¿QUÉ FUERON LOS PERIODOS INTERMEDIOS?

Con este nombre se conocen los periodos de transición que existieron en Egipto durante determinadas épocas. En concreto, se han establecido tres de estos periodos. El primero ocupa el tiempo transcurrido entre el final del Imperio Antiguo y el comienzo del Imperio Medio. El segundo se produce desde finales del Imperio Medio hasta principios del Imperio Nuevo, y el tercero va desde la finalización del Imperio Nuevo hasta la Baja Época. Todos ellos se caracterizaron por tener algo en común, abarcaron épocas de gran inestabilidad política.

El Primer Periodo Intermedio comenzó, aproximadamente, en el 2150 a. C., a la muerte de Pepi II, último faraón de la VI Dinastía, que había gobernado durante más de noventa años. Su reinado supuso ya un desmoronamiento del poder real en favor de la nobleza, que, tras su fallecimiento, sumió a Egipto en un verdadero caos. El país se llenó de reyezuelos que guerrearon entre sí, y que intentaban mantener su poder pugnando por aumentarlo si fuera posible.

Asistimos, sin duda, a una verdadera revolución social, que algunos autores definen como «democratización», y en la que todo el inmenso poder de los reyes del Imperio Antiguo pasa a ser repartido entre los nomarcas y jefes locales.

El hablar de dinastías en este periodo es sumamente arriesgado, y la descripción que Manetón hace de la VII Dinastía es un claro ejemplo de ello, puesto que asegura que se sucedieron «setenta reyes en setenta días».

Obviamente, esto resulta un tanto exagerado, aunque puede darnos una idea aproximada de cuál era la situación.

Lo que sí se sabe es que el país quedó fraccionado, y que varias fuerzas lucharon por obtener una hegemonía. La zona del delta, por ejemplo, parece que fue tomada por tribus beduinas y asiáticos, aunque es en la ciudad de Heracleópolis, situada cerca de El Fayum, donde el nomarca local se sintió lo suficientemente fuerte como para proclamarse rey del Alto y Bajo Egipto. Este fue el comienzo de la dinastía heracleopolitana que acabó expulsando a los extranjeros del delta pero que, sin embargo, terminó por ser derrotada por la nobleza tebana. Fue el rey Mentuhotep II quien impuso su supremacía uniendo de nuevo el país para inaugurar la XI Dinastía y, con ella, lo que se llamaría el Imperio Medio.

Los cien años que duró el Primer Periodo Intermedio son sinónimo de oscuridad y caos. De él ha llegado hasta nuestras manos un texto apócrifo conocido con el nombre de las Admoniciones de Ipuwer en el que se relatan los desastres acaecidos en Egipto durante aquella época en la que el país caminaba sin rumbo. En ellas se observa una clara añoranza de los tiempos pasados, cuando la ley y el orden reinaban en el País de las Dos Tierras.

Al parecer, durante aquellos años Egipto fue presa de una hambruna desconocida, pues las crecidas del Nilo no fueron abundantes, por lo que es fácil de imaginar la inestabilidad social que ello debió de provocar.

Con el final de la XII Dinastía, unos 1750 años a. C., se da por terminado el Imperio Medio, comenzando el Segundo Periodo Intermedio. Este comienzo no se produce de una forma brusca, sino paulatina, y durante la siguiente dinastía, la XIII, el poder político de nuevo se va diluyendo hasta que en el transcurso de la XV y XVI Dinastías los príncipes de Avaris, conocidos como hicksos, se hacen con el control de la mayor parte de Egipto.

Se inicia entonces una especie de guerra de «liberación» por parte de los príncipes de Tebas, que les llevará finalmente a la victoria haciéndose con el poder. Amosis expulsa a los hicksos de Egipto y es proclamado faraón, con lo que se instauran la XVIII Dinastía y el Imperio Nuevo.

En cuanto al tercero de estos periodos, vino, como los anteriores, precedido de un declive político y económico. Durante el reinado del último ramésida, Ramsés XI, aproximadamente 1100 años a. C., el Estado ya se hallaba prácticamente fragmentado, puesto que Herihor, sumo sacerdote de Amón, gobernaba en Tebas, y Ramsés XI, que vivía en el norte, en Pi-Ramsés, había cedido su poder en el Bajo Egipto a Smendes. A la muerte de Ramsés XI, Smendes se proclamó faraón sin ningún problema, y compartió de esta forma el gobierno de Egipto con los grandes sacerdotes tebanos que controlaban el sur del país, manteniendo así una especie de cohabitación política.

Muy hábilmente, a partir de ese instante, el clero de Amón va a sostener al faraón siempre y cuando se someta a la voluntad de su dios.

Sin embargo, durante los siguientes trescientos años, Egipto llegará a ser gobernado por dinastías tan dispares como puedan ser las libias o nubias, y sufrirá el poder creciente del Imperio Asirio.

Es con el advenimiento del faraón Psamético I, durante la XXVI Dinastía, cuando se da por terminado este Tercer Periodo Intermedio, que tan profundos cambios produjo en la sociedad egipcia. Corría el año 664 a. C.

EL ENIGMA DE LOS «HICKSOS»

De nuevo abordamos un misterio más entre los muchos que nos ofrece la civilización del Antiguo Egipto. ¿Quiénes eran los hicksos? ¿De dónde procedían?

Aún hoy en día estas cuestiones continúan sin respuesta, no siendo posible más que hipótesis al respecto.

Las fuentes clásicas egipcias son escasas sobre este particular, y solo Manetón nos habla de este pueblo algo menos sucintamente.

Hasta hace no mucho tiempo, los hicksos fueron conocidos con el sobrenombre de «los reyes pastores», lo cual es un término incorrecto derivado de una mala traducción. Los antiguos egipcios los llamaron hekau-kha-sut, que significa «los reyes de los países extranjeros», siendo la palabra hickso una deformación griega de la anterior forma egipcia.

Respecto a la procedencia de este pueblo, la denominación que les dieron los antiguos egipcios no arroja demasiada luz al asunto, pues así era como estos solían llamar siempre a los asiáticos. Quizá fueran de origen indoeuropeo o más probablemente semitas que vinieron de Siria o Canaán. En cualquier caso, debieron de instalarse de forma gradual en el norte de Egipto a mediados de la XII Dinastía para extenderse progresivamente por el resto del delta. Aprovechando otra vez la inestabilidad política que imperaba en el país, estos grupos extranjeros se asentaron hasta llegar a ser mayoritarios en determinadas áreas, alcanzando el poder en ellas sin demasiada dificultad.

La información que ha llegado hasta nosotros procedente de fuentes egipcias es claramente negativa. Por ejemplo, existe un papiro perteneciente a la época de los ramésidas conocido como Sallier I en el que se denuncia la crueldad de los hicksos y cómo impusieron su hegemonía de manera sangrienta.

Actualmente se ponen en tela de juicio tales informaciones, que son tenidas como un tanto propagandísticas; algo usual y a lo que fueron muy aficionados los antiguos egipcios en no pocas ocasiones a lo largo de su historia.

Según Manetón, el fundador de la XV Dinastía —que es la primera en la que se considera que reinaron los hicksos— fue el rey Salitis, que subió al trono después de eliminar a cuantos se le opusieron, sin contemplaciones. Según ese antiguo sacerdote, los invasores extranjeros extendieron su poder por el país gobernando durante poco más de cien años con dos dinastías, la XV y la XVI.

Sin embargo, las evidencias arqueológicas sugieren que la influencia real de los hicksos en Egipto debió de circunscribirse al área del delta del Nilo y al reino Kushita del sur, con el que parece que tuvieron algún tipo de alianza.

Esto encajaría perfectamente con la situación política de aquel tiempo, pues así amenazarían el poder de los príncipes tebanos con los que los hicksos se encontraban en guerra.

A pesar de todo este tipo de informaciones, se sabe positivamente que los hicksos se amoldaron a las costumbres del Valle del Nilo, basando su gobierno en el modelo político egipcio. Utilizaron las titulaturas reales propias de los faraones y rindieron culto a algunos dioses egipcios, sobre todo a Set, aunque sin olvidar a otros procedentes del Próximo Oriente.

En cuanto a las relaciones comerciales con otros pueblos, los hicksos mantuvieron contactos con el Egeo y Próximo Oriente, habiéndose hallado pruebas de ello en lugares tan distantes como el palacio de Cnosos, en la isla de Creta.

De lo que no cabe ninguna duda es de la introducción en Egipto, por parte de los hicksos, de nuevos tipos de armamento, como espadas, yelmos, el carro de combate, etc., así como la del uso del caballo.

El final de la estancia de este pueblo en Egipto llegó tras una larga guerra contra los príncipes tebanos. Estos habían establecido su propia dinastía, la XVII, y lucharon contra los invasores hicksos hasta lograr expulsarlos definitivamente.

Fue el príncipe Amosis quien conquistó su capital, Avaris, y fundó seguidamente la XVIII Dinastía.

¿QUIÉNES FUERON LOS PUEBLOS DEL MAR?

Como ocurre con los hicksos, la naturaleza de los Pueblos del Mar sigue estando poco clara. Salvo los filisteos, a los que se les denominaba como peleset, del resto solo podemos aventurarnos a hacer conjeturas. Es difícil asegurar de dónde procedían los thekel, los shekelesh, los denien o los weshesh, mas en cualquier caso todos ellos formaron un contingente formidable que cambió por completo el mapa del mundo conocido hasta entonces.

Esta confederación de pueblos intentó asentarse no solamente en Egipto, sino en todo el Próximo Oriente, en un periodo histórico que coincide con una convulsión social que asoló Grecia y el Egeo.

Es posible que aquella verdadera horda huyera de la miseria y la hambruna y se viera obligada a buscar una tierra mejor en la que vivir. Sin embargo, su viaje migratorio a través de gran parte del mundo conocido en aquella época significó el final para otros muchos pueblos que fueron literalmente arrasados al paso de semejante oleada.

De aquel fenómeno migratorio ocurrido entre los siglos XIII y XII antes de nuestra era, han quedado datos registrados en el papiro Harris y, principalmente, en el templo de Millones de Años que el faraón Ramsés III se hizo construir en Medinet Habu. En los muros de este templo funerario existe una relación completa de todas las ciudades destruidas por los llamados Pueblos del Mar. Al parecer, estos cruzaron el mar Mediterráneo devastando Asia Menor desde Anatolia hasta Siria, incluyendo las islas del Egeo y Chipre, donde la incidencia fue considerable.

Al paso de estas huestes, pueblos como los hititas, verdadera potencia militar y tradicional enemigo de Egipto, desaparecieron para siempre sin dejar apenas rastro. Lo cual puede darnos una idea de la magnitud del fenómeno del que estamos hablando.

Sin lugar a duda, ello debió de dar que pensar al faraón, que sabía muy bien que el destino final de toda aquella amalgama de pueblos no era otro que su sagrada tierra. Egipto era en aquella época sinónimo de abundancia y buenas cosechas, lo cual representaba un motivo más que sobrado que animaba a aquellas gentes errantes a establecerse en una tierra, para ellos, de promisión.

Fue por eso que el rey de Egipto decidió salir a su encuentro en las tierras de Canaán. Cuentan que cuando el faraón los vio por primera vez se quedó perplejo, pues ante su vista se presentaba una inmensa muchedumbre que avanzaba con todos sus enseres personales sobre carros tirados por bueyes, camino de Egipto. El faraón comprendió al instante lo que sería del Valle del Nilo si todo aquel gentío lograba llegar hasta él; simplemente, su ancestral cultura desaparecería, como les había ocurrido al resto de las naciones del mundo conocido.

Ramsés III se enfrentó a ellos en campo abierto y los derrotó por completo, a la vez que conseguía un botín como nunca antes se había conocido. Familias enteras con todas sus pertenencias pasaron a formar parte del tesoro del Estado y, sobre todo, de los templos, en particular del de Amón, que aquel día hizo que sus riquezas aumentaran inmensamente.

Sin embargo, la amenaza no había desaparecido para el País de las Dos Tierras. Una enorme flota de barcos pertenecientes a estos pueblos se dirigía por mar hacia la desembocadura del Nilo con el propósito de invadir Egipto. El faraón, que estaba perfectamente informado de lo que se aproximaba, acudió presto a combatirlos y se enfrentó a ellos en una memorable batalla cuyas imágenes aún pueden verse hoy en día grabadas sobre los muros del templo de Medinet Habu. La crudeza de los bajorrelieves es espeluznante, y en ellos Ramsés contó a la posteridad cómo derrotó a los Pueblos del Mar en una encarnizada batalla en las bocas del Nilo. La victoria del faraón fue completa, destruyendo a sus enemigos sin piedad hasta el punto de que aquella confederación de pueblos desapareció para siempre.

Así acabó la aventura de los Pueblos del Mar.

¿SE HICIERON A LA MAR LOS EGIPCIOS?

Podríamos asegurar que los antiguos egipcios sentían poca afición por el mar. El Gran Verde, que era como denominaban el mar Mediterráneo, era para ellos sinónimo de caos y terribles peligros, pues no en vano en él señoreaba el iracundo dios Set, cuya violencia era capaz de desatar las más terribles tormentas.

En general, sabemos que los antiguos egipcios eran muy poco aficionados a abandonar su país. Se sentían muy apegados a su tierra y nunca poseyeron el interés mercantil que por ejemplo animó a los fenicios a explorar tierras desconocidas.

Las aguas que normalmente acostumbraban surcar eran las de su divino río, siempre con la orilla a la vista, pues solo allí se sentían relativamente seguros.

Pero independientemente de todo lo anterior, Egipto nunca dio la espalda al mundo que lo rodeaba y sus contactos con él son tan antiguos como su propia civilización. Desde el Imperio Antiguo fueron normales los viajes a puntos de Siria y Palestina. Se trata de un tipo de navegación costera gracias a la cual Egipto mantendrá relaciones con estas naciones durante toda su historia. Se han encontrado muchísimos objetos del Antiguo Egipto en lugares tan distantes como Creta, Chipre o Micenas, que dan fe del fluido intercambio comercial que el país de los faraones mantuvo con estos pueblos. Están plenamente confirmados los contactos con Byblos desde las primeras dinastías, y existe una inscripción en la Piedra de Palermo que atestigua como Snefru, primer faraón de la IV Dinastía y padre de Keops, recibió nada menos que cuarenta barcos cargados de madera de cedro del Líbano, tan apreciada por los egipcios.

Asimismo, son conocidos los viajes por el mar Rojo hacia el legendario país de Punt, de donde se traían valiosos productos tales como ébano, marfil, incienso o mirra, aunque también sea cierto que todos estos contactos no se establecieron con regularidad, por lo que no se puede hablar de rutas consolidadas.

Pero a partir del siglo XII a. C., el Mediterráneo comienza a sufrir una transformación. En Creta surgen los primeros capitanes capaces de navegar guiándose por las estrellas, y en el litoral sirio los fenicios comienzan a recorrer aquel mar Mediterráneo hasta sus más alejados confines, mostrándose como unos magníficos navegantes.

Sus barcos comercian con asiduidad con Egipto, país con el que casi siempre mantendrán excelentes relaciones, proveyéndole de todo cuanto necesita. Naves cargadas con la estimada madera, o el indispensable cobre proveniente de Chipre, arriban al puerto de Menfis, desde donde posteriormente regresan a Tiro, Sidón o Byblos cargadas con las valiosas mercancías egipcias con las que harán nuevos negocios.

El mundo cambiaba, y con el transcurso de los siglos se hizo evidente la importancia que tenía dominar aquel mar al que se asomaban tantos pueblos.

Eso fue lo que pensó el faraón Necao II al ser derrotado por el babilonio Nabucodonosor en la batalla de Karkemish en el año 605 a. C. Egipto era vulnerable, así que concibió la idea de crear una flota capaz de defender su territorio de cualquier invasión. Para ello negoció con los corintios la construcción de una gran flota de trirremes de la que distribuyó una parte en el mar Mediterráneo y otra en el Rojo. Además ordenó hacer trabajos de rehabilitación en el antiquísimo canal que unía el mar Rojo con uno de los brazos del Nilo, el tanítico, por encima de la ciudad de Bubastis, con el fin de unir ambas aguas.

Heródoto asegura que el proyecto de Necao costó la vida a ciento veinte mil hombres, y que al parecer no lo pudo terminar, siendo el rey persa Darío quien lo finalizó.

Como en tantas ocasiones, las palabras de Heródoto deben ser tomadas con prudencia. No se sabe si Necao terminó las obras del canal, aunque los posteriores trabajos hechos por Darío sí son ciertos, ya que existe una estela que así lo atestigua.

Sobre este faraón, Heródoto, siempre infatigable, nos ha dejado una historia en verdad misteriosa y muy sugestiva. Esta no es otra que la circunnavegación del continente africano por parte de una flota de tripulantes fenicios a las órdenes de Necao II.

Cuenta el viejo historiador que la flota del faraón navegó por el mar Rojo hacia el sur bordeando la costa africana en un periplo que duró casi tres años, y en el que completaron la vuelta entera al continente, adelantándose así en casi dos mil años al portugués Vasco de Gama, que fue el primer navegante del que tengamos noticia que la realizara.

¿Es posible la historia que nos cuenta Heródoto? ¿Circunnavegó África la pequeña flota del faraón Necao II?

No hay ninguna prueba de que aquel viaje se produjera, aunque no cabe duda de que pudo realizarse. Los navegantes fenicios eran ya conocedores de la existencia del océano Atlántico, pues en la época de la que nos habla Heródoto ya habían fundado la ciudad de Gades, dos siglos antes, habiendo cruzado el estrecho de Gibraltar en múltiples ocasiones. Por consiguiente, es posible que se hubieran aventurado en un proyecto como aquel.

Obviamente, siempre existirán detractores y defensores de esta historia. Entre los últimos los hay que sostienen que muchas de las similitudes que las culturas precolombinas tienen con el Antiguo Egipto provienen de aquel viaje, al separarse quizás alguna de las naves del resto de la flota y navegar hacia el oeste rumbo al continente americano, donde se establecieron.

Sin duda que la expedición de Necao II constituye un verdadero enigma; al menos por el momento.

¿EXISTIÓ EL ÉXODO ISRAELITA?

El éxodo de los israelitas es otro de los hechos históricos que aún no han podido ser científicamente demostrados.

No existe ninguna fuente del Antiguo Egipto que nos hable del éxodo, y todo lo que sabemos sobre él es producto de lo que nos cuentan las Sagradas Escrituras.

En este tema, como en tantos otros de los que ocupan estas páginas, hay opiniones para todos los gustos. Están los que creen a pies juntillas cuanto la Biblia nos dice, y los que aseguran que tal éxodo nunca se produjo.

Sin embargo, la presencia hebrea en Egipto está plenamente demostrada. En tiempos del faraón Tutmosis III son mencionados como los apiru, y durante el reinado de Ramsés II se sabe que trabajaron en las canteras y acarrearon piedras.

Es en la época de este último faraón cuando, durante muchos años, se pensó que podría haberse producido la salida de Egipto por parte de los israelitas. Ramsés II los había empleado para la fabricación de ladrillos, sin embargo, no existe constancia alguna de que se produjera ninguna rebelión, ni mucho menos de que abandonaran el país.

Si nos atenemos a lo que nos dice la Biblia, el Éxodo (1:11) cuenta que el faraón ordenó a los hebreos trabajar en las ciudades de Pithom y Ramsés a fin de que las fortificaran.

Desgraciadamente, la primera de las ciudades no ha podido ser identificada, pero sí la segunda, que se cree fuera Pi-Ramsés. Esta ciudad comenzó a edificarse en tiempos de Seti I, unos 1280 a. C., y fue finalizada por su hijo Ramsés II, por lo que la época en la que la Biblia asegura que fueron enviados a trabajar los israelitas a dichas ciudades coincidiría con la del reinado de este faraón. Por ello, si hacemos un cálculo del tiempo transcurrido desde que Moisés huye al país de Madian hasta que los hebreos salen de Egipto, llegaremos a la conclusión de que esta tuvo que producirse bajo el reinado del sucesor de Ramsés II, el faraón Merneptah.

De hecho, Merneptah mandó erigir una estela, que hoy se encuentra en el Museo de El Cairo, en la que se menciona al pueblo de Israel a propósito de las victorias de este faraón contra los libios y diversos pueblos de Canaán.

Esta inscripción crea un conflicto entre las fechas, pues hubiera sido imposible que el pueblo de Israel hubiera iniciado el éxodo en tiempos de Merneptah y que luego este les hubiera combatido en Palestina, ya que Merneptah no gobernó más de diez años.

Sin duda, el tema de las fechas es uno de los principales motivos de controversia. El Antiguo Testamento sitúa el comienzo del éxodo cuatrocientos ochenta años antes de la construcción del templo de Jerusalén (Reyes, Libro 3, 6:1), lo cual no coincidiría con los reinados de los faraones anteriores, situándonos a mediados del siglo XIV a. C., aproximadamente, y ello podría llevarnos a los años en los que en Egipto reinó Akhenatón, el faraón hereje.

Esto no haría sino aumentar aún más la polémica, pues entraríamos a debatir una de las teorías que con más entusiasmo ha sido defendida por algunos investigadores: la relación entre Akhenatón y Moisés.

No hay en el Antiguo Testamento ninguna referencia a que exista un vínculo entre estos personajes, aunque sí es cierto que se habla del nacimiento de Moisés en Egipto, y de cómo el niño es criado por la hija de un faraón del que se desconoce su nombre.

Además, existen en este relato similitudes con otras leyendas que han llevado a numerosos investigadores a discutir, incluso, sobre la figura histórica del libertador hebreo.

¿Ocurrió entonces el éxodo israelita? ¿Fue Moisés quien les sacó de Egipto?

La tradición y la realidad histórica vuelven a enfrentarse sin que de ello surja una luz que aclare definitivamente ambas cuestiones. Tanto el éxodo como la figura de Moisés continúan sutilmente envueltos por un halo de misterio.

EL ENIGMA DE SMENKHARE

He aquí a uno de los personajes más enigmáticos de la historia del Antiguo Egipto. Su nombre está envuelto entre tan espesas sombras que su rastro se difumina al poco de ser seguido.

Hasta tal punto esto es así, que no faltan voces que opinen que en realidad esta figura nunca existió. ¿Puede ser esto cierto?

No hay duda de que una cierta ambigüedad rodea a la persona de Smenkhare, aunque también existen datos conocidos de él.

Históricamente, Smenkhare fue el sucesor de Akhenatón, el famoso faraón hereje. Se sabe que fue coronado como corregente, como era norma usual, en el año 15 del reinado de Akhenatón, gobernando de este modo en compañía del faraón durante dos años, hasta que este murió tras diecisiete de reinado. En ese instante, Smenkhare subió al trono coronándose con el nombre de Ankheprure, y él mismo se encargó de dar sepultura a Akhenatón en el Valle Real de Amarna, en una tumba que todavía no se encontraba terminada y que fue necesario adecuar lo mejor posible.

Sin embargo, no había transcurrido un año cuando Smenkhare falleció, pasando el poder a Tutankhamón, que, probablemente, estuviera emparentado con él.

Ello coincidiría con un grafito hallado en la pared de la tumba de Pairi en Tebas, que dice que este faraón reinó tres años.

Según parece, nada más morir Akhenatón, el nuevo faraón se trasladó a Menfis instalando su corte en el Gran Palacio, el mismo que un día fuera construido por Tutmosis I. A partir de ese momento nada más se sabe de él. Parece ser que preparaba el regreso a la ortodoxia religiosa, siendo su sucesor, Tutankhamón, el que volviera finalmente a la antigua capital de Tebas.

Al ser nombrado corregente, Smenkhare se casó con Meritatón, hija de Akhenatón, con quien este a su vez había tenido una hija, pero ambas fallecieron, por lo que volvió a desposarse siendo ya rey con Ankhesenpaatón, una hermana de su anterior mujer.

Hasta aquí la historia no parece ser muy diferente a la de otros faraones que reinaron en Egipto. No obstante las dudas comienzan a aparecer al preguntarnos por la identidad de Smenkhare.

Su parentesco con Akhenatón no se conoce con certeza, pues hay quien apunta que era hijo de este, hermano, e incluso que no existía relación alguna de consanguinidad entre ellos.

Esta última teoría, muy aceptada en los últimos tiempos, se basa en el hecho de que fuera Nefertiti y no Smenkhare quien asumiera la corregencia. El que Smenkhare fuese coronado como corregente con el nombre de Nefernefruatón agregando el apelativo de «Amado de Akhenatón» invita a sopesar esta posibilidad, ya que Nefertiti se llamaba en realidad Nefertiti-Nefernefruatón, que era un epíteto que se había añadido y que significa «hermosa es la belleza de Atón», disfrutando también del título «Amada de Akhenatón», el mismo de Smenkhare. Todo ello, unido a que desde el año decimocuarto del reinado de Akhenatón no vuelva a tenerse noticia alguna sobre su hermosa reina, ha empujado a diversos investigadores a defender esta tesis, sin duda sugerente, según la cual Smenkhare y Nefertiti serían la misma persona.

Sin embargo, hay otra cuestión que viene a sembrar de dudas todo este debate. Esta no es otra que el misterio de la tumba número 55 del Valle de los Reyes.

Esta tumba, una de las descubiertas por Davis, fue en un principio considerada como la tumba de la reina Tiyi. El abogado norteamericano estaba tan entusiasmado por su hallazgo que incluso publicó un relato en 1907 en el que aseguraba tal posibilidad.

Sin embargo, estaba equivocado. En el sarcófago de esta tumba descansaba el cadáver de un hombre. Como el ataúd tenía inscrito el nombre de Akhenatón y el cuerpo estaba rodeado por cintas también con su nombre, parecía claro que la tumba correspondía a este faraón. No obstante, al hacer posteriormente la autopsia a la momia, se descubrió que el difunto no podía tener más de veinticinco años cuando murió, por lo que era imposible que fuera Akhenatón. Entonces, ¿a quién pertenecía aquel cadáver?

La cuestión se complicó todavía más al descubrirse en la tumba restos de un sarcófago que había pertenecido a la reina Tiyi y unos vasos canopes de alabastro cuyas cabezas femeninas parece que podían representar a otras reinas, una de las cuales, llamada Kiya, había sido una de las favoritas de Akhenatón.

Durante todos estos años, casi cien, desde que se descubriera su sepulcro, la polémica sobre la identidad de esta tumba ha sido constante, empezando por el propio sarcófago, que, aunque llevara inscritos los cartuchos reales de Akhenatón, fue concebido para alojar en su interior a una mujer, como propone el eminente egiptólogo Cyril Aldred. El cartucho es una figura ovalada formada por una cuerda en cuyo interior se escribían los nombres de los reyes del Antiguo Egipto. Eran, fundamentalmente, un símbolo de protección solar. Su nombre (cartouche) le fue dado por los soldados de Napoleón, ya que los antiguos egipcios lo llamaban shenu, palabra que procede del verbo sheni, que significa «rodear».

Para complicar aún más las cosas, en el año 1963 el doctor Harrison, de la Universidad de Liverpool, hizo un estudio a la momia que le llevó a demostrar que aquel cuerpo había pertenecido a un hombre normal que había fallecido en torno a los veinte años. Asimismo, los análisis serológicos realizados más recientemente a dicha momia indican que Tutankhamón y él estaban emparentados directamente.

Lógicamente, los defensores de la figura de Smenkhare aseguran que el cuerpo encontrado en la tumba 55 no es otro que el suyo, y que por tanto sucedió en el trono al faraón hereje.

Lo que sí parece seguro es que los cuerpos pertenecientes a Akhenatón y su familia fueron trasladados desde Amarna hasta el Valle de los Reyes y enterrados en esta tumba. Al parecer pudieron ser tres los cuerpos sepultados en ella, aunque en el caso de Tiyi sus restos fueran trasladados posteriormente al sepulcro de Amenhotep II, como ya sabemos.

En cualquier caso el sarcófago fue gravemente dañado en la antigüedad, arrancándose de él la mayoría de los cartuchos que contenían el nombre de Akhenatón, al tiempo que se destrozaba lo que debió ser una hermosa máscara de oro. No existe en toda la tumba ningún objeto que contenga el nombre de Smenkhare, o cualquier indicio que nos conduzca a él.

¿Existió entonces Smenkhare? El enigma continúa pero quién sabe, es posible que su cuerpo sea el hallado en la tumba 55, o quizá se encuentre en el interior de alguna tumba aún perdida a la espera de poder aclarar definitivamente este misterio.

¿CÓMO ACABÓ LA CIVILIZACIÓN EGIPCIA?

Los tres mil años de historia de la civilización egipcia no acabaron, obviamente, de forma abrupta. El esplendor de aquella cultura se fue diluyendo lentamente entre las nuevas potencias emergentes, siendo definitivamente absorbido por los pueblos surgidos del imparable renacimiento del Mediterráneo que, a la postre, bebieron de sus fuentes.

Ese paulatino ocaso del poder de los faraones comenzó con el final del Imperio Nuevo. Los últimos monarcas de la XX Dinastía fueron los primeros testigos de un declive que ya asomaba amenazador en un Estado que se encontraba en bancarrota. Comenzaba el Tercer Periodo Intermedio y con él Egipto iniciaba un camino sin retorno al que, sin embargo, se aferró durante casi mil años, pues tal era la grandeza de su propia civilización.

Desde Tanis, los reyes gobernaron como pudieron el Valle del Nilo en connivencia con los sumos sacerdotes instalados en Tebas.

Luego, libios y nubios se sentaron en el trono de los faraones y reinaron en Egipto durante trescientos años, en los que se alternaron otra vez las viejas tendencias separatistas con periodos de cierta estabilidad, y también de anarquía.

Con la XXVI Dinastía los reyes saítas tomaron el poder, en un intento por recuperar los antiguos valores de la sociedad egipcia. Durante esta época hubo un renacimiento de las viejas tradiciones, pero Egipto ya no dependía de sí mismo. Una gran amenaza avanzaba imparable desde el este hacia la tierra de los faraones, y en el año 525 a. C., Cambises II, rey de los persas, derrota a Psamético III, conquistando Egipto.

Los persas mantendrán su poder gobernando Egipto como una satrapía durante algo más de un siglo. Pero las revueltas constantes de los príncipes del delta acabaron por aprovecharse de las habituales intrigas a las que tan aficionados eran los persas, no dejando de socavar su poder. Así, a la muerte del rey persa Darío II, un príncipe de Sais llamado Amirteo se proclamó faraón, liberando a su país de los conquistadores.

Este fue el postrer intento por mantener Egipto en manos de su población indígena; un espejismo que apenas duró sesenta años y que terminó con el gobierno de Nectanebo II. A él corresponde el penoso honor de ser el último faraón autóctono de la historia del Antiguo Egipto.

Durante diecisiete años, Nectanebo se esforzó porque su país se reflejara de nuevo en el Egipto milenario cuya esencia debía recuperar. Pero el buen rey tuvo mala fortuna, pues en Persia se alzó un monarca enérgico dispuesto a recuperar como fuera las posesiones perdidas y, sobre todo, Egipto.

Para ello, Artajerjes III mandó sobre el país del Nilo un gran ejército dispuesto a conquistarlo a sangre y fuego. Nectanebo II apenas contaba con una tercera parte de las tropas del rey persa, y estas estaban ya compuestas, principalmente, por mercenarios griegos y libios.

En el año 343 a. C., el faraón es derrotado en la batalla de Pelusio, viéndose obligado a huir hacia el sur para refugiarse en Nubia, donde un príncipe local le dio protección hasta su muerte. Con él acabó la XXX Dinastía.

Ese fue el final de la civilización egipcia. La derrota de Nectanebo significó la conclusión de la independencia de Egipto, que ya siempre sería un país conquistado.

El nuevo gobierno persa sería efímero, de apenas diez años, hasta que Alejandro Magno entró en Egipto para ser proclamado como nuevo faraón. Sus sucesores, los ptolomeos, reinaron en el país del Nilo durante trescientos años, pero ellos no eran egipcios. Trataron de conservar la estructura social de aquel país milenario amoldándose a sus viejas tradiciones y colaborando para mantener las prebendas del clero, erigiendo a su vez hermosos monumentos, pero pertenecían a otra cultura. Eran griegos, y esa es la lengua que hablaron estos monarcas; la antigua cultura egipcia se fundió así con la mediterránea con el paso de los siglos.

Con la conquista romana, dicha política apenas cambió. Los romanos utilizaron métodos similares para gobernar su provincia, respetando las antiguas tradiciones de aquel pueblo para así mantener las apariencias de lo que no dejó de ser un país conquistado, gobernado por un prefecto.

El Egipto romano, aunque próspero, no resultó beneficioso para su ancestral cultura, pues en el siglo IV de nuestra era pocos eran los que conocían la antigua lengua de los faraones.

Con la llegada del cristianismo, su milenaria religión fue perseguida y todos sus santuarios cerrados. Tan solo permaneció abierto el templo de Filae, donde siguieron celebrándose, en secreto, los viejos ritos a la diosa Isis.

No obstante, en tiempos de Justiniano el templo se cerró definitivamente, perdiéndose el último nexo de unión de aquel país con sus tres mil años de esplendorosa civilización. Así fue como acabó todo.