Nefandeces

Nefandeces

Suam quidem pudicitiam usque adeo prostituit, ut, contaminatis paene omnibus membris, novissime quasi genus lusus excogitareis, quo ferae pelle contectus emitteretur e cavea virorum (…) ad stipitem deligatorum inguina invaderet, et cum affatim desaevisset, conficeretur a Doryphoro liberto[1].

Vida de doce Césares, Par. 29 de La Vida de Nerón

C. Suetonio, Claudio César

1

Régulo no sabía cuánto tiempo llevaba en aquella especie de mazmorra húmeda, vagamente iluminada por un ventanuco abierto en lo alto de la pared, cubierta de grafitis en su mayoría obscenos y de dibujos de falos en erección, dibujados sin duda por otros presos que habían transcurrido allí horas o días. Le habían detenido dos guardias pretorianos sin que él hubiera cometido delito alguno. Habían sido inútiles sus protestas: el declararse ciudadano romano, y el alegar su condición de hijo de liberto y no de esclavo. Le habían dicho que más le valía no crear problemas y que, si le detenían, era por orden y deseo del divino Claudio llamado Nerón, César imperante. Ante aquel nombre, Régulo se había dejado llevar como un cordero que se encamina al altar del sacrificio: nada podía nadie contra el César, pero él se preguntaba: ¿Qué puede querer el César de mí? ¿Cómo conocía su existencia? Se decían muchas cosas de Nerón, pero nadie del bajo pueblo podía acusarle de haber cometido en ninguno de sus miembros crueldad alguna: por eso era amado, por eso y porque ofrecía multitud de juegos, festejos, representaciones teatrales y concursos poéticos en los que él participaba como uno más. ¿Qué secreto podía saber él, Régulo, muchacho del campo, que el César deseara conocer? ¿Cómo haría para saber qué tenía que decir cuando le sometiesen al tormento que sin duda le esperaba? Le sudaban las manos, le dolía la cabeza, temblaba de frío y de miedo y se devanaba los sesos pensando qué podía haber hecho durante su corta vida —tenía apenas diecinueve años— que hubiese podido atraer sobre él la atención inquietante del Emperador.

De pronto oyó que alguien introducía una llave en la cerradura de la puerta de la mazmorra. Sentado allí, en aquel banquillo de madera adosado al muro de la celda, se encogió sobre sí mismo y se tapó la cara con las manos. Oyó cómo saltaba la cerradura y el chirrido de la puerta al girar sobre sus goznes.

—Mira —oyó que decía una voz de hombre—, el pajarito se nos ha dormido. Vamos, levántate que tenemos muchas cosas que hacer.

«Ahora es cuando me torturan», pensó Régulo, y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo.

—¿No me oyes? —insistió la voz—, ¿o es que tengo que venir yo a levantarte?

Régulo fingió despertarse, para así complacer a su carcelero quien creía que él dormía: separó las manos de la cara, levantó la cabeza con los ojos entornados y se encontró con la figura majestuosa de un capitán de la guardia pretoriana que le contemplaba desde arriba con una media sonrisa en los labios que Régulo no supo interpretar si era de simpatía o de crueldad.

Se puso en pie.

—Así está bien —dijo el otro—. Ahora sígueme y no hagamos tonterías y, dando media vuelta, salió fuera de la mazmorra y esperó a que Régulo hiciera otro tanto.

Luego, cerró la puerta con llave y, con un movimiento de la mano, ordenó a Régulo que siguiera adelante por el estrecho y oscuro pasillo que conducía a una estancia mejor iluminada donde ya se habían reunido otros hombres de distintas edades, todos con el miedo estampado en las caras, los ademanes obsequiosos como de quienes quieren congraciarse con aquel a quien temen será su verdugo. Y la mirada recelosa, rehuyendo la de los demás, para que los carceleros no pensaran que entre ellos existía entendimiento secreto alguno.

—Muy bien —dijo el capitán de la guardia—. ¡Veinte bonitas ofrendas para nuestro divino emperador!

Y hubo veinte estremecimientos de terror.

—Ahora, desnudaros del todo.

«Ya empezamos», pensó Régulo buscando con los ojos el gato de siete colas con el que esperaba que iban a azotarle. Se quitó las vestiduras y se quedó tan desnudo como lo había parido su madre, con sólo las sandalias en los pies y las tiras que las sostenían entrecruzadas en las pantorrillas.

El capitán de la guardia dio un silbido de aprobación. Régulo era realmente un muchacho hermoso. Tenía la piel aceitunada y lisa, las manos delgadas y huesudas, el cuello largo, los cabellos negros, lisos y brillantes, los ojos oscurísimos, protegidos por densísimas pestañas, debajo de dos cejas que parecían dibujadas con el carbón. De la entrepierna, y debajo de una mata breve y oscura de pelos rizados, le pendían dos bien moldeados testículos y un miembro que, aun estando flácido, prometía un enarbolamiento alegre y descarado.

El capitán de la guardia, seguido de otro pretoriano, ordenó a todos los detenidos que se pusieran en fila y fue pasando delante de cada uno inspeccionándolos cuidadosamente.

—En apariencia, todos valen. Veamos ahora lo más importante —dijo disponiéndose a volver a pasar por delante de la fila.

El primero era Régulo. El capitán alargó la mano, la aproximó a los órganos del chico y, como quien valora por el tacto una piel o una tela, le cogió los cojones, se los sopesó y se los oprimió levemente. Régulo, que había cerrado los ojos, tuvo una reacción impulsiva y retrocedió un poco.

—Quieto, potrillo —le dijo el capitán—. Veamos ahora lo otro.

Y, con profesionalidad no exenta de gentileza, le cogió el miembro y se lo descapulló completamente. «¿Y si me castran?», pensaba Régulo estremeciéndose, pues había oído hablar de la historia del César con Sporo, el muchachito de quien se había enamorado y al que había hecho castrar para convertirle en mujer y casarse con él en una solemne ceremonia a la que había concurrido numerosísimo público.

—Este vale. En primera fila, por el momento —y, dejándole caer el miembro, se encaminó al segundo de la fila.

—Tú, ven aquí —dijo el pretoriano a Régulo—. Y considérate afortunado…

Régulo le siguió al otro extremo de la estancia, mientras el capitán iba pasando revista a los demás.

—Este vale. Segundo al moreno —decía descapullando a otro—. Este, no. No descapulla, fuera. Este tampoco: tiene los cojones demasiado pequeños. Este no vale, está circuncidado: fuera, y así hasta que hubo terminado con el último.

De los veinte que eran inicialmente, habían quedado doce. A los ocho restantes se los habían llevado sólo los dioses sabían adonde, pensó Régulo.

—Vamos, camina —le dijo uno de los guardias mientras le empujaba hacia la puerta—. No es preciso que te vistas —añadió cuando Régulo vacilaba con la ropa en la mano, dispuesto a ponérsela de nuevo.

—¿Pero qué me van a hacer? —gimió el muchacho.

—Por el momento, un buen baño: luego lo verás tú mismo —hizo una pausa y añadió en un tono que a Régulo se le antojó lúgubre—… en el anfiteatro.

A Régulo se le pusieron todos los pelos de punta y un escalofrío le sacudió de los pies a la cabeza.

—Pero yo no quiero morir. No he hecho nada —protestó.

—Es preciso cumplir el deseo del César, muchacho. Y ahora vamos, anda.

A Régulo se le doblaban las rodillas, casi no podía caminar. Se imaginaba ya allí, en el anfiteatro, ante la muchedumbre vociferante, solo en la arena, a luchar contra quién sabe qué feroz león traído de la Numidia o acaso contra un tigre asiático, con sólo una pequeña daga como defensa, y ya sentía las garras del animal hundírsele en la carne y el aliento cálido y húmedo de sus fauces abiertas contra su piel justo antes de propinarle la dentellada atroz que le arrancaría de cuajo un brazo o una pierna. Casi no se percataba de adonde le conducían, de modo que se sorprendió cuando oyó la voz del pretoriano, quien, abriendo una puerta, gritó hacia el interior:

—Aquí tenéis a otro para el baño. Trátalo bien, porque el capitán lo ha elegido para ser el primero de la fila.

A Régulo le dio un vahído y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.

—Anda, entra —le dijo el capitán cogiéndole del brazo.

Y Régulo entró en aquella estancia donde había una piscina de agua caliente atendida por un par de eunucos de cuerpos fofos y regordetes que se acercaron a él, y sosteniéndole por las axilas, le llevaron medio desvanecido a la piscina de agua caliente y poco profunda. Una vez allí, procedieron a lavarle cuidadosamente. El calorcillo del agua devolvió en parte los sentidos a Régulo, quien se dejó bañar como un niño pequeño, completamente abandonado, dejando que los dos eunucos le levantaran los brazos para lavarle bien las axilas y le abrieran las piernas para limpiarle cuidadosamente el empeine, el pubis, el miembro y el escroto. Al hacerlo, comentaban entre sí:

—Buen pasto hoy para la Divina Fiera, ¿verdad?

—Sí. Es de lo más hermoso que ha pasado por aquí en estos últimos tiempos. Fuerte, bien cuidado y bien provisto.

—Y descapulla que es una maravilla —añadió uno, descapullando el miembro inerte de Régulo.

—Así debe ser, para el placer del divino Cayo —dijo el otro, disponiéndose a lavar los pies y las piernas del muchacho.

Régulo, más muerto que vivo, oía desde una especie de semiconsciencia aquellos comentarios que nada bueno presagiaban para su suerte inmediata. «¿Y si me castran?», volvió a pensar Régulo. ¿Y si lo que quieren es ofrecer en sacrificio mi cara y mis cojones a una fiera? ¿O tal vez destinarlos a ese egipcio del que tanto se habla, quien se los comerá crudos, aún calientes, mientras yo me desangro? Y sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Los eunucos lo advirtieron, se conmovieron y le dijeron en tono consolador:

—Vamos, no llores: todo va a ser más breve de lo que supones y menos terrible y doloroso de lo que piensas.

—¿Pero qué me van a hacer? —insistió Régulo con la voz entrecortada.

—Eso no estamos autorizados a decírtelo. Lo único que podemos hacer es aconsejarte que prepares tu espíritu y tu cuerpo para la prueba que se avecina y, dicho esto, le sacaron en brazos de la piscina, le tendieron encima de una mesa, le secaron con trapos de lino y le ungieron con ungüentos olorosos, le secaron bien el pelo, liso y negro, y se lo peinaron cuidadosamente.

Terminado el aseo, le cubrieron con una túnica blanca, le hicieron recostarse en un triclinio y le dieron de comer y de beber en abundancia. Régulo comía sin ganas, obsesionado con la idea de que iba a ser, de una manera o de otra, sacrificado y de que todas aquellas premuras no eran sino las que se suelen tener para con los condenados al sacrificio. Pese a todo, el poco vino que había le dio una especie de sopor: reclinó la cabeza y se quedó en un extraño estado de duermevela en el que se le aparecían horripilantes escenas de descuartizamientos, luchas contra enormes gigantes que le machacaban la cabeza con nudosas mazas, tremendos y monstruosos animales que jugaban con él como el gato juega con el ratón, le laceraban las carnes, le desmembraban, prolongando su sufrimiento, hasta que, convertido en un amasijo de músculos sanguinolentos y palpitantes, acababan por devorarlo, ante la muchedumbre siempre exaltada por el espectáculo, vociferando y pidiendo más sangre. Finalmente, la voz del capitán de la guardia le sacó con sobresalto del sopor.

—Vamos —dijo el soldado acercándosele—. Ha llegado la hora.

A Régulo el corazón se le subió a la garganta, le entró un extraño temblor y casi sin fuerzas, intentó incorporarse.

—¿Has orinado? —le preguntó el capitán incongruentemente.

Régulo levantó los ojos hacia el soldado e hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Entonces orina, que está muy feo mearse en la arena.

Ayudó con condescendencia al muchacho a levantarse y le señaló un ángulo. Con esfuerzo, porque al principio no tenía ganas, Régulo orinó abundantemente.

—Secadle bien —dijo el capitán a los eunucos cuando el joven hubo terminado— llevadle y atadle al poste.

A Régulo le dieron un vuelco las tripas y, sin poder contenerse, se cagó materialmente de miedo.

—¡Maldito seas! —dijo el capitán levantando airadamente la mano. Luego se contuvo y ordenó a los dos eunucos, que se reían sordamente, que volvieran a lavarle y perfumarle—. Pero daros prisa, porque la ceremonia va a empezar dentro de poco y no quiero jugarme la cabeza.

Ya sin contemplaciones, los dos eunucos lo desnudaron, lo lavaron lo mejor que pudieron, con trapos mojados en agua caliente, de la cintura para abajo cuidando mucho de que su miembro quedara libre de todo residuo impuro y lo ungieron de nuevo. Hecho esto, y para evitar que el muchacho se ensuciara los pies descalzos en el pavimento, hicieron la sillita de la reina, le sentaron en ella y se lo llevaron a una especie de almacén donde había un solo poste de extraña forma. Hincado en el suelo provisionalmente, consistía en un tronco de árbol de unos dos metros de altura; en el centro, a sus pies, había un sillín bajo y estrecho. A la misma altura y a ambos lados de la base tenía como dos patas: una, hacia arriba vertical al tronco, y la otra hacia el suelo, aunque sin llegar a él, formando un ángulo oblicuo bastante abierto. Los dos eunucos llevaron a Régulo hasta el poste, le hicieron sentarse en el sillín y, acto seguido, le ataron las manos a la espalda rodeando el tronco. Después, le ataron las rodillas según el ángulo formado por las patas, y los pies en el extremo de éstas, de modo que Régulo se encontró completamente desnudo, sentado, espatarrado en aquel sillín e inmovilizado por las sogas que le ataban al leño. Sólo entonces notó un confuso clamor que procedía del exterior: lamentos, gritos, aullidos que le pusieron la piel de gallina. Empezó a debatirse gritando que no quería morir, que no quería ser sacrificado. Se retorcía como un condenado, mientras los eunucos le recomendaban que estuviera quieto, que así no conseguiría otra cosa que hacerse daño con las cuerdas, que era todo inútil porque su destino estaba fijado.

Los eunucos levantaron con gran esfuerzo el poste, lo deshincaron y, con él, se llevaron también al muchacho. Con el vaivén de los pasos de los portadores, los testículos y el miembro que, gracias a la estrechez del sillín y al espatarramiento de las piernas quedaban completamente al aire, oscilaban de un lado para otro como un péndulo.

Salieron al aire libre, y Régulo se encontró ante un espectáculo alucinante: dispuestos en círculo en medio de la arena de un pequeño anfiteatro, limitado por una elevada valla de madera y sin gradas para el público, había una docena de postes iguales al que estaba él mismo amarrado. En cada uno de ellos, atado en la misma posición que él, un hombre, previamente aseado y preparado, gritaba, se lamentaba y pedía clemencia, con el miembro y los testículos colgando míseramente de la entrepierna abierta, y los muslos semejantes a las alas de un exótico pájaro de pico flácido, papada doble y cresta peluda. Los dos eunucos, resoplando bajo el peso del tronco y del muchacho, hincaron aquél en un agujero vacío situado justo ante la doble puerta de entrada a la arena. Dejaron resbalar el tronco dentro del hoyo, lo rellenaron de ramos y piedras para apuntalarlo y, deseando suerte al muchacho, se escabulleron. Régulo se quedó allí, espatarrado, desnudo y atado, con los pies casi rozando el suelo. Había dejado de debatirse, de quejarse o de gritar. De repente se había resignado a su triste suerte. El sol tibio y agradable empezaba a calentarle la piel, y un suave airecillo le hacía estremecerse de cuando en cuando. Ya no pensaba en nada. Había agotado el muestrario de horrores que era capaz de concebir. En la posición en que estaba no podía ver a los demás hombres amarrados a los postes, aunque sí oía sus lamentos e imprecaciones. Pasó un tiempo que se le antojó eterno cuando, de repente, se entreabrió una de las batientes de la puerta que estaba frente a él y apareció un soldado con una trompa. Después de sonarla estrepitosamente, dijo con un vozarrón:

—¡Silencio! ¡Basta de lamentos! ¡Va a llegar la Divina Fiera!

Y, en efecto, se abrieron los dos batientes de la puerta, empujados por dos esclavos, y tirada por una docena de esclavos hizo su entrada en la arena, en medio de una inmensa polvareda, una carreta cargada de una gran jaula de madera en cuyo interior se distinguía perfectamente la piel manchada de un tigre. Los esclavos, que avanzaban en fila india tirando de dos sogas enganchadas a la carreta, se abrieron en dos filas de seis y dejaron la carreta no lejos de donde estaba Régulo. La fiera rugía amenazadoramente, inmóvil ante el rastrillo que, una vez levantado, le permitiría salir.

Ahora el silencio era absoluto. Los esclavos desaparecieron corriendo, mientras el capitán de la guardia, acompañado de otros pretorianos, se acercaba, armado de un tridente a la jaula. Uno de los pretorianos saltó encima de ésta y tiró del rastrillo hacia arriba, mientras otros, con la punta de los tridentes, incitaban al tigre a salir. La fiera de un salto y rugiendo se plantó en tierra. Régulo tenía los ojos entornados para ver y no ver, aunque sí lo suficiente como para darse cuenta de que aquel animal caminaba de un modo raro, que no era esbelto como suelen ser los felinos, que más bien se apoyaba en el suelo como se apoyan los niños cuando caminan a gatas. Cuando lo tuvo más cerca, vio maravillado que lo que ocurría era que no se trataba de un animal, sino de un hombre recubierto con la piel de un tigre que efectivamente caminaba a gatas apoyándose en las manos y en las rodillas y que llevaba, pegadas a cada dedo de las extremidades unas larguísimas y afiladas garras de fiera.

La arena había quedado vacía. Sólo permanecían en ella los jóvenes amarrados a los postes y la sedicente fiera que ahora avanzaba con paso cauteloso hacia Régulo mientras, de cuando en cuando, levantaba la cabeza para lanzar un sordo rugido:

—¡Aug, aug! —emitía el hombre-trigre amenazador—. ¡Gruuuuuu, gruuuuu!

Estaba ya a pocos pasos de Régulo, quien involuntariamente se retrajo y se pegó lo más que pudo al poste poniendo así sin quererlo aún más en evidencia su miembro y sus testículos.

—¡Aug! —rugió el falso tigre y, de un salto, se plantó a los pies de Régulo con el hocico casi rozándole los cojones, que empezó a olfatear.

Régulo sentía el aliento cálido de la falsa bestia contra la piel de su escroto. De repente y sin que nada hiciera sospecharlo, la bestia-hombre se abalanzó con un gruñido sobre el miembro de Régulo, lo tomó con los dientes y lo estiró cuanto pudo. Régulo emitió un grito de terror pensando que aquel falso animal iba a devorarle el carajo. Cerró los ojos, y durante unos instantes los mantuvo así, hasta que finalmente los abrió al darse cuenta de que el hombre-animal no le devoraba nada, sino que seguía tirando de su miembro pero ahora con los labios cerrados, sorbiéndoselo, como si quisiera aspirarle todo el cuerpo por el agujero. Después, y con la misma rapidez con que se lo había agarrado, lo soltó de repente. El miembro de Régulo, hasta entonces tenso como la cuerda de un arco, se encogió de repente y fue a rebotar contra sus testículos, aunque, a decir verdad, no ya tan flácido como antes: la succión forzada había producido sus efectos y ahora la verga de Régulo aparecía lentamente hinchada y enrojecida por el aflujo de sangre. La fiera-hombre volvió a acercar el hocico a las partes de Régulo y empezó a lamérselas con delectación y mansedumbre. Régulo tenía los ojos desorbitados y, ante aquel insistente lameteo, empezó a relajar la tensión y a ofrecer involuntariamente sus partes al tigre-lametón, con el pijo ya indudablemente excitado que empezaba a levantar la cabeza. Entonces, el hombre-fiera dejó de lamer, se incorporó sobre sus patas-piernas traseras, apoyó los garfios de sus garras en el tronco y empezó a husmear los pelos del pubis de Régulo, siguiendo la marca que trazaban hasta el ombligo. Una vez allí, la fiera levantó la cabeza y, por debajo del hocico del animal, entre los largos pelos de su bigote, Régulo, que ahora no perdía un movimiento de su atacante, vio con asombro y terror el rostro archiconocido del divino Nerón Claudio César, quien después de darle un buen lameteo desde el ombligo hasta la base del escroto, cosa que terminó de ponerle el miembro en hermosa y agresiva erección, se dirigió hacia Régulo por la izquierda sin dejar de rugir amenazadoramente, mientras agitaba las posaderas para que la larga cola de la piel del tigre ondulase como si fuera realmente la de un animal. Régulo se quedó allí, con la polla tiesa y húmeda de saliva, como húmedos de saliva también tenía los cojones y todo el bajo vientre, sin acertar a salir de su asombro, preguntándose en qué acabaría todo aquello, aún con el terror de que acabara realmente siendo descuartizado y comido por el emperador. Instantes después, oyó un alarido a su izquierda, proferido sin duda por el hombre que estaba atado al poste inmediato al suyo el que, dada la disposición de los postes, ordenados en círculo, no podía ver; de hecho, ninguna de las víctimas podía ver a la otra. Al alarido de terror siguió un silencio prolongado y, finalmente, un jadeo largo entrecortado de roncos gritos: «Basta, basta», proferidos espasmódicamente. Otro silencio, otro alarido, seguidos esta vez de ronquidos y estertores, y tras un nuevo y largo paréntesis, el vacío. Y así hasta once alaridos, seguidos de once largos silencios, jadeos, ronquidos, estertores, resoplidos, resuellos, hipidos, ahogos… Finalmente, Régulo vio comparecer de nuevo al divino Nerón Claudio César por su derecha bajo la veste de tigre. Caminaba algo más pesadamente que al principio; la cabeza de tigre con que cubría la suya se la había torcido un poco y, por debajo de las fauces abiertas, asomaban los pelos de la cabeza del emperador y se le adivinaba su nariz. Había perdido algunas de las garras con que adornaba los dedos de los pies y de la mano; de cuando en cuando, estiraba el cuello como para tragar mejor algo que tenía en la garganta y se lamía.

Llegó ante Régulo, quien ya prevenido, no lanzó alarido de terror alguno, aunque sí se estremeció de los pies a la cabeza, contempló fijamente la verga del muchacho que ahora pendía fláccida entre sus huevos, pero no ya retraída, y con delicadeza la tomó entre sus labios y empezó a chupetearla. Al poco, Régulo tenía la polla tiesa y dura como el poste al que estaba atado. Entonces, el divino emperador, bajo la falsa apariencia de felino, empezó a jugar con ella mientras volvía a rugir de placer.

—¡Aug, aug! —rugía mientras con una mano-garra daba un manotazo a la verga de Régulo, que acusaba el golpe, oscilaba y se encontraba prendida al vuelo por la boca del Sumo Pontífice, quien premiaba su energía y docilidad con un prolongado chupeteo. Luego apartándose un poco y soltándosela repetía: —¡Aug, aug!—. Entonces venía el turno de los cojones, que lamía y succionaba hasta casi causarle dolor mientras iban hinchándose en desmesura —¡aug, aug!—, repetía enardecido por el juego. Procedía entonces a mordisquearle los costados de la verga y hacerle pasar la punta de la misma por el frío hocico de la cabeza del animal. Y así por mucho rato, lamiéndolo todo, chupándolo todo, hasta que finalmente se metió la polla en la boca, la chupó por entera hasta que Régulo sintió que su glande rozaba la campanilla de la garganta del Supremo Matafuego e inició un movimiento de vaivén con la cabeza para que la verga de Régulo corriera como un pistón en su boca, de modo que a veces los labios de César rozaban por fuera los pelos del pubis del muchacho y otras, por dentro, la base del glande. Régulo, fuertemente amarrado al poste, se retorcía, estiraba el cuello, levantaba la barbilla, ponía los ojos en blanco, bizqueaba, hasta que, por fin, con un espasmo largo, continuado, jadeando y babeando, se corrió en la imperial boca, que ahora no dejaba de succionar, ávida de aquella leche que generosamente le ofrecía Régulo a chorros calientes e intermitentes. Cuando hubo sorbido a gusto todo el líquido vital del muchacho, el divino Claudio dejó por un instante la verga de Régulo y, en una nueva y asombrosa transformación, dijo gritando con voz atiplada:

—¡Doríforo, amor mío, ven a satisfacer a tu humilde esposa! ¡Corre!, —y, dicho esto, volvió a chupar la polla de Régulo que, a pesar de la eyaculación, seguía tiesa.

Por la puerta del anfiteatro apareció corriendo un hombre bien proporcionado y fuerte, de tez morena y cabellos negros, completamente desnudo, quien, mientras se acercaba, se meneaba la verga. Una vez estuvo a la espalda del Pontífice Máximo, se arrodilló, levantó la cola de la piel de tigre, se aproximó al culo del emperador y lo empitonó con todas sus fuerzas. El divino Claudio dejó por un momento el carajo de Régulo y lanzó un chillido histérico de dolor al tiempo que decía entrecortadamente con voz atiplada y moviéndose todo él al impulso de los golpes de riñón que daba el llamado Doríforo:

—¡Uy, uy, uy, qué daño! ¡Qué bestias, qué bestias son los hombres! —Y de nuevo tomaba el miembro de Régulo con la boca. Se lo chupaba, mientras Doríforo, arrodillado, proseguía el imperial enculamiento resoplando, sudando y agarrando con ambas manos los flancos del emperador. Ante aquel espectáculo y debido al chupeteo insistente de Nerón, la verga de Régulo, que nunca se había aflojado, empezó a mostrar nuevos síntomas de vitalidad, y el muchacho empezó a retorcerse de nuevo y a jadear. Al poco rato todo fue un jadeo, un resuello, un gritar femenino e histérico: Doríforo resollaba cada vez con más fuerza; Nerón gritaba como una doncella violada cada vez con mayor vigor, y Régulo jadeaba al límite del agotamiento y al correrse de nuevo, tuvo la osadía de gritarle al divino César:

—¡Ahora, ahora, que me corro!

El César se apresuró a recibir de nuevo en su boca aquella bendición de los dioses mientras Doríforo veía coronados sus esfuerzos y se corría a su vez en el augusto ano con ronquidos entrecortados. Nerón, sin que nadie le hubiera tocado el imperial pijo, se corrió también dejando una mancha blanca y pegajosa en la arena del anfiteatro.

Doríforo retiró con cuidado la verga del culo de Nerón, se puso en pie fatigosamente y, con paso incierto, aunque ligero, abandonó el anfiteatro; el divino César dejó de mala gana la polla de Régulo, todavía palpitante; con un golpe de riñones, hizo que la cola de la piel del animal le cubriera de nuevo el trasero, dijo dos veces «¡Aug, aug!» y se fue pavoneándose hacia la puerta del anfiteatro que se abrió a su llegada. Todo ello en un silencio absoluto mientras Régulo, con los ojos cerrados, seguía respirando entrecortadamente.

Después llegaron los eunucos, lo desamarraron, le ayudaron a vestirse y le dieron una bolsa llena de talentos:

—La Divina Bestia quiere así premiar tu gallardía —dijeron—. Ahora vete, que tenemos que desatar a los demás.

Régulo, medio atontado, se alejó del anfiteatro con la bolsa bien apretada contra el pecho.

2

Leuco, el esclavo griego de confianza del divino Tiberio Verón César, estaba dando los últimos toques para el baño y la función posterior de su amo. El mar azul de Capri, en aquella caleta recogida y rocosa, iba a morir mansamente, con pequeñas olas espumeantes, contra los guijarros grises de la breve playa ceñida por un alto acantilado de roca brillante. Había hecho asear, barrer y fregar la escalera de mármol que bajaba desde el camino superior, entre las rocas, hasta la plataforma de mármol sobre el rompiente; había dispuesto un triclinio al amparo de un toldo de franjas rojas y amarillas, sostenido por palos de metal dorado, hincados en los guijos, y frutas, vino griego resinado, quesos y dulces a base de miel y almendras, y ahora colocaba en el escenario a una serie de muchachitos de apenas diez años quienes, completamente desnudos, con sus cuerpos tensos y esbeltos, se arremolinaban alegres a su alrededor. Eran todos ellos expertos nadadores, nacidos en la misma isla de Creta y, cuidadosamente elegidos por él para mayor solaz del Emperador. Eran en su mayoría morenos, de ojos enormes y negros, cabellos oscuros, piel lisa y exenta de vello, incluso en el pubis, donde sus incipientes miembros relucían al sol gracias al ungüento de que habían sido recubiertos sus cuerpos. Leuco quería dar una sorpresa a su amo: aquella vez había aumentado el número de niños que debían hacer más placentero el baño al César. A los nuevos les había recomendado discreción y sobre todo silencio absoluto cualesquiera que fuesen las cosas que vieran o tuviesen que soportar. Aún recordaba aquel día en que el César Tiberio, asistiendo a una función religiosa, quedó tan hechizado por las gracias del ayudante del sacerdote que no quiso esperar ni un minuto y, allí mismo, al final de la ceremonia, se lo llevó, y lo poseyó. Mientras lo enculaba, ante el silencio resignado del muchacho, vio al flautista hermano de éste y no menos guapo, quien, agazapado en un rincón, lo contemplaba, de modo que cuando hubo terminado con el ayudante, llamó al flautista y también lo enculó. La cosa no hubiese tenido mayor trascendencia si los dos hermanos, tras el enculamiento, no hubieran empezado a reprocharse mutuamente el origen de la acción y a acusarse y lamentarse: Tiberio, encolerizado mandó romperles las piernas allí mismo. «Lamentable», se decía Leuco. No, no quería que esto ocurriera a ninguno de aquellos niños a los que él mismo había escogido y adiestrado para el difícil menester al que estaban destinados, haciéndoles nadar por debajo del agua con los ojos bien abiertos, cogiendo con la boca los guijos que él les tiraba desde una roca, persiguiendo una túnica que él, teniéndola agarrada con una cuerda, hacía flotar y correr entre dos aguas, al tiempo que la mordisqueaban y la pellizcaban con sus manitas, haciéndoles girar sobre sí mismos dentro del agua e ir hasta el fondo para agarrar con los dientes, sin romperlos, pequeños huevos de codorniz previamente cocidos. Por fortuna, buena parte de aquellos niños ya eran duchos en el menester y habían hablado con los demás para convencerles del valor casi sagrado de lo que debían hacer. A pesar de que Tiberio era enormemente tacaño, estar en su gracia era mucho más importante que recibir recompensa material alguna; sobre todo para sus papás. Esto se lo había dejado entender Leuco, y los niños, listos y avispados como semigriegos que eran casi todos, habían captado al vuelo el asunto.

Leuco se aprestaba, pues a esconderlos entre las rocas y les repetía que sólo debían aparecer y zambullirse en el agua, cuando él les hiciera una señal convenida. Al poco rato, no se oía otro rumor que el suave y quedo de las olas pequeñas y mansas lamiendo la grava gris de la breve playa. Aparentemente sólo Leuco, junto a la plataforma de mármol blanco, esperaba la llegada del divino Tiberio, quien poco después hizo su aparición en lo alto del acantilado, cubierto con un simple manto de púrpura, que a aquella altura ondeaba en la brisa del mar, y con los pies descalzos, precedido por un muchacho coronado de hiedra y con una flauta en la mano, completamente desnudo, que se brindó a ofrecerle el brazo tendido para que se apoyara mientras descendían la escalera. Detrás del Emperador, un breve cortejo de dos esclavas ancianas, vestidas con amplias túnicas y dos soldados.

Cuando Leuco vio aparecer a Tiberio César en lo alto de la escalera, se irguió y, levantando el brazo con la mano extendida, los dedos juntos y la palma en dirección a él, le saludó:

—¡Salve, oh divino Tiberio, que los dioses sean propicios y Neptuno te conceda un baño tonificante que te prolongue la vida cientos de años!

—Salve, Leuco —repuso Tiberio mientras bajaba la escalera—. Tú siempre tan adulador. Hace un buen día hoy. Y me siento en forma —añadió tocándose el carajo con la mano libre.

Una vez a los pies de la escalera, Tiberio se despojó del manto y se quedó completamente desnudo. Era un hombre corpulento y alto, de ancho pecho y espalda, muy bien proporcionado. Se decía que tenía tal fuerza en la mano izquierda que, con un dedo, era capaz de traspasar una manzana fresca. Tenía la piel blanca y los cabellos muy largos por detrás, de modo que le cubrían todo el cuello. Era guapo de cara y tenía ojos grandísimos con los que, según se decía, era capaz de ver incluso en la oscuridad. Caminaba con el cuello rígido y doblado hacia delante y la expresión ceñuda.

Cuando llegó junto a la plataforma de mármol, mientras las esclavas iban a sentarse en dos escabeles a los pies del triclinio y los dos soldados subían de nuevo la escalera para montar una inútil guardia en lo alto del acantilado, vueltos de espalda al mar, la cabeza en dirección al interior de la isla, el Emperador preguntó a Leuco.

—¿Qué sorpresa me ha preparado para hoy mi buen Leuco? ¿Cuántos pececillos ha adiestrado? ¿O prefiere jugarse la cabeza por haber hecho enfadar a su Emperador dejando el mar vacío de deliciosos habitantes?

—Nada de eso, divino Tiberio —dijo Leuco incorporándose y, sonriendo, hizo con la mano la señal convenida.

En un alboroto de risas y chillidos fueron asomando por las rocas del acantilado todos los niños que Leuco había previamente ocultado y, uno tras otro, se zambulleron en el agua, levantando pequeñas columnas de espuma; luego, por unos instantes, fue como si se los hubiera tragado el mar; no quedaba rastro de ellos, hasta que, de repente y como respondiendo a un resorte que les accionaba a todos, salieron a la superficie saltando cual delfines, la piel reluciente de agua, que el ungüento concentraba en miríadas de gotitas que reflejaban el vivo sol de Capri, y los cabellos pegados a la cara, gritando por tres veces:

—¡Salve, salve, salve!

Tiberio, sonriente, aplaudió complacido y, sentándose en el borde de la plataforma de mármol, se dejó escurrir en el agua y se puso a nadar, mientras el muchacho desnudo tocaba la flauta.

—¡Cuántos pececillos! —decía extasiado—. ¡Oh cuántos pececillos tengo hoy!

Los niños, sabiamente adiestrados, empezaron a nadar a su alrededor, sumergiéndose y aproximándose a él. Los que ya conocían el juego, más audaces, no tardaron en avasallar al Emperador: unos le mordían los pezones, otros los flancos, alguno alargaba la manita y le agarraba los testículos, otros aun se hacían transportar por Tiberio que seguía nadando; cuando uno la soltaba, otro más avispado tomaba en su boca la polla divina y tiraba de ella dulcemente hacia el fondo. Pronto, los demás, animados por los gritos de placer del Emperador y por sus risas, fueron acercándose para participar en el juego y poco después, aquello pareció un banco de pirañas dispuestas a comer vivo al imperial nadador: quien le daba un chupetón en la entrepierna, quien le mordía las nalgas, quien le introducía la lengua en el ano, quien adosaba la boca como si fuera una rémora al divino ombligo y, con los pies, le zarandeaba el carajo, otros le besaban el pecho y los muslos, mientras Tiberio se debatía y fingía defenderse del ataque de los niños intentando agarrarles a su vez por los cojones y, cuando lo lograba, levantaba en el aire al niño prendido por su breve escroto y lo arrojaba con una carcajada al agua.

El juego duró mucho tiempo y, finalmente, el Emperador, exhausto, se acercó a la plataforma de mármol, hizo un esfuerzo, saltó fuera del agua y fue a sentarse en el borde: jadeaba, tenía la polla completamente tiesa y señales inequívocas de chupetones en todas las partes de su cuerpo.

Obedeciendo las órdenes que les había impartido Leuco con anterioridad, los niños, cuando vieron al Emperador sentado en el borde de la plataforma, se quedaron inmóviles en el agua esperando la decisión del César, quien, como en el circo, si levantaba el dedo pulgar hacia arriba, quería decir que le había satisfecho la prestación y llamaba así a sus pececillos y, si lo dirigía hacia abajo, quería decir que o bien no estaba satisfecho o bien se encontraba demasiado cansado para seguir practicando otros juegos. Todos esperaban conteniendo el resuello, sobre todo Leuco, quien, si bien el Emperador no fuera propenso a venganzas, temía siempre no satisfacerle y ser castigado por ello.

Tiberio puso cara de pocos amigos, contempló severamente todas aquellas cabecitas que asomaban a flor de agua, miró con ojos aterradores a Leuco y, con una gran carcajada, extendió el brazo con el puño cerrado y levantó el dedo pulgar hacia el cielo.

Del mar se alzó un alarido de alegría. Todos los niños se pusieron a nadar en dirección al Emperador, quien seguía sentado en el borde de la plataforma de mármol. Leuco suspiró tranquilizado. Una vez más, las cosas habían salido bien, según se dijo.

Cuando los niños llegaron a la plataforma, la mayoría se encaramó a ella, se abalanzó sobre el divino César riendo y gritando y empezó a escurrirse por su cuerpo ahora tenso y palpitante. Los más audaces, aun desde el agua, se disputaban su polla como si se tratara de un caramelo. El Emperador se tumbó panza arriba como antes, jugó a desembarazarse de aquella tropa de mocosos que parecía comérselo vivo: los tiraba de nuevo al agua, les daba manotazos, hasta que, cansado, hizo un gesto con los brazos, y todos los niños fueron a sentarse a su alrededor, mojados y excitados por el juego. Pero sin proferir palabra, tal es como les había indicado Leuco.

Entonces, Tiberio llamó a Leuco y a las esclavas y ordenó que le secaran. Premurosas, las matronas acudieron con trapos de lino y, ayudadas por Leuco, secaron cuidadosamente el cuerpo del Sumo Pontífice, quien, una vez seco, reclamó el manto de púrpura, lo echó sobre los hombros y, con el carajo tieso, se encaminó hacia el triclinio, mientras los niños permanecían quietos y el muchacho desnudo seguía tocando la flauta.

Una vez en el triclinio, el divino Tiberio se acomodó en él y, con un gesto de la mano, llamó a los niños que acudieron en tropel: unos subidos al triclinio, otros sentados al pie del mismo, se apelotonaron alrededor del César. Las dos esclavas quedaron en pie a un lado mientras Leuco iba a situarse cerca de una mujer regordeta, vestida de negro con un niño en los brazos.

El Emperador pidió de beber y Leuco tomó una copa de metal dorado, la llenó de vino, que mezcló con agua, y se la dio al Emperador, quien tras vaciarla, dijo a Leuco:

—¿Y el pequeño? ¿Ya está preparado?

—Aquí lo tienes, César —repuso Leuco señalando al niño, que envuelto en pañales, dormía en el regazo de la mujer regordeta.

Era ya un niño crecido, que tendría casi un año y medio, pero al que aún no habían destetado.

—¿Qué dices? ¿Acaso no tendrá hambre? —preguntó con evidente excitación el divino Tiberio.

—Lleva las suficientes horas sin comer como para que se despierte con un hambre atroz —le aseguró Leuco.

La mujer regordeta permanecía sentada, inmóvil como una estatua.

—¿Qué haces? —dijo el Gran Matafuego dando un manotazo a uno de los niños que le estaba toqueteando los cojones—. Ahora basta, por el momento. Y ten cuidado porque tienes un culito hermosísimo —el niño retiró la mano, y todos se rieron—. Despiértalo —ordenó el Emperador, y Leuco, obedeciéndole, fue hacia la mujer que llevaba la criatura, tomó a ésta en brazos y la sacudió ligeramente.

El mamón contrajo los músculos de la cara, se llevó las manitas a los ojos, los abrió pero volvió a cerrarlos deslumbrado por el sol, hizo unos pucheritos y, con la boca, empezó a buscar el pecho de la madre. Esto excitó sobremanera al divino Tiberio, quien abriendo el manto de par en par para poner bien en evidencia su miembro erecto, de un rosa salmón, se reclinó sobre el costado izquierdo para que la polla le quedara al aire al nivel del asiento del triclinio. Los niños que estaban al pie de éste se apartaron y todos en silencio se dispusieron a contemplar extasiados la ceremonia como si se tratara de un rito sagrado.

Leuco se acercó al triclinio con el niño en brazos. El pequeño estiraba las piernas dentro de los pañales y movía en el aire sus manitas regordetas en busca del pezón materno. Una vez junto al triclinio, se arrodilló y acercó poco a poco la cabeza del niño al glande del Emperador, quien temblaba de excitación. De repente, el niño encontró en sus movimientos el imperial bálano, lo cogió con las manitas y, ayudado por Leuco quien le aproximó todavía más, agarró con la boquita la punta del carajo de Tiberio y empezó a mamar como si realmente fuera el pecho de su madre. El chupeteo del niño era instintivamente fuerte e insistente, encaminado a hacer venir la leche al pezón materno, de modo que el placer del Emperador correspondía a la intensidad de la succión del mamón que ahora tenía casi todo el glande, de un púrpura subido, dentro de su boquita de labios rojo claro enmarcada por la piel delicada y pálida del rostro. El pequeño mamaba y mamaba, llenando de lubrificante baba el capullo del Emperador, quien procuraba mantenerse quieto para que al niño no se le escapara la polla y tenía las manos crispadas, una fuertemente agarrada al borde del triclinio, la otra con las uñas casi hundidas en su muslo derecho. Empezó a jadear. Los niños contemplaban la escena con los ojos bien abiertos, alguno de ellos con el carajillo tieso como el tallo de una flor. El crío había cogido con su manita uno de los huevos imperiales y seguía sorbiendo con tenacidad el pijo. Finalmente, el Emperador emitió un quejido: por las comisuras de la boca del pequeño apareció un liquido blanco y pegajoso que el niño tragaba instintivamente hasta que empezó a toser y a hipar, y el esperma le salió por las naricitas arremangadas y abiertas en un esfuerzo por respirar.

—¡Basta, basta! —dijo entrecortadamente el Emperador, y Leuco se apresuró a retirar al niño.

Lo puso boca abajo y le dio unos golpecitos en la espalda para que escupiera el resto del esperma que no había tragado. Después, lo enderezó, le dio otros golpecitos para que hiciera el clásico eructillo y se lo devolvió a la mujer regordeta vestida de negro, que de nuevo lo puso en su regazo. El niño lloraba desaforadamente.

Tiberio permaneció por unos momentos inmóvil y en silencio, con los ojos en blanco, el carajo colgante, húmedo de baba y de esperma.

—Fuera —dijo finalmente en forma casi inaudible.

La mujer regordeta se levantó y se encaminó bajo el sol caliente hacia la escalera de mármol blanco, por la que empezó a subir lentamente con el niño llorando en los brazos.

Entretanto, el Emperador se había cubierto con el manto, reclinó la cabeza e hizo un gesto con la mano. Los niños, quienes ya sabían cómo interpretarlo, se tendieron en el triclinio, pegados al cuerpo del Emperador, protegiéndolo con sus piernecitas, sus brazos, sus propios cuerpos. Exhausto, el Emperador se quedó dormido, mientras el muchacho desnudo seguía tocando la flauta y los berridos del crío iban siendo absorbidos por la distancia y dominados por el rumor de las olas contra los guijos grises y azulados de la playa.