Capítulo XXI

Hace mucho tiempo que no le veo —dijo el anciano señor Endicott a Hercules Poirot mirándole fijamente—. Ha sido usted muy amable al venir a visitarme.

—No me lo agradezca demasiado —replicó el detective—. Es que deseo algo.

—Bueno, como bien sabe, estoy en deuda con usted, puesto que me aclaró aquel desagradable asunto de Abernathy.

—En realidad me ha sorprendido encontrarle aquí. Creí que se habría retirado.

El anciano abogado sonrió. Su nombre era muy conocido y gozaba de excelente reputación.

—Vine especialmente para ver a un antiguo cliente. Todavía sigo llevando los asuntos de un par de viejos clientes.

—Sir Arthur Stanley fue un antiguo amigo y cliente suyo, ¿verdad?

—Sí. He cuidado de todos sus asuntos legales desde que era joven. Fue un hombre muy inteligente, Poirot… y con un cerebro excepcional.

—Anunciaron su muerte ayer a las seis, cuando radian las noticias.

—Sí. El funeral será el viernes. Llevaba enfermo algún tiempo… tenía un tumor maligno, según creo.

—¿Y lady Stanley falleció años atrás?

Los ojos inteligentes del abogado miraron, curiosos, a Hercules Poirot.

—¿De qué murió?

El abogado replicó en el acto:

—Por haber ingerido una dosis excesiva de soporífero. Creo que de veronal.

—¿Se abrió una investigación?

—Sí. Y el veredicto fue que lo tomó accidentalmente.

—¿Y fue así?

El señor Endicott guardó silencio unos instantes.

—No quiero molestarle —dijo—. Y no tengo la menor duda de que tendrá usted sus razones para preguntarlo. Tengo entendido que el veronal es una droga muy peligrosa, ya que no existe gran margen entre una dosis efectiva y otra mortal. Si el enfermo se olvida de que ya ha tomado una dosis y toma otra… bueno, el resultado puede ser fatal e inevitable.

Poirot asintió.

—¿Y eso es lo que ocurrió?

—Es de suponer. No hubo el menor indicio de que pudiera tratarse de un suicidio ni ella tenía tendencias suicidas.

—¿Y no se insinuó… otra cosa?

De nuevo Poirot percibió aquella mirada inquisidora.

—Su esposo declaró.

—¿Y qué dijo?

—Puso de relieve que algunas veces ella se confundía después de tomar la dosis y pedía otra.

—¿Mentía?

—Vaya, Poirot, qué pregunta tan atroz. ¿Por qué supone usted que yo voy a saberlo?

Poirot sonrió. Aquel intento de mostrarse ofendido no le engañaba.

—Insinúo sencillamente lo que usted sabe muy bien, amigo mío. Pero de momento no voy a violentarle preguntándole lo que sabe. En vez de eso le pediré su opinión. La opinión de un hombre acerca de otro. ¿Arthur Stanley era de esos hombres capaces de deshacerse de su esposa si hubiese deseado casarse con otra?

El señor Endicott dio un respingo como si le hubieran golpeado con un látigo.

—Esto es absurdo —replicó indignado—. Completamente absurdo. Y no había otra mujer. Stanley fue siempre fiel a su esposa.

—Sí —repuso Poirot—. Eso es lo que yo pensaba. Y ahora… pasaré a exponerle el motivo de mi visita. Usted es el abogado que redactó el testamento de Arthur Stanley. Y tal vez sea además su albacea.

—Lo soy.

—Arthur Stanley tenía un hijo… y este hijo se peleó con él cuando la muerte de su madre y se marchó de su casa. Incluso llegó hasta el extremo de cambiarse el nombre.

—Eso, hasta este momento, lo ignoraba. ¿Cómo se hace llamar ahora?

—Ya llegaremos a eso. Antes voy a hacerle una sugerencia. Si estoy en lo cierto tal vez usted lo admita. Arthur Stanley le dejó a usted una carta sellada para que después de, su muerte fuera abierta en ciertas condiciones.

—¡La verdad, señor Poirot! En la Edad Media sin duda le hubieran quemado en la hoguera. ¡Cómo es posible que sepa tantas cosas!

—Entonces, ¿estoy en lo cierto? Yo creo que en esta carta se ofrecen dos alternativas… destruir su contenido… o emprender cierta acción.

Hizo una pausa y el abogado no habló.

—¡Bon Dieu! —dijo Poirot alarmado—. No habrá usted destruido ya…

Se interrumpió con un suspiro de alivio al ver que el señor Endicott negaba con la cabeza.

—Nunca obramos con precipitación —dijo en tono de reproche—. Tengo que hacer muchas averiguaciones… para quedar plenamente satisfecho… —Hizo una pausa—. Este asunto —dijo en tono severo— es altamente confidencial… Incluso para usted, Poirot…

—¿Y si yo le ofreciera un buen motivo para que hablase sin temores?

—Allá usted. Yo no concibo que sepa usted nada del asunto que estamos discutiendo.

—Yo no lo sé… por eso trato de adivinarlo. Si lo que imagino es cierto…

—Es muy probable que acierte —replicó el señor Endicott alzando una mano.

Poirot aspiró con fuerza.

—Muy bien. Yo imagino que sus instrucciones fueron las siguientes: muerto sir Arthur, usted debía buscar a su hijo Nigel para cerciorarse de que vivía, de cómo vivía, y si estaba o no asociado a alguna actividad criminal.

Esta vez la calma del señor Endicott sufrió un rudo sobresalto, que le hizo lanzar una exclamación ahogada.

—Puesto que parece tener pleno conocimiento de los hechos, voy a decirle lo que desea saber. Me refiero que habrá tropezado con el joven Nigel durante el curso de sus actividades profesionales. ¿Qué es lo que ha estado haciendo ahora ese diablo?

—Yo creo que la historia es la siguiente. Después de abandonar su casa cambió de nombre diciendo a todo el mundo que tenía que hacerlo para cumplir la condición de un testamento. Luego se unió a algunas personas que dirigían una banda de contrabandistas… de drogas y joyas. Creo que debido a su intervención la banda adquirió su forma final… inteligente, en la que se utilizaba a estudiantes inocentes y bona fide. Todo iba dirigido por dos personas: Nigel Chapman, como se llama ahora, y una joven llamada Valerie Hobhouse, quien, según creo, le introdujo en el negocio del contrabando. Era un plan particular y trabajaban sobre una comisión base… pero inmensamente provechosa. Los géneros tenían que ser de tamaño reducido, pero las piedras preciosas que valen miles de libras ocupan muy poco espacio, así como los narcóticos. Todo fue bien hasta que ocurrió una de esas casualidades imprevistas. Un policía fue en cierta ocasión a una Residencia para investigar acerca de un asesinato cometido cerca de Cambridge. Yo creo que usted conoce la razón de por qué le produjo tanto pánico a Nigel la noticia… pensó que le buscaban a él, y quitó algunas bombillas para que la luz fuera escasa y también, presa de pánico, llevó una mochila al patio posterior y luego de hacerla trizas la arrojó detrás de la caldera de la calefacción, por temor a que hubieran encontrado huellas de las drogas que contuviera su doble fondo.

»Su temor era infundado… ya que la policía se limitó a hacer varias preguntas acerca de un estudiante euroasiático; pero una de las jóvenes se había asomado al balcón por casualidad y le vio destruir la mochila. Aquello no representó de momento su sentencia de muerte. En vez de eso se organizó un plan de inteligencia y se la indujo a realizar algunas acciones tontas que habrían de colocarla en una posición odiosa… pero llegaron demasiado lejos. Me avisaron a mí, y yo les aconsejé que dieran parte a la policía. La joven perdió la cabeza y confesó… es decir… confesó las cosas que ella había hecho, pero creo que fue a ver a Nigel apremiándole para que confesara lo de la mochila y el haber vertido la tinta sobre los apuntes de otro compañero estudiante. Ni el joven Nigel ni su cómplice deseaban que se fijara la atención en la mochila… ya que su plan de campaña quedaría arruinado. Además, Celia, la muchacha en cuestión, tenía otros conocimientos peligrosos que reveló la noche que yo cené allí. Ella sabía quién era Nigel Chapman en realidad.

—Pero seguramente… —el señor Endicott frunció el entrecejo.

—Nigel se había trasladado de un mundo a otro. Los antiguos amigos que encontrase podrían saber que ahora se hacía llamar Chapman, pero ignoraban sus actividades. En la residencia nadie sabía que su verdadero nombre era Stanley… pero de pronto Celia reveló que le conocía bajo sus dos aspectos. Sabía también que Valerie Hobhouse había marchado al extranjero con pasaporte falso, por lo menos en una ocasión. En resumen: sabía demasiado. La noche siguiente salió para reunirse con él fuera de la Residencia, y Nigel le hizo beber un café en el que había morfina. Celia murió mientras dormía, y él lo arregló todo para que pareciese suicidio.

El señor Endicott se removió inquieto; una expresión de profundo pesar iba apareciendo en su rostro en tanto murmuraba algo entre dientes.

—Pero ése no fue el final —siguió diciendo Poirot—. La mujer que era propietaria de la cadena de residencias y clubes para estudiantes falleció poco después en circunstancias sospechosas y luego, finalmente, se cometió el crimen más cruel e inhumano. Patricia Lane, una joven que adoraba a Nigel y a quien él apreciaba realmente, quiso entrometerse en sus asuntos, y además insistió en que debía reconciliarse con su padre antes de que éste muriese. Nigel le contó una sarta de mentiras, pero comprendió que su obstinación podía impulsarla a escribir una segunda carta, a pesar de haber destruido la primera. Y yo creo, amigo mío, que usted podrá decirme por qué, desde su punto de vista, aquello hubiera sido algo fatal.

El señor Endicott se puso en pie, y atravesando la habitación, se dirigió a la caja fuerte, y después de abrirla extrajo de su interior un sobre largo cuyo sello de lacre rojo habla sido ya roto. Contenía dos documentos que puso ante Poirot.

Apreciado Endicott:

Usted abrirá esta carta después de mi muerte. Deseo que busque a mi hijo Nigel y averigüe si ha sido culpable de algún acto delictivo.

Los hechos que voy a contarle sólo yo los conozco. Nigel siempre ha tenido un carácter indomable, y en dos ocasiones falsificó mi firma en un cheque. Las dos veces yo reconocí la firma como mía, pero advirtiéndole que no volviera a hacerlo. En la tercera ocasión fue el nombre de su madre el que falsificó, y le acusó de ello. Yo le supliqué que guardara silencio y se negó. Estuvimos discutiendo y ella se mostró dispuesta a denunciarle. Fue entonces cuando al administrarle el somnífero Nigel te dio una dosis excesiva. Sin embargo, antes de que produjera efecto, ella estuvo en mi habitación y me contó lo que ocurría. Cuando a la mañana siguiente la encontraron muerta, supe quién habla sido.

Yo le acusé, diciéndole que estaba dispuesto a contárselo todo a la policía y estuvo suplicándome con desesperación. ¿Qué podía hacer, Endicott? No puedo hacerme ilusiones con mi hijo, sé cómo es, un ser peligroso, sin conciencia ni piedad. No había razón para salvarle, pero fue el pensar en mi adorada esposa lo que me contuvo. ¿Hubiera querido que se hiciera justicia? Creí conocer la respuesta… ella hubiera querido salvar a su hijo de la horca. Había protestado, como yo, de que falsificara nuestra firma, pero aquello era otra cosa. Siempre he creído que el que mata una vez, será siempre un asesino, y era probable que hubiese nuevas víctimas. Hice un trato con mi hijo; ignoro si actué bien o mal, eso no lo sé. Él escribió la confesión de su crimen, y la guardé. Le obligué a abandonar mi casa y a crearse una vida nueva por sus propios medios. Iba a darle una segunda oportunidad. El dinero que perteneció a su madre pasaría a sus manos automáticamente, había recibido una buena educación y estaba en situación de hacer el bien.

Pero… si quedaba convicto de cualquier actividad criminal entregaría a la policía su confesión, y me salvaguardé explicándole que mi propia muerte no solucionaría el problema.

Usted es mi mejor amigo y sobre sus hombros coloco esta carta, y se lo pido en nombre de una muerta que también fue amiga suya. Busque a Nigel. Si sus informes son buenos destruya esta carta y la confesión que va incluida en ella. Si no… que se haga justicia.

Su afectísimo amigo,

ARTHUR STANLEY

—¡Ah! —Poirot exhaló un profundo suspiro.

Y desdobló el otro papel.

Por la presente confieso que yo asesiné a mi madre administrándole una dosis excesiva de veronal el dieciocho de noviembre de mil novecientos cincuenta…

NIGEL STANLEY