5
Una temporada en el infierno
Hubo un tiempo, si mal no recuerdo, en que mi vida era un festín en que todos los corazones se abrían, en que todos los vinos corrían.
Una noche senté sobre mis rodillas a la Belleza.
Y me supo amarga.
ARTHUR RIMBAUD, Una temporada en el infierno
Durante los primeros días de marzo de 1943, las incursiones aéreas asolaron el pueblo mañana, tarde y noche como un perro rabioso. La gente disponía apenas de media hora entre un bombardeo y otro para resolver sus asuntos. El caso es que a los ingleses se les habían añadido los americanos, con todo su poderío. Los aviones americanos soltaban las bombas sin ton ni son, a lo loco, sin elegir los objetivos, a boleo, mientras que los ingleses sólo bombardeaban donde tenían motivos para bombardear: el puerto, los barcos, la central eléctrica, la estación. Las bombas americanas destruyeron medio pueblo, causaron decenas y decenas de víctimas inocentes, y asustaron tanto a la población que todos abandonaron sus casas y se fueron a los refugios, llevándose las camas y las sábanas, y sólo salían de allí los que tenían necesidad absoluta de hacerlo. Era muy difícil desplazarse de un pueblo a otro, pues los autocares de línea y los trenes eran constantemente ametrallados y bombardeados. Además, desde la península ya no llegaba correo, ni periódicos, ni medicinas, ni ninguna otra cosa necesaria, pues los barcos no conseguían cruzar el estrecho de Mesina y los aviones eran tan numerosos que parecían pájaros en el cielo y no se les escapaba ni una barquita.
Obviamente, la pensión Eva también se vio afectada por esa situación. No es que hubiera menos clientes; al contrario, éstos habían aumentado; lo que había cambiado era que ya no se quedaban de palique con las chicas ni tonteaban con ellas. Entraban, consumaban a toda prisa, pagaban y se largaban. Ya no se oía la voz de la señora Flora exhortando de vez en cuando: «¡Chicos, a la habitación!»
El asunto se había convertido casi en una necesidad, una necesidad de sentirse vivos todavía. Ya no se trataba de placer. La señora Flora les dio a Ciccio y Nenè una explicación que a los dos amigos se les antojó perfecta: «Con el miedo a la muerte, aumentan las ganas de follar.»
Pero la consecuencia más importante fue que a partir del 10 de marzo ya no fue posible el cambio de la quincena. Entre enero y febrero, ocho chicas, tres en Mesina y cinco en Palermo, habían perdido la vida en un desplazamiento. ¿Podían los administradores de los burdeles perder una mercancía tan valiosa y, dado los tiempos que corrían, tan difícil de encontrar?
Y así fue como las chicas que el 10 de marzo se hallaban de servicio en la pensión Eva, de aves migratorias se convirtieron en estables. El equipo femenino quedó integrado por las que estaban en el pueblo en el momento del cierre, a saber:
Angela Panicucci, de nombre artístico Vivì.
Romilda Casagrande, de nombre artístico Siria.
Francesca Rossi, de nombre artístico Carmen.
Giovanna Spalletti, de nombre artístico Aida.
Michela Fanelli, de nombre artístico Lulla.
Imelda Vattoz, de nombre artístico Liuba.
A pesar del peligro que corría de ser ametrallado, todos los domingos por la mañana (la noche del sábado la pasaba con Giovanna, la estudiante-profesora) Nenè bajaba de Montelusa a Vigàta para estar con sus padres, tomaba de nuevo el autocar de línea el lunes al amanecer, iba al instituto y regresaba de nuevo por la tarde para cenar con Ciccio, Jacolino y las chicas. El carácter de los tres amigos también experimentó un cambio ligero, pero cambio al fin. Jacolino, por ejemplo, se convirtió en un beato de repente, de la noche a la mañana. Se tornó taciturno, él, que antes siempre abría la boca aunque sólo fuera para echar aire. El domingo no se perdía la primera misa, se confesaba y comulgaba.
—Jacolino, pero ¿qué te ha pasado?
—Déjame en paz.
—Si te has vuelto católico practicante, ya no deberías ir a la pensión Eva.
—¡Pero si voy allí sólo para estudiar!
—No es verdad. Todos los lunes vas a cenar con las chicas.
—¿Y qué tiene de malo cenar juntos?
Lo primero que hacía Nenè cuando llegaba al anochecer a casa de Giovanna era llevársela al dormitorio. Lo hacía en diez minutos, a toda prisa, como si alguien lo persiguiera, y después, en cuanto terminaban de cenar, más de lo mismo.
Y muchas veces volvía a hacerlo antes de abrir la puerta para marcharse, incluso con el impermeable ya puesto.
* * *
A Ciccio, en cambio, le había dado por las apuestas estrambóticas.
—¿Qué os apostáis a que me como un salmonete vivo de medio kilo? Sin espinas, claro.
Y se lo comió.
—¿Qué os apostáis a que subo los ocho tramos de la escalera de mi casa haciendo el pino?
Ésa la perdió. A mitad del séptimo tramo sus manos no resistieron más.
Y una vez se le ocurrió una idea descabellada:
—¿Qué os apostáis a que hago mis necesidades un domingo en plena plaza, delante de las columnas del ayuntamiento?
—¿Las necesidades completas?
—Completas.
—¿A media mañana?
—A media mañana.
Nenè y Jacolino aceptaron la apuesta. Ni hecho a propósito, al domingo siguiente, mientras los tres amigos tomaban un granizado en el café Castiglione, frente al ayuntamiento, empezó a caer una lluvia de bombas.
—Vamos al refugio, la cosa se pone fea —dijo Jacolino.
—Quietos —replicó Ciccio.
La tierra comenzó a temblar y una nube de humo grisáceo se elevó desde la calle que había detrás del café. Alguna casa había sido alcanzada. En la calle no había ni un alma. Otra bomba cayó sobre un edificio que había a unos veinte metros. Se veía todo a través de una neblina que les provocaba tos y amenazaba con asfixiarlos.
—Chicos, vámonos de aquí, que nos van a freír —exclamó Jacolino, muy alterado.
Entonces Ciccio se dirigió tranquilamente hacia las columnas del ayuntamiento, se bajó los pantalones y los calzoncillos, se agachó y, entre el fragor de las bombas, el rugido de las ametralladoras, las esquirlas, las piedras, los ladrillos, los cascotes y los fragmentos de muebles que volaban por los aires, ganó la apuesta.
—¡Esta cagada la dedico a la guerra! —gritó a todos y a nadie en particular mientras se levantaba.
Y sus palabras sonaron como un grito, no de desafío sino de rabia y desesperación.
Empezó a resultar difícil encontrar comida. Los barcos de pesca ya no salían a faenar muy a menudo, pues corrían el peligro de ser ametrallados o topar con alguna mina. El pan que daban con la cartilla de racionamiento era verdusco y mohoso, y si sacabas la miga, hacías una bola con ella y la arrojabas contra la pared, se quedaba adherida como si fuese pegamento. Aceite no había; carne, ni hablar. A veces, la comida en la pensión consistía en aceitunas, sardinas saladas y queso tumazzo para acompañar las dos gruesas rebanadas de pan del bueno que Jacolino conseguía misteriosamente. Lo que nunca faltaba era vino.
Y las chicas acabaron por juntarse con uno o más hombres. Porque algunos clientes fijos elegían siempre a la misma. Por ejemplo, Michele Testagrossa, un cincuentón que trabajaba como carpintero y que iba los martes y sábados, siempre escogía a Carmen y se pasaba media hora follando con ella. Y lo mismo hacía Nicola Parrinello, los miércoles y viernes, con Liuba, quien también se lo montaba con don Stefano Milocca, el cual llegaba desde Montelusa con una maletita, acordaba con la señora Flora el «precio a convenir», se encerraba en la habitación con la chica y salía a la hora de cerrar.
—Explícame una cosa, Liuba. Este don Stefano ya supera los sesenta. No me dirás que se pasa todo el rato…
Ante la pregunta de Nenè, ella se echó a reír.
—¡Qué dices! ¡Ni por asomo!
—Ah, ¡¿no?! ¿Y qué hace entonces?
—Pues mira, en cuanto nos desnudamos, abre la maletita, saca un hábito de monja y otro de cura, nos los ponemos y se confiesa conmigo.
—¿Que se confiesa contigo? Querrás decir que te confiesa a ti.
—No, no. Es él quien se viste de monja y se confiesa. ¡Y no veas la fantasía que gasta! Se pasa horas contándome historias: que si el demonio va a verlo de vez en cuando, le da repetidamente por detrás y le propone cosas increíbles; que si la madre abadesa lo ha intentado y que él no ha sabido decirle que no… Y todo cosas así. Se le ocurren unas cosas que me dejan boquiabierta.
Sin embargo, hubo dos historias de verdadero amor.
El barón Giannetto Nicotra di Monserrato contaba a la sazón unos cuarenta años. Dinero tenía todo el que quería, así como tierras, casas y propiedades en Palermo y Vigàta, recibidas en dote de su esposa Agatina, tan fea que daba miedo, hija de un comerciante muy rico que le había comprado el título de baronesa. Giannetto se había vendido porque, mujeriego como era, siempre andaba escaso de dinero. Se había librado de ir a la guerra porque cojeaba un poco a consecuencia de una caída de caballo sufrida a los quince años. Llegó a Vigàta para encargarse de la venta de un terreno, y tras haber pasado tres días sin mujer, acudió a la pensión Eva, donde lo recibieron en uno de los dos saloncitos privados.
Y allí conoció a Siria. Se presentó de nuevo a la mañana siguiente con su automóvil deportivo —uno de los pocos que aún circulaban, pues a él jamás le faltaba la gasolina— y ya no se separó de ella. Las primeras veces pagó la media hora, pero después pasó a la modalidad de «precio a convenir».
Y Siria, que siempre había sido una muchacha alegre y despreocupada, se volvió silenciosa y distraída, como ausente.
—Siria, ¿no te habrás enamorado por casualidad del barón?
—¿Te importa cambiar de tema, Nenè?
—¿Y él está enamorado de ti?
—Te he dicho que cambies de tema.
La noche entre el 3 y el 4 de junio hubo un bombardeo peor que todos los anteriores. La casa de campo donde vivía el barón fue destruida. La bomba que la alcanzó debía de ser muy grande, pues del edificio sólo quedó una montaña de polvo y trozos de mobiliario. Los equipos de socorro, excava que te excava, localizaron una mano con el anillo nobiliario en un dedo, un pie y algo que parecía una cabeza de hombre. Eso fue todo lo que hallaron del barón Giannetto Nicotra di Monserrato. Del vehículo deportivo no se encontró ni rastro; tal vez alguien se lo llevó antes de que llegaran los equipos de socorro. El cuñado del barón acudió a toda prisa a Vigàta y permaneció en el pueblo sólo el tiempo necesario para hacerse cargo de los restos y llevárselos a Palermo para el entierro.
Al recibir la noticia de su muerte, Siria, en un primer momento, se desmayó, y después se echó a llorar desconsoladamente a tal punto que tuvieron que llamar al médico para que le inyectara un calmante. La señora Flora le dio permiso para no trabajar los dos próximos días, sábado y domingo, que se los pasó llorando en su habitación. El lunes por la mañana, ya más tranquila y tras ser visitada por el médico, le dijo a la señora Flora que quería ir al lugar donde había muerto el barón y que regresaría a tiempo para sentarse a la mesa con sus compañeras. La madama intentó disuadirla, pero ella insistió, se despidió y se fue. Como Siria no había vuelto a la hora de comer, la señora, preocupada, le pidió a Jacolino que fuera a comprobar si estaba todavía llorando delante de la casa destruida del pobre Giannetto Nicotra. Al cabo de un rato, Jacolino regresó diciendo que no la había visto. La señora aguardó hasta las siete de la tarde, y decidió acudir a los carabineros para presentar una denuncia.
La cena de aquella noche con Ciccio, Nenè y Jacolino fue un verdadero funeral. Nadie tenía ganas de reír ni de bromear, pues todos pensaban en la desaparición de Siria.
—Esperemos que no haya cometido ningún disparate —dijo Carmen, expresando lo que todos pensaban pero nadie manifestaba con palabras.
Nunca volvieron a tener noticias de Siria. No la encontraron ni viva ni muerta. En su habitación quedaron sus cosas, excepto lo que habitualmente llevaba en el bolso, algunas liras, el carnet de identidad, dos fotografías (una de su padre y otra de su madre) y un pañuelo. La señora Flora se tomó la molestia de escribir a la familia para comunicarles lo ocurrido, pero no obtuvo respuesta. Puede que la carta jamás llegara a su destino.
La segunda historia de amor fue la de Giugiù Firruzza y Lulla. Giugiù era de buena familia, serio, educado y estudioso. Cursaba tercero de Medicina en Palermo. Su padre, don Antonio, que contaba con las amistades adecuadas, había conseguido que en el reconocimiento médico un doctor con el que se había puesto de acuerdo le encontrara el corazón maltrecho y lo librara de ser reclutado. Pero Giugiù, al menos hasta que conoció a Lulla, el corazón lo tenía sanísimo. Lo habían prometido en matrimonio —y él, como buen hijo, había obedecido la voluntad paterna y materna— con una prima lejana, una muchacha piadosa, un poco gordita y con gafas, que iba todos los días a misa. Ninetta, que así se llamaba su prometida, tras dos años de noviazgo le había permitido besarla, aunque no en los labios sino al lado, y después había ido corriendo a confesarse. Y aquélla fue la primera y última vez que la boca del muchacho tocó la piel de su novia. Por eso, obedeciendo a la llamada de la naturaleza —que Giugiù Firruzza esquivó hasta que ya no pudo más—, una noche de mediados de abril decidió entrar, muerto de vergüenza, en la pensión Eva. Y se fue con Lulla no por elección, sino porque en aquel momento era la única libre. Él quería una cosa rápida. Para lo que necesitaba, cualquier mujer valía. Nada más entrar en la habitación, Giugiù aspiró el aroma. Era un perfume fuerte, penetrante y especial, una esencia con sabor a hierbabuena, canela y clavo. Era algo extraordinario, que ensanchaba los pulmones, aunque tal vez demasiado denso; parecía pegarse a la piel. Y en efecto, cuando terminó con la chica, Giugiù comprendió que iba a resultarle muy difícil quitarse aquel aroma de encima: era como si se le hubiese pegado a las manos, el pecho, el estómago y las ingles.
—¿Dónde compras este perfume?
—No lo compro; me lo preparo yo.
—¿Y de qué está hecho?
—De hierbas secas. Me las dio alguien hace un par de años y me enseñó a elaborar el perfume. Por suerte, el mes pasado un cliente me regaló una botella de alcohol. Se me había terminado y es muy difícil encontrarlo en estos tiempos. ¿Bajamos?
—No.
¿Por qué se le había escapado aquel «no»? ¡Pero si estaba invitado a cenar en casa de su novia! Seguramente llegaría con retraso.
Y llegó con mucho retraso, pues tuvo que pasar primero por su casa y meterse en la bañera para quitarse la fragancia de Lulla. Pero mientras se dirigía a casa de su novia, se olfateó la mano: por debajo del olor a jabón aún notaba el perfume de la chica.
Al día siguiente regresó junto a ella, y al otro también. Al cabo de una semana, Lulla le confesó que le costaba estar con otros hombres. Y a partir de ese día, Giugiù empezó a presentarse en cuanto abría la pensión, y era siempre el primer cliente de la joven.
Iniciando con él su trabajo cotidiano, a ella le resultaba menos penoso todo lo demás. Pasada la media hora, Giugiù, en lugar de irse, se quedaba en el salón. En cuanto un cliente elegía a Lulla, ambos enamorados se miraban a los ojos y él le daba ánimos por señas. No obstante, la chica subía la escalera como si estuviese ascendiendo al monte Calvario.
Una noche entraron tres forasteros, que enseguida evidenciaron no sólo que estaban borrachos, sino que tenían ganas de camorra. A una chica le dijeron que era patizamba, a otra que tenía los ojos que miraban uno a Oriente y otro a Occidente; a Lulla, el más corpulento de ellos, tras introducirle la nariz entre las tetas y olfatearlas, le dijo que apestaban y que parecían flanes de requesón rancio.
Giugiù se levantó de un salto del sofá, se abalanzó sobre el grandullón y le rompió la nariz de un puñetazo. Mientras el hombre se tapaba la hemorragia con un pañuelo, los otros dos se arrojaron contra Giugiù; tres clientes acudieron en ayuda del muchacho y la cosa terminó en una batalla campal. Las chicas, asustadas, huyeron hacia la escalera chillando como urracas. El cavaleri Lardera, de pie sobre el sofá, gritaba blandiendo el bastón:
—¡Ya basta! ¡Aquí se viene a follar, no a armar follón!
La señora Flora llamó a los carabineros, que se llevaron a Giugiù y los tres forasteros al cuartelillo. Al joven lo soltaron dos horas después, tras recibir un rapapolvo por parte del comandante. Pero la noticia corrió de boca en boca por el pueblo hasta llegar a oídos del commendatore Gaetano Mongitore, el futuro suegro de Giugiù. El commendatore, hombre de estrictos principios morales, lo llamó a su despacho de notario y le comunicó que, a partir de aquel momento, consideraba el noviazgo definitivamente roto, que jamás de los jamases entregaría su hija a un muchacho corrupto, visitante habitual de casas de mala nota y, con un noventa por ciento de probabilidades, contagiado ya de alguna enfermedad venérea.
—Puede quedarse usted con su hija. Yo mismo estaba a punto de romper el compromiso, pues estoy enamorado de otra —le contestó él, y abandonó el despacho sin más.
Al notario Mongitore por poco le da un soponcio, pero enseguida mandó llamar al cavaleri Antonio Firruzza, que en lo tocante a principios morales, decoro y dignidad, era un latazo de hombre, tal vez peor que el propio commendatore.
—Sé que mis palabras van a causarte un gran disgusto, mi querido primo —empezó Mongitore, que tras haber superado la rabia inicial se lo estaba pasando en grande, pues el cavaleri Firruzza siempre le había caído muy mal.
Y le contó toda la historia. El pasante del notario tuvo que llevarle un vaso de agua al cavaleri, que estaba a punto de desmayarse. Pero ¡cómo! ¿Su hijo Giugiù, que era un ángel bajado del cielo, liándose a tortazos en un burdel? ¿Qué le habría ocurrido al pobre muchacho? ¿Lo habrían hechizado? ¿Habría sido víctima de algún encantamiento? Fueron las palabras que después pronunció Mongitore las que le encendieron una duda.
—Me ha dicho que está enamorado de otra. No quisiera que hubiese perdido la cabeza por una de esas mujeres de mala vida.
Esa misma noche al cavaleri Firruzza le subió la fiebre a cuarenta. Su mujer, que no paraba de ponerle paños fríos en la cabeza, viendo que su marido deliraba y no quería los paños, le dijo:
—Deja hacer a una mano de mujer.
Fue como si el cavaleri hubiera encontrado un escorpión en la cama. Le dio un manotazo a su esposa, se quitó los paños que le cubrían la cabeza y, levantándose en camisa de dormir, se puso a gritar como un loco:
—¡Fuera inmediatamente de aquí, tú y tus malditas manos de mujer!
Al día siguiente, con la mente despejada, el cavaleri fue a ver en secreto a don Stefano Jacolino, el administrador de la pensión.
—Don Stefano, ¿sabe usted si hay algo entre mi hijo Giugiù y una chica de la pensión?
—No sé nada.
Pero en realidad lo sabía de sobra, pues la señora Flora lo mantenía siempre al corriente de todo lo que ocurría allí. El cavaleri, sudando profusamente, tuvo que contarle la historia. Y al final, don Stefano se limitó a decir:
—Me informaré.
—Se lo agradezco. Y quisiera hacerle un ruego.
—Si puedo, estoy a su disposición.
—Si la cosa fuese cierta, quisiera pedirle que apartara a esa joven.
Don Stefano lo miró con los ojos entornados.
—Apartarla… ¿en qué sentido?
—Enviarla lejos de aquí.
—¿Y adónde? Las quincenas ya no se hacen. No puedo cambiarla por otra chica.
—Si no puede cambiarla, significa que tendrá que despedirla.
Don Stefano se echó a reír.
—¿Y por qué he de privarme de una ganancia? ¿Por su cara bonita? Y, además, ¿quiere explicarme qué motivo le doy a la chica para despedirla?
—¡Dígale que mi hijo se ha enamorado de ella!
—Cavaleri, ¿me permite que le hable claro? Si su hijo es un pendón, ¿por qué tenemos que echarle la culpa a la chica?
Desesperado y fuera de sí, el cavaleri fue a hablar con el comandante de los carabineros.
—¿Y qué quiere usted de mí, cavaleri?
—Quiero denunciar a esa mujer, enviarla a la cárcel.
—¡Eso no puede ser!
—¿Por qué?
—Porque ella hace lo que está autorizada a hacer.
—Pues entonces prohíbale a mi hijo verla.
—¡Tampoco puedo hacer eso! ¡Su hijo es mayor de edad!
Al cavaleri le dio un ataque de locura. Con el rostro morado de rabia y temblando de pies a cabeza, se levantó y apuntó con un dedo al comandante:
—¡Ahora lo entiendo! ¡Lo entiendo todo! ¡Se han conchabado! ¡Rufianes y carabineros, todos conchabados para mi perdición!
El comandante, que era una buena persona y no tomaba en cuenta ciertas cosas, fingió no haberlo oído. Consiguió calmarlo prometiéndole hablar con Giugiù por pura amistad, nada de carácter oficial. Y en efecto, cuando se tropezó con él por la calle, lo llamó, lo tomó del brazo y entró con él en un portal.
—Pero, hijo mío, ¿es que quieres ver muerto a tu padre?
Ante aquellas palabras, el joven rompió a llorar desesperadamente.
—¡No, no! ¡Pero es que no puedo evitarlo, comandante! ¡Es más fuerte que yo! ¡No puedo renunciar a Lulla! ¡Es una buena chica, comandante! ¡Es buena y honrada!
¿Y quién había dicho que las putas fueran todas malas? El comandante recordó la vez que una puta se había arrojado al mar para salvar a un chiquillo que se estaba ahogando, y otra en que todas las mujeres de un burdel hicieron una colecta para un pobre desgraciado que se estaba muriendo de hambre, y otra que…
Y entonces preguntó en voz baja:
—Y ella… ¿te quiere?
—Sí, muchísimo.
—Enhorabuena —concluyó, dando por terminado el encuentro.
Cuando Giugiù fue al banco a sacar un poco de dinero, el cajero le dijo que aquel mes el cavaleri no sólo no había ingresado la cantidad que metía en su cuenta cada tres meses, sino que había anunciado que no habría más ingresos. Por consiguiente, el muchacho se encontró de golpe sin un céntimo. Su primer pensamiento fue: «¿Y cómo pagaré la ficha?»
Recurrió a su amigo Tano Gullotta, quien le entregó quinientas liras para ir tirando. Pero la falta de liquidez agravó la situación, pues Giugiù empezó a sentir no sólo celos, sino también envidia de los clientes que podían pagar todas las fichas que desearan para estar con Lulla, mientras que él sólo podía permitirse una al día si quería que le durara el dinero de Tano Gullotta, que, además, le servía para comer, pues su padre ya no quería recibirlo en casa. Con lo cual, sentado en el sofá del salón con una barba de dos días, el cabello desgreñado y los ojos desorbitados, miraba de tan mala manera a los clientes de Lulla que más de uno se sintió molesto y fue a protestar ante la señora Flora.
—¡Ése le quita las ganas a cualquiera!
La madama informó a don Stefano Jacolino, el cual se presentó una noche en la pensión y salió a dar una vuelta con Giugiù.
—Tú, a partir de mañana, si quieres venir a pasar media horita con Lulla, no hay problema. Eres muy dueño. Pero después no eres dueño de quedarte en la pensión ni un minuto más. Así que cuando termines con ella, te vas a casa, o al café, o a rascarte los cuernos donde te dé la gana. ¿Está claro?
—Clarísimo. Pero ¿y si quiero quedarme?
—Allá tú.
Al día siguiente Giugiù se quedó hasta la hora del cierre. Nadie le dijo nada. Pero cuando salió, a las doce de la noche, dos tipos lo agarraron y le propinaron una tanda de mamporros. El joven regresó a casa con el esqueleto destrozado y se acostó, pero no consiguió conciliar el sueño, no tanto por el dolor como por el perfume de Lulla que conservaba en la piel, y se moría de pena por no tenerla a su lado. Por la mañana hubo de quedarse en la cama porque no podía levantarse. Pero ocupó el rato reflexionando sobre su situación y se le ocurrió una idea que tal vez lograra solventar el problema.
—¿Qué te ha sucedido? —le preguntó don Stefano Jacolino en cuanto lo vio aparecer con los ojos todavía medio cerrados a causa de los golpes.
—Me he caído por la escalera.
—¿Qué quieres?
—Vengo a proponerle una cosa.
—¿Tú a mí? Muy bien, pues oigámosla.
—Don Stefano, supongamos que yo vengo aquí y le digo que quiero a Lulla sólo y exclusivamente para mí. ¿Cuánto me costaría eso?
—Explícate mejor.
—Don Stefano, ¿cuántas horas trabaja una chica en la pensión? Seis, ¿no? Desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche. Si yo la quiero sólo para mí, ¿cuánto me costaría?
—¿Y por qué me lo preguntas a mí? Pregúntaselo a la señora Flora. En la lista de tarifas se dice que, pasada la media hora, los precios son a convenir. Habla con ella. Dile que quieres a Lulla un día entero y a ver qué…
—Pero es que no la quiero sólo un día, sino durante todo un mes.
Don Stefano lo miró estupefacto.
—¿Y de dónde sacarás el dinero? ¿Sabes lo que recauda una chica como Lulla cada mes? ¿Tienes idea?
—No, señor; es usted quien debe decírmelo. Haga la cuenta y dígame qué me costaría. A usted, que yo sea el único cliente de Lulla le da igual, ¿no?
—Muy cierto. Pero los negocios claros: pago por anticipado de todo el mes. Y si me entregas una cantidad de dinero inferior, Lulla volverá de inmediato a trabajar con los demás clientes. ¿De acuerdo? Te comunicaré la cifra.
La cifra se la comunicó la señora Flora.
—Don Stefano dice que un mes vendrá a costarte seis mil cuatrocientas liras. En realidad deberían ser seis mil cuatrocientas dieciséis, pero te hace un descuento porque le caes simpático. ¿Qué le digo?
—Que dentro de dos o tres días, como máximo, le traeré el dinero.
Esto ocurrió el 24 del mes de mayo.
Los dos últimos lunes Ciccio y Nenè no se habían presentado en la pensión. Tenían que estudiar y no disponían de tiempo. Les habían dicho que aquel año no habría exámenes finales y que los alumnos aprobarían o suspenderían por las notas de cada evaluación.
No se podían hacer exámenes porque los americanos y los ingleses estaban ocupando la isla de Pantelleria y los rugidos de los cañonazos llegaban algunas mañanas hasta el aula, la lección se interrumpía por espacio de un minuto y todos se quedaban allí, escuchando en silencio aquellos siniestros retumbos que parecían las pisadas de los soldados americanos e ingleses acercándose cada vez más.
El día 27, a las diez de la mañana, una docena de aviones sobrevoló Vigàta y efectuó un bombardeo que puso los pelos de punta.
Don Filippo Tarella, primer cajero del banco Siculo, permaneció en su puesto mientras el director y los demás empleados corrían al refugio. Al cabo de menos de cinco minutos, se abrió la puerta del banco y entró un tipo con el rostro cubierto por un pañuelo rojo y revólver en mano.
—Tú eres lo único que me faltaba —dijo don Filippo, muy nervioso a causa de las bombas que hacían vibrar el suelo—. ¿Qué quieres? La caja fuerte está cerrada y el director se ha llevado las llaves.
—Dame todo lo que tengas a mano —urgió el hombre.
El cajero lo pensó un momento.
—A mano tengo seis mil setecientas cincuenta liras. ¿Es suficiente?
—Es suficiente.
Don Filippo sacó el dinero y se lo entregó.
—Gracias.
—A mandar.
El hombre cogió el dinero y se fue.
Aquella misma tarde don Filippo fue a ver al cavaleri Firruzza.
—¿Sabe, cavaleri? Esta mañana han atracado mi banco. Un joven armado con un revólver me ha amenazado y se ha llevado todo lo que tenía: seis mil setecientas cincuenta liras.
—Lo lamento. Pero ¿por qué viene a contármelo a mí?
—Porque el atracador era su hijo Giugiù.
—Pero… ¡qué dice! ¿Cómo puede pensar que mi hijo…?
—Cavaleri, pongo la mano en el fuego. Yo a su hijo lo conozco desde que nació, sé cómo camina y cómo habla.
—Espere un momento.
El cavaleri corrió a su dormitorio y abrió el cajón del armario.
El revólver que guardaba allí desde hacía años en una caja de zapatos había desaparecido. Regresó arrastrando los pies y se desplomó en la silla.
—¿Quiere denunciarlo? —le preguntó al cajero, inclinando la cabeza.
—No. Si usted me autoriza a retirar la misma suma de su cuenta, yo recupero el dinero y no le digo nada a nadie. En el momento del atraco, estaba yo solo en el banco. Y soy una tumba.
—Gracias.
Don Filippo le contó todo el asunto con pelos y señales a la primera persona que encontró nada más salir de la casa del cavaleri. Aquella misma tarde Giugiù entregó el dinero a don Stefano, el cual miró el calendario y efectuó un rápido cálculo.
—¿Empiezas a partir de hoy?
—Sí.
—Pues entonces, hasta el veintisiete de junio Lulla es toda tuya. Pero no puedes quedarte a dormir en la pensión, ni llevarte a la chica fuera. Y recuerda que el lunes es su día de descanso. Cuanto menos os vean, mejor. Y te lo repito: si el veintisiete de junio me abonas otro mes, Lulla seguirá siendo para ti, pero, si no pagas, volverá a su trabajo normal.
A primeros de junio dieron las notas. Nenè, Ciccio y Jacolino habían aprobado y celebraron una gran fiesta en la pensión, en la que también participó Lulla, pero sin Giugiù. Después de la comilona Nenè se puso a hablar con la chica.
—No te veo muy contenta, Lulla. Pero parece que la solución que encontró Giugiù funciona muy bien, ¿verdad?
—Sí, por ahora funciona. Pero ¿qué ocurrirá el día veintiocho si Giugiù no le entrega a don Stefano el dinero para otro mes?
—¿Tiene algún problema para dárselo?
—El dinero, desde luego, no lo tiene.
—¿Y no puede conseguirlo como hasta ahora?
—Dice que ya no se atreve. Y yo no tengo ánimos para empezar de nuevo como antes. El solo pensamiento de estar con otro hombre me produce ganas de vomitar.
A esas alturas resultaba imposible seguir en el pueblo, era como estar en primera línea de fuego. Había constantes cortes de luz y agua. La familia de Ciccio se fue a Cammarata, pero él obtuvo permiso para quedarse en Vigàta, al menos hasta la partida de Nenè. Porque éste había recibido una tarjeta de color rosa que lo llamaba a filas antes de tiempo. Y como lo habían destinado a la marina, tenía que presentarse el 1 de julio en la Comandancia de Marina, en Ràghiti, un pueblucho de la costa oriental de la isla.
El último lunes que Ciccio, Nenè y Jacolino pudieron ir a cenar a la pensión fue el 26 de junio. A última hora de la tarde, cuando empezaba a oscurecer, Ciccio y Nenè fueron al muelle a comprar una caja de pescado fresco de contrabando. Había dos barcas de vela que aún salían a pescar jugándose el pellejo. Mientras esperaban la llegada a puerto de las dos embarcaciones, vieron acercarse a Lulla y Giugiù. Se quedaron de piedra. Era la primera vez que salían juntos por ahí. Él iba muy bien vestido, peinado y afeitado, y llevaba en la mano un cesto de paja de los que se usan para hacer la compra. Lulla también iba muy arreglada y se había perfumado tanto que el aire en torno a ella exhalaba un intenso aroma. Iban de la mano, como si fueran a casarse.
—¿Adónde vais?
—Nos hemos hartado de estar encerrados en la habitación. Vamos a dar un paseo en una barquita que Giugiù ha alquilado.
Ciccio miró a Giugiù, sorprendido.
—Pero ¿te has vuelto loco? ¿No sabes que el mar está lleno de buques americanos e ingleses? ¡Os dispararán y os matarán!
—Tranquilo, no pienso apartarme de la costa. No hay peligro. Si preguntan por Lulla, decidles que mañana por la tarde la devolveré a la pensión. Al fin y al cabo, ella es mía hasta mañana.
—Pero ¿pensáis pasar toda la noche fuera? —preguntó Nenè.
—Pues sí. Y mañana por la mañana también. Llevo comida —contestó, mostrando el cesto.
—En mi opinión, estáis locos.
Se despidieron con un abrazo, y los enamorados se dirigieron a una barquita amarrada un poco más allá. Subieron a bordo y levantaron el brazo para despedirse. Lulla se sentó y Giugiù empezó a remar. En ese momento entraban en el muelle las dos barcas de vela, y Ciccio y Nenè los perdieron de vista. La comida no resultó demasiado alegre. Tania acababa de enterarse de que su hermano había muerto en combate y quiso, con permiso de la señora Flora, sentarse en las rodillas de Nenè, el cual se encargó de alimentarla. De vez en cuando, a ella le entraban ganas de llorar y hundía el rostro en el pecho del muchacho para que no la vieran. En determinado momento Tania le preguntó:
—¿Has estado con Lulla?
—Sí, hace unas horas.
—Ya veo. Aún conservas el aroma de su perfume.
Se despidieron entre llantos y besos mojados de lágrimas. Fuera de la pensión, Ciccio y Nenè se abrazaron en silencio y permanecieron así un rato. Después se soltaron y cada cual emprendió su camino.
Nenè pasó su última noche con Giovanna en Montelusa y a la mañana siguiente regresó a Vigàta para despedirse de su padre, que se quedaba allí cumpliendo con sus obligaciones militares en el puerto. Luego fue al pueblo donde se había refugiado su madre con todos los parientes paternos y maternos, y a las tantas de la madrugada del último día de junio subió a un tren con destino a Ràghiti. Normalmente el viaje duraba tres horas, pero no llegaron hasta la mañana siguiente, pues las bombas habían dañado las vías y tuvieron que esperar a la intemperie a que las arreglaran. Nenè se presentó en la Comandancia de Marina, mostró la tarjeta, y un oficial anotó su nombre en un registro.
—¿Dónde me darán el uniforme?
El oficial se echó a reír.
—¿Uniforme? ¿Qué uniforme? ¡Aquí falta de todo! ¡No hay una mierda! Toma esto, póntelo en el brazo. ¡Éste será tu uniforme! —Y le entregó un brazalete con la sigla CREM estampada.
—¿Y qué significa?
—Cuerpo Real de Equipamientos Marítimos.
—¿Y cómo me lo sujeto?
—Con una aguja de nodriza.
—¿Cómo?
—Con un imperdible.
—Deme uno.
—No tenemos. Ya no nos queda nada, ¿lo entiendes o no? Y ahora ve al Mando Operativo del puente y preséntate al teniente Cammarano.
—¿Es que me van a embarcar?
—¿Embarcar? ¿Dónde coño quieres que te embarquen? No tenemos buques en condiciones de navegar; están todos inutilizados. Aquí sólo nos quedan ojos para llorar.
Nenè se guardó el brazalete en el bolsillo y se marchó. En cuanto puso los pies fuera, aparecieron los aviones y tuvo que entrar corriendo en el primer refugio que encontró. Aquellos aparatos no bromeaban, eran peores que los de Vigàta.
Finalmente se presentó en el Mando Operativo, que estaba a la entrada del puerto, en el interior de un búnker enorme que parecía un almacén. Mientras buscaba un imperdible, el teniente de navío Cammarano le explicó que la misión de la escuadra a la que había sido adscrito consistía en retirar los cascotes a paletadas y rescatar los cadáveres o trozos de cadáveres que hubiera. Tras hallar un imperdible, él mismo le ajustó el brazalete al lado izquierdo de la camisa de manga corta. Nenè le preguntó dónde podía dejar la maletita con las mudas que llevaba.
—Cama veinticinco inferior.
El dormitorio se encontraba en el mismo búnker y estaba equipado con literas. Al lado de cada lecho había una caja de madera sin tapa.
—Mete tus cosas ahí y escribe tu nombre en la etiqueta correspondiente.
Durante toda la noche se oyó el sordo rumor de las bombas. Salieron al amanecer. A esas horas, las cinco de la madrugada, hacía ya tanto calor que sudaban. Cogieron unas palas que había a la entrada del búnker y se dirigieron al lugar de trabajo: una calle cuyas casas habían sido reducidas a escombros. Nenè se quedó indeciso. ¿Por dónde empezar?
—¡Tú, marinero, ven acá!
Quien lo llamaba era un hombre vestido de paisano que lucía los galones de suboficial en la manga de la camisa.
—Ve a cavar allí —dijo, señalándole una montaña de ruinas que había en medio de la calle—. Era un burdel de lujo.
—¿Cree que ahí debajo puede haber algún muerto? —preguntó Nenè. Intuía que el descubrimiento de un cadáver lo aterrorizaría.
—Pues no. Hace dos días lo limpiamos todo, pero por si acaso.
—Oiga… y si encuentro… ¿qué hago?
—Llamas a alguien. Arréglatelas.
Al cabo de tres horas de trabajo, media pared que todavía aguantaba de pie se derrumbó, levantando una espesa nube de humo. Sin apenas poder respirar y lagrimeando, Nenè empezó a toser. Cuando el polvo se posó, observó que la pared caída había dejado al descubierto una especie de arco con una preciosa estatua de mármol blanco debajo, la escultura de una muchacha de tamaño natural desnuda, con la cabeza alzada, el cabello recogido en un moño, unos pechos perfectos, los ojos cerrados, la boca abierta en un silencioso grito y las manos juntas en actitud de oración. ¿Qué representaba aquella figura tan extraña? Que en un burdel hubiese una escultura de una joven desnuda era normal, pero no que mostrara una actitud más propia de una iglesia. Se acercó y la tocó. No era mármol, sino carne. Un cadáver de mujer transformado en estatua por la rigidez de la muerte y el polvo. No se veía ninguna herida, estaba intacta. Debía de haber muerto asfixiada por el polvo.
Nenè arrojó la pala y se dobló por la mitad a causa del vómito y el horror.
Por la noche, nada más tumbarse, se quedó dormido, agotado por el cansancio. Y no lo despertaron ni las bombas que caían cerca de allí. Un sueño de oso.
Al tercer día le concedieron media mañana de permiso. Caminó por las calles desiertas tan aturdido que ni advirtió la presencia de un coche que se acercaba a toda velocidad. El automóvil consiguió frenar, pero alcanzó a Nenè, que cayó al suelo.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó el conductor, bajando del vehículo.
—No.
Hizo ademán de levantarse y el hombre le ofreció la mano para ayudarlo.
Pero Nenè se asustó. Porque estaba estrechando la mano de un muerto: el barón Giannetto Nicotra di Monserrato, aquel de quien habían encontrado algunos restos bajo los escombros de su casa de campo. El barón por el que Siria tal vez se había suicidado.
Perfectamente identificable, a pesar de que se había dejado un bigote que le confería aspecto de jinete tártaro. Él también reconoció a Nenè.
—Ah, ¿eres tú? —lo saludó, más fresco que una lechuga.
—Pero usted no… no… —No lograba recuperarse, no del golpe propinado por el automóvil, sino de la perplejidad de hallarse en presencia de un ex muerto.
—Te lo explicaré. Espérame en aquel café. Aparco el coche y me reúno contigo.
Nenè lo vio dirigirse renqueando al vehículo deportivo que tan bien conocía. O sea que tampoco era cierto que se lo habían robado. Fue a sentarse a una mesa de la cafetería, y al poco llegó el barón.
—¿Qué tomas?
—Una naranjada. —Nenè se notaba la boca seca.
—Yo tomaré algún sucedáneo de café.
El barón pidió y luego miró al muchacho.
—Deduzco, por tu asombro, que conseguí engañaros.
—Pues sí. ¿Sabe que Siria desapareció después de que…?
—Por supuesto que lo sé. Lo habíamos planeado todo. Se reunió conmigo en el lugar acordado y nos fuimos a Mesina en mi automóvil.
—O sea que Siria sabía que su muerte era puro teatro…
—¡Por supuesto! Ya te lo he dicho, lo planeamos juntos.
Un camarero se acercó con las consumiciones.
—Pero no logramos cruzar el estrecho y vinimos aquí —continuó el barón—. Un amigo de confianza me dejó una casa de campo que está a cuatro kilómetros del pueblo. Hoy he bajado a Ràghiti a hacer la compra. Oye, ¿tienes algo que hacer? ¿Por qué no vienes a comer con nosotros? Le daremos una buena sorpresa a Siria.
—No, gracias; debo regresar a la Comandancia. Pero tengo una curiosidad. ¿A quién pertenecían los restos humanos que había bajo los escombros de su casa?
—Ah, los restos… A un cadáver cualquiera, hoy los venden a dos céntimos; me los consiguió mi guarda. Le pusimos mi sortija en el dedo para que no hubiese dudas de que era yo. Y después, aprovechando el bombardeo, el guarda hizo saltar la casa con una carga de dinamita.
—Comprendo. ¿Y no teme que el guarda se vaya de la lengua?
—¿Por qué iba a hacerlo? Le vendí todas mis propiedades a un precio especial. No le conviene que la ley meta las narices en el asunto. Ya tendrá bastantes problemas con mi mujer cuando ella descubra que, antes de morir, se lo vendí todo a él.
—¿Y qué piensa hacer después?
—En cuanto podamos, cruzaremos el estrecho y nos iremos a Suiza. Allí tengo dinero de sobra. —Se levantó y buscó monedas en el bolsillo.
—Pago yo —dijo Nenè.
Se estrecharon la mano.
—Y por lo que más quieras… ni una palabra a nadie —pidió el barón.
—Pierda cuidado. Y muchos saludos a Si… a su señora.
—Se los daré de tu parte.
Hacia las tres de la madrugada del 9 de julio, Nenè, que a causa del agotamiento que le producía el dichoso trabajito con la pala dormía un sueño cada vez más similar al de la muerte, fue despertado por el marinero que ocupaba la litera de al lado.
—Los miricanos están desembarcando.
—¿Dónde?
—Entre Gela y Licata.
Fuera parecía haberse desencadenado un diluvio universal de bombas, ráfagas de ametralladora, cañones, hierro y fuego. Por las calles no debía de haber ni un alma. Puesto que se había acostado vestido porque le faltaban fuerzas para desnudarse, Nenè se levantó, cruzó el dormitorio, donde todos estaban ya despiertos y alterados por la noticia del desembarco, y llegó a la puerta del búnker. No había centinelas. Salió al exterior, donde la noche semejaba el día, se quitó el brazalete y lo arrojó al suelo. Estaba a punto de convertirse en un desertor, pero le importaba un carajo. Caminó ligero y veloz, convencido, vete a saber por qué, de que ninguna bomba, ningún proyectil, ninguna esquirla lo alcanzaría. Caminó y caminó, salió de Ràghiti y tomó la carretera que llevaba al pueblo donde estaba su familia. Al amanecer, un camión militar italiano se detuvo a su altura y el conductor lo invitó a subir, pero diez kilómetros más adelante el camión dejaba de existir, devorado por las llamas, tras haber sido ametrallado por dos cazas. Nenè y los soldados, al verlos acercarse, habían saltado del vehículo y se habían salvado. Después, el calor le impidió seguir andando. No podía más. Se acercó a una casita, en cuya puerta había un anciano campesino.
—¿Podría darme un poco de agua?
Sin decir nada, el viejo le tendió un recipiente de barro con agua fresca.
—¿Has desertado?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Porque ya han pasado por aquí al menos diez jóvenes como tú. ¿Tienes hambre?
—Sí.
—Sólo puedo ofrecerte unas pocas habas asadas.
Todos los contingentes de tropas italianas iban en dirección contraria a la suya, retirándose de la costa donde los americanos habían desembarcado. Un camión paró de golpe y ya no pudo continuar. Los soldados que iban a bordo bajaron, empujaron el vehículo fuera de la carretera y subieron corriendo a otra camioneta atiborrada de hombres.
¿Era eso la derrota, esa desbandada sin orden ni concierto y a la buena de Dios? ¿Y dónde terminaría aquella loca carrera? ¿En el estrecho, en aquella especie de embudo donde la aviación americana los mataría a todos?
Vio aproximarse un camión cargado de marinos uniformados y se plantó en medio de la calzada hasta que el vehículo se detuvo. Se acercó a la ventanilla del conductor, un cabo de rostro afable.
—¿De dónde venís? —preguntó Nenè.
—De Vigàta.
—¡Vamos, no pierdas tiempo, sigue adelante! —gritaron los marinos desde la caja del camión, apremiando al chófer.
—¿Por qué os retiráis?
—Porque Vigàta está totalmente destruida, todos los barcos han sido hundidos o han zarpado, las baterías antiaéreas ya no existen. En cuestión de dos o tres días los americanos entrarán en el pueblo. Si quieres venir con nosotros, vamos hacia Mesina…
—No, gracias.
¿Qué habría sido de su padre? En lugar de sentirse abatido por las desalentadoras noticias, sintió como si una nueva fuerza desesperada le entrara en el cuerpo. Echó a andar a paso ligero y enseguida fue adelantado por un sidecar alemán, que se detuvo unos metros más adelante. El soldado señaló el asiento del copiloto y le preguntó por gestos si quería que lo llevara. En cuanto la motocicleta se puso en marcha, Nenè se durmió. Mientras le parecía hundirse en un pozo sin fondo, tuvo la impresión de que alguien le arrojaba unas piedras enormes que lo hundían todavía más. No supo cuánto rato estuvo durmiendo. Despertó rodeado por un silencio total. No se oía ni el canto de un pájaro. El sidecar estaba detenido a un lado de una calle y el motorista se había quedado dormido.
¿Dormido? Entonces ¿por qué tenía sólo media cabeza? Nenè saltó del vehículo y echó a correr. Su sueño había sido tan profundo que ni siquiera había oído el rugir del caza que había ametrallado al alemán.
Pasó la noche en una especie de duermevela, con la espalda apoyada contra el tronco de un algarrobo. Finalmente llegó al pueblo donde se había refugiado su madre. Tenía los pies ensangrentados. En cuanto su madre lo vio, le preguntó entre sollozos:
—¿Sabes algo de papá?
—No.
Tres horas después entraron los americanos y pegaron en las paredes una proclama que empezaba de la siguiente manera:
GOBIERNO MILITAR ALIADO
DEL TERRITORIO OCUPADO
Yo, Harold R. L. G. Alexander, G. C. B., C. S. I., D. S. O., M. C., general, comandante en jefe de las Fuerzas Aliadas y gobernador militar del territorio ocupado, declaro el regreso de este pueblo a la libertad…
«Aquí hay una contradicción —se dijo Nenè—. Si el pueblo ha sido liberado, ¿por qué lo llama territorio ocupado?»
En cualquier caso, aquello significaba que a lo largo del camino que llevaba a Vigàta no habría más combates. Encontró una bicicleta y se fue al amanecer del día siguiente. Tardó ocho horas en alcanzar Vigàta, porque los centenares y centenares de camiones americanos cargados de soldados y municiones, los carros de combate, grandes como edificios, y los jeeps, capaces de trepar una pared vertical, lo echaban continuamente de la carretera. La primera vez fue a parar a un campo con los árboles tronchados y quemados y la hierba abrasada. Había cuatro carros de combate italianos reventados y con las torretas descubiertas. Junto a la oruga destrozada de uno de ellos había dos montones de trapos otrora de color verde oliva: dos pobres muertos asándose al sol. La cuarta vez se topó con un camión vacío, mal aparcado a un lado de la carretera. Los soldados americanos del camión se encontraban a unos veinte metros de distancia, en fila india. Eran unos quince. Hablaban, reían, bromeaban y se daban palmadas a la espalda. Presa de la curiosidad, Nenè se acercó.
A la sombra de un acebuche había una chica desnuda, tumbada boca arriba sobre una lona de camuflaje. A su lado, sentado sobre la blusa y la falda de la joven, había un cuarentón vestido de negro y tocado con una boina negra, con una esponja en la mano que mojaba en una jofaina de agua. Delante había una caja de zapatos abierta con dólares americanos. La chica tenía los ojos cerrados, los brazos extendidos y las piernas separadas, como una muerta. Sólo se movía al ritmo de las embestidas que le daba el americano de turno, pero en los intervalos no se movía, ni siquiera para apartar las moscas que se le posaban en el rostro, ni cuando el hombre vestido de negro, tras cobrar la tarifa y meter los dólares en la caja, le pasaba la esponja por la entrepierna.
El pueblo había sido destruido, pero no del todo, como le había asegurado el marino. La casa de enfrente estaba en ruinas, pero la suya se conservaba intacta. Nenè abrió con la llave que siempre llevaba encima. Dentro todo estaba en orden.
Se dirigió al puerto en medio de un impresionante jaleo de lanchas motoras que se transformaban en camiones nada más tocar tierra, convirtiendo las calles por donde pasaban en ríos de agua y barro. En medio del puerto, subido a una plataforma de unos diez metros de altura, un soldado dirigía el tráfico con dos banderas.
Nenè vio a su padre hablando con dos oficiales de Marina americanos. El corazón se le subió a la boca de la emoción. No podía moverse, y permaneció largo rato gozando del espectáculo. Habían salido bien librados, lo habían conseguido.
De vuelta a su casa, decidió pasar por la pensión Eva. Durante un momento se sintió desorientado y pensó que se había equivocado de sitio, pero enseguida comprendió. No había reconocido el lugar porque la pensión ya no existía, y tampoco el almacén de madera, ni la casa de al lado. Nada, sólo un descampado cubierto de escombros. Poco faltó para que le diera un ataque, pero supo contenerse. Había atravesado situaciones mucho más graves.
Al llegar al ayuntamiento, oyó que lo llamaban y se giró. Era Ciccio. Se arrojaron uno en brazos del otro, gritando sus nombres como desde una distancia infinita, y se estrecharon con tanta fuerza que casi se asfixian.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó Ciccio.
—Hace una hora, en bicicleta. ¿Y tú?
—Ayer. Oye, ¿qué te parece si cenamos juntos esta noche? Así podremos hablar tranquilos y celebrarlo.
—De acuerdo. Pero ¿qué tenemos que celebrar, aparte del hecho de estar vivos?
Ciccio se quedó perplejo.
—¿No cumples hoy dieciocho años?
Nenè se dio una palmada en la frente.
—¡Es verdad! ¡Lo había olvidado! ¿Y adónde vamos?
—Fuera del pueblo. Aquí hace demasiado calor y huele a muerto. Yo me encargo de todo, tú no te preocupes por nada. Pasaré a buscarte sobre las ocho.
Ciccio tenía razón. No se había dado cuenta hasta ese momento, pero el olor a muerte era claramente perceptible. Con el calor que hacía, los cadáveres fermentaban bajo los escombros.
Ciccio se presentó a las ocho. En la parrilla de la bicicleta llevaba una caja con tres kilos de sardinas frescas, y del manillar colgaba una bolsa con tres botellas grandes de vino.
—Lleva el vino en tu bicicleta, si no, no puedo pedalear. De camino intentaremos encontrar una teja limpia.
—¡Cómo no vamos a encontrar una teja, con la de casas derruidas que hay! ¿Adónde vamos?
—A la Escalera de los Turcos.
Antes de salir del pueblo hallaron la teja de barro cocido que buscaban. Cuando llegaron al pie de la Escalera, el sol casi se había ocultado. No había nadie en la playa, y el mar no parecía de agua, pues en él sólo brillaba el acero de los navíos de guerra y de transporte que inundaban el horizonte. Se tumbaron un rato en la arena y después Ciccio empezó a buscar piedras para apoyar la teja mientras Nenè se encargaba de coger ramitas secas para quemar. En la orilla construyeron un círculo de piedras de unos treinta centímetros de altura y Nenè sacó la teja que habían metido en el agua para que se limpiara. Entretanto, Ciccio colocó varias ramitas en el interior del círculo de piedras, las encendió y puso encima la teja, con la parte cóncava hacia arriba. Ahora había que esperar a que la teja se pusiera al rojo vivo. Descorcharon una botella y bebieron.
La noche se presentaba que ni hecha adrede, ni un soplo de viento, sólo el suave rumor de la resaca.
—En realidad, sólo han pasado quince días desde que nos vimos por última vez, pero parece una eternidad —dijo Ciccio—. ¿Cómo te ha ido en Ràghiti?
—Mal. —Y le contó lo que había tenido que hacer—. ¿Y a ti en Cammarata?
—Bien. ¿Sabes una cosa? Me encontré con Angela, tu prima.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo está?
—De salud, bien. Pero con el marido no le va tan bien. Es un desgraciado. Se pasa el día y parte de la noche fuera de casa, jugando a las cartas. En el pueblo comentan que, cuando él no está, Angela recibe visitas. Se consuela poniéndole los cuernos. Me contaron que…
Mejor cambiar de tema.
—¿Y de la pensión, qué me dices?
—Pues mira, yo me fui a Cammarata el veintisiete, pero tuve que regresar el cuatro de julio y me quedé toda la mañana. La pensión había sido destruida la víspera. Vi a los dos Jacolino, padre e hijo, llorando. Me dijeron que la señora Flora y las chicas se habían salvado, pues aquella noche habían ido al refugio.
—¿Y dónde están ahora?
—Cualquiera sabe. ¿Cómo va la teja?
—Le falta un poquito. Oye, voy a contarte una cosa que me ocurrió en Ràghiti, pero no se lo digas a nadie.
—Palabra de honor.
—El barón y Siria están vivos.
—¡¿Qué dices?!
Nenè le contó toda la historia y después ambos se partieron de risa.
—Entonces… igual…
—¿Qué?
—Igual Lulla y Giugiù hicieron lo mismo.
—¡Cómo! ¿No regresaron de la excursión en barca?
—Nadie volvió a saber de ellos. Tú y yo fuimos los últimos en verlos. A lo mejor regresaron a la playa y se fueron a pie vete a saber dónde.
—Pero ¿encontraron la barca?
—No. Aunque con el jaleo que ha habido últimamente en el mar…
Ambos se echaron a reír de nuevo. Mano a mano, sin enterarse, se habían bebido la primera botella. Sin parar de reír, pusieron las sardinas en la teja al rojo vivo. Se asaron en un santiamén y empezaron a comérselas en silencio con las manos.
Comer, vivir y escuchar el rumor de la resaca. Con el amigo recuperado.
¿Qué otra cosa mejor podía haber en la vida? La guerra había pasado. Se veía tan lejana que parecía que nunca hubiera existido. ¿No la habrían soñado?
De repente dejaron de comer y se miraron a la luz del fuego con la misma pregunta en los ojos.
¿Por qué las sardinas que tenían en la boca sabían ligeramente a hierbabuena, canela y clavo?
Se habían equivocado. Lulla y Giugiù no habían vuelto a la playa. Se habían embarcado para morir juntos en el mar.
Ciccio siguió comiendo. Pero al ver que Nenè no lo hacía, le dijo:
—Ánimo, ¿qué le vamos a hacer? Además, este aroma me parece un aliño estupendo.
Regresaron al pueblo sobre las tres de la madrugada. Se habían zampado todas las sardinas y vaciado las tres botellas. Estaban borrachos y se cayeron tres veces de la bicicleta. Cuando llegaron al lugar que antaño fuera la pensión Eva, se detuvieron y se sentaron entre los escombros. Ciccio sacó una cajetilla de cigarrillos americanos y se encendió uno. Al poco rato, Nenè le dijo:
—Dame uno.
Y se fumó el primer cigarrillo de su vida.