El castigo

El castigo

Se llamaba Ernesto. Era católico, apostólico católico y romano, pero ni feo ni sentimental, sino bastante agraciado y, naturalmente, delator. Era acérrimo defensor de la moral, exclusivamente referida al sexo, y de las buenas costumbres; no fumaba ni bebía y, a pesar de tener ya veintiocho años sonados, no se había hecho una paja en la vida, ni naturalmente había tenido relación carnal con ningún ser vivo o cosa inanimada. Había nacido a mediados de los años cincuenta, precursores de los años llamados del boom, de un honrado trabajador metalúrgico y de una no menos honrada mujer dedicada a sus labores, quienes consecuentes con las reglas de la movilidad social, lo habían enviado a estudiar, con gran esfuerzo económico para su desgracia (de todos: la de los padres y la de él mismo), a un colegio de religiosos, donde el muchacho se había empapado de dogmas y pecados, de miedos e inhibiciones, de prejuicios y constricciones. Con gran disgusto de su padre, que era más bien izquierdoso y liberal, se había convertido ya de pequeño en un meón de agua bendita, en un Savonarola escolar, en un Torquemada de barrio que, si hubiese podido, habría mandado a la hoguera a todos los que se besaban, masturbaban, jodían y, sobre todo, a los que practicaban nefandos vicios tales como hacerse pajas mutuas, cometer el horrible crimen de la fellatio o el no menos horrendo y nauseabundo de la sodomía.

Cuando se le despertaron las apetencias sexuales, se convirtió en el terror de los propios curas, quienes, acostumbrados a las consabidas confesiones de autotoqueteo, precedidas de la rutinaria pregunta «¿Cuántas veces, hijo mío?», tenían que soportar minuciosas descripciones de sueños idiotas acompañados de nocturnas poluciones, que aquel nuevo Luis Gonzaga consideraba como propios y tremendos pecados que, sin la confesión le conducirían de cabeza al infierno y probablemente, según temía a la muerte por consunción.

Sus denuncias escolares habían procurado no pocas reprimendas privadas e incluso una expulsión: la de un muchacho de doce años que se hacía masturbar regularmente por un amiguete suyo de diez en el retrete del colegio y al que Ernesto, con católica tenacidad, había perseguido hasta encontrar un día con las manos en la masa, es decir, con la polla en las manos del juvenil masturbante, quien se libró de la expulsión gracias precisamente a no haber alcanzado aún la pubertad. Lo que no sabían ni el delator ni los inquisidores era que había sido el más joven el que indujo al mayorcito a dejarse masturbar, pues era aquél muy avispado y curioso y, en los apretujones de los autobuses y del metro, su diversión mayor consistía en tocarles la polla a los hombres que estaban junto a él, hasta ponérselas tiesas, así, como quien no quiere la cosa. Como los hombres no podían imaginar que un niño de aquella edad, inocente por definición y ley, hiciese aquello con malicia, en general se avergonzaban de la erección y se apeaban del autobús o del metro en la primera parada, sin esperar llegar a su destino.

Ya adulto, cuando salió del colegio y entró en una Escuela Técnica, el campo de sus investigaciones y delaciones se alargó y Ernesto llegó incluso a presentar auténticas denuncias a la policía por ultraje a la moral por parte de algunas mujeres del barrio que se dedicaban caseramente a la prostitución, pero sobre todo de maricones o supuestamente tales quienes, según Ernesto, se reunían en tal bar o en tal casa particular para celebrar sus imaginadas nefastas orgías.

Su ideal hubiese sido llegar a ser María Goretti. De pequeño, había visto el filme, y la impresión que le causó fue de aquéllas que no se borran fácilmente. Llevaba siempre encima una estampita de la Santa y a ella dedicaba novenas y jaculatorias para que le ayudara a perseverar en su obra purificadora y a mantenerse casto hasta el final de sus días.

A veces, cuando en la cama y sin motivo aparente, el carajo se le ponía tieso, para distraerse, imaginaba la escena: un mediodía caluroso en una casa de campo, con el chirriar intenso de las cigarras y el sol abrasando los rastrojos y, en el interior, el frescor producido por las gruesas paredes, las contraventanas entornadas, una suave penumbra, y él allí, leyendo; de repente, aparecía el bruto, el violador, quien intentaba desflorar su virginidad; él se resistía, pero la bestia, que era el diablo en persona, cogía el gran cuchillo de cocina que estaba encima de la mesa y se lo clavaba en el corazón, babeando, maloliente, congestionado; él decía solamente ¡Jesús!, y se iba derecho al cielo… El caso es que la historia no funcionaba del todo bien, porque él no era una mujer ni tenía virginidad que defender, de modo que el diablo, que en todo tiene que meter su zarpa, le sugería que se trataba de metérsela por el culo. Entonces, volvía atrás en la recreación del martirio e imaginaba las manos del bruto que le agarraban los pantalones para bajárselos, veía como él se debatía mientras el otro desgarraba la tela, dejándole desnudo de cintura para abajo, y le obligaba a volverse de espaldas. Él no tenía más remedio que obedecer, porque no era María Goretti y porque el bruto no le respetaba a él como, en el fondo, había respetado a la aspirante a santa, sino que, con dos manotazos, le inmovilizaba y obligaba con el cuchillo enorme y brillante a inclinarse y a apoyar el pecho y la barriga en la mesa de la cocina, para dejarle el culo bien al aire… En este punto Ernesto interrumpía la escena, con el carajo aún más duro que antes, vergonzosamente congestionado, y se levantaba tembloroso y sudando para abrir la ventana y refrescarse, mientras rezaba jaculatorias y se encomendaba con fervor a la Santa para que le protegiera también de aquellas imágenes perturbadoras que, en su ardor, había urdido sólo para reconstruir el sublime sacrificio de la niña, virgen ya para siempre, y no para pensar en aquella cosa roja y tiesa que tenía entre las piernas y le abultaba el pantalón del pijama.

Mientras persistió la dictadura, Ernesto se sintió arropado y muchas veces secundado por sacerdotes y agentes de la Autoridad, pero, con la muerte de Franco, empezó un calvario para él. Aquellos a los que había delatado o importunado empezaron a vengarse de forma incruenta enviándole todo tipo de publicaciones pornográficas, pero sobre todo gay en las que aparecen sedicentes apuestos machos con el pijo tieso y al aire. Ernesto se vengaba a su vez, con mucha peor intención, escribiendo cartas, anónimas claro está, a los padres, a las esposas o a otros familiares de aquellos que él suponía maricas, en las que denunciaba sus nefandas actividades, lo cual había acabado por provocar no pocos escándalos y humillaciones. A la Comisaría ya no iba porque el nuevo comisario le había dado a entender bien a las claras que, privadamente, cualquiera era libre de hacer lo que quisiera con su culo o con su carajo con tal de que no diera escándalo público o que no corrompiera a ningún menor. Como la mayoría de edad ya había sido fijada a los dieciocho años y él no tenía la facultad del Diablo cojuelo para levantar los tejados de las casas, ver lo que pasaba en su interior y armar la de San Quintín, no le quedaba otra salida que la de la denuncia anónima.

En la fábrica donde trabajaba como técnico le tomaban el pelo. «¿No vienes a echar un polvo?», le decían en broma sus compañeros a la salida para verle sonrojarse. «Mira, mira a Mariano: está bueno, ¿verdad? ¿No sabes que es marica? Mira que ése un día te da por culo, ya verás», y el mencionado Mariano le lanzaba besitos y pasaba delante de él contorneándose mientras con una mano hacía ademán de querer agarrarle el pijo. Ernesto, más colorado que un pimiento, no era capaz ni siquiera de sonreír y, en silencio, ofrecía a Dios todas aquellas humillaciones y befas para la salvación de su alma.

En el barrio, naturalmente, no podía tragarle casi nadie. Todos conocían su devoción por la Santa italiana y le llamaban «el goreto». Hasta el párroco, cura progresista, de ésos que entienden por progreso ir vestidos de paisano, contar chistes verdes y decir palabrotas, procuraba quitárselo de encima, porque su continuada presencia en el Círculo parroquial mermaba el número de sus parroquianos, chicos y chicas, que se reunían allí para jugar al ping-pong o a las cartas, pero que, cuando veían venir al «goreto» ni se acercaban, pues no querían ser espiados, criticados, censurados y, según lo que hicieran o se les antojara decir, ser delatados por uno de sus fatídicos anónimos, que, de hecho habían dejado de serlo porque todo el mundo sabía ya de dónde procedían, pero no habían perdido efectividad dada la cerrilidad de muchas de las personas a los que iban dirigidos.

Ernesto, a pesar de todo, seguía en su ardua labor moralizadora y esperaba con fruición el momento en que pillaría in fraganti a alguno de aquellos pervertidos-invertidos en algún lugar público, en compañía de un menor, para poder presentar denuncia formal a la policía. Por eso estaba alerta y sobre todo observaba los movimientos sospechosos de los chavales del barrio que aún no habían llegado a la mayoría de edad. ¡Ah si los pillaba! ¡Ah si hubiera podido pillar a alguno de aquellos maricones con un menor de edad, aunque sólo lo fuera por un día! ¡Ya verían cómo iba a tratarles! ¡Seis años de cárcel no se los quitaba nadie! Y el menor, aunque lo fuera sólo por un día, ¡al correccional, a que aprendiera a ser casto, como lo seguía siendo él, para mayor gloria de Dios!

Por eso, un día le dio un vuelco el corazón al ver que uno de los maricones al que él conocía bien estaba tomando unas copas en un bar del barrio acompañado de un menor, un muchacho de unos diecisiete años, del barrio también, con el que sostenía una animada y cordial conversación. Contrariamente a lo que solía ocurrir cuando entraba Ernesto en algún local público los dos hicieron la vista gorda y siguieron conversando como si tal cosa. Ernesto, con paso lento, se acercó a la barra, pidió una coca-cola y fingió leer el periódico mientras, disimuladamente, procuraba acercárseles para ver si podía oír lo que decían. Los dos no se recataban de nada, es más, por un momento Ernesto se dijo que estaban hablando incluso demasiado alto. «Mejor así», pensó procurando aguzar el oído.

Le llegaban retazos de la conversación: «Así, vienes…», «… claro, me muero de ganas», «… no hables tan alto que hay moros en la costa…», «… ese delator, que le den…», «… ¿vamos?…». Y los dos se dispusieron a pagar. A Ernesto le latía el corazón con fuerza: estaba seguro de que había llegado el gran momento. Un poco de audacia, otro poco de valor, la ayuda de Santa María Goretti, y el juego estaba hecho. Pidió también la cuenta, pagó, esperó a que los dos pervertidos salieran y salió a su vez a la calle con la intención de seguirles. Les localizó en seguida: se habían detenido ante el escaparate de una zapatería. A Ernesto, se le ocurrió de repente que era ya tarde y que en su casa le estarían esperando para cenar. Volvió sobre sus pasos, introdujo unas monedas en el teléfono público del bar y telefoneó a su casa:

—Mamá —dijo a su madre que respondió al teléfono—, no iré a cenar, y a lo mejor vuelvo tarde. Muy tarde —añadió Ernesto.

—¿Cómo es eso? —se extrañó la madre alarmada y curiosa, pues era la primera vez que recibía una llamada así de su hijo.

—No puedo explicártelo, no tengo tiempo. Pero no te preocupes, que no es nada grave. Adiós —y colgó.

La madre fue corriendo hacia el saloncito donde el padre estaba viendo la televisión:

—¡Paco, Paco! —le dijo muy excitada—. ¡El niño no viene a cenar! ¡Y dice que vendrá muy tarde!

—Caramba —dijo el padre sonriendo—, ¡por fin! ¡A ver si cambia de una vez!

Entre tanto, Ernesto salía apresuradamente otra vez del bar con el temor de haber perdido el rastro de sus presas; pero no, éstas estaban todavía allí, ante el escaparate, «Como si me esperaran, los muy idiotas», pensó Ernesto mientras fingía indiferencia. Los otros dos empezaron a caminar despacio: el mayor tenía un brazo pasado por encima de los hombros del menor y seguían hablando confidencialmente, dándose empujones, riéndose. Y Ernesto detrás, indiferente, siguiendo sus pasos, como si de su Ángel de la Guarda se tratara, aunque un ángel algo especial pues, en lugar de intentar evitar el probable pecado nefando que allí se gestaba, se alegraba de que lo cometieran para luego desenvainar él su espada de fuego y castigarles por su infamia. Así prosiguieron un buen rato, cazados y cazador, hasta que finalmente aquéllos se detuvieron ante el portal de una casa destartalada, de dos pisos, donde Ernesto sabía que tenía el estudio un pintor bastante conocido y de muy mala fama: a Ernesto le constaba que era maricón, aunque no tenía prueba alguna de ello.

Los dos empujaron la puerta que no estaba cerrada, entraron, y la dejaron entornada. Ernesto tenía la boca seca, las manos sudadas, y le latían las sienes. Decidió esperar unos minutos para luego irrumpir en la casa y pillarlos in fraganti, porque, si entraba inmediatamente, podía encontrarlos aún vestidos, fumando y charlando. Se iluminó el gran ventanal del piso superior, velado por unos visillos; alguien se acercó a éstos y corrió una espesa cortina. Ernesto consultó su reloj, aguardó otros cinco minutos y, después, con decisión, encomendándose a su Santa, empujó la puerta, penetró en el oscuro zaguán y volvió a cerrarla. No bien hubo dado dos pasos a tientas en busca del arranque de la escalera, cuando alguien le enfundó un saco por la cabeza, le agarró las manos, se las ató a la espalda, lo cogió por las axilas y, ayudado sin duda por un cómplice, lo levantó y lo llevó en volandas escaleras arriba hacia la puerta del piso superior. Ernesto se debatía, gritaba, pero el saco amortiguaba sus gritos; daba patadas, se encogía se estiraba: no había nada que hacer, había caído en una trampa y de nuevo la imagen del martirio acudió a su mente. ¿Qué le iban a hacer? Cualquier cosa que intentaran contra él, iban a arrepentirse. Estaba dispuesto a defenderse hasta el límite. Y de nuevo se le presentaba la escena del martirio gorettiano, debidamente corregida de acuerdo con su sexo. Pues bien, si por defender su culo tenía que morir, moriría. Habría un nuevo san Ernesto en los cielos, San Ernesto López.

Comprendió que le habían llevado al estudio del pintor porque oyó la voz de uno de los que él había considerado su presa cuando, en realidad, habían hecho de reclamo para su captura:

—Buen trabajo. Todo ha ido como habíamos previsto. Ahora vamos a desnudarlo. Anda.

Y lo que a Ernesto le parecieron diez mil manos empezaron a quitarle los zapatos, los calcetines, los pantalones, los calzoncillos…

—¡Pero si tiene polla! —decía una voz.

—¡Y hasta sus cojoncitos y todo! —le hacía coro otra.

—¡Pero que sucio está, Dios mío! —comentaba una tercera—. ¡Y huele a demonios! ¿Es qué no te lavas nunca, Goreto?

—¡Ante todo vamos a darle un baño! —sugirió alguien.

—¡Sí, sí, un buen baño! ¡Qué alguien prepare la bañera!

—¡Voy! —dijo otro.

Le desataron un momento las manos para quitarle la chaqueta, la corbata, el chaleco, la camisa y la camiseta. Ernesto, que ya casi no se debatía, se sentía desnudo, con las manos otra vez atadas a la espalda, el saco en la cabeza, asateado por las miradas impúdicas de aquella gente, como un nuevo San Sebastián dispuesto a sufrir el martirio.

Entonces, alguien le agarró la polla y, tirando de ella, le obligó a caminar. Anduvo un trecho y notó en las palmas de los pies la frialdad de las baldosas del cuarto de baño, cuya bañera se llenaba de agua caliente.

—¡Vamos —dijo alguien—, adentro!

Y sintió que lo levantaban en vilo y que lo metían en el agua. Luego empezaron a lavarlo, quien una pierna, quien la otra, quien el bajo vientre, el miembro y los testículos, quien las axilas y los brazos, quien el pecho o la espalda.

—¡Pero si hasta descapulla! —dijo uno.

—Límpiale bien el culo, que éste no se ha lavado desde que vino al mundo —ordenó otro.

Y alguien le levantó las piernas como se hace con los niños pequeños y le lavó con jabón y estropajo las nalgas y el ano.

Ernesto sudaba, tenía todos los poros abiertos por el calor del agua y sentía por primera vez que la sangre le circulaba activa y libre, que le cosquilleaba la piel, que, en una palabra, su cuerpo respiraba por fin liberado de aquella costra de mugre que se había acumulado después de su último baño, Dios sabe cuándo.

Le sacaron de la bañera, le secaron, le friccionaron con agua de colonia y luego, de nuevo en volandas, lo llevaron al estudio y le sentaron en una silla. Ernesto, no obstante la placentera sensación que muy a pesar suyo le había proporcionado el baño, estaba rígido, sentado con las rodillas apretadas para ocultar de la mejor manera posible sus vergüenzas, la cabeza ensacada, echada hacia atrás, los dientes prietos, imaginando terribles venganzas por distraer la inminencia del martirio.

—¡Ah no, muñeco, así no! —dijo una voz.

Y sintió que le agarraban las rodillas y le abrían las piernas, lo espatarraban a pesar de su resistencia y le ataban los pies y rodillas a las patas de la silla para que no pudiera volver a cerrar las piernas.

—Ahora, escucha bien, Goreto —dijo la voz del muchacho mayor que había servido de reclamo para su captura—, si te portas como un ser civilizado, no te ocurrirá nada malo: palabra, aunque yo sé que tú piensas que los homosexuales…, —y la palabra le sonó como un tiro a Ernesto, quien gritó con la voz amortiguada por el saco: «Maricones, maricones…». Como quieras, Goreto, que los maricones no tenemos palabra ni derecho a la existencia. Ya sé que para ti comportarte como un ser civilizado es una empresa muy difícil: inténtalo. Será mejor para todos. Por ejemplo, si te quitamos el saco de la cabeza, ¿prometes no gritar ni pedir socorro?

Ernesto hizo rápidamente sus cálculos: que le quitaran el saco y verían el chillido que iba a pegar, se oiría hasta en la Comisaría, palabra. Así que movió la cabeza afirmativamente al tiempo que llenaba los pulmones para proferir el alarido liberador. Pero, cuando le quitaron el saco, perdió la respiración y se quedó con todo el aire dentro del pecho. El espectáculo no era de los que aconsejan transgredir lo prometido: en círculo ante él, y completamente desnudos, había diez tipos, unos musculosos, otros menos, pero todos con cara de pocos amigos y dispuestos a saltar sobre él. Por si fuera poco, el que le había hablado llevaba en las manos una mordaza ya preparada por si se le antojaba ponerse a gritar. Ernesto, expiró el aire acumulado, procuró recobrar la respiración y cerró los ojos para no ver tantos cuerpos desnudos, que herían en lo más profundo su delicada pudibundez.

—Así está bien —dijo el que tenía la mordaza en las manos—, pero es mejor que abras los dientes —añadió adelantándose con la mano en alto.

Ernesto, apartó la cara esperando la bofetada, pero abrió los ojos. «Así que finalmente lo he conseguido: ¡ahora sé dónde se reúnen estos cerdos! Ya veréis, ya veréis: ríe bien quien ríe el último», pensaba Ernesto olvidándose momentáneamente del martirio, de la tortura, de la muerte quizá que le esperaba.

—Mira, Goreto, tengamos la fiesta en paz. Tú nos has roto el alma con tus denuncias y tu persecución. Hay que acabar con esto. Si haces lo que te ordenemos no te ocurrirá nada malo. Si no, no te garantizo lo que pueda pasarte. Ahora, abre la boca.

Ernesto apretó cuanto pudo las mandíbulas e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Goreto, no te hagas el tonto —dijo pacientemente el de la mordaza, que era un tipo más bien robusto, con el pecho cubierto de vello y unas manazas grandes y duras como las de una pala de frontón—. Goreto, no me hagas perder la paciencia. Abre la boca, o te la abro yo —y le oprimió con una mano como si fuera una tenaza ambas mandíbulas, al igual que a los perros cuando hay que darles una medicina.

Ernesto sintió un dolor insoportable en las encías y en las quijadas que, al ceder a la presión de la mano, tendían a abrirse por sí solas. Finalmente, cedió y abrió la boca.

—¿Preparados? Pues, ¡adelante! —dijo el de la mordaza.

Y en un santiamén Ernesto se encontró con la polla tiesa del menor metida en la boca al mismo tiempo que un rayo caía a sus pies. «Gracias, María», pensó por un instante Ernesto, con aquella cosa caliente y dura que casi no le dejaba respirar dentro de la boca. Pero se equivocaba: no se trataba de un rayo caído del cielo para salvarle, sino del flash de una polaroid con el que uno de aquellos depravados inmortalizaba la escena. El muchacho que tenía la polla metida en la boca de Ernesto se mantenía quieto, pero Ernesto, al intentar tragar el exceso de baba que le inundaba la boca, no podía por menos que chupar el carajo del chico:

—Eh, no, Goreto, esto no vale: chupármela no, no está previsto —y todos se rieron mientras el pobre Ernesto se sonrojaba.

El de la polaroid hizo otras dos fotografías desde distintos ángulos y, cuando hubo terminado, el muchacho sacó la polla de la boca de Ernesto, se sentó en una de sus rodillas y acercó su rostro al suyo:

—¿Así está bien? —preguntó.

—Perfecto —dijo el de la polaroid mientras tomaba otra foto.

—¿A ver cómo he salido? —dijo levantándose con la polla tiesa.

Todos se arremolinaron en torno al de la máquina fotográfica para ver las fotografías recién hechas. Ernesto, que seguía tragando saliva con una desagradable sensación de frío en la boca, se preguntaba para qué querrían aquellas fotos. Pronto se lo ilustró el de la mordaza que parecía ser quien manejaba el cotarro.

—Mira —le dijo enseñándole una a una las fotografías—. Míralas bien, Goreto —y Ernesto, con reluctancia, fue mirando aquellos cartoncitos donde, en color, vio su cara con los ojos entornados y las aletas de la nariz abiertas, la base de la polla que desaparecía por completo en su boca tomada de un lado, de otro y desde abajo, con los cojones del chico en primer plano, y finalmente su cabeza y la del menor dulcemente reclinadas una contra otra. Era como si hubiera estado gozando, los labios rojos y entumecidos, de los encendidos besos de aquel chico, rubio y guapo, quien, sonriente, parecía pasarlo la mar de bien en su compañía.

—¿Has visto? Bueno, pues ahora guardaremos esto en una caja fuerte y, a la próxima cerdada que nos hagas, a la próxima carta anónima que escribas, a la próxima denuncia que se te ocurra hacer, verá todo el barrio estas fotos, desde tus padres hasta tus porteros, desde el párroco hasta el comisario… todo el mundo sabrá que, además de un meapilas, eres un hipócrita, un perverso que nos persigue sólo para ocultar sus propias tendencias, su afición, fíjate bien, los menores.

La cólera se desvaneció en Ernesto como por encanto.

—No seréis capaces de hacerme esto.

—¿Cómo no? Y espérate, que no ha terminado aquí la cosa. Vamos, metedle el anillo.

Pasada la ira ante la imagen de sí mismo, en su imaginación ya no quedaba espacio más que para el martirio. Y se estremecía de terror al pensar qué podían hacerle aún aquellos miserables. ¿Y si la secuencia modificada del asesinato de María Goretti se convirtiera en realidad? Miró los pijos de los tipos que formaban círculo a su alrededor y pensó con aprensión en lo que podría sentir si uno de ellos, erecto, se introducía en su culo. Los contempló más atentamente y se dijo que no eran tan grandes como había imaginado en sus fantasías místicas, que todos eran poco más o menos como el suyo propio.

El menor, al percatarse de que Ernesto le miraba la polla, la cogió en una mano como ofreciéndosela al tiempo que le sonreía y le guiñaba un ojo. Ernesto apartó inmediatamente la vista de aquel gesto turbador, automáticamente recordó el calorcillo de aquel carajo en su boca y, en virtud de un reflejo condicionado, empezó a salivar de nuevo automáticamente.

Mientras tanto, uno de los tipos se había acercado a Ernesto con un anillo de caucho en la mano.

—He aquí —dijo como un charlatán de feria—, el verdadero anillo indio del placer. Para mozos y adultos.

Luego se arrodilló, agarró los cojones y el pijo de Ernesto y, con mucha habilidad, se lo pasó todo por el anillo elástico que así oprimía el conjunto en la base del escroto. La sangre empezó a fluir en las venas del carajo que iba adquiriendo un violento tono rojo, mientras el que le había introducido el anillo, se lo acariciaba sabiamente. Ernesto se debatía inútilmente sintiendo que, muy a pesar suyo, el carajo se le estaba poniendo tieso. Todos parecían divertirse ante el espectáculo, y la polla se les fue poniendo más o menos tiesa. La de Ernesto, congestionada por la presión del aro, había adquirido un aspecto inaudito: hinchada y escarlata, con los cojones como un tomate maduro y grande, el glande completamente al aire, iba llenándose siempre de más sangre que le hacía latir desvergonzadamente.

—Vamos, muchachos, ¡la fotografía de familia! —dijo el de la mordaza.

Y todos, tocándose la picha para tenerla bien tiesa, se dispusieron en corro alrededor de Ernesto, procurando con los brazos, las piernas, los cuerpos, disimular que Goreto estaba atado a la silla. El de la Polaroid inmortalizó la escena. Después, y como si todo estuviese planeado, el menor se sentó a los pies de Ernesto, de frente a la cámara, y le tomó con la mano la polla febril y dura como si le hiciera una paja mientras que con la otra se meneaba la suya. El de la polaroid disparó de nuevo.

—Basta ya —dijo. Esperó un tiempo y después contempló las dos fotografías tomadas—. Perfecto —exclamó—. Aquí tienes —dijo exhibiéndolas ante Ernesto que se vio allí, en aquel bosque de pollas, de brazos y de piernas, aparentemente participando en un acto de exhibicionismo, con la polla casi violeta, gorda y tiesa. En el mismo escenario vio el menor que se la meneaba con su mano larga y elegante, mientras se hacía él una paja. Todos los presentes se sentaron en el suelo, en semicírculo alrededor de Ernesto, más muerto que vivo, quien había perdido toda capacidad de reacción. Todos ellos se mostraban evidentemente excitados y empezaron a abrazarse y a besarse en los pezones, en el cuello, en la boca. El de la mordaza le dijo a Goreto:

—Mira, mira, Goreto: tú nunca has hecho el amor, ni has visto hacerlo. Ahora tendrás la ocasión. Y gratis —y le dio al rubio menor un beso largo y húmedo en la boca.

Ernesto con un hilo de voz, le preguntó:

—¿Así que no vais a martirizarme?

El de la mordaza dejó de besar al otro y, con expresión de asombro, le dijo:

—¿Martirizarte? ¿Pero quién ha hablado de martirizarte?

—¿Y no me vais a dar por el culo? —insistió Ernesto casi con un balido.

—¿A darte por el culo? ¿Y por qué? A menos que no quieras tú, claro —Ernesto negó con la cabeza—. No, hermano, no: el martirio bastante te lo procuras tu mismo con tu manera de ser. Lo que vamos a hacer es ofrecerte un espectáculo que muchos quisieran presenciar, aunque no lo admitan. Los psiquiatras llaman a eso terapéutica de choque. Esperemos que te sirva.

Como si esperaran aquellas palabras, los otros siete empezaron a chuparse mutuamente las pollas, cuatro de ellos tendidos en el suelo, boca arriba; de los cuatro, tres formando un sesenta y nueve con su vecino; el cuarto, en cambio, en la misma dirección que los pies del tercero; y, encima de ellos, apoyándose con manos y pies en el suelo, los tres restantes de modo que cada uno tuviera en la boca el carajo de otro. Ernesto, más tranquilizado ante la idea de que no iba a ser martirizado, ni enculado, ni asesinado, contemplaba la escena al principio con tanto asco que hasta le dio una arcada, aunque siguiera con la polla hinchada, carmesí y pulsante, apretada por el anillo de caucho. Era realmente alucinante ver aquellos cuerpos tendidos sobre la moqueta gris, moviéndose como animales enfurecidos, calientes y húmedos, buscándose las pollas, babeando, sudando, jadeando.

De pronto, uno de ellos se incorporó, otro hizo lo propio y le metió la polla en el culo, éste a su vez fue enculado por el siguiente hasta que los siete formaron un solo bloque, todos con los carajos dentro del culo de su compañero, formando una fila india que se movía como un ciempiés. Sólo el primero de la fila llevaba el carajo, tieso, rojo, magnífico, al aire. Volvieron a oírse jadeos. Luego, como si obedeciesen a una señal, dieron todos media vuelta, y el último pasó a ser el primero quedando ahora él con la polla al aire, como un asta clavada entre las piernas.

Deshicieron también esa figura y, mientras uno se ponía a gatas y le chupaba el carajo a otro que seguía de pie, recibía en su culo el carajo de un tercero, quien, a su vez, chupaba el pijo de un cuarto que había pasado las dos piernas a horcajadas por encima de los riñones del que estaba arrodillado. El quinto enculaba al que le mamaba al arrodillado y los otros dos eran masturbados por el que estaba a horcajadas de este último. Volvieron a componer esta figura varias veces, alternándose todos ellos en las diferentes posiciones. A cada cambio, se les veía más excitados: resollaban, sudaban, los ojos entornados, las bocas entreabiertas y llenas de saliva. Los glandes se volvían cada vez más rojos, cada vez más húmedos, cada vez más turgentes, y sus cojones se hinchaban más y más a medida que se desarrollaba el rito. Finalmente, uno tras otro, o a veces al mismo tiempo, se corrieron todos con hipidos, estertores, besos, abrazos, según la postura en que se hallaran en el momento de soltar el prepotente chorro de esperma que, o bien iba a parar a la garganta de unos, o bien en los entresijos de otros, o bien, míseramente encima de la moqueta.

De la mente de Ernesto había desaparecido la atroz secuencia del martirio de María Goretti: no le quedaba espacio para imaginar nada, lo que estaba presenciando superaba cualquiera de las cosas que él hubiera podido suponer que podían hacerse con el cuerpo y el carajo. De su polla tumefacta empezó a brotar un líquido incoloro y pegajoso que caía al suelo formando un hilillo tenue, como un hilo de telaraña.

Los siete se quedaron unos momentos tumbados en el suelo, jadeando, con los ojos cerrados, abrazados unos con otros, acariciándose los flancos, la espalda, los cojones, el cuello… Finalmente, el de la mordaza se incorporó un poco y dijo a Ernesto:

—¿Has visto, Goreto? Así es como se hace el amor —y, dándose cuenta del hilillo que pendía de la punta de la polla de éste, exclamó—: ¡Ah, pero si estás cachondo! Porque a esto se le llama estar cachondo, ¿sabes?, —todos se incorporaron para contemplar el fenómeno—. Y eso quiere decir que te gustaría correrte…

—No, no —protestó débilmente Ernesto al límite de sus fuerzas, completamente traumatizado por el espectáculo que acababa de presenciar—. Yo no quiero nada. Quiero sólo que me soltéis.

—Claro que te soltaremos. Pero no nosotros si no el propietario de este estudio al que te dejamos como regalo —y otra vez Ernesto se estremeció pensando que tal vez le habían engañado y que quien iba a propinarle la puntilla (la puntilla en el culo, le puntualizó el diablo siempre al acecho) iba a ser el famoso pintor—. El de la mordaza pareció adivinarle el pensamiento y le dijo: —No, no, no creas que éste va a hacerte nada. No. Queremos sólo gastarle una broma… con tu permiso, claro, porque él no sabe nada de eso, no sabe que te hemos traído aquí: él, para tu información, me deja simplemente las llaves del estudio para venir aquí y hacer lo que quiera. Porque has de saber que soy su amigo, su amante si lo prefieres.

Los demás habían ido levantándose y empezaban a vestirse, cosa que también hizo el de la mordaza. Ernesto les contemplaba como en sueños: así que no eran tan malos como había pensado, ni tan perversos como había creído, porque no habían intentado violarle, habían querido… (y le costaba admitirlo) habían querido darle una lección. Cerró los ojos y sintió que una lágrima furtiva se le escapaba de entre los párpados.

—Goreto —le dijo el rubio menor acercándosele en tono amistoso—, no llores, Goreto.

Ernesto abrió los ojos y contempló la cara del muchacho con los ojos inundados de lágrimas.

—No, no lloro. Y, si llorase, no sería por lo que tú crees. Ni yo sé muy bien por qué sería —dijo con un nuevo tono de voz que le sorprendió a él mismo.

—Mira, Goreto, perdóname por lo de la polla —prosiguió el muchacho rubio—, sorprendido a su vez por cómo se expresaba Ernesto, pero no ha habido más remedio que darte esta lección; así estamos ahora a salvo de tus maldades. Porque tú eres malo, Goreto.

—No, no, no lo soy, no lo soy. Os juro que no lo haré nunca más. No, no, no lo haré —decía patéticamente Ernesto, atado a la silla, espatarrado, con el pijo morado como la túnica de San José.

—Bueno, ahora tenemos que marcharnos —le dijo el de la mordaza—. No te olvides que tenemos las pruebas de tus tendencias.

—No, no. No me dejéis. Seré bueno, seré bueno, os lo prometo —repetía Ernesto mientras los otros empezaban a marcharse—. ¡Oye, oye!, —gritó Ernesto al de la mordaza que se disponía a marcharse también—, ¿y esto quien me lo quita? —dijo refiriéndose al anillo de caucho que le estrangulaba los genitales.

—Ah, de eso se ocupará Alejandro, el pintor: no te preocupes que estará aquí dentro de poco —y, mientras cerraba la puerta tras de sí después de apagar la luz, añadió—: Adiós, Goreto. Hasta la vista.

Ernesto se quedó allí, en la oscuridad, con la cabeza confusa aún y el carajo hinchado, desnudo y atado a la silla, notando por primera vez que le dolían las rodillas, los tobillos y las muñecas a causa de las ataduras, y que los pies y las manos empezaban a ponérsele fríos. De repente, se encontraba con todo su mundo patas arribas. Se le aparecía de nuevo en la imaginación la fotografía con la polla de aquel chico en su boca, terrible prueba en contra de su castidad y de su pureza, que le impediría volver a ser lo que había sido hasta aquella fatídica noche: el azote de Dios para los maricones. Al mismo tiempo, sentía de nuevo el calorcillo de aquel miembro tenso contra su paladar, su lengua, sus encías. Revivía aquellos momentos en que aquellos hombres habían hecho el amor ante él e, involuntariamente, su miembro había sido presa de pequeños sobresaltos, oprimido como estaba en su pequeña cárcel de caucho. Y se decía que todo aquello tenía que darle asco, aunque había perdido ya todo poder de convicción.

Sentía frío. Por un momento pensó de nuevo en gritar, pero ¿qué hubiera pasado si lo encontraban de aquel modo en aquel estudio de notoria fama? Además, ¿no estaban en poder aquellos tipos de las pruebas de su infamia? Deseaba fervientemente, y al mismo tiempo temía, que llegara Alejandro, el pintor. ¿Qué le haría? ¿Qué le diría? ¿Tendría que soportar otros sermones? ¿Dónde habían ido a parar sus deseos de martirio, su firmeza para afrontar la prueba extrema? ¿Dónde estaba la Goretti? Se dio cuenta de que, en el fondo, poco le importaba ya la Goretti, ni el martirio, ni el suplicio, ni la santidad obtenida mediante el crimen y la condenación. Sólo le importaba que llegara Alejandro. Él sabría cómo hablarle para que se compadeciese, le desatara y le dejara marcharse a su casa a meditar, a digerir todo cuanto había presenciado, a recapacitar, a ponerse en paz consigo mismo.

Finalmente, oyó que la puerta del estudio se abría. A poco se encendió la luz y apareció Alejandro, quien, al ver a Ernesto en aquel estado, dio un respingo, reculó y luego, inmóvil, apoyado en la pared, se quedó unos instantes contemplando al muchacho. Este era realmente muy guapo y así, atado, vencido, entregado, con la piel olivácea y tensa, el cuello largo y esbelto, los cabellos negros y ondulados, los labios rojos, y el pijo escarlata e hinchado formando con los cojones como un exótico bulbo de quién sabe qué extraña planta oriental, resultaba más que apetecible. Finalmente, repuesto de su estupor, dijo:

—Pero Goreto, ¿qué haces tú aquí? ¿Y quién te ha puesto en ese estado? ¡Pero, hombre de Dios!, ¿quién ha sido? ¿Cuéntame, anda, dime?

Ernesto, tranquilizado por el tono de Alejandro, que tenía un aire bondadoso y protector, con la figura desaliñada, los ojos azules y las manos largas que, al moverse, parecían alas de pájaro, le repuso con voz ronca:

—Ha sido tu amigo con otros varios. Han querido darme una lección. Y yo la acepto, no te preocupes —y añadió con una débil sonrisa y por primera vez en su vida, con ironía—. Además, es que no tengo otro remedio.

Alejandro que se había quitado la chaqueta y estaba en mangas de camisa, se acercó a él y le dijo:

—Bueno, luego me lo cuentas, si te parece. Ahora, voy a desatarte.

—¿De verdad? —dijo Ernesto sin dar crédito a lo que oía.

—Pues claro —dijo el otro empezando a desatarle los pies—. ¡Madre de Dios, cómo tienes los tobillos, y las rodillas! ¡Pobrecillo mío! —dijo con ternura, pues el chico le estaba gustando de veras—. Ahora, las manos, anda.

Una vez desatado, Ernesto dio un suspiro y se quedó sentado en la silla contemplándose el pijo.

—¿Y eso? ¿Cómo se quita? —dijo poniéndose colorado.

—Eso va a ser más difícil —le repuso Alejandro—. Ahora ven, ven y descansa un poco.

Y le ayudó a levantarse. Pasándose un brazo de Ernesto por los hombros le condujo despacio hasta una cama turca, llena de almohadones, adosada a un ángulo de la pared. Le obligó a tumbarse y arregló los almohadones debajo de la cabeza para que estuviera cómodo. Luego, sentándose a su lado, empezó a frotarle los tobillos y las rodillas.

—¿Qué te han hecho, Goreto, qué te han hecho? —repetía—. Anda, cuéntamelo.

Y Ernesto se lo fue contando, entrecortadamente, empleando circunloquios y perífrasis, porque no daba con las palabras que describen las partes pudendas del hombre y los actos que se pueden realizar con ellas: parecía el Diccionario de la Real Academia Española.

—¡Qué barbaridad! —comentaba de cuando en cuando Alejandro que empezaba a divertirse y a calentarse—. ¿Y tú? ¿Y tú? —le preguntaba de cuando en cuando.

—¿Y yo? Pues yo, nada.

—¿Cómo nada?

—Nada, que ya no sé qué pensar, ni qué hacer… —y añadió preocupado—. Pero, oye, ¿y esto, como se quita?

Alejandro contempló el pijo turgente de Ernesto que, después del masaje que había recibido y gracias a la posición del cuerpo y a su recobrada tranquilidad, había vuelto a pulsar y a babear ligeramente.

—¡Qué barbaridad! —comentó en voz baja y luego añadió—. Mira, Goreto, aquí sólo hay un remedio: que se deshinche. Pero, para deshincharse, tienes que correrte. No hay otra solución. Después, será fácil quitártelo, pero ahora, tú mismo puedes verlo.

—¡Correrme! ¡Pero si yo nunca me he corrido! —dijo Ernesto asustado, en un rebrotar de sus pasados temores, aunque con una leve excitación en la voz.

—Si no, tendrás que ir al hospital a que te corten el anillo ése… o te castren —dijo Alejandro ya francamente divertido.

—No, no ¿cómo voy a ir al hospital así? ¿No lo comprendes?

—¿Entonces?… —preguntó Alejandro insinuando la mano en los muslos de Ernesto.

Este se relajó, reclinó la cabeza en los almohadones, estiró los brazos a lo largo del cuerpo y se abandonó completamente. Alejandro tomó con dos dedos el miembro tumefacto y empezó a masturbarlo delicada, suavemente, como para indicar a Ernesto que lo desvirgaría sin violencia y para que no sufriera ningún trauma en aquella primera eyaculación. Ernesto permanecía inmóvil, con la boca totalmente entregada y una sonrisa de beatitud en los labios. No pensaba en nada, tenía la mente en blanco, sin imágenes, sin ideas, sin pensamientos. Reaccionaba automáticamente a aquel constante ir y venir de la piel de su miembro por el glande: enarcaba los riñones, abría las piernas, contraía las manos y cerraba los puños. Finalmente, con un suspiro entrecortado, se corrió gloriosamente, soltando a chorros años de deseo reprimido, de lecha agriada por el odio, el retraimiento, los prejuicios y la bajeza. De pronto, se dio cuenta, como una liberación, de que había perdido su virginidad, que ya no era casto ni puro, que ya nunca más podría llegar a ser el María Goretti de los santos, y se le vino a la imaginación la casona aquélla del martirio, con el sol afuera y el frescor en la penumbra… y él que se corría y se corría, contemplando el cuchillo que sólo serviría ya en lo sucesivo para cortar el pan… Sintió que Alejandro, suavemente, le liberaba del anillo los cojones y la polla por la que, ahora, fláccida, se deslizaba con facilidad. Le acarició el escroto y le secó el pecho y el vientre, y Ernesto experimentó un gran sentimiento de gratitud por aquel hombre. Alzando los brazos, le atrajo hacia sí y le abrazó. Le dio un beso en el cuello mientras mantenía su rostro pegado al suyo.