Capítulo V

No cabe duda de que la declaración de Poirot fue inesperada. No originó protestas ni comentarios, pero sí fue seguida de un silencio repentino y molesto.

Aprovechando aquella parálisis momentánea, la señora Hubbard llevó al detective arriba a su saloncito particular, después de despedirse de todos con un correcto «Buenas noches».

La señora Hubbard encendió la luz, y tras cerrar la puerta rogó a monsieur Poirot que ocupara una butaca junto a la chimenea. Su rostro afable expresaba duda y ansiedad. Le ofreció un cigarrillo, que Poirot rehusó explicando que prefería los suyos, que a su vez le ofreció, mas ella le dijo distraída: «No fumo, señor Poirot».

Y luego, al sentarse frente a él, exclamó tras un momento de vacilación:

—Me parece que tiene usted razón, señor Poirot. Tal vez debiéramos avisar a la policía… especialmente después de lo de la tinta. Pero hubiese preferido que no lo dijera… de ese modo.

—Ah —repuso Poirot encendiendo uno de sus diminutos cigarrillos y contemplando las volutas de humo—. ¿Usted cree que debiera haber disimulado?

—Pues es consolador ser sincero y franco por encima de todas las cosas… Pero me parece que hubiera sido mejor mantenerlo en secreto, y avisar a un agente, a quien se lo hubiésemos explicado todo privadamente. Lo que quiero decir es que… quienquiera que haya estado haciendo esas estupideces… pues… ya está advertido.

—Tal vez sí.

—Yo diría que de seguro —replicó la señora Hubbard con cierta brusquedad—. ¡No hay tal vez que valga! Si ha sido uno de los criados o de los estudiantes que no estaban aquí, esta noche, la noticia llegará seguramente a sus oídos. Es lo que ocurre siempre.

—Cierto. Es lo que ocurre siempre.

—Y además está la señora Nicoletis. En realidad no sé qué actitud tomar. Con ella nunca se sabe…

—Será interesante descubrirlo.

—Desde luego no podemos hablar con la policía hasta el momento que ella nos autorice… Oh, ¿qué ocurre ahora?

Sonaron tres enérgicos golpes en la puerta, que fueron repetidos antes que la señora Hubbard dijera: «Adelante» en tono irritado. Al abrirse la puerta fue Colin Macnabb quien entró con la pipa entre los dientes y el entrecejo fruncido.

Quitándose la pipa de la boca, y cerrando la puerta a sus espaldas, dijo:

—Ustedes me perdonarán, pero estaba impaciente por hablar con el señor Poirot.

—¿Conmigo? —Poirot volvió la cabeza con aire inocente y sorprendido.

—Sí, con usted. —Colin habló ceñudo, y acercándose una silla bastante incómoda se sentó frente a Hercules Poirot.

—Esta noche nos ha dado usted una charla interesante —dijo con aire indulgente—. No niego que es usted un hombre de larga y variada experiencia, pero si me lo permite le diré que sus métodos y sus ideas están pasados de moda.

—Por favor, Colin —dijo la señora Hubbard, enrojeciendo—. Es usted muy poco amable.

—No es mi intención ofenderle, pero tengo que aclarar las cosas. Crimen y castigo, monsieur Poirot… hasta ahí se extiende su horizonte…

—Me parece una consecuencia natural —replicó el detective.

—Usted toma el punto de vista estrecho de la ley… y lo que es más, de la ley anticuada. Hoy en día, incluso la ley ha de adaptarse a las teorías más nuevas y modernas de las causas del crimen. Son las causas lo importante, monsieur Poirot.

—En eso —exclamó Poirot— y empleando una de sus modernas frases, no puedo estar más de acuerdo con usted.

—Entonces tendrá que considerar la causa de lo que ha estado ocurriendo en esta casa… y averiguar por qué fueron hechas estas cosas.

—Sigo estando de acuerdo con usted… sí, eso es lo más importante.

—Porque siempre existe una razón, que puede ser para el interesado una buena razón.

Al llegar a este punto, la señora Hubbard, incapaz de contenerse, exclamó en tono crispado:

—¡Tonterías!

—Ahí es donde se equivoca —dijo Colin volviéndose ligeramente hacia ella—. Hay que tener en cuenta el fondo psicológico.

—¡Qué disparate! —replicó la señora Hubbard—. ¡No aguanto esta clase de tonterías!

—Eso es porque no sabe usted nada de psicología, —dijo Colin en tono grave antes de volver de nuevo sus ojos hacia Poirot—. A mí me interesan estas cosas. En la actualidad estoy siguiendo un cursillo de psiquiatría y psicología, y nos encontramos con los casos más asombrosos y complicados, y lo que quiero hacer resaltar, monsieur Poirot, es que no debe considerar al criminal como una consecuencia del pecado criminal, o una malvada violencia de las leyes de un país. Tiene que comprender la raíz del mal para curar a un joven delincuente. Estas ideas eran desconocidas en sus tiempos y no me cabe duda de que le resultarán difíciles de aceptar…

—Un robo es un robo —intervino la señora Hubbard obstinadamente.

Colin frunció el ceño con impaciencia.

—Mis ideas serán sin duda anticuadas —dijo Poirot humildemente—, pero estoy dispuesto a escucharle, señor Macnabb.

—Eso está muy bien dicho, señor Poirot. Ahora trataré de explicarle este asunto con claridad, empleando términos sencillos.

—Gracias —replicó monsieur Poirot con la misma humildad.

—Empezaré por el par de zapatos que usted trajo esta noche y devolvió a Sally Finch. Como usted recordará, sólo robaron uno. Sólo uno.

—Recuerdo que me sorprendió ese detalle —dijo Hercules Poirot.

Colin Macnabb se inclinó hacia delante y sus facciones duras, aunque incorrectas, se iluminaron por el interés.

—Ah, pero usted no vio su significado. Es uno de los ejemplos bonitos y satisfactorios que uno puede desear. Nos hallamos ante un definido complejo de Cenicienta. Tal vez conozca usted el cuento de Cenicienta.

—De origen francés… mas oui.

—Cenicienta, la sirvienta sin sueldo, se queda sentada junto al hogar mientras sus hermanastras, con sus mejores galas, van al baile que da el Príncipe. Un Hada Madrina envía también a Cenicienta a la fiesta y, al dar la medianoche, su vestido se convierte en harapos… ella escapa apresuradamente, perdiendo uno de sus zapatos. De modo que aquí tenemos una mentalidad que se compara a sí misma con Cenicienta, sin caer en ello, por descontado… Tenemos un complejo de inferioridad, de fracaso, de envidia. La muchacha roba un zapato. ¿Por qué?

—¿Una muchacha?

—Pues naturalmente. Eso está clarísimo para la inteligencia menos despejada —contestó Colin con aire reprobador.

—¡Por favor, Colin! —exclamó la señora Hubbard.

—Siga usted, se lo ruego —dijo Poirot cortésmente.

—Probablemente ella no sabe por qué lo hace… pero el deseo íntimo es evidente. Quiere ser la Princesa, ser reconocida por el Príncipe y reclamada por él. Otro factor significativo: el zapato robado pertenece a una joven atractiva que va a asistir a un baile.

La pipa de Colin se había apagado hacía rato y la blandía con creciente entusiasmo.

—Y ahora consideremos algunos de, los otros sucesos. La desaparición de una serie de cosas bonitas… todas ellas relacionadas con el atractivo femenino. Polvos compactos, lápiz para labios, pendientes, una pulsera, una sortija… que tiene un doble significado. La chica quiere llamar la atención. Desea, si cabe, ser castigada… Ninguna de estas cosas constituye lo que llamaríamos un robo criminal. No es el valor del objeto lo que interesa. Igual que hacen las mujeres acomodadas cuando roban cosas en los almacenes.

—Tonterías —dijo la señora Hubbard en tono belicoso—. Algunas personas no son honradas; eso es lo que ocurre.

—No obstante, entre los objetos robados había un brillante de cierto valor —apostilló Poirot, haciendo caso omiso de la intervención de la señora Hubbard.

—Que fue devuelto.

—Y sin duda alguna, señor Macnabb, no me dirá usted que un estetoscopio pueda tener relación con el atractivo femenino…

—Tiene un profundo significado. Las mujeres que consideran deficiente el atractivo pueden encontrar una compensación en el estudio de una carrera.

—¿Y el libro de cocina?

—Un símbolo de la agradable vida hogareña… el esposo y la familia.

—¿Y el ácido bórico?

Colin replicó, irritado:

—Mi querido monsieur Poirot. ¡Nadie robaría ácido bórico! ¿Para qué?

—Eso es lo que yo me he preguntado. Debo confesar, señor Macnabb, que parece usted tener respuesta para todo. Explíqueme entonces el significado de la desaparición de unos pantalones viejos de franela… que, según tengo entendido, eran suyos.

Por primera vez Colin pareció desconcertado. Y luego de enrojecer aclaró su garganta.

—Podría explicarlo… pero sería bastante complicado, y tal vez… sí… bastante violento.

—Oh, le ruego respetuosamente, disimule usted si me ruborizo…

E inclinándose hacia delante, Poirot dio una palmada en la rodilla del joven.

—Y la tinta vertida sobre los apuntes de otra estudiante, la bufanda de seda hecha jirones ¿No le preocupan todas esas cosas?

La complaciente seguridad de Colin sufrió un cambio repentino.

—Sí —replicó—. Créame que sí. Eso es serio. Debe ser sometida a tratamiento… inmediatamente. Pero a un tratamiento médico. No es un caso para la policía. La pobrecilla ni siquiera sabe lo que está ocurriendo. Está confundida. Si yo fuera…

Poirot le interrumpió.

—¿Entonces sabe usted quién es?

—Pues tengo mis sospechas.

Poirot murmuró con el aire de quien está resumiendo:

—Una joven que no tiene éxito entre el otro sexo. Una joven tímida y afectuosa. Una muchacha cuyo cerebro tiene reacciones lentas… que se siente fracasada y sola. Una chica…

Llamaron a la puerta y Poirot se interrumpió. Volvieron a llamar.

—Adelante —dijo la señora Hubbard.

Se abrió la puerta para dar paso a Celia Austin.

—¡Ah! —exclamó Poirot con una inclinación de cabeza—. Exactamente. La señorita Celia Austin.

Celia miró a Colin con ojos angustiosos.

—No sabía que estuvieras aquí —dijo conteniendo el aliento—. Venía… Venía…

Aspiró el aire con fuerza y corrió hacia la señora Hubbard.

—Por favor, no avise a la policía. He sido yo la que ha cogido esas cosas. No sé por qué. No puedo imaginarlo. Yo no quería. Es sólo… que sentía un impulso extraño. —Se volvió hacia Colin—. De modo que ya sabes cómo soy… y supongo que no volverás a dirigirme más la palabra. Sé que es horrible…

—Oh, nada de eso —exclamó Colin con voz cálida y amistosa—. Estás un poco confundida, nada más. Es sólo una especie de enfermedad que has tenido, por no ver las cosas con claridad. Si confías en mí, Celia, pronto te pondrás bien. Te lo aseguro.

—Oh, Colin… ¿de veras?

Celia le miró con adoración imposible de disimular.

—¡He estado tan inquieta!

Él la cogió de la mano con aire ligeramente doctoral.

—Bueno, ya no necesitas preocuparte más. —Y poniéndose en pie, apoyó la mano de Celia en su brazo y miró con aire severo a la señora Hubbard.

—Espero que ahora no se hablará más de dar parte a la policía —dijo—. No se ha robado nada de verdadero valor y Celia lo devolverá.

—No puedo devolver la pulsera ni los polvos compactos —confesó Celia, inquieta—. Los tiré por una alcantarilla. Pero compraré otros nuevos.

—¿Y el estetoscopio? —preguntó Poirot—. ¿Dónde lo dejó?

Celia enrojeció.

—Yo no lo cogí, ¿para qué iba a querer un estetoscopio? —Su rubor se acentuó—. Ni tampoco fui yo quien vertió la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. Yo nunca hubiera hecho una… cosa tan malvada.

—No obstante, usted hizo pedazos la bufanda de la señorita Hobhouse, mademoiselle.

—Eso fue distinto. Quiero decir… que a Valerie no le importaba.

—¿Y la mochila?

—Oh, yo no la hice pedazos. Eso fue un rapto de furor.

Poirot cogió la lista que había copiado de la libreta de notas de la señora Hubbard.

—Dígame —le apremió—, y esta vez procure decir la verdad. ¿De la desaparición de qué cosas es o no usted responsable?

Celia miró la lista de objetos desaparecidos y su respuesta no se hizo esperar.

—No sé nada de la mochila, ni de las bombillas, ni del ácido bórico, ni de las sales de baño, y en cuanto al anillo fue sólo una equivocación. Cuando me di cuenta de que era bueno lo devolví.

—Ya.

—Porque yo no quería robar. Sólo…

—¿Sólo qué?

En los ojos de Celia apareció visiblemente una expresión cansada.

—No lo sé… la verdad. Estoy confundida.

Colin intervino con ademán imperioso.

—Le agradeceré que no la interrogue. Le prometo que no habrá reincidencia en este asunto, y desde ahora me hago responsable de ella.

—¡Oh, Colin, qué bueno eres conmigo!

—Me gustaría que me contaras muchas cosas de ti, Celia. De tu infancia, por ejemplo. ¿Se llevaban bien padre y tu madre?

—Oh, no, era horrible… en casa…

—Exacto. Y…

La señora Hubbard, intervino con voz autoritaria.

—¡Basta! Celia, celebro que haya confesado. Ha causado usted muchas preocupaciones e inquietudes, debiera avergonzarse de sí misma. Pero le diré una cosa. Que acepto su palabra de que no vertió deliberadamente la tinta sobre los apuntes de Elizabeth. No la creo capaz de una cosa así. Ahora váyanse los dos. Usted y Colin. Ya les he visto bastante por esta noche.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, la señorita Hubbard exhaló un profundo suspiro.

—Bueno —dijo—. ¿Qué le parece esto?

A Poirot le brillaron los ojos al decir:

—Creo que hemos asistido a una escena de amor al estilo moderno.

La señora Hubbard lanzó una exclamación desaprobadora.

—¡Autred temps, autres moeurs! —murmuró Poirot—. En mis tiempos los jóvenes prestaban a las muchachas libros teológicos o discutían acerca del Pájaro Azul, de Maeterlink. Todo eran sentimientos e ideales elevados. Hoy en día son las vidas desequilibradas y los complejos los que unen a un hombre y una mujer.

—Eso son tonterías… —dijo la señora Hubbard.

Poirot discrepó.

—No, todo no son tonterías. Los principios fundamentales son bastante sensatos… pero cuando se es un joven investigador, impaciente como Colin no se ve nada, más que complejos y la desdichada vida del hogar de la víctima.

—El padre de Celia murió cuando ella tenía cuatro años —explicó la señora Hubbard—. Pero tuvo una niñez muy agradable, con una madre simpática, aunque algo estúpida.

—¡Ah, pero es lo bastante lista para no decírselo al joven Macnabb! Le dirá todo lo que él desea oír. Está tan enamorada…

—¿Cree usted todo esto, señor Poirot?

—No creo que Celia tenga complejo de Cenicienta ni que robe las cosas sin darse cuenta, pero sí que corrió el riesgo de apoderarse de cosillas sin importancia con objeto de atraer la atención del vehemente Colin Macnabb, en cuya empresa ha salido vencedora. De haber continuado siendo una muchacha vulgar y tímida nunca le hubiera mirado siquiera. En mi opinión —dijo Poirot—, una chica tiene derecho a poner en práctica recursos desesperados para pescar a un hombre.

—Yo no hubiera dicho que tuviera inteligencia para tramar todo eso —replicó la señora Hubbard.

Poirot no contestó, limitándose a fruncir el entrecejo mientras la señora Hubbard continuaba:

—¡De modo que todo ha sido agua de borrajas! Le ruego me disculpe, monsieur Poirot, por haberle hecho perder el tiempo en un asunto tan trivial. De todas formas: «Todo está bien, si acaba bien».

—No, no. —Poirot sacudió la cabeza—. No creo que hayamos terminado todavía.

—Hemos aclarado lo más trivial, pero hay cosas que todavía no tienen explicación y yo tengo la impresión de que aquí hay algo serio… realmente serio.

El rostro de la señora Hubbard volvió a ensombrecerse.

—Oh, señor Poirot, ¿lo cree usted de veras?

—Ésa es mi impresión… Me pregunto, madame, si podría hablar con la señorita Patricia Lane. Me gustaría examinar el anillo que le fue robado.

—Desde luego, señor Poirot. Iré abajo y se la enviaré. Quiero hablar con Len Bateson de cierto asunto.

Patricia Lane acudió poco después con actitud interrogante.

—Siento molestarla, señorita Lane.

—Oh, no tiene importancia. No estaba ocupada. La señora Hubbard me dijo que deseaba usted ver de cerca mi sortija.

Y quitándosela de su dedo se la entregó.

—Es un brillante bastante grande, pero desde luego la montura es anticuada. Fue el anillo de prometida de mi madre.

Poirot, que lo estaba examinando, asintió.

—¿Vive aún su madre?

—No. Mis padres murieron.

—¡Qué pena!

—Sí. Los dos eran muy buenos, pero no sé por qué nunca estuve lo unida a ellos que debiera. Una lamenta después estas cosas. Mi padre hubiera deseado una hija hermosa y frívola, a la que le gustaran los trajes y las fiestas de sociedad. Tuvo una gran decepción cuando yo decidí estudiar arqueología.

—¿Siempre fue usted tan seria?

—Creo que sí. La vida es tan corta que una debe hacer algo que merezca la pena.

Poirot la contempló pensativo. Patricia Lane debía de haber cumplido los treinta, y fuera de un ligero toque de carmín en sus labios, aplicado con descuido, no iba maquillada. Sus cabellos color ratón estaban peinados hacia atrás sin el menor artificio y sus ojos azules y agradables miraban seriamente a través de los cristales.

«No tiene el menor atractivo, bon Dieu —se dijo el detective con pesar para sus adentros—. ¡Y sus ropas! ¿Qué es lo que dicen? Como si las hubieran arrastrado por encima de las zarzas. Ma foi, eso es a mi parecer lo que expresan exactamente».

Poirot la desaprobaba. El acento bien educado de Patricia le pareció insoportable.

«Es inteligente y culta —se dijo—, y cada año se irá volviendo más cargante. Antiguamente… —Su memoria volvió por un momento a recordar a la condesa Vera Rossakoff—. ¡Qué exótico esplendor tenía… aun en la decadencia! Estas muchachas de hoy en día… Pero eso es porque me estoy haciendo viejo. Incluso esta joven excelente puede parecer una auténtica Venus a algún hombre. Aunque lo dudo».

Patricia estaba diciendo:

—Estoy realmente sorprendida por lo que le ha ocurrido a Bess… a la señorita Johnston. El haber utilizado tinta verde parece un intento deliberado de culpar a Nigel, pero le aseguro, señor Poirot, que Nigel no haría nunca una cosa así tan abominable.

—Ah —Poirot la miró con más interés. Había enrojecido y parecía hablar con vehemencia.

—No es fácil comprender a Nigel —decía con el mismo interés—. Ha tenido una niñez muy difícil.

—¡Mon Dieu, otra más!

—¿Cómo dice?

—Nada. Decía usted…

—Que Nigel ha tenido dificultades, y siempre tuvo la tendencia a rebelarse contra cualquier autoridad. Es muy inteligente… de una mentalidad brillante, pero debo admitir que algunas veces su comportamiento no resulta acertado. Es despectivo… ¿comprende? Y demasiado rencoroso para explicarse o defenderse. Aunque todos los de esta casa pensásemos que él vertió la tinta, no lo negaría, limitándose a decir: «Que piensen lo que quieran». Y esa actitud es una tontería.

—Desde luego puede ser mal interpretada.

—Creo que es una especie de orgullo, ya que siempre ha sido un incomprendido.

—¿Hace muchos años que le conoce?

—No, sólo hará cosa de un año. Nos conocimos en un viaje por los castillos del Loira. Cogió una gripe que degeneró en pulmonía y yo fui su enfermera durante toda la enfermedad. Es muy delicado, y no cuida lo más mínimo su salud. En ciertos aspectos, a pesar de ser tan independiente, necesita que le cuiden como a un chiquillo. En realidad necesita alguien que se encargue de él.

Poirot suspiró. De pronto se sintió muy cansado del amor… Primero Celia con sus miradas de adoración. Y ahora allí estaba Patricia con la vehemencia de una madonna. Admitía que debía haber amor y que la juventud tiene que conocerse y aparejarse, pero él, Poirot, había pasado ya aquella fase, a Dios gracias. Se puso en pie.

—¿Me permite que retenga su anillo, señorita? Se lo devolveré mañana sin falta.

—Desde luego, si es ése su deseo —repuso Patricia bastante sorprendida.

—Es usted muy amable. Y por favor, mademoiselle, tenga cuidado.

—¿Cuidado? ¿Cuidado por qué?

—Ojalá lo supiera —repuso Hercules Poirot.