Capítulo VI

Eleven, twelve, men must delve[6]

1

Después de pasar la noche inquieto, Hércules Poirot se levantó temprano al día siguiente. El día era apacible y quiso repetir el paseo de la noche anterior.

Las lindes de los senderos estaban en plena floración, y aunque él prefería otra disposición más simétrica de las flores, por ejemplo, el estilo de los arriates de los geranios rojos que se ven en Ostende, no pudo dejar de reconocer que aquel encerraba el espíritu y la perfección de un jardín inglés.

Prosiguió su paseo por la rosaleda, qué le entusiasmó, y por los vericuetos de un rincón estilo alpino y rocoso, hasta llegar a la valla que le separaba del huerto.

Allí pudo observar a una mujer robusta, vestida con falda y chaqueta, de cejas negras y cabellos cortos, que charlaba: con voz de marcado acento escocés con el primer jardinero. Por lo que se veía, la conversación no era del agrado de este último.

La voz de Miss Helen Montressor tenía un tono sarcástico, y Poirot escabullóse por un sendero lateral. Otro jardinero, que, según viera Poirot, estaba descansando sobre la azada, empezó a cavar con mucho afán. Poirot se aproximó. El muchacho trabajaba de espaldas al detective, que se detuvo para observarle.

—Buenos días —le dijo amistosamente.

El otro respondió:

—Buenos días, señor.

Pero no se detuvo.

Poirot sorprendióse un tanto. Sabía por experiencia que un jardinero, aunque parezca enfrascado en su trabajo, gusta de hacer un alto y dejar correr el tiempo si uno le aborda directamente.

Por eso le extrañó. Estuvo unos minutos observándole. ¿Por qué sus hombros le parecían familiares? Hércules Poirot pensó que iba tomando la costumbre de encontrar familiares las voces y las personas, aunque no se lo fuesen en absoluto. ¿Es que, como temiera la noche pasada, se iba haciendo viejo?

Pensativo, pasó la valla de la huerta y, una vez en el otro lado, se detuvo al llegar a un lugar de la misma que tenía una rampa.

Como una luna fantástica, un objeto redondo asomó sobre la tapia de la huerta. Era la cabeza oval del detective, y sus ojos contemplaron con interés el rostro del jardinero, que había dejado de cavar y se enjugaba con las manos la cara húmeda de sudor.

—Muy curioso y muy interesante —murmuró Poirot al agachar la cabeza.

Sacudió algunas ramitas que estropeaban el aspecto impecable de su traje.

Sí, por cierto; era curioso e interesante que Francis Carter, que tenía un empleo de secretario en el campo, estuviera trabajando de jardinero a las órdenes de Alistair Blunt. Estaba reflexionando sobre esto, cuando se dejó oír un batintín que le hizo encaminar sus pasos hacia la casa.

Por el camino encontró a su anfitrión, hablando con Miss Montressor, recién llegada de la huerta. Su voz, de acento inconfundible, se percibía claramente.

—Eres muy amable, Alistair; pero yo preferiría no aceptar invitaciones mientras estén aquí tus parientes americanos.

Blunt dijo:

—Julia es una mujer sin tacto, pero eso no significa…

Miss Montressor dijo con calma:

—Su actitud me parece muy insolente, y no pienso consentírselo ni a las americanas ni a nadie.

Miss Montressor se alejó y Poirot fue a reunirse con Alistair Blunt, que tenía la expresión aborregada de muchos hombres cuando discuten con sus parientes femeninos.

—¡Las mujeres son el diablo! Buenos días, Mister Poirot. Qué día tan hermoso, ¿verdad?

Se encaminaron hacia la casa y Blunt dijo:

—¡Echo tanto de menos a mi mujer!

Ya en el comedor hizo observar a Julia:

—Me temo que hayas herido los sentimientos de Helen, querida.

—Los escoceses son muy susceptibles —repuso mistress Olivera con sequedad.

Blunt pareció molesto.

—Tiene usted un jardinero muy joven —intervino Hércules Poirot—. Debe de haberlo empleado hace poco.

—Sí —repuso Blunt—; Burton, mi tercer jardinero, se marchó hace tres semanas y en su lugar tomamos a este muchacho.

—¿Recuerda de dónde vino?

—No. Lo empleó McAlister. Creo que me pidieron que le diera una oportunidad. Me lo recomendaron encarecidamente, y me sorprende, porque McAlister dice que no vale gran cosa, y quiere despedirle.

—¿Cómo se llama?

—Dumining… Sumbing… o algo parecido.

—¿Sería indiscreto preguntarle cuánto le paga?

Alistair Blunt pareció divertido.

—En absoluto. Dos libras y media, me parece.

—¿Nada más?

—De veras que no…, puede ser que algo menos.

—Es muy curioso —dijo Poirot.

El millonario le miró interrogándole, mas Jane Olivera, que leía el periódico, los distrajo.

—Parece que mucha gente está pendiente de tu pellejo, tío Alistair.

—¿Estás leyendo el debate? Archeston siempre arremetiendo contra molinos de viento. Tiene las ideas más absurdas sobre economía. Si le dejásemos hacer, Inglaterra se arruinaría en una semana.

Jane preguntó:

—¿Nunca quieres probar algo nuevo?

—No. A menos que sea mejor que lo viejo, querida.

—Pero a ti nunca te lo parece. Tú siempre dices: «Esto no sirve», pero no lo pruebas.

—Los experimentalistas pueden hacer mucho daño.

—Sí, pero ¿cómo puedes resignarte con las cosas actuales? Todo el derroche, la injusticia y la mala fe. ¡Hay que hacer algo!

—Aun considerando todas esas cosas, vamos bastante bien, Jane.

Jane dijo con pasión:

—Lo que necesitamos es renovar el cielo y la tierra, y tú te quedas ahí comiendo riñones…

Se puso en pie y salió al jardín. Alistair pareció sorprendido y algo molesto.

—Jane ha cambiado mucho últimamente. ¿De dónde ha sacado esas ideas?

—No hagas caso —dijo mistress Olivera—. Jane es una niña tonta. Ya sabes cómo son las jovencitas…; van a esas reuniones en los salones donde los hombres llevan esas corbatas, tan chocantes, y al llegar a casa no dicen más que tonterías.

—Sí, pero Jane fue siempre una mujercita bastante fogosa.

—Es lo que está de moda—, Alistair. Se palpa en el ambiente.

—Sí, es cierto —repuso Blunt.

Parecía un poco molesto.

Mistress Olivera levantóse y Poirot le abrió la puerta.

—¡No me gusta! —exclamó de improviso el millonario—. ¡Todo el mundo habla de lo mismo! ¿Y qué significa? Nada. Todo es palabrería. He estado luchando siempre contra lo mismo: un cielo y un mundo nuevo. ¿Qué quieren decir con eso? ¡No sabrían decírselo! ¡Están borrachos de palabras!

De pronto sonrió.

—¿Sabe? Soy de los que quedan de la vieja guardia.

—Si le destituyeran —preguntó Poirot, con curiosidad—, ¿qué sucedería?

—¡Destituirme! Vaya una manera de enfocar el asunto —de pronto se puso serio—. Se lo diré. Hay un grupo de locos que quisieran intentar experimentos costosos, que serían el fin de la estabilidad…, del sentido común…, de la solvencia. En resumen, de esta Inglaterra que conocemos.

Poirot asintió. Simpatizaba con el banquero. Él también aprobaba la solvencia. Y empezaba a comprender el punto de vista por el que luchaba Alistair Blunt. Mister Barnes se lo había dicho, pero entonces no lo comprendió. Y de repente…, tuvo miedo.

2

—Ya he terminado mi correspondencia —dijo Blunt al final de la mañana—. Ahora, Mister Poirot, voy a enseñarle mi jardín.

Los dos hombres salieron juntos. Blunt, hablando animadamente de su afición predilecta. El jardín de rocas, con sus curiosas plantas alpinas, era una delicia y pasaron un buen rato mientras Blunt le iba indicando nombres y especies.

Hércules Poirot, calzado con sus mejores zapatos de ante, escuchaba con paciencia, descansando ora sobre un pie, ora sobre el otro, a pleno sol. Su anfitrión proseguía señalando las plantas. Se oía el zumbido de las abejas y el monótono ruido de unas tijeras podadoras que recortaban un seto.

Todo era paz y quietud.

Blunt se detuvo al borde del precipicio y miró hacia atrás. El ruido de la podadora oíase desde muy cerca, pero no se veía al podador.

—Fíjese en la vista que se divisa desde aquí, Poirot. Los claveles se han dado muy bien este año. No recuerdo haberlos visto mejores…, y aquellos alhelíes. ¡Qué colores tan maravillosos!

¡Buuum! El disparo rompió la quietud de la mañana. Alistair Blunt volvióse como un poseído hacia el seto de laureles donde se elevaba un hilillo de humo.

Se oyeron voces airadas, los laureles se balancearon mientras dos hombres forcejeaban. Una voz ronca y americana gritó, resuelta:

—¡Te he cogido, condenado! ¡Tira esa pistola!

Dos hombres aparecieron tras los arbustos. El joven jardinero que cavaba con tanto ahínco aquella mañana, contorsionándose bajo la presión de la mano de un hombre alto que le llevaba la cabeza.

Poirot le conoció en el acto, como antes reconociera su voz.

—¡Déjeme! No fui yo. ¡Le digo que no he sido! —gritaba Francis Carter.

Howard Raikes dijo:

—¡Ah!, ¿no? Supongo que estaba matando pájaros.

Se detuvo, mirando a los recién llegados.

—¿Mister Alistair Blunt? Este individuo acaba de disparar contra usted. Le sorprendí en el acto.

—¡Es mentira! —gritó Francis Carter—. Estaba cortando el seto. Oí un disparo y este revólver cayó a mis pies. Lo cogí…, es natural, y entonces esta mole me asaltó de improviso.

Howard Raikes dijo lúgubremente:

—Tenía el revólver en la mano y acababa de disparar —y con un gesto se lo tendió a Poirot—. Veamos lo que dice el detective. Suerte que le sorprendí a tiempo. Me figuro que debe de tener más balas esa automática.

—Precisamente —murmuró Poirot.

Blunt permanecía ceñudo y triste. Habló con dureza.

—Bueno, Dunning, Dunnun… o… ¿Cómo te llamas?

Hércules Poirot le interrumpió para decir:

—Este hombre es Francis Carter.

—¡Me ha estado vigilando todo el tiempo! —dijo el jardinero, furioso—. Vino el sábado para espiarme. Le digo que no es cierto. Yo no le disparé.

—Entonces, ¿quién ha sido? —preguntó Hércules Poirot, amable—. Ya ve que aquí no hay nadie más que los presentes.

3

Jane Olivera vino corriendo por el jardín con sus cabellos flotando sobre la espalda y los ojos desorbitados por el terror. Exclamó:

—¡Howard!

—¡Hola, Jane! —dijo él con amabilidad—. Acabo de salvarle la vida a tu tío.

—¡Oh! ¿Tú?

—Su llegada ha sido muy oportuna, Mister… —Blunt vacilaba.

—Es Howard Raikes, tío Alistair. Es amigo mío.

Blunt miró al muchacho con una sonrisa en sus labios.

—¡Ah! —dijo—. Usted es el amigo de Jane. Debo darle las gracias.

Resoplando como una máquina de vapor, Julia Olivera hizo su aparición.

—He oído un disparo. ¿Qué ha sido, Alistair? —se interrumpió al ver a Raikes—. ¿Usted? ¿Cómo, cómo se atreve?

—Howard acaba de salvar la vida de tío Alistair, mamá —dijo Jane con voz fría.

—¿Qué?

—Este hombre disparó contra tío Alistair y le ha quitado el revolver.

—Son ustedes un hatajo de mentirosos —dijo Francis Carter con violencia.

—¡Oh!

Mistress Olivera quedó boquiabierta. Le costó un par de minutos recobrar su compostura para dirigirse primero a Blunt.

—¡Querido Alistair! ¡Que horror! ¡Gracias a Dios que estás ileso! Pero debes de haberte llevado un susto… Yo misma… me siento medio desfallecida. ¿No crees que debiera tomar un poquitín de coñac?

Blunt apresuróse a replicar:

—Pues claro. Entremos en casa.

Y la tomó del brazo, en el que se apoyó ella con fuerza. Blunt, mirando por encima de su hombro a Poirot y Howard Raikes, les dijo:

—¿Quieren traer a ese individuo? Llamaremos a la Policía para que se haga cargo de él.

Francis Carter abrió la boca, pero no dijo nada. Estaba pálido como un muerto y sus rodillas temblaban, Howard Raikes le asió de mala manera.

—Vamos, tú —le apremió.

—Es mentira… —murmuró Francis Carter.

—¡Tiene muy poco que decir para ser un sabueso! ¿Por qué no nos deja conocer su opinión? —preguntó Raikes al detective.

—Estoy reflexionando, Mister Raikes.

—Sí, creo que debe de tener mucho que pensar. ¡Me parece que con esto pierde su empleo! No ha sido gracias a usted por lo que esté vivo en estos momentos Alistair Blunt.

—Esta es su segunda buena acción, ¿verdad, Mister Raikes?

—¿Qué diablos quiere decir?

—¿No fue ayer precisamente cuando cogió al hombre que, según usted, acababa de disparar contra Mister Blunt y el primer ministro?

—Pues sí —repuso Howard Raikes—. Parece que se está convirtiendo en una costumbre.

—Pero existe una diferencia. El hombre que capturó ayer no era el que había hecho el disparo. Se equivocó.

—Y ahora también —dijo Francis Carter con prontitud.

—Tú cállate —ordenó Raikes.

Hércules Poirot murmuró para sí: «Quisiera saber…».

4

Vistiéndose para la cena, Hércules Poirot ajustó el nudo de su corbata hasta lograr una simetría perfecta y contempló en el espejo su entrecejo fruncido.

No estaba satisfecho…, mas se hubiese visto en un aprieto, de tener que explicar el porqué. Tenía que confesar que el caso era bien claro. Francis Carter había sido sorprendido con las manos en la masa. No es que le fuese simpático. Juzgado desapasionadamente, era lo que se llama un equivocado, un individuo matón y desagradable, aunque con cierto atractivo para aquellas mujeres que se resisten a creer lo peor sin reparar en la evidencia. Y su historia era tan poco convincente… Les habló de estar relacionado con el Servicio Secreto…, y aquel empleo Misterioso de jardinero para informar de las conversaciones y actos de los otros jardineros. Era una historia sin fundamento. Una invención pobre…, como lo que, según Poirot, era capaz de inventar Francis Carter.

Y este no daba otra explicación, excepto que alguien debió de arrojar el revólver. Lo repetía una y otra vez.

No. No había nada que decir en defensa de Carter, a no ser la extraña coincidencia de que Howard Raikes hubiera estado presente dos días consecutivos en el momento en que una bala pasaba rozando a Alistair Blunt.

Tal vez no tuviera nada de particular. Raikes pudo no haber disparado en la calle Downing y su presencia en Exsham ser debida a su deseo de estar cerca de su novia. Sí. No era del todo improbable.

Los acontecimientos habían mejorado la situación de Howard Raikes. A un hombre que acaba de salvarle la vida no le niegues la entrada en tu casa. Lo menos que puedes hacer es brindarle tu amistad y hospitalidad. A mistress Olivera le disgustaba, pero no pudo menos que reconocer que nada podía hacerse.

¡El indeseable amigo de Jane había puesto los pies en la casa y pensaba conservarlos allí!

Aquella noche Poirot le observó detenidamente.

Estaba actuando con astucia sin mantener sus subversivos puntos de vista ni hablar de política. Contó divertidas anécdotas de sus cacerías en lugares salvajes.

«Ya no es el lobo —pensó Poirot—, lleva puesta la piel de cordero. Pero ¿y debajo? Quisiera saber…».

Cuando Poirot se preparaba para acostarse llamaron a su puerta. El detective gritó: «Adelante»…, y entró Howard Raikes.

Al ver la expresión de Poirot echóse a reír.

—¿Le sorprende verme? Le he estado observando, toda la noche y no me gusta su aspecto. Parece algo inquieto.

—¿Por qué le preocupa eso, amigo?

—No lo sé. Pienso que tal vez trate de descifrar algunas cosas que le parecen difíciles de tragar.

¡Eh bien! ¿Y si fuese así?

—Pues voy a decirle la verdad de lo sucedido ayer. ¡Todo fue una comedia!, ¿sabe?; estaba esperando a que su señoría saliera del número diez de la calle Downing y vi cómo Ram, Lal, le disparaba. Yo conozco a Ram Lal. Es un muchacho simpático. Un poco excitable, pero que siente los errores de la India. Nadie sufrió daño alguno. Ese precioso par de camisas almidonadas resultaron ilesas; así que decidí representar una farsa para que el indio pudiese escapar. Agarré a un hombrecillo que se hallaba a mi lado y grité que era el culpable con la esperanza de que Ram Lal huyera. Pero los de la secreta fueron más listos. Le cogieron en seguida. Eso fue lo que pasó, ¿comprende?

—¿Y hoy? —preguntó Hércules Poirot.

—Eso es distinto. Hoy no había ningún Ram Lal. Carter es el único culpable. ¡Disparó el revólver! Aún lo tenía en la mano cuando le sorprendí. Me figuro que se disponía a repetir el disparo.

—¿Desde cuándo desea conservar la integridad personal de Mister Blunt?

—Lo encuentra un poco raro después de todo lo que dije, ¿verdad? Sí, es raro. Yo creo que Blunt es un individuo que debiera desaparecer… por el bien de la Humanidad y del progreso, no por su persona. Es un hombre muy agradable, al estilo inglés. Eso es lo que opino, y al ver que iban a disparar contra él, intervine. Esto le demuestra lo ilógica que es la raza humana.

—Del dicho al hecho hay mucho trecho.

—¡Eso digo yo!

Y Howard Raikes, tras levantarse de la cama en que se sentara, sonrió con aire confidencial.

—Creí que debía venir a decírselo.

Y salió, cerrando la puerta con cuidado.

5

«Líbrame, Señor, del demonio y presérvame del hombre malo». Cantó mistress Olivera con voz firme. La entonación de su voz hizo pensar a Poirot que el hombre malo que veía en su mente era Howard Raikes.

El detective había acompañado a su anfitrión y su familia a la iglesia del pueblo para asistir al oficio de la mañana.

—¿Va usted siempre a la iglesia, Mister Blunt? —había dicho con ligera ironía Howard Raikes.

Y el millonario había murmurado vagamente que eso es lo que se espera de uno, con un sentimiento tan inglés que arrancó una sonrisa a Poirot.

Mistress Olivera acompañó a su pariente y ordenó a Jane que hiciera otro tanto.

«Han afilado sus lenguas como las serpientes —cantaron los monaguillos—, y el veneno de la víbora se alberga tras sus labios».

Los tenores y bajos contestaron:

«Guárdame, ¡oh Señor!, de la iniquidad. Presérvame de los hombres malvados que quieran desbaratar mis actos».

Hércules Poirot se animó a cantar con su voz de barítono.

«El orgullo me ha tendido una trampa y ha tejido una red de cuerdas; sí, siembra de obstáculos mi caminoooooo».

Y se quedó con la boca abierta.

Lo veía…, veía con claridad la trampa en que casi se cae.

Una trampa astuta, una red de cuerdas, un abismo abierto ante sus pies…, disimulado para que cayera en él.

Como un autómata quedó con la boca abierta mirando al vacío mientras los demás se sentaban, hasta que Jane Olivera le cogió del brazo y le dijo:

—¡Siéntese!

Un anciano sacerdote entonaba:

Aquí comienza el decimoquinto capítulo del primer libro de Samuel —y siguió leyendo.

Mas Poirot no oía nada. Estaba en otro mundo, un mundo delicioso donde los factores giraban antes de ocupar sus lugares respectivos. Era como un calidoscopio…, zapatos con hebilla…, medias de la talla diez…, un rostro destrozado…, los gustos literarios del botones…, las actividades de Amberiotis… y el papel representado por Mister Morley…, todo giraba antes de situarse en su lugar y formar un diseño correcto.

Por primera vez, Hércules Poirot enfocaba el caso por la verdadera pista.

Porque la rebelión es el signo que conduce a la obstinación y a la idolatría. Aquellos que rechazaron la palabra de Dios le rechazaron también como rey. Aquí termina la primera lección —concluyó el clérigo de un tirón.

Como un somnámbulo, el detective se puso a rezar el Tedeum.