19
Bien, Rupert e Isabella no se tomaron demasiado tiempo para aclarar las cosas. Mi opinión es que todo quedó bien sentado desde el primer momento, cuando se encontraron en la terraza cerca de mi silla.
Existía, creo, la firme creencia por parte de ambos de que el sueño que habían alimentado secretamente durante tanto tiempo, no les abandonaría cuando llegase la hora de la prueba.
Porque, como Rupert me dijo algunos días después, había alimentado un sueño.
Rupert y yo llegamos a intimar. A él también le agradaba la compañía masculina. La atmósfera del castillo estaba saturada de adoración femenina. Las tres viejas estaban locas por Rupert, incluso la misma lady St. Loo se desprendió de parte de su especial aspereza.
Así que a Rupert le gustaba venir a hablar conmigo.
—En ocasiones, he pensado —me dijo de repente un día— que era un tonto con lo de Isabella. Es curioso, dígase lo que se diga, decidir casarse con alguien cuando ese alguien es una niña, y una niña flaca además, para comprobar más tarde que no se ha cambiado de opinión.
Le dije que yo había oído hablar de casos similares.
Rupert me dijo pensativamente:
—La verdad es que supongo que Isabella y yo nos pertenecemos… Siempre he sentido que es una parte de mí, una parte que todavía no podía poseer pero que tendría que llegar a pertenecerme algún día para hacer las cosas completas. Un asunto divertido. Es una chica extraña. —Estuvo fumando en silencio largo rato y luego añadió—: Creo que lo que más me gusta de ella es que no tiene sentido del humor.
—¿Cree que no lo tiene?
—Ninguno, en absoluto. Y es maravillosamente cómodo… Siempre sospeché que el sentido del humor es una especie de truco que los seres civilizados nos hemos inventado como recurso contra la desilusión. Hacemos un esfuerzo consciente para ver las cosas agradables simplemente porque sospechamos que no son satisfactorias.
Bueno, había algo de verdad en aquellas palabras. Lo pensé así con una sonrisa ligeramente torva… Sí, Rupert St. Loo había dicho una verdad.
Él miraba hacia el castillo. Dijo con jovialidad:
—Me encanta ese lugar. Siempre me ha encantado. Incluso estoy contento de haber estado en Nueva Zelanda hasta que vine a Eton. Me posibilitó mi imparcialidad. Puedo ver el lugar desde fuera y también identificarme con él sin reflexión. Venir aquí desde Eton para pasar las vacaciones, saber que era mío de verdad, que algún día vendría a vivir aquí… Darme cuenta de que era algo que siempre había querido tener… Incluso la primera vez que lo vi tuve la firme sensación de haber llegado a mi hogar. —Hizo una pausa y continuó—: Isabella formaba parte del castillo. Entonces estuve seguro, y esa seguridad no me abandonó, de que nos casaríamos aquí y que aquí viviríamos el resto de nuestras vidas —Su mandíbula inferior se contrajo con decisión—. ¡Y viviremos aquí! A pesar de los impuestos, de los gastos y de las reparaciones. A pesar de la amenaza de la nacionalización de las tierras. Éste es nuestro hogar, de Isabella y mío.
Se prometieron oficialmente a los cinco días de llegada de Rupert.
Fue lady Tressilian quien nos trajo la noticia. Aseguró que al día siguiente se publicaría en el Times. O a los dos días; pero quería que nosotros nos enterásemos primero. ¡Se sentía tan feliz con el acontecimiento!
Su bella cara redonda temblaba con sentimental placer. Tanto Teresa como yo nos alegramos de su felicidad. Quedaba aclarada la carencia de ciertas cosas en su propia vida. En un momento tan feliz dejó de ser menos maternal en su actitud para conmigo, lo cual me permitió gozar mucho más de su compañía. Por primera vez dejó de traerme manuales y apenas intentaba estar brillante para darme ánimos. Estaba claro que Isabella y Rupert ocupaban todos sus pensamientos.
Las actitudes de las otras dos ancianas damas variaron ligeramente. La señora Bigham Charteris redobló su energía y su vivacidad. Daba larguísimos paseos con Rupert a lo largo y a lo ancho de la propiedad, presentándole a los arrendatarios y dándole instrucciones sobre las reparaciones, diciéndole lo que tenía que hacer y lo que en verdad habría de dejar de hacer.
—Amos Polflexen siempre refunfuña. Hace dos años se le arreglaron por completo las paredes. Con la chimenea de Ellen Heath tenemos que hacer algo. Está teniendo mucha paciencia. Los Heath han sido arrendatarios de la propiedad durante trescientos años.
Pero fue la actitud de lady St. Loo la que encontré más interesante.
Durante algún tiempo no pude comprenderla. Más tarde, un día, la comprendí. Era un triunfo. Un tipo curioso de triunfo. Una especie de batalla ganada contra un antagonista invisible y no existente.
—Todo irá bien ahora —me dijo.
Y luego lanzó un suspiro, un gran suspiro de cansancio. Fue como si dijera: «Señor, ahora deja a tu sierva partir en paz…». Me dio la impresión de alguien que ha tenido siempre miedo y que sabe que de pronto el miedo ha terminado.
Bueno, supongo que la lucha librada por el joven lord St. Loo para conseguir volver y casarse con una prima, a la que no había visto durante ocho años, habría sido agotadora. Porque la cosa más fácil para Rupert hubiera sido casarse con una extraña en los años de la guerra. Sí, tenía que haber sido muy dura la lucha emprendida por Rupert para casarse con Isabella.
Con todo, se había visto recompensado y correspondido.
Le pregunté a Teresa si no estaba de acuerdo y ella asintió con la cabeza.
—Hacen una buena pareja —dijo.
—Hechos el uno para el otro. Eso es lo que los criados de las viejas familias dicen en las bodas, pero esta vez, realmente, es verdad.
—Sí, es verdad. Resulta increíble. ¿No tienes la sensación a veces, Hugh, de estar soñando?
Lo estuve considerando durante algunos segundos, porque sabía lo que ella quería decir.
—Nada relacionado con el castillo de St. Loo es real —dije.
Tenía mucho interés en oír la opinión de John Gabriel. Seguía él con su habitual franqueza al hablar conmigo. Por lo que me parecía intuir, a Gabriel no le hacía ninguna gracia lord St. Loo. Esto era bastante lógico, porque Rupert St. Loo robaba gran parte de la atención que hasta entonces se le estaba dispensando a Gabriel.
Todo St. Loo estaba emocionado con la llegada del propietario legal del castillo. Los naturales del lugar estaban orgullosos de la antigüedad de su título. Recordaban a su padre. Los que no lo eran estaban todavía más conmovidos, por puro esnobismo.
—¡Asqueroso rebaño de ovejas! —dijo Gabriel—. Es divertido comprobar lo mucho, digan lo que digan, que al inglés le encantan los títulos.
—No llame inglés a un nacido en Cornualles —dije—. ¿Todavía no ha aprendido eso?
—Cometí un desliz. Pero es verdad, ¿no le parece? Todos andan con adulaciones. O se pasan al otro extremo y dicen que todo es una farsa, y se indignan. En este caso, solo se trata de esnobismo a la inversa.
—¿Y usted qué siente? —pregunté.
Gabriel frunció el ceño inmediatamente. Siempre había sido muy sensible a las preguntas que se le dirigían.
—Yo soy también un esnob vuelto del revés —respondió—. Lo que más me hubiera gustado en el mundo sería haber nacido Rupert St. Loo.
—Me deja perplejo —le aseguré.
—Hay ciertas cosas con las que se tiene que haber nacido. Daría cualquier cosa por tener sus piernas —dijo Gabriel pensativamente.
Yo me acordé de lo que lady Tressilian había dicho en el primer mitin de John Gabriel y me interesó mucho comprobar qué persona tan perceptiva era el mayor.
Le pregunté a Gabriel si sufría la impresión de que Rupert St. Loo le estaba robando su audiencia.
Gabriel pensó la respuesta serenamente, sin mostrar ningún signo de enfado.
Me contestó que todo iba perfectamente bien porque lord St. Loo no era su rival político. Era una propaganda adicional para el partido conservador.
—Aunque sería muy molesto si por casualidad decidiera, quiero decir si pudiera decidir, pasarse al lado laborista. Lo que no puede hacer porque es un noble.
—Seguramente no —dije—. Es un terrateniente.
—No le agradaría la nacionalización de la tierra, desde luego. Pero las cosas están muy liadas hoy en día, Norreys. Los granjeros y los hombres de la clase trabajadora son los más fieles conservadores. Y los jóvenes intelectuales, rebeldes y con mucho dinero, son fundamentalmente laboristas, sobre todo, supongo yo, porque no saben una palabra de lo que significa trabajar con las manos y no tienen idea de lo que realmente necesita y quiere un trabajador.
—¿Y qué es lo que necesita un trabajador? —pregunté, porque sabía que Gabriel siempre daba una respuesta distinta a esta pregunta.
—Necesita y quiere la prosperidad del país, para que así pueda prosperar él también. Creen que los conservadores traerán más prosperidad porque saben más de dinero, lo cual es realmente una estupidez. Yo diría que lord St. Loo es un liberal del viejo estilo. Y por supuesto, los liberales no conseguirán nada. No, no lo conseguirán, Norreys, no servirá de nada que abra la boca para decir lo que piensa decir. Espere el resultado de las elecciones. Los liberales habrán disminuido tanto que, para encontrar uno, habrá que buscarlo con lupa. A nadie le gustan las ideas liberales, con lo cual quiero decir que a nadie le gustan los caminos intermedios. Resulta endemoniadamente insustancial.
—¿Y considera que Rupert St. Loo es un partidario del justo medio?
—Sí, es un hombre razonable. Continúa con lo viejo, pero da la bienvenida a lo nuevo. En realidad, ni fu ni fa. Un pan de jengibre, es lo que es él.
—¿Cómo? —pregunté.
—Oyó perfectamente lo que dije. ¡Pan de jengibre! ¡Un castillo de pan de jengibre! ¡Un propietario del castillo de pan de jengibre! —Se detuvo—. ¡Una boda de pan de jengibre!
—¿Y una novia de pan de jengibre? —pregunté.
—No. Ella está bien… Solo que se ha perdido, como Hansel y Gretel, en la casita de chocolate. Es delicioso el pan de jengibre, puedes arrancar un trozo y comértelo. Resulta muy apetecible.
—No le gusta mucho Rupert St. Loo, ¿verdad?
—¿Por qué habría de gustarme? Y ya que viene a colación, yo tampoco le gusto a él.
Lo estuve pensando un momento. No, no creía que a Rupert St. Loo le gustara John Gabriel.
—A pesar de eso tendrá que aguantarme —dijo Gabriel—. Estaré aquí, como miembro del Parlamento por este lugar del mundo. Tendrán que invitarme a cenar de vez en cuando y él tendrá que sentarse en las tribunas conmigo.
—Está usted demasiado seguro de sí mismo, Gabriel. Todavía no lo ha conseguido.
—Le digo que la cosa es segura. Tiene que serlo. No tendré otra oportunidad, compréndame. Estoy intentando hacer el experimento. Si fracasa, mi nombre se llenará de barro y no tendré nada que hacer. No puedo volver a ser militar tampoco, ¿comprende? No sirvo para militar administrativo. Solo soy útil cuando hay un peligro real. Cuando termine la guerra con los japoneses estaré acabado. La ocupación de Otelo habrá concluido.
—Nunca me pareció Otelo —opiné— un personaje digno de crédito.
—¿Por qué no? Los celos nunca son dignos de crédito.
—Bien, mejor dicho no me parece que despierte simpatía. Otelo no inspira lástima. Se nota que es, simplemente, un loco rematado.
—No —dijo Gabriel reflexionando—. No inspira lástima. No se siente por él la conmiseración que se siente por Yago.
—¿Lástima por Yago? Realmente, Gabriel, usted tiene las simpatías más extrañas.
Me dirigió una mirada inquisitiva.
—No… Usted no lo podría entender.
Se levantó y empezó a andar de un lado a otro. Se acercó al escritorio y cogió varias cosas casi sin mirarlas. Advertí con curiosidad que escribía algo con una emoción profunda e inarticulada.
—Comprendo a Yago —dijo—. Incluso comprendo por qué el pobre diablo no dice nada al final, excepto aquello de
No me pidas nada; lo que sabes, lo sabes.
De ahora en adelante, jamás diré una palabra.
Se volvió hacia mí:
—Los tipos como usted, Norreys, los tipos que han vivido en buenas relaciones consigo mismos durante toda su vida, que han podido realizarse sin titubeos (si puedo emplear esta palabra), ¿qué demonios pueden saber sobre los Yagos, sobre los hombres oscuros, sobre los hombres insignificantes? ¡Dios mío!, si alguna vez representara a Shakespeare haría el papel de Yago, y sería un actor de verdad, ¡un actor que podría conmover las entrañas del público! Imagínese lo que es haber nacido un cobarde. Soportarlo, disimularlo y llevarlo encima toda la vida. Amar tanto el dinero que te levantaras, comieras, durmieras y besaras a tu mujer, siempre con el dinero metido en la cabeza… Y sabiendo todo el tiempo lo que eres.
Se paseó. Meditó unos instantes y, con mucha seguridad, prosiguió:
—Éste es el demonio de la vida. Tener un hada madrina buena en el bautizo entre todas las hadas malas. Y cuando todo el mundo te haya bañado en barro fétido y sucio, que el hada buena venga y te susurre al oído: «Te concedo el regalo de tener conciencia y conocimiento de la situación…».
Seguía con sus frases hechas. Yo le escuchaba interesado.
—«Tenemos que amar necesariamente lo más alto cuando lo vemos…». ¿Quién fue el imbécil que dijo eso? Probablemente Wordsworth, un hombre que ni siquiera podía contemplar una flor y deleitarse con esta pequeñez… Le aseguro, Norreys, que se odia lo más alto cuando se ve. Se odia porque no es para ti y porque no puedes tener aquello por lo cual llegarías a vender tu alma. El hombre que estima en mucho el coraje es, con frecuencia, el que sale corriendo cuando llega el peligro. Así lo comprobé más de una vez. ¿Cree usted que el pobre diablo que adora el dinero desea adorarlo? ¿Cree usted que un hombre es lo que quiere ser? Un hombre es lo que ha nacido. ¿Cree que el hombre con una imaginación sensual desea tener una imaginación sensual? ¿Cree que el hombre que huye desea huir?
Estaba embalado. Se diría que creía hablar consigo mismo. No se detuvo:
—El hombre que envidias, el que envidias de verdad, no es aquel que hace las cosas mejor que tú. El hombre que envidias es el que es mejor que tú.
Casi como un demente, o como un borracho, siguió hablando sin que yo pensara en intervenir.
—Si estás hundido en el barro odias al ser humano que está arriba, entre las estrellas. Quieres tirarle abajo… abajo… abajo… allí donde tú estás revoleándote entre los escombros… Pobre Yago, digo yo. Todo le hubiera salido bien si no se hubiese encontrado con Otelo. Le hubiera ido a las mil maravillas con sus artimañas de confidente. Hoy en día estaría vendiendo minas de oro inexistentes a los estúpidos niños de papá que frecuentan el bar del Ritz.
John Gabriel pareció recobrar aliento y luego continuó:
—Yago es un personaje plausible, y tan honesto… Demasiado hábil para aceptar el ser un simple soldado. Nada más fácil que hacerse soldado. Cuanto peor se es en asuntos de negocios, mejor soldado resulta uno. Son siempre los soldados los que compran acciones sin valor, los que creen en los medios de hacerse con un tesoro español de galeones hundidos y los que adquieren granjas avícolas que están completamente arruinadas. Los soldados son crédulos. Otelo era de la clase de tipos que se arruinan así, por cualquier historia bonita inventada por cualquier artista. Y Yago era un artista. Solo hay que leer entre líneas para que quede claro como el día que Yago estuvo malversando los fondos de la tropa. Otelo no se lo cree. ¡Oh, no, el honesto y estúpido Yago! Es exactamente una tontería por parte del querido y ya viejo compañero. Pero recibe a Casio y le pone sobre la pista de Yago. Casio es un especulador, un calculador, estoy seguro de ello. Un tipo honesto y bueno, así piensa Otelo de Yago, pero no tan brillante como para el ascenso.
Gabriel, antes de continuar con su disertación, resopló. Hablar era su fuerte.
—¿Recuerda todas las fanfarronadas de Yago en torno a sus proezas en las batallas? Todo mentira, Norreys, nunca ocurrieron. Es lo que se puede oír cualquier día en una taberna, en boca de un hombre que nunca ha estado cerca de la primera línea. Las baladronadas de Falstaff se convierten esta vez en tragedia, dejan de ser comedia. Yago, pobre diablo, quería ser un Otelo. Quería ser un valiente soldado y un hombre recto, pero no le era posible. Quería hacer un gran papel con las mujeres y las mujeres no le servían de nada. Esa ramera de buena naturaleza que era su mujer lo despreciaba como hombre. Para lo único que estaba preparado era para irse a la cama con otros hombres. ¡Apuesto a que todas las mujeres querían irse a la cama con Otelo!
Parecía como si el mayor Gabriel se estuviera vaciando de palabras.
—Le digo, Norreys, que he visto muchas cosas extrañas en hombres sexualmente avergonzados. Los hace patológicos. Shakespeare lo sabía. ¡Yago no puede abrir la boca sin soltar por ella un torrente de veneno sexual, negro y frustrado! ¡Lo que nadie parece ver nunca es el sufrimiento del que sufre! Él podía ver la belleza y sabía lo que era, conocía una doble naturaleza. ¡Dios mío, Norreys! La envidia material, la envidia del triunfo, de posesiones, de riquezas no es nada. ¡Absolutamente nada comparada con la envidia espiritual! Es como el vitriolo, que te va devorando, destruyendo por dentro. Tú ves lo más alto y en contra de ti mismo lo deseas. Por eso lo odias y no descansas hasta que lo has destruido, hasta que lo has tirado por el suelo y lo has pisoteado… Sí, Yago sufría, pobre diablo.
Gabriel se puso a dar vueltas. Su feo rostro estaba contraído, sus ojos brillaban con un extraño fulgor de sinceridad.
—¿Sabe, Norreys? Nunca he podido creer en Dios. Dios Padre, que hizo los animales y las flores, Dios, que nos ama y se cuida de nosotros, Dios, que creó el mundo. No, yo no creo en ese Dios. Pero, de vez en cuando, no puedo evitarlo y creo en Cristo… Porque Cristo bajó a los infiernos. Su amor llegó muy lejos. Prometió el paraíso al ladrón arrepentido. Pero ¿qué pasó con el otro, el que blasfemó y le ultrajó? Cristo bajó con él al infierno. Quizá después…
De repente Gabriel fue sacudido por un escalofrío. Se echó a temblar. Una vez más, sus ojos resplandecían de hermosura en su feo rostro.
—He hablado demasiado —dijo—. Adiós.
Se marchó bruscamente, sin poderle decir nada.
Entonces me pregunté si había estado hablando de Shakespeare o de él mismo.
Tuve la sospecha de que había hablado de sí mismo.