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El embarque a Citera

Venez dans l’île de Cythère

en pèlerinage avec nous…

FLORENT DANCOURT, Les trois cousines

El día que Nenè cumplió catorce años, él, Ciccio, Jacolino y otros dos compañeros de la escuela se compraron cada uno tres rebanadas de cuddriruni, el rosco de pasta tan típico de la región, y fueron a comérselas a la Escalera de los Turcos, una solitaria colina de marga blanca que descendía formando grandes escalones hasta el mar. Sus amigos se lo pasaron muy bien, pero él no.

Jacolino les habló de una compañera de clase que se dejaba tocar las tetas sin hacer remilgos, y Ciccio de cómo había conseguido introducir la mano por debajo de la falda de su criada. En determinado momento, Nenè subió dos peldaños, se tumbó en el suelo y se puso a contemplar las estrellas envuelto en un manto de tristeza.

—Mañana por la mañana regresa Angela —le dijo su madre tres días después.

Habían acabado de comer y seguían sentados a la mesa esperando a que su padre terminara de tomarse el café.

—¿Cuánto se va a quedar? —inquirió su padre.

—Poco. El martes por la mañana regresa a Cammarata.

—Qué lástima. No podré verla. Esta tarde me voy a Palermo y no volveré hasta dentro de cuatro días.

—Y tú, Nenè, ¿no estás contento? —le preguntó su madre al verlo con la cabeza inclinada sobre el pecho, como hacía cuando estaba enfurruñado.

—Sí, claro —contestó él, y se levantó para ir a su habitación.

Se tumbó boca abajo en la cama para ahogar los latidos del corazón, que debían de oírse desde la calle.

Nenè estaba en el balcón con su madre cuando llegó el coche de Cammarata. Primero bajaron los padres de Angela, luego el Stefano y la Trisina, y por último ella.

Al principio Nenè no la reconoció. Aquella chica alta, elegantemente vestida, con el cabello negro y rizado que le llegaba a la mitad de la espalda y el bolso en la mano era sin duda Angela, pero ya no era Angela.

Para celebrar el regreso, el tío Stefano y la tía Trisina invitaron a comer a Nenè y su madre. El chaval, sentado enfrente de su prima, la miraba a hurtadillas, pero ella, cada vez que levantaba los ojos del plato, se las arreglaba para esquivar su mirada.

«Y tiene sus buenos motivos», se dijo amargamente Nenè. ¿Qué tratos querría tener una chica como Angela con un muchacho que se había quedado enano, con alguien tan pelado como un gusano?

En los oídos empezó a sonarle un ruido persistente, una especie de oleaje que le impedía percibir lo que decían los demás. Seguro que aquel rumor lo producía su sangre alterada. Para darse ánimos, se bebió de un trago medio vaso de vino.

De pronto, su madre lo sacudió por el brazo sin el menor miramiento.

—¿Es que no piensas comer nada? ¡Vamos, come! —Y después, dirigiéndose a su hermana, añadió—: Bueno, Trisina, háblame de ese novio de Angela.

—Es un buen chico. Se llama Marco, tiene veintitrés años y trabaja…

¡Angela se había echado novio en Cammarata!

La noticia le hizo el mismo efecto que un fuerte golpe en el pecho. Nenè no logró oír nada más, porque volvió a percibir el ruido, pero esa vez era como el bramido de un temporal. Sintió que se quedaba más amarillo que un muerto. La habitación, junto con las personas y los muebles, empezó a dar vueltas en torno a él, y tuvo que agarrarse a la mesa para no caer.

—¿Qué tienes? ¿Te encuentras mal? —oyó que le preguntaba su madre desde la distancia.

No contestó. Consiguió levantarse y se encaminó hacia la puerta, tambaleándose.

—No te preocupes —tranquilizó tío Stefano a su cuñada—. Se ha bebido medio vaso de vino de un trago.

El muchacho cruzó el rellano que separaba los dos pisos, entró en su habitación, se arrojó en la cama, se cubrió la cabeza con la almohada y rompió a llorar.

Por la tarde, Angela fue a cenar a casa del abuelo. Nenè se pasó el rato deambulando por la casa. No le apetecía quedar con Ciccio, y cuando cogió el Orlando furioso y leyó la historia del paladín de Roldán que enloquece de amor, se le hizo un nudo en la garganta.

Dejó el libro a un lado y se tiró en la cama, mirando el techo. Sólo se levantó cuando su madre lo llamó para cenar. Se esforzó en comer algo, pues no tenía apetito, y regresó a la cama.

No pudo conciliar el sueño hasta las tantas de la madrugada, y cuando su madre lo llamó por la mañana, estaba totalmente aturdido.

—Despierta. Nosotros vamos a misa y después iremos a ver a la señora Palumbo, que está enferma. Abre el armario, dentro encontrarás una bonita sorpresa para ti.

En cuanto su madre salió de la habitación, Nenè saltó de la cama y corrió al armario. Ya sabía de qué se trataba. Su madre había cumplido la promesa que le hiciera un mes atrás: un traje de hombre, finalmente de pantalón largo, que estrenaría aquel mismo día, domingo.

Fue al cuarto de baño, se lavó, se vistió y se miró en el espejo: quizá los pantalones le iban un poco largos y formaban un pliegue sobre los zapatos, pero le caían muy bien. Y la chaqueta también. Por un instante, pensó en la posibilidad de bajar a la calle para que Angela lo viera vestido de hombre a la salida de misa, pero enseguida cambió de idea y se quitó la chaqueta.

Fue entonces cuando oyó un ruido tremendo en la cocina, quizá una olla que había caído a suelo.

Pero ¿quién estaba en la cocina? ¿Acaso no se habían ido todos? Fue a ver.

Era Angela, vuelta de espaldas a él, en combinación y descalza, buscando algo en una repisa. El muchacho se quedó sin aliento, con la boca seca y las piernas tan flojas como si fueran de requesón. No tuvo más remedio que coger una silla y sentarse.

—¿Eh, quién…? —exclamó Angela, girándose asustada.

Nenè no tenía ánimo para decir nada. El cuerpo le temblaba por dentro, pues su prima sólo llevaba puesta una combinación transparente, sin nada debajo.

—Creía que habías ido a misa.

—Y yo creía lo mismo de ti —repuso él a duras penas.

—¿Sabes dónde guarda el orégano tu madre?

—No.

—Pero ¡si llevas pantalones largos! ¡Deja que te vea!

Nenè consiguió levantarse. Angela lo miró con semblante complacido y los ojos brillantes de alegría.

—¡Estás hecho todo un hombre, Nenè! —dijo, extendiendo los brazos y tomándolo de la mano.

Sin saber cómo, acabaron abrazados, desesperadamente abrazados, hasta el punto de que se hacían daño. Nenè aspiró el perfume del cabello y la piel de su prima, muy distinto del que recordaba, pero el placer que experimentaba sabía un poco a tristeza. A continuación, Angela se echó a llorar sin dejar de estrecharlo.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Nenè, tratando de soltarse para mirarla a la cara.

Pero ella no se lo permitió.

—Quieren que tenga novio, pero a mí ese Marco no me gusta de marido —murmuró, mojándole el cuello con las lágrimas.

—Pues no te cases con él.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque… hice el amor con él. Ocurrió un día en que…

Pero Nenè se negó a seguir escuchándola.

En su lugar escuchó a su propio cuerpo, que al oír que el de Angela había sido de otro, se transformó. La sangre se le espesó y le corría por las venas para concentrarse en un mismo punto, en la zona baja, y empujaba y empujaba en su desesperada necesidad por salir del cuerpo y brotar como una fuente. ¿Era eso lo que significaba convertirse en hombre? ¿Esa exigencia de la sangre que provocaba dolor, tan fuerte y potente era?

Sin saber siquiera lo que estaba haciendo, apartó a Angela y le deslizó los tirantes por los hombros; la combinación cayó al suelo.

Instintivamente, la muchacha, que se había quedado desnuda, se cubrió los pechos con una mano y deslizó la otra hacia abajo.

—No… no —dijo con una voz muy rara, como enfadada—. Nosotros ya no podemos hacer estas cosas.

—Sólo quiero mirarte —replicó Nenè, también con una voz que no reconoció como suya—. Quita el brazo.

¡Cuántas veces había soñado con el momento en que podría contemplar un auténtico par de pechos de mujer! Ya no le bastaban los dibujos de Doré, ni siquiera lo que sugerían a su fantasía aquellos dos versos de Ariosto:

Leche semejaban los redonditos senos

recién extraída de los juncos.

Angela retiró despacio el brazo y lo dejó caer a lo largo del costado. ¡Y un carajo, leche! ¡Y un carajo, blanco y tembloroso requesón! Las tetas de Angela eran morenas y sonrosadas, aunque parecían tener la consistencia del mármol.

Nenè cayó derrumbado sobre la silla, mientras su prima permanecía inmóvil delante de él. Siguió mirándola, aunque de vez en cuando se le nublaban los ojos. Sí, todo lo demás correspondía a la descripción:

Los sobresalientes costados, las hermosas ancas,

más pulcro que un espejo el plano vientre,

junto con los blancos muslos, obra moldeada

por Fidias parecían, o por más docta mano.

Tragó dos veces saliva. Su ardiente garganta le pedía desesperadamente aire y agua.

Con la voz ronca, logró decir:

—Aparta la otra mano.

—No.

—¡Apártala! —Sin querer, le había salido una voz poderosa que no era una orden sino un grito de socorro. Entonces la joven retiró la otra mano sin dejar de mirarlo a los ojos—. Acércate.

Angela se adelantó un paso y sus piernas rozaron las de Nenè, que no quería levantarse de la silla por temor a que ella viera la hinchazón que le había crecido allí abajo. Él alzó los brazos, posó las manos ahuecadas en las tetas de su prima y las acarició largo rato. Ahora Angela tenía los ojos cerrados.

Después, las manos de Nenè se deslizaron a lo largo de los costados, se detuvieron sobre la V, que parecía pintada de negro, y acarició con el índice los pequeños rizos del vello. Luego la mano derecha se abrió paso entre los muslos apretados. Percibió un calor húmedo, y entonces la mano, por iniciativa propia, sin que su propietario se lo ordenara, empezó a efectuar un ligero movimiento adelante y atrás.

Angela respiraba afanosamente, mientras que Nenè emitía una especie de silbido de serpiente.

En determinado momento, Angela hizo un movimiento que impulsó a su primo a girar la mano con la palma hacia arriba. A continuación ella echó la cabeza hacia atrás y soltó un gemido con los labios cerrados.

—¿Te hago daño?

—No. Pero ahora basta.

Y le apretó fuertemente la muñeca con las dos manos mientras retrocedía. Nenè permaneció doblado por la mitad. Un intenso dolor le subía desde abajo hasta el pecho, impidiéndole hablar.

En un santiamén, Angela volvió a ponerse la combinación, se acercó de nuevo a él, se agachó y lo besó en los labios, como hacían los actores en las películas, mientras apoyaba una mano como por casualidad en la dolorosa hinchazón de su entrepierna.

—Adiós —dijo.

Y se fue.

Para calmarse un poquito, Nenè corrió al cuarto de baño, abrió el grifo de la bañera y se metió dentro, evitando utilizar la mano derecha, que se llevaba de vez en cuando a la nariz para aspirar el olor de Angela. Mientras el agua lo dejaba helado, se le ocurrió ponerse a cantar. El orgullo de saber que se había convertido en un hombre superaba con mucho el dolor de no ver más a Angela.

«¡Ahora puedo for-ni-car!», pensó con orgullo.

Mientras se dirigía a casa de Ciccio, de pronto cayó en la cuenta: Angela sabía muy bien que él no había ido a misa, y había entrado en su casa en combinación y sin nada debajo porque esperaba que ocurriera lo que había ocurrido, y había tirado adrede una olla para obligarlo a ir a la cocina, donde ella lo aguardaba. Y todo aquello lo había organizado para poder estar con él por última vez.

Pero ¿había sido sincera al decirle que no quería casarse con Marco, o lo había dicho para dejarlo con buen sabor de boca, con un buen recuerdo? Fuera como fuese, advirtió con cierto asombro que tampoco eso le importaba demasiado. Tal vez ésa era otra señal de que se había convertido en un hombre.

Ciccio lo felicitó por los pantalones largos, que él llevaba desde hacía meses. Decidieron dar un paseo hasta el muelle. Nenè no pudo reprimirse y le contó a su amigo todo lo ocurrido con Angela. Mientras hablaba, se acercaba de vez en cuando la mano a la nariz y la olfateaba.

—¿Se puede saber qué coño haces con la mano? —preguntó Ciccio.

—La huelo. Aún conserva el aroma de Angela.

—¿De verdad? Déjame olerla.

—Ni hablar. —No supo muy bien por qué se negó, pero le pareció que era lo correcto.

Enfadado, Ciccio bajó de la roca sobre la que estaban sentados y regresó al pueblo. Nenè se quedó allí, contemplando el perfil de los veleros en el horizonte. De vez en cuando se llevaba la mano a la nariz, hasta que poco a poco el aire salado del mar borró el olor a canela y nuez moscada del perfume de Angela.

El deseo de estar con una mujer del mismo modo que había estado con Angela empezó a martirizarlo cuando aún no había transcurrido ni un mes desde la partida de su prima.

Durante la jornada, entre la ida y la vuelta al instituto de Montelusa en autobús, los deberes por la tarde con Ciccio, los paseos con los amigos y alguna horita en el cine, conseguía mantener ese pensamiento a raya. Incluso el sábado fascista, durante la consabida concentración, no paraba quieto: hacía salto con pértiga, salto de potro, corría los cien metros lisos, trepaba cuerdas… cualquier cosa con tal de llegar a la cama muerto de cansancio y quedarse roque en el acto. Pero nada. Tanto si tenía los huesos rotos como si no, en cuanto se metía en la cama empezaba la tribulación, el tormento.

Le acudían a la mente las experiencias vividas con Angela como si fueran una película proyectada sobre la pared, y todas las sensaciones que había experimentado mientras acariciaba aquella carne tierna y a la vez consistente se renovaban, vivas y acuciantes, y le provocaban un anhelo que le cortaba la respiración.

—No puedo dormir por las noches, Ciccio.

—¿Y no puedes apañarte con las manos?

—Sólo lo he probado una vez.

—¿Y?

—No me gustó. Al principio me entró la risa, y después me invadió una tristeza muy grande.

—¡Qué raro eres, Nenè! Pero al menos te dormirías, ¿no?

—Sí.

—¿Lo ves? Al menos te calma y te entra el sueño.

Una tarde, Jacolino, al que llevaban una semana sin ver, se presentó a la reunión de los amigos luciendo barba y bigote. Aparentaba veinte años, en vez de diecisiete.

—¿Qué opináis? ¿Creéis que lo conseguiré?

—¿El qué?

—Entrar en la pensión Eva. A lo mejor cuela. Igual me creen mayor y me dejan entrar sin pedirme el carnet de identidad.

Lo logró. Y al día siguiente, rebosante de alegría, les contó a sus amigos todos los detalles. Nenè no era envidioso, ¡pero esa vez la envidia se lo comió, vaya si se lo comió!

Jacolino les dijo que la puta con que había estado era guapísima, se llamaba Zuna y hablaba un italiano muy cerrado. Al terminar, lo había lavado y…

—¡Espera! —lo interrumpió Nenè—. ¿Te lavó ella?

—Sí, con una especie de desinfectante que se llama permanganato, creo. ¡Madre mía, qué manos tenía! Me entraron ganas de repetir.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Porque Zuna me dijo que debería pagar el doble. Como yo no tenía dinero, le prometí volver al día siguiente, es decir, hoy. Pero ella me dijo que cambiaba la quincena y que, por tanto, no estaría. En fin, paciencia. Pero lo importante es que ahora ya me conocen y me dejarán entrar sin problema.

Nenè y Ciccio hicieron la misma pregunta a la vez.

—¿Qué es la quincena?

—Cada quince días las seis putas de la pensión Eva intercambian su puesto con las de otro burdel.

De vuelta en casa, Nenè fue a mirarse en el espejo. Sí, ya tenía un poco de vello en la cara, pero parecía el de un pollito recién nacido, a todas luces insuficiente para que le sirviera de barba y bigote.

¿Y si se ponía una máscara de carnaval con una barba postiza?

No, no funcionaría. Tendría que armarse de paciencia y esperar hasta los dieciocho años. O confiar en un golpe de suerte.

El golpe de suerte se lo proporcionó el ser muy malo en matemáticas. Una noche se le ocurrió comentarle a su madre lo bueno que era en esa asignatura su compañero de clase Matteo Argirò, un pelirrojo muy callado y de carácter difícil. Su padre había muerto cinco años atrás y su madre, una mujer de cuarenta y tantos años que se llamaba Bianca, vivía ahora de la pensión de viudedad.

—¿Por qué no le pides a ese Matteo que haga los deberes contigo? A lo mejor así consigues aprender algo de esas malditas matemáticas —le dijo su madre.

Nenè se lo pensó mucho antes de preguntarle a su compañero lo que le había sugerido su madre. Cuando decidió hacerlo, él se limitó a contestar:

—Muy bien.

Quedaron al día siguiente por la tarde en casa de Matteo.

La vivienda era pequeña, por lo que se sentaron a estudiar en el comedor. La señora Argirò salió de su dormitorio al cabo de una hora, le tendió la mano a Nenè, le acarició el cabello, les preguntó si les apetecía algo de beber y, ante la respuesta negativa de los muchachos, se retiró, diciéndole a su hijo que regresaría tarde, pero que en la cocina le había dejado preparada la cena, una sopa que sólo hacía falta calentar.

La viuda Argirò le causó una fuerte impresión a Nenè. Era rubia, alta y delgada, iba muy pintada y despedía un intenso olor a azahar. Tenía ojos verdes, pero lo que más le llamó la atención no fueron los ojos, sino la mirada que le dirigió: fue fugaz, pero bastó para que se sintiera desnudado, sopesado y calibrado.

La cuarta vez que acudió a la casa de los Argirò, encontró la puerta entornada, pero no obstante llamó al timbre. Desde dentro oyó, muy lejana, la voz de la señora Bianca.

—¿Eres tú, Nenè?

—Sí, señora.

—Entra y cierra la puerta. Le he dicho a Matteo que la dejara abierta por si venías. Me estoy dando un baño. —Y siguió hablando en voz alta desde la bañera—: Matteo regresará enseguida.

Nenè se sentó en su sitio de costumbre y abrió el libro y el cuaderno de los deberes.

Pero no conseguía concentrarse: aguzando el oído, percibió el chapaleo del agua en la bañera de la señora Bianca. La imaginó enjabonándose las tetas y la entrepierna, y empezó a sudar.

¿Cuándo volvería Matteo? Oyó de nuevo la voz de la mujer, ahora más cerca. Había salido del cuarto de baño y se encontraba en el dormitorio, tarareando Amapola. De repente, la canción quedó interrumpida.

—Nenè, ¿puedes venir un momento, por favor?

La señora Bianca estaba sentada, de espaldas a él, ante un tocador con espejo lleno de frascos de perfume, peines, cremas, cepillos, tarritos y pincelitos. Llevaba sobre los hombros una toalla que mantenía cerrada a la altura del pecho con un imperdible, y otra que le cubría el estómago y las rodillas. Nada más.

Nenè se convirtió en una llamarada de fuego. La mujer lo miró por el espejo, pero no pareció prestarle mayor atención. Se estaba maquillando los ojos.

—¿Podrías empolvarme los hombros?

—Sss… sí.

—Gracias. —Soltó un momento el imperdible y se recogió la toalla sobre los pechos—. Los polvos están en esa cajita.

En el interior de la cajita había una borla de gran tamaño, con la que Nenè empolvó los hombros de la viuda con mano trémula. Al terminar, la señora Bianca le dijo, dejando caer la toalla:

—Y ahora el pecho, por favor.

Y siguió pintándose los ojos.

El muchacho se puso detrás de ella e hizo lo que le pedía, mientras le contemplaba las tetas reflejadas en el espejo. La transformación que Nenè estaba experimentando abajo era cada vez más evidente, a pesar de que sujetaba la borla con la yema de dos dedos para evitar cualquier contacto con la piel de la mujer. El más mínimo roce habría causado estragos en su naturaleza.

«¡Menos mal que no puede ver lo que me está pasando!», pensó. Pero justo en ese momento, la señora Bianca se echó hacia atrás para ver cómo le había quedado el maquillaje, y sus hombros fueron a apoyarse, como por casualidad, sobre el bulto. Sin embargo, a pesar de haberlo notado, no se apartó, sino que continuó acicalándose en esa misma posición, moviéndose muy despacio. Nenè experimentaba dolorosas punzadas a cada movimiento de ella, al tiempo que su cuerpo era traspasado por continuas sacudidas eléctricas.

Después, sin poder resistir más tiempo, agarró a la mujer por los hombros, la inmovilizó y esa vez fue él quien se restregó contra ella, cada vez más rápido. Al final la señora, que no había abierto la boca, dijo mientras seguía maquillándose como si nada hubiera ocurrido:

—Gracias. Ya puedes volver a estudiar. Pero si lo necesitas, ve al cuarto de baño antes de que regrese Matteo.

De lo que Matteo le explicó más tarde Nenè no entendió nada, y al día siguiente obtuvo un tres de nota en los ejercicios.

Dos días después, Nenè había quedado en ir a casa de su amigo Matteo, pero se debatía en la duda de si acudir o no, temeroso de lo que pudiera decirle la señora Bianca.

Se había comportado como un grandísimo guarro, como un puerco asqueroso: la pobre mujer le había pedido un favor sin pensar que hubiese algo malo en ello, y él, en cambio, se había aprovechado. La había ofendido. La señora no había reaccionado, quizá porque la pilló por sorpresa, pero ahora, ¿con qué cara se presentaría en aquella casa?

Se sentía sucio, sobre todo por la traición a su compañero, que con tanta paciencia se entregaba a él. Quizá debería contárselo todo y pedirle perdón. Tenía un corazón de asno y otro de león. Finalmente se decidió. Quería ver la reacción de la viuda: en caso de que fuera negativa, la saludaría, se iría y jamás volverían a verle el pelo por allí.

Cuando abrió la puerta para franquearle la entrada, Matteo le dijo:

—Mamá te ha preparado una sorpresa.

Muerto de miedo, Nenè lo miró a los ojos, pero su amigo no daba la impresión de estar enfadado. Sobre la mesa del comedor había una cassata, el delicioso pastel de bizcocho, requesón y fruta confitada.

—Mamá la ha comprado esta mañana para nosotros dos.

Nenè se sintió de nuevo tan limpio e inocente como un niño recién nacido. ¡La señora Bianca era verdaderamente una gran señora! La cassata significaba que todo había sido olvidado.

—Llámala, quiero darle las gracias.

—No está. Ha ido a Montelusa y no regresará hasta la noche.

A la mañana siguiente Nenè obtuvo un siete en matemáticas.

Ocho días después volvió a encontrar la puerta entreabierta y llamó al timbre.

—¿Eres tú, Nenè?

—Sí, señora.

—Entra y cierra la puerta. He enviado a Matteo a comprar unas medicinas, no me encuentro bien. Tardará un poco porque ha tenido que ir a Montelusa. En la farmacia de aquí no las tenían.

El muchacho se sentó y abrió el libro, pero ella lo llamó.

—Nenè, ¿puedes venir?

Él entró en el dormitorio. La señora Bianca estaba acostada bajo una sábana que marcaba los contornos de su cuerpo. Recostada contra dos almohadas, sujetaba la sábana con una mano a la altura del pecho. A Nenè no le pareció que estuviera indispuesta; al contrario, ofrecía un saludable y rubicundo semblante, iba bien peinada y maquillada, como si estuviese a punto de salir, y se había perfumado profusamente con esencia de azahar.

—Hazme un poquito de compañía. Siéntate aquí.

Le hizo señas de que se sentara en la cama, junto a ella. Un tanto perplejo, Nenè obedeció y enrojeció de vergüenza.

—¿Tienes novia?

Nenè se ruborizó todavía más.

—No.

—¿Y cómo es eso? ¡Un chico tan guapo como tú! —repuso la señora Bianca, tomándole una mano entre las suyas.

Así fue como Nenè hizo el amor por primera vez con una mujer. Y ésa fue la última vez que hizo los deberes de matemáticas en casa de Matteo, pues comprendió que jamás podría sostener la mirada de su amigo, aun a riesgo de tener que repetir el examen en octubre, como efectivamente ocurrió.

—Ciccio, he hecho el amor.

—¡Por fin! ¿Te ha gustado?

—Vaya.

—¿Qué significa «vaya», sí o no?

—Vaya.

—¿Con quién lo has hecho?

—Con la viuda Argirò. Pero no volveré a hacerlo. Matteo es amigo mío y tengo la sensación de haberlo traicionado, de haberme aprovechado de su confianza.

Ciccio soltó una risotada.

—¡O sea que tú también te has embarcado!

Nenè lo miró, extrañado.

—¿Qué quieres decir?

—¿Sabes cómo llaman en el pueblo a la viuda Argirò? ¡El buque escuela! Desde hace cinco años, no hay ningún chico que no haya hecho su primer crucero con ella.

A Nenè sólo se le ocurrió una pregunta:

—¿Matteo lo sabe?

—En mi opinión, lo sabe pero disimula. Así que puedes volver siempre que te apetezca.

Nenè lo pensó un poco.

—No, no volveré.

Pero ¡cuánto tardaban en llegar esos benditos dieciocho años!

¡Cuando los cumpliera, podría ir a la pensión Eva y hacer el amor con todas las mujeres que quisiese sin sentirse sucio por dentro ni tener la impresión de haber hecho una guarrada!