Circunstanciada relación
Circunstanciada relación de los usos y costumbres de la tribu de los jiquíes que el Revdo. Padre Juan de Villanueva y Esteruelas escribe al Reverendísimo Padre Ignacio de Ibarrondo y Etchegaray, superior de los Misioneros Oblatos de la Provincia del Paraguay (Mss. 827-EF de la Biblioteca del Convento de Santo Domingo Chipanuí)
No por mi libérrima voluntad, Reverendísimo Padre, sino por vuestra insistencia en conocer las curiosas costumbres de la tribu de los jiquíes, hoy misteriosamente desaparecida, escribo esta relación, fruto, en parte, de mi conocimiento directo de tal tribu, en parte, del que, en mi larga vida de misionero en estos reinos, me han trasmitido otros celosos hermanos en la fe que a aquellos salvajes se acercaron con el loable propósito de desvelarles los secretos de nuestra auténtica religión. Y hago constar que no es por mi libérrima voluntad porque las costumbres y sucesos que me dispongo a narrar son como para repugnar, no ya a cualquier virtuosa conciencia, sino al más encallecido pecador. Intentaré, pues, Reverendísimo Padre, utilizar un lenguaje lo más discreto posible al narrar las prácticas y usanzas de la dicha tribu para no herir en demasía vuestros castos sentimientos, procurando no obstante, ser claro en la descripción de las costumbres y creencias de esas desgraciadas criaturas en las que se diría que la lujuria se ha enraizado con tal fuerza que toda su vida se halla dedicada a la satisfacción de la misma en sus aspectos más infames, sin que su práctica les deje espacio para la de otros vicios, por lo que, si bien lujuriosos, son todos ellos de una increíble mansedumbre, de un total pacifismo, de una honradez ilimitada y de una compasión que, si no fuera impiedad decirlo, me atrevería a calificar de evangélica.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que la tal tribu hallábase asentada en las proximidades del río Ypané, en un lugar conocido como Jiqui Jacaní o Santuario de la Sangre, nombre inexacto en castellano, ya que es traducción aproximada de la palabra jiqui, la cual, como explicaré más adelante, no quiere decir exactamente sangre, sino «líquido», o «humor vital»; error de traducción éste causa de no pocos sinsabores para muchos misioneros.
En dicho lugar vivían, pues, los jiquíes, pueblo, como decía antes, pacífico, que se dedica principalmente a la recolección de los frutos de la tierra, practica una elemental agricultura, cría animales domésticos y conoce la fundición de los metales y la fermentación de los líquidos, sin que la guerra o la rapacidad sean actividades propias de sus costumbres, por lo que suelen estar en paz con las tribus vecinas, a excepción de cuando realizan incursiones en los territorios de las mismas sólo en busca, empero, de algunos de sus hombres más apuestos y aguerridos para hacerlos prisioneros y luego utilizarlos para lo que más adelante diré.
En apariencia son los jiquíes gente honesta y casta, ya que en su aldea se observa rigurosamente la separación de los sexos, y así las mujeres viven segregadas desde que nacen en un lugar separado y no conocen varón sino durante la ceremonia llamada Upanatachaí en que son colectivamente fecundadas, como Vuestra Reverencia, si tiene la paciencia de leerme, conocerá más adelante. Apariencia, por otra parte, falaz ya que los jiquíes varones andan desnudos sin recato alguno, mejor dicho, su desnudez es aún más vistosa por cuanto suelen llevar cubiertos solamente el pecho, los hombros y la espalda con una especie de jubón sin mangas que les llega hasta la cintura y deja al aire sus partes pudendas y las piernas. Adornarse la cabeza con plumas y, colgados del vello del pubis, llevan collares hechos con cuentas de piedra, de vidrio o de barro. Y ello porque consideran esa parte del cuerpo, que dejan al desnudo y ornan, encarnación de la divinidad, fuente de la vida y de todas las bondades.
Con ello, no vaya a pensar Vuestra Reverencia que adornan a ningún dios Príapo; es al propio príapo individual al que adoran y al que consideran, dada su capacidad autónoma de movimiento y de acción, dios verdadero, uno y múltiple. Cada pene es, pues, para ellos si no imagen del Gran Pene, y en sí mismo Gran Pene, por un misterio parecido —y que Dios y Vuestra Reverencia me perdonen la impiedad— al de nuestro Dios, Uno y Trino.
Tal es su veneración por esa parte del cuerpo, a la que ellos toman por dios, que los más jóvenes se la besan, lamen y succionan a los más ancianos en señal de saludo y reverencia. Y así, de la mañana a la noche, cuando un jiquí se cruza con otro jiquí más anciano que él, se arrodilla, toma el pene del más anciano en la boca y, después de besado, se lo succiona tres veces, al tiempo que el anciano murmura: «Jiqui, jiqui, jiqui», palabra sagrada y augural que, como decía antes, ha sido malamente traducida por «sangre» y que, en jiquiní, quiere decir, como he hecho notar anteriormente, licor o humor vital, que, para ellos, no es, como para nosotros, la sangre propiamente dicha, sino el semen o el esperma, ya que, según dicen los jiquíes, la sangre no sirve para fecundar, pues derramada en la vulva de la mujer, no la hace concebir hijos, mientras que el semen sí. Por lo tanto, es el semen o el esperma el auténtico licor vital, el humor engendrador de vida, vida misma. Y así, todos los varones de la tribu, a poco de levantarse el Sol, andan ya con el miembro erecto a causa de los homenajes que unos a otros se hacen. Cuando de él mana el semen, éste va a caer o bien dentro de la boca de un circunstancial adorador, o bien en su cara o cualquier otra parte de su cuerpo, cosa que es considerada como augurio de buena fortuna para el resto del día, ya que, según ellos, el dios ha elegido a aquel determinado individuo para recibir sobre sí el líquido fecundante.
Por cierto, ese error de traducción de la palabra jiqui pudo haber tenido fatales consecuencias para un nuestro hermano, cuyo nombre no digo porque aún vive y sin duda se avergonzaría de que su triste aventura llegara a conocimiento de Vuestra Reverencia.
Había llegado, pues, el tal hermano a la tribu de los jiquíes con el santo propósito de convertirlos a nuestra verdadera religión y, dando prueba de un tesón y un valor excepcionales, llevaba ya varias semanas conviviendo con ellos y fingiendo ignorar sus nefandas costumbres, pues encaminaba toda su voluntad a la redención de aquellos salvajes. Los reunía todas las tardes en la playa de la aldea para explicarles el catecismo, valiéndose, para incitarles a acudir a sus clases, de regalos que consistían en espejuelos y abalorios que los salvajes mucho agradecían y con los que se adornaban aún más las partes. Tras varias semanas, como decía, de permanencia entre ellos y tras explicarles las verdades de nuestra auténtica fe, los mandamientos de la Ley de Dios y de Nuestra Santa Madre Iglesia, nuestro hermano consideró que había llegado el momento de bautizarlos y de administrarles la Sagrada Comunión y, así, después de haberles explicado el misterio de la transubstanciación del pan y del vino en la carne y la sangre de Nuestro Señor, les preguntó si estaban dispuestos a dejarse bautizar, a comulgar bajo las especies divinas y a abrazar nuestra fe, a lo que, todos a una, dijeron que estaban dispuestos a ello y a participar en el ágape del Santo Sacrificio de la Misa que, según les había explicado nuestro hermano, reproduce el Sacrificio del Calvario.
Llegada la mañana del día elegido para tan fausto acontecimiento nuestro hermano, revestido con los paramentos del caso, se disponía con gran fervor a salir de su choza para administrar el bautismo y celebrar la Santa Misa durante la cual daría la Comunión a los jiquíes, cuando asomó por la puerta de su cabaña el jefe de la tribu, vestido en pompa magna, aunque mejor diría desnudo, pues su traje para las grandes ocasiones consistía en un juboncillo más corto aún que el diario que apenas le llegaba al ombligo. Llevaba la ingle y los muslos pintarrajeados de colores, la bolsa de los testículos forrada de oro y el miembro enfundado en un tubo de plata que dejaba al descubierto el glande. Tenía ensortijado el vello del pubis, profusamente cubierto de lazos multicolores de los cuales pendían multitud de collares, abalorios y espejuelos, y, llevaba, en una mano el bastón insignia de su elevado rango, rematado por un falo de oro macizo y en la otra una lanza corta. Alegrose en el fondo nuestro hermano de ver al jefe de la tribu tan ataviado de aquella guisa, ya que ello indicaba la importancia que atribuía al rito en el que iba a participar, aunque, naturalmente, hubiera preferido cubrirle para aquella ocasión las desnudeces, pero se decía que, así como Adán y Eva habíanse dado cuenta de su propia desnudez después de haber gustado la fruta del Árbol del Bien y del Mal; aquellos salvajes se avergonzarían de la suya después de ingerir las Divinas Especies.
El jefe de la tribu detúvose apenas traspasada la puerta de la choza y, dirigiéndose a nuestro hermano, le dijo:
—¡Oh hermano nuestro, que vienes de lejos para hacernos partícipes de la verdadera sangre (y dijo jiqui) y de la verdadera carne del Señor!, heme aquí con mi pueblo dispuesto a recibir de ti el manjar de la vida misma, después de que hayas pronunciado las divinas palabras que en tal los convertirá. Todo está dispuesto para efectuar el sacrosanto rito, y hemos preparado cuanto nos ha parecido necesario para que reproduzcas el santo sacrificio de cuyos frutos seremos partícipes en el Templo de los Dioses Ancianos, adonde te invitamos a ir con todos los hombres de nuestra tribu.
Alegrose de nuevo nuestro hermano al oír estas palabras que demostraban que tanto el jefe de los jiquíes como éstos mismos habían comprendido el alcance de la ceremonia a la que iban a participar, pero turbose al mismo tiempo, pues no era precisamente en aquel templo en el que él había pensado celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, así como los indios jívaros del Amazonas han descubierto la manera de disminuir el tamaño de las cabezas de los cadáveres de sus enemigos, sin que pierdan sus facciones, para conservarlas intactas y reducidas como trofeos en sus chozas, los jiquíes han encontrado el modo de mantener el falo erecto después de la muerte de la persona, de modo que, cuando uno de sus jefes muere, proceden a cortarle sus partes pudendas, a las que luego someten a un tratamiento secreto gracias al cual se conservan sonrosadas como si estuvieran vivas, con el pene erecto. Las colocan en peanas de madera preciosa, que luego disponen en hemiciclo precisamente en el mencionado Templo, donde tienen desde siempre todos los príapos de todos los jefes de la tribu fallecidos. Permítame Vuestra Reverencia decir que el espectáculo que este Templo ofrece llena de vergüenza y de horror. Decenas de falos relucientes, rosados y erectos, se alinean en él, encima de la doble rotundidad de los escrotos turgentes, bajo hornacinas de piedra labrada con esmero; delante de cada falo, luce día y noche, una lamparilla votiva de aceite, cuya llama, al oscilar, contribuye a dar la impresión de que los príapos aún están vivos y latientes. En este templo, guardan, además el Gran Licor Vital de cuya obtención hablaré a Vuestra Reverencia más adelante.
Alegrose y turbose a un tiempo nuestro hermano al oír las palabras del jefe de la tribu pero nada objetó pensando que mejor era celebrar el Sacrificio en aquel templo que no celebrarlo en ninguna parte, convencido como estaba, tal era su encomiable fe, de que no sólo los salvajes se sentirían desnudos después del Santo Sacrificio, sino que aquellos falos enhiestos e insultantes se deshincharían como por ensalmo, rendidos ante la presencia del Dios verdadero.
—Bien dispuesto estoy a haceros partícipes del gran misterio de la Redención por la sangre (y dijo jiqui) del Cristo —repuso el misionero—. Vayamos, pues, al río donde os bautizaré a todos, y marchemos después todos juntos a vuestro templo para que así pueda entrar en él el verdadero Dios, dispensador de todos los bienes y bondades.
Salieron entonces de la choza el jefe y nuestro hermano, y encontraron a todos los varones de la tribu con sus mejores galas, es decir, con las partes pudendas adornadas, pintarrajeadas, doradas, plateadas y pulidas. En procesión, se encaminaron hacia el río donde nuestro hermano procedió a bautizarles colectivamente por aspersión.
Más tarde, con el jefe de la tribu y nuestro hermano en cabeza, se encaminaron hacia el Templo de los Dioses Ancianos que se yergue en un pequeño altozano no muy distante de la aldea.
Subía nuestro hermano cantando piadosos himnos por la empinada vereda que a él conduce, cuando, al llegar a la explanada que se abre ante su puerta, callose de golpe, pues vio, en el centro de aquélla y apoyada en el suelo, una cruz de madera de gran tamaño. Confortándose con la duda de que aquellos salvajes habían construido la cruz para, a su amparo, celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, nuestro hermano, con la garganta seca, preguntó al jefe de la tribu:
—¿Por qué, oh venerable jefe, habéis construido esa enorme cruz?
Y el jefe le repuso con otra pregunta:
—¿No nos has dicho, hermano que vienes de lejos, que ibas a reproducir el sacrificio del Señor?
—Ciertamente —repuso nuestro hermano muy nervioso y asustado.
—¿Y acaso no nos has enseñado tú mismo que ese sacrificio tuvo lugar en una cruz?
—Sí, es cierto.
—Entonces, reprodúcelo tal como nos has prometido —dijo el jefe de la tribu sencillamente.
Y todos los jiquíes gritaron a la vez: «¡Reprodúcelo, reprodúcelo!».
Hallábase nuestro hermano muy dudoso sobre lo que pretendían de él y mucho temía que aquellos salvajes quisieran que voluntariamente se prestara a ser crucificado para así reproducir realmente el sacrificio del Calvario. Y se preparaba, valeroso soldado de la fe, para pedir, como San Pedro, que por lo menos clavaran la cruz boca abajo porque él no era digno de sufrir un martirio similar al de Nuestro Señor, cuando dos salvajes se acercaron a él y, con pocas ceremonias, le despojaron de los paramentos y vestidos que llevaba dejándolo completamente desnudo. Llevose nuestro hermano, todo colorado de vergüenza, las manos a sus partes pudendas, para cubrírselas, pero ya otros salvajes se acercaban con sogas y, sin siquiera darle tiempo a debatirse o protestar, le tumbaron sobre la cruz, le ataron las muñecas y los sobacos a los brazos de la misma, clavaron en el madero central una especie de escabel para que pudiera reposar los pies y le ataron al palo principal de la cruz las piernas por los tobillos y las rodillas. Luego la izaron y la hincaron en un hoyo que ya habían excavado y que rellenaron con tierra y guijarros para que la cruz no se viniera abajo.
El resto de los hombres, que no participaba en la incruenta crucifixión, contemplaba la escena en silencio. Sólo cuando la cruz fue izada con nuestro hermano desnudo atado a ella, comenzaron a gritar:
—¡Sangre, sangre! (es decir: jiqui, jiqui) ¡Danos la verdadera sangre!
Nuestro hermano, aturdido por el miedo y el susto, acertaba solamente a dar gracias a Dios por no haber dicho a aquellos bárbaros que Nuestro Señor había sido clavado en la cruz, y ello porque no sabía cómo se decía clavar en jiquiní. Aunque no acertaba a adivinar cuáles eran las intenciones de aquella horda de salvajes, empezó a encomendar su alma al Creador, considerando que lo más probable era que le traspasaran el cuerpo con sus lanzas para después recoger su sangre. El jefe de la tribu levantó un brazo e impuso el silencio.
—Ahora, nuestro hermano que viene de lejos pronunciara las divinas palabras para que su sangre (y dijo jiqui) se convierta en la verdadera sangre de su Dios verdadero —dijo el jefe—. Adoremos, pues, a su dios para que, benigno, derrame, como él mismo nos ha dicho, su bondad sobre todos nosotros. Y, así diciendo, dirigiose a la cruz, que había sido hincada de modo que los pies de nuestro hermano quedaban a muy poca altura del suelo.
Se inclinó sobre el miembro de nuestro hermano, lo besó y, tras metérselo en la boca, lo succionó tres veces mientras todo el pueblo gritaba: «¡Jiqui, jiqui, jiqui!». A continuación, y por riguroso orden de dignidad y edad, fueron acercándose uno a uno todos los componentes de la tribu, que hicieron lo mismo.
Nuestro hermano, atónito ante lo que estaba sucediendo y sin comprender lo que de él pretendían los salvajes, viendo que por el momento su vida no corría peligro, dejó de encomendar su alma y empezó a recitar mentalmente jaculatorias y oraciones por distraerse de las voluptuosas sensaciones que aquellos repetidos chupeteos de su príapo le producían, el cual, a pesar de toda la buena voluntad del misionero, tras quince o veinte succiones, empezó a enderezarse hasta ponerse completamente enhiesto. Al ver que el, según ellos, dios de nuestro hermano daba muestras de vida, los salvajes se pusieron a gritar: «¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras, para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre».
Nuestro hermano lograba a duras penas permanecer inmóvil ante las asiduas solicitudes a las que sometían su príapo y, aunque su vergüenza fuera grande y su temor a pecar aún mayor, no podía evitar que su príapo, succionado por tres veces por cada salvaje, fuera en aumento, mientras él sentía toda su espina dorsal recorrida por un estremecimiento, heraldo de una ingnominiosa eyaculación.
Viendo que no hablaba, el jefe de la tribu plantose ante nuestro hermano blandiendo la lanza y le conminó con los ojos brillantes de cólera:
—Di las divinas palabras para que tu sangre (jiqui) se convierta en la verdadera sangre, tal como nos has prometido.
Nuestro hermano, entonces, para no añadir la impiedad al pecado que involuntariamente estaba por cometer pronunciando la sagrada fórmula de la consagración, se puso a decir frases en latín para que aquellos salvajes creyeran que estaba pronunciando de verdad lo que ellos llamaban divinas palabras.
—Galia est divisa in partes tres —decía nuestro hermano—. Delenda est Cartago. Tu quoque filii mei. Vanitas vanitatum et omnia vanitas. Sic transit gloria mundi —murmuraba entrecortadamente, mientras los salvajes seguían succionándole uno a uno el miembro, satisfechos porque pensaban que, con aquellas palabras, el jiqui que manaría de él sería más divino que el de los demás jiquíes—. Errare humanum est. Homus homini vulpis —hipaba casi nuestro hermano, sin poder ya evitar retorcerse en la cruz—. Quosque tandem Catilina abuteris patientia nostrae? —farfullaba el misionero, hasta que, con un gran clamor gritó—: Alea jacta est! —y soltó todo el jiqui retenido en sus entrañas por largos años de abstinencia y mortificaciones.
Cuando los salvajes vieron aquellos abundantísimos chorros de blanco jiqui brotar del príapo de nuestro hermano, se arremolinaron confusamente a sus pies para que cayera sobre sus cabezas, sus manos, sus espaldas, sus pechos, mientras nuestro hermano, gemía, ronqueaba, babeaba, incapaz de contener aquella bendición que sorprendía a los propios salvajes, quienes se convencieron aún más de que de un dios superior el suyo se trataba, pues nunca habían visto manar tanto jiqui de un solo pene y a chorros tan violentos.
Cuando la larga eyaculación de nuestro hermano hubo terminado y éste, agotado, reclinó la cabeza sobre su hombro derecho, el jefe de la tribu se adelantó y dijo a sus hombres:
—Ahora dejad que nuestro hermano que viene de lejos se reponga. Agradezcámosle todos por su portentosa intervención gracias a la cual su dios ha derrumbado el sagrado jiqui (sangre) sobre nosotros. Que aquellos que hayan sido ya tocados por ese maravilloso y sagrado humor se mantengan apartados en el momento del próximo suministro, para que así todos podamos gozar de los beneficiosos efectos de tan maravilloso licor.
Estremeciose nuestro hermano al oír esas palabras y, desde lo alto de la cruz, se atrevió a protestar:
—No, no —suplicó con voz entrecortada—, ahora basta, basta, quitadme la vida, pero basta.
—Lo que nos has prometido no nos lo puedes negar —alegó el jefe de la tribu, que dirigiéndose a los hombres de la tribu añadió con una firmeza que atemorizó a nuestro hermano—: Recomenzad la adoración.
Y de nuevo, uno a uno, todos lo jiquíes besaron y succionaron por tres veces el ya martirizado príapo que, al cabo de cierto número de succiones, tornó a endurecerse, a atiesarse y a empinarse, mientras nuestro hermano elevaba los ojos al cielo pidiendo a un tiempo clemencia a los salvajes y perdón a Dios.
—¡Di las divinas palabras, di las divinas palabras! —vociferaba de nuevo la tribu.
Y otra vez nuestro hermano pronunció frases inconexas en latín para hacer creer a aquellos torpes salvajes que estaba recitando la consagración.
—Ab urbe condita. Amicus Planto, sed magis amica veritas. Donec eris felix multos numerabis amicos —decía nuestro hermano poniendo los ojos en blanco—. Quod erat demostrandum, quod erat demostrandum! —se engallaba retorciéndose— Tolle lege, tolle lege! —advertía inútilmente—. Audaces fortuna juvat. Per aspera ad astra. Verba volant, scripta manent. Vulneram omnes, ultima necat. —Y, con un postrer estremecimiento, farfullando, hipando—: Claudite jam rivos, pueri: sat prata biberunt.
Y, otra vez, a chorros menos potentes que los anteriores, pero aún vigorosos como correspondía a su joven edad y a la larga continencia soportada, brotó el semen de sus entrañas y de nuevo aquellos infernales salvajes se bañaron en él y se lo restregaron por todo el cuerpo, en la creencia de que así adquirían mayor sabiduría y más vigor.
Dejaron descansar otro poco al misionero pero, luego, a una señal del jefe, reanudaron la adoración todos los hombres de la tribu, incluidos aquéllos que habían sido ya bañados por el, para ellos, maravilloso humor. Una y otra vez se repitió el ritual, según la misma ceremonia.
Pero no quiero cansar a Vuestra Reverencia con la repetida descripción del infame martirio a que fue sometido nuestro hermano en aquel aciago día. Sepa solamente Vuestra Reverencia que sólo las sombras de la noche le salvaron de un seguro y triste fin, ya que, cuando los jiquíes cesaron en su pertinaz adoración, le faltaban las fuerzas y toda su reserva de jiqui se había agotado. Porque ha de saber Vuestra Reverencia que, durante la noche, los jiquíes cesan sus homenajes mutuos y sus prácticas lujuriosas, ya que dicen que también el dios debe descansar. Amainaron, pues, la cruz, desataron a nuestro hermano que no se tenía en pie y lo llevaron en volandas a su choza, donde le reanimaron con manjares y bebidas y le dejaron para que durmiera y se recobrara. Antes de salir de la choza, empero, el jefe de la tribu, dirigiéndose al misionero, le dijo:
—¡Oh, hermano que vienes de lejos! Te damos gracias por la abundancia de tus dones y por habernos concedido el privilegio de poder ser regados por el sagrado líquido de tu dios, consagrado por las divinas palabras que has pronunciado. Mañana, al alba, cuando hayas reposado, volveremos a buscarte para que, propicio, permitas que tu dios derrame sus bondades sobre aquellos hombres de nuestra tribu que aún no han disfrutado del beneficio de su aspersión. Estamos persuadidos que así satisfacemos tus deseos y ten por seguro que nosotros sabremos recompensar como merece tu noble gesto. Descansa ahora.
Echose a temblar nuestro hermano al oír esas palabras y, al no verse dispuesto a servir nuevamente de manantial de gracias para aquellos salvajes ni a ver insultada otra vez su pudicia y su castidad, empezó a planear en aquel mismo instante su fuga, la cual llevo a cabo entrada la noche y sin demasiadas dificultades, ya que los jiquíes le tenían por amigo y no se habían preocupado de ponerle guardas ni de cargarle con cadenas.
Vea Vuestra Reverencia los males que puede acarrear el imperfecto conocimiento de la lengua de las poblaciones que deben ser evangelizadas. La lengua es no sólo la herramienta más eficaz para la fundación y el sostén de un Imperio, sino también para la difusión y el reconocimiento de la verdadera fe. Por eso, en lugar de aprender los misioneros las confusas e imperfectas lenguas de los paganos, sería recomendable que, antes de enseñarles el catecismo, se les enseñara a hablar en cristiano, con el fin de que no se produjeran equívocos como éste, que por poco no cuesta la vida de un válido difusor de la verdadera fe. No obstante, su experiencia le costó, es cierto, una durísima penitencia, que le fue impuesta por su Padre Superior, quien en justicia, sentenció que, si bien nuestro hermano había pecado obligado, no por ello el pecado había sido menor, ya que, antes de ofrecer a los salvajes su carne y su jiqui, hubiera tenido que afrontar decididamente la muerte negándose a sus pretensiones, a pesar de que, como aseguraba el buen misionero, hubiera ofrecido constantemente a Dios su sacrificio para la salvación de su propia alma y del alma de aquellos desgraciados, que realmente no sabían lo que se hacían.
Prosiguiendo la descripción de las usanzas de los jiquíes, que Vuestra Reverencia me ha encomendado y, puesto que, al hablar del Templo de los Dioses Ancianos, he mencionado el Gran Licor Vital que en él conservan, quiero ahora decir a Vuestra Reverencia cómo se lo procuran.
Como ya he mencionado antes, son los jiquíes gente pacífica que no ataca a las tribus vecinas, salvo las incursiones que efectúan en los territorios de aquéllas con la única finalidad de procurarse prisioneros, los cuales escogen siempre entre los más jóvenes, valientes y apuestos guerreros.
Suelen realizar dichas incursiones al atardecer, cuando los hombres de las tribus de los alrededores regresan a sus hogares para disfrutar de un merecido reposo después de una jornada dedicada en general a la caza. La incursión propiamente dicha va precedida por una serie de acechos y rastreos que tienen por objeto seleccionar a las víctimas y conocer sus costumbres para poder asaltarlas con seguridad y con las máximas garantías de que no va a producirse derramamiento de sangre. Realizan los jiquíes dichas incursiones sólo cuando se encuentran escasos de prisioneros, bien por fallecimiento, bien por agotamiento de algunos de los mismos, lo cual raramente sucede por fuga de algunas de sus piezas.
La víctima, una vez capturada, es llevada con gran solemnidad a la aldea jiqui, donde proceden a lavarla y perfumarla para después conducirla a los Establos Sagrados. Llámanse así unas espaciosas y cómodas chozas, fuertemente guardadas por altas empalizadas, erizadas de púas, donde los prisioneros, desnudos, lavados, perfumados, alimentados y ordeñados todos los días son encerrados de por vida, como si fueran preciosos animales domésticos de los que extraen dos veces al día el líquido vital.
Una vez el prisionero ingresa en el establo, el jefe de la tribu, a pesar de que la infeliz víctima conoce ya su destino, le hace saber que nada debe temer por lo que respecta a su vida y que ha sido elegido por sus virtudes y su vigor para ser sostén y medicina del pueblo jiqui, el cual se compromete desde aquel momento a mantenerle, cuidarle y defenderle. Le advierte de que, en el caso de que se rebele o de que impida la obtención de su jiqui mediante reiteradas prácticas onanistas, será puesto en libertad, pero no sin antes haber sido emasculado. Acto seguido, el jefe de la tribu le impone un collar, que el prisionero tiene la obligación de llevar siempre colgado y en el que está grabado un signo para reconocerlo, y le besa el príapo en señal de paz.
Cada varón de la tribu tiene asignado un número de prisioneros. Todos los varones jiquíes, desde la adolescencia y por un sistema rigurosamente rotatorio, acuden todos los días a los Establos Sagrados, toman los prisioneros que les corresponden y los llevan uno a uno a una dependencia de los Establos. Allí hay un curioso aparato que consiste en dos robustos palos hincados en el suelo, como a dos varas el uno del otro y rematados por una horquilla de metal, donde encaja otro palo en posición horizontal, en el que se ata con sogas, boca abajo al prisionero, de modo que sus genitales pendan naturalmente encima de un gran embudo de oro macizo. La parte más estrecha hállase encajada en un recipiente de plata de una cabida aproximada de un cuartillo, mientras que la más ancha abarca con su circunferencia la ingle y los muslos del prisionero, quedando sus bordes a una distancia como de una cuarta de ellos.
Tras colocar al prisionero en esta especie de asador, toma el jiqui de turno un banquillo y, una vez sentado a un costado del aparato, agarra el pene del infeliz con los dedos y, como si fuera el pezón de una vaca, procede a ordeñarlo con sumo cuidado. Cuando el pene ha entrado en erección y los gemidos y los estremecimientos del prisionero dejan presumir que la eyaculación está próxima, dirige la extremidad del mismo hacia el centro del embudo. Una vez el prisionero ha eyaculado y el jiquí ha hecho caer con gran habilidad la última gota de semen en el embudo, se desata a la víctima y se la conduce de nuevo a la choza principal, donde el jiquí de turno toma a otro prisionero con el que repetirá la operación. Lo mismo hacen otros jiquíes en otros compartimentos preparados de igual modo. Todos los días ordeñan dos veces a todos los prisioneros, llenan con su esperma algunos cuartillos que son llevados con gran recogimiento a otra dependencia de los Establos Sagrados donde el brujo de la tribu procede a verter su contenido en un recipiente mayor, también de plata.
Cada luna nueva, el brujo de la tribu prepara con el líquido recogido el Gran Licor Vital, que se obtiene por fermentación, durante toda la duración de la luna, de algunos hongos y plantas aromáticas en el semen de los prisioneros. Enriquecen después el líquido con un alcohol que obtienen de unas bayas coloradas que llaman siguatequíes, que crecen en profusión cerca del río. Prosiguen luego la maceración de todo el mejunje por tres lunas consecutivas y, a la cuarta, lo filtran, lo mantienen al sereno durante una luna más, le añaden nuevamente alcohol y, finalmente, lo conservan en unos cántaros de barro muy adornados.
Beben los jiquíes este licor en todas las solemnidades y festejos, así como cuando se producen pestilencias y mortandades o cuando presuponen que deben defenderse de algún peligro, porque creen los jiquíes que, gracias al semen de los prisioneros, siempre cuidadosamente escogidos entre los hombres más apuestos, vigorosos y valientes de las tribus vecinas, adquieren sus virtudes e incrementan así su propia prestancia, su propio valor y su propio vigor.
Como también he dicho antes, esos desgraciados son mantenidos en cautividad de por vida, aunque la calificación de desgraciados no diría que corresponda a la realidad de su condición, pues a mí, que los he visto, no me han parecido que echasen en absoluto de menos su perdida libertad, pues todos están rollizos, sanos y alegres. La mayoría se dedica incluso a diversos juegos de destreza y habilidad para mantenerse en forma y comen con apetito y complacencia los copiosos y reconstituyentes manjares que los jiquíes les sirven varias veces al día.
Cuando uno de los prisioneros, por su avanzada edad o por causas naturales, no es capaz de procurar a la comunidad jiquí lo que de él se espera, no es suprimido ni castigado, sino que se le destina al servicio del brujo que manda en los Establos Sagrados.
Cuando un prisionero se muere, generalmente de vejez, los jiquíes le dedican un gran funeral y luego queman su cuerpo, como es su impía costumbre hacer con todos los cadáveres. Peor, cuando el prisionero se niega a colaborar, por ejemplo masturbándose, para privar a los jiquíes de su licor vital, éstos son implacables y, como he dicho anteriormente, emasculan al desgraciado, aunque, luego, compasivos, le dejan en libertad para que regrese a su tribu o se vaya adonde guste.
Por cierto, en el arte de emascular son los jiquíes insuperables. A pesar de que sólo lo practican en casos extremos para castigar ciertos delitos, como el de los prisioneros recalcitrantes, al que consideran un sacrilegio, pues con su resistencia y rebeldía perjudican a la comunidad, son, como digo, maestros en el arte de la castración. Como los turcos, su método consiste en extirpar, no sólo los testículos, sino todo el aparato sexual. Puedo asegurarlo por lo que ahora contaré y que le sucedió a otro hermano nuestro en la fe y en la misión, quien, aunque lleno de virtudes espirituales y a pesar de someterse a constantes abstinencias y ayunos, era más bien entrado en carnes. Este hermano, cuyo nombre tampoco revelaré a Vuestra Reverencia porque aún vive y no quisiera añadir a su desgracia la pena de la vergüenza, engordaba aunque comiera poco y, a pesar de ser de elevada estatura semejaba más un barril o una bota de vino que una persona.
Debe ahora saber Vuestra Reverencia que los jiquíes, cuando llega el momento en que los niños de la tribu pasan a ser varones, celebran un rito de iniciación; que, dadas sus obscenas costumbres, no podía sino estar relacionado con aquella parte del cuerpo humano a la que dedican su repelente culto. Otras tribus, como Vuestra Reverencia no ignora, inician a sus púberos, o a los que desean formar parte de ellas, con ceremonias más o menos cruentas y atroces: las hay en el norte de las Américas, en las que el iniciando debe someterse a la prueba de ser suspendido mediante garfios que le hincan en la espalda; también en el Virreinato del Perú los iniciados se dejan caer desde lo alto de elevados mástiles con los pies atados con sogas, fijadas en la extremidad de los mismos; en otras tribus aún el adolescente debe caminar descalzo encima de brasas ardientes y, en otras, ha de permanecer solo en la selva durante varios días con sus noches, viviendo de lo que acierta a cazar con sus propios y escasos medios. Entre los jiquíes, el rito de ingreso a la tribu se celebra una vez al año, en el mes de diciembre, que es cuando en esas tierras empieza el verano. Eligen para ello la noche del solsticio, que para nosotros es de invierno, durante la cual toda la tribu, salvo las mujeres, quienes, como ya he dicho, viven segregadas, se reúne en la explanada del Templo de los Dioses Ancianos.
Los niños que van a ser iniciados y que tienen unos doce años de edad, época en la que el jiquí suele entrar en la pubertad, han vivido hasta entonces durante el día entre los hombres, aprendiendo a cazar, a fundir metales y a labrarlos y ayudando en general a todos los menesteres varoniles de la tribu, mientras que, por la noche, duermen con las mujeres, quienes cuidan de ellos con premura y solicitud exquisitas. Están exentos de cualquier acto de reverencia y, como los judíos y los mahometanos, a los que tienen el prepucio cerrado se les practica la circuncisión, del siguiente modo: cuando el niño tiene unos cuatro años, es presentado al brujo de la tribu por uno de los hombres, que hace las veces de padrino, en el curso de una ceremonia que ellos llaman el Primer Despertar del Dios; reúnense durante esta ceremonia todos los hombres en el interior del Templo de los Dioses Ancianos, ante los príapos enhiestos y embalsamados de todos los jefes de la tribu fallecidos; los adultos colócanse en el centro y los niños a un lado, mientras que el brujo se sienta en medio del hemiciclo formado por los falos, subido a un estrado; toma en brazos cada varón de la tribu a un niño y lo presenta desnudo al brujo, quien, tras libar el Gran Licor Vital en compañía del jefe de la tribu y de los demás dignatarios, coge con los dedos índice y pulgar de la mano derecha la piel del inocente pene de la criatura y tira de ella hacia abajo; si la piel cede y deja al descubierto el glande del infante, el brujo aplaude y todos los hombres de la tribu hacen lo mismo; si, por el contrario, la piel no cede, el brujo hace un gesto de rechazo con las manos y los hombres dicen con la boca semicerrada: «Uh, uh», como queriendo significar asco y repulsión.
Los niños rechazados van al lado izquierdo del templo, mientras que los aplaudidos van al derecho. Una vez terminada la selección, salen todos del templo y se encaminan hacia un barranco no muy distante, en el cual el brujo despeña a los niños rechazados. Este barranco es llamado por los jiquíes la Fosa donde el Dios Despierta. Para quien ignora lo que de verdad va ocurrir es algo espantoso ver cómo el brujo empuja sin compasión alguna a los niños que lloran y se resisten hasta el borde del barranco. El barranco, que es muy empinado, tiene en su fondo puntiagudas rocas donde, al parecer, el niño debería romperse los huesos y morir. Pero, apostados, en el fondo están otros jiquíes con redes tendidas en las que recogen a las aterrorizadas criaturas, a las que conducen inmediatamente a un dignatario, llamado Despertador del Dios, quien, con un cuchillo afiladísimo, procede a circuncidarlos allí mismo. Por cierto que los prepucios cortados constituyen un exquisito bocado para los jiquíes, quienes los guisan de distintas maneras. Sólo pueden comerlos el jefe de la tribu, el brujo y los más elevados dignatarios, y son llamados «anillitos de Dios».
Decía, pues, que la noche del solsticio de invierno, para ellos de verano, celebra el pueblo jiquí el rito de la iniciación de los hasta entonces impúberes y también de cuantos varones pertenecientes a otros tribus deseen entrar a formar parte de la tribu jiquí. Y así, cuando cae la noche, congrégase toda la tribu en la explanada, en la que se ha excavado en la tierra un foso de unas tres varas de ancho por cinco de largo y otras dos de hondo, en el que los jiquíes han acumulado previamente gran cantidad de leña. Le prenden fuego de modo que las llamas asomen por la abertura de la zanja.
Llegan los púberos en fila procedentes del poblado y son acogidos con regocijo por los hombres de la tribu, obscenamente adornados con sus mejores galas, quienes entonan cánticos alusivos a la ceremonia que va a tener lugar y que comienza con un acto de reverencia, el primero que los muchachos realizan, hacia el jefe de la tribu, el brujo y los demás dignatarios. Desfilan uno a uno los muchachos, rindiendo homenaje a los que para ellos son los dioses vivos, besándoles y succionándoles los penes por tres veces, mientras el resto de la tribu aúlla: «Jiqui, jiqui, jiqui» a cada succión. En general, no son muchos los púberes que participan todos los años en la ceremonia, siendo como es la tribu poco numerosa, ni tampoco demasiados los forasteros que desean ser iniciados. Como de lo que se trata es de que los múltiples dioses se manifiesten y derramen su jiqui sobre los iniciados, éstos tienen que rendir homenaje varias veces hasta que los respectivos dioses de los dignatarios se dignen verter su licor, con lo cual termina la primera parte de la ceremonia. Es, por cierto, costumbre entre los hombres de la tribu apostar entre sí sobre cuál será el primer dios que se dignará derramar sus mercedes, por lo que la ceremonia adquiere un carácter agonístico, con gritos de incitación por parte de los que han apostado a favor de uno u otro de los dioses.
Terminada esta parte de la ceremonia, el brujo procede a adornar los pubis de los iniciandos, y lo hace con tres collares que les prende del vello: uno de cuentas de vidrio, otro de cuentas de piedra y otro de cuentas de barro. Al hacerlo, pronuncia las siguientes palabras, dirigidas al pene del iniciando:
—Que seas terso como el vidrio, que seas duro como la piedra, que seas fecundo como la tierra.
Luego, besa el pene del muchacho y entrega éste al llamado Debelador de los Demonios.
Alzan los jiquíes a ambos lados del foso o zanjas, de la que antes he hablado, dos robustos mástiles hincados sólidamente en el suelo y unidos por sus extremos mediante un grueso cable, en cuyo centro hállase fijado el extremo de una soga todo lo larga que sea necesario para que su extremo libre penda a unas dos cuartas de las llamas que asoman del interior de la zanja. De este extremo cuelgan otras cuerdas más finas, que atan de la siguiente manera al cuerpo del iniciando: una, que tiene en su extremo un nudo corredizo, a la base del escroto del postulante, hecho lo cual estrechan el nudo como si quisieran estrangular con ello al dios personal del iniciando, aunque la intención no sea ésta como más adelante verá Vuestra Reverencia; pasan otras dos cuerdas por debajo de la cintura y de la parte posterior de las rodillas del nuevo adepto, al que tienden entonces boca arriba en brazos de dos asistentes del Debelador de Demonios, quienes le dan un empellón para que, suspendido del cable de la manera que he dicho, sobrepase las llamas y llegue al otro lado de la zanja donde le esperan otros dos ayudantes que lo recogen y le dan de nuevo otro empellón hacia la otra parte. Suspendido así de sus genitales, pero también por debajo de las rodillas y de la cintura, pasa el iniciando por cuatro veces por encima del fuego, mientras a cada pase grita el Debelador de los Demonios: «¡Uitria buniquí!», que significa «¡Fuera demonios!», a lo que el pueblo responde: «¡Uitria!» («¡Fuera!»). Ciñen el nudo corredizo en la base del escroto, no para significar esta vez que ahorcan al dios, sino para preservar el pene y los testículos del iniciando cuyo conjunto queda, una vez atado éste, mucho más elevado que el resto del cuerpo de las llamas, y también como un símbolo de su sagrada erección.
Una vez el novicio ha cumplido estos cuatro vuelos pendulares sobre el fuego, es liberado de las ataduras y va a situarse en un estrado colocado al borde de la zanja, donde espera a que el resto de los iniciandos hayan superado por cuatro veces las llamas purificadoras. Una vez reunidos todos los novicios en el estrado, suben al mismo los jiquíes iniciados el año anterior, quienes, situados detrás de los iniciados proceden a masturbarse con la mano a la vista de toda la tribu, con el objeto de que eyaculen oficialmente por primera vez en la vida y lo hagan precisamente sobre las llamas purificadoras, entendiendo así los jiquíes purificar el semen de cada iniciando que, a partir de esa eyaculación, pasa a ser miembro de la tribu con todos los derechos y deberes.
Ofrecen después a cada nuevo jiquí una copa de precioso metal que contiene el Gran Licor Vital para que aquél libe en honor del dios Príapo y adquiera prestancia, valor y sabiduría. Luego, celebran todos juntos una gran comilona para acabar la ceremonia orinando toda la tribu sobre el fuego con el fin de apagarlo.
Debe saber, pues, Vuestra Reverencia que el hermano, del que antes le he hablado y que llegó a la tribu de los jiquíes para evangelizarlos, pensó que la mejor manera de conseguirlo era la de entrar a formar parte de la tribu. Así, poco antes del solsticio de diciembre presentose al jefe para decirle que él quería hacerse jiquí según el ritual de iniciación, pero que, a cambio, le pedía que él mismo y su tribu abrazaran su religión que, añadió, era la verdadera y aseguraba a todos los que seguían sus preceptos la vida y la salvación eternas. No tuvo inconveniente en ello el jefe jiquí, de modo que lo dispusieron todo para que nuestro hermano fuera iniciado mediante la ceremonia que he descrito y entrara a formar parte de la tribu.
Todo marchó a la perfección hasta que llegó el momento de la purificación sobre las llamas.
Cuando el buen misionero sobrevoló las llamas, las cuerdas pendientes de la soga que colgaba del centro del cable, no soportaron su enorme peso y se rompieron, pero con tan mala fortuna que sólo la cuerda con en su extremo el nudo corredizo que estrangulaba el escroto del misionero, resistió, y nuestro hermano permaneció suspendido tan sólo de los testículos encima de las llamas el tiempo suficiente como para que el peso de su cuerpo estrechara de tal modo el nudo corredizo que la cuerda, haciendo las veces de una afilada cuchilla, le cercenó de cuajo los genitales, que quedaron colgando del nudo. Nuestro hermano, con un alarido de dolor, cayó en las llamas, con la fortuna, en medio de tanta desgracia, de que, dada su notable estatura, quedó trabado por los pies y la nuca en los bordes de la zanja, de modo que no llegó a quemarse, quizá tan sólo a chamuscarse el trasero.
Acudieron premurosos los jiquíes a rescatarlo y vieron que sus quemaduras no eran como para causar preocupación. En cambio, la herida abierta allí donde nuestro hermano había tenido los genitales, que aún pendían sanguinolentos, sí era horrenda. Afortunadamente para nuestro hermano, los jiquíes, por lo que he dicho antes acerca de la práctica de la emasculación conocían a la perfección el modo de tratar esas heridas con una especie de alquitrán que inmediatamente cortó la hemorragia. Si bien es verdad que, siendo sacerdote, poca falta le hacían, el verse privado de sus atributos viriles alteró su aspecto que de gordo pasó a ser fofo, de rubicundo, a ser amarillento, de barbudo, a ser lampiño, de barítono a ser soprano, por lo que tuvo que refugiarse en un yermo donde todavía hoy lleva vida retirada y santa, y donde he podido hablar con él y he tenido la oportunidad de ver la espantosa cicatriz que tiene entre las piernas y que más bien le hace parecer mujer.
Voy a decir ahora a Vuestra Reverencia cómo hacen los jiquíes para perpetuar la especie, ésta es una de las usanzas más particulares de este pueblo. Como Vuestra Reverencia recordará, viven las mujeres jiquíes confinadas en un lugar apartado de la aldea. Ellas son, en cierto modo, como las vestales de la antigua Roma, ya que, además de no conservar fuego sagrado alguno, tampoco pueden tener contacto carnal con hombre, so pena de total extrañamiento de la tribu. No obstante, no por ello se les impone la conservación de su virginidad, la cual pierden no bien son púberes durante la ceremonia del Upanatachaí o Fecundación Colectiva, que tiene lugar la noche del equinoccio de primavera, que en aquellos parajes cae en 21 de septiembre.
A propósito de esta relativa castidad impuesta a las mujeres, ha de saber Vuestra Reverencia que el varón jiquí que consuma acto carnal con una mujer de la tribu fuera de aquella festividad es condenado, si la deja encinta, a la emasculación, y a la vergüenza pública si sólo la ha conocido, pero no la ha preñado.
Así como en el caso de la emasculación por delitos de sangre —escasos entre los jiquíes, pues no conocen la propiedad privada—, la castración es atroz y dura varios días con todas sus noches, ya que el infeliz, que debe ser castrado por ser reo convicto de homicidio, es atado a un poste en medio de la plaza de la aldea. Le estriñen los genitales con una cuerda muy fina, cuyos extremos atan a dos postes y a la que van mojando a intervalos regulares para que, al encogerse, vaya segando despacio las partes del condenado hasta separarlas, gangrenadas y pestilentes, del cuerpo. La castración, en cambio, efectuada al varón jiquí que ha conocido y preñado a una mujer de la tribu es poco cruenta y rápida. Una vez el reo es declarado culpable por un tribunal, formado por el jefe, los diez componentes más ancianos y el brujo de la tribu, es atado a un altar de piedra, donde se le masturba por última vez en presencia de toda la tribu, para que así le quede grabado en la memoria el placer que ya nunca jamás volverá a experimentar. Tras hacer caer su semen al suelo, porque consideran los jiquíes que, con aquella posesión ilícita de la mujer, el reo ha mancillado a su dios y su jiqui, el brujo le agarra con la mano izquierda los testículos y el príapo, tira de todo ello con fuerza, hacia arriba y, con un afiladísimo cuchillo que empuña con la derecha, le separa del cuerpo todo el aparato genital, cosa que procura hacer de un solo tajo. Cuando lo consigue, la tribu aplaude complacida. Inmediatamente, y para cortar la abundante hemorragia, aplícanle en la herida el mismo alquitrán de que he hablado antes, que tiene además virtudes cauterizantes e impide la infestación de la herida.
Una vez emasculado el reo, puede optar libremente entre abandonar la tribu o permanecer en ella como xicaí o «cosa», que esto quiere decir la palabra, con lo que queda obligado por ley a llevar a cabo las misiones más denigrantes y fatigosas, tales como ir a buscar agua y leña, encender y mantener el fuego, moler los cereales, etc., y también a dejarse poseer contra natura por cualquier jiquí que desee hacerlo, ya que sólo con estos desgraciados pueden los jiquíes practicar el nefando pecado de la sodomía. Curiosamente, la mayoría de los culpables que han sufrido esta horrenda pena prefieren permanecer en la tribu donde, al cabo de un tiempo suelen, pasar a ocupar posiciones influyentes gracias a la concesión condicionada de sus favores, aunque estén obligados a concederlos en cualesquiera ocasión y lugar, los cuales otorgan a quien mejor les parece y bajo determinadas condiciones materiales.
A los que no han dejado embarazada a la mujer, en cambio, se les condena, como he dicho, a la vergüenza pública, sobre todo al escarnio de los chiquillos, que les arrojan a la cara frutas, huevos podridos y toda clase de inmundicias.
Y, entonces, ellos sujetan el príapo del culpable con una argolla, fija con cadenas a un poste. El reo debe permanecer arrodillado, con las manos atadas a la espalda, y el cuello a los pies para que se mantenga curvado hacia atrás y sólo sus atributos queden bien visibles. Y es cosa espantosa ver las atrocidades que se les ocurren a los chiquillos, e incluso a los adultos de la tribu. Por ejemplo, le untan las partes con miel para que acudan las enormes y voraces moscas que tanto abundan en el país, o les pintan en el escroto vistosos tatuajes que luego les quedan de por vida como testimonio de la vergüenza padecida. Este castigo suele durar tres días.
Si Vuestra Reverencia ha tenido la paciencia de seguirme hasta este punto de mi relato, creo que su curiosidad por conocer las nefandas costumbres de esos desgraciados habrá quedado colmada. En todo caso, muy poco más podría yo añadir. Además, la vida de los jiquíes no se diferencia mucho de la vida de las demás tribus que pueblan aquella parte del Nuevo Continente.
Debo tan sólo comunicarle la desaparición de la tribu de los jiquíes, que, como por ensalmo, abandonó el lugar en que vivía para refugiarse, según parece, en el interior de la selva, en un paraje que aún no ha podido ser hallado. Este hecho se debe, al parecer, a que alcanzó las misiones del Paraguay la noticia de los sucesos que acabo de relatar. Esto avivó el celo evangelizador de los misioneros, quienes empezaron a acudir, numerosísimos a la tribu de los jiquíes, dispuestos, con evangélico ardor a sufrir cualquier suplicio con tal de convertir a esos salvajes a la verdadera fe. Y fue tan grande el número de hermanos que acudió a evangelizarlos y que, para lograr su confianza, adoptó por un tiempo sus costumbres, que el Ilustrísimo Señor Obispo de la diócesis tuvo que prohibir la conversión de los jiquíes a todos aquellos misioneros que no obtuvieran una venia especial de su puño y letra.
A pesar de ello, y seguramente aconsejados por Satanás en persona, que ante la constancia y abnegación de los misioneros debió temer que se le escaparan de sus garras todas aquellas almas, los jiquíes decidieron desaparecer de la noche a la mañana, como si se los hubiera tragado la tierra.
No me resta más, Reverendísimo Señor, que implorar humildemente vuestro perdón por las abominaciones que he debido narrar y solicitar de Vuestra Reverencia la absolución de los pecados que haya podido cometer al escribir este relato verídico de las impías y nefandas costumbres de los jiquíes, a lo que me ha movido, por una parte, vuestra paternal insistencia en que lo hiciera y, por otra, el dejar constancia, para advertencia de las futuras generaciones, de los abismos de abyección a los que puede llegar el hombre cuando abandona el justo sendero que el Señor le ha trazado o cuando, mísero, lo desconoce porque se niega con contumacia a descubrirlo ayudado por quienes se lo proponen.
Dios guarde a Vuestra Reverencia muchos años.
Fechado en La Asunción, a los 15 días del mes de agosto, Festividad de la Asunción a los Cielos de Nuestra Señora la Virgen María, del año de gracia de 1742.
Firmado y rubricado: Juan de Villanueva y Esteruelas.
NB: El fascículo aparece con evidentes señales de haber sido cuidadosamente lacrado y sellado y lleva una advertencia, escrita en grandes caracteres, que dice: Muy peligroso incluso para personas muy formadas. Archívese como curiosidad histórica. Se ignora si quien escribió dicha advertencia fue el propio Padre Ignacio de Ibarrondo y Etchegaray, a quien está dirigida la relación, u otra persona.