CAPÍTULO PRIMERO

 

El teniente Peter Baking se dejó caer al fondo de la profunda cortadura del terreno con un gesto de cansancio.

El sargento Reg Banell lo hizo seguidamente. Con el mismo gesto de cansancio que el oficial.

Los dos hombres atisbaron a su alrededor antes de enjugar el sudor que perlaba sus frentes. Un sudor que corría a raudales por sus rostros ennegrecidos.

Continuaban cayendo a su alrededor las balas de los cañones, batiendo la tierra con estrépito.

Agudos silbidos, explosiones, nubes de polvo que se elevaban hacia el azul intenso del cielo de California, esparciendo una nube de tierra y cascotes, removiendo rocas y arrancando árboles de cuajo, cuyas raíces se elevaban descarnadamente.

El teniente Baking y el sargento Banell formaban parte da una patrulla de diez hombres destacada por el general Anderson para silenciar algunos cañones de los californianos levantados en armas para conseguir la independencia de su país.

Una misión que sólo habían podido cumplir en parte.

Habían conseguido destruir algunos de los cañones enfilados hacia el valle en el que se movían los hombres del general Anderson dispuestos a dar la batalla final.

Pero otros muchos continuaban disparando sus andanadas contra los soldados de la Unión, haciéndoles sufrir pérdidas en hombres y material.

Los californianos los habían descubierto demasiado pronto.

El balance no podían calificarlo de muy halagüeño. Media docena de cañones ligeros reducidos a chatarra a cambio de la vida de cuatro hombres y la desaparición de los otros cuatro soldados.

Aquellos californianos eran buenos luchadores. Valientes y decididos. De otro modo jamás se hubiesen atrevido a sublevarse, sabiendo que una gran parte de la población estaba en contra de ellos.

La rápida acción de un grupo de aquellos abigarrados soldados les había obligado a replegarse sin orden ni concierto, a correr en todas direcciones, perdiendo el contacto unos con otros.

Al producirse la sublevación, se pensó que podría ser abortada fácilmente, mediante un despliegue de las fuerzas del ejército federal radicadas en California. Pero todo estaba resultando excesivamente duro. Aquellos hombres habían sido bien armados, contaban con mandos apropiados, buenos conocedores del terreno, y defendían cada palmo de tierra con gran tenacidad.

Pese a todo, los californianos tenían ya plena conciencia de que todo estaba perdido para ellos. Pero la victoria no iba a ser fácil para las tropas de la Unión.

El general Anderson había tratado de atacarlos en su baluarte principal, en el valle del Sacramento. Pero los estaban conteniendo. Y sus cañones los martilleaban de continuo, impidiéndoles evolucionar con calma.

El sargento Reg volvió a calarse el kepis, atisbando sobre el borde de la hondonada.

—Bonito panorama —masculló—. No me extraña que muchos de nuestros soldados novatos se pongan enfermos.

—Sí —repuso el oficial—. La guerra es esto, sargento. Los hombres nos atacamos como auténticas fieras. Se pierde la sensibilidad humana. Se siente júbilo ante la muerte de un enemigo. La conciencia llega a atrofiarse. Nos invaden oleadas alternativas de valor y de miedo ante el fuego enemigo. Por eso los héroes son siempre minorías y se pronuncian en un momento determinado.

—Claro. Es difícil poseer esa virtud continua del valor. El miedo es un lastre muy pesado, muy difícil de soltar.

El teniente hizo una seña a Reg. Luego aplicó el oído, haciendo más tarde una seña con el índice de su mano derecha.

—Parece que decrece el fuego de esos malditos cañones —comentó.

Era cierto.

Las balas caían ahora con menos profusión. Las explosiones, los secos estampidos de las armas se sucedían más espaciados, permitiendo distinguir los silbidos al hendir el aire.

Pero ya no era una serie ininterrumpida de silbidos y explosiones, ni la tierra retemblaba como bajo la acción de un terremoto.

—Tiene razón — susurró el sargento—. Decrece el fuego de esos cañones. Y resulta extraño.

—No tan extraño —refunfuñó Peter—. Estarán preparándose para hacer frente al general. Están dando mucha guerra. Me parece que ha sido una locura atacarlos de esta manera. No dan ninguna clase de facilidades. Los californianos están vencidos, pero no derrotados aun.

—Desde luego, teniente. Y el resto de la población continúa tan impasible... No entiendo nada de esto.

—¿Qué es lo que no entiende? —inquirió Peter.

—Bueno. California se independizó de México por propia voluntad. Después se adhirió a Estados Unidos por la misma razón. Ahora se subleva contra esto para volver a ser independiente.

Peter tardó un rato en responder a esta última observación del sargento:

—Un criterio emitido muy a la ligera —dijo al fin—. Buscaron la unión con Washington para salvaguardar su libertad, para perder su independencia. Pero los hombres que vinieron del Este no lo hicieron como amigos. No respetaron vidas ni haciendas. Los trataron como a enemigos en tierra conquistada. Los expoliaron y los escarnecieron. Les arrebataron sus tierras y sus mujeres, despreciándolos por su ascendencia española e india. ¿No cree que en esas condiciones es hasta lógico y natural su reciente actitud de protesta armada? No se puede aplastar así a todo un pueblo.

—¡Vaya! —exclamó el sargento con sutil ironía—. Parece que siente una gran simpatía por nuestros enemigos, teniente;

—La siento, en efecto. Aunque luche con todas mis fuerzas contra ellos.

El sargento dejó transcurrir un corto intervalo antes de aducir:

—¿Cree que habrán podido salvarse algunos de los muchachos?

—Muy posible. Si nosotros hemos podido hacerlo, no hay razón para pensar que ellos no se encuentren también a salvo en otras partes.

—¿Y qué hacemos ahora, teniente?

—Esperar la llegada de la noche para salir de esta ratonera. Esos hombres están sobre aviso. No podemos intentar de momento la destrucción de más cañones. Tampoco alcanzar a las fuerzas del general Anderson a plena luz del día. No me seduce la idea de perder la vida por intentar salvarla. Si algunos de nuestros compañeros han podido escapar a la muerte, harán lo mismo que nosotros. Esperarán las sombras de la noche para tratar de ganar las filas de nuestro ejército.

Se tumbaron juntos en el fondo de la profunda cortadura del terreno.

Al anochecer, el fuego de los cañones cesó de una manera brusca.

Un cuarto de hora más tarde volvieron a dejar oír su bronco bramido, pero disparando ahora hacia otro lado. Sin duda al producirse algún amago de ataque por parte del general.

—Nuestra posición no resulta así tan incómoda, teniente —rezongó Reg, retrepándose en el suelo como si se hallase en un lecho de plumas.

Reparó de súbito en la tensa actitud del oficial.

—¿No le gusta que esos cerdos hayan cambiado la dirección de sus disparos? —masculló—. Voy a serle sincero. Lamento que algunos compañeros nuestros caigan destrozados por esos cañonazos. Pero prefiero que sean otros los que sean aniquilados antes que yo.

—No se trata de eso, sargento. Su posición es muy humana, teniendo en cuenta lo que somos capaces de pensar y hacer los seres humanos. Pero me parece entender el porqué han dejado de disparar en esta dirección.

La aprensión del teniente pareció contagiar también a Reg. Elevó el busto un tanto antes de preguntar:

—¿Cuál es su opinión al respecto, teniente?

—Muy sencilla —respondió Baking—. Hemos desconcertado de momento a esos californianos. Nuestra acción les ha debido hacer pensar que formábamos parte de una avanzadilla con la misión de atacarles por un flanco. Por eso han estado barriendo este terreno con sus cañones. Pero al fin han debido comprobar que no es así. Y vuelven a disparar hacia el valle ocupado por Anderson y sus hombres.

—Una buena señal para nosotros, ¿no lo cree así?

—En absoluto, sargento —fue la respuesta de Peter.

El otro lo miró de soslayo. Poniéndose repentinamente serio.

—¿Qué cree entonces?—preguntó.

—Conozco a estos hombres. Batirán ahora este terreno y no se darán por vencidos hasta habernos aniquilado uno a uno. Vendrán en patrullas, que se compenetran a la perfección. Patrullas iguales a la nuestra. Iguales en apariencia. Pero más eficaces en el fondo.

—¿Por qué más eficaces?

Peter guardó un breve inciso antes de agregar:

—Porque nosotros hemos formado una patrulla improvisada. El propio coronel Glicer nos escogió para esta misión. Sabiendo que nos enviaba directamente al encuentro de la muerte. El coronel no nos ha seleccionado por nuestro valor, por nuestro arrojo en la lucha. Ha sido al contrario. Nos ha escogido por nuestros defectos. Hombres que podíamos crearle problemas en un momento determinado. Esta es una buena forma de prevenirlos, de evitar que se los creemos. También nos ha dado una oportunidad de redimirnos.

Al terminar de pronunciar la última frase, pareció intensificarse la calma que imperaba en el paraje. Como si la vida se hubiese detenido de pronto en torno a ellos, paralizándolos, convirtiéndolos en estatuas de piedra.

El sargento volvió a mirar de soslayo a su compañero. Pero era la suya ahora una mirada de desconfianza, de clara aprensión.

Sus palabras le habían calado hondo. Porque encerraban una gran verdad. Por lo menos era cierto en cuanto le atañía a él.

Se había portado como un buen soldado. Pero tenía una tara. Una tara moral. Era un hombre que se había dejado vencer por la corrupción. Y también estaba al corriente de las taras morales de otros miembros de aquella improvisada patrulla.

Un detalle significativo, que confirmaba la veracidad de las palabras del teniente Peter Baking respecto a las intenciones del coronel Glicer al escogerlos para llevar a cabo aquella peligrosa misión en campo enemigo.

Se preguntó qué clase de tara pesaría sobre el teniente Baking. Si arrastraría ese lastre desde su vida como ciudadano o sería algo inherente a su profesión militar.

Conocía algo del comportamiento militar de Baking y no era tan grave como para enviarlo de forma deliberada al encuentro de la muerte.

La noche fue cerrando lentamente. Hasta que las tinieblas los envolvió por completo.

Entonces se removió en su puesto el teniente Baking, atisbando con singular atención las tinieblas que les rodeaban.

—Este puede ser un. buen momento —susurró, empuñando el revólver con mano firme.

El sargento se limitó a responder mediante un sordo gruñido.

No habían vuelto a hablar nada en absoluto desde las últimas frases del oficial respecto a la categoría moral de cada componente de la patrulla.

El sargento permaneció abstraído en sus pensamientos, sintiendo cierta aprensión hacia su compañero de aventura.

El hecho de que el propio teniente se reconociese como un hombre carente de un pasado intachable, le molestaba profundamente. A pesar de lo que manchaba su vida anterior.

—Usted da las órdenes, teniente —respondió al fin con sequedad.

Peter se deslizó con sigilo fuera de la hondonada.

Había advertido el cambio operado en la actitud del sargento hacia él. Aunque era algo que no le importaba demasiado en realidad.

Quizá fuese una ventaja aquella hosquedad que le demostraba Banell. De esa forma ahorrarían inútiles conversaciones, que podían delatarlos ante los hombres lanzados sin duda alguna detrás de sus huellas.

El sargento Banell lo siguió.

Antes de seguir adelante, ambos hombres atisbaron en todas direcciones, tratando de taladrar con sus miradas las densas sombras que los envolvían. Aguzando el oído, intentando captar algún ruido sospechoso por sobre las sordas detonaciones que continuaban resonando de vez en cuando, como los ecos de lejanos truenos.

Captaron un ruido leve, como un ludir, pero que no dejaba lugar a dudas para hombres avezados como ellos. El ruido de un cuerpo arrastrándose por el torturado terreno.

—Alguien se acerca —siseó Peter.

—Lo he oído —respondió Reg en el mismo tono—. Debe ser alguno de esos malditos coyotes.

—O acaso uno de nuestros muchachos.

Permanecieron inmóviles, centrando su atención en el ruido, que se acercaba a ellos cada vez más. Aprestando sus armas, tensos todos los músculos de sus cuerpos, con Los índices curvados sobre los gatillos de sus armas.

El ruido cesó de súbito a una veintena de yardas de la hondonada, junto a cuyo borde se encontraban.

—Debe ser algún californiano —masculló por lo bajo el sargento—. Parece que nos ha localizado.

—No es fácil. Y no vamos a emprender una huida precipitada sin cerciorarnos antes. No me seduce la idea de arrastrarme en la oscuridad con la incertidumbre de si llevamos a la Muerte pisándonos los talones.

—¿Quiere que intentemos sorprenderle? Si se trata de un californiano, lo más seguro es que detrás de él vaya un buen número de sus compinches.

—De todas formas, quizá lo mejor de todo sea acabar fie una vez de cara a nuestro enemigo —replicó Peter—. Lo prefiero así a verme acosado y cazado como un vulgar conejo.

Ambos hombres separáronse, avanzando con el máximo sigilo, dando un rodeo con el fin de pillar al intruso entre dos fuegos.

El oficial tomó por la parte derecha de la hondonada. Avanzó unas cuantas yardas con cautela, deslizándose con el silencio de un reptil por el accidentado terreno.

En realidad, él sí estaba preparado para una misión como aquélla. Durante varios meses había recibido un adiestramiento especial en un campo de instrucción del ejército para la guerra con los indios. Había tomado parte en la lucha contra los sioux, de acuerdo con su especial preparación. Hasta...

Bueno. Hasta que sucedió aquello.

No acabó en un hospital con la cabeza trastornada como le ocurría a otros, pero acaso el resultado había sido peor para él. Su mente mantenía una idea obsesionante, que le torturaba por las noches, sumiéndola en largas horas de insomnio. Noches durante las cuales le parecía oír aún los gritos de aquellos hombres que caían acribillados a su alrededor, los lamentos de los moribundos, los horribles gemidos estrangulados de los soldados que empezaban a hundirse en aquellas arenas que los engullían poco a poco...