CAPÍTULO II

 

Peter sacudió la cabeza con vigor para apartar de sí aquellos pensamientos.

No era el momento más propicio para torturarse con su obsesionante idea. La guerra era así y había que admitirla con todas sus consecuencias. No la había provocado él. Ni tenía culpa de nada de lo sucedido aquella terrible noche. El habíase limitado a cumplir órdenes.

Estaba seguro de que el coronel Glicer lo consideraba un cobarde. El y otros muchos oficiales y soldados que combatían a su lado.

Era natural que el coronel no quisiera admitirlo en su familia. No podía reprocharle nada por eso. Ni tampoco que Bella se hubiese apartado de él para unirse a otro hombre.

Si alguien tenía que morir, era lógico que el coronel hubiese pensado en él. En él y en los hombres que había designado para que le acompañasen. Hombres marcados por algún estigma.

El mismo coronel se lo había insinuado así al comunicarle los nombres del sargento y de los demás hombres que debían acompañarle.

"Si no regresan, teniente Baking, no creo que nadie les eche mucho de menos.” Esas habían sido sus palabras.

Nadie confiaba en que su labor pudiese ser efectiva. Los californianos tenían las cosas bien dispuestas y no iban a tardar en descubrirlos. No podrían destruir más que un número restringido de cañones.

Pero había que intentarlo. Ante esas circunstancias, con la certidumbre de que los hombres que lo intentasen jamás podrían regresar con vida de la misión, era natural que el coronel hubiese preferido enviar a la muerte a una partida de forajidos.

Centró su atención en el ruido, que volvía a producirse con claridad.

El hombre volvía a deslizarse por el suelo, aunque ahora lo hacía con menos precauciones.

De pronto aplastó con su cuerpo un montón de hojarasca, cuyo crepitar debió ser audible en una distancia considerable.

El estrépito de las resecas hojas cesó al fin y el teniente Baking captó un gemido.

Se frunció su entrecejo al captar seguidamente unas palabras, mezcladas con el lamento.

Entonces abandonó a su vez toda precaución, corriendo hacia el lugar donde se hallaba aquel hombre.

Descubrió al fin el cuerpo tendido sobre el montón de hojarasca, agitándose levemente y dejando escapar aquellos gemidos que le habían alertado.

Se trataba de uno de los soldados de la patrulla. Uno de los miembros de aquella patrulla de forajidos.

Se arrodilló junto a él, volviéndolo de cara al límpido cielo de California.

Era Tony Fasie. Lo conocía bien.

—Tony, muchacho —musitó—. Soy el teniente Baking

El otro abrió los ojos para mirarlo.

Sudaba copiosamente, sus facciones se contraían e» un gesto de dolor y su cuerpo se convulsionaba en espasmos.

Peter palpó la sangre que empapaba la guerrera del soldado.

—No se mueva, Tony —dijo— Está herido. El sargento está conmigo. Le sacaremos de aquí. Hay que curar esa herida.

El sargento Reg llegó junto a ellos poco más tarde.

—He oído sus voces, teniente —comentó—. ¿Qué le ocurre a Tony?

—Está herido. Irene la pechera de la guerrera empapada de sangre. Pero no podemos encender una luz para examinar esa herida.

—Quizá en el fondo de la hondonada. Hay muchas ramas por el suelo. Si cubrimos con unas cuantas ramas en forma de techo, es posible que la luz no trascienda al exterior.

El teniente lo miró de reojo.

Siempre había tenido al sargento Banell por un hombre duro. Lo era, desde luego. Un hombre para quien no parecía tener importancia una vida humana.

Sin embargo, ahora parecía mostrarse como un gran compañero, al que no importaba el riesgo con tal de ayudar al herido.

—No le conocía bajo este aspecto, sargento —adujo— Confieso que es usted un nombre desconcertante. Pero celebro sus sentimientos humanitarios.

El sargento Banell le devolvió la mirada, aunque la suya estaba llena de estupor.

—¿Humanitario? —respondió—. Creo que usted no me ha comprendido, teniente. No sé lo que usted entiende por humanitario. Mas para mí esa palabra sólo tiene un significado: salvar por todos los medios mi propio pellejo. Es lo que intento hacer ahora. No quiero dejar abandonado aquí a Tony, al menos hasta comprobar si existe alguna esperanza para él. Pero si esa esperanza no existe, tampoco voy a cargar con un estorbo que nos retrase. No me agrada la idea de caminar cargado con un cuerpo que se desangra lentamente. Creo que usted entenderá ahora lo que quiero decir.

—Por supuesto —exclamó Baking en tono tenso—. Trataría de salvar a un herido que no fuese un estorbo. Si Tony está muy grave, sugiere que lo abandonemos aquí para emprender solos el camino de regreso, ¿no es así, sargento?

—Exacto, teniente.

—Pero...

—Escuche algo más antes de emitir su criterio —le interrumpió.

—De acuerdo. Hágalo —lo invitó Peter.

—Recuerde lo que hablamos antes. Acaso me comprenda mejor de esta manera. No soy un héroe. Tampoco aspiro a serlo. Pero alguien que entendía de estas cosas, me enseñó algo muy importante. Uno debe mirar siempre por sí mismo lo primero. No considero un acto de heroísmo, ni siquiera de compañerismo, suicidarse para evitar que un cadáver quede en poder de nuestros enemigos. Son muchos los que mueren en una guerra. Uno más no va a hacer cambiar el curso del mundo.

Baking asintió con lentos movimientos.

Tenía razón el sargento en eso. Era duro tener que hacerlo, pero tenía razón.

Si Tony estaba herido de muerte, no debían intentar llevarlo a ninguna parte. Aunque su corazón continuase latiendo por algún tiempo. La guerra enseña al hombre a tener un sentido práctico, aunque retorcido, de la vida. A costa de dejar que la conciencia se atrofie. Pero un sentido práctico al fin y al cabo.

—Está bien —dijo al fin—. Vamos a llevarlo a la hondonada.

Entre los dos transportaron el cuerpo del soldado herido, que había perdido el conocimiento, depositándolo en el fondo de la depresión.

El sargento colocó varias ramas, arrancadas de cuajo por las explosiones, sobre la hondonada, en forma de techo, que recubrieron con hojas y con sus propias guerreras de los uniformes.

Seguidamente rasgaron la ensangrentada prenda de Tony, examinando sus heridas a la luz de un fósforo que el teniente encendió.

Tony tenía tres balazos en el pecho. Alguno de ellos habla atravesado sus pulmones, dificultando su respiración, haciendo que la sangre manase en continuado hilillo por las comisuras de sus labios.

Los dos hombres se miraron.

—¿Qué le parece esto? —musitó Peter.

—Muy mal —rezongó Reg Banell—. No creo que podamos moverlo. Se nos desangraría.

—He visto heridas como éstas. Otros hombres han sanado de ellas.

—Es posible que esté en lo cierto, teniente. Si Tony la hubiese recibido en el valle, acaso se hubiese podido salvar con el doctor muy cerca para atenderlo. Pero aquí...

—Le taponaremos estas heridas. Podremos contener la hemorragia.

—Vuelva a la realidad, teniente —masculló el sargento con un gesto de impaciencia, de dureza al mismo tiempo—. Esto no es un juego de niños. Puede costarnos la vida a los tres. Le taponaremos las heridas. Lo más seguro es que deje de brotar la sangre por ellas. Pero dígame qué podemos hacerle para taponarle también las perforaciones de los pulmones. Porque los tiene perforados. No hay más que verlo respirar como un fuelle para darse cuenta de ello. Se nos desangrará por dentro.

Baking comprendió que el sargento tenía razón una vez más. Las heridas de Tony Fasie eran gravísimas.

Aun suponiendo que consiguiesen alcanzar a las fuerzas del general Anderson, sería demasiado tarde para él. Sólo una rápida intervención de un doctor podía acaso devolver al soldado herido una leve esperanza de vivir.

Pero aquello estaba tan lejos de su alcance como la luna que brillaba en el cielo. Además, el transporte de Tony les dificultaría mucho la marcha. Sólo llegarían, si llegaban, con un cadáver a cuestas.

—De acuerdo —dijo al fin, tomando una rápida decisión—. Prepárese para emprender la retirada, sargento. No necesito advertirle que debe andar con el mayor sigilo. Sabe lo qué le espera de no hacerlo de esa forma. Y no demore más su partida. Si esos californianos han decidido batir el terreno para cazarnos, no creo que tarden en dejarnos encerrados en un círculo de fuego. Suerte.

El sargento saludó de un modo puramente maquinal. Luego hizo ademán de escabullirse fuera de la hondonada.

Pero se volvió de nuevo hacia Baking.

—Oiga, teniente —rezongó—. ¿Es que no viene conmigo?

—No.

—¿De veras ha decidido cometer la locura de llevar consigo a Tony?

—Exactamente —fue la rápida respuesta—. No quiero dejarlo aquí; no puedo hacerlo. Es algo más fuerte que mi propia voluntad.

—Lo olvidará —insistió Banell—. He hecho cosas peores que ésta, provocadas por las circunstancias. De veras que entonces pensé lo que está usted pensando en este instante. Que jamás podría olvidarlo, que el recuerdo me perseguiría por el resto de mis días. Pero no es así. Uno se hace insensible a fuerza de golpes.

—Está bien. Adelante, sargento.

—Escuche, Baking —replicó éste—. Usted es quien manda aquí. No voy a indisciplinarme. ¿No piensa ordenarme que me quede para ayudarle? Puede hacerlo.

—Lo sé. Pero no quiero hacer valer mis derechos en esta ocasión. ¿Sabe por qué? Porque estoy convencido de que tiene razón en medio de todo. Esto es una locura y lo más seguro es que yo muera también por intentar llevarla hasta el fin. Pero también puede darse el caso de que usted muera a manos de nuestros enemigos por obedecer mis órdenes y, además, Tony no llegue jamás vivo hasta el doctor. Entonces mi conciencia me lo reprocharía más que si abandono ahora a este muchacho. Eso es todo.

El sargento Reg Banell escupió con rabia a un lado.

—Ignoro las razones del coronel Glicer para enrolarlo en esta empresa descabellada —refunfuñó—. Usted mismo dijo que todos cuantos componemos esta patrulla somos unos... Bueno. Carne de presidio o algo semejante. Pero, a veces, da usted la sensación de estar hecho de madera de héroe.

—Nada de eso, sargento —replicó Peter—. Soy simplemente un hombre. Con las virtudes y los defectos propios de un ser humano. Quizá con más defectos que virtudes. Pero eso es un lastre que arrastramos desde que el mundo es mundo. Desde que Adán y Eva fueron creados.

—Sí —ironizó Reg—. Pero ellos no corrieron el riesgo de que un sheriff les echase la mano encima por cualquier falta. Empezaron con más virtudes que defectos. Para acabar el cuadro, uno de sus hijos fue el primer asesino del mundo.

—Y otro el primer hombre justo, sargento.

—Claro. Por eso murió demasiado joven.

El teniente Baking se quitó la guerrera y empezó a cortarla en tiras para vendar el tórax del herido.

—¿Eso piensa ponerle en las heridas, teniente? —inquirió Banell.

—No dispongo de otra Posa mejor.

—Bueno. La infección está garantizada.

—Dé acuerdo —sonrió Baking—. Esperó que los piojos no le molesten demasiado. ¿Por qué no se marcha ya, sargento?

Reg hizo un gesto resignado con los hombros antes de responder:

—Me quedo. Le ayudaré. Me desasosiega la idea de dejarlo solo con este saco de papas.

El teniente taponó las heridas con unos pañuelos, vendándolas a continuación.

Antes que hubiese completado el vendaje, Tony volvió en sí.

Tenía una fiebre muy elevada y eso hacía que pronunciase extrañas palabras de delirio.

—Es inútil —masculló el sargento después de apagar la ramita de pino resinoso de la que habíanse servido para alumbrarse en el interior del hueco—. Éste muchacho está muy grave. Si encontrásemos un lugar más cercano que el valle donde pudiese ser atendido...

—Espere —dijo Baking, chascando la lengua—. Tiene razón. Me ha dado una idea. Hay una casa cerca de aquí. ¿No la .recuerda? Al otro lado de ese bosquecillo de abetos. Parecía una granja.

—Sí que la recuerdo. Pero lo más seguro es que esté abandonada. No creo que nadie se haya atrevido a permanecer en ella después de la fiesta que se ha organizado aquí.

—Es posible que sea así —respondió el teniente—.

Pero puede que encontremos algo allí que nos sirva para atender mejor a Tony. Por supuesto, espero encontrar a alguien en esa granja. Conozco a estos californianos. Son capaces de quedarse a morir junto a su casa y su trozo de tierra antes que abandonarlo.

—Corremos un albur —insistió el sargento—. Si no hay nadie, malo. Si hay alguien, acaso peor. No sabemos de qué parte están esos hombres. No conviene olvidar que California anda ahora dividida en dos bandos. Además, es posible que la tengan ocupada los jefes de los rebeldes.

El teniente Baking asintió con lentos movimientos.

Reg tenía razón una vez más. Estaban en un territorio donde en cada hombre podían encontrar un amigo o un enemigo. Acudir a esa granja significaba dejarlo todo en manos de la suerte, jugarse la partida a cara o cruz. Una partida en la que estaban en juego sus propias vidas.

Pero si el dueño simpatizaba con la causa de la Unión, allí podían encontrar lo que necesitaban. Incluso dejar a Tony bien atendido y oculto, mientras ellos, libres de trabas, intentaban el retorno al valle.

Pero si aquellos granjeros eran fieles a la causa de la independencia de California...

—¿Qué decide, teniente? —inquirió Reg.

—Creo que lo mejor es seguir adelante.

—Esa es también mi opinión después de todo.

Entre los des sacaron afuera al inconsciente Tony.

Había vuelto a perder el conocimiento, pero se agitaba de continuo y continuaba delirando a causa de la alta fiebre.

—Me parece que este muchacho está en las últimas —barbotó el sargento—. Si no se muere pronto, vamos a tener que amordazarlo.

Baking no respondió. Se limitó a levantar al herido por los sobacos, dejando que Reg lo cogiese por los pies.

Seguidamente empezaron a caminar con lentitud, tensos los músculos y el ojo avizor, en dirección Oeste.

El sargento Reg, que abría la marcha, se detuvo de pronto, dejó caer al suelo las piernas del herido y empuñó su “Colt” en tensa actitud.

Baking depositó en el suelo con suavidad la espalda y la cabeza de Tony, situándose junto al otro.

—¿Ha visto algo, sargento? —musitó.

Este, por toda respuesta, le señaló varios puntos situados frente a ellos.

Entonces el oficial observó varias siluetas que se movían con sigilo de un lado para otro por el terreno.

—Californianos —susurró.

—Claro. Nos han cortado la retirada. Estos greaser son el diablo.

—Tenemos que retroceder, intentar llegar hasta esa granja —manifestó Baking.

—Correremos el riesgo. No se puede seguir adelante Es posible que de momento sólo hayan cerrado el pase por este lado para asegurarse de que no escapamos. Pe ro irán estrechando el cerco para empujarnos hacia atrás.

—Ojalá sea como dice —agregó Baking.

En ese momento escaparon roncos gemidos de la garganta del herido, cuyo cuerpo se sacudió en violen tos espasmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO III

 

Los dos hombres permanecieron inmóviles, como petrificados.

Reaccionaron cuando Tony prorrumpid en palabras entrecortadas, que brotaron con fuerza de sus labios.

Ambos se tendieron en el suelo, aprestando sus armas.

Las voces de Tony debían haber sido oídas desde San Francisco.

—Cierra la boca, imbécil —barbotó por lo bajo el sargento.

Acto seguido estiró su pierna izquierda, oprimiendo la boca de Tony con su pantorrilla para impedirle proferir sonido alguno.

No pudieron ver ya las siluetas de los californianos, pero sintieron la conmoción que habíase producido entre ellos.

Ahora permanecían con todos los músculos en tensión, alertados. Tan alertados como ellos mismos.

—Le dije que esto era una locura —murmuró Reg entre dientes—. Este idiota parece tener sangre de mujer en sus venas. Ponerse a chismorrear precisamente ahora...

Sintieron un roce a su derecha.

De pronto se elevó una voz, inquiriendo algo en español.

Se miraron en silencio. Luego, el sargento se irguió ligeramente sobre un codo, elevó su mano al aire y respondió en el mismo idioma, que conocía a la perfección.

Entonces se destacó un hombre desde detrás de una joroba del terreno, avanzando hacia ellos sin precaución alguna.

La respuesta de Reg le hacía confiar en que se trataba de otro de sus compañeros lanzados tras las huellas de los supervivientes de la patrulla que habíase infiltrado entre sus filas.

El sargento se irguió a su vez después de haberse quitado el kepis para evitar que el otro pudiese reconocerlo demasiado pronto. Avanzó al encuentro de su confiado enemigo.

Reg obró con una serenidad escalofriante.

Lo dejó llegar hasta una distancia peligrosa. Una distancia en la que aquel hombre podía distinguir ya su azul uniforme del ejército federal.

En ese momento saltó hacia delante como impulsado por una ballesta.

Dejó caer al suelo el “Colt”, disparando el canto de su mano contra la garganta del otro, que gimió levemente. Acto seguido pasó su brazo sobre el cuello del rebelde californiano y lo oprimió con todas sus fuerzas, haciéndole arrodillarse y clavándole una rodilla en los riñones para impedirle moverse y poner resistencia.

Secos gruñidos brotaron de la garganta del otro. Gruñidos que fueron debilitándose paulatinamente. Después dejó de forcejear.

Pero Reg continuó aún su mortal abruzo, hasta cerciorarse de que era un cadáver lo que retenía entre sus manos.

Entonces lo soltó, depositándolo con cuidado en el suelo para evitar el ruido del impacto sobre la hojarasca.

No había hecho uso del arma de fuego para abatir a su adversario y quizá los otros compañeros del muerto no habían advertido nada, en cuyo caso podían continuar conservando una esperanza de salvarse.

Retornó junto al teniente, permaneciendo ambos durante largo rato en estado de alerta, hasta convencerse de que nadie parecía haber advertido lo ocurrido entre sus enemigos.

Las voces de ambos hombres debían haberlos convencido de que aquella parte del terreno estaba siendo explorada y continuaban su inspección por otros lados.

Pero continuaban cortándoles la retirada. Algunos de ellos ocupaban posiciones estratégicas, esperando que los supervivientes de la patrulla se atreviesen a huir por allí.

—¿Se ha fijado, teniente? —pronunció Banell con sarcasmo—. Apuesto a que usted se ha alegrado que haya terminado así con ese desgraciado.

—Desde luego.

—Bueno. He sido sheriff en un pueblecito de Wyoming. Una vez estranguló un vaquero a otro compañero.

Lo perseguimos como si se tratase de una fiera. Lo ahorcaron. Y ahora, en cambio...

—No diga estupideces —replicó Baking—. ¿Cree que ese californiano se hubiese molestado en saludarnos y llevarnos hasta sus jefes para que nos invitasen a una jarra de café? Vamos, ayúdeme a llevar a Tony.

Volvieron a cargar con el inconsciente soldado, avanzando a paso de lobo en la dirección en que habían visto la granja durante su huida.

Llegaron sin novedad hasta las proximidades de la misma.

Se trataba de un sencillo edificio de madera, de una sola planta, levantado sobre pilotes para impedir la penetración de las aguas torrenciales de California cuando éstas se desataban. Junto a la parte posterior había un cobertizo que debía ser utilizado para guardar el grano, separado una docena de yardas de la pared de la casa.

Estaba sumido en la oscuridad y el silencio. Un silencio que se les antojó amenazador, como impregnado de un siniestro presagio.

—Conocí una mansión cercana al pueblo donde fui sheriff —rezongó el sargento—. Un día aparecieron asesinados todos sus dueños. Cosidos a cuchilladas. Bien. Esta casa me recuerda aquella otra.

Baking asintió con lentos movimientos.

Podía deberse a las circunstancias que estaban viviendo, al hecho de que acaso sus enemigos se hallasen en su interior y eso despertase su aprensión. Pero era cierto que aquella casa parecía rezumar un ambiente siniestro, macabro, que enrarecía la atmósfera en torno a ella. Como esos lugares dónele la muerte ha hecho acto de presencia.

—Espere aquí, sargento —musitó Baking—. Me acercaré primero para ver.

—Tenga cuidado.

El teniente avanzó sin abandonar su cautela, hasta la misma entrada de la vivienda.

Pulsó la manecilla, comprobando que estaba abierta.

Abrió la hoja de súbito y se adentró dos pasos, oscilando la mano que empuñaba el “Colt” para cubrir a los posibles ocupantes de la estancia.

No había nadie allí.

En el centro del sencillo vestíbulo pudo descubrir una mesa y algunas sillas, colocadas sin orden ni concierto. Todo con la apariencia de no haber sido utilizado al menos durante las últimas horas.

El sargento Reg avanzó a su vez hacia la casa, llevando entre sus fornidos brazos el cuerpo del soldado herido.

—Parece deshabitada, ¿eh, teniente?

—Sí que lo está —respondió el oficial—. Cierre la puerta. Atrancaremos todas las ventanas para impedir que la luz trascienda al exterior. Quizá aquí encontremos algo para aliviar a Tony.

Reg se encargó de comprobar que todas las contraventanas quedaban cerradas y atrancadas.

Entonces encendió Baking un quinqué de queroseno, inundando la estancia de luz.

La mesa, las sillas, un pequeño armario y un estante en la pared componían todo el mobiliario.

—Esta gente ha debido alejarse de aquí ante el fragor de la batalla —comentó Reg.

—Eso parece. Porque todo esto indica que la granja ha estado habitada hasta muy recientemente. Fíjese. No hay polvo acumulado sobre los muebles ni telarañas en los rincones.

En aquel vestíbulo había tres puertas, una de las cuales, que permanecía abierta, era la de la cocina.

El sargento abrió otra, con el fin de registrar toda la casa.

Daba a un sencillo dormitorio y chistó al teniente para indicárselo.

—Aquí hay un cama, teniente. Tony se encontrará bien en ella.

Entre los dos lo llevaron hasta el lecho, cubriéndolo con una manta. Luego, Baking comprobó su pulso.

—Tiene mucha fiebre y su pulso es muy acelerado —dijo—. Me parece que sus momentos de vida están contados.

—Es fuerte. Resistirá aún unas cuantas horas.

—Vamos a terminar de registrar esto, sargento. Quizá encontremos whisky o algo que nos sirva para desinfectarle esas heridas.

Miraron en los armarios y en la mesilla.

Había ropas allí. Unos vestidos de mujer de alegres colores. En la mesilla, unos zapatos también de mujer y una caja con ungüento y un frasco conteniendo alcohol.

Baking vertió alcohol sobre las vendas que cubrían las heridas del soldado. Luego ahuecó éstas para aplicarle ungüento.

A continuación pasaron a la habitación contigua.

Se paralizaron en el vano, mirando la horrible escena que se ofrecía a sus ojos.

Era otro dormitorio, con una amplia cama de hierro labrado en el centro. En el suelo, junto a la raída alfombra de piel de oso, en trágicas posturas, había tres cadáveres ensangrentados.

Un hombre y una mujer, ambos de edad madura. Matrimonio al parecer. Y junto a ellos, el cuerpo juvenil de una muchacha como de unos veinte años, cuya mueca de terror había quedado estereotipada en sus rígidas facciones. Una mueca que no desterraba del todo la singular belleza de su rostro.

El teniente Baking avanzó despacio hacia los tres cuerpos, arrodillándose junto a ellos. Luego palpó la rígida frente de la joven.

—La muerte de estos desgraciados es reciente —dijo—. Están calientes aún. Y la sangre no ha terminado de coagularse. Los han acribillado.

—Habrán sido esos greaser del diablo —masculló el sargento—. Malditos criminales. Sólo ellos son capaces de matar así.

El oficial se puso en pie con lentos movimientos

—¿Por qué han tenido que matarlos? —susurró como si hablase consigo mismo—. No creo que estos desgraciados supusieran un peligro para esos hombres. Por eso es poco probable que hayan sido ellos los que han consumado este crimen repugnante. No les interesa ganarse la enemistad del pueblo que tratan de liberar.

—¿No? ¿Quién ha podido ser entonces? Esta zona está plagada de californianos rebeldes.

—Precisamente por eso —machacó Baking.

—Pues no lo entiendo —bramó el sargento.

—Los californianos ocupan estos terrenos desde hace unas semanas. Si estos desgraciados no han huido de aquí es porque no se consideraban en peligro. Si los han matado los rebeldes, ¿por qué han esperado tanto tiempo para hacerlo?

—Puede haber una explicación —refunfuñó el sargento tras una breve reflexión.

—¿Cuál?

—Suponga que algunos de nuestros hombres han llegado hasta aquí durante la desbandada y esta gente los he protegido. Si han sido sorprendidos de esta forma por nuestros enemigos...

—Es una explicación razonable —habló Baking después—. Pero me consta que ni usted mismo la cree ¿Dónde está el cadáver de nuestro soldado de la patrulla?

—Quizá se lo llevaron prisionero.

—No lo creo así. Yo tengo otra explicación, otra versión distinta de los hechos.

—Pues suéltela —instó Banell.

—Suponga que es cierto que uno de nuestros soldados ha llegado hasta aquí. Ha sido él quien ha podido hacer esto.

—Pero...

—Comprendo las razones que le hacen vacilar y desechar mi versión, sargento —le atajó—. Antes ha dicho que sólo los californianos son capaces de matar de esta manera. Ahora busque la forma de convencerse a sí mismo de que ninguno de nuestros soldados es incapaz de matar a tres seres indefensos. Sólo es una cuestión de amor propio por su parte dudar eso.

—Bien. ¿Por qué habría de hacerlo? —masculló Reg. —Codicia acaso. No olvide la causa que impulsó al coronel Glicer a seleccionar a los hombres que formamos la patrulla.

El sargento Reg oprimió las mandíbulas, hasta hacer rechinar sus dientes.

Esta vez era el teniente Baking el que tenía razón. Conocía algo del pasado de algunos de los hombres de la patrulla. Si los demás eran iguales a sus viejos conocidos, cualquiera de ellos podía haber cometido aquel crimen.

Baking abandonó la habitación, pasando junto al herido, que continuaba agitándose en el lecho y delirando.

—¿Qué hacemos ahora, teniente? —inquirió Reg desde la puerta.

—No lo sé. Es imposible la huida en estos momentos. Y tampoco creo que nos podamos considerar muy seguros en esta granja.

—Hay un cobertizo detrás de la vivienda. Voy a inspeccionarlo.

—Espere, sargento. Voy con usted.

Salieron los dos al exterior después de apagar el quinqué.

Dieron la vuelta a la casa, acercándose al cobertizo. Era grande, de paredes de adobes, con una amplia puerta de madera, abierta ahora a medias.

Entraron en él, cerrando antes de encender el farol que colgaba de un clavo en una de las paredes.

La paja se amontonaba en un ángulo del cobertizo.

Al fondo, una escalera de madera se apoyaba contra el borde de un alto que ocupaba casi la mitad superior del cobertizo. Varios sacos de trigo se amontonaban en el borde, dejando un pasillo en el centro para poder adentrarse en él.

El teniente señaló a Banell algo que sobresalía bajo el montón de paja. El tacón y parte de la suela de una bota.

Tiraron de él, arrastrando el cadáver de un hombre muy moreno, joven, de negro bigote y camisa blanca, que la sangre había teñido de rojo en su pechera, donde varios disparos a quemarropa habían puesto fin a su vida.

—¿Qué me dice de esto, sargento? —le preguntó el oficial.

—No sé qué pensar —soslayó—. Han podido ocurrir tantas cosas...

—Diga algunas de ellas.

—Bueno. Suponga que el dueño de esta granja colaboraba con nuestros hombres de un modo u otro. Este tipo los sorprendió y ellos lo mataron. Entonces sus compañeros vengaron su muerte. O estuvo aquí uno de nuestros soldados. Le ayudaron y se vieron precisados a liquidar a este californiano.

—¿Nada más? —apuró Baking.

—Creo que ahora le toca a usted contar una historia de los hechos, teniente.

—De acuerdo —replicó el teniente con dureza—. Uno de los supervivientes de la patrulla llegó hasta aquí y mató a esas gentes para robarles algo, para impedir que lo entregasen a nuestros enemigos.., o por puro instinto. Luego se refugió en este cobertizo y pudo sorprender también a este hombre.

—Vamos arriba —adujo el sargento—. Es mejor dejar las cosas como están. A lo mejor encontramos ahí arriba un buen escondite donde permanecer hasta que se haya despejado el camino.

Subieron juntos.

Los sacos de grano se apilaban a ambos lados, dejando un hueco en el centro y atrás.

Había también algunas herramientas y aperos de labranza.

El sargento derribó unos cuantos sacos, dejando un amplio hueco en el centro mismo de las pilas. Después volvió a apilarlos, de forma que el hueco quedase totalmente oculto desde afuera. Dejando un espacio para joder entrar, que debían rellenar desde adentro.

—¿Qué le parece esto? —pronunció en tono jadeante s causa del esfuerzo realizado.

—No está mal del todo.

—No creo que si vienen y miran esto, se les ocurra derribar todos los sacos para mirar detrás de ellos.

—A usted se le ha ocurrido hacerlo, sargento.

—¡Al diablo usted y sus malditas ocurrencias! —trotó Reg—. ¿Quiere que nos quedemos ahí abajo velando a cabecera de Tony y esperando a que los californianos los sorprendan rezando junto a él?

Baking sintió tentaciones de hacer valer su autoridad, incluso de aplastarle la nariz de un puñetazo. Y durante un espacio de tiempo, los dos hombres se miraron de una manera desafiante, olvidándose momentáneamente de los uniformes que vestían.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO IV

 

El teniente se contuvo al fin, depuso su actitud.

Se dijo que la excitación del sargento estaba justificada. La acuciante sensación de poder ser acorralados en un momento inesperado no era lo más propicio para sentirse inclinado hacia la amabilidad, aunque se tratase de un superior. Aquello relajaba de por sí la disciplina.

De forma que se limitó a hacer un gesto afirmativo y descendió por la tosca escalera.

Unos minutos más tarde se esforzaban por subir arriba el cuerpo de Tony Fasie, cuya postración iba en aumento.

Baking ascendió en primer lugar, arrodillándose junto al mismo borde del altillo para ayudar al sargento, que subía penosamente con el cuerpo del herido sobre su hombro izquierdo.

Aquel altillo estaba compuesto por varias tablas gruesas, que se apoyaban en unas vigas transversales clavadas en las paredes.

Antes de que el teniente alcanzase a tomar uno de los brazos del inconsciente soldado, uno de los travesaños de la escalera se partió con seco chasquido y ambos hombres cayeron al suelo con estrépito.

Reg se puso en pie con rapidez, barbotando maldiciones. Luego se limpió con el envés de la mano la sangre de Tony que le manchaba la mejilla.

—Maldita escalera —gruñó.

—¿Se ha hecho daño, sargento?

—Un golpe en la pierna. Sin importancia. He caído sobre Tony. Lo que le faltaba a este desgraciado.

Se paralizaron de súbito al captar el sonido inconfundible de cascos de caballos aproximándose a la casa.

—Californianos —rezongó el sargento—. Eso no cabe dudarlo.

—Es posible que vengan en busca de ese hombre acribillado —comentó el teniente Peter—. Tiene apariencia de oficial o algo semejante. Y me parece que alguien más se está acercando a este cobertizo por otro lado. Los hombres lanzados en nuestra búsqueda.

El hecho puso en tensión todos los músculos de sus cuerpos.

Estaban rodeados de enemigos. Como si hubiesen caído en una trampa mortal. Unos minutos más y todo podía terminar para ellos.

Baking fue el primero en reaccionar.

No era su intención dejar que se cumpliesen hasta el fin los propósitos del coronel Glicer.

El mundo quizá no perdería nada con su muerte. Pero él deseaba continuar viviendo. Aunque hubiese perdido a la mujer que amaba. No importaba seguir haciéndolo con un lastre tan pesado. La vida tiene sus compensaciones aun para los cobardes y los desalmados.

Tomó entre sus manos una recia soga de cáñamo tirada en el suelo, junto a las pilas de sacos.

No parecía muy resistente. Mas era la única oportunidad. Un fallo más y tendrían que abandonar del todo la idea de salvar a Tony Fasie. Acaso también la idea de salvarse ellos.

Si los californianos descubrían al herido, no les sería difícil adivinar su presencia allí. Entonces sólo se abriría ante ellos el camino de morir matando.

Arrojó al sargento el extremo de la soga.

—Enlace a Tony por los sobacos —ordenó.

El otro se apresuró a obedecer.

Oprimió el nudo con prisa febril, sintiendo acercarse más y más el redoble de los cascos al batir el suelo de una manera rítmica.

Después subió arriba para ayudar a Baking a izar el cuerpo del soldado herido.

La cuerda resistió bien al fin y lo desataron con ansiedad, para arrojarla abajo.

Apenas habían terminado de hacerlo, cuando los caballos alcanzaron la granja, deteniéndose allí, entre la vivienda y el cobertizo.

Percibieron el piafar de las monturas, el ruido de los hombres al saltar al suelo, sus pisadas sobre la endurecida tierra...

Arrastraron el cuerpo de Tony hasta la abertura, pasándolo al interior del hueco que habían practicado antes.

Acto seguido se afanaron en la tarea de apilar los sacos dejados en el interior para ese fin.

Entre los dos colocaron el último, que rozaba con la techumbre del cobertizo.

Estaban acabando de ponerlo en posición, cuando la puerta del cobertizo se abrió con brusquedad.

Sonaron voces excitadas, hablando en español.

El teniente Baking conocía algo del idioma. No podía hablarlo aún, pero sí entenderlo bastante bien.

Los soldados californianos rebeldes acababan de descubrir el cuerpo de su compañero.

Un poco más tarde entraron otros hombres en el cobertizo, mientras los dos compañeros contenían las respiraciones, acariciando sus armas de un modo instintivo.

—Kan asesinado a los Costa y a nuestro capitán Mendoza —oyeron pronunciar a una voz recia, de graves inflexiones—. Han debido hacerlo los supervivientes de esa patrulla que destruyó algunos cañones nuestros. Esos yanquis tienen todos madera de asesinos. Ninguno de nosotros sería capaz de cometer un crimen tan repugnante. Un matrimonio de edad y una muchacha joven, llena de vida y de ilusiones. Y ninguno de los tres se metían en nada.

Hubo un corto inciso antes de que volviese a elevarse la misma voz, diciendo en tono perentorio:

—Registren bien este cobertizo. No pueden andar lejos los criminales. Alguno de ellos está herido. Hay manchas de sangre en una de las camas de la granja. Sangre que no pertenece a los Costa.

Oyeron trajinar a los rebeldes por todos los rincones del granero.

En seguida, el bramar de las armas. Una traca interminable de disparos.

Comprendieron lo que significaba aquello.

Los californianos disparaban contra el montón de paja, ante la eventualidad de que alguien pudiera estar oculto allí.

Poco después, los crujidos de las tablas del suelo les reveló que algunos soldados rebeldes habían subido al altillo. Los tenían allí, al otro lado de la barrera formada por los sacos.

En ese momento, como si también en su inconsciencia percibiese la tensión del peligro inminente, Tony Fasie prorrumpió en un ahogado gemido. Un sonido que se percibió muy amortiguado al otro lado de los sacos. Pero a los dos hombres les pareció que acababa de gritar una legión de demonios aullantes.

El sargento Reg Banell se apresuró a cubrirle los labios con la mano, impidiéndole articular ya el menor sonido.

Pero la alarma había cundido en el soldado rebelde que examinaba esa parte del cobertizo.

Ellos no podían verlo. Mas lo sentían en actitud tensa, observando con atención las pilas de sacos que se alzaban ante él.

Otra vez volvió a crepitar un arma de fuego.

Los dos hombres sintieren cómo las balas penetraban en los sacos.

Pero el grano las frenaba, impidiéndoles pasar al otro lado.

De pronto surgió una rata que permanecía agazapada en una esquina del desván, corriendo asustada, lanzando sus estridentes chillidos.

Acto seguido les llegó la seca carcajada nerviosa del californiano. Una risa nerviosa, más también de tensión aliviada: como una válvula de escape que deja escapar el exceso de presión. La risa de un hombre que ha creído ver un gigante y de pronto se da cuenta de que se trata de la sombra de un inofensivo enano proyectada sobre una pared.

El soldado rebelde descendió por la inestable escalera de mano y una media hora más tarde sentían alejarse de nuevo a los caballos.

Soltaron entonces a chorro el aire contenido en sus pulmones y secaron el sudor que perlaba sus frentes.

—Aquí quisiera yo ver a un tipo que padeciese del corazón —masculló el sargento—. O se curaba de una vez a base de espanto o le reventaba el corazón como la bala de un cañón. Anda, Tony, ya puedes hablar a gusto ahora y quejarte cuanto te venga en gana.

Baking encendió un fósforo para examinar el rostro del herido.

Había recobrado el conocimiento, pero su mirada estaba algo extraviada,

—¿Cómo va eso, Tony? —le preguntó el oficial.

—Tengo un horrible dolor en el pecho. Como si me lo estuviese mordiendo un lobo hambriento. ¿Qué ha pasado?

El teniente se lo explicó, aunque no estaba muy seguro de que Tony tuviese plena conciencia de lo que estaba oyendo.

—Tengo sed —susurró, después que Baking hubo terminado su narración de los hechos.

—Yo también —rezongó el sargento—. Y hambre. Sería capaz de comerme crudo en este instante a uno de nuestros enemigos. Pero no tenemos nada para calmar una cosa ni otra.

—Saldremos de aquí ahora —adujo el teniente.

—¿No cree que arriesgaremos demasiado?

—En la granja hay agua y debe haber también algo de comida. No creo que esos hombres vigilen esto de cerca. Han debido quedar satisfechos del registro efectuado.

—Es una buena idea —arguyó Reg, que sentía renacer su optimismo ante la perspectiva de encontrar agua y víveres—. Iré yo, si usted no tiene inconveniente. Si están cerca, es suficiente con que liquiden a uno de nosotros.

—De acuerdo.

Entre los dos volvieron a retirar los sacos de una de las pilas, hasta dejar el espacio suficiente para salir por él.

El sargento Reg se deslizó afuera, seguido de Baking.

Apenas habían iniciado el descenso de la escalera, cuando percibieron un tenue ruido de pasos en el exterior. Un ruido que se acercaba rectamente a la entrada del cobertizo.

El sargento se izó arriba otra vez profiriendo una sorda maldición.

—Malditos greaser. Ya los tenemos otra vez aquí.

Ambos hombres retrocedieron lentamente, prestas sus armas, poniendo sumo cuidado en no hacer crujir las tablas que formaban el suelo.

—Son dos hombres por lo menos —susurró Peter Baking—. Van a entrar en este cobertizo.

—Si tuviésemos la certeza de que no hay más compinches suyos en las proximidades... —profirió Reg, pasando el canto de su mano por la garganta en un gesto muy significativo.

—Es posible que sea así. Pero no debemos confiarlo al azar. Disponemos de un buen escondite por el momento.

—Desde luego, teniente. ¿Pero cuánto tiempo tendremos que permanecer así, escondiéndonos como las malditas ratas?

—No lo sé. Y no maldiga a las ratas. Una de ellas nos ha hecho un excelente servicio hace muy poco tiempo.

—Sí —respondió Banell—. Siempre he sentido repugnancia por esos bichos. Pero le juro que desde ahora me van a ser simpáticos.

—Escuche, sargento. Esta situación no puede prolongarse por mucho tiempo. No me refiero a la nuestra en particular. Pase lo que pase, el general Anderson atacará de firme. No creo que demore ese ataque más de dos o tres días a lo sumo. De todas formas, quizá no sea necesario que esperemos esa decisión. Estos hombres se cansarán de buscarnos. Pensarán que hemos escapado si no consiguen localizarnos pronto. Será una buena oportunidad para nosotros. Aunque sólo sea para llevarle la contraria al coronel Glicer.

—Tiene razón en eso —bramó Reg—. Ese viejo asqueroso...

—Repórtese, sargento. Está hablando de un superior.

—Olvide lo que he dicho, teniente. La verdad es que uno acaba poniéndose nervioso. Pero que conste que lo que he dicho es cierto.

Los pasos resonaban ya a escasas yardas de la entrada.

De pronto uno de los hombres que se acercaban tropezó y cayó al suelo, barbotando una horrenda maldición.

Baking y el sargento se miraron en silencio, con recóndito regocijo. Porque aquella maldición había sido proferida con acento tejano.

—¿Ha oído lo que yo, teniente?

—Claro. Esa voz no me es desconocida.

—Por supuesto. Es la voz de ese marrano de Jack Foreng.

La puerta se abrió al fin y dos hombres entraron al cobertizo.

No pudieron distinguir sus facciones en la oscuridad, pero sí las siluetas de sus kepis al recortarse con el vano.

Eran dos soldados del ejército federal, dos supervivientes de la patrulla.

—Jack —llamó el sargento.

Los recién llegados soltaron sendos resoplidos de sorpresa. Pero se rehicieron pronto al reconocer la voz del sargento.

—¡Sargento Banell! ¡Demonios! Jamás llegué a imaginar que pudiera alegrarme tanto encontrar a un tipo tan odioso como usted.

—Vamos, suban aquí, muchachos. Este no es un buen momento para bromear.

—¿Y quién le ha dicho que yo esté bromeando?

—El teniente Baking está conmigo —agregó el sargento, pasando esta vez por alto el sarcasmo.

—Es una suerte para nosotros poder contarlo, al menos por el momento —dijo el teniente—. Tenemos aquí a Tony Fasie. Lo encontramos herido y lo hemos traído hasta este cobertizo al ver cortada la retirada.

—¿Qué le pasa? ¿Está muy grave?

—Parece que sí. Tres balazos en el pecho.

Los cuatro hombres pasaron juntos al interior del hueco, donde el herido los recibió con una tenue sonrisa.

—¿Cómo va eso, viejo zorro? —preguntó el tejano Jack.

—Mal, compañero —respondió el herido que, sin embargo, parecía más tranquilizado al haber cedido algo la fiebre—. Creo que me han acertado bien. No voy a daros otra cosa que molestias.

—No te preocupes —arguyó Jack—. Estás vestido, ¿no? Pues eso nos ahorra tener que amortajarte. Es la tarea que más me molesta. Uno se queda tieso como una estaca y cuesta lo suyo ponerle la ropa.

—Cierra el pico, tejano —espetó el sargento—. Bonita manera de dar ánimos al compañero herido.

—No sea quisquilloso, sargento. Tony está inquieto por el trabajo que puede darnos y yo sólo trato de demostrarle que no es así. Además, era una broma. El me conoce ya. Y usted también, cascarrabias. El día que yo deje de bromear, será señal de que me encuentro varios palmos bajo tierra. Bajo tierra ya, ¿comprende? Porque mi última broma se la pienso gastar al sepulturero.

—¿Cómo consiguieron escapar? —inquirió el teniente.

—Imagine —respondió Jack—. Corriendo más que las balas.

—Bueno —sonrió Baking—. Eso tiene su mérito.

—Ya lo creo que lo tiene. ¿Sabe, teniente? Jamás había corrido más allá de cinco yardas sin sentirme fatigado. Para atravesar una calle necesitaba montar un caballo. Siempre pensaba que no he nacido para correr. Pero estaba equivocado. Me hubiese gustado ver detrás mío al caballo más veloz de todo el país. Seguro que no conseguía darme alcance.

—Esas palabras no están bien en un soldado, Jack —dijo el sargento—. Hueles a derrota. El soldado jamás debe hablar de retroceder.

—Bueno —rió el otro—. Nosotros lo hemos hecho. Seguro que usted hubiese sido la única persona capaz de adelantarme durante esa carrera. Pero la verdad es que no hemos retrocedido frente al enemigo. No, sargento, el enemigo estaba detrás.

—Ya está bien de chanza —bramó Banell.

Peter Baking observó en silencio a los hombres que le habían sido designados para formar aquella patrulla bajo su mando.

No les unía otra cosa que aquel uniforme azul. Muy poca cosa teniendo en cuenta sus temperamentos exaltados, violentos.