¿POR QUÉ ADORABAN A TANTOS DIOSES?

Durante toda su historia, los antiguos egipcios gustaron de vivir en armonía con cuanto les rodeaba. Dicha armonía no era sino el resultado del mantenimiento de un orden cósmico que les había sido confiado por sus dioses en tiempos remotos. A ese concepto de equilibrio en el que la armonía y la justicia debían ser preservadas, los egipcios lo llamaron maat, pues ese era el nombre de la diosa que representaba dichos conceptos. Por otro lado, los habitantes del Valle del Nilo eran conscientes de que ese equilibrio necesario no empezaba y terminaba en ellos, sino que abarcaba a todo cuanto los rodeaba, incluida la propia naturaleza, de tal forma que englobaba desde una buena cosecha de sus campos hasta el peligroso cocodrilo que moraba en la aguas de su sagrado río. No es, pues, de extrañar que los egipcios reverenciaran todo aquello que hacía posible su ansiada armonía, pues comprendieron que hasta la más insignificante de las criaturas cumplía su función para que aquella se llevara a efecto.

No debe sorprendernos que una sociedad empapada con semejantes conceptos empleara la religión en todos los órdenes de la vida diaria, venerando todo cuanto creían que hacía posible su anhelado maat. Por ello, además de los grandes dioses, poseedores de magníficos templos, existían otras muchas divinidades menores a las que se rendía culto diario en los propios hogares. Esto llevaba implícita la búsqueda de la deseada protección divina contra las desgracias y las enfermedades.

La religión concebida por los antiguos egipcios puede considerarse única en la historia de la humanidad, pues crearon un universo fascinante repleto de dioses misteriosos, impregnado de mitos enigmáticos y complejos rituales que formaron parte de la cultura egipcia hasta el ocaso de su existencia. Como otras muchas civilizaciones, ellos también buscaron un sentido a cuanto les rodeaba, aunque para ello utilizaran un asombroso número de dioses, pues se tiene constancia escrita de unos mil quinientos.

Las raíces de semejante pensamiento proceden de los tiempos anteriores a la unificación de Egipto. En aquella época, cada región adoraba a sus propios dioses, mas cuando todas ellas se unieron para formar un único país, ninguna deidad fue suprimida en favor de otra en particular, sino que todas ellas se respetaron. Como ninguno de sus numerosos dioses significaba un peligro para el resto, salvo casos muy concretos, el monoteísmo tal y como lo concebimos nosotros no tenía sentido, aunque haya investigadores que crean en su existencia, particularmente en lo referente a la observación de los cultos solares, defendiendo que tal cantidad de dioses no eran sino una representación del mismo demiurgo. Para la mayoría de los especialistas, sin embargo, todos los dioses eran poseedores de determinadas influencias y se unían a su pueblo a través de la figura del faraón.

De ordinario, los dioses egipcios eran relacionados con lo cotidiano. Es por eso que forman familias divinas que, en cierta forma, se asemejan a las humanas. Como ocurre con estas, los dioses también tienen sus residencias, que no son otras que los templos, en donde son lavados, vestidos y alimentados, y en donde se crearán mitos que demostrarán que los divinos padres son capaces de lo mejor y de lo peor.

Los dioses egipcios podían adquirir una ilimitada diversidad de manifestaciones. Estas podían ser cósmicas, geográficas, zoomorfas, híbridas y hasta compuestas. No solía haber una forma fija de representar a un dios, y las diferentes maneras de hacerlo se empleaban como un modo con el que dar una apariencia a dioses, a veces desconocidos, o simplemente para representar algunas de las funciones que los caracterizaban.

Todo el cosmos se encontraba representado en ellos. Por eso, en muchas ocasiones, estos dioses tenían capacidad para ser ambivalentes, como lo es la propia naturaleza. Ello traía consigo el que también fueran vulnerables, siendo posible que murieran. En el final de los tiempos, el mundo regresaría al océano primigenio del que surgió toda vida. Según creían, llegada esa época apocalíptica, solo dos dioses sobrevivirían, Atum y Osiris.

Como en el resto de los aspectos de la cultura, la religión también estuvo sujeta a evoluciones. Conforme la civilización avanzó, surgieron nuevas ideas que fueron asimiladas, sin que ello supusiese desechar las anteriores, con lo que en muchos aspectos la religión se volvió más compleja.

Como es lógico, en un principio los reyes locales adoraron a sus dioses, y cuando el país se unificó, los faraones acostumbraron aumentar la importancia de algún dios en particular, bien porque fueran devotos de él, o simplemente por ser el patrón de su ciudad natal. No obstante, fueron los cleros los que, con los siglos, incrementaron la preponderancia de la divinidad a la que servían. Así fue como se crearon centros de culto que destacaron sobre los demás, como el del dios Ptah en Menfis, el de Ra en Heliópolis y, sobre todo, el del dios Amón en Tebas, cuyo poder llegó a ser enorme.

Sin lugar a duda, si existe una religión lejana en cuanto a su concepción a los monoteísmos actuales, esa es la observada por los antiguos egipcios. Durante sus más de tres mil años de historia fueron fieles a ella, por lo que no nos sorprende que Heródoto dijera de ellos que «eran el más religioso de los pueblos».

¿ERAN LOS TEMPLOS EGIPCIOS CENTROS INICIÁTICOS?

El templo egipcio era el lugar en el que habitaba el dios. El concepto que de él tenían los antiguos habitantes del Valle del Nilo era muy diferente al que nosotros tenemos de nuestras iglesias. El templo no era un punto en el que se reunían los creyentes para adorar a la divinidad, sino que era la «casa del dios», la más sagrada de las moradas. Cada santuario era diseñado teniendo en cuenta esa finalidad, por lo que antes de iniciar su construcción se llevaba a cabo un minucioso estudio de la futura obra sin dejar nada al azar.

En primer lugar, el monumento debía durar eternamente, pues no en vano iba a cobijar a un dios. Eso significaba que los materiales con los que debía fabricarse tenían que ser imperecederos, por lo que era necesaria piedra de la mejor calidad, así como el uso de una simbología que tuviera en cuenta hasta los colores que adornarían los muros y columnas.

De hecho, desde la XVIII Dinastía los templos mantuvieron prácticamente la misma forma hasta la Baja Época, aunque, eso sí, muchas de sus piedras fueran reutilizadas para erigir nuevos santuarios.

Como hemos adelantado, los rituales empezaban antes de que dieran comienzo las obras de construcción. Existe perfecta constancia de ello a través de múltiples inscripciones, conociéndose, incluso, los pasos que se seguían en su proyecto. Por este motivo sabemos que planificaban sus obras de forma similar a como lo hacemos hoy en día. Así, estudiaban el terreno donde iban a levantar el monumento, limitando el perímetro, denominando a dicha acción, «tirar de la cuerda». Una vez realizados estos preliminares, purificaban el área escogida con yeso, para después comenzar a cavar zanjas a fin de hacer los cimientos. Luego echaban arena y ponían la primera piedra, tal y como ocurre en la actualidad para, seguidamente, colocar las piedras angulares e iniciar la construcción. Por fin, y cuando el monumento estaba finalizado, se inauguraba oficialmente, purificándolo a la vez que se realizaban ofrendas y sacrificios.

Toda la decoración interna del santuario se llevaba a cabo al mismo tiempo que se realizaban las obras, y solían representar tanto escenas mitológicas como también al propio faraón derrotando a los enemigos de Egipto gracias a la protección que la divinidad que habitaba en el templo le enviaba. Eran muros cubiertos de misticismo que formaban parte de una simbología, en ocasiones compleja, que se reflejaba en cada detalle del templo construido.

El templo era un núcleo en sí mismo. Su propia arquitectura era una proyección cósmica en la que todos sus elementos representaban la creación. Realmente estaban concebidos para mantener ese orden en el que los egipcios tanto creían, pudiendo comprobarse que eran una metáfora arquitectónica del universo y de su creación. Observándolos con detenimiento es fácil percibir todo esto. Se advierte en sus vías procesionales, por las que el faraón, como intermediario entre los dioses y los hombres, y acompañado por el sumo sacerdote, entraba en el santuario para rendir culto al dios; o en las salas hipóstilas, que simbolizaban verdaderos bosques de plantas al tener sus columnas forma de papiros o lotos, en cuyos techos solían representarse escenas del cielo y sus constelaciones con la diosa Nut, como representante de la bóveda celeste, siempre presente.

La oscuridad iba haciéndose más agobiante conforme se avanzaba hacia el interior, ayudada, sin duda, por el efecto que producía el suelo al ir elevándose poco a poco a medida que se aproximaban los oficiantes al sanctasanctórum, en cuyo interior, en su naos, se hallaba el dios. Este vivía en la oscuridad más absoluta, de la que renacería, igual que en el mito de la creación, como una alegoría de la colina primordial de la que los antiguos egipcios creían había surgido toda vida.

Otra muestra de que los templos estaban concebidos para mantener el orden cósmico la tenemos en los muros que solían rodearlos. Estos no representaban solo una protección física, sino también simbólica, puesto que su función era la de alejar a todas las fuerzas caóticas. El santuario encarnaba, de este modo, el orden dentro del caos.

Los templos en el Antiguo Egipto personificaron, por tanto, el misticismo por excelencia, aunque no debemos olvidar que también formaron parte del sistema económico del país, pues poseyeron grandes dominios que ellos mismos se encargaron de administrar sabiamente.

¿QUÉ ERAN LAS CASAS DE LA VIDA?

Las Casas de la Vida eran los centros donde se preservaba y fomentaba el saber en el Antiguo Egipto. Los per ankh, que era como los egipcios los llamaban, fueron custodios de toda la sabiduría y el conocimiento que, durante milenios, el país del Nilo fue acumulando y salvaguardando como el mayor de sus tesoros.

Se tiene constancia de su existencia desde la I Dinastía, y posteriormente, durante el Imperio Antiguo, ya se habla de este lugar en multitud de papiros e inscripciones, aunque no se explique claramente las funciones que desempeñaban.

Sobre este particular, hay especialistas que opinan que las Casas de la Vida no eran centros de educación, sino más bien lugares en los que se guardaban papiros que contenían las más variadas disciplinas. No hay ningún documento que defina explícitamente las funciones de estos centros, aunque, sin lugar a dudas, en ellos se divulgaba el conocimiento. Por este motivo muchos egiptólogos apuestan por que en estos recintos se ejercían tanto labores de archivo como de enseñanza.

Lógicamente, tales núcleos de conocimiento representaban un poder en sí mismos, y en ese caso la pregunta que nos asalta es la de saber si dependían de los grandes templos o si, por el contrario, constituían organismos autónomos.

La respuesta es que casi todos los templos importantes contaban con una Casa de la Vida dentro de sus dominios con un organigrama perfectamente jerarquizado de las personas que servían en ellas. Ello no significaba que fueran centros religiosos, pues en las Casas de la Vida se enseñaba tanto a laicos como a seglares, aunque, obviamente, fueran los templos los que las controlaran.

Fueron muchas las ciudades que albergaron este tipo de instituciones durante la historia de Egipto, destacando por su importancia las de Menfis, Bubastis, Abydos, Heliópolis, Tebas y Sais. En todos estos lugares se instituyó algo parecido a lo que hoy pudieran ser nuestras universidades, pues muchos de los centros se especializaron en diferentes disciplinas. Así, por ejemplo, en el templo de la diosa Sekhmet, en la ciudad de Menfis, podía estudiarse medicina, en Bubastis, cirugía, y en Heliópolis, arquitectura. Incluso existían recintos en los que se profundizaba en campos concretos dentro de la propia medicina, como ocurrió durante la Baja Época en la Casa de la Vida de la localidad de Sais, donde se enseñaba pediatría.

Para el buen funcionamiento de estos centros era necesario un personal cualificado en múltiples materias. Por esta razón, una verdadera legión de escribas se ocupaba de copiar los textos antiguos que fueran necesarios, así como de clasificar y ordenar la ingente cantidad de documentos almacenados. A dichos escribas se les conocía como «escribas de los papiros sagrados de la Casa de la Vida».

Todo el saber de aquel tiempo se encontraba encerrado entre los muros de aquellos grandes complejos, pues además de la ciencia se guardaban principios teológicos y misteriosos textos que incluían los ritos más ancestrales. Allí se escribieron miles de libros de magia y, durante los tres mil años que duró aquella civilización, se fomentó el desarrollo del pensamiento.

También se realizaban en su interior singulares rituales mistéricos, como por ejemplo la regeneración solar que el faraón recibía con el nuevo año, con la que adquiría toda la energía del sol; o la redacción de los anales de los reyes de Egipto.

Es un hecho contrastado que muchos sacerdotes lectores acudían desde otras ciudades a consultar los textos que estos centros guardaban. Incluso los pintores y escultores aprendían el oficio sagrado de dar la vida a la piedra, pues eran instruidos acerca de la importancia que revestía el esculpir las figuras de los dioses. Desde muy pequeños, los niños de las élites eran aleccionados para alcanzar sus metas, siempre rodeados de sabios y eruditos, pues la mayor parte del pueblo, ignorante, no tenía acceso a aquellos lugares.

Durante la época grecorromana, muchos de los viajeros que visitaron Egipto nos han hablado de las Casas de la Vida, asegurándonos que en ellas se encontraban los hombres más sabios y devotos de Egipto. Se sabe que allí estudiaron hombres ilustres de la antigüedad, como Tales de Mileto, Platón, Plutarco, Diodoro, Demócrito y Pitágoras, que permaneció cerca de siete años instruyéndose entre la quietud de los sagrados muros de una de ellas.

¿EN QUÉ CONSISTÍA LA MOMIFICACIÓN?

La momificación representa un claro exponente de la importancia que los antiguos egipcios daban a la vida en el Más Allá, y su particular concepción de esta.

Los orígenes de esta práctica hay que buscarlos, con toda seguridad, en el mito de Osiris. Este dios, hijo de Geb, la tierra, y de la diosa Nut, que representaba la bóveda celeste, fue asesinado por su hermano Set, quien le partió en catorce pedazos que luego esparció por Egipto. La esposa de Osiris, Isis, los buscó, y encontró todos menos el falo; después embalsamó los pedazos con vendas de delicado lino para, finalmente y gracias a su magia, devolverlos a la vida. Incluso creó un falo artificial que añadió al cuerpo de su esposo sobre el que luego se sentó para copular, concibiendo de esta forma a su hijo Horus.

Por tanto, al embalsamar los cadáveres, los antiguos egipcios rememoraban este mito con la esperanza de que el difunto viviera de nuevo durante «millones de años». El proceso duraba setenta días, exactamente los mismos que Osiris había permanecido muerto.

Sin embargo, ¿cómo fueron capaces de descubrir la forma de detener el proceso de descomposición del cadáver? Y, sobre todo, ¿cuándo se dieron cuenta de ello?

Ya en épocas arcaicas los enterramientos se realizaban directamente bajo la arena, encargándose esta de desecar el cuerpo del difunto de forma natural. Los chacales y otros carroñeros que acostumbraban deambular por las necrópolis para devorar los cadáveres se encargaban de desenterrarlos, con lo que quedaban expuestos a los ojos de los antiguos egipcios, que seguramente descubrieron que aquellos no se descomponían. En algún momento, las gentes del Valle del Nilo se debieron de percatar de la necesidad de deshidratar el cuerpo para evitar su descomposición. Obviamente, la momificación sufrió una lógica evolución a través de los treinta siglos de cultura egipcia. Tras el primitivo procedimiento de dejar que las ardientes arenas del desierto desecaran el cuerpo, emplearon otros como, por ejemplo, secarlos al sol y vendar seguidamente los cuerpos, o utilizar la salmuera, aunque enseguida se dieron cuenta de que este método deterioraba la piel, por lo que optaron por cubrirla con yeso y pintar sobre ella las diferentes facciones; así hasta que, finalmente, usaron la técnica tradicional, la de la evisceración del cadáver, de la que ya existen pruebas desde la III Dinastía, unos 2600 años a. C.

Hasta nosotros han llegado los relatos que de la momificación nos legaron personajes como Heródoto o Diodoro, que coinciden, básicamente, en su exposición, y en los cuales nos detallan cómo se realizaba. Según cuentan, existían tres tipos diferentes de momificaciones: una de primera clase, a la que solo tenían acceso la realeza, altos dignatarios y potentados; otra, más barata, destinada a la clase media, y una destinada a los más pobres.

El proceso más oneroso empezaba con la purificación del difunto. Al morir este, sus restos eran llevados a la «tienda de purificación», donde se lavaba el cuerpo para ser trasladado seguidamente al uabet, el «lugar limpio», donde se efectuaba el ritual de embalsamamiento. Durante dicho ritual primero se extraía el cerebro, para lo cual se introducía una varilla por la nariz, o, a veces, un instrumento que tenía un pequeño gancho en uno de sus extremos, con el que rompían el hueso etmoides, que es muy frágil, y sacaban la masa cerebral, que se adhería al utensilio con facilidad, tras lo cual los restos que quedaban en el interior del cráneo eran disueltos con drogas.

Se sabe que, durante la época del Imperio Antiguo, 2700 al 2200 a. C., aproximadamente, se acostumbraba dejar el cerebro en el interior del cuerpo, aunque posteriormente siempre se extrajo, pues los antiguos egipcios no tenían un correcto conocimiento de las funciones de este órgano.

Tras extraer el cerebro, se hacía una incisión en el lado izquierdo del abdomen, con un cuchillo de sílex, y luego se sacaban todas las vísceras a excepción del corazón, puesto que en él creían que residían el raciocinio y el alma, y los riñones, ya que era muy dificil acceder a ellos desde esa posición. Todos estos órganos extraídos eran embalsamados e introducidos en cuatro vasijas que representaban, cada una de ellas, los cuatro hijos de Horus. En la que personificaba a Kebehsenuf, que tenía cabeza de halcón, se depositaban los intestinos, en la de Hapy, que era simbolizado con una cabeza de mono, se dejaban los pulmones, en la de Duamutef, con cabeza de chacal, estaba el estómago, y en la de Amset, el único de los cuatro que tenía cabeza humana, el hígado. A estas vasijas se las conoce con el nombre de vasos canopes, en honor a Canopo, el piloto del rey Menelao, que fue enterrado en una población del delta en la que eran muy comunes ese tipo de vasijas, con las que parece ser que se le reverenciaba.

Una vez hecho esto, se procedía a deshidratar el cuerpo, utilizándose para ello natrón, una mezcla de carbonato de sodio y sal común, muy abundante en determinadas regiones de Egipto; el netjety, que era como lo llamaban los antiguos egipcios y cuyo significado es el de «sal divina». En él se sumergía el cadáver hasta deshidratarlo. Luego, se colocaba este sobre unas mesas inclinadas con acanaladuras, donde se lavaba su interior con aceite de palma, introduciendo mirra, casia, canela y vendas resinosas, tras lo cual se cosía la incisión hecha en el lado izquierdo, cubriéndola con una placa en la que se hallaba representado el ojo de Horus. Por último, se vertía aceite de cedro sobre el cuerpo y más resina a fin de aislarlo de la humedad, con lo que quedaba listo para ser vendado. Esta era la parte que más encarecía el proceso, puesto que el lino era muy caro, y para el vendaje de la momia se necesitaba una considerable cantidad de metros; se conoce un caso en el que fueron precisos más de dos mil metros de lino. Un trabajo muy laborioso, sin duda, que dejaba el cuerpo cubierto por una nueva piel a la que llamaban ut.

Después de todo lo anterior venían los rituales en los que se ungía al cadáver con los Siete Óleos, que suponían contenían propiedades mágicas, tras lo cual el difunto era devuelto a sus familiares para su entierro.

La momificación de segunda clase era mucho más sencilla, pues se limitaba a inyectar por el ano una solución de aceite de cedro. Luego taponaban aquel y desecaban el cuerpo con natrón. A los treinta días quitaban dicho tapón y las vísceras salían disueltas por el recto, tras lo cual procedían al vendaje del cuerpo, para el cual muchos difuntos utilizaban el lino de sus propias sábanas, dada su carestía.

Para la de tercer nivel, bastaba con una lavativa y poco más, siendo la más común de todas.

No hay duda de que resulta fascinante la obsesión de los antiguos habitantes del Valle del Nilo por la preservación del cadáver después de la muerte; sin embargo, para ellos, era algo fundamental. El cuerpo físico del difunto era absolutamente necesario para su ka, su energía vital, que debía reconocerle para unirse de nuevo a él en la nueva vida para poder alimentarse mediante las ofrendas fúnebres. Si el cuerpo se descomponía, el ka nunca lo encontraría, por lo que vagaría así sin sustento por el Más Allá.

Ello llegó a preocupar vivamente a los antiguos egipcios, pues incluso embalsamaron a miles de animales, como gatos, peces, chacales o ibis, de los que se han encontrado numerosas momias, aunque los más espectaculares de todos fueran los toros sagrados de Apis, cuyos sarcófagos vacíos pueden ser vistos todavía en el Serapeum, en la necrópolis de Saqqara.

En cuanto a los encargados de realizar este tipo de ritual, sabemos que los embalsamadores eran sacerdotes perfectamente jerarquizados. Su sumo sacerdote era conocido como el Supervisor de los Secretos del Lugar, y al jefe de los embalsamadores se le llamaba Canciller del Dios. Este contaba con varios ayudantes encargados de lavar los cadáveres y preparar las pociones, que atendían al nombre de Niños de Horus. A todos ellos se unían los sacerdotes lectores encargados de recitar los textos mágicos que harían posible que el cuerpo quedara preparado para la otra vida.

Así era como los antiguos egipcios disponían las momias, un término que, curiosamente, procede de la palabra persa mummia, que significa «betún», y que fue empleado por el aspecto que presentaban las antiguas momias egipcias, que llevaron a pensar que estaban cubiertas de este producto.

Como dato curioso apuntaremos que las momias fueron utilizadas como panacea para todo tipo de males durante el siglo XV. De ellas extraían un polvo que aseguraban era el elixir de la longevidad, por lo cual era recetado por los médicos como remedio de múltiples enfermedades. Ello, claro está, trajo consigo una gran demanda de este «producto», llegándose a utilizar esclavos y condenados para este propósito.

¿EXISTÍAN JERARQUÍAS DENTRO DEL CLERO?

La concepción del clero en el Antiguo Egipto en poco se parece a la que nosotros tenemos en la actualidad. Sus centros religiosos no eran como nuestras iglesias o mezquitas, ya que se trataba de lugares restringidos a los cuales solo tenían acceso los sacerdotes, cuya misión era la de atender debidamente al dios que moraba en el interior del santuario. Solo así, sintiéndose satisfecho, este colmaría de buenas influencias a su pueblo.

Indudablemente, tanto para su adecuada atención, como para un correcto gobierno de los templos, eran necesarios un importante número de sacerdotes que cumplieran con los diferentes cometidos, razón por la cual se instituyó una jerarquía totalmente piramidal que englobaba cargos perfectamente definidos.

En el vértice de dicha pirámide se hallaba el faraón, pues no en vano él era el sumo sacerdote de todos los cleros de Egipto, el nexo de unión entre los dioses y los hombres, siendo, gracias a su naturaleza divina, la persona indicada para tal cometido.

Pero, evidentemente, el rey no podía estar en todos los santuarios del país al mismo tiempo oficiando sus liturgias, por lo que tenía que delegar en alguien que le representara ante cada dios. Esta función recayó en los sumos sacerdotes, o Primeros Profetas, o Servidores, que era como los antiguos egipcios los llamaban; ellos fueron los encargados de sustituir al rey en los actos religiosos, así como del buen gobierno de los templos.

Ciertamente, la estructura de los diferentes cleros variaba en función de la importancia del dios al que veneraban, no siendo comparable la de aquellos que poseían poca influencia con la de los más poderosos, cuyo buen servicio conllevaba una gran complejidad.

Durante los tres milenios que abarcó la civilización del Antiguo Egipto, el poder que llegaron a acumular los templos dependió de su preponderancia. Así, durante las primeras dinastías fue el templo del dios Ra el que sobresalió, y su sumo sacerdote, conocido como el Primero de los Observadores, tuvo una gran influencia. A partir de la V Dinastía, el clero del dios Ptah de Menfis consiguió una destacable importancia, que utilizó a través del Jefe de los Artesanos, que era como se llamaba al primero de sus servidores. Pero, sin duda, y desde el comienzo del Imperio Nuevo, unos 1500 años a. C., fue Amón, el dios de Tebas, el que alcanzó el mayor poder de todos. Será a este dios al que haremos referencia principalmente por ser el más conocido, y el que mejor puede darnos una idea aproximada de la organización de los templos.

En general, los templos englobaban a sus servidores dentro del alto y del bajo clero. El alto clero estaba encabezado por el faraón, aunque, como hemos apuntado, era el Primer Profeta quien, en la práctica, estaba al frente.

El Primer Profeta de Amón era uno de los personajes más importantes del Antiguo Egipto. Su misión era la de cuidar del buen funcionamiento del templo de Karnak y sus inmensos dominios, para lo cual contaba con la ayuda de un Segundo, Tercero y Cuarto Profetas, que representaban algo así como el papel de los altos ejecutivos de cualquier multinacional actual. Todos ellos constituían el alto clero y podían acceder a los lugares más sagrados del templo.

El sumo sacerdote de Amón tuvo una gran influencia política que fue aumentando conforme su clero fue adquiriendo mayor poder, hasta el punto de que, al finalizar la XX Dinastía, dicho poder sobrepasó al del propio faraón, del que prescindieron para encargarse ellos mismos del gobierno de una parte de Egipto.

El origen de estos sumos sacerdotes fue variando con las épocas. Así, en un principio era el rey quien los elegía de entre la nobleza; mas llegó un tiempo en que estos títulos llegaron a ser hereditarios, pasando el cargo de padres a hijos durante generaciones.

Al bajo clero, el más numeroso, pertenecían los hem neter, o Simples Profetas, que estaban organizados en agrupaciones a cuyo frente solía haber un Supervisor y un Inspector que coordinaban el correcto funcionamiento de las jerarquías inferiores. Una vez al mes presentaban un informe con el estado de todos los trabajos y cuentas del templo. Dichas agrupaciones se turnaban en su servicio al templo, de tal forma que, de ordinario, permanecían por espacio de un mes en el santuario trabajando en todos aquellos cometidos que el dios les hubiera encomendado, para luego regresar a sus hogares y durante tres meses dedicarse a otras labores. Así, rendían servicio en el interior del templo tres veces al año.

Independientemente de lo apuntado anteriormente, existían diversas escalas sacerdotales que cumplían otras muchas funciones, dependiendo de cada templo, y cuyo estudio pormenorizado nos llevaría a ocupar un espacio considerable; por ello solo mencionaremos a los más importantes, como fueron: los sacerdotes ueb o purificados, los iti neter o Padres del Dios —también conocidos como Puros de Manos—, los horarios, los músicos, los hery heb o lectores y los Jefes de los Secretos.

Como es fácil de comprobar, existía toda una variedad de sacerdotes ordenados en función de sus cometidos, siendo la anterior una pequeña muestra, pues había muchas más. Obviamente, otros cleros también disponían de sus grados, como por ejemplo los Sem, que pertenecían al templo del dios Ptah, o los ueb de Sekhmet, que eran médicos.

Mas en el Antiguo Egipto, el clero no se circunscribió al hombre, pues desde el Imperio Antiguo existió un clero femenino que sirvió tanto a dioses masculinos como femeninos. Hubo una gran variedad de grados y, con el tiempo, parte de este clero llegó a ostentar cargos de gran influencia. Tal fue el caso de la llamada Esposa del Dios, o el de la Divina Adoratriz, puestos que solían detentar miembros de la familia real.

¿POSEÍAN BIENES LOS TEMPLOS?

Evidentemente, siempre que hablamos de los bienes de los templos en el Antiguo Egipto, pensamos, inmediatamente, en los grandes santuarios —como el de Amón en Karnak—, poseedores de un enorme patrimonio e indudable poder.

Sin embargo, en Egipto había una gran mayoría formada por pequeños cleros pertenecientes a otros dioses cuyas posesiones eran más bien exiguas y que únicamente les permitían el mantenimiento del culto sin grandes pretensiones.

Como también ocurría con la concepción religiosa, tan diferente de los monoteísmos actuales, los recursos utilizados para el sostenimiento de los templos eran distintos a los nuestros, ya que no existía la costumbre de dar limosna por parte de los feligreses, aunque sí fueran corrientes las donaciones por parte del faraón y, en determinadas ocasiones, las de algún particular. En ese caso, ¿de dónde salía la riqueza necesaria para el mantenimiento de los templos? ¿Cuáles eran los métodos utilizados para ello?

La respuesta se conoce con absoluta certeza, pues fundamentalmente fueron dos las fuentes de las que se valieron los templos para ello: la tierra y el ganado.

A lo largo de su historia, el clero del Antiguo Egipto demostró unas inmejorables dotes para la administración de sus bienes. Las tierras de su propiedad eran arrendadas a familias de labradores con unos contratos que solían pasar de padres a hijos. Estas familias trabajaban los campos para los templos y se encargaban también de su ganado. Después, cuando las cosechas eran recogidas, se quedaban con una parte de lo recolectado y daban el resto a los templos, que lo almacenaban convenientemente, para luego comerciar con ello según sus necesidades.

Evidentemente, al referirnos a las grandes entidades como el templo de Ptah, en Menfis, el de Ra, en Heliópolis, o el de Amón, en Tebas, todo lo anterior cobraba una dimensión difícil de imaginar, ya que dichas instituciones representaban auténticos estados dentro del propio Estado, resultando ser en la práctica plenamente autónomos. Para su mantenimiento y buen gobierno disponían de todo cuanto necesitaban, empezando, como hemos apuntado, por una gran cantidad de tierra, y un verdadero ejército de servidores.

Se tienen datos fehacientes de que, durante la XX Dinastía, entre estos tres templos llegaron a poseer cerca de trescientas mil hectáreas de tierra, de las cuales el clero de Amón era el mayor favorecido, pues le correspondían unas doscientas cuarenta mil, quedando el resto de la tierra repartida entre las otras dos instituciones, aunque no de forma proporcional, ya que el templo de Ra poseía bastante más superficie que el de Ptah.

En cuanto al personal que trabajaba para ellos, se calcula que en ese mismo periodo el templo de Amón empleaba a unas noventa mil personas, el de Ra a unas doce mil, y el de Ptah a poco más de tres mil, lo que puede darnos una idea general de la importancia de estas entidades.

Además de los rendimientos obtenidos de la agricultura y la ganadería, los templos también tenían ingresos por las explotaciones de metales como el oro y la plata, llegando incluso, el clero de Amón, a controlar los yacimientos de oro del Sinaí.

Otro capítulo que reportaba enormes beneficios a los templos eran las campañas militares. Aunque ellos acostumbraban a cooperar con sus fondos para financiar las guerras, los enormes botines conseguidos en las batallas les resarcían con creces, pues no en vano la victoria se conseguía gracias a la intervención final de los dioses a los que ellos servían. El ejemplo más demostrativo de esto lo tenemos en las guerras que Ramsés III sostuvo contra los llamados «Pueblos del Mar». Tras derrotarles el faraón, fue tal el botín conseguido que las arcas de Amón se llenaron a rebosar, haciendo a su clero inmensamente rico.

Sin duda, podemos hacernos una composición de lugar aproximada respecto a la magnitud del poder que llegaron a poseer estos templos. Por si fuera poco, las riquezas que acumulaban se veían favorecidas por las exenciones de las que disfrutaban, que, con el tiempo, acabaron por institucionalizarse, lo que significó un auténtico lastre para la propia Administración y acabó por sumir a Egipto en la bancarrota.

Pero el clero de Amón había sabido obrar con maestría en favor de sus intereses y su patrimonio alcanzó tal cuantía que llegó a arrendar tierras al propio Estado. No es de extrañar que, llegado el momento, decidieran que ya que tenían el poder económico, también debían detentar el político.

Eso fue exactamente lo que ocurrió al instaurarse la XXI Dinastía, unos 1070 años a. C., cuando se sentó el Primer Profeta de Amón en el trono de Egipto como nuevo faraón.

¿ERA CONSIDERADO DIOS EL FARAÓN?

Esta pregunta ha sido motivo de discusión entre los egiptólogos durante mucho tiempo. Sin lugar a dudas, la naturaleza divina del faraón queda plenamente patente en multitud de papiros y, sobre todo, en la gran profusión de inscripciones que decoran la mayoría de los templos del Antiguo Egipto; en todas ellas se hace referencia al rey como a un verdadero dios, aunque distintos especialistas han convenido en la necesidad de matizar dicho concepto. Para ellos, el faraón no era ningún dios, aunque las funciones que desempeñaba sí eran divinas. Lógicamente, esta teoría ha sido rebatida por una mayoría que opina que el carácter divino del rey no admite ninguna duda, lo cual sigue alimentando este debate. A la vista de esto, ¿podía considerarse al rey como un verdadero dios?

Evidentemente, el faraón representaba el nexo de unión entre los dioses y su pueblo. Él debía velar por el bienestar y los intereses de sus súbditos, e intentar que los dioses se sintieran satisfechos para que, de este modo, protegieran al país. Por este motivo, él era el encargado de emprender cuantas obras fuesen necesarias, erigiendo grandiosos templos a los dioses y velando por sus necesidades.

Como representante de estos, sus obligaciones eran las de asegurar el maat en su tierra, esto es, el orden y la justicia para todos sus súbditos. No hay que olvidar que para los antiguos egipcios todo se encontraba en equilibrio, y que el faraón era el garante de que ese equilibrio continuara por los siglos de los siglos. Todo aquello que resultaba grato a los ojos de los dioses debía ser procurado por el rey, pues aquellos nunca podían sentirse abandonados; sus templos, y todo lo que les fuera necesario, debían mantenerse siempre en orden.

Por tanto, mientras el faraón vivía, el pueblo no tenía nada que temer, pues al ser el interlocutor con los dioses, se encargaría de dar solución a cualquier problema que les amenazara. El sol seguiría saliendo cada mañana después de su viaje nocturno a través del Mundo Inferior, que también se conocía como Mundo Subterráneo, y el Nilo se desbordaría, como cada año, asegurándoles las cosechas y, con ello, su sustento. Por esta razón, cuando el faraón moría, el pueblo se sentía como abandonado a su suerte, siendo necesario otro rey que gobernara la nave lo antes posible. Con la coronación del nuevo soberano, el orden cósmico volvía de nuevo a la tierra de Egipto, con lo que se aseguraba el anhelado maat.

Todo esto nos da una idea clara del papel que el rey representaba ante su pueblo. Para este, el faraón era hijo del dios Ra y, por tanto, detentaba su poder sobre la tierra. Él protegía el país de sus enemigos y cuando acudía a la batalla sus súbditos estaban convencidos de que el poder de los dioses iba con él. Algunos de los faraones guerreros, como Tutmosis III o Ramsés II, daban fe de ello cuando aseguraban que su padre, el dios Amón, había sido el artífice del triunfo al insuflarles su poder. Ante tales manifestaciones, el pueblo no tenía ninguna duda: el faraón era un verdadero dios.

Si nos atenemos a las referencias escritas, ya en los antiguos Textos de las Pirámides se equiparaba al difunto rey con los dioses estelares. Son frecuentes las representaciones del rey entre diferentes divinidades, y se sabe con seguridad que algunos de ellos fueron declarados dioses en vida, como es el caso del gran Ramsés II, o el de Amenhotep III. Incluso la palabra utilizada para designar a los dioses, neter, era empleada también para referirse al faraón. Este se proclamaba, en su titulatura real, hijo de Ra y reencarnación de Horus, haciendo de esta manera un especial énfasis en su naturaleza divina. Además, cuando el rey moría se le comparaba con el dios Osiris, así como con Ra, con quien se suponía que el difunto se unía para siempre.

Siempre existió un curioso parentesco entre todos los reyes de Egipto; como si en realidad hubiera habido una continuidad entre ellos a pesar de pertenecer a genealogías distintas. Esta referencia que de ordinario hacían de sus «antepasados» se retrotraía hasta los remotos tiempos en los que gobernaban los dioses, como si en realidad todos los faraones procedieran de ellos. Curiosamente, es en dichas relaciones donde podemos comprobar la exclusión de algunos de los soberanos que reinaron en Egipto, como por ejemplo Akhenatón, o la reina Hatshepsut, en cierto modo tenidos por heterodoxos, como si en realidad nunca hubieran existido.

Abundando un poco más en todo lo anterior, las fuentes mitológicas nos cuentan que en un principio once dioses gobernaron sobre la tierra nada menos que durante siete mil setecientos años. Un hecho asombroso, sin duda, pero del cual los reyes se hicieron eco, como lo demuestra el papiro en el que constan tales hazañas escrito durante la XIX Dinastía, y que es conocido actualmente como el Canon Real de Turín, ciudad en donde se encuentra.

Visto todo lo anterior, parece claro que el faraón parecía estar impregnado de una cierta esencia divina, al menos para su pueblo. De hecho, él era el mago por excelencia de Egipto, y poseía poderes capaces de lograr que el orden se mantuviera. Hasta aseguraba que era capaz de controlar los fenómenos de la naturaleza, algo impensable para los simples mortales, demostrando así que, a los ojos de sus súbditos, en verdad él era un enviado de los dioses.

¿EN QUÉ CONSISTÍA EL CULTO DIARIO?

Qué duda cabe de que en un país tan apegado a sus tradiciones y tan profundamente religioso como era el Antiguo Egipto, habría multitud de celebraciones y festivales con los que honrar a los dioses. La enorme cantidad de divinidades que poseían daba pie a ello, aunque las fiestas más reseñables fueran las dedicadas a los dioses principales, en las que el pueblo solía participar jubiloso ante la oportunidad de presenciar el paso del dios durante las procesiones que de ordinario se realizaban. Sin embargo, había otro tipo de ritos observados únicamente en el interior de los templos, que llevaban impreso el verdadero misticismo que encerraba aquella religión, y en los que solo los iniciados podían participar. De entre ellos, el más destacable, sin duda, era el llamado Culto Diario, una ceremonia trascendental para los antiguos sacerdotes, ya que garantizaba la benignidad de los dioses de Egipto para con su pueblo.

El Culto Diario a los dioses era una ceremonia complejísima que se practicaba en todos los templos de Egipto, mediante la cual se atendía al dios como si en realidad se tratara de un ser humano, pues en ella se le despertaba, lavaba, purificaba, perfumaba, vestía y hasta alimentaba.

El fin primordial de este ritual era el de regenerar diariamente a la divinidad renovando sus fuerzas, a fin de aumentar sus poderes, para poder recibir luego sus bendiciones así como su protección tanto para el templo como para el resto del país, siendo imprescindible que, para que esto ocurriera, el dios se sintiera satisfecho.

Este ceremonial resultaba antiquísimo, pues ya se realizaba durante las primeras dinastías, aunque, sin duda, fue durante el Imperio Antiguo cuando se hizo más complicado. El rito comenzaba con la llegada del alba. Poco antes de que amaneciera, los sacerdotes horarios despertaban a todos aquellos que pernoctaban en el interior del templo. Este iniciaba así su diaria actividad, y todos los que en él prestaban sus servicios se dirigían con presteza para cumplir con sus cometidos. En las cocinas se preparaban los alimentos que habían de llevarse al dios y que, sin duda, debían ser dignos del propio faraón, y en los almacenes se disponían las ropas inmaculadamente limpias con que se le vestía.

Todo el ritual se llevaba a cabo en el lugar más sagrado del templo, el sanctasanctórum, en donde reposaba el dios en el interior de su naos.

Después de lavarse y purificarse convenientemente, una comitiva encabezada por el rey, o en su defecto por el sumo sacerdote en el que este solía delegar, se ponía en marcha para recorrer los lóbregos corredores, apenas iluminados, situados en las profundidades del templo hasta llegar a los aposentos divinos. Una vez allí, debían romper los sellos de la puerta que daba acceso a las habitaciones donde moraba la divinidad. Tras hacerlo, el rey, o el sumo sacerdote, entraba en la antecámara acompañado por un sacerdote lector mientras el resto del séquito esperaba fuera. Allí purificaban sus ofrendas y abrían una segunda puerta, también sellada, para entrar finalmente en la sala en la que se hallaba la naos donde el dios aún dormía. Las puertas de dicho sagrario se hallaban asimismo selladas, como las anteriores, y antes de acercarse a ellas, el sacerdote lector, que conocía todos los ensalmos y la liturgia del acto, ayudaba al sumo sacerdote en el delicado trance que suponía aquella ceremonia, pues si el dios no se despertaba adecuadamente, podría fulminarlos con su poder. Por ese motivo el sacerdote le invitaba a regresar de su divino sueño al mundo de los mortales, en tanto proclamaba su pureza y honradez, así como el respeto y temor que sentía por el dios. Luego rompían el tercer sello y corrían los cerrojos del sagrario para que la imagen de la divinidad se mostrara al fin ante ellos. Aquel era el momento más delicado, ya que, como hemos dicho, el comportamiento del dios podía ser desfavorable, por lo que los oficiantes no cesaban de recitar fórmulas propiciatorias a fin de protegerse de las posibles malas influencias. Pasado este instante, proseguían con sus rituales para que el dios se hiciera presente, colocando las bandejas de alimentos sobre unos altares, a la vez que retiraban las del día anterior; entonces comenzaban sus ofrendas.

Podemos imaginarnos todo aquel ceremonial cargado de magia en el que se ofrecían al dios los más variados manjares manteniendo, curiosamente, un orden riguroso, pues se empezaba por darle la fruta.

Después de alimentar al dios era preciso asearle. Para ello despojaban a la estatua de la divinidad de todos los restos de ungüentos del día anterior para, seguidamente, lavarla cuidadosamente mientras la purificaban con incienso, el «perfume de los dioses», llegando, incluso, a limpiarle la boca con natrón.

Por último, le vestían con ropa del más puro lino y se le enjoyaba con diferentes tipos de collares, pulseras y distintivos cargados de un gran simbolismo. Una vez ungido con nuevos óleos, limpiaban y purificaban cuidadosamente la sala, con lo que finalizaba la ceremonia. Antes de dejar definitivamente los aposentos divinos, sellaban de nuevo las puertas que daban acceso a ellos y abandonaban seguidamente el lugar junto al resto de la comitiva.

Este mismo ritual se repetía otra vez al mediodía y al anochecer, aunque durante estas ocasiones solo se cambiaban las ofrendas de alimentos. Estos, obviamente, se encontraban tal y como los habían dejado, ya que el dios no necesitaba nutrirse físicamente, pues solo absorbía su esencia. Sin embargo, todos estos alimentos no eran desechados, pues, tras retirarlos, eran consumidos en el templo por sus acólitos, generalmente por orden jerárquico.

El Culto Diario fue celebrado en todos los templos de Egipto, manteniéndose su liturgia prácticamente inalterada hasta el fin de la civilización egipcia.

¿CÓMO ERAN LOS FUNERALES?

Toda la preocupación que los antiguos egipcios mostraban por su viaje después de la muerte al Más Allá no era sino una muestra palpable del amor que sentían por la vida y lo arraigados que se encontraban a su tierra. Su máximo anhelo tras la inevitable muerte no era otro que el de continuar disfrutando en el paraíso, por toda la eternidad, de la vida que un día llevaron en su amado Valle. Todo esto queda palpable al visitar cualquier tumba y ver las inscripciones que los difuntos grababan en sus paredes. Ese era el modo con el que podían plasmar todo aquello que habían amado durante su vida. Su familia, sus momentos felices, su querido país…; los muros repletos de bajorrelieves en los que se escenificaba todo aquello acompañarían siempre al difunto, con la esperanza de que se hicieran realidad, esta vez, para siempre.

Por este motivo, los funerales representaban un papel determinante dentro del misterioso tránsito. Para los antiguos egipcios, la muerte solo constituía una interrupción momentánea de la vida, que continuaría después de la celebración de las exequias.

Indudablemente, no era lo mismo el entierro de un rey que el de un particular, aunque ambos procuraran construirse la tumba lo antes posible. Evidentemente, estas tampoco eran comparables, ya que las tumbas privadas solían estar construidas en el fondo de un pozo. Allí se erigía una especie de panteón en cuyo interior se sepultaba al difunto, cegando después el acceso a dicho pozo. Sobre este se levantaba un pequeño complejo que constaba de un patio en el que, a veces, había un estanque con plantas, y varias salas cubiertas de bajorrelieves en las que se relataba la vida del difunto, con escenas de su trabajo, de su familia, o de sus amigos. Cada habitación se encontraba comunicada con otras en las que se representaban otros muchos aspectos como, por ejemplo, imágenes del entierro, o de la religiosidad que el finado había observado durante su vida.

Los funerales propiamente dichos comenzaban en el momento en el que los embalsamadores entregaban el cuerpo momificado a los familiares. Estos le introducían en el sarcófago que, generalmente, ya había sido elegido por el difunto en vida, en función de sus posibilidades, para, acto seguido, iniciar las exequias.

Las ceremonias de los entierros en el Antiguo Egipto eran, además, un tanto vistosas. Durante ellas, ninguno de los integrantes del cortejo se reprimía en mostrar su dolor, por lo que eran normales los lamentos y sollozos, que se veían incrementados por los desgarradores gritos de las plañideras contratadas para la ocasión. Estas mujeres solían arrojarse arena en la cabeza a la vez que se rompían el vestido mostrando sus pechos en señal de duelo.

En el cortejo fúnebre se formaban varios grupos encargados de transportar los alimentos, las flores, el mobiliario, las joyas, los artículos de valor, etc. El sarcófago con los restos mortales del fallecido solía ser colocado en una tarima que, tras ser instalada sobre un trineo, era arrastrada por una pareja de bueyes.

Cuando llegaban a la ribera del Nilo embarcaban para pasar a la orilla oeste, la zona donde siempre se situaban las necrópolis en el Antiguo Egipto, en clara alegoría al lugar por donde diariamente se ponía el sol. A veces, si el fallecido era de cierta importancia, una flotilla solía acompañarle durante la travesía por el río hasta alcanzar el otro margen. Una vez allí, volvía a cargarse el sarcófago sobre el trineo tirado por los bueyes y la comitiva se ponía en marcha hacia la tumba. Durante este trayecto los familiares y amigos no paraban de comentar aspectos de la vida del difunto con gran pesar.

Por fin llegaban a la entrada del sepulcro, donde los sacerdotes se hacían cargo del cadáver para realizar el rito de la «apertura de la boca». Los parientes se despedían del finado y acto seguido su féretro era depositado en el panteón, donde un obrero se encargaba de tapiar la entrada. Entonces, todos los asistentes a la ceremonia se dirigían al patio a fin de celebrar una comida funeraria que, en ocasiones, hasta amenizaban con música, recordando así a los presentes la necesidad de disfrutar de la vida.

Indudablemente, un entierro como este no estaba al alcance de todos los bolsillos. Para los que no podían costearse una tumba semejante existían otras alternativas, como eran las sepulturas colectivas, donde se depositaba el sarcófago junto con algunos enseres de la persona fallecida. Este era el funeral más común, aunque también hubiera otro aún más humilde para aquellos que eran muy pobres. En todas las ciudades existían cementerios para ellos, que a la postre no eran más que fosas comunes donde les enterraban bajo la arena.

En definitiva, los antiguos egipcios se preocuparon especialmente por esta ceremonia. De hecho, el nacimiento de los hijos llenaba a los padres de felicidad porque, entre otras cosas, tenían la garantía de que ellos se ocuparían de su entierro.

¿QUÉ ERA EL JUICIO FINAL?

Si había algo capaz de atemorizar a los antiguos egipcios durante toda su vida, era el Juicio Final. Una prueba que creían debían pasar inexorablemente y para la que, en realidad, trataban de prepararse lo mejor posible, no escatimando gastos si era preciso.

El tenebroso mundo que aguardaba al difunto antes de que este pudiera alcanzar la luz junto a los dioses iba mucho más allá de lo que nuestra mentalidad sería capaz de imaginar. Cada anochecer, Nut, la señora de los cielos, la diosa que representaba la bóveda celeste, se tragaba el disco solar, símbolo del dios Ra, iniciando este su viaje nocturno por un lugar llamado el Mundo Inferior. En su barca sagrada, Ra recorría dicho inframundo, en el que debía sortear multitud de peligros, pues se hallaba lleno de genios y demonios que tenía que vencer con sus poderes mágicos. Tras superar el paso de las «doce horas de la noche», Ra renacía triunfante cada mañana en un nuevo amanecer.

Los antiguos egipcios pensaban que, tal y como el sol debía pasar por aquellos lugares tenebrosos, los difuntos también habían de hacerlo, lo cual era algo que les llenaba de pavor. Visto bajo el prisma de su particular concepción religiosa, no es de extrañar que sintieran temor, pues una vez muerto, el difunto tenía que vencer tal cantidad de pruebas que parecía imposible que pudiera salir airoso de ellas y alcanzar el paraíso.

Durante la larga historia de la cultura egipcia, ese inhóspito lugar quedaría reflejado en múltiples inscripciones y papiros, aunque sería en el Imperio Nuevo cuando se recopilarían una mayor cantidad de textos sobre él. Los antiguos egipcios lo llamaron el Amduat, «aquello que está en el Mundo Inferior».

Las obras citadas anteriormente recibieron curiosos nombres como, por ejemplo, el Libro de las Cavernas, el de los Cielos, el de la Tierra, el de la Cámara Secreta, o el de las Puertas. En todos ellos se describe aquel mundo subterráneo, que solían dividir en diferentes partes. Así, en el Libro de las Puertas, doce puertas fraccionan las horas de la noche, relatándose cómo era el paso a través de ellas, ocurriendo algo parecido en el resto de los textos.

Por medio de todos estos escritos de carácter mágico, los antiguos egipcios desarrollaron el modo de poder salvar todos los peligros que les esperaban después de la muerte. Ellos sabían perfectamente que solo unas pocas personas podrían pasar semejantes pruebas con garantías, por eso escribieron todas aquellas fórmulas propiciatorias, pensando que estas serían capaces de descargarles de todas sus culpas y les ayudarían a superar cualquier obstáculo.

Indiscutiblemente, el Juicio Final representaba el mayor escollo de todos, pues el difunto, requerido ante la presencia de Osiris, debía rendir cuentas de sus actos.

Hasta nosotros han llegado las representaciones de cómo se imaginaban los antiguos egipcios que era dicho juicio, siendo el documento más famoso de todos el conocido como «el papiro de Ani».

A través de sus bellísimos dibujos, puede verse al difunto entrando en la «sala de las dos justicias», donde ha de ser juzgado. Los dioses del tribunal esperan sentados con sus cetros, mientras el finado observa la balanza donde se pesarán sus acciones. Sobre esta balanza se halla un babuino, animal que simboliza a Toth, el dios de la sabiduría, y junto a ella, Anubis, el dios de los muertos. Este comprueba que su fiel está en el lugar correcto mientras que sobre su figura unos jeroglíficos le advierten de la necesidad de que este se encuentre equilibrado. Frente a él está Shai, el destino, sobre cuya cabeza se halla un ladrillo, como símbolo de los dos sobre los que se agachó la madre del difunto para parirle. En uno de los platillos de la balanza se halla el corazón del finado, y en el contrapeso, la pluma que representa a Maat, la diosa de la justicia.

Mientras se realiza el pesaje del alma, Toth, el insobornable, toma nota del resultado. Si el peso de las culpas es mayor que la pluma de la verdad, un animal monstruoso con cabeza de cocodrilo, parte delantera de león y trasera de hipopótamo, se encargará de devorar al condenado; su nombre es Ammit, la «devoradora de los muertos». Por el contrario, si el resultado es favorable, el difunto será declarado «justificado», y presentado ante Osiris, el Soberano del Más Allá.

Cogido de la mano del dios Horus, el difunto ingresa en la «Sala de las Dos Verdades», nombre con el que también se conocía a este lugar, donde le espera Osiris. Junto a él están los cuarenta y dos dioses que forman el tribunal, ante los que deberá hacer la conocida como «confesión negativa». Cada dios juzga un crimen concreto y sus nombres resultan, a veces, verdaderamente amenazadores. Así, el que juzgaba el robo se llamaba el «abrazador del fuego», el de la mentira, el «quebrantahuesos» y el del perjurio, el «devorador de las entrañas». El finado declaraba su inocencia ante cada uno de ellos, tras lo que quedaba definitivamente libre de toda maldad si el veredicto final le era favorable. El difunto, ya justificado, acompañaba a Ra en su barca sagrada al paraíso, desde el cual podría ir y venir al mundo de los vivos cuando quisiera.

Esta sería en líneas generales la ceremonia de la «psicostasia», el pesaje del alma, cuyo proceso real constaba de más pruebas de las arriba mencionadas, y que como hemos visto representaba la llave que les abriría las puertas de los Campos del Ialú, su ansiado paraíso.