Capítulo IV

Seven, eight, lay them straight[4]

1

Ya había transcurrido cerca de un mes desde el fallecimiento de Mister Morley y todavía no se tenían noticias de Miss Sainsbury Seale.

Japp se iba impacientando.

—¡Maldita sea, esa mujer tiene que estar en alguna parte!

—Indudablemente, mon cher —dijo Poirot.

—Lo mismo si está viva que si está muerta. Si ha muerto, ¿dónde está su cadáver? Supongamos que se hubiera suicidado…

—¿Otro suicidio?

—Dejemos eso. Usted sigue manteniendo que Morley fue asesinado. Yo digo que se suicidó.

—¿Ha averiguado la procedencia del revólver?

—No. Es una marca extranjera.

—Eso es muy sugestivo. ¿No le parece?

—Sí, pero no en el sentido que usted alude. Morley estuvo en el extranjero. Hizo varios cruceros en compañía de su hermana y pudo comprarlo entonces. Todos los ingleses viajan. Mucha gente al hallarse lejos de su patria gusta de tener una pistola con que defenderse —hizo una pausa y prosiguió—: No me desvíe de la cuestión. Estaba diciendo que en el supuesto…, es tan solo una suposición…, de que esa condenada se hubiese suicidado; si, por ejemplo, se hubiese ahogado, el cuerpo hubiera aparecido en la playa. Y de haber sido asesinada, lo mismo.

—Eso si no le ataron un peso antes de arrojarla al Támesis.

—Sí, desde un sótano de Limehouse, supongo. Está usted hablando como un aficionado a novelas escritas por damiselas.

—Lo sé. Lo sé. ¡Me pongo colorado cuando digo estas cosas!

—E imagino que el crimen fue cometido por una banda internacional.

Poirot suspiró y dijo:

—Me dijeron no hace mucho que, efectivamente, suceden esas cosas.

—¿Quién se lo contó?

—Reginald Barnes; vive en la calle Castlegardens, en Ealing.

—Sí, puede ser que él lo sepa —dijo Japp sin gran convencimiento—. Estuvo en contacto con extranjeros cuando estaba en el Ministerio de la Gobernación.

—¿Y usted no está de acuerdo?

—No me cuido de eso… ¡Oh, claro que suceden cosas así!… Pero, por lo general, no es lo más corriente.

Se hizo un silencio mientras Poirot se retorcía el bigote.

—Hemos recibido algunas informaciones más sin importancia —prosiguió Japp—. Sabemos que regresó de la India en el mismo barco que Amberiotis. Ella, iba en segunda clase y él en primera, así que no veo nada de particular, aunque un camarero del Savoy dice que comieron juntos un par de veces la semana antes de su muerte.

—Pero ¿pudo haber relación entre ellos?

—Sí, pero no lo creo. No puedo imaginarme a una dama misionera mezclada en «asuntos tan entretenidos».

—¿Es que Amberiotis lo estaba?

—Sí. Estaba en contacto directo con algunos de nuestros amigos espías del centro de Europa.

—¿Está usted seguro?

—Sí. ¡Oh, no es que él hiciera directamente ese trabajo! En ese caso no hubiésemos podido acercarnos a él. Su misión consistía en recibir y organizar los informes.

Japp hizo una pausa antes de continuar:

—Mas eso no nos sirve de ayuda en el caso de Miss Sainsbury Seale. ¿Por qué iba a mezclarse en este asunto?

—Recuerde que vivió en la India, y allí hubo bastante jaleo el año pasado.

—Amberiotis y la excelente Miss Seale…, no puedo imaginarlos como compañeros de un mismo partido.

—¿Sabía que esa señorita fue amiga de la última esposa de Alistair Blunt?

—¿Quién dijo eso? No lo creo. No eran del mismo círculo social.

—Ella misma.

—¿Y a quién se lo contó?

—A Mister Alistair Blunt.

—¡Ah, vamos! Ya debe estar acostumbrado a esos trucos. ¿Quiere insinuar que Amberiotis la utilizó para eso? No le hubiese servido de nada. Blunt se hubiese librado de ella con un donativo. No la hubiera invitado a su casa. No es de esa clase de hombres.

Eso era tan evidente que Poirot tuvo que asentir. Después de unos minutos, Japp continuó refiriendo sus suposiciones sobre el caso Sainsbury Seale.

—Un químico perturbado pudo sumergir su cuerpo en un tanque de ácido…, esa es otra de las soluciones que se encuentran en las novelas. Pero yo le doy mi palabra de que son cosas absurdas. Si está muerta, su cadáver debe de estar enterrado en alguna parte.

—Pero ¿dónde?

—Eso es. Ha desaparecido en Londres. Por aquí nadie posee un jardín apropiado… ¡Lo que hay que encontrar es una granja solitaria!

¿Un jardín? En la mente de Poirot apareció el cuidado jardín de Ealing con sus primorosos arriates. ¡Qué fantástico pensar que pudiera estar enterrada allí!

No quiso imaginar absurdos.

—Y si no ha muerto —continuó Japp— ¿dónde está? Sus características personales vienen publicándose en la Prensa desde hace un mes, y, pese a todo, seguimos a oscuras respecto a su paradero.

—¿Y nadie la ha visto?

—¡Oh, sí; prácticamente la ha visto todo el mundo! No tiene usted idea de la cantidad de señoras de mediana edad vestidas de verde que andan por ahí. La vieron en Yorkshire, en los hoteles de Liverpool, en las casas de huéspedes de Devon y en la playa de Ramsgate. Mis hombres han investigado pacientemente todos los informes, que no nos han conducido a ninguna parte, más que a una serie de señoras respetables de mediana edad.

Poirot hizo chasquear su lengua con simpatía.

—Y con la agravante —prosiguió Japp— de que es una persona normal y real. Quiero decir que algunas veces se tropieza con un fantasma (valga el símil), un ser que aparece en un lugar como Miss Spinks… donde nunca hubo una Miss Spinks. Pero esta mujer es auténtica…, tiene un pasado, un origen. Todos la conocemos desde su niñez. Ha llevado una vida perfectamente razonable…, y de pronto… ya no está…, ha desaparecido.

—Debe de haber una razón —le dijo Poirot.

—No mató a Morley. ¿No es eso lo que insinúa? Amberiotis le vio con vida después de salir ella y hemos seguido todos sus movimientos desde entonces.

—Yo no insinúo que matase a Morley —dijo Poirot impacientemente—. Claro que no, pero…

Japp le atajó:

—Si es usted quien tiene razón en el asunto Morley es posible que le dijese algo, sin ella sospecharlo, que diese una pista al asesino. En ese caso pudo ser eliminada deliberadamente.

—Todo eso supone una organización de mucha más importancia que la muerte de un simple dentista —observó el detective.

—No crea todo lo que cuente Reginald Barnes. Es un tipo muy divertido que por todas partes ve espías y comunistas.

Japp se puso en pie y Poirot le pidió:

—Comuníqueme las noticias que se reciban.

Cuando se hubo marchado Japp, el detective quedó ante su mesa con el entrecejo fruncido.

Tenía la sensación de estar aguardando algo. ¿Qué era?

Recordó que antes estuvo sentado recopilando datos y nombres y que un pájaro pasó ante: la ventana con una brizna de paja en el pico.

Él también estuvo recogiendo pajitas. «Five, six, picking up sticks…».

Tenía las ramitas…, un buen número. Faltaba ordenarlas. Tenía que dar otro paso…, colocarlas en su sitio.

¿Por qué no lo hacía? No ignoraba la respuesta. Aguardaba…, no sabía qué. Algo inevitable, imprevisto, el eslabón siguiente en la cadena. Cuando llegara…, entonces…, entonces podría continuar.

2

A última hora de la tarde llegó la noticia. La voz de Japp sonó áspera a través del teléfono.

—¿Es usted, Poirot? La hemos encontrado. Será mejor que venga cuanto antes a las residencias del Rey Leopoldo, Battersea Park, número cuarenta y cinco.

Un taxi depositaba a Hércules Poirot un cuarto de hora después ante las residencias del Rey Leopoldo. Era un gran bloque de edificios de varias plantas situado frente a Battersea Park. El número 45 estaba en el segundo piso. Japp en persona le abrió la puerta.

—Entre —le dijo—; no es muy agradable precisamente, pero creo que querrá verlo.

Poirot dijo, aunque era una pregunta ociosa:

—¿Muerta?

—¡Podrá comprobar por sí mismo que está bien muerta!

Poirot volvió la cabeza al oír un ruido procedente de una habitación a su derecha.

—Es el portero —le aclaró Japp—. ¡Se ha mareado ante esta podredumbre! Tuve que enseñarla por si podía identificarla.

Echó a andar por el pasillo seguido de Poirot, que arrugó la nariz.

—No es agradable —dijo Japp—, pero ¿qué esperaba? Lleva muerta cerca de un mes.

La habitación en que se hallaba el cadáver era el cuarto trastero. En el centro veíase un arcón de metal de los empleados para guardar pieles, con la tapa alzada.

Poirot se aproximó para contemplar su interior. Lo primero que vio fue un pie calzando un zapato viejo con hebilla. El recuerdo que guardaba de su primer encuentro con Miss Sainsbury Seale era también una hebilla.

Sus ojos recorrieron el abrigo de lana verde hasta llegar a la cabeza. Exhaló un sonido inarticulado.

—Lo sé —dijo Japp—, es horrible.

El rostro había sido golpeado hasta quedar irreconocible, y si a esto hay que añadir el natural proceso de descomposición, no es de extrañar que los dos hombres palidecieran y se alejasen.

—Bien —dijo Japp—; este va a ser un día muy atareado. Ya lo creo. Nuestro trabajo es desagradable a veces. Hay una botella de coñac en la otra habitación. Será mejor que beba un trago.

El saloncito estaba amueblado elegantemente a la última moda, con gran profusión de tonos crema y algunas butacas cuadradas tapizadas con un tejido geométrico de un color tostado claro.

Poirot cogió la botella para servirse coñac. Al terminar de beberlo, dijo:

—¡Qué desagradable! Ahora, amigo mío, cuénteme todo lo que sepa.

Japp comenzó:

—Este piso pertenece a mistress Chapman, que me la figuro cuarentona, rubia y elegante; paga sus cuentas, aficionada al bridge si se tercia jugar con sus vecinos; sin hijos. Mister Chapman es viajante de comercio. Miss Seale vino aquí la noche de nuestra entrevista cerca de las siete y cuarto. Es probable que viniera directamente desde el hotel. Ya había estado otras veces aquí, según el portero. Ya ve usted…, todo muy natural y explicable…, una visita amistosa. El portero la acompañó en el ascensor hasta este piso. La vio por última vez llamando al timbre.

Poirot le interrumpió:

—¡Ha tardado mucho tiempo en recordarlo!

—Ha estado en el hospital aquejado de una dolencia intestinal, y mientras, le sustituyeron. La semana pasada leyó en un periódico atrasado la descripción de la dama desaparecida y le dijo a su mujer: «Parece esa señora que vino a ver a mistress Chapman. También llevaba un abrigo de lana verde y zapatos con hebilla. Creo que tenía un nombre parecido». Y después de una hora, dijo: «Miss No Sé Cuántos Seale». Después —siguió diciendo Japp—, tardó cuatro días en sobreponerse al natural recelo de verse mezclado con la Policía y entonces vino a vernos. No creímos que su información nos condujera a ninguna parte. No tiene usted idea de las falsas alarmas que recibimos. Sin embargo, envié al sargento Beddoes a investigar… Es un muchacho muy competente. Un poco engreído, pero ahora eso está de moda. Pues bien: Beddoes tuvo la corazonada de que estábamos sobre la verdadera pista.

»En primer lugar, mistress Chapman no había sido vista desde hacía un mes. Se marchó sin dejar dirección alguna. Esto era un poco raro. Y en resumen, todo lo que pudo averiguar sobre el matrimonio Chapman era por demás extraño. El portero no vio salir a Miss Sainsbury Seale. Esto de por sí no era anormal. Pudo bajar la escalera y salir sin que él la viera, pero luego añadió que la marcha de mistress Chapman fue precipitada. A la mañana siguiente encontró un papel en su puerta que decía:

«Dígale a Nellie que no traiga leche. He tenido que marcharme».

Nellie es la doncella que se la trae a diario. Mistress Chapman se había marchado un par de veces de improviso; así que no lo encontró extraño, pero sí lo es el que no llamase al portero para que le bajase el equipaje hasta el taxi.

»Beddoes decidió penetrar en la casa. Obtuvimos la autorización del portero y la llave maestra del administrador. No encontramos nada de interés hasta llegar al cuarto de baño. Allí se había efectuado una apresurada limpieza. Hallamos señales de sangre en el linóleo, en los rincones donde no llegó el lavado. Después fue cuestión de buscar el cuerpo. Mistress Chapman no se había llevado el equipaje, pues de lo contrario lo habría sabido el portero. El cuerpo aún debía de estar en el piso. Pronto dimos con este arcón para pieles…, ya sabe que cierran herméticamente. Las llaves estaban en el cajón del tocador. Lo abrimos, y allí estaba la «Dama desaparecida».

Poirot quiso saber:

—¿Y qué hay de mistress Chapman?

—¡Y eso qué! ¿Quién es? No lo sé. Solo una cosa es cierta: Sylvia (a propósito, se llama Sylvia), Sylvia o sus amigas asesinaron a esa mujer y la encerraron en el arcón.

Poirot asintió y dijo:

—Pero ¿por qué la desfiguraron el rostro?

—Pues para…, bueno, son solo suposiciones… Venganza refinada, o acaso para evitar su identificación.

Poirot frunció el entrecejo.

—Pero ha sido reconocida.

—Sí, porque no solo teníamos una descripción detallada de sus vestidos, sino que su bolso ha sido hallado dentro del arcón, y en su interior una carta a ella dirigida con la dirección del hotel de la plaza Rousell.

Poirot se puso en pie.

—Pero eso…, eso no tiene sentido común.

—No, es cierto. Supongo que sería una equivocación del asesino.

—Sí, puede que sí, pero… ¿Han registrado el piso?

—Bastante bien. No hay nada que nos ilumine.

—Me gustaría ver la habitación de mistress Chapman.

—Pues vamos.

El dormitorio no daba muestras de una marcha precipitada. Estaba aseado y en orden. La cama, preparada para la noche, no había sido utilizada. Una espesa capa de polvo lo cubría todo.

—No hay huellas dactilares —dijo Japp—. Solo algunas en los utensilios de cocina, pero me imagino que pertenecerán a la doncella.

—Esto significa que todo fue limpiado cuidadosamente después del asesinato.

—Sí.

Los ojos del detective recorrieron lentamente la estancia amueblada, como la sala, al estilo moderno, adaptándose a una renta moderada. Los muebles eran caros, pero no de lujo. Ostentosos, pero no de primera categoría. El color dominante era el rosa pálido. Miró el interior del armario donde estaban los trajes, elegantes, aunque no de calidad, y luego los zapatos, la mayoría de tipo sandalia, tan en boga hoy en día, y algunos exageradísimos con gruesa suela de corcho. Cogió uno, y tras observar que mistress Chapman calzaba un treinta y cinco, lo puso de nuevo en su sitio. En otro armario encontró arrinconado un montón de pieles.

—Son las que llenaban el arcón —le dijo el inspector.

Poirot hizo un gesto de asentimiento al mismo tiempo que, levantando un abrigo de pedí gris observaba lentamente:

—¡Buenas pieles!

De allí pasaron al cuarto de baño. Había gran profusión de cosméticos. Poirot los estuvo observando con interés. Polvos, rouge, cremas, y dos botellas de tinte para el cabello.

—Por lo visto, no es de nuestras rubias platino naturales —observó Japp.

—A los cuarenta, mon ami —murmuró Poirot—, el cabello de la mayoría de las mujeres ha empezado a encanecer, y mistress Chapman no es de las que se resignan con la Naturaleza.

—A lo mejor, ahora se ha vuelto pelirroja, por variar. Hay algo que le inquieta, Poirot. ¿Qué es?

—Pues sí, estoy preocupado. Muy preocupado. Este es un problema insoluble para mí.

Y resueltamente volvió una vez más al cuarto donde estaba el arcón…

Y quitó el zapato a la muerta con bastante dificultad.

Examinó la hebilla que había sido cosida a mano y bastante mal.

—¡Esto es que estoy soñando! —exclamó Hércules Poirot.

—¿Qué es lo que intenta? —inquirió Japp, extrañado—. ¿Complicar más las cosas?

—Exacto.

—Un zapato de ante completo, con su hebilla… ¿Qué es lo que tiene de extraño?

—Nada, nada en absoluto —repuso el detective—, pero no lo entiendo.

3

El portero les indicó como amiga íntima de mistress Chapman a mistress Merton del número 82 de las residencias del Rey Leopoldo.

Y allí fue donde se dirigieron Japp y Poirot.

Mistress Merton era una dama parlanchína de ojos negros y peinado complicado. No les costó ningún trabajo hacerla hablar.

—Sylvia Chapman… Claro que no la conozco muy bien… es decir, íntimamente. Jugamos al bridge un par de veces y fuimos juntas al cine y también de compras. Pero ¡oh!, dígame. No ha muerto ¿verdad?

Japp la tranquilizó…

—Gracias a Dios. ¡Cuánto me alegro! El cartero va por ahí hablando de un cadáver que se ha encontrado en su piso, pero no se debe creer ni la mitad de lo que se oye… Yo nunca hago caso.

Japp hizo otra pregunta, a la que repuso mistress Merton con firmeza:

—No, no he sabido nada de mi amiga desde que se marchó. Por lo visto, tuvo que marcharse de improviso, pues hablamos de ir a ver la última película de Fred Astaire y Ginger Rogers la semana siguiente y entonces no me dijo nada de su marcha.

Mistress Merton no había oído mencionar nunca a Miss Sainsbury Seale. Su amiga no la nombró jamás.

—Y ya ve usted, este nombre me es familiar. Me parece haberlo oído recientemente.

—Ha aparecido en los periódicos durante algunas semanas —dijo Japp con brusquedad.

—Ya… Alguna persona desaparecida, ¿verdad? ¿Y cree usted que mistress Chapman la conocía? No. Estoy segura de que nunca se la oí nombrar.

—¿Puede decirme algo sobre Mister Chapman?

Una expresión indefinible apareció en el rostro de mistress Merton al responder:

—Creo que era viajante de comercio, me lo dijo su esposa. Salía al extranjero con frecuencia por cuenta de la casa en que trabajaba…, de armamentos, según creo. Recorría toda Europa.

—¿Le vio alguna vez?

—No. Nunca. Apenas estaba en casa y cuando venía no le gustaba la presencia de extraños. Es muy natural.

—¿Sabe si mistress Chapman tenía parientes cercanos o amigos?

—No sé que tuviera otros amigos. Ni parientes tampoco. Nunca me habló de ellos.

—¿Estuvo siempre en la India?

—No, que yo sepa —hizo una pausa y continuó—: Pero dígame: ¿por qué me hace tantas preguntas? Ya sé que viene usted de Scotland Yard, pero debe de haber alguna razón especial.

—Pues bien: mistress Merton, alguna vez tendría que saberlo. A decir verdad, se ha encontrado un cadáver en el piso de mistress Chapman.

—¡Oh! —por un momento los ojos de la mujer se abrieron como platos—. ¡Un cadáver! No será Mister Chapman. ¿Verdad? ¿Algún extranjero?

—No era un hombre, sino una mujer —dijo Japp.

—¿Una mujer? —mistress Merton pareció aún más sorprendida.

—¿Por qué creyó que sería un hombre?

—¡Oh, no lo sé! Me pareció más fácil.

—Pero ¿por qué? ¿Es que mistress Chapman tenía costumbre de recibir visitas masculinas?

—¡Oh, no!; no, desde luego —mistress Merton se indignó—. Nunca oí nada semejante. Sylvia Chapman no es de esa clase de mujeres. ¡En absoluto! Es solo que Mister Chapman…, quiero decir.

Se detuvo y Poirot comentó:

—Me parece, madame, que usted sabe más de lo que nos ha contado.

—No estoy segura de lo que debo hacer —dijo mistress Merton, indecisa—. Quiero decir que no quiero revelar las confidencias de Sylvia y no lo he repetido más que a una o dos amigas íntimas que sé son fieles.

Mistress Merton hizo una pausa para tomar aliento, y Japp, cada vez más intrigado ante las reticencias de mistress Merton, preguntó:

—¿Qué le dijo mistress Chapman?

Mistress Merton inclinóse hacia adelante y bajó la voz.

—Lo descubrí un día mientras veíamos una película de espionaje. Mi amiga me dijo que quien hubiese escrito aquel guión no conocía gran cosa la materia, y luego me pidió que le jurase no repetir lo que iba a contarme. Su esposo era del Servicio Secreto y por eso tenía que ir tanto al extranjero. La casa de armamentos era un pretexto para despistar, pues podían escribirse mientras estaba ausente. Era muy desagradable para ella y, además, extremadamente peligroso.

4

Mientras bajaban la escalera para volver de nuevo al número 45, Japp iba exteriorizando, su sentir:

—¡Por todos mis antepasados! ¡Creo que me voy a volver loco!

Un joven elegante los aguardaba: el sargento Beddoes, que les comunicó, respetuoso:

—No he podido sacar nada interesante de la muchacha, señor. Mistress Chapman cambiaba muy a menudo de doncella. Esta, solo hace un par de meses que trabaja en la casa. Dice que mistress Chapman es muy simpática, aficionada a la radio y una agradable conversadora. Opina que su marido es un seductor, pero que ella no lo sospecha. Ha recibido cartas del extranjero, unas de Alemania, dos de América, una de Italia y otra de Rusia. El novio de la muchacha colecciona sellos y mistress Chapman acostumbraba darle los de las cartas.

—¿Ha encontrado algo entre los papeles de mistress Chapman?

—Nada en absoluto, señor. No tiene muchos. Algunas cuentas y recibos…, todo local. Programas de teatro, un par de recetas culinarias recortadas de una revista y un impreso de las misiones de la India.

—Y podemos adivinar quién lo trajo aquí. No tiene aspecto de asesina, y, sin embargo, parece que lo es, y si no, por lo menos cómplice. ¿No vieron a algún extraño aquella noche?

—El portero no recuerda…, pero no creo que se acordase tampoco habiendo tantos pisos… y en una casa que entra y sale tanta gente. No ha olvidado a Miss Sainsbury Seale porque al día siguiente le llevaron al hospital y aquella tarde se encontraba bastante mal.

—¿Oyeron algo los ocupantes de los otros pisos?

El sargento movió la cabeza.

—He preguntado en el de arriba y en el de abajo. Nadie recuerda haber oído nada anormal. Los dos tenían la radio conectada.

El forense venía de lavarse las manos.

—¡Qué cadáver tan hediondo! —dijo alegremente—. Avísenme cuando estén ustedes listos, y le clavaremos una tapa de latón.

—Doctor, ¿tiene alguna idea sobre la causa de su fallecimiento?

—Imposible decirlo hasta que haya hecho la autopsia. En la mayoría de los casos les desfiguran el rostro después de muertos, pero se lo diré con seguridad en el depósito de cadáveres. Era una mujer de mediana edad, sana, de cabellos grises en la raíz, aunque teñida de rubio. Puede que tuviera algunas señales en su cuerpo; si no, va a costar identificarla. ¡Oh, ya saben quién era! ¡Espléndido! ¿Qué? ¿Que es la «dama desaparecida» de quien tanto se ha hablado? Ah, yo nunca leo los periódicos; solo hago los crucigramas.

—Ya ve de lo que sirve la publicidad —dijo Japp con amargura al salir el doctor.

Poirot revolvía en el escritorio y cogió un librito de direcciones.

El infatigable Beddoes le dijo:

—Ahí no hay nada de interés… Sombrereras, modistas…, etc. He anotado todas las direcciones particulares.

Poirot abrió el librito por la letra D y leyó:

Dr. Davis

calle Prince Albert, 17

Drake & Pomponetti, Pescadería.

Y debajo:

Dentista, Mister Morley

Queen Charlotte, 58.

Una lucecita brilló en los ojos del detective al decir:

—Me parece que no habrá dificultad para identificar el cadáver.

—Pues claro…, no supondrá… —Japp le miro extrañado.

—Quiero estar seguro —repuso Poirot con vehemencia.

5

Miss Morley se había trasladado al campo. Habitaba un hotelito cerca de Hertford, donde recibió a Poirot cordialmente. Desde la muerte de su hermano su rostro habíase vuelto más sombrío, su aire más altivo y su modo de ver la vida en general más exigente. Estaba resentida por los cargos que se hicieron durante el proceso contra el buen nombre profesional de su hermano.

Según ella, Poirot compartía la opinión de que el veredicto del forense fue falso.

Respondió a todas sus preguntas con bastante prontitud y competencia. Todos los papeles profesionales habían sido cuidadosamente archivados por Miss Nevill y entregados al odontólogo que había de encargarse de sus pacientes. Algunos de estos se pasaron a Mister Reilly, otros aceptaron a su nuevo socio y el resto buscaron otros dentistas.

Miss Morley decía, después de darle todos los informes que pudo:

—Así, que han encontrado a esa mujer, Miss Sainsbury Seale, que era paciente de mi hermano… y también ha sido asesinada.

Él «también» era desafiador. Recalcó la palabra.

—¿Su hermano no le habló nunca en particular de esa señorita? —le preguntó el detective.

—No. No recuerdo. Me hablaba de sus casos difíciles, de las cosas graciosas que le decían; pero en general no hablábamos mucho de su trabajo. Le gustaba olvidarlo al terminar su tarea. A veces estaba muy fatigado.

—¿Recuerda haber oído hablar de Miss Chapman como cliente de su hermano?

—¿Chapman? Creo que no. Miss Nevill es la indicada para informarle sobre este particular.

—Estoy deseando ponerme en contacto con ella. ¿Dónde está ahora?

—Está empleada en casa de un dentista de Ramsgate, según tengo entendido.

—¿Todavía no se ha casado con aquel joven, Frank Carter?

—No. Ni creo que lleguen a casarse. No me gusta ese muchacho, Mister Poirot. De verdad. Es algo raro. No creo que tenga el menor sentido de la moral.

—¿Le cree usted capaz de haber matado a su hermano?

Miss Morley repuso despacio:

—Quizá sí. Tiene un carácter indomable; pero no creo que tuviera motivos ni oportunidad. Ya sabe, ni siquiera porque mi hermano tratara de convencer a Gladys para que le dejase, pues lo hizo siempre con nobleza.

—¿No cree que pudieron sobornarle?

—¿Sobornarle? ¿Para que matase a mi hermano? ¡Qué idea tan extraordinaria!

En aquel momento una doncella morenita entraba con el té. Al cerrarse la puerta tras ella, Poirot preguntó:

—Esa chica estaba en Londres con usted, ¿verdad?

—¿Agnes? Sí, es la doncella. La cocinera se fue…, no quiso venir al campo…, y Agnes lo hace todo. Se está volviendo una buena cocinera.

Poirot conocía el sistema doméstico del número 58 de la calle Reina Carlota. Recorrieron sus dependencias cuando ocurrió la tragedia. Mister Morley y su hermana habitaban los dos últimos pisos de la casa. El de arriba solo tenía una entrada, del patio interior, donde un pequeño montacargas, instalado al lado de un teléfono interior, trasladaba los encargos de las tiendas y los comestibles.

Así, que la única entrada de la casa era la principal, atendida por Alfred. Esto permitió a los policías asegurarse de que nadie pudo entrar aquella mañana.

La cocinera y la doncella habían estado varios años al servicio de los Morley y ambas tenían buen carácter. Así que aunque en teoría era posible que una de ellas bajase a asesinar a su amo, esa posibilidad no fue tenida seriamente en cuenta. Ninguna de las dos se azaró al ser interrogada y no parece haber razón para relacionarlas con su fallecimiento.

Sin embargo, cuando Agnes tendía a Poirot su sombrero y su bastón, le preguntó con desusado nerviosismo:

—¿Se ha sabido algo más de la muerte de mi señor?

Poirot volvióse para mirarla.

—No hemos sacado nada en claro.

—¿Aún siguen pensando que se suicidó por equivocarse al administrar aquella droga?

—Sí. ¿Por qué lo pregunta?

Agnes retorcía la punta de su delantal. Su rostro se alteró y dijo con dificultad:

—La señorita… no lo cree.

—¿Y usted tampoco, quizá?

—¿Yo? ¡Oh, yo no sé nada, señor! Yo solo… quisiera estar segura.

Hércules Poirot le dijo con su voz más amable:

—¿Sería un alivio para usted saber sin lugar a dudas que se suicidó?

—¡Oh, sí, señor —dijo Agnes con prontitud—; ya lo creo!

—¿Por alguna razón especial?

Sus asombrados ojos se encontraron con los del detective. Retrocedió.

—Yo…, yo no sé nada, señor. Solo preguntaba.

«Pero ¿por qué?», se preguntó Poirot al salir de la casa.

De verdad que existía una respuesta para aquella pregunta, más aún no podía adivinar cuál era. De todas formas, sintió que había avanzado un paso más.

6

Cuando Poirot regresó a su piso le sorprendió la presencia de un visitante inesperado.

Tras el respaldo de un sillón sobresalía una cabeza calva y la figura atildada y menuda de Mister Barnes se puso en pie.

Sus ojos brillaban como de costumbre al disculparse.

Había venido, explicó, a devolver la visita a Mister Poirot.

Este declaróse encantado de volver a verle.

Ordenó a George que trajera café, a menos que su visitante prefiriera whisky con agua de Seltz.

—El café me gusta mucho —dijo Mister Barnes—. Me figuro que su criado lo preparará, bien. Muchos sirvientes ingleses no saben.

Después de intercambiar unas cuantas frases corteses, Mister Barnes carraspeó y dijo:

—Voy a ser franco con usted, Mister Poirot. Es mera curiosidad lo que me trae aquí. Imagino que usted estará al corriente de todos los detalles de este caso bastante curioso. He leído en la Prensa que Miss Sainsbury Seale ha sido hallada y que hubo un proceso a causa de Morley, que fue suspendido por falta de pruebas. La causa de la muerte fue atribuida a una fuerte dosis de anestésico.

—Es cierto —dijo Poirot—. ¿Ha oído hablar de Albert Chapman, Mister Barnes?

—¡Ah! ¿El esposo de la señora en cuyo piso encontró la muerte Miss Sainsbury Seale? Parece ser una persona muy escurridiza.

—¿Casi inexistente?

—¡Oh, no! —dijo Mister Barnes—. Existe. ¡Claro que existe!… o existía. Oí decir que murió. Pero no hay que hacer caso de rumores.

—¿Quién era?

—No creo que lo digan en el proceso si pueden evitarlo. Sacarían, a relucir la historia del viajante de una fábrica de armamentos.

—¿Que estaba en el Servicio Secreto?

—¡Claro que sí! Pero no debió decírselo a su mujer; es decir, no debía haber continuado perteneciendo al Servicio Secreto después de casado. No es costumbre… cuando se es un verdadero espía.

—¿Y Albert Chapman lo era?

—Sí. Le conocíamos por Q.X.912. ¡Oh, no digo que tuviese una importancia especial!… Nada de eso. Pero era útil por ser insignificante…, de esas caras que no son fáciles de recordar. Le utilizaban como mensajero por toda Europa. Ya sabe de qué se trata. Se le envía una carta oficial a nuestro embajador en Ruritania… y otra extraoficial que contiene el informe por Q.X.912…, es decir: Mister Albert Chapman.

—Entonces conocerá informaciones valiosísimas.

—Probablemente no —dijo Mister Barnes alegremente—. Su trabajo consiste en coger trenes, aviones y barcos, y en explicar por qué viaja y adonde va.

—¿Y le dijeron que murió?

—Eso es lo que oí; pero no hay que hacer caso de todo lo que se oye. Yo no lo creo.

Poirot le preguntó, mirándole fijamente:

—¿Qué cree usted que le ha sucedido a su esposa?

—No sé —dijo Mister Barnes—. ¿Y usted?

—Tengo una idea… Pero es muy confusa.

—¿Le preocupa alguna cosa en particular? —murmuró Mister Barnes con simpatía.

Hércules Poirot repuso despacio:

—Sí. La evidencia de mis propios ojos.

7

Japp entró en la sala en casa de Poirot y dejó caer su bombín sobre la mesa, con tal fuerza, que esta crujió.

—¿Qué demonios piensa usted de todo esto?

—Mi buen Japp, no sé de qué me está hablando.

—¿Qué fue lo que le hizo pensar que el cadáver no era el de Miss Sainsbury Seale?

Poirot pareció angustiado al decir:

—Fue su rostro lo que me extrañó. ¿Por qué golpear la cara de una muerta?

—¡Ojalá Morley se halle en el lugar donde se sabe todo! —dijo Japp—. Es posible que le quitaran de en medio para que no pudiera identificarla.

—Hubiese sido mejor que él hubiera podido hacerlo.

—Leatheran, su sucesor, lo hará también. Es un hombre muy capaz y amable y su testimonio es infalible.

Los periódicos de la noche publicaron una noticia sensacional. El cadáver hallado en el piso de Battersea, que se creía era el de Miss Sainsbury Seale, fue identificado como el de la esposa de Albert Chapman.

El nuevo dentista del número 58 de la calle Reina Carlota, Mister Leatheran, la identificó por su mandíbula y su dentadura, con todas las particularidades detalladas en las fichas profesionales de Mister Morley.

Las ropas y el bolso de Miss Sainsbury Seale fueron encontradas con el cuerpo; pero ¿dónde estaba Miss Sainsbury Seale?