio antes de añadir:
—El sargento y yo los encontramos muertos en su granja. Asesinados a balazos.
Por un momento se entornaron los párpados de Patterson, ocultando su mirada.
— ¿Quién los mató, teniente?
—Le juro que me gustaría saberlo tanto como a usted en este momento. Pero lo ignoro. No obstante, tengo la impresión de que el criminal es uno de los miembros de mi patrulla. En eso comparto la opinión de los rebeldes. También espero descubrirlo antes de abandonar este asunto. Le doy mi palabra de que si consigo eso, el criminal recibirá su castigo.
Patterson asintió con un gesto enérgico de cabeza.
—Eso espero, teniente —pronuncié—. No hay cosa más repugnante que un crimen así.
— ¿De veras piensa de ese modo, doctor Henry Bess?
Lo dijo impulsivamente. Dejándose llevar por algo que dominó todos sus demás sentidos en ese instante.
Vio el asombro en la mirada del doctor. Después la amargura, incluso el desánimo.
No intentó negar aquella evidencia.
— ¿Cómo me ha... reconocido, teniente?
—Usted debe recordar a mi padre. Charles Baking. Visitaba nuestra casa con asiduidad.
El doctor hizo un gesto afirmativo.
—Claro que lo recuerdo, muchacho. Usted era aquel niño de cara llena de pecas, mente inquieta y travieso como él solo.
—Exacto. ¿Sabe, doc? En Boston aún recuerda la gente aquella trágica noche en que su mansión ardió por los cuatro costados, hasta convertirse en un montón de cenizas. Todo el mundo creyó que los cadáveres eran los de su esposa y el suyo. Estaban acribillados. Como los de los Costa. Pero es obvio que aquel hombre no era usted.
Patterson humilló la cabeza por un instante. Para que el teniente no pudiese ver en sus pupilas aquel fuego que había aparecido en ellas, fiel reflejo de sus sentimientos.
Estaba evocando aquella parte de su pasado, bajo el influjo de las palabras de Baking. Y otra vez sentía aquel arrebato de furor sin límites que lo había llevado a empuñar el arma, disparar y prender fuego a la mansión, derramando antes el contenido de algunas latas de queroseno.
—No era yo, desde luego —habló al fon—. Eran un gran amigo mío y mi esposa. Hacía tiempo que sospechaba algo. Esa noche los sorprendí. Y obré a mi manera. Quizá perdí la cabeza. No lo sé. Jamás he intentado hacer un examen detallado de todo eso. Lo he dejado pasar. Todo fue demasiado duro. Dejé que el fuego purificase aquella mansión y decidí empezar de nuevo lejos de todo cuanto pudiese recordarme aquello tan humillante.
Baking le apoyó una mano en el hombro.
—Sólo Dios puede juzgarlo, doctor. Yo le comprendo.
Salió el doctor seguidamente, dejando caer la tapa y amontonando paja sobre ella antes de alejarse hacia la casa.
Entonces Baking regresó con paso lento junto al sargento y los soldados.
Reparó en la extraña mirada con que el sargento envolvía a Giles Hen.
Reg Banell se puso en pie de pronto y señaló al soldado:
—Usted no vino aquí directamente después que salimos de estampía al descubrirnos los rebeldes —pronunció en tono seco cortante.
El soldado Hen no respondió de inmediato. Primero miró con calma todos los rostros que le rodeaban, para fijar sus pupilas en las acusadoras del sargento.
Respondió al fin:
—Claro que no vine aquí inmediatamente después de salir huyendo, sargento. Me costó lo mío eludir la persecución de los soldados californianos.
—Estuvo en una granja situada más al este, detrás de la cual hay un amplio cobertizo, ¿no es así?
Las palabras brotaban de los labios de Reg como trallazos.
La mirada de Giles Hen se tornó huidiza ahora. Palideció intensamente y sus gestos dejaron de ser tan seguros como hasta entonces, para tornarse más nerviosos.
—Conteste, Hen —bramó el sargento.
— ¿Qué es esto, sargento? — masculló en tono evasivo—. ¿Un interrogatorio? Me parece bien recordarle que aquí no tiene validez alguna su antiguo cargo de sheriff.
—Le he dicho que conteste —bramó Banell fuera de sí.
Hen se incorporó lentamente. Se achicaron sus pardos ojillos. La furia apreció en ellos.
Baking se dio cuenta de que aquel hombre era en ese instante como un barril de pólvora, al que se había arrimado demasiado una antorcha encendida. Un leve acercamiento más y haría explosión. Una explosión violenta, contundente.